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EL REGRESO DEL HIJO PRÓDIGO

H. Nouwen

 

 

 

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INDICE

Historia de dos hijos y su padre Prólogo: Encuentro con un cuadro

Introducción: El hijo menor; el hijo mayor y el padre

 

Parte I: EL HIJO MENOR

1. Rembrandt y el hijo menor 2. El hijo menor se marcha 3. El regreso del hijo menor

  

Parte II: EL HIJO MAYOR

4. Rembrandt y el hijo mayor 5. El hijo mayor se marcha 6. El regreso del hijo mayor

 

Parte III: EL PADRE

7. Rembrandt y el padre 8. El padre le da la bienvenida 9. El padre organiza una fiesta

 

Conclusión: Convertirse en el padre

Epílogo: Vivir el cuadro

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

HISTORIA DE DOS HIJOS Y SU PADRE

 

 

       

«Un hombre tenía dos hijos;  y el menor de ellos dijo al padre: "Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde." Y él les repartió la hacienda.  Pocos días después el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino.  «Cuando hubo gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país, y comenzó a pasar necesidad. Entonces, fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba. Y entrando en sí mismo, dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros." Y, levantándose, partió hacia su padre. «Estando él todavía lejos, le vió su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le dijo: "Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo." Pero el padre dijo a sus siervos: "Traed aprisa el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado." Y comenzaron la fiesta.

«Su hijo mayor estaba en el campo y, al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. El le dijo: "Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el novillo cebado, porque le ha recobrado sano." El se irritó y no quería entrar. Salió su padre, y le suplicaba. Pero él replicó a su padre: "Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado!". «Pero él le dijo: "Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado."» (Lc. 15, 11-32)

 

 

Prólogo: Encuentro con un cuadro

 

El cartel

      

    Un encuentro aparentemente insignificante con un cartel representando un detalle de El Regreso del Hijo Pródigo de Rembrandt hizo que comenzara una larga aventura espiritual que me llevaría a entender mejor mi vocación y a obtener nueva fuerza para vivirla. Los protagonistas de esta aventura son un cuadro del siglo XVII y su autor, una parábola del siglo I y su autor, y un hombre del siglo XX en busca del significado de la vida.

    La historia comienza a finales de 1983 en el pueblo de Trosly, Francia, donde estaba pasando unos meses en El Arca, una comunidad que acoge a personas con enfermedades mentales. Fundada en 1964 por Jean Vanier, la comunidad de Trosly es la primera de las más de noventa comunidades El Arca esparcidas por todo el mundo. Un día fui a visitar a mi amiga Simone Landrien al pequeño centro de documentación de la comunidad. Mientras hablábamos, mis ojos dieron con un gran cartel colgado en su puerta. Vi a un hombre vestido con un enorme manto rojo tocando tiernamente los hombros de un muchacho desaliñado que estaba arrodillado ante él. No podía apartar la mirada. Me sentí atraído por la intimidad que había entre las dos figuras, el cálido rojo del manto del hombre, el amarillo dorado de la túnica del muchacho, y la misteriosa luz que envolvía a ambos. Pero fueron sobre todo las manos, las manos del anciano, la manera como tocaban los hombros del muchacho, lo que me trasladó a un lugar donde nunca había estado antes. Dándome cuenta de que ya no estaba prestando atención a la conversación, dije a Simone: “Háblame de ese cartel”. Ella dijo: “Es una reproducción de El Regreso del Hijo Pródigo de Rembrandt, te gusta?” Seguí mirando fijamente el cartel y por fin tartamudeé: “Es muy bonito, más que bonito… me entran ganas de reír y llorar al mismo tiempo... no puedo decirte lo que siento cuando lo miro, pero me conmueve profundamente.” Simone añadió: “Deberías conseguirte una copia. La puedes comprar en París.” “Si”, dije, “tengo que conseguir una copia.”

    La primera vez que vi El Regreso del Hijo Pródigo, acababa de terminar un viaje agotador de seis semanas dando conferencias por los Estados Unidos, lanzando un llamamiento a las comunidades cristianas para que hicieran todo lo posible por prevenir la violencia y la guerra en América Central. Estaba realmente cansado, tanto que casi no podía andar. Me sentía preocupado, solo, intranquilo y muy necesitado. Durante todo el viaje me había sentido como un guerrero fuerte y valeroso luchando incansablemente por la justicia y la paz, capaz de hacer frente sin miedo al oscuro mundo. Pero ahora me sentía vulnerable como un niño pequeño que quiere gatear hasta el regazo de su madre y llorar. Tan pronto como las multitudes que me alababan o me criticaban se alejaron, experimenté una soledad devastadora y fácilmente podía haberme rendido a las seductoras voces que me prometían descanso físico y emocional.

        Este era mi estado la primera vez que me encontré con El Regreso del Hijo Pródigo de Rembrandt colgado de la puerta del despacho de Simone. Mi corazón dio un brinco cuando lo vi. Tras mi largo viaje, aquel tierno abrazo de padre e hijo expresaba todo lo que yo deseaba en aquel momento. De hecho, yo era el hijo agotado por los largos viajes; quería que me abrazaran; buscaba un hogar donde sentirme a salvo. Yo no era sino el hijo que vuelve a casa; y no quería ser otra cosa. Durante mucho tiempo había ido de un lado a otro: enfrentándome, suplicando, aconsejando y consolando. Ahora sólo quería descansar en un lugar que pudiera sentirlo mío, un lugar donde pudiera sentirme como en casa. Ocurrieron muchas cosas en los meses y años siguientes.

        El enorme cansancio desapareció y volví a mis clases y a mis viajes, pero el abrazo de Rembrandt seguía grabado en mi corazón más profundamente que cualquier otra expresión de apoyo emocional. Me había puesto en contacto con algo dentro de mí que reposa más allá de los altibajos de una vida atareada, algo que representa el anhelo progresivo del espíritu humano, el anhelo por el regreso final, por un sólido sentimiento de seguridad, por un hogar duradero. Mientras seguía ocupado con mucha gente, envuelto en innumerables asuntos, y presente en multitud de lugares, El Regreso del Hijo Pródigo estaba conmigo y seguía dando un significado mayor a mi vida espiritual. El anhelo por un hogar duradero que había llegado a mi conciencia gracias al cuadro de Rembrandt, crecía más fuerte y más profundamente convirtiendo al pintor en un fiel compañero y guía.

        Dos años después de haber visto el cartel de Rembrandt, dimití de mi puesto como profesor en la Universidad de Harvard y volví a El Arca en Trosly, donde pasé un año entero. El propósito de este traslado era determinar si estaba llamado a vivir una vida dedicada a gente con enfermedades mentales en una de las comunidades de El Arca. Durante aquel año de transición, me sentí especialmente cerca de Rembrandt y de su Hijo Pródigo. Después de todo, buscaba un hogar nuevo. Parecía como si mi compañero holandés me hubiera sido dado como un compañero especial. Antes de que terminara el año, ya había tomado la resolución de incorporarme a Daybreak, la comunidad de El Arca en Toronto.

 

El cuadro

       

        Justo antes de dejar Trosly, recibí una invitación de mis amigos Bobby Massie y su mujer, Dana Robert, para que fuera con ellos a la Unión Soviética. Mi reacción inmediata fue: “Ahora podré ver el cuadro original.” Sabía que el original había sido adquirido en 1766 por Catalina la Grande para el Hermitage en San Petersburgo y que continuaba allí. Nunca pensé que tendría la oportunidad de verlo tan pronto. Aunque estaba ansioso por contemplar con mis propios ojos un país que había influido tan fuertemente en mis pensamientos, emociones y sentimientos durante la mayor parte de mi vida, esto se convertía en algo trivial frente a la oportunidad de sentarme ante el cuadro que me había revelado los anhelos más profundos de mi corazón.

Desde el momento de mi partida, supe que mi decisión de unirme a El Arca y mi visita a la Unión Soviética estaban estrechamente unidas. El vínculo -estaba seguro- era El Regreso del Hijo Pródigo de Rembrandt. De alguna manera, tuve la sensación de que ver este cuadro me permitiría entrar en el misterio del regreso al hogar de una forma hasta entonces desconocida para mí.

La vuelta de un viaje agotador a un lugar seguro había significado un volver a casa; dejar el mundo de los profesores y estudiantes para vivir en una comunidad dedicada a cuidar hombres y mujeres con enfermedades mentales me hizo sentir de nuevo en casa; conocer a gente de un país que se había separado del resto del mundo mediante muros y fronteras fuertemente vigiladas, era también una forma de volver a casa. Sin  embargo, más allá de todo aquello, “volver a casa” significaba para mí, caminar paso a paso hacia el Unico que me espera con los brazos abiertos y desea tenerme en un abrazo eterno. Sabía que Rembrandt entendió profundamente este regreso espiritual. Sabía que cuando Rembrandt pintó su Regreso del Hijo Pródigo, había llevado una vida tal que no tenía ninguna duda sobre su verdadero y último hogar. Sentí que si hubiera conocido a Rembrandt en el lugar donde pintó a aquel padre con su hijo, Dios y humanidad, compasión y miseria, en un círculo de amor, lo habría conocido todo acerca de la vida y la muerte. También tuve la esperanza de que, a través de la obra maestra de Rembrandt, un día sería capaz de expresar todo lo que quería decir acerca del amor.

Estar en San Petersburgo es una cosa. Tener la oportunidad de reflexionar tranquilamente sobre El Regreso del Hijo Pródigo en el Hermitage, es otra. Cuando vi la enorme cola de gente esperando para entrar en el museo, me pregunté cómo y durante cuánto tiempo podría ver lo que más deseaba.

Mi inquietud, sin embargo, desapareció. Nuestro viaje oficial terminaba en San Petersburgo y la mayor parte del grupo volvió a casa. Pero la madre de Bobby, Suzanne Massie, que entonces se encontraba en la Unión Soviética, nos invitó a pasar unos días con ella. Suzanne es una experta en la cultura y arte rusos y su libro The land of the Firebird  me fue muy útil a la hora de preparar nuestro viaje. Le pregunté a Suzanne: “¿Cómo podría acercarme al Hijo Pródigo?” Ella contestó: “Ahora, Henri, no te preocupes. Tendrás todo el tiempo que quieras y necesites”.

Durante nuestro segundo día en San Petersburgo, Suzanne me dio un número de teléfono y me dijo: “Este es el número del despacho de Alexei Briantsev. Es muy amigo mío. Llámale y te ayudará a llegar hasta tu Hijo Pródigo.”. Marqué el número al instante y me sorprendió oir a Alexei, con su amable acento inglés, prometiéndome encontrarse conmigo en una de las puertas laterales, lejos de la entrada reservada a los turistas.

El sábado 26 de julio de 1986 a las dos y media de la tarde fui al Hermitage, caminé junto al río Neva y llegué hasta la puerta que Alexei me había indicado. Entré y alguien sentado tras una gran mesa de despacho me permitió utilizar el teléfono de la casa para llamar a Alexei. A los pocos minutos apareció haciéndome un caluroso recibimiento. Me llevó por una serie de pasillos espléndidos y escaleras elegantes hasta llegar a un lugar inaccesible para los turistas. Era una habitación larga de techos altos: parecía el estudio de un artista de cierta edad. Había cuadros por todas partes. En la mitad, había unas mesas enormes y sillas cubiertas de papeles y objetos de todo tipo. Enseguida me di cuenta de que Alexei era el director del departamento de restauración del Hermitage. Con gran amabilidad y muy interesado por mi deseo de ver el cuadro de Rembrandt con tiempo, me ofreció toda la ayuda que quisiera. Me llevó directamente al Hijo Pródigo, ordenó al vigilante que no me molestara y me dejó allí.

Y allí estaba yo, delante del cuadro que había estado en mi mente y en mi corazón desde hacía casi tres años. Estaba maravillado por su majestuosa belleza. Su tamaño, mayor que el tamaño natural; sus abundantes rojos, marrones y amarillos; sus huecos sombreados y sus brillantes primeros planos, pero sobre todo, el abrazo de padre e hijo envuelto de luz y rodeado de cuatro misteriosos mirones. Todo esto me impactó con una intensidad mayor de lo que nunca hubiera podido imaginar. Hubo momentos en los que me pregunté si el original no me desilusionaría. Todo lo contrario. Su grandeza y esplendor hacían que todas las demás cosas pasaran a un segundo plano. Me dejó completamente cautivado. Realmente, estar aquí era volver a casa. Mientras muchos grupos de turistas pasaban rápidamente con sus guías, yo permanecía sentado en una de las sillas forradas de terciopelo rojo que están frente a los cuadros. Sólo miraba. ¡Ahora estaba viendo el original! No sólo veía al padre abrazando a su hijo recién llegado a casa, sino también al hermano mayor y a las otras tres figuras.

