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EXPOSICIÓN DEL SÍMBOLO DE LOS APÓSTOLES

  Prólogo

Creo en un solo Dios Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra   Y en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor

Que fue concebido por obra del Espíritu Santo, y nació de María Virgen     Padeció bajo Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y

 sepultado   Descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos   Subió a los cielos, está sentado a la diestra de

 Dios Padre todopoderoso   Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos   Creo en el Espíritu Santo   La santa Iglesia

católica   La comunión de los santos, el perdón de los pecados  La resurrección de la carne   La vida eterna. Amén

 

 

Prólogo

 §1 La primera cosa necesaria al cristiano es la fe, sin la cual nadie puede llamarse fiel cristiano. La fe proporciona cuatro bienes.

Primero: Por la fe, el alma se une a Dios: pues por la fe el alma cristiana celebra como una especie de matrimonio con Dios: "Te desposaré conmigo en fe" (Os 2,20). Por ello, cuando alguien se bautiza, primero confiesa la fe, cuando se le pregunta: "¿Crees en Dios?": porque el bautismo es el primer sacramento de la fe. Por eso dice el Señor: "El que crea y sea bautizado, se salvará" (Mc 16,16). Pues bautismo sin fe de nada sirve. Nadie es grato a Dios sin la fe: "Sin la fe es imposible agradar a Dios" (Heb 11,6). Y así Agustín <1>, acerca de Romanos 14,23: "Todo lo que no procede de la fe, es pecado", comenta: "Donde no se reconoce la verdad eterna e inmutable, es falsa la virtud incluso en medio de costumbres excelentes". 

Segundo: Por la fe se incoa en nosotros la vida eterna: pues la vida eterna no es otra cosa que conocer a Dios. Dice el Señor: "Esto es la vida eterna, que te conozcan a ti único Dios verdadero" (Jn 17,3). Este conocimiento de Dios empieza aquí por la fe, pero logra su plenitud en la otra vida, en la que le conoceremos como El es; por ello se afirma en Heb 11,1: "La fe es fundamento de lo que se espera". Por tanto, nadie puede llegar a la bienaventuranza, que consiste en el conocimiento de Dios, si primero no lo conoce por la fe: "Bienaventurados los que sin haber visto han creído" (Jn 20,29). 

Tercero: La fe dirige la vida presente. Para que el hombre viva bien, ha de tener los conocimientos necesarios para vivir bien; y si se viera forzado a adquirirlos todos por medio del estudio, o no lo lograría, o sólo tras largo tiempo. Pero la fe enseña todo lo necesario para vivir bien: que hay un solo Dios, que premia a los buenos y castiga a los malos; que existe otra vida, etc.: todo lo cual nos estimula a practicar el bien y evitar el mal: "Mi justo vive de la fe" (Hab 2,4). Es evidente: ningún filósofo antes de la venida de Cristo, aun con todo su esfuerzo, pudo saber acerca de Dios y de las cosas necesarias para la vida eterna lo que después de su venida sabe cualquier viejecilla por medio de la fe; por eso dice Isaías: "La tierra está llena de conocimiento del Señor" (Is 11,9). 

Cuarto: Con la fe venceremos las tentaciones: "Los santos por medio de la fe vencieron reinos" (Heb 11,33). Esto está claro. Toda tentación procede del diablo, del mundo o de la carne. El diablo te tienta para que no obedezcas a Dios, ni te sometas a El. Tentación que la fe elimina. Pues por la fe conocemos que El es Señor de todos, y que por tanto hay que obedecerle: "Vuestro enemigo, el diablo, merodea buscando a quién devorar: resistidle firmes en la fe" (1 Pet 5,8). El mundo tienta o incitando con la prosperidad o amedrentando con las dificultades. Lo vencemos por medio de la fe, que nos hace creer en otra vida mejor que ésta: por ello despreciamos la prosperidad de este mundo, y no tenemos dificultades: "La victoria que vence al mundo es nuestra fe" (1 Jn 5,4); además nos enseña a creer en males mayores, los del infierno. La carne finalmente tienta empujándonos a los gozos momentáneos de la vida presente. Pero la fe muestra que, si los buscamos desordenadamente, perdemos los gozos eternos: "Embrazando siempre el escudo de la fe" (Eph 6,16).

De todo lo cual resulta que es muy útil tener fe.

Pero objetará alguno: Es necedad creer lo que no se ve; las cosas que no se ven no deben creerse.

Respondo: En primer lugar, la misma limitación de nuestro entendimiento resuelve esta dificultad: pues si el hombre pudiese conocer perfectamente por sí mismo todas las cosas visibles e invisibles, sería necedad creer las cosas que no vemos; pero  nuestro conocimiento es tan débil que ningún filósofo pudo jamás investigar totalmente la naturaleza de una mosca, y así se cuenta que un filósofo vivió treinta años en soledad tratando de conocer la naturaleza de la abeja. Si nuestro entendimiento es tan débil, ¿no es necedad empeñarse en creer de Dios tan sólo lo que el hombre puede averiguar por sí mismo? Sobre lo cual leemos: "Grande es Dios, y sobrepasa nuestro saber" (Iob 36,26).

En segundo lugar se puede responder que, si un experto afirmase algo dentro de su competencia, y un ignorante dijese que no era como enseñaba el experto porque él no le entendía, sería considerado bastante estúpido el ignorante. Pero es sabido que el entendimiento de un ángel supera al entendimiento del mejor filósofo más que el de éste al de un ignorante. Por tanto es estúpido el filósofo que no quiera creer lo que afirman los ángeles; mucho más si no quiere creer lo que dice Dios. Contra esto se encuentra: "Muchas cosas te han sido mostradas que exceden el entendimiento del hombre" (Eccli 3,25).

En tercer lugar puede contestarse que, si uno no quisiera creer más que lo que conoce, ni siquiera podría vivir en este mundo. ¿Cómo podría vivir sin creer a alguien? ¿Cómo creería, por ejemplo, que fulano es su padre? Por consiguiente es necesario que el hombre crea a alguien acerca de las cosas que no puede saber totalmente por sí solo. Pero a nadie hay que creer como a Dios; por tanto, los que no crean las enseñanzas de la fe, no son sabios, sino estúpidos y soberbios, como dice el Apóstol: "Soberbio es, nada sabe" (1 Tim 6,4). Por ello decía: "Sé a quién he creído y estoy seguro" (2 Timoteo 1,12). "Los que teméis a Dios creedle" (Eccli 2,8).

§2 Puede también responder que Dios mismo testifica que las enseñanzas de la fe son verdaderas. Si un rey enviara una carta sellada con su sello, nadie osaría decir que aquella carta no provenía de la voluntad del rey. Ahora bien, todo lo que los santos creyeron y nos transmitieron sobre la fe de Cristo, está sellado con el sello de Dios. Este sello son las obras que ninguna criatura puede hacer, es decir, los milagros, con los que Cristo confirmó las palabras de los Apóstoles y de los santos.

Si dijeras que nadie ha visto milagros, te respondo: Es sabido que el mundo entero daba culto a los ídolos y perseguía la fe de Cristo, según narran hasta los mismos historiadores paganos; pero ahora se han convertido a Cristo todos, sabios, nobles, ricos, poderosos y grandes, ante la predicación de unos sencillos, pobres y escasos predicadores de Cristo. O se ha realizado esto con milagros, o sin ellos. Si con milagros, ya tienes la respuesta. Si sin ellos, diré que no pudo darse milagro mayor que el que el mundo entero se convirtiese sin milagros. No necesitamos más.

En conclusión, nadie debe dudar acerca de la fe, sino creer las cosas de fe más que las que puede ver, porque la vista del hombre puede engañarse, pero la sabiduría de Dios jamás se equivoca. 


 

Capítulo 1  

Artículo  1

 §1 Creo en un solo Dios Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra

 Entre todas las cosas que deben creer los fieles, la primera que debemos creer es que existe un solo Dios. Y ¿qué significa esta palabra "Dios"? Gobernador providente de todas las cosas. Por tanto, cree que existe Dios quien cree que todas las cosas de este mundo caen bajo su gobierno y providencia.

 En cambio, quien piensa que todo procede del acaso, no cree que existe Dios. Nadie hay tan estúpido que no crea que la naturaleza está sometida a un gobierno, providencia y ordenación, puesto que se desenvuelve según un orden y ritmo fijos. Vemos que el sol, la luna y las estrellas, y el resto de la naturaleza, observan un curso determinado, cosa que no ocurriría si proviniesen del acaso. Por consiguiente, si alguien negara la existencia de Dios, sería estúpido: "Dijo en su corazón el insensato: Dios no existe" (Ps 13,1).

Pero algunos, aunque crean que Dios organiza y gobierna la naturaleza, sin embargo no creen que ejerza una providencia sobre los acontecimientos humanos: piensan que los acontecimientos humanos no caen bajo la tutela de Dios. La razón es que ven que los buenos sufren en este mundo, mientras los malos prosperan, lo cual parece eliminar toda providencia divina en torno al hombre. Por este tenor se dice: "Se pasea por los ejes del cielo sin preocuparse de nuestros asuntos" (Iob 22,14).

También esto es bastante tonto. Les ocurre lo que al que no sabe medicina y ve al médico recetar a un enfermo agua y a otro vino, según sus conocimientos le sugieren; al no saber medicina, pensará que hace al azar lo que dispone con conocimiento de causa, dando vino al segundo y agua al primero.

Así pasa con respecto a Dios. El, con conocimiento de causa y según su providencia, dispone las cosas que necesitan los hombres; aflige a algunos que son buenos, y deja vivir en prosperidad a otros que son malos. A quien piense que esto acontece casualmente, se le considera insensato, y lo es, pues esto sólo ocurre porque ignora el modo y motivo de la disposición divina. "Para mostrarte los secretos de la sabiduría, y que su ley es compleja" (Iob 11,6). Por tanto, hay que creer firmemente que Dios gobierna y dispone no sólo la naturaleza, sino también los acontecimientos humanos. "Y dijeron: no lo verá el Señor, ni lo sabrá el Dios de Jacob. Entended, insensatos del pueblo, y comprended de una vez, estúpidos. ¿Quién plantó la oreja, no oirá? ¿O quien formó el ojo, no ve?... El Señor conoce los pensamientos de los hombres" (Ps 93,7‑9 y 11). 

Así pues, todo lo ve, incluso los pensamientos y los secretos de la voluntad. De aquí que también a los hombres de manera especial les alcanza la necesidad de obrar bien, porque todo lo que piensan y hacen está patente a la mirada divina. "Todas las cosas están desnudas y descubiertas a los ojos de El" (Heb 4,13). 

Hay que creer que este Dios que ordena y dirige todo, es un solo Dios. La razón es la siguiente: las cosas de los hombres están bien organizadas cuando la muchedumbre es dirigida y gobernada por uno sólo, pues la multiplicación de jefes introduce frecuentemente disensión en los súbditos; como el gobierno divino aventaja al gobierno humano, es evidente que el régimen del mundo no está en manos de muchos dioses, sino de uno solo. 

§2 Cuatro son los motivos que han inducido a los hombres a pensar en muchos dioses. 

El primero es la debilidad del entendimiento. Ciertos hombres de débil intelecto, no siendo capaces de sobrepasar el orden de lo corpóreo, no pensaron que pudiera existir algo por encima de esta naturaleza de los cuerpos sensibles; por ello, entre todos los cuerpos, creyeron rectores y gobernadores del mundo a los que les parecían más hermosos y dignos, y les tributaron honores divinos y culto: tales son los cuerpos celestes, el sol, la luna y las estrellas. A éstos les ocurrió lo que a uno que va a la curia regia, y queriendo ver al rey piensa que es el monarca todo el que encuentra bien vestido o con cargo. De ellos dice: "Tuvieron por dioses, gobernadores del universo, al sol y la luna, o a la bóveda estrellada" (Sap 13,2). "Alzad al cielo vuestros ojos, y mirad hacia abajo a la tierra: porque los cielos se desharán como humo, y la tierra se gastará como un vestido, y como estas cosas perecerán sus moradores. Pero mi salud por siempre será, y mi justicia no faltará" (Is 51,6). 

El segundo motivo procede de la adulación. Algunos hombres, queriendo adular a sus señores y reyes, les tributaron el honor debido a Dios, obedeciéndoles y sometiéndose a ellos: a unos los consideraron dioses luego de su muerte, a otros aun en vida: "Sepa todo el mundo que Nabucodonosor es el dios de la tierra, y que fuera de él no hay otro (Idt 5,29). 

El tercero procede del afecto carnal a los hijos y parientes. Algunos, por el amor excesivo que tenían a los suyos, encargaban estatuas de ellos después de su muerte, y de ahí se pasó a dar culto divino a esas estatuas. De éstos se dice: "Porque los hombres, condescendiendo con sus afectos o con sus reyes dieron el nombre incomunicable a las piedras y a los leños" (Sap 14,21).

El cuarto motivo es la malicia del diablo. Desde el principio quiso equipararse a Dios; él mismo dice: "Pondré mi trono de la parte del Aquilón, subiré al cielo, y seré semejante al Altísimo" (Is 14,13‑14). Y de esta pretensión suya aún no se ha apeado. Por ello, todo su interés reside en que los hombres le adoren, y le ofrezcan sacrificios; no porque le deleite el can o el gato que se le ofrece, sino el que se le dé reverencia como Dios; en este sentido dijo al mismo Cristo: "Todo esto te daré, si postrándote me adoras" (Mt 4,9). Y de aquí vino también el que, introduciéndose en los ídolos, pronunciasen oráculos: para ser venerados como dioses. "Todos los dioses de las naciones son demonios" (Ps 95,5); "lo que inmolan los gentiles, a los demonios lo inmolan, que no a Dios" (1 Cor 10,20). 

Aunque todo esto es horroroso, hay muchos, sin embargo, que recaen con frecuencia en estos cuatro motivos. Y si bien no de palabra o de corazón, sí con sus hechos demuestran creer en muchos dioses. 

Los que creen que los cuerpos celestes pueden influir en la voluntad de los hombres, y los que a la hora de obrar distinguen tiempos propicios, están suponiendo que los cuerpos celestes son dioses  y que tienen dominio, y andan fabricándose astrolabios. "No temáis a las señales del cielo, a las que temen las naciones, porque las leyes de los pueblos son vanas" (Ier 10,2).

 Asimismo, todos los que obedecen a los reyes más que a Dios, o les obedecen en lo que no deben, los convierten en dioses suyos. "Es menester obedecer a Dios antes que a los hombres" (Act 5,29).

 Igualmente, los que aman a sus hijos y parientes más que a Dios, con sus obras manifiestan que hay muchos dioses. Como también los que aman el alimento más que a Dios; de los cuales dice el Apóstol: "Su Dios es su vientre" (Philp 3,19).

 Por fin, todos los aficionados a sortilegios y magias creen que los demonios son dioses, puesto que les piden lo que sólo Dios puede conceder: el conocimiento de alguna cosa oculta y del porven

Así pues, en primer lugar hemos de creer que hay un Dios solamente. 

Según queda dicho, lo primero que hay que creer es que existe un solo Dios; lo segundo es que este Dios es creador y hacedor del cielo y de la tierra, de las cosas visibles e invisibles. 

Prescindiendo aquí de razonamientos sutiles, con un ejemplo sencillo declararemos la doctrina de que todas las cosas han sido creadas y hechas por Dios. 

Si un hombre entrase en una casa, y ya en la misma puerta notase calor, y avanzando hacia adentro, fuera sintiendo un calor mayor, y así sucesivamente, pensaría que dentro había fuego que lo producía, aunque el fuego mismo no llegara a verlo. Así sucede a quien considera las cosas de este mundo; ve que todas ellas están organizadas en una jerarquía de hermosura y nobleza, y que son tanto más hermosas y nobles, cuanto más se acercan a Dios: los cuerpos celestes son más hermosos y nobles que los de abajo, los seres invisibles más que los visibles. Por tanto, es de creer que todas provienen de un único Dios, que otorga a cada cosa su ser y nobleza. 