Es un óleo sobre lienzo de dos metros y medio de alto por casi dos de ancho. Me llevó un rato darme cuenta de que efectivamente estaba allí, asimilar que estaba verdaderamente en presencia de lo que durante tanto tiempo había querido ver, disfrutar del hecho de que estaba sólo, sentado en el Hermitage de San Petersburgo, pudiendo contemplar El Regreso del Hijo Pródigo todo el tiempo que quisiera. El cuadro estaba expuesto de la forma más adecuada, en una pared que recibía la luz natural de pleno a través de una gran ventana cercana situada formando ángulo de ochenta grados. Sentado allí, me di cuenta de que a medida que se acercaba la tarde, la luz se hacía más intensa. A las cuatro, el sol cubrió el cuadro con una intensidad diferente, y las figuras de atrás —que durante las primeras horas parecían algo borrosas— parecieron salir de sus rincones oscuros. A medida que transcurría la tarde, la luz del sol se hizo más directa y estremecedora. El abrazo del padre y el hijo se hizo más fuerte, más profundo, y los mirones participaban más directamente de aquel misterioso acontecimiento de reconciliación, perdón y cura interior. Poco a poco, me fui dando cuenta de que había tantos cuadros del Hijo Pródigo como cambios de luz, y me quedé durante largo rato fascinado por aquel gracioso baile de naturaleza y arte.

Alexei regresó. Sin darme cuenta habían pasado más de dos horas desde que se había marchado dejándome a solas con el cuadro. Con sonrisa compasiva y gesto de apoyo, me sugirió que necesitaba un descanso y me invitó a un café. Me condujo por los majestuosos vestíbulos del museo —la mayor parte del cual fue la residencia de invierno de los zares— hacia la zona de trabajo en la que habíamos estado antes. Alexei y su colega habían preparado una enorme bandeja llena de pan, quesos y dulces y me animaron a que lo probara todo. Tomar el café de la tarde con los restauradores del Hermitage no estuvo nunca en mis planes cuando soñaba con pasar un rato a solas con El Regreso del Hijo Pródigo. Tanto Alexei como su compañero me explicaron todo lo que sabían acerca del cuadro de Rembrandt y se quedaron intrigados por saber por qué estaba yo tan interesado en él. Parecían sorprendidos y algo perplejos con mis reflexiones y observaciones espirituales. Me escucharon muy atentamente pidiéndome que les contara más. Después del café volví al cuadro durante otra hora hasta que el vigilante y la mujer de la limpieza me hicieron saber, muy claramente por cierto, que el museo se iba a cerrar y que ya había estado bastante tiempo.

Cuatro días más tarde volví a visitar el museo. En aquella sesión me ocurrió algo divertido, algo que no puedo dejar de contar. Debido al ángulo desde el que el sol de la mañana iluminaba el cuadro, el barniz emitía una luz confusa. Así pues, cogí una de las sillas de terciopelo rojo y la llevé a un lugar desde el que aquella luz tenía una intensidad menor y podía ver así con claridad las figuras del cuadro. En cuanto el vigilante —un hombre joven y muy serio vestido con gorra y uniforme militar— vio lo que hacía, se enfadó mucho por mi atrevimiento de coger la silla y ponerla en otro sitio. Se acercó y, soltando una parrafada en ruso y haciendo una serie de gestos universales, me ordenó que devolviera la silla a su sitio. Como respuesta, yo señalé primero hacia el sol y luego hacia el lienzo para tratar de explicar por qué había cambiado la silla de sitio. Mis esfuerzos no tuvieron ningún éxito, de forma que dejé la silla en su sitio y me senté en el suelo. El vigilante se enfadó aún más. Tras nuevos y animados intentos por ganarme su simpatía, me dijo que me sentara encima del radiador que estaba bajo la ventana; desde allí podría ver bien. Pero la primera guía que pasó con su grupo de turistas vino hacia mí y me dijo en tono severo que me levantara de encima del radiador y que me sentara en una de las sillas de terciopelo. Pero entonces, el vigilante se enfadó con la guía y con múltiples palabras y gestos le dijo que había sido él quien me había dejado que me sentara en el radiador. La guía no pareció quedarse conforme pero decidió volver con los turistas que estaban mirando el Rembrandt y preguntándose por el tamaño de las figuras. Minutos más tarde, Alexei vino a ver qué hacía. El vigilante se le acercó de inmediato y empezaron una larga conversación. Evidentemente, el vigilante estaba tratando de explicar lo que había pasado, pero la discusión duraba tanto que pensé que todo aquello desembocaría en algo raro. Entonces, de repente, Alexei se marchó. Por un momento me sentí algo culpable por haber provocado tal revuelo y pensé que había conseguido que Alexei se enfadara conmigo. Sin embargo, diez minutos más tarde, Alexei volvía cargado con un enorme y confortable sillón de terciopelo rojo y patas pintadas de color dorado. ¡Todo para mí! Con una gran sonrisa, colocó la silla frente al cuadro invitándome a tomar asiento. Alexei, el vigilante y yo sonreímos. Tenía mi propia silla, y ya nadie me pondría objeción alguna. De repente, aquello me pareció de lo más cómico. Tres sillas vacías que no podían tocarse y me ofrecían un lujoso sillón traído de algún lugar de aquel palacio de invierno que podía mover cuanto quisiera. ¡Elegante burocracia! Me pregunté si alguna de las figuras del cuadro, que habían sido testigo de toda la escena, estaría sonriendo. Nunca lo sabré.

Pasé más de cuatro horas con El Hijo Pródigo, tomando notas de lo que decían los guías y los turistas, de lo que veía mientras el sol iluminaba con aquella intensidad el cuadro, y de lo que yo mismo experimentaba en lo más profundo de mi ser a la vez que me convertía más y más en parte de la historia que Jesús contó una vez y Rembrandt pintó más tarde. Me pregunté si aquel precioso tiempo pasado en el Hermitage daría su fruto alguna vez y cómo lo haría.

Cuando me alejé del cuadro, me acerqué al joven vigilante y traté de expresarle mi gratitud por haberme aguantado tanto tiempo. Cuando le miré a los ojos, bajo aquella gorra rusa vi a un hombre como yo: temeroso y con grandes deseos de ser perdonado. De aquella cara surgió una hermosa sonrisa. Yo también sonreí, y los dos nos sentimos salvados.

 

 

El acontecimiento

 

Algunas semanas después de mi visita al Hermitage en San Petersburgo, fui a El Arca de Daybreak, en Toronto, para vivir y trabajar como guía de la comunidad. Aunque me había tomado un año entero para clarificar mi vocación y para discernir si Dios me llamaba para llevar una vida dedicada a personas con enfermedades mentales, todavía me sentía inquieto y dudaba de mi capacidad de hacerlo bien. Nunca antes había prestado demasiada atención a la gente con enfermedades mentales. Todo lo contrario. Me había centrado cada vez más en los estudiantes universitarios y sus problemas. Había aprendido a dar conferencias y a escribir libros, a explicar las cosas sistemáticamente, a poner títulos y subtítulos, a discutir y a analizar. Así pues, tenía muy poca idea de cómo comunicarme con hombres y mujeres que casi no hablan y que, si lo hacen, no sienten ningún interés por los argumentos lógicos o las opiniones bien razonadas. Todavía sabía menos acerca de cómo anunciar el Evangelio de Jesús a personas que escuchaban más con el corazón que con la mente y que eran mucho más sensibles a cómo vivía yo que a mis palabras.

Llegué a Daybreak en agosto de 1986 con el convencimiento de que había hecho la elección correcta, pero con el corazón lleno de inquietud por lo que me esperaba. A pesar de todo estaba convencido de que, tras pasar más de veinte años en las aulas, había llegado la hora de confiar en que Dios ama a los pobres de espíritu de manera especial y en que, aunque yo tenía muy poco que ofrecerles, ellos tenían mucho que ofrecerme a mí. Una de las primeras cosas que hice al llegar fue buscar el lugar adecuado para colocar mi reproducción de El Regreso del Hijo Pródigo. El lugar que me habían asignado para trabajar me pareció el ideal. Podía ver aquel misterioso abrazo de padre e hijo que se había convertido en una parte tan íntima de mi trayectoria espiritual desde cualquier sitio en que me sentara a leer, escribir o charlar con alguien.

Desde mi visita al Hermitage, me hice más y más consciente de las cuatro figuras, dos mujeres y dos hombres, que estaban de pie rodeando el espacio luminoso donde el padre daba la bienvenida a su hijo. Su forma de mirar te hacía preguntarte qué pensarían o sentirían sobre lo que estaban viendo. Aquellos mirones o espectadores daban pie a todo tipo de interpretaciones. Cuando reflexionaba sobre mi propio trabajo me hacía más y más consciente del largo tiempo en que había desempeñado el papel de espectador. Durante años había instruido a los estudiantes en los diferentes aspectos de la vida espiritual, tratando de ayudarles a ver la importancia de vivir todos ellos. Pero ¿me había atrevido a llegar al fondo de lo esencial, a arrodillarme y a dejarme abrazar por un Dios misericordioso?

El simple hecho de ser capaz de dar una opinión, de expresar un argumento, de defender una postura y de clarificar una visión me había dado, y todavía me da, una sensación de control. Y por lo general, me siento mucho más seguro experimentando una sensación de control sobre una situación indefinible, que arriesgándome a que sea la situación la que me controle. Ciertamente había pasado muchas horas en oración, muchos días y meses de retiro y había tenido innumerables conversaciones con directores espirituales, pero jamás había abandonado completamente el papel de espectador. Aunque durante toda la vida había sentido el deseo de sentirme implicado desde dentro, elegía una y otra vez la postura del observador distante. A veces era una mirada curiosa, otras era una mirada celosa, otras era una mirada inquieta, y de vez en cuando era una mirada de amor. Pero dejar lo que de alguna forma era la postura segura del espectador crítico me parecía saltar a un territorio desconocido. Deseaba tanto controlar mi trayectoria espiritual, ser capaz de predecir al menos una parte del resultado, que renunciar a la seguridad del espectador a cambio de la vulnerabilidad del hijo que vuelve, me parecía casi imposible. Enseñar a los estudiantes, explicar las palabras y acciones de Jesús y mostrarles los distintos caminos espirituales que la gente ha elegido a lo largo de los tiempos, era como adoptar la postura de una de las cuatro figuras que rodeaban aquel abrazo divino. Las dos mujeres de pie a diferentes distancias detrás del padre, el hombre sentado con la mirada perdida en el vacío, y el otro alto, de pie, erguido, contemplando con mirada crítica el acontecimiento, todos ellos representan distintas formas de no compromiso. Vemos indiferencia, curiosidad, un soñar despierto, una observación atenta; alguno mira fijamente, otro contempla, otro observa sin fijar la mirada y otro simplemente mira; uno está de pie al fondo, otro se apoya en un arco, otro está sentado con los brazos cruzados o de pie con las manos juntas una sobre otra. Cada una de estas posturas me es muy familiar. Algunas más cómodas que otras, pero todas ellas son formas de no comprometerse. Pasar de dar clases a universitarios a vivir con enfermos mentales supuso, al menos para mí, dar un paso hacia la plataforma donde el padre abraza a su hijo arrodillado. Es el lugar de la luz, el lugar de la verdad, el lugar del amor. Es el lugar donde yo quiero estar aunque me da mucho miedo llegar a él. Es el lugar donde recibiré todo lo que deseo, todo lo que siempre he esperado, todo lo que necesitaré, pero también es el lugar donde tengo que dejar todo lo que quiero retener. Es el lugar que me enfrenta con el hecho de que aceptar de verdad el amor, el perdón y la curación es, a menudo, mucho más duro que entregarlo. Es el lugar más allá de lo que uno mismo puede obtener, merecer y de las recompensas que puede recibir. Es el lugar de la rendición y de la total confianza.

Poco después de llegar a Daybreak, Linda, una preciosa joven con síndrome de Down, me rodeó con sus brazos y dijo: “Bienvenido”. Esto lo hace con todos los recién llegados y siempre con absoluta convicción y amor. Pero ¿cómo recibir un abrazo así? Linda no me conocía. No tenía ni idea de lo que había vivido antes de llegar a Daybreak. No había tenido ocasión de encontrarse con mi lado oscuro, ni de descubrir mis puntos de luz. No había leído ninguno de mis libros, no me había oído hablar y jamás había mantenido una conversación conmigo. Así pues, ¿tenía que limitarme a sonreír, a piropearle y a seguir caminando como si nada hubiera ocurrido? Tal vez Linda estaba de pie en algún lugar de la plataforma diciendo con su gesto:  “¡ven, no seas tan vergonzoso, tu Padre también quiere abrazarte!”. Parece que cada vez —ya sea la bienvenida de Linda, el apretón de manos de Bill, la sonrisa de Gregory, el silencio de Adam o las palabras de Raymond— tengo que elegir entre “explicar” esos gestos o simplemente aceptarlos como invitaciones a llegar más alto.