"Vanos son ciertamente todos los hombres en los que no se halla la ciencia de Dios, que por las cosas buenas que se ven, no fueron capaces de conocer a aquel que es, ni por la consideración de las obras reconocieron a quien era su artífice" (Sap 13,1). "Porque de la grandeza de la hermosura y de la criatura se podrá a las claras llegar a conocimiento del Creador de ella" (Sap 13,5).

Por consiguiente, hemos de admitir con certeza que todo lo que hay en el mundo, proviene de Dios. 

En este punto tenemos que evitar tres errores. 

§3 El primero es el de los maniqueos <2>, que afirman que todas las cosas visibles han sido creadas por el diablo: asignan, por tanto, a Dios solamente la creación de las cosas invisibles. La razón de este error es que ellos aseguran que Dios es el sumo bien, como es verdad, y que todo lo que procede del bien es bueno; no sabiendo luego aquilatar lo que es el bien y lo que es el mal, creyeron que todas las cosas que son malas bajo algún aspecto, son malas sin más; llaman malo sin más al fuego porque quema, al agua porque ahoga, etc. En conclusión, como ninguna de las cosas sensibles es buena sin más, sino que bajo algún aspecto es mala y deficiente, dijeron que todas las cosas visibles habían sido hechas no por el Dios bueno sino por el maligno. 

Contra ellos pone Agustín el siguiente ejemplo. Si uno entrara en el taller de un artesano, y tropezando con sus herramientas se hiriera, y de esto dedujese que el artesano era malo, por tener tales herramientas, sería idiota, puesto que el artesano las tiene para su trabajo. De la misma manera es idiota decir que las criaturas son malas porque en algún aspecto sean nocivas, pues lo que para uno es nocivo, para otro es útil. 

Este error va contra la fe de la Iglesia, y para evitarlo se dice: "De todo lo visible y lo invisible". "En el principio creó Dios el cielo y la tierra" (Gen 1,1). "Todas las cosas fueron hechas por El" (Jn 1,3). 

El segundo error es el de los que creen que el mundo es eterno <3>; según su modo de hablar dice Pedro: "Desde que durmieron los padres, todo permanece como en el principio de la creación" (2 Pet 3,4). 

Se vieron arrastrados a esta opinión al no ser capaces de imaginar un comienzo del mundo. Como dice Maimónides <4>, les ocurre lo mismo que a un niño que, nada más hacer, fuese abandonado en una isla, y no viera nunca a una mujer encinta ni que otros niños nacían; si se le explicase, ya de mayor, la concepción, gestación y nacimiento del hombre, no lo creería, pues le parecería imposible que un hombre pudiese estar en el vientre de su madre. De igual forma éstos, contemplando el estado actual del mundo, no creen que un día comenzara. 

Va también este error contra la fe de la Iglesia, y por eso, para rechazarlo, se dice: "Hacedor del cielo y de la tierra". Si fueron hechos, está claro que no siempre existieron. Por ello canta el Salmo: "Dijo, y fueron hechas las cosas" (148,5). 

El tercer error es el de los que afirman que Dios hizo el mundo de una materia preexistente. Fueron inducidos a esto por empeñarse en cortar el poder de Dios según el patrón de nuestro poder, y como el hombre nada puede hacer si no es de una materia preexistente, creyeron que lo mismo sucedía a Dios: consiguientemente dijeron que, para producir las cosas, echó mano de una materia que ya existía.

Pero no es verdad. El hombre nada puede hacer sin materia preexistente porque es hacedor específico, que solamente puede dar una determinada forma a una determinada materia suministrada por otro. La razón es que su poder se limita sólo a la forma y, por tanto, únicamente puede ser causa de ésta. Dios, en cambio, es causa general de todas las cosas, que no sólo crea la forma sino también la materia; por consiguiente, hizo todo de la nada. Para eliminar este error profesamos: "Creador del cielo y de la tierra". Pues crear y hacer se diferencian en esto: crear es hacer algo de la nada, hacer es hacer algo de algo <5>

Si Dios hizo todas las cosas de la nada, hay que creer que podría hacerlas de nuevo si fuesen destruidas; puede, por tanto, dar vista a un ciego, resucitar a un muerto, y obrar cualquier otro milagro. "Porque tienes en tu mano el poder cuando quieras" (Sap 12,18).

De esta doctrina el hombre debe sacar cinco consecuencias. 

Primera: conocimiento de la majestad de Dios. El hacedor supera a sus obras; si Dios es hacedor de todas las cosas, está claro que es superior a todas ellas. "Si encantados por su hermosura las creyeron dioses, reconozcan cuánto más hermoso que ellas es su Señor" (Sap 13,3), y a continuación: "Si se maravillaron de su poder y efectos, deduzcan por ellas que quien las hizo, es más poderoso que ellas". Por tanto, todo lo que pueda ser comprendido o pensado, es menor que el mismo Dios. "Grande es Dios, y sobrepasa nuestro saber" (Iob 36,26). 

Segunda: agradecimiento. Puesto que Dios es creador de todas las cosas cuanto somos y tenemos de Dios procede. "¿Qué tienes que no lo hayas recibido?" (1 Cor 4,7). "Del Señor es la tierra y sus habitantes todos" (Ps 23,1). Por consiguiente, debemos tributarle acción de gracias: "¿Qué retornaré al Señor por todo lo que me ha dado?" (Ps 115,12). 

Tercera: paciencia en la adversidad. Aunque toda criatura proviene de Dios, y por este motivo es buena de por sí, sin embargo, si en algo nos molesta y proporciona una pena, hemos de pensar que tal pena proviene de Dios; pena, no culpa, porque  ningún mal viene de Dios más que el que se ordena a un bien. Por tanto, si toda pena que aflige al hombre procede de Dios, debe aquél soportarla con paciencia, sabiendo que las penas expían los pecados, humillan a los culpables e incitan a los buenos al amor divino. "Si recibimos los bienes de la mano del Señor, ¿por qué no vamos a aguantar los males?" (Iob 2,10). 

Cuarta: orientación en el recto uso de las cosas creadas, pues debemos usar de las criaturas para aquello para lo que fueron hechas por Dios. Y fueron hechas con dos fines: la gloria de Dios, puesto que "por sí mismo (es decir, para su gloria) hizo el Señor todas las cosas" (Prv 16,4), y nuestra propia utilidad, según leemos en el Deuteronomio: "las cosas que el Señor tu Dios creó para servicio de todas las naciones" (4,19). Hemos de usar, pues, las cosas para la gloria de Dios, es decir, de forma que al usarlas le agrademos, y para nuestra utilidad, de tal manera que en su uso no cometamos pecado. "Tuyo es todo, y lo que hemos recibido de tu mano, esto te hemos dado" (1 Par 29,14). Por tanto, todo lo que tienes, sea ciencia o hermosura, has de orientarlo y usarlo para gloria de Dios. 

Quinta: conocimiento de la dignidad del hombre. En efecto, Dios lo hace todo por éste: "Sometiste todas las cosas bajo sus pies" (Ps 8,8). Y entre todas las criaturas él es la más semejante a Dios después de los ángeles; se lee en el Génesis: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza" (1,26). Esto no lo dijo del cielo ni de las estrellas, sino del hombre. No se refería a su cuerpo, sino a su alma, que goza de voluntad libre y de incorruptibilidad, en lo cual se asemeja más a Dios que las demás criaturas. Debemos, por tanto, considerar que el hombre tiene una dignidad mayor que las otras criaturas exceptuados los ángeles, y no rebajar nuestra propia categoría jamás con los pecados y con el apetito desordenado de las cosas corporales, las cuales son inferiores a nosotros, y fueron creadas para nuestro servicio. Hemos de mantenernos en el sitio en que Dios nos puso. Dios hizo al hombre para que dominase todas las cosas que hay en la tierra, y para que estuviese sometido a El. Por consiguiente, debemos dominar y mandar en las cosas, y someternos, obedecer y servir a Dios. Con ello llegaremos a gozar de El: cosa que El nos conceda, etc.

 

Capítulo 2

Artículo  2

§1 Y en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor

 No basta a los cristianos con creer en un solo Dios, creador de cielo y de la tierra y de todas las cosas, sino que además es necesario que crean que Dios es Padre, y que Cristo es Hijo verdadero de Dios.

 Esto, como dice San Pedro, no es una fábula, sino algo cierto y aseverado por la palabra de Dios en el monte: "Porque no os hemos hecho conocer el poder y la presencia de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas ingeniosas, sino después de haber contemplado con nuestros propios ojos su majestad. Porque recibió de Dios Padre honra y gloria, cuando descendió a El de la magnífica gloria una voz de esta manera: Este es mi Hijo el amado, en quien yo me he complacido; escuchadle. Y nosotros oímos esta voz venida del cielo, estando con El en el monte santo" (2 Pet 1,16‑18).

 Jesucristo también en muchas ocasiones llama Padre suyo a Dios, y a Sí mismo Hijo de Dios. Y los Apóstoles y los santos padres incluyeron entre los artículos de la fe que Cristo es Hijo de Dios al decir: "Y en Jesucristo, su Hijo", a saber, de Dios. Se sobrentiende "creo".

Sin embargo, hubo algunos herejes que interpretaron todo esto torcidamente.

 Fotino <6> dice que Cristo es Hijo de Dios no de otra manera que los hombres buenos, los cuales, viviendo honestamente, merecen ser llamados hijos de Dios adoptivos por hacer la voluntad de Dios; asimismo Cristo, que vivió bien y cumplió la voluntad de Dios, mereció ser llamado hijo de Dios. Opinaba que Cristo no había existido antes que la Santísima Virgen, sino que comenzó a existir cuando Ella lo concibió.

 De este modo erró en dos puntos. Primero, en no considerarlo Hijo verdadero de Dios por naturaleza; segundo, en asegurar que, en cuanto a la totalidad de su ser, Cristo había comenzado a existir en el tiempo. Nuestra fe, en cambio, sostiene que es Hijo de Dios por naturaleza, y que existe desde toda la eternidad. Sobre lo cual tenemos contra él argumentos explícitos en la Sagrada Escritura.

 Efectivamente, en ella contra el primer punto se lee que es no sólo Hijo, sino además unigénito; "El Unigénito, que está en el seno del Padre, El mismo lo ha contado" (Jn 1,18); contra el segundo punto: "Antes bien, es claro que Abraham existió antes que la Santísima Virgen. Por eso los santos padres agregaron en otro Símbolo, contra lo primero, "Hijo unigénito de Dios", y contra lo siguiente, "Nacido del Padre antes de todos los siglos" <7>.

 §2 Sabelio <8>, admitiendo que Cristo existió antes que la Santísima Virgen, afirmaba, sin embargo, que no hay una Persona del Padre y otra del Hijo, sino que el Padre mismo fue Quien se encarnó; por consiguiente, el Padre y el Hijo son una misma persona. Esto es erróneo, pues elimina la Trinidad de Personas, y contra ello leemos: "No estoy yo sólo, sino yo y el Padre, que me ha enviado" (Jn 8,16). Nadie es enviado de sí mismo. Yerra, pues Sabelio, y por eso en el Símbolo de los padres se añade: "Dios de Dios, luz de luz"; es decir, tenemos que creer que Dios Hijo procede de Dios Padre, el Hijo que es luz, de la luz que es el Padre.

 Arrio <9> sostuvo que Cristo existía antes que la Santísima Virgen, y que una es la Persona del Padre y otra la del Hijo. Sin embargo, sentó acerca de Este tres afirmaciones: primera, que el Hijo de Dios es criatura; segunda, que no existe desde toda la eternidad, sino que fue creado en el tiempo por Dios como la más noble de las criaturas todas; tercera, que Dios Hijo no es de una misma naturaleza que Dios Padre, y, por tanto, que no es verdadero Dios.

 También esto es erróneo, y contrario al testimonio de la Sagrada Escritura. En ella se dice: "El Padre y yo somos una cosa" (Jn 10,30), a saber, en cuanto a la naturaleza; por consiguiente, así como el Padre existió siempre, así también el Hijo, y como es verdadero Dios el Padre, el Hijo igualmente lo es. Con razón, pues, donde afirmaba Arrio que Cristo es criatura, contrapusieron los padres en el Símbolo "Dios verdadero de Dios verdadero"; donde afirmaba que no había existido desde la eternidad, sino comenzado en el tiempo, el Símbolo profesa "Engendrado, no creado"; donde afirmaba que no es de la misma naturaleza que el Padre, el Símbolo añade: "De la misma naturaleza que el Padre".

 Así pues, está claro que hemos de creer que Cristo es Unigénito de Dios y verdadero Hijo de Dios, que existió siempre juntamente con el Padre, que una es la Persona del Hijo y otra la del Padre. Todo esto lo creemos aquí por la fe, y sólo en la vida eterna lo conoceremos por visión perfecta. por eso, para consuelo nuestro haremos unas consideraciones ulteriores. 

Las cosas que son diversas tienen diverso modo de generación. La generación de Dios es distinta de la de los otros seres; por tanto, no podemos rastrearla, si no es considerando la generación de aquella que entre las criaturas más se asemeja a Dios. Ahora bien, según dijimos anteriormente, nada hay tan semejante a Dios como el alma humana. En ésta el modo de generación es como sigue: el hombre piensa algo en su alma; esto se llama concepción mental; tal concepción se origina del alma como de un padre, y se llama palabra mental o, si se quiere, palabra del hombre. El alma, pues, al pensar, engendra su palabra. 

 De la misma manera, el Hijo de Dios no es otra cosa que la Palabra de Dios; no una palabra pronunciada al exterior, que es pasajera, sino una palabra concebida interiormente; por eso, la Palabra de Dios es de una misma naturaleza que Dios e igual a Dios. Y así, San Juan, al hablar de la Palabra de Dios, desbarató las tres herejías: primero la de Fotino, tocada cuando dice "En el principio existía la Palabra"; segundo la de Sabelio, cuando dice: "Y la Palabra estaba junto a Dios"; tercero la de Arrio, cuando dice "Y la Palabra era Dios" (Jn 1,1). 

§3 Con todo, de una manera está la palabra en nosotros, y de otra en Dios. En nosotros nuestra palabra es un accidente; en Dios la Palabra de Dios es lo mismo que Dios mismo, puesto que nada hay en Dios que no sea esencia de Dios <10>. Por otra parte, nadie puede decir que Dios no tiene Palabra, que sería como afirmar que es de lo más tonto: por consiguiente, si siempre existió Dios, su Palabra también. 

Como un artista realiza sus obras mediante el modelo que ideó en su mente, modelo que es palabra suya, así también Dios hace todas las cosas con su Palabra como modelo: "Por medio de la Palabra se hizo todo" (Jn 1,3).

Si la Palabra de Dios es el Hijo de Dios, y todas las palabras de Dios son como imágenes de esta Palabra, debemos en primer lugar oír gustosamente las palabras de Dios: oír con gusto sus palabras es señal de que amamos a Dios.

En segundo lugar debemos creer las palabras de Dios, pues como consecuencia de esto mora en nosotros la Palabra de Dios, es decir, Cristo, que es la Palabra de Dios. "Para que Cristo more por la fe en vuestros corazones" (Eph 3,17). "La Palabra de Dios no habita en vosotros" (Jn 5,38).