Estos años en Daybreak no han sido fáciles. He vivido muchas luchas internas y mucho dolor mental, emocional y espiritual. Nada, absolutamente nada parecía indicarme que el cambio había merecido la pena. Pero el paso de Harvard a El Arca significó dar un pequeño paso en el cambio de actitud de espectador a participante, de juez a pecador arrepentido, de profesor de cómo se ama a persona que se deja amar. No tenía la menor idea de lo difícil que iba a resultar este viaje. No me daba cuenta de lo profundamente arraigada que estaba en mí la resistencia y lo angustioso que sería para mí “darme cuenta”, caer de rodillas y dejar que las lágrimas corrieran libremente. No sabía lo duro que iba a resultar convertirme en parte del gran acontecimiento que el cuadro de Rembrandt representa. Cada pequeño paso hacia su interior era como una petición imposible, una petición que me exigía dejar de lado una vez más mi deseo de controlar, de predecir; una petición a superar el miedo de no saber a dónde me llevaría todo aquello; una petición a rendirme al amor que no conoce límites. Sabía que nunca sería capaz de vivir el gran mandamiento de amar sin condiciones ni requisitos. El paso de enseñar sobre el amor a dejarme amar me iba a resultar más largo de lo que pensaba.

 

La visión

 

        Mucho de lo que ha ocurrido desde mi llegada a Daybreak está escrito en mis diarios y libros de notas, pero, tal y como está, muy poco puede compartirse con los demás. Las palabras son demasiado crudas, demasiado ruidosas, demasiado “sangrientas”, demasiado desnudas. Pero ahora ha llegado el momento en el que es posible mirar hacia atrás, mirar aquellos años de alboroto y describir, con más objetividad que antes, el lugar al que me ha trasladado toda esta lucha. Todavía no soy lo suficientemente libre como para dejarme abandonar completamente en el abrazo seguro del Padre. En muchos sentidos, sigo caminando hacia su significado profundo. Todavía soy como el hijo pródigo: viajo, preparo discursos, predigo cómo será todo cuando finalmente llegue a la casa de mi Padre. Pero estoy en el camino a casa. He dejado el país lejano y siento el amor más cerca. Ahora estoy preparado para contar mi historia. En ella se podrá encontrar algo de esperanza, de luz y de consuelo. Mucho de cuanto he vivido durante estos últimos años formará parte de esta historia, no como expresión de confusión o de desesperación, sino como etapas en mi camino hacia la luz.

El cuadro de Rembrandt ha estado muy cerca de mí durante todo este tiempo. Lo he cambiado de sitio innumerables veces: del despacho a la capilla, de la capilla a la sala de estar de Dayspring (la casa de oración de Daybreak) y de la sala de estar de Dayspring otra vez a la capilla. He hablado sobre él miles de veces dentro y fuera de la comunidad de Daybreak: a los enfermos mentales y a los que les atienden, a ministros y a sacerdotes, y a hombres y mujeres de toda condición.

Cuanto más hablaba sobre El Hijo Pródigo, más lo consideraba como si se tratara de mi propia obra: un cuadro que contenía no sólo lo esencial de la historia que Dios quería que yo contara, sino también lo que yo mismo quería contar a Dios y a los hombres y mujeres de Dios. En él está todo el Evangelio. En él está toda mi vida y la de mis amigos. Este cuadro se ha convertido en una misteriosa ventana a través de la cual puedo poner un pie en el Reino de Dios. Es como una entrada inmensa que me permitiera pasar al otro lado de la existencia y, desde allí, contemplar la extraña variedad de gentes y acontecimientos que componen mi vida diaria.

Durante años traté de ver a Dios en la diversidad de experiencias humanas: soledad y amor, pena y alegría, resentimiento y gratitud, guerra y paz. Intenté comprender los altibajos del alma humana, para poder percibir el hambre y la sed que sólo un Dios cuyo nombre es Amor podía satisfacer. Traté de descubrir lo duradero más allá de lo pasajero, lo eterno más allá de lo temporal, el amor perfecto más allá de los miedos que nos paralizan, y la consolación divina más allá de la desolación provocada por la angustia y la desesperación humanas. Procuré proyectarme más allá de la calidad mortal de nuestra existencia hacia una presencia más duradera, más profunda, más abierta y más maravillosa de lo que podemos imaginar, e intentaba hablar de esa presencia como una presencia que ya desde ahora puede ser vista, oída y palpada por aquéllos que quieren creer. Sin embargo, en el tiempo pasado aquí, en Daybreak, he sido conducido a un lugar más interior, un lugar en el que no había estado antes. Es un lugar dentro de mí donde Dios ha elegido hospedarse. Donde me siento a salvo en el abrazo de un Dios todo amor que me llama por mi nombre y me dice: “Tú eres mi hijo amado, en quien me complazco.” Donde saboreo la alegría y la paz que no existen en este mundo.

Este lugar siempre ha estado allí. Yo siempre supe que era la fuente de gracia. Sin embargo, no había sido capaz de entrar y vivir allí de verdad. Jesús dice: “El que me ama se mantendrá fiel a mis palabras. Mi Padre lo amará, y mi Padre y yo vendremos a él y viviremos en él.” (Jn 14,23). Estas palabras siempre me han impresionado muy profundamente. ¡Soy la casa de Dios! Pero me había resultado muy duro experimentar la verdad que encierran. Sí, Dios hace su morada en lo más íntimo de mi ser, pero ¿cómo podía aceptar la llamada de Jesús: “Permaneced unidos a mi como yo lo estoy a vosotros” (Jn 15,4)?

La invitación es muy clara. Hacer mi morada donde Dios ha hecho la suya, éste es el enorme reto espiritual. Parecía una tarea imposible. Con mis pensamientos, sentimientos, emociones y pasiones, estaba constantemente fuera del lugar que Dios había elegido para hacer su morada. Llegar a casa y permanecer allí donde Dios habita, escuchar la voz de la verdad y del amor, era lo que más miedo me daba porque sabía que Dios era un amante celoso que lo quería todo de mí en todo momento. ¿Cuándo estaría preparado para aceptar esa clase de amor? Dios mismo me mostraría el camino. Las crisis físicas y emocionales interrumpieron la vida tan atareada que llevaba en Daybreak y me obligaron a volver a casa y a buscar a Dios en el único lugar donde podía buscarlo: en mi propio santuario interior. No puedo decir que lo haya conseguido; nunca lo haré en esta vida, porque el camino hasta Dios llega mucho más allá de las fronteras de la muerte. Es un viaje largo y muy exigente, pero está lleno de sorpresas maravillosas y a menudo nos proporciona la satisfacción del objetivo cumplido.

La primera vez que vi el cuadro de Rembrandt no estaba tan familiarizado con la morada de Dios dentro de mí como lo estoy ahora. Sin embargo, mi reacción profunda al abrazo del padre a su hijo me hizo ver que estaba buscando desesperadamente ese lugar interior donde yo también pudiera ser abrazado como el joven del cuadro. Al mismo tiempo, no podía prever lo que iba a suponer el acercarme más y más a ese lugar. Estoy muy agradecido por no haber sabido de antemano lo que Dios me tenía preparado. Y también agradezco el nuevo lugar que se me ha abierto a través de todo el sufrimiento interior. Ahora tengo una vocación nueva. Es la vocación de hablar y escribir desde ese lugar profundo hacia las otras dimensiones de mí mismo y de dirigirme a las vidas llenas de inquietud de otras personas. Tengo que arrodillarme ante el Padre, apoyar mi oído en su pecho y escuchar sin interrupción los latidos de su corazón. Entonces, y sólo entonces, puedo decir con sumo cuidado y muy amablemente lo que oigo. Ahora sé que debo hablar desde la eternidad al tiempo real, desde la alegría duradera a las realidades pasajeras de nuestra corta existencia en este mundo, desde la morada del amor a las moradas del miedo, desde la casa de Dios a las casas de los seres humanos. Soy plenamente consciente de la grandeza de esta vocación. Más aún, estoy totalmente seguro de que éste es el único camino para mí. Podría llamársele visión “profética”: mirar a la gente y a este mundo con los ojos de Dios.

¿Es ésta una posibilidad real para un ser humano? Más importante aún: ¿es ésta una opción verdadera para mí? No se trata de una cuestión intelectual. Es una cuestión de vocación. Estoy llamado a entrar en mi propio santuario interior donde Dios ha elegido hacer su morada. La única forma de llegar a ese lugar es rezando, rezando constantemente. El dolor y las luchas pueden aclarar el camino, pero estoy seguro de que es únicamente la oración continua la que me permite entrar allí.

 

 

 

Introducción: El hijo menor, el hijo mayor y el padre

 

Al año siguiente de ver El Hijo Pródigo por primera vez, mi trayectoria espiritual estuvo marcada por tres fases que me ayudaron a encontrar la estructura de mi historia personal.

La primera fase consistió en mi experiencia de ser el hijo menor. Los largos años de enseñanza en la universidad, así como mi intensa implicación en los asuntos de América Central y del Sur, habían hecho que me sintiera algo perdido. Había ido de un sitio a otro, había conocido gente de todo tipo y formado parte de cantidad de movimientos. Pero al final me sentía sin hogar y muy cansado. Cuando vi la manera tan tierna que tenía el padre de apoyar las manos en los hombros de su joven hijo y de acercarlo a su corazón, sentí muy profundamente que aquel hijo perdido era yo y que quería volver como lo hacía él para ser abrazado como él. Durante mucho tiempo pensé en mí mismo como en el hijo pródigo que vuelve a casa, anticipando el momento de ser recibido por mi Padre. Entonces, casi inesperadamente, algo cambió en mi perspectiva. Después de un año en Francia y tras mi visita al Hermitage en San Petersburgo, los sentimientos de desesperación que habían hecho que me identificara tan fuertemente con el hijo más joven volvieron al fondo de mi conciencia. Había decidido ya marcharme a Daybreak, por lo que me sentía más seguro de mí mismo que antes.

La segunda fase en mi trayectoria espiritual comenzó una mañana mientras hablaba del cuadro de Rembrandt con Bart Gavigan, un amigo de Inglaterra que había llegado a conocerme muy profundamente el año anterior. Mientras explicaba a Bart lo intensamente que había llegado a identificarme con el hijo menor me miró atentamente y dijo: “me pregunto si no serás más bien como el hijo mayor.” Con estas palabras abrió un espacio nuevo dentro de mí. Francamente, nunca había pensado en mí mismo como en el hijo mayor, pero una vez que Bart me enfrentó a esa posibilidad, miles de ideas comenzaron a darme vueltas por la cabeza. Lo primero que pensé es que, efectivamente, soy el mayor de mis hermanos; después, caí en la cuenta de lo obediente que había sido a lo largo de mi vida. Cuando tenía seis años ya quería ser sacerdote y nunca cambié de opinión. Nací, fui bautizado, confirmado y ordenado en la misma iglesia y siempre obedecí a mis padres, a mis profesores, a mis obispos y a mi Dios. Nunca me fui de casa, jamás perdí el tiempo ni malgasté el dinero en búsquedas sensuales, tampoco había embotado mi corazón por el exceso de comida, la embriaguez y las preocupaciones de la vida” (Lc 21,34). Durante toda mi vida fui responsable, tradicional y hogareño. Pero, con todo, había estado tan perdido como el hijo menor. De repente, me vi de una forma totalmente nueva. Vi mis celos, mi cólera, mi susceptibilidad, mi cabezonería, mi resentimiento y, sobre todo, mi sutil fariseísmo. Vi lo mucho que me quejaba y comprobé que gran parte de mis pensamientos y de mis sentimientos eran manejados por el resentimiento. Por un momento me pareció imposible que alguna vez hubiera podido pensar en mí como en el hijo menor. Con toda seguridad, yo era el hijo mayor, pero estaba tan perdido como su hermano, aunque hubiera estado “en casa” toda mi vida. Había trabajado mucho en la granja de mi padre, pero nunca había disfrutado completamente de la alegría de estar en casa. En vez de estar agradecido por todos los privilegios que había recibido, me había convertido en una persona resentida: celosa de mis hermanos y hermanas menores que habían corrido tantos riesgos y que, a pesar de todo, eran recibidos tan calurosamente. Durante mi primer año en Dayreak, aquel comentario tan perspicaz de Bart siguió iluminando mi vida interior.

Pero iban a suceder más cosas. En los meses que siguieron a la celebración del treinta aniversario de mi ordenación como sacerdote, fui entrando en una profunda oscuridad interior y comencé a sentir una intensa angustia. Llegué a un punto en que ya no me sentía a salvo en mi comunidad y tuve que marcharme para buscar ayuda y trabajar directamente en mi curación profunda. Los pocos libros que me llevé trataban de Rembrandt y de la parábola del hijo pródigo. En el tiempo que viví en un lugar aislado, lejos de mis amigos y de mi comunidad, encontré gran consuelo en la lectura de la tormentosa vida del gran pintor holandés y en el aprendizaje de más datos acerca de la trayectoria agonizante que le llevó a pintar su magnífica obra.

Durante horas me quedaba mirando los espléndidos dibujos y cuadros que pintó entre dificultades, desilusiones y tristezas, y llegué a comprender cómo de su pincel emergió la figura de un anciano casi ciego abrazando a su hijo en un gesto de perdón y compasión. Una persona tiene que morir muchas veces y derramar muchas lágrimas para poder pintar un retrato de Dios con tanta humildad.

Fue durante este período de inmensa tristeza interior cuando otro amigo pronunció la palabra que más necesitaba oír e inició la tercera fase de mi trayectoria espiritual. Sue Mosteller, que estaba en la comunidad de Daybreak desde principios de los setenta y que había insistido en su momento en llevarme allí, me prestó una ayuda indispensable cuando las cosas se pusieron difíciles y me ayudó a luchar contra todo para alcanzar la auténtica libertad interior. Cuando fue a visitarme a mi “hermitage” y me habló de El Hijo Pródigo, dijo: “tanto si eres el hijo mayor como si eres el hijo menor, debes caer en la cuenta de que a lo que estás llamado es a ser el padre.”

Aquellas palabras me cayeron como un jarro de agua fría, porque, después de todos aquellos años viviendo con el cuadro y mirando al anciano sosteniendo a su hijo, jamás se me ocurrió que el padre era quien expresaba más plenamente mi vocación en la vida. Sue no me dio la oportunidad de protestar: “Toda tu vida has estado buscando amigos, suplicando afecto; has estado interesado en miles de cosas, has rogado que te apreciaran, que te quisieran, que te consideraran. Ha llegado la hora de reclamar tu verdadera vocación: ser un padre que puede acoger a sus hijos en casa sin pedirles explicaciones y sin pedirles nada a cambio. Mira al padre de tu cuadro y verás lo que estás llamado a ser. Nosotros, en Daybreak, y la mayor parte de la gente que te rodea, no necesitamos que seas un buen amigo o un buen hermano. Lo que necesitamos es que seas un padre capaz de reclamar para sí la autoridad de la verdadera compasión”.

Mirando al anciano vestido con aquel manto rojo, sentía una profunda resistencia a pensar en mí de aquella forma. Me identificaba más con el joven derrochador o con el rencoroso hijo mayor. Pero la idea de ser como aquel anciano que no tenía nada que perder porque ya lo había perdido todo y sólo le quedaba dar, me abrumaba. Sin embargo, Rembrandt murió cuando tenía sesenta y tres años y yo estoy más cerca de esa edad que de la de cualquiera de los dos hijos. Rembrandt buscaba ponerse en el lugar del padre; ¿por qué no iba yo a hacer lo mismo?

El año y medio que ha pasado desde que Sue Mosteller me lanzó el reto ha sido un tiempo de empezar a exigirme mi paternidad espiritual. Ha sido una lucha lenta y muy dura, y todavía a veces siento deseos de permanecer en el papel de hijo y no crecer nunca. Pero también he saboreado la inmensa alegría de los hijos que vuelven a casa, la alegría de imponerles las manos en un gesto de perdón y bendición. He empezado a conocer lo que significa ser un padre que no hace preguntas sino que lo único que quiere es acoger a sus hijos en casa.

Todo lo que he vivido desde mi primer encuentro con aquella representación del cuadro de Rembrandt no sólo me ha dado la inspiración para escribir este libro, sino que también me dio la idea para estructurarlo. Primero me reflejaré en el hijo menor, después en el mayor, y por último en el padre. Porque, de hecho, soy el hijo menor, soy el hijo mayor, y estoy en camino de convertirme en el padre. Y para vosotros, los que váis a realizar este viaje espiritual conmigo, espero y rezo para que descubráis en vuestro interior no sólo a los hijos extraviados, sino también al padre y la madre compasivos que es Dios.

 

 

Parte I: EL HIJO MENOR

 

        El hijo menor dijo a su padre: “Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde.” Y el padre les repartió el patrimonio. A los pocos días el hijo menor recogió sus cosas, se marchó a un país lejano y allí despilfarró toda su fortuna viviendo como un libertino. Cuando lo había gastado todo, sobrevino una gran carestía en aquella comarca y comenzó a padecer necesidad. Entonces fue a servir a casa de un hombre de aquel país, quien le mandó a sus campos a cuidar cerdos. Habría deseado llenar su estómago con las algarrobas que comían los cerdos pero nadie se las daba. Entonces, recapacitó y se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra mientras yo aquí me muero de hambre! Me pondré en camino, volveré a casa de mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Se puso en camino y se fue a casa de su padre.

 

 

 

1. REMBRANDT Y EL HIJO MENOR

 

       

Rembrandt pintó El Hijo Pródigo en los últimos años de su vida. Seguramente fue una de sus últimas obras. Cuanto más leo sobre ella, más la veo como la declaración final de una vida tumultuosa y atormentada. Junto con su inacabado Simeón y el Niño Jesús, El Hijo Pródigo muestra la percepción del pintor sobre sí mismo a una determinada edad, una percepción en la que la ceguera física y una profunda visión interior están íntimamente relacionadas. La forma como el viejo Simeón coge al niño y la forma como el anciano padre abraza a su hijo exhausto, revela una visión interior que recuerda las palabras de Jesús a sus discípulos: “Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis.” (Lc 10,23) Tanto Simeón como el padre del hijo que vuelve a casa llevan dentro de sí esa misteriosa luz que les hace ver. Es una luz interior, escondida en lo profundo, pero que irradia una luminosidad que impregna toda esa tierna belleza.

Esta luz interior, sin embargo, estuvo escondida durante mucho tiempo. Durante años permaneció inaccesible para Rembrandt. Sólo gradualmente y a través de mucha angustia, pudo descubrir esa luz en su interior y, a través de lo que vivía en su interior, en cuantos pintó. Antes de ser como el padre, Rembrandt fue durante largo tiempo como el joven orgulloso que “recogió sus cosas, se marchó a un país lejano y allí despilfarro todo su fortuna viviendo como un libertino.”

Cuando miro los autorretratos que Rembrandt dibujó con tanta profundidad en sus últimos años y que explican en gran medida su habilidad para pintar a aquel padre radiante y al anciano Simeón, no puedo olvidarme de que cuando Rembrandt fue joven tenía todos los rasgos del hijo pródigo: insolente, autosuficiente, derrochador, sensual y muy arrogante. Cuando tenía treinta años, se hizo un autorretrato con su mujer, Saskia, representando al hijo perdido en un burdel. Allí no hay vida interior. Borracho, con la boca medio abierta y los ojos ávidos de lujuria, mira con desdén a los que observan el retrato, como si quisiera decir: “¿A que es divertido?” Con la mano derecha levanta una copa medio vacía, mientras con la izquierda toca la espalda de su esposa que mira con ojos no menos impúdicos. El pelo largo y rizado de Rembrandt, el sombrero de terciopelo con esa enorme pluma blanca, y la espada envainada en una funda de cuero con empuñadura de oro rozando la parte trasera de los dos juerguistas, deja fuera de toda duda sus intenciones. La cortina de la esquina superior derecha le recuerda a uno los burdeles infames del barrio “rojo” de Amsterdam. Pensando en el joven Rembrandt de este autorretrato como El Hijo Pródigo, me parece casi imposible que sea éste el mismo hombre que, treinta años después, se pintara con aquellos ojos que penetran tan profundamente en los misterios ocultos de la vida. Es más, todos los biógrafos de Rembrandt lo describen como un joven orgulloso, plenamente convencido de su talento y ansioso por conocer todo lo que el mundo tiene que ofrecerle; un extrovertido amante de la lujuria e insensible a cuantos le rodean. Sin ninguna duda, una de las mayores preocupaciones de Rembrandt fue el dinero. Ganó mucho, gastó mucho y perdió mucho. Malgastó gran parte de su energía en interminables juicios por problemas financieros y procesos de bancarrota. Los autorretratos que pintó entre los veinte y muchos y los treinta y pocos años, reflejan un Rembrandt hambriento de fama y adulación, aficionado a costumbres extravagantes, que prefiere las cadenas de oro a los tradicionales cuellos almidonados y que lleva sombreros extravagantes, boinas, cascos y turbantes. Aunque gran parte de este vestuario tan elaborado puede considerarse una forma normal de practicar y hacer alarde de las técnicas de pintura, también revela un carácter arrogante que no busca solamente agradar a sus patrocinadores.

Sin embargo, a este corto período de éxito, popularidad y riqueza le siguió otro de dolor, desgracia y desastre. Sería agotador tratar de enumerar la cantidad de desgracias ocurridas en la vida de Rembrandt. Realmente, no son muy diferentes a las del hijo pródigo. Después de perder a su hijo Rumbartus en 1635, a su primera hija Cornelia en 1638, y a su segunda hija Cornelia en 1640, su mujer, Saskia, a quien amó y admiró profundamente, muere en 1642. Se queda sólo con su hijo de nueve meses, Titus. Tras la muerte de Saskia, su vida sigue marcada por incontables problemas y desgracias. A una relación desgraciada con la niñera de Titus, Geertje Dircx, que acabó en pleito y en el confinamiento de ésta en un asilo, le sigue una unión más estable con Hendrickje Stoffels. Ella le dio un hijo que muere en 1652 y una hija, Cornelia, la única que le sobrevivirá. Durante aquellos años su popularidad como pintor cayó en picado, aunque algunos críticos continuaron considerándole uno de los mejores pintores de la época. Los problemas financieros fueron tan graves que en 1656 fue declarado insolvente, pidiendo el derecho a ceder toda su propiedad y efectos a beneficio de sus acreedores y así evitar la bancarrota. Todas sus posesiones, sus obras y las obras de otros pintores, su colección de cachivaches, su casa de Amsterdam y sus muebles fueron vendidos en tres subastas en 1657 y 1658. Aunque no estuvo nunca completamente libre de deudas y deudores, a los 50 años es capaz de encontrar un poco de paz. El calor y la profundidad de las obras de esta época muestran que las desilusiones no consiguieron amargarle. Al contrario tuvieron un efecto purificador en su visión de las cosas. Jakob Rosenberg escribe: “Empezó a mirar al hombre y a la naturaleza con una mirada más penetrante, sin distraerse con el esplendor de fuera”. En 1663, Hendrickje muere y, cinco años más tarde, Rembrandt es testigo del matrimonio y la muerte de su querido hijo Titus. Cuando Rembrandt muere en 1669 es un hombre pobre y solitario. Sólo su hija Cornelia, su nuera Magdalene van Loo y su nieta Titia le sobrevivieron.

Cuando miro al hijo pródigo, de rodillas ante su padre, apoyando la cara contra su pecho, no dejo de ver al que un día fuera un artista autosuficiente y venerado, que ha llegado a comprender por fin que toda la gloria que había conseguido era gloria vana. En lugar de la ropa cara con la que el joven Rembrandt se retrató a sí mismo en el burdel, lleva una túnica sobre los hombros que cubre su cuerpo enfermo; y las sandalias con las que había caminado hasta tan lejos, están ahora gastadas y ya no sirven.

Pasando mi mirada del hijo arrepentido al padre compasivo, veo que los destellos de luz de las cadenas de oro, los cascos, las velas y las lámparas escondidas, han desaparecido y han sido sustituidos por la luz interior de la vejez. Es el movimiento desde la gloria que seduce en la búsqueda de la riqueza y de la fama, a la gloria que se esconde en el alma humana y que va más allá de la muerte.

 

 

2. EL HIJO MENOR SE MARCHA

 

         "Un hombre tenía dos hijos. Y el menor dijo a su padre: "Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde." Y el padre les repartió el patrimonio. A los pocos días el hijo menor recogió todas sus cosas, se marchó a un país lejano y allí despilfarró toda su fortuna viviendo como un libertino".

 

 

Un rechazo radical

 

       

        El título completo del cuadro de Rembrandt es, como ya se ha dicho, El Regreso del Hijo Pródigo. En el “regreso”, queda implícita la marcha. Regresar es volver al hogar después de haberlo abandonado, un volver después de haberse ido. El padre que da la bienvenida al hijo está muy contento porque éste, "estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado" (Lc.15,32). La inmensa alegría al volver el hijo perdido esconde la inmensa tristeza de la marcha. El encuentro deja detrás la separación; la vuelta a casa esconde bajo su manto el momento de la partida. Mirando el regreso, tierno y lleno de alegría, siento que debo atreverme a saborear los tristes acontecimientos que le precedieron. Sólo cuando tenga el coraje de profundizar en lo que significa dejar el hogar, podré entender de verdad lo que es volver a él. El amarillo con matices marrones de la ropa del hijo parece bonito cuando se observa en rica armonía con el rojo del manto del Padre; pero lo cierto es que el hijo va vestido con harapos que delatan la miseria que ha dejado atrás. En el contexto de un abrazo apasionado, nuestra ruina interior puede parecernos hermosa, pero su única belleza proviene de la compasión que despierta. Para comprender el misterio de la compasión en toda su profundidad, tengo que observar con honestidad la realidad que la evoca. El hecho es que, mucho antes de volver, el hijo se había marchado. Dijo a su padre: “Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde”; reunió todo lo que le había tocado y se fue. Lucas cuenta todo esto de forma tan simple y prosaica que resulta difícil caer en la cuenta de que todo lo que está ocurriendo es realmente un hecho inaudito: hiriente, ofensivo, y en total contradicción con la tradición más venerada de la época.