En tercer lugar es preciso que meditemos continuamente la Palabra de Dios que habita en nosotros, porque es necesario no sólo creerla sino meditarla; de otro modo no sería de provecho; esta meditación ayuda poderosamente en la lucha contra el pecado. "En mi corazón escondí tus palabras, para no pecar contra ti" (Ps 118,11), y asimismo acerca del varón justo se dice: "Día y noche meditará en su ley" (Ps 1,2). Y de la Santísima Virgen está escrito que "guardaba todas estas palabras, meditándolas en su corazón" (Lc 2,19).

En cuarto lugar es menester hacer partícipes a los demás de la palabra de Dios, amonestando, predicando y exhortando. "Ninguna palabra mala salga de vuestra boca, sino sólo la que sea buena para edificación" (Eph 4,29). "La palabra de Cristo more en vosotros abundantemente, con toda sabiduría, enseñándoos y amonestándoos los unos a los otros" (Col 3,16). "Proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, reprocha, exhorta, con toda paciencia y deseo de instruir" (1 Tim 4,2).

Finalmente, la palabra de Dios debe ser puesta en práctica. "Llevad a la práctica la palabra, y no os limitéis a escucharla, engañándoos a vosotros mismos" (Iac 1,22).

Estas cinco cosas las cumplió por su orden Santa María cuando la Palabra de Dios tomó carne en ella. Primero, oyó: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti" (Lc 2,35); segundo, asintió por la fe: "He aquí la esclava del Señor" (ibíd. 38); tercero, lo llevó en su seno; cuarto, lo dio a luz; quinto, lo crió y amamantó; por ello canta la Iglesia: "Con sus pechos henchidos desde el cielo amamantaba la Virgen al mismo rey de los ángeles".

 
 

Capítulo 3  

Artículo  3

 §1 Que fue concebido por obra del Espíritu Santo, y nació de María Virgen

 El cristiano no sólo tiene que creer en el Hijo de Dios, según acabamos de explicar, sino también en su Encarnación. Por eso San Juan, tras exponer muchos conceptos sutiles y elevados, a renglón seguido habla de la Encarnación diciendo: "Y la Palabra se hizo carne" (Jn 1,14).

 Para que podamos comprender algo en torno a esta verdad, voy a declararla con un par de ejemplos.

 Nada hay tan semejante al Hijo de Dios como una palabra concebida en nuestra mente y pronunciada. Mientras permanece en la mente del hombre, nadie conoce esta palabra sino quien la ha concebido; únicamente empieza a conocerse cuando se la pronuncia. Así ocurre con la Palabra de Dios. Mientras estaba en la mente del Padre, sólo el Padre la conocía; una vez que se revistió de carne, como la palabra de voz, comenzó a manifestarse y a darse a conocer. "Después de esto fue visto en la tierra, y trató con los hombres" (Bar 3,38).

 Segundo ejemplo: una palabra pronunciada, aunque por medio del oído es conocida, sin embargo ni se ve ni se toca; pero se ve y se toca cuando queda escrita en un papel. Así también, la Palabra de Dios se hizo visible y tangible cuando quedó como escrita en nuestra carne: y al igual que el papel en que está escrita la palabra del rey es llamado palabra del rey, de la misma manera el hombre a quien se unió la Palabra de Dios en una única hipótesis es llamado Hijo de Dios. "Tómate un libro grande y escribe en él con estilo de hombre" (Is 8,1); por ello los Santos Apóstoles dijeron: "Que fue concebido por obra del Espíritu Santo, y nació de María Virgen".

 Muchos erraron en este punto; por lo cual los santos padres del Concilio de Nicea añadieron en otro Símbolo algunas precisiones, con las que ahora todos los errores quedan destruidos.

 Orígenes <11> dijo que Cristo había nacido y venido al mundo para salvar incluso a los demonios, y afirmó que al fin del mundo todos los demonios se salvarían. Pero esto va contra la Sagrada Escritura, que dice: "Apartaos de mí, malditos; id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles" (Mt 25,41). Para rechazar este error se añadió: "Que por nosotros los hombres (no por los demonios) y por nuestra salvación". En lo cual se manifiesta más particularmente el amor de Dios por nosotros.

 Fotino admitió que Cristo había nacido de la Santísima Virgen; pero agregó que era un mero hombre, que por vivir bien y cumplir la voluntad de Dios mereció ser hecho hijo de Dios, como los demás santos. Contra esto se dice: "Bajé del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió" (Jn 6,38). Está claro que no hubiese bajado si no hubiera estado allí, y si hubiera sido mero hombre, no habría estado en el cielo. Para rechazar este error se añadió: "Bajó del cielo".

 Manes <12> enseñó que, aunque el Hijo de Dios existió siempre, y bajó del cielo, sin embargo no tuvo una carne verdadera, sino sólo aparente. Pero esto es falso: no le cuadra al maestro de la verdad incurrir en falsedad alguna; por tanto, si aparentó verdadera carne, es que la tuvo. Por eso dijo: "Palpad, y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo" (Lc 24,39). Para rechazar este error añadieron: "Y se encarnó".

Ebión <13>, que era de linaje judío, afirmó que Cristo había nacido de la Santísima Virgen, pero por unión con varón y se semen viril. Esto es falso, puesto que el Angel dijo: "La criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo" (Mt 1,20). Para rechazar este error, los santos padres añadieron: "Por obra del Espíritu Santo".

Valentín <14>, aunque confesaba que Cristo fue concebido por obra del Espíritu Santo, opinó que el Espíritu Santo había traído un cuerpo celestial que depositó en la Santísima Virgen, y éste fue el cuerpo de Cristo; Ella no habría hecho otra cosa que servir de receptáculo; por eso sostenía que aquel cuerpo pasó por la Santísima Virgen como por un acueducto. pero es falso, pues el Angel le dijo: "Lo Santo que va a nacer de ti, será llamado Hijo de Dios" (Lc 1,35); el Apóstol, por su parte, escribe: "Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, hecho de mujer" (Gal 4,4). Por ello añadieron: "Nació de María Virgen".

Arrio y Apolinar <15> defendieron que, aunque Cristo era la Palabra de Dios, y nació de María Virgen, sin embargo no tuvo alma, sino que el puesto del alma lo ocupó en El la divinidad. Esto es contrario a la Escritura; porque Cristo dijo: "Ahora mi alma está turbada" (Jn 12,27); "Triste está mi alma hasta la muerte" (Mt 26,38). Para rechazar este error añadieron los santos padres: "Y se hizo hombre". El hombre consta de alma y cuerpo; por tanto, tuvo evidentemente todo lo que un hombre puede tener, exceptuando el pecado <16>.

§2 Al decir que se hizo hombre, quedan destruidos todos los errores enumerados y cualesquiera otros que pudieran mencionarse, y singularmente el de Eutiques <17>, quien afirmó que se había producido una fusión, es decir, que de la naturaleza divina y la humana había resultado una única naturaleza, la de Cristo, la cual no es ni meramente Dios ni mero hombre. Pero esto es falso, porque entonces no sería hombre; va contra la profesión del Símbolo que dice: "Y se hizo hombre".

Queda también destruido el error de Nestorio <18>, que aseguró que la unión del Hijo de Dios con el hombre había consistido únicamente en habitar en un hombre. Pero esto es falso, porque entonces no sería hombre, sino en‑hombre; que fue hombre lo dice claramente el Apóstol: "Hallado en su condición como hombre" (Philp 2,7); "¿Por qué tratáis de matarme a mí, un hombre que os he dicho la verdad que oí a Dios?" (Jn 8,40).

De todo lo dicho podemos deducir algunas consecuencias para nuestra edificación.

En primer lugar se robustece nuestra fe. Si alguien contase cosas relativas a una tierra lejana donde nunca hubiese estado, no se le creería como si hubiera estado allí. Antes de venir Cristo al mundo, los Patriarcas, los Profetas y Juan Bautista contaron cosas relativas a Dios, más aún, que era una misma cosa con El. Por tanto, bien segura es nuestra fe, puesto que Cristo mismo nos la legó. "A Dios nadie lo vio jamás; el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él mismo lo ha contado" (Jn 1,18). De aquí procede el que muchos secretos de la fe, que antes estuvieron velados, tras la venida de Cristo han quedado claros para nosotros.

 En segundo lugar, estas verdades aumentan nuestra esperanza. Es evidente que el Hijo de Dios no vino a nosotros, tomando nuestra carne, por una fruslería, sino para gran utilidad nuestra: realizó una especie de intercambio, es decir, tomó cuerpo y alma, y se dignó nacer de la Virgen, para prodigarnos a nosotros su divinidad; se hizo hombre para hacer al hombre Dios. "Por quien tenemos entrada por la fe a esta gracia, en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de los hijos de Dios" (Rom 5,2).

 En tercer lugar se acrecienta la caridad. En efecto, ninguna prueba hay tan patente de la caridad divina como el que Dios, creador de todas las cosas, se hiciera criatura, que nuestro Señor se hiciera hermano nuestro, que el Hijo de Dios se hiciera hijo de hombre. "De tal manera amó Dios al mundo que le entregó su Hijo Unigénito" (Jn 3,16). Consiguientemente, ante la consideración de esto ha de acrecentarse e inflamarse nuestro amor a Dios.

 En cuarto lugar, estas verdades nos impulsan a conservar pura nuestra alma. La naturaleza humana fue tan ennoblecida y sublimada por su unión con Dios, que quedó vinculada a la suerte de una persona divina; por ello el Angel después de la Encarnación no toleró que San Juan lo adorara, cosa que antes había consentido incluso a los más grandes patriarcas <19>. Y así el hombre, considerando y recordando esta sublimación, debe rehusar envilecerse a sí mismo y su naturaleza por el pecado; escribe San Pedro: "Por él nos ha dado muy grandes y preciosas promesas, para que por ellas seamos hechos partícipes de la naturaleza divina, huyendo de la corrupción de la concupiscencia que hay en el mundo" (2 Pet 1,4).

En quinto lugar, encienden en nosotros el deseo de encontrarnos con Cristo. Si uno tuviera un hermano rey, y se hallara lejos de él, desearía marchar, encontrarse y vivir con él. Siendo Cristo hermano nuestro, debemos desear estar con El, reunirnos con El: "Donde esté el cadáver, allí se juntarán también los buitres" (Mt 24,28). El Apóstol sentía deseos de morir y estar con Cristo; estos deseos crecen en nosotros al considerar su Encarnación. 

 
 

Capítulo 4

Artículo  4

§1 Padeció bajo Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado

Así como es necesario al cristiano creer en la Encarnación del Hijo de Dios, también lo es creer en su Pasión y Muerte; pues, como dice Gregorio, "de nada nos hubiera servido su nacimiento, si no nos hubiera redimido". Esto, que Cristo muriera por nosotros, es tan incomprensible, que apenas puede darle alcance nuestro entendimiento, es decir, que no le da alcance en modo alguno. Lo dice el Apóstol: "Estoy realizando una obra en vuestros días, una obra que no la creeréis si alguien os la cuenta" (Act 13,41), y Habacuc: "Obra fue hecha en vuestros días que nadie la creerá cuando sea contada" (1,5). Tan espléndida gracia de Dios y su amor a nosotros, que hizo El más por nosotros de lo que podemos comprender. 

Sin embargo, no hemos de pensar que Cristo sufriera la muerte de modo que muriera la Divinidad; murió en El la naturaleza humana. No murió en cuanto era Dios, sino en cuanto era hombre. Esto se aclara con tres ejemplos.

El primero lo tomamos de nosotros mismos. Cuando un hombre muere, al separarse el alma del cuerpo, no muere aquella, sino sólo el cuerpo, la carne <20>. Así también, al morir Cristo, no murió la Divinidad, sino la naturaleza humana <21>.

Entonces, si los judíos no mataron la Divinidad, parece que no pecaron más que si hubieran matado a otro hombre cualquiera.

A esto hay que decir que, si un rey llevase puesto un manto y alguien embadurnase ese manto, tendría tanto delito como si hubiera embadurnado al rey mismo. Igualmente, aunque los judíos no pudieron matar a Dios, sin embargo, al haber matado la naturaleza humana tomada por Cristo, fueron tan castigados como si hubieran matado la misma Divinidad. 

De otra manera; según dijimos más arriba, el Hijo de Dios es la Palabra de Dios, y la Palabra de Dios encarnada es semejante a la palabra de un rey escrita en un papel. Si alguien desgarrara ese papel, se consideraría tan grave como si hubiera desgarrado la regia palabra. Por ello, tan grave se considera el pecado de los judíos como si hubieran matado a la Palabra de Dios.

Pero, ¿qué necesidad hubo de que la Palabra de Dios padeciera por nosotros? ‑ Grande; se puede hablar de una doble necesidad. Primero, para remedio contra los pecados; segundo, como ejemplo para nuestra conducta. 

A) Tocante al remedio. Contra los males en que incurrimos por el pecado, hallamos remedio por la Pasión de Cristo. E incurrimos en cinco males. 

Primero, contraemos una mancha: cuando el hombre peca, ensucia su alma, pues así como la virtud es hermosura del alma, su mancha es el pecado. "¿Cómo es que estás, Israel, en tierra de enemigos..., te has contaminado con cadáveres?" (Bar 3,10). Pero la Pasión de Cristo limpia tal mancha, pues Cristo en su Pasión preparó con su sangre un baño para lavar en él a los pecadores. "Nos lavó de nuestros pecados con su sangre" (Apc 1,5). El alma queda lavada con la sangre de Cristo en el bautismo, porque de la sangre de Cristo recibe éste su poder regenerador. Por eso, cuando uno se ensucia con el pecado, injuria a Cristo, y peca más gravemente que antes. "Si alguno quebranta la ley de Moisés, y se le prueba con dos o tres testigos, es condenado a muerte sin misericordia alguna; ¿pues de cuántos mayores tormentos creéis que es digno el que pisotee al Hijo de Dios, y considere profana la sangre de la alianza?" (Heb 10,28‑29).

Segundo, caemos en desgracia ante Dios. En efecto; como el que es carnal, ama la belleza carnal, así Dios ama la espiritual, cual es la del alma. Cuando el alma se mancha con el pecado, desagrada a Dios, y Este odia al pecador. "Dios aborrece al impío y su impiedad" (Sap 14,9). Pero esto lo remedia la Pasión de Cristo, que dio satisfacción a Dios Padre por el pecado, cosa que el hombre mismo no podía dar; su amor y su obediencia fueron mayores que el pecado y la prevaricación del primer hombre. "Siendo enemigos (de Dios) fuimos reconciliados con El por la muerte de su Hijo" (Rom 5,10). 

Tercero, contraemos una debilidad. El hombre, cuando peca, piensa que en adelante podrá abstenerse del pecado; pero ocurre todo lo contrario: su primer pecado debilita al hombre, y lo hace más propenso: el pecado lo domina con más fuerza, y el hombre, en cuanto de él depende, se pone en tal situación que, como quien se tira a un pozo, no será capaz de salir sino por el poder de Dios. Así, cuando pecó el primer hombre, nuestra naturaleza quedó debilitada y corrompida, y el hombre se tornó más propenso al pecado. Pero Cristo atenuó esta debilidad y propensión, si bien no la eliminó por completo; con la Pasión de Cristo quedó fortalecido el hombre, y debilitado el pecado, que ya no lo domina de la misma manera, sino que el hombre puede esforzarse y librarse de los pecados ayudado por la gracia de Dios, que recibe en los sacramentos, cuya eficacia procede de la Pasión de Cristo. "Nuestro hombre viejo fue crucificado juntamente con El, a fin de que fuera destruido el cuerpo de pecado" (Rom 6,6). Antes de la Pasión de Cristo pocos había que vivieran sin pecado mortal; en cambio, después son muchos los que han vivido y viven así. 