        Kenneth Bailey, en su penetrante explicación de la historia de Lucas, muestra que la manera que tuvo el hijo de marcharse es equivalente a desear la muerte del padre. Bailey escribe: “Durante más de quince años he estado preguntando a gente de todo tipo, desde Marruecos hasta la India, y desde Turquía al Sudán acerca de las implicaciones que puede tener el hecho de que un hijo reclame su herencia en vida del padre. La respuesta ha sido siempre la misma... La conversación se desarrolla como sigue:

- ¿Hubo alguna vez alguien en su pueblo que pidiera una cosa así?

- ¡Jamás!

- ¿Podría alguna vez alguien pedir una cosa así?

- ¡Imposible!

- Si alguna vez alguien lo hiciera, ¿qué ocurriría?

- Su padre lo mataría a golpes, ¡desde luego!

- ¿Por qué?

- Una petición así significaría que deseaba que su padre muriera.”

Bailey explica que el hijo pide no sólo que se haga una división de la herencia, sino que también reclama el derecho de disponer de su parte. “Tras renunciar a sus posesiones en favor de su hijo, el padre tiene todavía derecho a vivir de los beneficios... mientras esté vivo. Así, el hijo menor no tiene derecho alguno sobre las propiedades hasta la muerte de su padre. La implicación de “Padre, no puedo esperar a que mueras”, subraya la petición del hijo.” Así pues, la “marcha” del hijo es un acto mucho más ofensivo de lo que puede parecer en una primera lectura. Supone rechazar el hogar en el que el hijo nació y fue alimentado, y es una ruptura con la tradición más preciosa mantenida cuidadosamente por la gran comunidad de la que él formaba parte. Cuando Lucas escribe: “se marchó a un país lejano”, quiere indicar mucho más que el deseo de un hombre joven por ver mundo. Habla de un corte drástico con la forma de vivir, de pensar y de actuar que le había sido transmitida de generación en generación como un legado sagrado. Más que una falta de respeto es una traición a los valores de la familia y de la comunidad. El “país lejano” es el mundo en el que se ignora todo lo que en casa se considera sagrado.

Esta explicación es muy significativa para mí, no sólo porque me ayuda a una comprensión más precisa de la parábola en su contexto histórico, sino porque me lleva necesariamente a reconocerme en el hijo menor. Al principio me fue muy duro descubrir en la historia de mi vida una rebelión tan desafiante. No me reconozco a mí mismo rechazando los valores de mi propia herencia. Pero cuanto más detenidamente pienso en los sutiles caminos por los que ha transcurrido mi vida, veo que he preferido la tierra lejana al hogar y, entonces, el hijo menor surge rápidamente. Me refiero aquí a un “abandonar el hogar” espiritual que es distinto del hecho físico de que he pasado la mayor parte de mi vida fuera de mi querida Holanda.

La parábola del hijo pródigo expresa el amor sin fronteras de Dios, mucho más fuertemente que cualquier otra historia del Evangelio. Y cuanto más me sitúo en la historia bajo la luz del amor divino, más clara veo la relación entre el abandono del hogar y mi propia experiencia espiritual. El cuadro de Rembrandt representando al Padre dando la bienvenida al hijo, disipa cualquier otro movimiento externo. En contraste con su grabado del Hijo Pródigo de 1636 - lleno de acción, el padre corriendo hacia su hijo y el hijo lanzandose a los pies de su padre -, el cuadro del Hermitage, pintado unos 30 años después, es de una calma total. El padre tocando a su hijo en una bendición interminable; el hijo descansando en el pecho de su padre en una paz eterna. Christian Tumpel escribe: "El momento del recibimiento y del perdón en la quietud de su composición no tiene fin.

El movimiento de padre e hijo habla de algo que no pasa, sino que dura para siempre." Jakob Rosenberg resume esta visión de forma muy bella cuando escribe: "El conjunto de padre e hijo carece de cualquier movimiento exterior, pero todo lo interior está en movimiento... La historia no tiene nada que ver con un padre terrenal... Lo que se representa aquí es el amor y la misericordia divinas en su poder de transformar la muerte en vida."

 

 

Sordo a la voz del amor

 

Así pues, dejar el hogar es mucho más que un simple acontecimiento ligado a un lugar y a un momento. Es la negación de la realidad espiritual de que pertenezco a Dios con todo mi ser, de que Dios me tiene a salvo en un abrazo eterno, de que estoy grabado en las palmas de las manos de Dios y de que estoy escondido en sus sombras. Dejar el hogar significa ignorar la verdad de que Dios me ha moldeado en secreto, "me ha formado en las profundidades de la tierra y me ha tejido en el seno de mi madre" (Salmo 139,13-15). Dejar el hogar significa vivir como si no tuviera casa y tuviera que ir de un lado a otro tratando de encontrar una.

El hogar es el centro de mi ser, allí donde puedo oir la voz que dice: “Tú eres mi hijo amado, en quien me complazco” -la misma voz que dio vida al primer Adán y habló a Jesús, el segundo Adán; la misma voz que habla a todos los hijos de Dios y los libera de tener que vivir en un mundo oscuro, haciendo que permanezcan en la luz. Yo he oído esa voz. Me habló en el pasado y continúa hablándome ahora. Es la voz del amor que no deja de llamar, que habla desde la eternidad y que da vida y amor dondequiera que es escuchada.

Cuando la oigo, sé que estoy en casa con Dios y que no tengo que tener miedo a nada. Como el Amado de mi Padre celestial, “aunque pase por un valle tenebroso, ningún mal temeré” (Salmo 23,4). Como el Amado, puedo "curar a los enfermos, resucitar a los muertos, limpiar a los leprosos, arrojar a los demonios" (Mt 10,8). Habiendo “recibido gratis” puedo “dar gratis.” Como el Amado, puedo enfrentarme a cualquier cosa, consolar, amonestar, y animar sin miedo a ser rechazado y sin necesidad de afirmación. Como el Amado, puedo sufrir persecución sin sentir deseos de venganza, y recibir alabanzas sin tener que utilizarlas como prueba de mi bondad. Como el Amado, puedo ser torturado y asesinado sin tener ninguna duda de que el amor que se me da es más fuerte que la muerte. Como el Amado, soy libre para dar y libre para recibir, libre incluso para morir al tiempo que doy vida.

Jesús me hizo ver claro que yo también puedo escuchar la misma voz que El escuchó en el río Jordán y en el Monte Tabor. Me hizo ver claro que yo, lo mismo que Él, tengo mi casa junto al Padre. Pidiendo al Padre por sus discípulos, dice: “Ellos no pertenecen al mundo, como tampoco pertenezco yo. Haz que ellos sean completamente tuyos por medio de la verdad; tu palabra es la verdad. Yo los he enviado al mundo como tú me enviaste a mí. Por ellos yo me ofrezco enteramente a ti, para que también ellos se ofrezcan enteramente a ti por medio de la verdad.” (Jn 17,16-19) Estas palabras revelan cuál es mi verdadero hogar, mi auténtica morada, mi casa. La fe es la que me hace confiar en que el hogar siempre ha estado allí y en que siempre estará allí. Las manos firmes del padre descansan en los hombros del pródigo en una bendición eterna: “Tú eres mi hijo amado, en quien me complazco.”

He abandonado el hogar una y otra vez. ¡He huido de las manos benditas y he corrido hacia lugares lejanos en busca de amor! Esta es la gran tragedia de mi vida y de la vida de tantos y tantos que encuentro en mi camino. De alguna forma, me he vuelto sordo a la voz que me llama “mi hijo amado”, he abandonado el único lugar donde puedo oír esa voz, y me he marchado esperando desesperadamente encontrar en algún otro lugar lo que

ya no era capaz de encontrar en casa.

Al principio todo esto suena increíble. ¿Por qué iba a dejar el lugar donde puedo escuchar todo lo que necesito oír? Cuanto más pienso en esto, más consciente me hago de que la verdadera voz del amor es una voz muy suave y amable que me habla desde los lugares más recónditos de mi ser. No es una voz bulliciosa, que se impone y exige atención. Es la voz del padre casi ciego que ha llorado mucho y ha librado muchas batallas. Es una voz que sólo puede ser escuchada por aquéllos que se dejan tocar. Sentir el contacto de las manos benditas de Dios y escuchar su voz llamándome “mi hijo amado” son una misma cosa. El profeta Elías vio esto muy claro. Elías estaba sentado en el monte esperando encontrarse con Yahvé. Y delante de él pasó un viento fuerte y poderoso que rompía los montes y quebraba las peñas; pero no estaba Yahvé en el viento. Y vino tras el viento un terremoto, pero no estaba Yahvé en el terremoto. Vino tras el terremoto un fuego, pero no estaba Yahvé en el fuego. Tras el fuego vino un ligero y suave susurro. Cuando lo oyó Elías, se cubrió el rostro con su manto porque sabía que Yahvé estaba presente. En la ternura de Dios, la voz era como un contacto y ese contacto era también la voz. (1 Re 19,11-13)

Pero hay muchas otras voces, voces fuertes, voces llenas de promesas muy seductoras. Estas voces dicen: “Sal y demuestra que vales.” Poco después de que Jesús escuchara la voz llamándole “mi hijo amado”, fue conducido al desierto para que escuchara aquellas otras voces. Le decían que demostrara que merecía ser amado, que merecía tener éxito, fama y poder. Estas voces no me son desconocidas. Siempre están ahí, y siempre llegan a lo más íntimo de mí mismo, allá donde me cuestiono mi bondad y donde dudo de mi valía. Me sugieren que tengo que, a través de una serie de esfuerzos y de un trabajo muy duro, ganarme el derecho a que se me ame. Quieren que me demuestre a mí mismo y a los demás que merezco que se me quiera, y me empujan a que haga todo lo posible para que se me acepte. Niegan que el amor sea un regalo completamente gratuito. Dejo el hogar cada vez que pierdo la fe en la voz que me llama “mi hijo amado” y hago caso de las voces que me ofrecen una inmensa variedad de formas para ganar el amor que tanto deseo.

He escuchado estas voces casi desde que tengo oídos y siempre me han acompañado. Me han llegado a través de mis padres, mis amigos, mis maestros, y mis colegas, pero sobre todo, me han llegado y todavía me llegan, a través de los medios de comunicación que me rodean. Y dicen: “Demuéstrame que eres un buen chico. ¡Y mejor todavía si eres mejor que tu amigo! ¿Qué tal tus notas? ¡Estoy seguro de que lo que hagas lo harás por ti mismo! ¿Qué contactos tienes? ¿Estás seguro de que quieres ser amigo de esa gente? ¡Estos trofeos demuestran lo buen deportista que eras! ¡No descubras cuáles son tus debilidades porque te utilizarán! ¿Ya lo has arreglado todo para cuando te jubiles? ¡Cuando dejas de producir, dejas de interesar a la gente! ¡Cuando estás muerto, estás muerto!” Cuando permanezco en contacto con la voz que me trata como a un hijo amado, estas preguntas y consejos me parecen inofensivos. Padres, amigos y profesores, incluso los que me hablan a través de los medios de comunicación, son muy sinceros. Sus advertencias están bien intencionadas. De hecho, pueden ser expresiones limitadas de un amor divino sin límites. Pero cuando olvido la voz del amor incondicional, entonces estas sugerencias inocentes pueden comenzar a dominar mi vida muy fácilmente y empujarme hacia el “país lejano.” No me resulta nada difícil reconocer cuándo ocurre esto. Cólera, resentimiento, celos, deseos de venganza, lujuria, codicia, antagonismos y rivalidades son las señales que me indican que me he ido de casa. Y me ocurre con bastante facilidad. Cuando me paro a pensar sobre lo que pasa por mi mente, llego a la conclusión de que son muy pocos los momentos durante el día en los que me siento realmente libre de estas emociones, pasiones y sentimientos oscuros.

Cayendo constantemente en la misma trampa, antes de ser plenamente consciente de ello, me encuentro a mí mismo preguntándome por qué alguien me ha hecho daño, por qué me ha rechazado, o por qué no me ha prestado atención. Sin darme cuenta, me veo obsesionado por el éxito, por mi soledad, y por la forma como el mundo abusa de mí. A pesar de mis constantes esfuerzos, a menudo me encuentro soñando despierto, soñando que soy rico, poderoso y muy famoso. Todos estos juegos mentales me revelan la fragilidad de mi fe en que soy “el hijo amado”, aquél en quien descansa el favor de Dios. Tengo tanto miedo a no gustar, a que me censuren, a que me dejen de lado, a que no me tengan en cuenta, a que me persigan, a que me maten, que constantemente estoy inventando estrategias nuevas para defenderme y asegurarme el amor que creo que necesito y merezco. Y al hacerlo, me alejo más y más de la casa de mi padre y elijo vivir en un “país lejano.”

 

 

Buscando donde no puede ser encontrado

 

La cuestión es la siguiente: “¿A quién pertenezco? ¿A Dios o al mundo?” Muchas de mis preocupaciones diarias me sugieren que pertenezco más al mundo que a Dios. Una pequeña crítica me enfada, y un pequeño rechazo me deprime. Una pequeña oración me levanta el espíritu y un pequeño éxito me emociona. Me animo con la misma facilidad con la que me deprimo. A menudo soy como una pequeña barca en el océano,  completamente a merced de las olas. Todo el tiempo y energía que gasto en mantener un cierto equilibrio y no caer, me demuestra que mi vida es, sobre todo, una lucha por sobrevivir: no una lucha sagrada, sino una lucha inquieta que surge de la idea equivocada de que el mundo es quien da sentido a mi vida. Mientras sigo corriendo por todas partes preguntando: “¿Me quieres? ¿Realmente me quieres?”, concedo todo el poder a las voces del mundo y me pongo en esclavo, porque el mundo está lleno de “síes.” El mundo dice: “Sí, te quiero si eres guapo, inteligente y gozas de buena salud. Te quiero si tienes una buena educación, un buen trabajo y buenos contactos. Te quiero si produces mucho, vendes mucho y compras mucho.” Hay interminables “síes” escondidos en el amor del mundo. Estos “síes” me esclavizan, porque es imposible responder de forma correcta a todos ellos. El amor del mundo es y será siempre condicional. Mientras siga buscando mi verdadero yo en el mundo del amor condicional, seguiré “enganchado” al mundo, intentándolo, fallando, volviéndolo a intentar. Es un mundo que fomenta las adicciones porque lo que ofrece no puede satisfacerme en lo profundo de mi corazón.

“Adicción” es probablemente la palabra que mejor explica la confusión que impregna tan profundamente la sociedad contempóranea. Nuestras “adicciones” nos hacen agarrarnos a lo que el mundo llama las “claves para la realización personal”: acumulación de poder y riquezas; logro de status y admiración; derroche de comida y bebida, y la satisfacción sexual sin distinguir entre lujuria y amor. Estas adicciones crean expectativas que no consiguen más que fracasar al intentar satisfacer nuestras necesidades más profundas. A medida que vamos viviendo en un mundo de engaños, nuestras adicciones nos condenan a búsquedas inútiles en “el país lejano”  obligándonos a afrontar constantes desilusiones mientras seguimos sin realizarnos. En estos tiempos de crecientes adicciones, nos hemos ido muy lejos de la casa del Padre. Una vida adicta puede describirse como una vida en “un país lejano.” Es desde aquí desde donde se alza nuestro grito de liberación.

Soy el hijo pródigo cada vez que busco el amor incondicional donde no puede hallarse. ¿Por qué sigo ignorando el lugar del amor verdadero y me empeño en buscarlo en otra parte? ¿Por qué sigo marchándome del hogar donde soy tratado como un hijo de Dios, el amado de mi Padre? Estoy admirado de cómo sigo cogiendo los regalos que Dios me ha dado -mi salud, mis dones intelectuales y emocionales- y sigo utilizándolos para impresionar a la gente, para reafirmarme, y para competir por el premio, en vez de utilizarlos para gloria de Dios. Sí, a menudo los llevo conmigo a la “tierra lejana” y los pongo al servicio de un mundo explotador que no reconoce su valor verdadero.

Es casi como si quisiera demostrarme a mí mismo y al mundo que no necesito del amor de Dios, que puedo vivir por mí mismo, que quiero ser plenamente independiente. Detrás de todo esto está la gran rebelión, el “No” rotundo al amor del Padre, la maldición no expresada con palabras: “me gustaría que estuvieses muerto.” El “No” del hijo pródigo refleja la rebelión original de Adán: su rechazo al Dios en cuyo amor hemos sido creados y cuyo amor nos sostiene. Es la rebelión que me coloca fuera del jardín, fuera del alcance del árbol de la vida. Es la rebelión que hace que me disperse en un “país lejano.”

Mirando de nuevo el retrato del regreso del hijo menor, veo ahora que hay mucho más que un simple gesto compasivo hacia un hijo caprichoso. El gran acontecimiento que veo es el final de la gran rebelión. En él se perdona la rebelión de Adán y de todos sus descendientes y se restablece la bendición original por la que Adán recibió la vida eterna. Ahora me parece que estas manos siempre han estado tendidas -incluso cuando no había hombros sobre los que apoyarlas. Dios nunca ha retirado sus manos, nunca ha negado su bendición, jamás dejó de considerar a su hijo el Amado. Pero el Padre no podía obligarle a que se quedara en casa. No podía forzar su amor. Tenía que dejarle marchar en libertad, sabiendo incluso el dolor que aquello causaría en ambos. Fue precisamente el amor lo que impidió que retuviera a su hijo a toda costa. Fue el amor lo que le permitió dejar a su hijo que encontrara su propia vida, incluso a riesgo de perderla.

Aquí se desvela el misterio de mi vida. Soy amado en tal medida que soy libre para dejar el hogar. La bendición está allí desde el principio. La rechacé y sigo rechazándola. Pero el Padre continúa esperándome con los brazos abiertos, preparado para recibirme y susurrarme al oído: Tú eres mi hijo amado, en quien me complazco.”

 

 

 

3. EL REGRESO DEL HIJO MENOR

 

"Gastó toda su fortuna llevando una mala vida Cuando se lo había gastado todo, sobrevino una gran carestíá en aquella comarca y comenzó a padecer necesidad. Entonces fue a servir a casa de un hombre del país, que le mandó a sus campos a cuidar cerdos. Habría deseado llenar su estómago con las algarrobas que comían los cerdos pero nadie se las daba. Entonces, recapacitó y se dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra mientras que yo aquí me muero de hambre! Me pondré en camino, volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros.” Se puso en camino y se fue a casa de su padre."

 

 

Perderse

 

El joven sostenido y bendecido por el padre es un pobre hombre. Dejó su casa lleno de orgullo y dinero, determinado a vivir su propia vida lejos de su padre y de su comunidad. Ahora vuelve sin nada: dinero, salud, honor, dignidad, reputación... lo ha despilfarrado todo.

Rembrandt deja muy pocas dudas acerca de su estado. Tiene la cabeza afeitada. Ya no queda nada del largo pelo rizado con el que Rembrandt se había retratado, orgulloso y desafiante, en el burdel. La cabeza es como la de esos prisioneros cuyos nombres han sido sustituidos por un número. Cuando a un hombre le afeitan la cabeza, ya sea en la cárcel o en el ejército, ya sea como parte de un rito o en un campo de concentración, le privan de una marca de su individualidad. La ropa que le pone Rembrandt es ropa interior que apenas le cubre el cuerpo demacrado. El padre y el hombre alto que contempla la escena llevan amplias túnicas rojas, dándoles otro rango y otra dignidad. El hijo arrodillado no lleva ninguna túnica. Su ropa amarilla con tonalidades marrones sólo le cubre el cuerpo cansado y sin fuerza. Las plantas de los pies muestran la historia de un viaje humillante. Tiene una cicatriz en el pie izquierdo, que está fuera de la sandalia. El pie derecho, cubierto en parte por una sandalia rota, habla también de miseria y sufrimiento. Este es un hombre desposeído de todo... menos de una cosa, su espada. El único signo de dignidad que le queda es la pequeña espada que le cuelga de la cadera, símbolo de su origen noble. En medio de su degradación, se aferró a la realidad de que todavía era el hijo de su padre. De otro modo, hubiera vendido la espada tan valiosa, símbolo de su vínculo con el padre. La espada está allí para mostrar que, aunque volvió hablando como un mendigo y un proscrito, no se había olvidado de que todavía es el hijo de su padre. Y volvió precisamente cuando recordó y valoró el lazo que les unía.

Veo ante mí a un hombre que se adentró en una tierra extranjera y allí lo perdió todo. Veo vaciedad, humillación y derrota. Se parecía mucho a su padre y ahora tiene peor aspecto que los criados que trabajan para él. Parece un esclavo. ¿Qué le ocurrió al hijo en aquel país lejano? Aparte de todas las consecuencias físicas y psíquicas, ¿cuáles fueron las consecuencias más internas de la marcha del hijo? La secuencia de acontecimientos es bastante predecible. Cuanto más me alejo del lugar donde habita Dios, menos soy capaz de oír la voz que me llama “mi hijo amado”, y cuanto menos oigo esta voz, más me enredo en las manipulaciones y juegos de poder del mundo.

Lo que ocurre es algo parecido a esto: no estoy seguro de tener un hogar, y veo a otros que parecen estar mejor que yo. Entonces me pregunto cómo puedo llegar donde están ellos. Me empeño en agradar, en tener éxito, en ser reconocido. Cuando fracaso, siento celos y resentimiento hacia ellos. Me vuelvo suspicaz, me pongo a la defensiva y siento pánico al pensar que no conseguiré lo que quiero o que perderé lo que ya tengo. Atrapado en este enredo de deseos y necesidades, ya no sé cuáles son mis motivaciones. Me siento víctima del ambiente y desconfío de lo que hacen o dicen los demás. Siempre en guardia, pierdo mi libertad interior y divido el mundo entre los que están conmigo y los que están contra mí. Me pregunto si realmente le importo a alguien. Me pongo a buscar argumentos que justifiquen mi desconfianza. Y dondequiera que vaya los encuentro, y me digo: “No se puede confiar en nadie.” Y entonces me pregunto si alguna vez alguien me ha querido. El mundo a mi alrededor se vuelve oscuro. Se me endurece el corazón. Mi cuerpo se llena de tristeza. Mi vida pierde sentido. Me he convertido en un alma perdida.

El hijo menor se hizo consciente de lo perdido que estaba cuando nadie a su alrededor le demostró interés alguno. Le habían hecho caso en la medida en que podían utilizarlo para sus propios intereses. Pero cuando ya no le quedaba dinero que gastar ni regalos que regalar, dejó de existir para ellos. Me resulta muy difícil imaginar lo que significa ser un completo extranjero, una persona a la que nadie muestra la más mínima señal de reconocimiento. La verdadera soledad llega cuando dejamos de tener conciencia de que tenemos cosas en común. Cuando ya nadie quiso darle ni la comida que él echaba a los cerdos, el hijo menor se dio cuenta de que ni siquiera se le consideraba un ser humano. Sólo soy consciente en parte de lo mucho que necesito la aceptación de los demás. Origen, historia, aspiraciones, religión y educación parecidas; relaciones, estilo de vida, y costumbres comunes; edad y profesión afines; todo esto puede servir de base para la aceptación. Dondequiera que conozca a una persona, siempre busco tener algo en común con ella. Parece una reacción normal y espontánea. Cuando digo: “soy de Holanda” a menudo la respuesta es: “¡Yo he estado allí!” o "¡Tengo un amigo que vive allí!" o “¡Molinos de viento, tulipanes y zuecos!”

Cualquiera que sea la reacción, siempre buscamos un vínculo común. Cuanto menos tenemos en común, más difícil nos resulta estar juntos y más extraños nos sentimos. Cuando no conozco ni el idioma ni las costumbres de los otros, cuando no entiendo su estilo de vida, su religión, sus ritos o su arte, cuando no conozco su comida ni su forma de comer... entonces me siento todavía más extraño y perdido.

Cuando la gente que rodeaba al hijo menor dejó de considerarle un ser humano, entonces sintió toda la profundidad de su aislamiento, la soledad más honda que uno puede sentir. Estaba realmente perdido, y fue precisamente eso lo que le hizo volver en sí. Se quedó como conmocionado al darse cuenta de lo solo que estaba y, de repente, comprendió que iba por un camino de muerte. Se había desligado tanto de lo que realmente da vida -familia, amigos, conocidos, comunidad, e incluso la comida- que se dio cuenta de que el siguiente paso sería la muerte. De repente, vio con toda claridad el camino que había elegido y a dónde le había conducido; comprendió que había tomado una opción de muerte; y supo que un paso más en aquella dirección le llevaría a la autodestrucción.

En un momento tan crítico, ¿qué fue lo que le hizo optar por la vida? Sin duda, el redescubrimiento de su yo más profundo.

 

 

Reclamar la infancia

 

    Aunque lo hubiera perdido todo: dinero, amigos, reputación, dignidad, paz interior y alegría, todavía seguía siendo el hijo de su padre. Se dice a sí mismo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra mientras que yo aquí me muero de hambre! Me pondré en camino, volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros.” Con estas palabras escritas en su corazón fue capaz de dejar la tierra extranjera, y volver a casa.

El significado de la vuelta del hijo menor está expresado en: “Padre…, ya no merezco llamarme hijo tuyo.” Por un lado, el hijo menor se da cuenta de que ha perdido la dignidad de su vínculo filial pero, al mismo tiempo, ese mismo sentido de pérdida de dignidad le hace consciente de que por ser hijo, tenía una dignidad que perder.