Cuarto, merecemos un castigo. La justicia de Dios exige que quien peca, sea castigado. Y el castigo se mide por la culpa. Ahora bien, siendo infinita la culpa del pecado mortal, puesto que va contra el bien infinito, es decir, contra Dios, cuyos mandamientos desprecia el pecador, el castigo merecido por el pecado mortal es infinito. Pero Cristo con su pasión nos libró de tal castigo, y lo sufrió El mismo. "El mismo llevó nuestros pecados (esto es, el castigo del pecado) en su cuerpo" (1 Pet 2,24). La Pasión de Cristo fue tan eficaz que basta para expiar todos los pecados de todo el mundo, aunque fuesen cien mil. Por ello, los bautizados quedan libres de todos los pecados. Por ello, perdona los pecados el sacerdote. Por ello, quien más se identifica con la Pasión de Cristo, mayor perdón alcanza, y más gracia. 

Quinto, somos desterrados del reino. Los que ofenden a los reyes, se ven forzados al exilio. Así también el hombre a causa del pecado es expulsado del paraíso. Adán inmediatamente después de su pecado fue echado de él, y la puerta se cerró. Pero Cristo con su Pasión abrió aquella puerta, y volvió a llamar al Reino a los desterrados. Una vez abierto el costado de Cristo, se abrió la puerta del paraíso; derramada su sangre, se borró la mancha, se aplacó Dios, se suprimió la debilidad, se cumplió el castigo, los desterrados son llamados al Reino de nuevo. Por eso oye el ladrón al instante: "Hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23,43). Esto no se había dicho antes; no se dijo a nadie, ni a Adán, ni a Abraham, ni a David; pero hoy, es decir, cuando la puerta se abrió, el ladrón pide perdón y lo alcanza. "Teniendo la seguridad de entrar en el santuario por la sangre de Cristo" (Heb 10,19).

 Así queda clara la utilidad en lo tocante al remedio.

 B) Pero no es menor esta utilidad por lo que se refiere al ejemplo.

 §2 Como dice San Agustín, la Pasión de Cristo es suficiente para modelar por completo nuestra vida. Quien quiera vivir a la perfección, no tiene que hacer más que despreciar lo que Cristo despreció en la Cruz, y desear lo que El deseó.

 En la Cruz no falta ningún ejemplo de virtud. Si buscas un ejemplo de caridad, "nadie tiene mayor caridad que dar uno su vida por sus amigos" (Jn 15,13). Esto lo hizo Cristo en la Cruz. Por consiguiente, si dio por nosotros su vida, no debe resultarnos gravoso soportar por El cualquier mal. "¿Cómo pagaré al Señor todo lo que me ha dado?" (Ps 115,12).

 Si buscas un ejemplo de paciencia, extraordinaria es la que aparece en la Cruz. Por dos cosas puede ser grande la paciencia: o por soportar uno pacientemente grandes sufrimientos, o por soportar sin evitar lo que podría evitar.

 Cristo en la cruz sobrellevó grandes sufrimientos: "Vosotros todos los que pasáis por el camino, fijáos, y ved si hay dolor semejante a mi dolor" (Lam 1,12); y pacientemente, pues, "cuando padecía, no profería amenazas" (1 Pet 2,23); "como oveja será llevado al matadero, y como cordero ante quien lo esquila enmudecerá" (Is 53,7).

Además pudo evitárselos, y no los evitó: "¿Piensas que no puedo rogar a mi Padre, quien pondría a mi disposición inmediatamente más de doce legiones de ángeles?" (Mt 26,53). 

Grande fue, por tanto, la paciencia de Cristo en la Cruz. "Con paciencia corramos nosotros a la lucha que se nos presenta, poniendo los ojos en Jesús, el Autor y Consumador de la fe, el cual, en lugar del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz sin miedo a la deshonra" (Heb 12,1‑2). 

Si buscas un ejemplo de humildad, mira al Crucificado: Dios quiso ser juzgado bajo Poncio Pilato, y morir. "Tu causa ha sido juzgada como la de un impío" (Iob 36,17). Como la de un impío auténtico: "condenémoslo a la muerte más infame" (Sap 2,20). El Señor quiso morir por su esclavo; El, que es vida de los ángeles, por el hombre. "Hecho obediente hasta la muerte" (Philip 2,8).

Si buscas un ejemplo de obediencia, sigue al que se hizo obediente al Padre hasta la muerte. "Como por la desobediencia de un solo hombre fueron hechos pecadores muchos, así también serán hechos justos muchos por la obediencia de uno solo" (Rom 5,19).

 Si buscas un ejemplo de menosprecio de las cosas terrenas, sigue al que es Rey de reyes y el Señor de los que dominan, en quien están los tesoros de la sabiduría: en la Cruz aparece desnudo, burlado, escupido, azotado, coronado de espinas; le dan a beber hiel y vinagre, muere. No te aficiones, por tanto, a los vestidos ni a las riquezas, puesto "que se repartieron mis vestiduras" (Ps 21,19); ni a los honores, pues yo sufrí burlas y azotes; ni a las dignidades, porque trenzando una corona de espinas la pusieron sobre mi cabeza; ni a los placeres, ya que "en mi sed me dieron a beber vinagre" (Ps 68,22).

A propósito de Heb 12,2: "El cual, en lugar del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz sin miedo a la deshonra", comenta Agustín: "Jesucristo hombre despreció todos los bienes de la tierra para indicar que deben ser despreciados".

 

 

 
Capítulo 5

Artículo  5

 §1 Descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos

 Según hemos dicho, la Muerte de Cristo, como la de los demás hombres, consistió en la separación del alma y del cuerpo; pero la Divinidad estaba tan indisolublemente unida a Cristo hombre que, por más que se separaran entre sí cuerpo y alma, siguió perfectísimamente vinculada al alma y al cuerpo; por consiguiente, el Hijo de Dios permaneció con el cuerpo en el sepulcro, y descendió con el alma a los infiernos.

 Cuatro fueron los motivos por los que Cristo bajó al infierno con el alma.

 Primero para sufrir todo el castigo del pecado, y así expiar por completo la culpa. El castigo del pecado del hombre no consistía sólo en la muerte del cuerpo, sino que había también un castigo para el alma: como también ésta había pecado, también el alma misma era castigada careciendo de la visión de Dios, pues aún no se había dado satisfacción para liquidar esta carencia. Por eso, antes del advenimiento de Cristo, todos, incluso los santos padres, bajaban al infierno luego de su muerte. Cristo, pues, para sufrir todo el castigo asignado a los pecadores, quiso no sólo morir, sino además descender al infierno en cuanto a su alma. "He sido contado entre los que descienden al lago; he venido a ser como hombre sin socorro, libre entre los muertos" (Ps 87,5‑6). Los otros se encontraban allí como esclavos; Cristo, como libre.

 El segundo motivo fue para auxiliar de manera perfecta a todos sus amigos. Efectivamente, tenía amigos no sólo en el mundo, sino también en el infierno. En este mundo hay algunos amigos de Cristo, los que tienen el amor; pero en el infierno se encontraban muchos que habían muerto en el amor y la fe del que había de venir, como Abraham, Isaac, Jacob, Moisés, David y tantos otros varones justos y perfectos. Puesto que Cristo había visitado a los suyos que estaban en el mundo, y había acudido en su auxilio por medio de su Muerte, quiso también visitar a los suyos que se hallaban en el infierno, y acudir en su auxilio bajando a ellos. "Penetraré en todas las partes inferiores de la tierra, visitaré a todos los que duermen, e iluminaré a todos los que esperan en el Señor" (Eccli 24,45). 

El tercer motivo fue para triunfar por completo sobre el diablo. Uno triunfa por completo sobre otro cuando no solamente lo vence a campo abierto, sino que incluso le invade su propia casa, y le arrebata la sede de su reino y su palacio. Cristo ya había triunfado sobre el diablo, y en la Cruz lo había derrotado: "Ahora es el juicio del mundo, ahora el príncipe de este mundo (es decir, el diablo) será echado fuera" (Jn 12,31). por eso, para triunfar por completo, quiso arrebatarle la sede de su reino, y encadenarlo en su palacio, que es el infierno. Por eso bajó allá, y saqueó sus posesiones, y lo encadenó, y le arrancó su botín. "Despojando a los Principados y Potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en Sí mismo" (Col 2,15). 

De forma parecida también; puesto que Cristo había recibido potestad, y tomando posesión sobre el cielo y sobre la tierra, quiso asimismo tomar posesión del infierno, de modo que, según las palabras del Apóstol, "al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en el infierno" (Philp 2,10). "En mi nombre expulsarán a los demonios" (Mc 16,17). 

 El cuarto y último motivo fue para librar a los santos que se encontraban en el infierno. Así como Cristo quiso sufrir la muerte para librar a los santos que se encontraban en el infierno. Así como Cristo quiso sufrir la muerte para librar de la muerte a los vivos, así también quiso bajar al infierno para librar a los que allí estaban. "Tú también por la sangre de tu alianza hiciste salir a tus cautivos del lago en que no hay agua" (Zach 9,11). "Seré, muerte, tu muerte; seré, infierno, tu mordisco" (Os 13,14). 

§2 En efecto, aunque Cristo destruyó por completo la muerte, no destruyó por completo el infierno, sino que le dio un bocado, pues no libró del infierno a todos. Libró sólo a los que se hallaban sin pecado mortal y sin pecado original: de éste último habían quedado libres en cuanto a su persona por medio de la circuncisión, y antes de la circuncisión, los desprovistos de uso de razón que se habían salvado en virtud de la fe de unos padres creyentes, y los adultos por medio de los sacrificios y en virtud de la fe en Cristo que había de venir; todos ellos se encontraban en el infierno a causa del pecado original de Adán, del que únicamente Cristo podía librarlos en cuanto a la naturaleza. Dejó, pues, allí a los que habían bajado con pecado mortal, y a los niños no circuncidados. Por eso dice: "Seré, infierno, tu mordisco". 

Queda así claro que Cristo descendió a los infiernos, y por qué <22>. 

De todo lo expuesto podemos sacar cuatro enseñanzas. 

En primer lugar, una firme esperanza de Dios. Por muy abrumado que se encuentre un hombre, siempre debe esperar su ayuda y confiar en El. No hay situación tan angustiosa como estar en el infierno. Por consiguiente, si Cristo libró a los suyos que estaban allí, todo hombre, con tal que sea amigo de Dios, debe tener gran confianza de ser librado por El de cualquier angustia. "Esta (la Sabiduría) no desamparó al justo vendido..., y descendió con él al hoyo, y en la prisión no lo abandonó" (Sap 10,13‑14). Y como Dios ayuda especialmente a sus siervos, muy tranquilo debe vivir quien sirve a Dios. "Quien teme al Señor de nada temblará, ni tendrá pavor, porque él mismo es su esperanza" (Eccli 34,16). 

En segundo lugar, debemos caminar en temor y no ser temerarios; pues aunque Cristo padeció por los pecadores, y descendió al infierno, sin embargo no libró a todos, sino sólo a aquellos que no tenían pecado mortal, según hemos dicho. A los que habían muerto en pecado mortal, los dejó allí. Por tanto, nadie que muera en pecado mortal espere perdón. Al contrario, estará en el infierno tanto tiempo como los santos padres en el paraíso, es decir, para siempre. "Irán éstos al suplicio eterno; los justos, en cambio, a la vida eterna" (Mt 25,46). 

En tercer lugar, debemos tener diligencia. Cristo descendió a los infiernos por nuestra salvación, y nosotros también hemos de ser diligentes en bajar allá con frecuencia ‑ mediante la consideración de aquellos tormentos, se entiende ‑, conforme hacía el santo varón Ezequías, que canta: "Yo dije: en medio de mis días bajaré hasta las puertas del infierno" (Is 38,10). Pues quien desciende allá frecuentemente en vida con el pensamiento, no es fácil que descienda al morir, porque tal pensamiento aparta del pecado. En efecto, vemos que los hombres de este mundo se guardan de cometer delitos por miedo al castigo corporal; por consiguiente, ¡cuánto más han de guardarse por miedo al castigo del infierno, que es mayor en duración, intensidad y número de tormentos! "Acuérdate de tus postrimerías, y no pecarás jamás" (Eccli 7,40) <23>. 

En cuarto lugar, recibimos una lección de amor. Si Cristo descendió a los infiernos para librar a los suyos, también nosotros debemos bajar allá para ayudar a los nuestros. Ellos por sí solos nada pueden; por tanto, debemos ayudar a los que se hallan en el purgatorio. Demasiado sensible sería quien no auxiliara a un ser querido encarcelado en la tierra; más insensible es el que no auxilia a un amigo que está en el purgatorio, pues no hay comparación entre las penas de este mundo y las de allí. "Compadeceos de mí, compadeceos de mí siquiera vosotros mis amigos, porque la mano del Señor me ha tocado" (Iob 19,21). "Es santo y piadoso el pensamiento de rogar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados (2 Mach 12,46). 

§3 De tres maneras principalmente, según dice Agustín, se les puede auxiliar: con misas, con oraciones y con limosnas. Gregorio añade una cuarta, el ayuno. No es extraño: también en este mundo una persona puede dar satisfacción por otra. Todo ello hay que entenderlo únicamente de los que están en el purgatorio <24>. 

Dos cosas necesita conocer el hombre: la gloria de Dios y los castigos del infierno. Estimulados por la gloria y atemorizados por el castigo se guardan y retraen los hombres del pecado. Pero ambas cosas son bastante difíciles de conocer. De la gloria leemos: "¿Quién investigará lo que hay en el cielo?" (Sap 9,16). Difícil es para los terrenales, porque "el que es de la tierra, de la tierra habla" (Jn 3,31); sin embargo, no es difícil para los espirituales, porque "el que viene del cielo, está por encima de todos", según se dice a renglón seguido. Por eso bajó Dios de cielo, y se encarnó, para enseñarnos las cosas celestiales. 

Era también difícil conocer los castigos del infierno. En boca de los impíos se ponen estas palabras: "De nadie se sabe que haya vuelto del infierno" (Sap 2,1). Pero tal cosa no puede decirse ya; así como descendió del cielo para enseñarnos las cosas celestiales, igualmente resucitó de los infiernos para instruirnos sobre éstos. Por consiguiente, es necesario creer no sólo que se hizo hombre, y murió, sino que resucitó de entre los muertos. Por ello profesamos: "Al tercer día resucitó de entre los muertos".

Muchos otros resucitaron de entre los muertos también, como Lázaro, el hijo de la vida, la hija de Jairo. Sin embargo, la Resurrección de Cristo se diferencia de la de éstos y la de los demás en cuatro puntos. 

Primero, en la causa de la Resurrección. Los otros que resucitaron, no resucitaron por su propio poder, sino por el de Cristo, o ante las súplicas de algún santo; Cristo, en cambio, por su propio poder resucitó, porque no era hombre sólo sino también Dios, y la Divinidad de la Palabra, nunca se separó ni de su alma ni de su cuerpo; por eso, el cuerpo recuperó al alma, y el alma al cuerpo, en cuanto quiso: "Poder tengo para entregar mi alma y poder tengo para recobrarla de nuevo" (Jn 10,18). Aunque murió, no fue por debilidad ni por necesidad, sino por su poder, puesto que lo hizo libremente; esto bien claro está, porque al entregar su espíritu clamó con gran voz, cosa de la que son incapaces los demás moribundos, pues por debilidad mueren. por ello dijo el centurión: "Verdaderamente éste era Hijo de Dios" (Mt 27,54). Por consiguiente, lo mismo que entregó el alma por su propio poder, así también por su propio poder la recobró; por lo cual se dice que "resucitó", y no que fue resucitado, como si la causa hubiese sido otro. "Yo me dormí, y tuve un profundo sueño, y me alcé" (Ps 3,6). Esto no está en contradicción con lo que se afirma: "A este Jesús lo resucitó Dios" (Act 2,32), pues lo resucitó el Padre, y también el Hijo, porque uno mismo es el poder del Padre y del Hijo. 

La segunda diferencia está en la vida a la que resucitó. Cristo, a una vida gloriosa e incorruptible: "Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre" (Rom 6,4); los demás, a la misma vida que antes habían tenido, según consta de Lázaro y otros.

La tercera diferencia estriba en su fruto y eficacia: en virtud de la Resurrección de Cristo resucitan todos. "Muchos santos que se habían dormido, resucitaron" (Mt 27,52). "Cristo resucitó de entre los muertos, como una primicia de los que duermen" (1 Cor 15,20). 

Observa que Cristo llegó a la gloria a través de su Pasión: "¿No era menester que el Cristo padeciese todo esto, y entrase así en su gloria?" (Lc 24,26). De esta manera nos enseñaba el camino de la gloria a nosotros: "Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios" (Act 14,21). 

La cuarta diferencia reside en el tiempo. La resurrección de los demás se aplaza hasta el fin del mundo, a no ser que por un privilegio se conceda antes a alguno, como a la Santísima Virgen y, según piadosa creencia, a San Juan Evangelista; Cristo, en cambio, resucitó al tercer día. La razón es que la Resurrección, la Muerte y el Nacimiento de Cristo acontecieron por nuestra salvación, y por tanto quiso El resucitar en el preciso momento en que nuestra salvación lo exigía: si hubiera resucitado inmediatamente, nadie habría creído que hubiera muerto; si hubiera aplazado por mucho tiempo su Resurrección, los discípulos habrían perdido la fe, y su Pasión habría resultado inútil: "¿Qué provecho hay en mi sangre, si desciendo a la corrupción?" (Ps 29,10). Por eso resucitó al tercer día, para que se creyera que efectivamente había muerto, y para que los discípulos no perdieran la fe. 

Cuatro advertencias podemos deducir de todo esto con vistas a nuestra formación. 

Primera, que tratemos de resucitar espiritualmente de la muerte del alma en que caemos por el pecado, a una vida de justicia que se alcanza con la penitencia. Escribe el Apóstol: "Despierta tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará" (Eph 5,14). Esta es la primera resurrección. "Dichoso el que participa en la primera resurrección" (Apc 20,6). 

Segunda, que no dejemos la resurrección para el momento de la muerte, sino que nos movamos, pues Cristo al tercer día resucitó: "No seas lento en convertirte al Señor, no lo aplaces de día en día" (Eccli 5,8), porque no podrás pensar en la salvación cuando estés agobiado por la enfermedad, y además porque pierdes una parte de todos los bienes que se producen en la Iglesia, e incurres en muchos males por tu permanencia en el pecado. Por otra parte, el demonio cuando más tiempo posee, tanto más difícilmente suelta, según la expresión de Beda <23>. 

Tercera, que resucitemos a una vida incorruptible, esto es, de manera que no muramos de nuevo con un propósito tal que en adelante no pequemos. "Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte no tiene ya dominio sobre El... Lo mismo vosotros, considerados muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús. Por tanto, que no reine en pecado el vuestro cuerpo mortal, de modo que obedezcáis a sus concupiscencias; ni ofrezcáis vuestros miembros al pecado como armas de maldad; antes bien ofreceos a Dios como resucitados de entre los muertos" (Rom 6,9 y 11,13).

 Cuarta, que resucitemos a una vida nueva y gloriosa, esto es, de forma que evitemos todo lo que anteriormente fue ocasión y causa de muerte y de pecado. "Como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva" (Rom 6,4). Esta vida nueva es una vida de justicia, que renueva el alma, y conduce a la vida de la gloria. Amén.

 

 
 

Capítulo 6  

Artículo  6  

§1 Subió a los cielos, está sentado a la diestra de Dios Padre todopoderoso

 Después de la Resurrección de Cristo es necesario creer en su Ascensión: ascendió al cielo a los cuarenta días. Por eso dice: "Subió a los cielos". 

Sobre lo cual hay que advertir tres cosas: que esta ascensión fue sublime, razonable y útil.

 A) Fue sublime, porque subió a los cielos. Esto se expone en tres pasos.

 Primero, subió por encima de todos los cielos corpóreos. Dice el Apóstol: "Subió por encima de todos los cielos" (Eph 4,10). Esto fue Cristo quien primero lo hizo, pues anteriormente ningún cuerpo terreno había salido de la Tierra, hasta el punto de que incluso Adán vivió en un paraíso terrenal.

 Segundo, subió por encima de todos los cielos espirituales, que son los seres espirituales. "Colocando a Jesús a su derecha en el cielo, por encima de todo Principado, Potestad, Virtud y Dominación, y sobre todo cuanto tiene nombre no sólo en este mundo sino también en el venidero; todas las cosas las sometió bajo sus pies" (Eph 1,20‑22).

Tercero, subió hasta el trono del Padre. "He aquí que en las nubes del cielo venía un como Hijo de hombre, y llegó hasta el Anciano de días" (Dan 7,13). "El Señor Jesús, después de hablarles fue elevado al cielo, y está sentado a la derecha de Dios" (Mc 16,19).

 Lo de la derecha de Dios no hay que entenderlo en sentido literal sino metafórico: en cuanto Dios, estar sentado a la derecha del Padre significa ser de la misma categoría que Este; en cuanto hombre, quiere decir tener la absoluta preeminencia. Esto lo pretendió también el diablo: "Subiré al cielo, sobre los astros de Dios levantaré mi solio; me sentaré en el monte de la alianza, de la parte del Aquilón; ascenderé sobre la altura de las nubes, semejante seré al Altísimo" (Is 14,13‑14). Sin embargo, sólo Cristo lo consiguió; por eso se dice: "Subió al cielo, está sentado a la derecha del Padre". "Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra" (Ps 109,1).

 B) La Ascensión de Cristo, fue razonable, pues fue al cielo; esto por tres motivos.

 Primero, porque el cielo era debido a Cristo por su misma naturaleza. Es natural que cada cosa vuelva a su origen, y el principio originario de Cristo está en Dios, que está por encima de todo. "Salí del Padre, y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo, y voy al Padre" (Jn 16,28)." Nadie subió al cielo sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo" (Jn 3,13). También los santos suben al cielo, pero no como Cristo: Cristo subió por su propio poder; los santos, en cambio, arrastrados por Cristo: "Arrástrame en pos de ti" (Cant 1,3). Incluso puede decirse que nadie sube al cielo sino Cristo sólo, porque los santos no suben más que en cuanto miembros de El, que es la cabeza de la Iglesia: "Donde esté el cadáver, allí se juntarán también los buitres" (Mt 24,28).

 Segundo, correspondía a Cristo el cielo por su victoria. Cristo fue enviado al mundo para luchar contra el diablo, y lo venció; por ello mereció ser encumbrado por encima de todas las cosas: "Yo vencí, y me senté con mi Padre en su trono" (Apc 3,21).

 Tercero, le correspondía por su humildad. No hay humildad tan grande como la de Cristo, quien siendo Dios quiso hacerse hombre, siendo Señor quiso tomar la condición de esclavo sometiéndose incluso a la muerte, según se dice en Philp 2, y llegó a bajar al infierno. Por eso mereció ser ensalzado hasta el cielo, hasta el solio de Dios, porque el camino al encumbramiento es la humildad: "El que se humilla será enaltecido" (Lc 14,11); "El que descendió, ése mismo es el que subió por encima de todos los cielos" (Eph 4,10).

 C) La Ascensión de Cristo fue útil; esto, en tres aspectos.

 Primero, como guía, pues ascendió para guiarnos. Nosotros ignorábamos el camino, pero El nos lo mostró: "Subirá delante de ellos el que les abrirá el camino" (Mich 2,13). Y para darnos la certeza de la posesión del reino celestial: "Voy a prepararos un sitio" (Jn 14,2).

 Segundo, para asegurarnos esta posesión, puesto que subió para interceder por nosotros: "Llegando por sí mismo hasta Dios <26>, viviendo siempre para interceder por nosotros" (Heb 7,25); "Tenemos ante el Padre un abogado, Jesucristo" (1 Jn 2,1).

 Tercero, para atraer hacia sí nuestros corazones: "Donde está tu tesoro, allí está también tu corazón" (Mt 6,21); para que despreciemos los bienes temporales: "Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra" (Col 3,1‑2).

 

 
 

Capítulo 7  

Artículo  7

 §1 Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos

 Misión del rey y del Señor es juzgar: "El rey, que está sentado en el trono de la justicia, con una mirada suya disipa todo mal (Prov 20,8). Puesto que Cristo subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios como Señor de todas las cosas, es evidente que juzgar es misión suya. Por eso en la profesión de fe católica afirmamos que "ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos". 

Los mismos ángeles lo aseguraron: "Este Jesús, que de entre vosotros ha subido al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse" (Act 1,11). 

Tres cosas hay que considerar con respecto a este juicio <27>; primera, su procedimiento; segunda, que se trata de un juicio temible; tercera, la forma de prepararnos a él.

 A) En su procedimiento concurren tres factores: el juez, los que serán juzgados, la materia del juicio.

 El Juez es Cristo. "El es a quien Dios ha puesto por juez de vivos y muertos" (Act 10,42), ya sea que tomemos por muertos a los pecadores y por vivos a los que viven con rectitud, o bien que interpretemos literalmente como vivos a los que para entonces vivirán, y como muertos a todos los que habrán fallecido. Es juez no sólo en cuanto Dios, sino también en cuanto hombre, y esto por tres motivos. 

Primero, porque es necesario que los que sean juzgados vean al juez; pero la Divinidad es tan deleitosa que nadie puede contemplarla sin gozo; por tanto, ningún condenado podrá verla, porque gozaría. Por eso es preciso que aparezca en su condición de hombre, para ser visto por todos. "Le dio potestad de juzgar porque es Hijo de hombre" (Jn 5,27).

 Segundo, porque en cuanto hombre mereció este cargo. En cuanto hombre fue juzgado inicuamente; por ello Dios lo nombró Juez del universo entero: "Tu causa ha sido juzgada como la de un impío: recibirás a cambio poder de juzgar" (Iob 36,17).

 Tercero, para que los hombres no se desesperen, puesto que por un hombre van a ser juzgados. Si Dios sólo juzgara, los hombres aterrados se desesperarían. "Verán al Hijo del hombre venir en una nube" (Lc 21,27).

 Los que serán juzgados son todos los que existieron, existen y existirán: "Todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo, para recibir premio o castigo por lo que hayamos hecho en esta vida" (2 Cor 5,10). 

§2 Pero, como dice Gregorio, hay entre ellos cuatro categorías. En primer lugar, de los que comparecerán, unos son buenos, y otros, malos.

De los malos unos serán condenados sin juicio, los incrédulos, cuyas obras no serán sometidas a discusión, porque "el que no cree, ya está juzgado" (Jn 3,18).

Otros serán condenados después de ser juzgados, los creyentes que murieron en pecado mortal: "El salario del pecado es la muerte" (Rom 6,23). Por la fe que tuvieron no se verán privados del juicio.

También de los buenos unos se salvarán sin juicio, los que por Dios fueron pobres de espíritu; es más, juzgarán a los demás: "Vosotros, que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en el trono de su majestad, vosotros también os sentaréis sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel" (Mt 19,28); lo cual ha de entenderse no sólo de los Discípulos, sino de todos los pobres; de otra forma, Pablo, que trabajó más que ninguno, no se contaría entre los jueces. Hay, pues, que interpretarlo de todos los que siguen a los Apóstoles y de los varones apostólicos. Por ello Pablo escribe: "¿No sabéis que juzgaremos a los ángeles?" (1 Cor 6,3). "El Señor vendrá a juzgar acompañado de los ancianos y príncipes de su pueblo" (Is 3,14).

 Otros, en cambio, se salvarán después de ser juzgados, los que hayan muerto en estado de justicia. Si bien murieron en gracia, en el manejo de las cosas temporales fallaron en algún punto; por esto serán juzgados, pero se salvarán.

 La materia del juicio serán todas las obras, buenas y malas: "Anda por donde el corazón te lleve..., pero a sabiendas de que por todo ello Dios te llamará a juicio" (Eccl 12,14). Asimismo, las palabras ociosas: "De toda palabra ociosa que hayan pronunciado los hombres, darán cuenta en el día del juicio" (Mt 12,36). Los pensamientos: "Los pensamientos del impío sufrirán interrogatorio" (Sap 1,9).

Y así queda explicado el desenvolvimiento del juicio.

 B) Este juicio es temible por cuatro motivos.

 Primero, por la sabiduría del Juez. Lo conoce todo, pensamientos, palabras y obras, puesto que "todo está desnudo y patente a sus ojos" (Heb 4,13). "Todos los caminos de los hombres están patentes a los ojos de El" (Prv 16,2). Conoce nuestras palabras: "Oído celoso todo lo oye" (Sap 1,10). Y también nuestros pensamientos: "Retorcido es el corazón del hombre, e impenetrable: ¿quién lo conocerá? ‑ Yo, el Señor, que escudriño el corazón y examino los riñones, que doy a cada uno según su camino y según el fruto de sus artes" (Ier 17,9). Acudirán a declarar testigos infalibles, a saber, las propias conciencias de los hombres: "Atestiguando su misma conciencia, y acusándolos unas veces o incluso defendiéndolos otras sus juicios, el día en que Dios juzgue las acciones secretas de los hombres" (Rom 2,15‑16). 

Segundo, por el poder del Juez, que es omnipotente por Sí: "El Señor Dios vendrá con potencia" (Is 40,10). Y omnipotente por las criaturas, puesto que todas las cosas creadas estarán de su lado: "Peleará con El todo el universo contra los insensatos" (Sap 5,21); de donde las palabras de Job: "No habiendo nadie que pueda librar de tu mano" (10,7). "Si subo al cielo, allí estás Tú; si bajo al infierno, te hallas presente" (Ps 138,8). 

Tercero, por la justicia inflexible del Juez. Ahora es tiempo de misericordia, entonces será sólo tiempo de justicia; por eso ahora es nuestro momento, entonces será sólo el momento de Dios. "Cuando yo decida el momento, juzgaré con justicia" (Ps 74,3). "Los celos y la ira del marido no perdonarán en el día de la venganza, ni aceptaré en compensación obsequio alguno por espléndido que sea" (Prv 6,34). 

Cuarto, por la cólera del Juez. Con un semblante dulce y agradable, se mostrará a los justos: "Contemplarán al Rey en su hermosura" (Is 33,17); con otro, encolerizado y cruel, se presentará a los malos, hasta el punto de que éstos dirán a los montes: "Caed sobre nosotros, y ocultadnos de la ira del Cordero" (Apc 6,16). Tal ira no implica perturbación interior en Dios, sino sólo su efecto externo, a saber, la pena eterna impuesta a los réprobos. Orígenes: "¡Qué angosto será en el juicio el camino para los pecadores! Habrá arriba un juez airado, etc." 

C) Contra este temor debemos emplear cuatro remedios. 

El primero consiste en obrar bien. "¿Quieres no temer a la autoridad? Obra el bien, y obtendrás de ella elogios" (Rom 13,3).

 El segundo es la confesión y penitencia en cuanto a los pecados cometidos, con tres características, dolor al considerarlos, humildad al confesarlos, intransigencia al satisfacer por ellos: de esta manera se expía la pena eterna.

El tercero es la limosna, que todo lo purifica. "Ganaos amigos con el dinero injusto, para que, cuando fallezcáis, os reciban en las moradas eternas" (Lc 16,9).

 El cuarto remedio lo constituye la caridad, es decir, el amor a Dios y al prójimo, amor que cubre los pecados en bloque, según leemos en 1 Pet 4 y en Prv 10.