El regreso del hijo menor se produce en el preciso momento en que éste reclama su vínculo filial, a pesar de haber perdido toda la dignidad que esto lleva consigo. De hecho, fue la pérdida de todo lo que le llevó al fondo de su identidad. Retrospectivamente, parece que el pródigo tuvo que perderlo todo para entrar en lo profundo de su ser. Cuando se encontró deseando que le trataran como a un cerdo, se dio cuenta de que no era un cerdo sino un ser humano, un hijo de su padre. Comprender esto fue el principio de su opción por vivir en vez de morir. Una vez que había llegado a la verdad de su condición de hijo, pudo oir - aunque muy débilmente- la voz llamándole “el amado” y pudo sentir -aunque desde lejos- el tacto de la bendición. Esta conciencia de la confianza en el amor de su padre, aunque borrosa, le dio la fuerza para reclamar su condición de hijo, aunque esa reclamación no estuviera basada en mérito alguno.

Hace unos años yo mismo me encontré ante la misma disyuntiva: volver o no volver. Una amistad que en principio parecía prometedora y vivificante, hizo que poco a poco me alejara más y más del hogar, hasta dejarme totalmente obsesionado. Desde un punto de vista espiritual, vi que para mantener viva aquella amistad estaba malgastando todo lo que había recibido de mi padre. Ya no podía rezar. Había perdido el interés por mi trabajo y cada vez me resultaba más difícil atender a los problemas de los demás. Aunque me daba cuenta de lo destructivo de mis pensamientos y de mis actos, seguía esclavo de mi corazón, hambriento de amor en busca de caminos falsos para conseguir mi propia autoestima.

Entonces, cuando finalmente aquella amistad se rompió definitivamente, tuve que elegir entre destruirme o confiar en que el amor que buscaba existía realmente... ¡en casa! Una voz, una voz muy débil, me susurró que jamás un ser humano sería capaz de darme el amor que buscaba, ni aquella amistad, ni otra relación íntima; tampoco una comunidad podría nunca satisfacer las necesidades más profundas de mi corazón. Aquella voz, suave pero insistente, me habló de mi vocación, de mis primeros compromisos, de los muchos dones que había recibido en la casa de mi padre. Aquella voz me llamó “hijo”.

La angustia del abandono fue tan fuerte que me resultaba muy difícil, casi imposible, creer a aquella voz. Pero mis amigos, viendo mi desesperación, continuaron animándome a que superara mi angustia y confiara en que había alguien esperándome en casa. Finalmente, me marché a un lugar donde poder estar solo. Allí, en mi soledad, comencé a caminar hacia casa, lenta y dubitativamente, oyendo cada vez con más claridad la voz que dice: “Tú eres mi hijo amado, en quien me complazco.”

Esta triste aunque esperanzadora vivencia, me llevó al núcleo de la lucha espiritual por la elección correcta. Dios dice: “Pongo hoy por testigos contra vosotros al cielo y la tierra: ante ti están la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida y viviréis tú y tu descendencia, amando al Señor, tu Dios, escuchando su voz y uniéndote a él.” (Dt 30,19-20) Así pues, es cuestión de vida o muerte. ¿Aceptamos el rechazo de un mundo que nos aprisiona, o exigimos la libertad de los hijos de Dios? Tenemos que elegir.

Judas traicionó a Jesús. Pedro le negó. Los dos eran hijos perdidos. Judas no fue capaz de resistir el hecho de que seguía siendo hijo de Dios, y se ahorcó. Pedro, en medio de su desesperación, reflexionó y volvió llorando. Judas eligió la muerte. Pedro eligió la vida. Soy consciente de que esta elección está siempre ante mí. Constantemente siento la tentación de revolcarme en mi perdición y perder el norte de mi bondad original, de la humanidad que Dios me dio, de mi felicidad y, así, dejar que los poderes de la muerte ganen terreno. Esto ocurre una y otra vez, y cuando ocurre me digo a mi mismo: “No soy bueno. No merezco la pena. No valgo nada. No soy nadie.” Siempre hay acontecimientos y situaciones donde elegir para convencerme a mí y a los demás de que mi vida no merece la pena, de que sólo soy una carga, un problema, una fuente de conflictos, o un explotador del tiempo y de la energía de los demás. Mucha gente vive con este sentimiento oscuro. Al contrario que el pródigo, dejan que la oscuridad les absorba tan completamente que no les queda ninguna luz a la que volver. Puede que no hayan muerto físicamente pero desde luego no tienen vida espiritual. Han perdido la fe en su bondad original y, por tanto, en su Padre que es quien les dio la humanidad.

Pero cuando Dios creó al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza, "vio Dios que era muy bueno" (Gn 1,31). A pesar de las voces oscuras, ningún hombre o mujer ha podido cambiar eso.

Sin embargo, la voz de mi condición de hijo, no es una voz fácil. Las voces oscuras del mundo que me rodea intentan persuadirme de que no soy bueno y de que sólo podré serlo subiendo por la escalera del éxito. Estas voces me llevan a olvidarme de la voz que me dice “mi hijo, el amado” recordándome que el hecho de ser amado es independiente de cualquier mérito o hazaña. Estas voces oscuras empujan a la voz suave, amable y llena de luz que sigue llamándome “mi favorito”; me empujan a la periferia de mi existencia y me hacen dudar de que haya un Dios amoroso esperándome en lo profundo de mi ser.

Pero abandonar la tierra extraña es sólo el principio. El camino a casa es largo y difícil. ¿Qué hacer en el camino de regreso al Padre? Está muy claro lo que hace el hijo pródigo. Prepara un escenario. En cuanto recordó su condición de hijo, pensó: “Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros.” Cuando leo estas palabras veo cómo se llena mi vida interior. Siempre estoy envuelto en diálogos interminables con interlocutores ausentes, anticipando sus preguntas y preparando mis respuestas. Yo mismo me sorprendo de la energía emocional que hay en el interior de estas meditaciones y murmullos interiores. Sí, me marcho de la tierra extraña. Sí, me voy a casa... pero ¿a qué vienen tantos preparativos para unos discursos que nunca pronunciaré? La razón está clara. Aunque reclamo mi verdadera identidad como hijo de Dios, sigo viviendo como si el Dios hacia quien vuelvo exigiera alguna explicación. Todavía considero su amor un amor condicional, y el hogar un lugar del que todavía no estoy totalmente seguro. Mientras camino a casa, sigo albergando dudas sobre si seré realmente bien recibido cuando llegue. Cuando pienso en mi trayectoria espiritual, mi largo y fatigoso viaje de vuelta a casa, veo que está lleno de culpabilidad por el pasado y de preocupación por el futuro. Soy consciente de mis fracasos y sé que he perdido mi dignidad de hijo, pero todavía no soy capaz de creer plenamente que allí donde mis fracasos son grandes “sobreabunda la gracia.” (Rom. 5,20) Todavía me aferro a mi sentimiento de inutilidad, e imagino para mí un lugar lejos de aquél que le corresponde al hijo. La fe ciega en el total y absoluto perdón no llega fácilmente. Mi experiencia humana me dice que el perdón se reduce a la voluntad del otro de renunciar a la venganza y mostrarme algo de caridad.

 

 

El largo camino a casa

 

        El Regreso del Hijo Pródigo está lleno de ambigüedades. Está viajando por el camino correcto, pero ¡qué confusión! Admite que es incapaz de recorrerlo por sí mismo y reconoce que estaría mejor tratado como esclavo en casa de su padre que como paria en una tierra extranjera; sin embargo, aún está lejos de fiarse del amor de su padre. Sabe que todavía es el hijo, pero se dice a sí mismo que ha perdido la dignidad de ser llamado “hijo”, y se prepara para aceptar la condición de “jornalero” y así poder al menos sobrevivir. Hay arrepentimiento, pero no un arrepentimiento a la luz del inmenso amor de un Dios que perdona. Es un arrepentimiento interesado, que ofrece la posibilidad de sobrevivir. Conozco muy bien este sentimiento. Es como decir: “Bueno, no puedo hacerlo yo sólo, tengo que reconocer que Dios es el único recurso que me queda. Iré a Él y le pediré que me perdone, con la esperanza de recibir un castigo mínimo y de que me permita sobrevivir haciendo trabajos forzados.” Dios sigue siendo un Dios severo, un Dios justiciero. Es este Dios quien hace que me sienta culpable y que me preocupe y que resuenen en mi interior todas estas disculpas. La sumisión a este Dios no da la verdadera libertad interior; lo único que hace es alimentar amargura y resentimiento.

Uno de los grandes retos de la vida espiritual es recibir el perdón de Dios. Hay algo en nosotros los humanos, que nos hace aferrarnos a nuestros pecados y nos previene de dejar a Dios que borre nuestro pasado y nos ofrezca un comienzo completamente nuevo. A veces, parece como si quisiera demostrar a Dios que mi oscuridad es demasiado grande como para vencerla. Mientras Él quiere devolverme toda la dignidad de mi condición de hijo suyo, yo sigo insistiendo en que me contentaría con ser un jornalero. Pero ¿realmente quiero que se me devuelva toda la responsabilidad del hijo? ¿Realmente deseo que se me perdone totalmente y que me sea posible vivir de otra forma? ¿Tengo la suficiente fe en mí mismo y en una enmienda tan radical? ¿Deseo romper con mi tan arraigada rebelión contra Dios y rendirme a su amor tan absoluto que puede hacer que surja una persona nueva? Recibir el perdón implica voluntad de dejar a Dios ser Dios y de dejarle hacer todo el trabajo de sanación, restauración y renovación de mi persona. Siempre que intento hacer yo sólo parte del trabajo, termino, conformándome con soluciones del tipo “convertirme en jornalero”. Siendo jornalero puedo seguir manteniéndome distante, puedo seguir rebelándome o quejándome del salario. Siendo el hijo amado, tengo que exigir mi dignidad y empezar a prepararme para llegar a ser el padre.

Está claro que hay que recorrer la distancia entre la salida de casa y el regreso de forma sabia y disciplinada. La disciplina consiste en llegar a ser hijo de Dios. Jesús deja claro que el camino para llegar a Dios es el camino a la infancia. “Os aseguro que si no cambiáis y os hacéis como los niños no entraréis en el reino de los cielos.” (Mt.18,3) Jesús no me pide que siga siendo un niño, sino que llegue a serlo. Convertirse en niño significa vivir de acuerdo con una segunda inocencia: no la inocencia del recién nacido, sino la inocencia que se consigue haciendo opciones conscientes.

¿Cómo podría describirse a quienes han llegado a esta segunda infancia, a esta segunda inocencia? Jesús los describe con toda claridad en las Bienaventuranzas. A poco de haber escuchado la voz que le llamaba el Amado, y tras rechazar la de Satanás desafiándole a demostrar al mundo que era digno de ser amado, comienza su ministerio público. Una de las primeras cosas que hace es nombrar a sus discípulos para que le sigan y compartan con él su ministerio. Entonces, Jesús sube a la montaña, reúne a sus discípulos, y dice: “Bienaventurados los pobres, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los pacíficos, y los que padecen persecución por la justicia.”

Estas palabras dibujan el retrato del hijo de Dios. Es un autorretrato de Jesús, el Hijo Amado. Es también el retrato de lo que yo debo ser. Las Bienaventuranzas me muestran el camino más simple para llegar a casa, a la casa de mi Padre. Y por esta ruta descubriré las alegrías de la segunda infancia: comodidad, misericordia, e incluso una visión más clara de Dios. Y cuando llegue a casa y sienta el abrazo de mi Padre, veré que no sólo he de reclamar el cielo, sino que la tierra también será mi herencia, un lugar donde puedo vivir en libertad sin obsesiones ni coacciones.

Convertirse en niño significa vivir las Bienaventuranzas y encontrar la puerta estrecha del Reino. ¿Fue Rembrandt consciente de todo esto? No sé si la parábola me lleva a descubrir aspectos nuevos del cuadro o si es el cuadro el que me lleva a descubrir aspectos nuevos de la parábola. Pero mirando la cabeza del muchacho recién llegado, veo retratada la segunda infancia.

Recuerdo muy bien cuando enseñaba la pintura de Rembrandt a mis amigos y les preguntaba que veían. Uno de ellos, una mujer joven, se levantó, caminó hacia la gran copia de El Hijo Pródigo y apoyó su mano en la cabeza del joven. Entonces dijo: "Esta es la cabeza de un bebé que acaba de salir del vientre de su madre. Mira, aún está húmeda, y su cara es como la de un feto." De repente, todos los que estábamos allí lo vimos claro. ¿Acaso estaba Rembrandt retratando no sólo el regreso al Padre, sino también el regreso al vientre de Dios que es Madre y Padre?

Hasta ese momento había pensado en la cabeza afeitada del joven como la cabeza de alguien que había estado prisionero o que había vivido en un campo de concentración. Pensaba en su cara como en la cara demacrada de un rehén maltratado. Y puede que esto fuera lo que realmente Rembrandt quisiera mostrar. Pero desde aquel encuentro con mis amigos, me es imposible mirar el cuadro sin ver en el a un bebé volviendo a entrar en el útero de su madre. Esto me ayuda a comprender mejor el camino que debo seguir para llegar a casa.