 

 
 

Capítulo 8

 Artículo  8

 §1 Creo en el Espíritu Santo

 Según hemos dicho, la Palabra de Dios es el Hijo de Dios, al modo que la palabra mental del hombre es una concepción de su entendimiento. Pero a veces ocurre que un hombre concibe una palabra muerta, a saber, cuando piensa algo que debe hacer y no tiene intención de realizarlo; así, cuando un hombre cree pero no practica, su fe se dice que está muerta, según leemos en Iac 2. La Palabra de Dios, por el contrario, está viva: "Viva es la palabra de Dios" (Heb 4,12); por consiguiente, es claro que Dios tiene en Sí voluntad y amor. Por ello escribe Agustín en su tratado De Trin.: "La Palabra que tratamos de explicar, es conocimiento con amor". Pues bien, así como la Palabra de Dios es el Hijo de Dios, así el amor de Dios es el Espíritu Santo. por eso los hombres tienen el Espíritu Santo cuando aman a Dios: "El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rom 5,5). 

No han faltado algunos que han mantenido sobre el Espíritu Santo opiniones torcidas, asegurando que es una criatura, que es inferior al Padre y al Hijo, que es un siervo y ministro de Dios. Los santos, para desautorizar semejantes errores, agregaron en otro Símbolo cinco puntualizaciones acerca del Espíritu Santo. 

Primera. Aunque existen otros espíritus, los ángeles, son sólo ministros de Dios, conforme a las palabras del Apóstol: "Todos ellos son espíritus servidores" (Heb 1,14); en cambio, el Espíritu Santo es Señor: "Dios es espíritu" (Jn 4,24), "este Señor es el Espíritu" (2 Cor 3,17); por eso, donde está el Espíritu del Señor, está la libertad, según dice Pablo inmediatamente después. La razón de esto es que hace amar a Dios y elimina el amor al mundo. Por tal motivo agregaron: "En el Espíritu Santo Señor". 

Segunda. La vida del alma consiste en su unión con Dios, puesto que Dios mismo es la vida del alma, como el alma es la vida del cuerpo. Ahora bien, es el Espíritu Santo quien realiza esta unión con Dios por medio del amor, porque El mismo es el Amor de Dios; por consiguiente, da vida. "El Espíritu es quien da vida" (Jn 6,64). Por ello añadieron: "Y dador de vida". 

Tercera. El Espíritu Santo es de una misma sustancia que el Padre y el Hijo: como el Hijo es la Palabra del Padre, así el Espíritu Santo es el Amor del Padre y del Hijo, y por ello procede de ambos, y como la Palabra de Dios es de una misma sustancia que el Padre, así el Amor es de una misma sustancia que el Padre y el Hijo. Por esto dijeron: "Que procede del Padre y del Hijo". De lo que resulta evidente que no es criatura. 

 Cuarta. El Espíritu Santo es igual al Padre y al Hijo en el culto que se les tributa. "Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad" (Jn 4,23). "Enseñad a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28,19). En consonancia con esto afirmaron: "Que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración". 

La quinta prueba de que el Espíritu Santo es igual a Dios, está en que los Profetas hablaron de parte de Dios. Por tanto, si no fuera Dios el Espíritu, no se podría afirmar que los Profetas hablaron de parte de Este. Ahora bien, Pedro escribe: "Los hombres santos de Dios hablaron inspirados por el Espíritu Santo" (2 Pet 1,21). "El Señor nos envió, y su Espíritu" (Is 48,16). Por lo que puntualizaron: "Que habló por los Profetas".

 Dos errores quedan refutados con estas palabras: el de los maniqueos, que sostuvieron que el Antiguo Testamento no procedía de Dios, cosa que es falsa, pues por los Profetas habló el Espíritu Santo; el de Priscila y Montano <28>, que afirmaron que los Profetas hablaban poseídos no del Espíritu Santo, sino como de frenesí.

 

§2 Muchos frutos produce en nosotros el Espíritu Santo.

 Primero: nos limpia de los pecados. La razón es, que el mismo que construye, repara. El alma es creada por medio del Espíritu Santo, puesto que por medio de El hace Dios todas las cosas: en efecto, Dios por el amor de su propia bondad las produce. "Amas todo lo que existe, y nada aborreces de cuanto has hecho" (Sap 11,25). Dionisio <29> en el cap. 4 De Divinis Noninibus: "El amor divino no soportó quedar sin fruto". Por consiguiente, es natural que los corazones de los hombres, destruidos por el pecado, sean restaurados por el Espíritu Santo. "Envía tu Espíritu y serán creados, y renovarás la faz de la tierra" (Ps 103,30). No es extraño que el Espíritu limpie, puesto que todos los pecados son perdonados a causa del amor: "Le han sido perdonados muchos pecados porque amó mucho" (Lc 7,47). "El amor cubre todas las faltas" (Prv 10,12). "El amor cubre por los pecados en bloque" (1 Pet 4,8).

Segundo: ilumina el entendimiento, pues todo lo que sabemos, del Espíritu Santo nos viene. "El Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os enseñe todo, y os recuerde todo lo que yo os haya dicho" (Jn 14,26). "La Unción os instruirá acerca de todas las cosas" (1 Jn 2,27). 

Tercero: ayuda y, en cierto modo, coacciona a guardar los mandamientos. Nadie es capaz de guardar los mandamientos de Dios si no ama a Dios. "Quien me ame, guardará mis palabras" (Jn 14,23). Pero el Espíritu Santo hace amar a Dios, y de esta manera ayuda. "Os daré un corazón nuevo, pondré un espíritu nuevo en medio de vosotros; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, os daré corazón de carne; pondré en medio de vosotros mi espíritu y haré que caminéis en mis preceptos, y que guardéis y practiquéis mis normas" (Ez 36,26). 

Cuarto: corrobora la esperanza de la vida eterna, porque es como una prenda de que la heredaremos: "Habéis sido marcados con el Espíritu Santo de la promesa, el cual es prenda de nuestra herencia" (Eph 1,13‑14). Es como las arras de la vida eterna. La razón es la siguiente: la vida eterna se debe al hombre en cuanto que éste se constituye en hijo de Dios, lo cual tiene lugar por la asimilación a Cristo; ahora bien, se asemeja a Cristo uno en la medida en que tiene el Espíritu de Cristo, que es el Espíritu Santo. "No habéis recibido un espíritu de esclavitud, para caer de nuevo en el temor, sino un Espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: Abba (Padre). Este mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios" (Rom 8,15‑16). "Como sois hijos de Dios, envió Dios a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abba (Padre)" (Gal 4,6). 

Quinto: aconseja en las dudas, y nos da a conocer la voluntad de Dios. "El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias" (Apc 2,7). "Lo escucharé como a un maestro" (Is 1,4).

 


 

Capítulo 9

 Artículo  9

 §1 La santa Iglesia católica

 Así como en un hombre hay un alma y un cuerpo solamente, y sus miembros, sin embargo, son diversos, así también la Iglesia católica es un solo cuerpo, y tiene diversos miembros. El alma que da vida a este cuerpo, es el Espíritu Santo. por ello, luego de confesar la fe en el Espíritu Santo, es preciso creer en la santa Iglesia católica. En consonancia con esto prosigue el Símbolo: "la santa Iglesia católica". 

Conviene saber que Iglesia quiere decir congregación; por tanto, la santa Iglesia es lo mismo que la congregación de los fieles, y todo cristiano es como un miembro de esta Iglesia, de la cual se dice: "Acercáos a mí, ignorantes, congregaos en la casa de instrucción" (Eccli 51,31). Esta santa Iglesia cumple cuatro condiciones: es una, santa, católica, es decir, universal, y firme y estable. 

A) En cuanto a lo primero hay que notar que, aunque diversos herejes dieron origen a sectas diversas, no pertenecen a la Iglesia, porque están divididos en facciones, mientras que la Iglesia es una: "Una sola es mi paloma, una sola mi perfecta" (Cant 6,8).

 La unidad de la Iglesia resulta de tres cosas.

 Primero, de la unidad de la fe. Todos los cristianos que pertenecen al cuerpo de la Iglesia, creen lo mismo: "Que digáis todos una misma cosa, y no haya entre vosotros divisiones" (1 Cor 1,10): "Un solo Dios, una sola fe, un solo bautismo" (Eph 4,5).

 Segundo, de la unidad de la esperanza, porque todos están cimentados en la misma esperanza de llegar a la vida eterna: "Un solo cuerpo y un solo espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados" (Eph 4,4).

 Tercero, de la unidad de la caridad, puesto que todos están unidos en el amor a Dios, y entre sí en el mutuo amor. "Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean una sola cosa, como también nosotros somos una sola cosa" (Jn 17,22). Este amor, si es verdadero, se pone de manifiesto en que los miembros viven solícitos los unos de los otros, y cada uno participa en los sentimientos de los demás. "Crezcamos en amor en todo hasta Aquél que es la cabeza, Cristo, por quien todo el cuerpo ‑ compacto y bien trabado por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada miembro ‑ va creciendo y edificándose en el amor" (Eph 4,15‑16): pues cada uno debe servir al prójimo conforme a la gracia recibida de Dios.

 §2 Por tanto, nadie debe menospreciar ni dar lugar a que se le arroje y expulse de esta Iglesia, porque no hay más que una en la que los hombres encuentren la salvación, como nadie pudo salvarse más que en el arca de Noé.

 B) En cuanto a lo segundo hay que notar que existe también otra congregación, pero de malhechores: "Odio la asamblea de malhechores" (Ps 25,5). Esta es mala, en tanto que la Iglesia de Cristo es santa: "Santo es el templo de Dios, que sois vosotros" (1 Cor 3,17); por ello profesa el Símbolo: "la santa Iglesia". 

Por cuatro procedimientos se santifican los fieles de esta congregación. 

Primero, porque al igual que es rociada con agua una iglesia cuando se la consagra, así también los fieles han sido lavados en la sangre de Cristo. "Nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre" (Apc 1,5): "Jesús, para santificar por medio de su sangre al pueblo, padeció fuera de la puerta" (Heb 13,12). 

Segundo, por la unción: como es ungida la iglesia, son ungidos los fieles con unción espiritual, para ser santificados; de otra forma no serían cristianos, pues Cristo quiere decir ungido. Esta unción es la gracia del Espíritu Santo. "Es Dios quien nos ungió" (2 Cor 1,21); "Habéis sido santificados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo" (1 Cor 6,11). 

Tercero, por la presencia de la Trinidad, porque donde habita Dios, se torna lugar santo; así leemos: "Realmente este lugar es santo" (Gen 28,16) <30>, y "A tu casa, Señor, le cuadra la santidad" (Ps 92,5).

 Cuarto, por la invocación de Dios. "Tú, Señor, estás entre nosotros, y sobre nosotros ha sido invocado tu nombre" (Ier 14,9).

Por consiguiente, tenemos que guardarnos de manchar con el pecado nuestra alma, que es templo de Dios, después de haber sido santificados así: "Dios destrozará a quien viole su templo" (1 Cor 3,17).

C) En cuanto a lo tercero hay que notar que la Iglesia es católica, es decir, universal, en primer lugar en relación al espacio, puesto que se extiende por todo el mundo, contra el sentir de los donatistas <31>. "Vuestra fe se divulga por el mundo entero" (Rom 1,8); "Id por todo el mundo, predicad el Evangelio a toda criatura" (Mc 16,15). Y así Dios antiguamente sólo era conocido en Judea, ahora lo es en toda la Tierra.

Consta esta Iglesia de tres partes; una se encuentra aquí abajo, otra en el cielo, y la tercera en el purgatorio.

En segundo lugar es universal por la condición de sus miembros, porque ningún hombre queda excluido de ella, ni señor, ni siervo, ni varón ni hembra. "No hay hombre ni mujer" (Gal 3,28).

En tercer lugar es universal en relación al tiempo. Algunos dijeron que la Iglesia debe durar hasta un determinado momento. Pero esto es falso, porque esta Iglesia comenzó en los días de Abel y perdurará hasta el fin del mundo. "Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,20). Y después de éste continuará en el cielo.

D) En cuanto a lo cuarto hay que notar que la Iglesia es firme. Firme se considera una casa, en primer lugar si tiene buenos cimientos. El cimiento principal de la Iglesia es Cristo: "Nadie puede poner otro cimiento que el que ya está puesto, que es Cristo Jesús" (1 Cor 3,11). El cimiento secundario son los Apóstoles y su doctrina; por tanto, es firme la Iglesia; en el capítulo 21 del Apocalipsis se lee que la ciudad tenía doce cimientos y estaban escritos en ellos los nombres de los doce Apóstoles. Por eso la Iglesia se llama apostólica. Por eso también, para indicar la solidez de esta Iglesia, San Pedro ha sido llamado la cima.

En segundo lugar, la firmeza de una casa se manifiesta cuando sacudida no puede ser derribada. Y a la Iglesia nada ha podido derribarla jamás. Ni sus perseguidores; es más, durante las persecuciones creció con mayor empuje, y tanto los que la perseguían, como los que perseguía ella, fueron sucumbiendo: "Quien caiga sobre esta piedra se destrozará, y aquél sobre quien caiga lo triturará" (Mt 21,44). Ni los errores; más aún, cuando mayor número de éstos iba aflorando, más de manifiesto se iba poniendo la verdad: "Hombres de mente corrompida, réprobos en la fe; pero no irán adelante" (2 Tim 3,8‑9). Ni las tentaciones del demonio; la Iglesia es como una torre, a la que se acoge todo el que lucha contra el diablo: "Torre inexpugnable es el nombre del Señor" (Prv 18,10). Por eso el demonio pone su esfuerzo mayor en destruirla, pero no puede, porque el Señor dijo: "Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella" (Mt 16,18), como si dijese: Pelearán contra ti, pero no prevalecerán. 

Por todo esto, sólo la Iglesia de Pedro (en la que entró Italia entera cuando los discípulos fueron enviados a predicar) permaneció siempre firme en la fe, conserva el vigor de ésta, y se encuentra limpia de errores, mientras en otras partes o no existe fe, o se halla mezclada con muchos desaciertos. Y no es de extrañar, puesto que el Señor dijo a Pedro: "Yo he rogado por ti, Pedro, para que tu fe no desfallezca" (Lc 22,32).

 


 

Capítulo 10

Artículo  10

 §1 La comunión de los santos, el perdón de los pecados

De la misma manera que en un cuerpo natural la actividad de cada miembro repercute en beneficio de todo el conjunto, así también ocurre en el cuerpo espiritual que es la Iglesia: como todos los fieles forman un solo cuerpo, el bien producido por uno se comunica a los demás. "Cada uno somos miembros los unos de los otros" (Rom 12,5. Por este motivo, entre las verdades de fe que transmitieron los Apóstoles, se encuentra la de que en la Iglesia existe una comunicación de bienes; es lo que el Símbolo quiere expresar con "la comunión de los santos". 

Entre todos los miembros de la Iglesia el principal es Cristo, que es la cabeza: "Lo puso por cabeza sobre toda la Iglesia, la cual es su cuerpo" (Eph 1,22‑23). Por consiguiente, el bien producido por Cristo se comunica a todos los cristianos, como la energía de la cabeza a todos los miembros. Esta comunicación se lleva a cabo por medio de los sacramentos de la Iglesia, en los que opera la potencia de la Pasión de Cristo, que actúa dando gracia para el perdón de los pecados. 

Los sacramentos de la Iglesia son siete. 

El primero es el bautismo, que es una regeneración espiritual. Como no puede darse vida carnal si el hombre no nace carnalmente, tampoco puede darse vida espiritual, o vida de la gracia, si el hombre no renace espiritualmente. Esta regeneración tiene lugar en el bautismo: "Quien no renazca de agua y Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios" (Jn 3,5).

Conviene notar que, de la misma manera que un hombre no nace más que una vez, igualmente sólo una vez es bautizado. por ello los santos añadieron: "Reconozco un solo bautismo". 

La eficacia del bautismo está en que limpia de todos los pecados en cuanto a la culpa y en cuanto al castigo merecido. Por este motivo a los bautizados no se les impone penitencia alguna por muy pecadores que hayan sido, y si en recibiendo el sacramento mueren, entran inmediatamente en la vida eterna. Por este motivo también, aunque sólo a los sacerdotes compete de oficio el bautizar, en caso de necesidad puede hacerlo lícitamente cualquiera, con tal que emplee la forma del bautismo, que es: "Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo". 

Recibe este sacramento su eficacia de la Pasión de Cristo: "Todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte" (Rom 6,3). Por eso, del mismo modo que Cristo estuvo tres días en el sepulcro, tres son las inmersiones que se realizan en el agua. 

El segundo sacramento es la confirmación. Como los que nacen a la vida corporal, necesitan fuerzas para el ejercicio de sus funciones, los que renacen a la vida espiritual, necesitan el vigor del Espíritu Santo. Por ello recibieron el Espíritu Santo los Apóstoles después de la Ascensión de Cristo, para que fueran vigorosos: "Vosotros quedaos en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fuerza de lo alto" (Lc 24,49). 

Este vigor se confiere en el sacramento de la confirmación; por tanto, los que tienen niños a su cargo, han de ocuparse diligentemente de que sean confirmados, porque es grande la gracia que proporciona este sacramento. Si mueren, tendrá mayor gloria el confirmado que el que no lo ha sido, porque aquél recibió más gracia. 

El tercer sacramento es la eucaristía. Del mismo modo que en la vida del cuerpo el hombre que ha nacido con suficiente vigor, necesita alimentos que lo sostengan y conserven, así también en la vida del espíritu, después de coger fuerzas, necesita un alimento espiritual. Este alimento es el cuerpo de Cristo. "Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros" (Jn 6,54). Por este motivo un mandamiento de la Iglesia ordena que todo cristiano reciba una vez al año el cuerpo de Cristo <32>, pero con dignidad y alma limpia, porque "quien lo come y bebe indignamente (es decir, consciente de haber cometido un pecado mortal que aún no ha confesado o del que no tiene intención de abstenerse), come y bebe su propia condenación" (1 Cor 11,29). 

El cuarto sacramento es la penitencia. En la vida del cuerpo sucede a veces que uno enferma, y si no se le administra la medicina convenientemente, muere. En la vida del espíritu se enferma por el pecado, y es necesaria también una medicina para recobrar la salud. Este remedio es la gracia que se recibe en el sacramento de la penitencia. "El perdona todas tus maldades, sana todas tus enfermedades" (Ps 102,3).  

En la penitencia deben concurrir tres elementos: contrición, que es un pesar de haber pecado unido al propósito de no volver a hacerlo; confesión de los pecados íntegra, y satisfacción, que se lleva a cabo con obras buenas. 

El quinto sacramento es la extremaunción. En esta vida hay muchos impedimentos para que el hombre pueda conseguir una limpieza perfecta de sus pecados. Pero, como nadie puede entrar en la vida eterna si no está limpio de todo, era necesario otro sacramento que limpiase de sus pecados al hombre, lo librara de la enfermedad, y lo preparara para su entrada en el reino celestial. Este sacramento es la extremaunción <33>. Si no siempre cura el cuerpo, ello se debe a que quizá no conviene a la salud del alma el seguir viviendo. "¿Alguno de vosotros está enfermo? Mande llamar a los presbíteros de la Iglesia, y oren sobre él, y lo unjan con un óleo en el nombre del Señor, y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor lo aliviará, y los pecados que hubiera cometido, le serán perdonados" (Iac 5,14‑15). 

§2 Con estos cinco sacramentos se consigue, como hemos explicado, la perfección de la vida. Y como es preciso que sean administrados por ministros apropiados, fue necesario el sacramento del orden, cuyos miembros los administran. En esta administración no hay que mirar a la vida de los ministros, si es que a veces se dejan arrastrar por el mal, sino a la virtud de Cristo, de la que reciben su eficacia los sacramentos que aquéllos dispensan: "Que nos tengan los hombres por ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios" (1 Cor 4,1). Este es el sexto sacramento, el del orden. 

El séptimo sacramento es el matrimonio. Si los hombres viven en él limpiamente, se salvan, y pueden vivir sin cometer pecado mortal. A veces los casados, caen en pecados veniales, siempre que su concupiscencia no los arrastre fuera de los bienes del matrimonio; porque si se salen de éstos, incurren en pecado mortal <34>. 

Por medio de estos siete sacramentos alcanzamos el perdón de los pecados. Por eso el Símbolo inmediatamente agrega: "El perdón de los pecados". 

A este fin fue dado a los Apóstoles el poder de perdonar. Por ello tenemos que creer que los ministros de la Iglesia ‑ los cuales recibieron de los Apóstoles ese poder, como éstos lo habían recibido de Cristo ‑ tienen en la Iglesia potestad de atar y desatar, y que en ésta existe plena potestad de perdonar los pecados, aunque jerarquizada, a saber, partiendo del Papa hasta los demás prelados. 

Conviene notar también que no sólo se nos comunica la eficacia de la Pasión de Cristo, sino además los méritos de su vida. Y todo lo bueno que han hecho todos los santos, se comunica a los que viven en amor, porque todos son una sola cosa: "Yo soy partícipe de todos los que te temen" (Ps 118,63). De aquí procede que quien vive en amor, participa de todo lo bueno que se lleva a cabo en el mundo entero; si bien participan más intensamente aquéllos en favor de los que se aplica una obra buena de manera especial, pues uno puede dar satisfacción por otra persona, como resulta evidente en la costumbre de muchas congregaciones que admiten a la participación en sus bienes espirituales personas ajenas a ellas. 

Así pues, por la comunión de los santos conseguimos dos cosas: una, que los méritos de Cristo se nos comuniquen a todos; otra, que el bien llevado a cabo por uno se comunique a otro. Por consiguiente, los excomulgados, por estar fuera de la Iglesia, se pierden una parte de todos los bienes que se producen, lo que supone un perjuicio mayor que la pérdida de cualquier bien temporal. Incurren además en un riesgo: es sabido que los sufragios de la Iglesia obstaculizan las tentaciones del diablo; por tanto, cuando uno queda excluido de tales sufragios, es vencido por el demonio con mayor facilidad. Por este motivo en la Iglesia primitiva, cuando uno era excomulgado, en seguida el diablo los atormentaba corporalmente <35>.

 
 

Capítulo 11

 artículo 11

 §1 La resurrección de la carne

El Espíritu Santo no sólo santifica las almas de los miembros de la Iglesia, sino que con su poder resucitará nuestros cuerpos. "El que resucitó de entre los muertos a Jesucristo nuestro Señor" (Rom 4,24); "Si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección de los muertos" (1 Cor 15,2). Por ello nuestra fe profesa que habrá una resurrección de los muertos. 

Acerca de la cual salen al paso cuatro consideraciones: la primera se refiere a la utilidad de esta fe en la resurrección; la segunda trata de las condiciones en que resucitarán todos los cuerpos en general; la tercera, de los cuerpos de los justos; la cuarta, de los cuerpos de los condenados. 

A) Tocante a lo primero, la fe y la esperanza en la resurrección no son útiles en cuatro sentidos. 

Primero, para sobreponernos a la tristeza que nos produce la muerte de los nuestros. Es imposible que uno no sienta la muerte de un ser querido; pero, si esperamos su resurrección, se mitiga considerablemente el dolor. "Hermanos, no queremos que ignoréis la suerte de los difuntos, para que no os entristezcáis como los hombres sin esperanza" (1 Thes 4,12).

 Segundo, porque libran del miedo a la muerte. Si el hombre no esperara otra vida mejor después de su fallecimiento, la muerte sería sin duda muy de temer, y habría que hacer cualquier mal antes de morir. Pero como creemos que existe esa vida mejor, a la que llegaremos después de la muerte, está claro que nadie debe temerla ni cometer maldad alguna por evitarla. "Para aniquilar por medio de su muerte al que detentaba el señorío de la muerte, es decir, al diablo, y libertad a cuantos, por miedo a la muerte estaban de por vida sometidos a esclavitud" (Heb 2,14‑15). 

Tercero, porque nos vuelven alertados y afanosos por obrar bien. Si no contase el hombre con más vida que la actual, tampoco tendría mayor afán por obrar de esta manera; hiciese lo que hiciese, quedaría insatisfecho, puesto que sus deseos no tienen como objeto un bien limitado a un cierto tiempo sino la eternidad. Pero como creemos que por lo que hacemos aquí, recibiremos bienes eternos en la resurrección, esta fe nos impulsa a practicar el bien. "Si sólo para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, somos los más desgraciados de todos los hombres" (1 Cor 15,19). 

Cuarto, porque nos retraen del mal. Del mismo modo que es un estímulo para obrar bien la esperanza del premio, retrae del mal el miedo al castigo que creemos estar reservado a los malos. "Y marcharán los que hayan hecho el bien a una resurrección de vida, y los que hayan hecho el mal a una resurrección de condena" (Jn  5,29). 

B) Acerca de lo segundo, es decir, de las condiciones en que resucitarán todos los cuerpos en general, se pueden considerar cuatro aspectos. 

§2 Primero, la identidad del cuerpo resucitado. El mismo cuerpo que ahora existe, tanto en su carne como en sus huesos, será el que resucitará, por más que algunos hayan afirmado que no resucitará este cuerpo que ahora se corrompe. Esto es contrario a la enseñanza del Apóstol: "Es preciso que esto corruptible se revista de incorruptibilidad" (1 Cor 15,53). Y la Sagrada Escritura atestigua que el cuerpo que por el poder de Dios volverá a la vida, será el mismo: "De nuevo me veré recubierto de mi piel, y con mi carne contemplaré a Dios" (Iob 19,26). 

Segundo, su calidad. Los cuerpos resucitados serán de distinta calidad que ahora: tanto los de los bienaventurados como los de los réprobos serán incorruptibles, puesto que los buenos permanecerán para siempre en la gloria, y los malos para siempre en el tormento. "Es preciso que esto corruptible se revista de incorruptibilidad y que esto mortal se revista de inmortalidad" (1 Cor 15,53). Como los cuerpos serán incorruptibles e inmortales, no habrá empleo de alimentos ni del sexo: "En la resurrección ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles de Dios en el cielo" (Mt 22,30). Esto, contra la opinión de judíos y sarracenos. "No regresará de nuevo a su casa" (Iob 7,10). 

Tercero, la integridad. Todos, buenos y malos, resucitarán con toda la integridad que corresponde a la perfección del hombre; no habrá ciego ni cojo, ni defecto alguno. "Los muertos resucitarán incorruptibles" (1 Cor 15,52), es decir, exentos de las corrupciones de la vida presente. 

Cuarto, la edad. Todos resucitarán en la edad perfecta, a saber, de treinta y dos o treinta y tres años. La razón de ello es que los que aún no han llegado a ese tiempo, no tienen la edad perfecta, y los viejos ya la han perdido; por consiguiente, a los niños y jóvenes se les otorgará lo que les falta, y a los ancianos les será devuelto. "Hasta que lleguemos todos... a varón perfecto, según la medida de la edad de madurez de Cristo" (Eph 4,13). 

C) La tercera consideración versa sobre los cuerpos de los justos. Para los buenos será motivo especial de gloria el hecho de tener sus cuerpos gloriosos, adornados de cuatro dotes. 

La primera es la claridad: "Brillarán los justos como el sol en el reino de su Padre" (Mt 13,43). La segunda es la impasibilidad: "Es sembrado en vileza, resucitará en gloria" (1 Cor 15,43); "Secará Dios toda lágrima de sus ojos, y no habrá más muerte, ni habrá más llanto ni lamentos ni dolores, porque lo de antes pasó" (Apc 21,4). La tercera es la agilidad: "Brillarán los justos, y avanzarán como chispa en cañaveral" (Sap 3,7). La cuarta es la sutileza: "Es sembrado un cuerpo animal, resucitará un cuerpo espiritual" (1 Cor 15,44); no quiere decir que sea por completo espíritu, sino que estará totalmente sometido a éste. 

D) La última consideración trata de los cuerpos de los condenados. El castigo eterno producirá en ellos cuatro taras contrarias a las dotes de los cuerpos gloriosos. Serán oscuros: "Sus rostros, caras chamuscadas" (Is 13,8). Pasibles, si bien nunca llegarán a descomponerse, puesto que constantemente arderán en el fuego pero jamás se consumirán: "Su gusano no morirá, y su fuego no se extinguirá" (Is 66,24). Pesados y torpes, porque el alma estará allí como encadenada: "Para aprisionar con grillos a sus reyes" (Ps 149,8). Finalmente, serán en cierto modo carnales tanto el alma como el cuerpo: "Se corrompieron los asnos en su propio estiércol" (Ioel 1,17).

 


 

Capítulo 12

 artículo 12  

§1 La vida eterna. Amén

De manera harto apropiada, concluye el Símbolo las verdades que hay que creer, con la que es corona de todos nuestros deseos, a saber, con la vida eterna. Y así, termina: "La vida eterna. Amén". Esto, contra los que aseguran que el alma fenece con el cuerpo. Si así fuera, el hombre sería de la misma condición que los brutos. A éstos les cuadra bien lo del Salmo: "El hombre, hallándose en situación de honor, no lo comprendió; se comparó con las bestias estúpidas, y se hizo semejante a ellas" (Ps 48,21). En efecto, el alma humana se asemeja a Dios en la inmortalidad, y a los animales por su faceta sensitiva; por tanto, cuando uno piensa que el alma muere con el cuerpo, se aparta de la semejanza con Dios, y se sitúa a sí mismo en la línea de los brutos. Contra los de esta opinión leemos: "No esperaron la recompensa de la justicia, ni creyeron en el galardón de las almas santas: porque Dios creó al hombre inmortal, y lo hizo a imagen de su semejanza" (Sap 2,22‑23). 

Vamos ahora a considerar en qué consiste la vida eterna. 

A) En primer lugar consiste en la unión con Dios. Dios mismo es el premio y fin de todos nuestros trabajos: "Yo soy tu protector, y tu galardón grande sobre manera" (Gen 15,1). 

A su vez, esta unión consiste en visión perfecta: "Ahora vemos en un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara" (1 Cor 13,12). 

Consiste también en excelsa alabanza. Agustín en el libro 22 De Civit. Dei: "Veremos, amaremos, y alabaremos". "Gozo y alegría se hallarán en ella; acción de gracias y voz de alabanza" (Is 51,3). 

B) En segundo lugar, la vida eterna consiste en una perfecta saciedad de los deseos, porque en ella todos los bienaventurados tendrán más de lo que anhelan y esperan. 

En esta vida nadie puede ver colmados sus deseos, ni existe cosa creada capaz de dar satisfacción completa a los anhelos del hombre, pues sólo Dios los sacia, y aun los excede infinitamente; por eso el hombre no descansa sino en Dios: "Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está intranquilo hasta que descanse en ti" (Agustín, en el libro 1 de las Conf.). Pero, como en la patria los santos poseerán a Dios de una manera perfecta, es evidente que sus anhelos quedarán satisfechos, y aún sobrará gloria. Por ello, el Señor dice: "Entra en el gozo de tu Señor" (Mt 25,21). Y Agustín comenta: "El gozo entero no entrará en los gozantes, sino que los gozantes enteros entrarán en el gozo". "Cuando aparezca tu gloria quedará saciado" (Ps 16,15). "El colma de bienes tus deseos" (Ps 102,5).

 Todo lo apetecible sobreabundará allí.

 Si se ansían deleites, allí se hallará el deleite más grande y más perfecto, pues tendrá por objeto al sumo bien, es decir, a Dios: "Entonces en el Todopoderoso abundarás en delicias" (Iob 22,26); "A tu derecha, deleites para siempre" (Iob 15,11).

 Si se ambicionan honores, en la vida eterna se conseguirá todo honor. Los hombres desean mayormente, ser reyes los seglares, y obispos los clérigos. Ambas cosas se obtendrán allí: "Has hecho de nosotros para nuestro Dios un reino y sacerdotes" (Apc 5,10); "Mira cómo se los ha contado entre los hijos de Dios" (Sap 5,5).

 Si se anhela ciencia, perfectísima la alcanzaremos en el cielo: conoceremos la naturaleza de todas las cosas, toda la verdad, todo lo que queramos, y poseeremos allí, junto con la vida eterna misma, cuanto deseemos poseer: "Todos los bienes acudieron a mí juntamente con ella (con la Sabiduría)" (Sap 7,11); "A los justos se les concederá su deseo" (Prv 10,24).

 C) En tercer lugar, la vida eterna consiste en una seguridad total. En este mundo no se da la perfecta seguridad, pues cuanto más tiene uno y más sobresale, tanto más recela y más necesita; pero en la vida eterna no existirá la tristeza, ni se pasarán trabajos, ni miedo alguno. "Se disfrutará de abundancia sin temor a los males" (Prv 1,33). 

D) En cuarto lugar, consiste en la feliz compañía de todos los bienaventurados, compañía que será de lo más agradable, porque serán de cada uno los bienes de todos. Efectivamente, cada uno amará a los otros como a sí mismo, y por ello disfrutará con el bien de los demás como con el suyo propio. De lo que resultará que se acrecentará la alegría y el goce de cada uno en la medida en que gozan todos. "Vivir en ti es júbilo compartido" (Ps 86,7). 

§3 Cuanto llevamos dicho, y otras muchas cosas inefables poseerán los santos cuando estén en la Patria. En cambio los malos, en la muerte eterna, tendrán no menos dolor y pena que alegría y gloria los buenos. 

Esa pena será inmensa en primer lugar por la separación de Dios y de los buenos todos. En esto consiste la pena de daño, en la separación, y es mayor que la pena de sentido: "Arrojad al siervo inútil a las tinieblas exteriores" (Mt 25,30). En la vida actual los malos tienen tinieblas por dentro, las del pecado, pero en la futura las tendrán también por fuera. 

Será inmensa en segundo lugar por los remordimientos de su conciencia. "Te argüiré, y te pondré ante tu misma vista" (Ps 49,21). "Gimiendo por la angustia de su espíritu" (Sap 5,3). Sin embargo, tal arrepentimiento y lamentaciones serán inútiles, pues provendrán no del odio de la maldad, sino del dolor del castigo. 

 En tercer lugar, por la enormidad de la pena sensible, la del fuego del infierno, que atormentará alma y cuerpo. Es este tormento del fuego el más atroz, al decir de los santos. Se encontrarán como quien se está muriendo siempre y nunca muere ni ha de morir; por eso se le llama a esta situación muerte eterna, porque, como el moribundo se halla en el filo de la agonía, así estarán los condenados. "Como ovejas han sido puestos en el infierno; la muerte los devorará" (Ps 48,15). 

En cuarto lugar, por no tener esperanza alguna de salvación. Si se les diera alguna esperanza de verse libres de sus tormentos, su pena se mitigaría; pero perdida aquélla por completo, su estado se torna insoportable. "Su gusano no morirá, y su fuego no se extinguirá" (Is 66,24). 

 Queda así clara la diferencia que existe entre obrar bien y mal: las buenas obras conducen a la vida, las malas arrastran a la muerte; por ello, los hombres deberían recordar todo esto con frecuencia; que los apartaría del mal y los incitaría al bien. Con singular acierto, pues, se dice al fin: "La vida eterna", para que así se grabe en la memoria cada vez mejor. Quiera llevarnos a ella el Señor, Jesucristo, Dios bendito por los siglos de los siglos. Amén.

 

 

<1> San Agustín, Doctor de la Iglesia, nacido en Tagaste el 13 de noviembre del 354 y muerto en Hipona el 28 de julio del 430. Después de una juventud extraviada vivida en Cartago, marchó a Roma el 383 y de aquí a Milán, donde conoció a San Ambrosio, quien le bautizó el 387. Son de particular importancia para la Teología sus obras polémicas contra los maniqueos sobre el origen del mal; contra los donatistas sobre los sacramentos y de la Iglesia; contra los pelagianos sobre el pecado original, la gracia y la predestinación; sin olvidar su imperecedero De Trinitate, sobre ese inefable misterio central de la fe cristiana.

 

<2> Miembros de la secta maniquea, seguidores del sistema doctrinal religioso fundado y divulgado por Manes en el siglo II después de Cristo. Llegaron a tener una liturgia y ascética propias. Su principio fundamental es el dualismo entre el espíritu y la materia, entre la luz y las tinieblas, entre el bien y el mal. El principio del mal es la materia identificada por el pueblo con el diablo (Satanás); el principio del bien es Dios. A pesar de la lucha que sostuvo San Agustín contra los maniqueos, este sistema vivió agazapado durante la Edad Media y reapareció en el siglo XI (los cátaros; en la Francia meridional: albigenses), para ser condenado, principalmente, en el IV Concilio de Letrán (1215). 

<3> Santo Tomás sostiene que la creación del mundo en el tiempo (es decir, que la creación no es eterna) es una verdad de fe, que no puede ser demostrada por la razón. Este artículo de la fe católica se halla definido en los Concilios Lateranense IV (1215(, Florentino (1442) y Vaticano I (1870), aparte las intervenciones magisteriales del Papa Virgilio (543), Juan XXII (1329) y Pío XII (1950 y 1952), que son más explícitas. 

<4> Maimónides, filósofo judío español, nacido en Córdoba el 30 de marzo de 1135 y muerto el 13 de diciembre de 1204. Escribió una verdadera suma de teología escolástica judía y ejerció una influencia indiscutible sobre los filósofos cristianos del siglo XIII. Especialmente sobre Santo Tomás, quien, no obstante, se aparte de Maimónides en aspectos importantes de su doctrina filosófica, sobre todo en la concepción del alma. 

<5> El Concilio Vaticano I define la creación en los siguientes términos: Dios que produce de la nada (ex nihilo) el universo y todas las cosas que en él se contienen, tanto espirituales como materiales, según toda su sustancia. 

 <6> Fotino, discípulo de Marcelo de Ancira (Ankara), renovó en el siglo IV los errores adopcionistas que Pablo de Samosata había divulgado en Antioquía en el siglo III. 

<7> Este Símbolo aquí aludido ‑ y al que se referirá varias veces Santo Tomás a lo largo de este comentario ‑ es el Símbolo Niceno‑ Constantinopolitano, del año 381, que fue redactado por los santos padres reunidos en el Concilio Ecuménico Constantinopolitano I, en base a la profesión de fe de Nicea (325). Es el Credo de la Santa Misa. 

<8> Sabelio, procedente de Oriente, llegó a Roma a principios del siglo III. Es propiamente el arquitecto y principal divulgador del error modalista (complicada herejía trinitaria nacida en Oriente a fines del siglo II), que se conocerá después con el nombre de sabelianismo. 

<9> Arrio, nacido en Libia ca. 256 y muerto en el 336, fue un sacerdote alejandrino, aunque formado bajo Luciano en la escuela de Antioquía. Divulgó los errores que se conocen con el nombre de arrianismo, condenados en el Concilio de Nicea (325). 

<10> "Nada hay en Dios que no sea (esencia de) Dios" es un principio sostenido por la Teología católica en las disputas trinitarias del siglo XII contra los círculos porretanos. En Dios hay tres relaciones realmente distintas entre sí: pero las relaciones se identifican con la esencia divina. El Concilio Florentino (1442) definió que "en Dios todo es uno, mientras no exista oposición relativa"; luego, la distinción real de las Personas se funda exclusivamente en la oposición de relaciones. 

<11> Orígenes, insigne escritor eclesiástico, nacido ca. 185, probablemente en Alejandría, y muerto en Tiro el 254. Fundó en Cesarea de Palestina una escuela sobre el molde de la alejandrina. Algunos errores vertidos en los seis mil libros que redactó, fueron condenados por la Iglesia después de su muerte. 

<12> Manes nació el 14 de abril del 216 en Babilonia y murió el 277. Su doctrina se denominaba maniqueísmo. 

<13> Ebión: los antiguos creyeron que había sido el fundador de la secta de los ebionitas (desviación cristiana judaizante de los siglos 1 al IV). La crítica moderna estima que tal personaje no existió, y refiere el nombre, no a una persona, sino a la voz aramaica hombre‑pobre, que sería la expresión adecuada a la actitud pretendida por los ebionitas. 

<14> Valentín, filósofo gnóstico, que enseñó hasta el 135 en Alejandría y después en Roma, hasta el 160. 

<15> Apolinar, obispo de Laodicea en Siria, muerto ca. 390, condenado en el Concilio I de Constantinopla (381). 

<16> El hombre consta de alma y cuerpo, lo que se expresa técnicamente y según la definición del Concilio Ecuménico Viennense (1312), diciendo que el alma racional es la forma sustancial inmediata del cuerpo. 

<17> Eutiques, monje griego, iniciador de la herejía monosofista, nacido el 378, probablemente en Constantinopla, y muerto después del 450. Esta herejía fue condenada en el Concilio de Calcedonia (451), pero perdura todavía en Oriente. 

<18> Nestorio nació en Siria, de padres persas. Obispo de Constantinopla el 428. Murió después del 451. Fue condenado por el Concilio de Efeso (431). La herejía nestoriana todavía pervive en Oriente. 

<19> La escena se lee en Apc 22,8‑9. Esta actitud del Angel contrasta con numerosos pasajes del Antiguo Testamento: p. ej., Gen 18,1 ss; 19,1 ss; Tob 12,6 ss; etc. 

<20> Que el alma es inmortal, puede demostrarse con argumentos tomados de la razón natural (cfr. p. ej., Summa Theologiae I, q. 75, a.6). Pero es también una verdad definida por el Magisterio solemne de la Iglesia, en el Concilio V de Letrán (1513). 

<21> Santo Tomás se sirve, implícitamente, de una comparación: así como el hombre es uno (en unidad de naturaleza), aunque compuesto de alma racional y carne, también cristo es uno personalmente, en dos naturalezas. El ejemplo, que es válido, tiene mucha raigambre en la Iglesia y es recogido expresamente en el Símbolo Quicumbe (quizá del siglo V). Pero debe entenderse como lo que es: sólo una comparación que pretende iluminar el misterio de la Unión hipostática. En sentido estricto, el alma y el cuerpo dan lugar a una realidad nueva, que es el hombre vivo. No hay, sin embargo, nueva realidad en la Encarnación, pues la Segunda Persona, que es Dios por naturaleza, no cambia al asumir una naturaleza humana: Cristo es Dios, el Verbo encarnado, en Quien permanecen las dos naturalezas sin confusión, sin cambio, sin división ni separación. Así expresó la fe católica el Concilio de Calcedonia (451). 

<22> En la Summa Theologiae (III, q. 52), Santo Tomás es más explícito. Cristo, bajando a los infiernos, sacó de allí a los santos padres que sólo estaban excluidos del cielo por el reato de la pena del pecado original; no libró a los condenados que habían muerto en pecado mortal; a los niños muertos en pecado original no los libró del estado de pura felicidad natural en que se encontraban, concediéndoles la visión; y no hay razón para asegurar que, por la bajada de Cristo a los infiernos, todos los que se hallan en el purgatorio hayan sido librados de él. 

<23> El Concilio de Trento (1551) definió que es verdadero y provechoso dolor la detestación de los pecados por temor a la pérdida de la eterna bienaventuranza y el merecimiento de la eterna condenación. Es el dolor imperfecto o de atrición.

<24> La existencia del purgatorio y la posibilidad de ayudar a las almas que allí se encuentran por medio de sufragios, fueron definidas por el Concilio II de Lyon (1274), el Florentino (1439) y el Tridentino (1547). 

<25> Beda el Venerable, monje inglés y Doctor de la Iglesia, nació el 673 y murió el 735. Su inmensa obra escrita hizo de él uno de los maestros de la Edad Media. Se le considera como el padre de la historiografía sobre Inglaterra. 

<26> En esta cita de la Sagrada Escritura, Santo Tomás se aparta un tanto del texto de la Vulgata. 

<27> Santo Tomás va a tratar sólo del Juicio Universal, que tendrá lugar al fin del mundo. El primer Juicio, llamado particular, porque se realiza a solas entre el alma y Dios, ocurre cuando cada hombre sale de esta vida y al instante es presentado ante el tribunal de Dios. Su existencia es una verdad dada por supuesta en varias declaraciones del Magisterio solemne de la iglesia: Concilio II de Lyon (1274) y Concilio Florentino (1439), aparte las enseñanzas de Benedicto XII (1336) y el Catecismo Romano de San Pío V (1566). 

<28> Montano, cristiano convertido en Frigia (Asia Menor), que divulgó desde el 170 la herejía eclesiológica llamada montanismo. Entre sus primeros secuaces se cuentan dos mujeres: Priscila y Maximila. 

<29> Dionisio, llamado Aeropagita, es el autor de una serie de escritos cristianos, probablemente entre el 485 y el 532. Fue traducido del griego al latín en el siglo IX. Desde entonces influyó muchísimo en la Edad Media, porque se le identificó falsamente con un tal Dionisio, convertido por la predicación de San Pablo en Atenas. Santo Tomás comentó ampliamente una de sus obras. Es autor de cita obligada en angeología cristiana. 

<30> La Vulgata en el lugar citado dice: "Realmente el Señor está en este sitio yo lo ignoraba". 

<31> Los donatistas fueron herejes cismáticos del Norte de Africa, que recibieron su nombre de Donato, muerto el 355. Afirmaban la nulidad de los sacramentos administrados por los pecadores y por los herejes. Surgieron a raíz de la persecución del 306, y desaparecieron con la invasión árabe. Fueron condenados por el Papa Milcíades (311‑314) y en el Sínodo de Arlés (314). 

<32> Se refiere al célebre decreto Omnes utriusque sexus del Concilio IV de Letrán (1215), que está vigente (Cfr. Codex Iuris Canonici, can. 859). 

<33> La extremaunción, que es la consagración de la muerte, perdona directamente los pecados veniales y libra de las reliquias de pecados ya perdonados. Indirectamente ‑ si no hubiera sido posible recibir el sacramento de la penitencia ‑ también perdona los pecados mortales, siempre que la persona se encuentre en estado de conversión a Dios, al menos con contrición imperfecta o atrición. 

<34> Los tres bienes del matrimonio son, en terminología de San Agustín recogida por el Concilio Florentino (1439): bonum prolis (procreación y cuidado de los hijos); bonum fidei (débito conyugal y fidelidad); bonum sacramenti fidei (la indisolubilidad del matrimonio y la estabilidad de una comunidad de amor). El Magisterio (Pío XI y Pío XII) ha señalado que el bonum prolis constituye el fin más próximo y esencial del matrimonio. Cualquier acción que atente gravemente contra uno cualquiera de los tres bienes es pecado mortal. 

<35> Se entiende por excomunión, según el Derecho Canónico vigente, la censura por la cual se excluye a alguien de la comunión de los fieles. (Censura es una pena por la cual se priva al bautizado que ha delinquido y es contumaz, de ciertos bienes espirituales, hasta que cese su contumacia y sea absuelto).