¿No es acaso el niño pequeño pobre, manso y limpio de corazón? ¿Acaso el niño pequeño no llora ante el más mínimo dolor? ¿No está acaso el niño pequeño hambriento y sediento de justicia, y no es acaso víctima de persecución? ¿Y qué hay de Jesús, la Palabra de Dios que se hizo carne, vivió nueve meses en el vientre de María, y vino a este mundo como un niño pequeño, adorado por los pastores de aquí y de allá y por los Magos de Oriente? El Hijo eterno se hizo niño para que yo pudiera ser niño otra vez y así volver a entrar con él en el Reino del Padre. “Yo te aseguro,” dijo Jesús a Nicodemo, “que el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios.” (Jn 3,3)

 

 

El verdadero pródigo

  

Me estoy acercando ya al misterio de que el propio Jesús se convirtiera en hijo pródigo para nuestra salvación. Abandonó la casa de su Padre celestial, se marchó a un país lejano, dejó todo lo que tenía y volvió con su cruz a casa del Padre.  Todo lo que hizo, no como hijo rebelde, sino como hijo obediente, sirvió para llevar de nuevo a casa a todos los hijos perdidos de Dios. El mismo Jesús, que contó la historia a los que le criticaban por tratar con pecadores, vivió el largo y doloroso camino que describe.

Cuando empecé a reflexionar acerca de la parábola no se me ocurrió pensar que Jesús podía ser el hijo pródigo. Pero ahora, después de tantas horas de íntima contemplación, me siento bendecido por esta visión. ¿No es acaso el joven destrozado, arrodillado ante su padre el “cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29)? ¿No es acaso él al que le hizo pecado por nosotros, para que nosotros sintamos la fuerza salvadora de Dios (2 Co 5,21)? ¿Acaso no es él aquél que, “siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios. Al contrario, se despojó de su grandeza, tomó la condición de esclavo y se hizo semejante a los hombres” (Flp 2,6-7)? ¿No es acaso él el Hijo de Dios sin pecado que gritó desde la cruz: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46) Jesús es el hijo pródigo del Padre pródigo que repartió todo lo que el Padre le había confiado para que yo pueda ser como él y vuelva con él a la casa del Padre.

Considerar a Jesús como el hijo pródigo va más allá de la  interpretación tradicional de la parábola. Sin embargo, esconde un gran secreto. Poco a poco voy descubriendo lo que significa decir que mi condición de hijo y la condición de hijo de Jesús son uno, que mi regreso y el regreso de Jesús son uno, que mi casa y la casa de Jesús son una. No hay otro camino hacia Dios que no sea el camino que Jesús recorrió. Aquél que contó la parábola del hijo pródigo es la Palabra de Dios que “se hizo carne, y habitó entre nosotros, y nosotros vimos su gloria” (Jn 1 ,1 -14).

Cuando miro la historia del hijo pródigo con los ojos de la fe, el “regreso” del pródigo se convierte en el regreso del Hijo de Dios que reúne a todo el mundo en sí mismo y les conduce a la casa de su Padre celestial (Jn 12,32). Como dice Pablo: “Dios tuvo a bien hacer habitar en él la plenitud y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, tanto las del cielo como las de la tierra.” (Co 1,19-20)

Frère Pierre Marie, fundador de la Fraternidad de Jerusalén, una comunidad de monjes que viven en la ciudad, reflexiona de una forma muy poética y bíblica sobre Jesús en el papel de hijo pródigo. Escribe: “Él, que no nació de raza humana, ni de deseo humano ni de voluntad humana, sino del mismo Dios, un buen día lo reunió todo y se marchó con su herencia y su título de Hijo. Se fue a un país remoto... a una tierra lejana... donde se volvió como son los seres humanos y se quedó vacío. Su propia gente no le aceptaba y su primera cama fue ¡una cama de paja! Creció entre nosotros igual que una raíz en tierra árida, fue despreciado, fue el más insignificante de los hombres, ante quien uno se tapa la cara. Muy pronto conoció el exilio, la hostilidad, la soledad... Después de haberlo gastado todo llevando una vida de abundancia: su valía, su paz, su luz, su verdad, su vida... todos los tesoros del conocimiento y la sabiduría y el misterio oculto mantenido en secreto desde tiempo inmemoriable; después de haberse perdido entre los hijos de la casa de Israel, después de haber dedicado su tiempo a los enfermos (y no a los ricos), a los pecadores (y no a los justos), e incluso a las prostitutas a quienes prometió que entrarían en el reino de su Padre; después de haber sido tratado como si fuera un glotón y un bebedor, amigo de los recaudadores de impuestos y de los pecadores como una samaritana, un poseído, un blasfemo; tras haberlo entregado todo, hasta su cuerpo y su sangre; tras haber experimentado en sí mismo el dolor, la angustia y la inquietud del alma; tras haber tocado el fondo de la desesperación, con la que se vistió voluntariamente al sentirse abandonado por su Padre, lejos de la fuente que mana agua de vida, gritó desde la cruz en la que estaba clavado: “Tengo sed.” Estaba tendido descansando en el polvo y la sombra de la muerte. Y allí, al tercer día, se levantó de las profundidades del infierno al que había descendido, cargado con los pecados y tristezas de todos nosotros. Y de pie, erguido, gritó: “Sí, me voy al Padre, a vuestro Padre, a mi Dios, a vuestro Dios.” Y volvió a ascender al cielo. Entonces, en el silencio, mirando a su Hijo y al resto de sus hijos, el Padre dijo a sus sirvientes:

“¡Rápido! Traed la mejor túnica y ponédsela; ponedle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; ¡comamos y celebrémoslo! ¡Porque mis hijos, que como sabéis, estaban muertos, han vuelto a la vida; estaban perdidos y han vuelto a ser hallados! Mi Hijo pródigo los ha traído de vuelta.” Entonces todos empezaron a festejarlo vestidos con sus largas túnicas, lavados en la sangre del Cordero.”

Mirando otra vez al Hijo Pródigo de Rembrandt, lo veo ahora de una forma distinta. Veo a Jesús volviendo a su Padre y mi Padre, a su Dios y mi Dios.

No es muy probable que Rembrandt pensara en el hijo pródigo de esta forma. Esta comprensión no formaba parte de las predicaciones y escritos de su tiempo. Sin embargo, ver a Jesús en este joven cansado y destrozado consuela mucho. El joven abrazado por el Padre ya no es sólo el pecador arrepentido, sino la humanidad entera volviendo a Dios. El cuerpo destrozado del pródigo se convierte en el cuerpo destrozado de la humanidad, y la cara de bebé del niño que regresa se convierte en la cara de toda la gente que sufre deseando volver al paraíso perdido. Así, el cuadro de Rembrandt se transforma en algo más que en el mero retrato conmovedor de una parábola. Se transforma en el resumen de la historia de nuestra salvación. La luz envolviendo a Padre e hijo habla ahora de la gloria que aguarda a los hijos de Dios. Me vienen a la memoria las palabras de Juan: "...ahora somos ya hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es." (1 Jn.3,2)

Pero ni el cuadro de Rembrandt ni la parábola allí representada nos deja en un estado de éxtasis. Cuando vi al Padre en aquella reproducción del despacho de Simone, la escena central del Padre abrazando al hijo que vuelve, no reparé en los cuatro curiosos que contemplaban la escena. Pero ahora conozco las caras de los que rodean el “regreso”. Son enigmáticas -por no decir algo peor- ; sobre todo la del hombre alto que está de pie en el lado derecho del cuadro. Si, hay belleza, gloria, salvación... pero están también los ojos críticos de los que miran sin comprometerse. Añaden una nota de limitación al cuadro y previenen de cualquier intento de solución rápida y romántica a la cuestión de la reconciliación espiritual. El viaje del hijo menor no puede, sin embargo, separarse del “viaje” del hijo mayor. Tanto es así que ahora -no sin cierto temor- es en quien voy a centrarme.

 

 

 

PARTE II: EL HIJO MAYOR

 

        Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando vino y se acercó a la casa, al oír la música y los cantos, llamó a uno de los criados y le preguntó qué era lo que pasaba. El criado le dijo: "Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado porque lo ha recobrado sano." El se enfadó y no quería entrar. Su Padre salió a persuadirlo pero el hijo le contestó: "Hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. Pero llega ese hijo tuyo, que se ha gastado tu patrimonio con prostitutas, y le matas el ternero cebado." Pero el Padre le respondió: "Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Pero tenemos que alegrarnos y  hacer fiesta porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido encontrado."

 

 

4. REMBRANDT Y EL HIJO MAYOR

 

Durante el tiempo que pasé en el Hermitage, mirando El Hijo Pródigo, en ningún momento me cuestione que el hombre que está de pie a la derecha de la plataforma donde el Padre abraza al hijo recién llegado fuera el hijo mayor. La forma como observa ese impresionante gesto de bienvenida no deja ninguna duda de a quién quería retratar Rembrandt. Tomé algunas notas describiendo a este espectador de mirada sombría y distante, y reconocí allí todo lo que dice Jesús acerca del hijo mayor.

Más aún, la parábola deja claro que el hijo mayor no está en casa cuando el Padre abraza a su hijo y le demuestra su misericordia. Al contrario, la historia cuenta que cuando el hijo mayor llega a casa del trabajo, la fiesta de bienvenida en honor a su hermano está en pleno apogeo.

Me sorprende lo fácilmente que se me pasó la diferencia entre el cuadro de Rembrandt y la parábola, y simplemente di por hecho que Rembrandt quería pintar a los dos hermanos en su retrato del hijo pródigo.

Cuando volví a casa y comencé a leer los estudios históricos del cuadro, en seguida me di cuenta de que muchas críticas estaban aún menos seguras que yo a la obra de identificar al hombre que está de pie a la derecha. Algunos lo describían como un anciano, e incluso había quien se preguntaba si realmente lo habría pintado Rembrandt.

Pero un día, había pasado más de un año desde mi visita al Hermitage, un amigo, Ivan Dyer, con quien a menudo discutía sobre mi interés por el cuadro del Pródigo, me envió una copia de "El Significado Religioso del Regreso del Hijo Pródigo de Rembrandt" de Bárbara Joan Haeger. Este brillante estudio, que localiza la pintura en el contexto de la tradición visual e iconográfica de la época de Rembrandt, situaba al hijo mayor de nuevo en el cuadro.

Haeger demuestra que, tanto en los comentarios bíblicos como en los cuadros de la época de Rembrandt, la parábola del fariseo y el recaudador de impuestos y la parábola del hijo pródigo estaban estrechamente relacionadas. Rembrandt continúa con esa tradición. El hombre sentado golpeándose el pecho y mirando al hijo pródigo sería un administrador que representaría a los pecadores y recaudadores de impuestos, mientras que el hombre que está de pie mirando al padre de forma enigmática sería el hijo mayor, representando a los escribas y fariseos. Situando al hijo mayor en el cuadro como testigo más destacado de lo que allí ocurre, Rembrandt va más allá del texto literal de la parábola, y más allá también de la tradición de su época. Así, Rembrandt se sujeta, como dice Haeger, "no sólo a la letra sino también al espíritu del texto bíblico."

Los descubrimientos de Bárbara Haeger son mucho más que una feliz afirmación de mi primera intuición. Me ayudan a ver El Regreso del Hijo Pródigo como una obra que resume la gran batalla espiritual así como las grandes opciones que exige esta batalla. Pintando no sólo al hijo menor en brazos de su Padre, sino también al mayor que todavía puede elegir a favor o en contra del amor que se le ofrece, Rembrandt me sitúa ante el "drama interno del alma", el suyo y el mío. Igual que la parábola del Hijo pródigo encierra el mensaje nuclear del Evangelio e invita a quienes lo escuchan a que tomen sus propias opciones frente a él, así también el cuadro de Rembrandt resume su propia lucha espiritual e invita a sus espectadores a que tomen una decisión personal sobre sus vidas.

Así, los mirones de Rembrandt hacen del cuadro una obra que implica al espectador de forma muy personal. A finales de 1983, cuando vi aquel cartel por primera vez representando solo la parte central del cuadro, sentí de inmediato que estaba llamado a algo. Ahora que conozco mejor todo el cuadro y, especialmente, el significado del testigo principal de la derecha, estoy más convencido que nunca del enorme reto espiritual que este cuadro representa.

Mirando al hijo menor y reflexionando sobre la vida de Rembrandt, vi claro que este tuvo que haberlo entendido de forma personal. Cuando pintó El Regreso del Hijo Pródigo, había llevado una vida marcada por la gran confianza en sí mismo, el éxito y la popularidad, seguida de pérdidas muy dolorosas, desengaños y fracasos. A través de todo ello había pasado de la luz exterior a la interior, del retrato de los hechos externos al retrato de los significados profundos, de una vida llena de cosas y de personas a una vida marcada por la soledad y el silencio. Con los años, se volvió más profundo y silencioso. Era su vuelta espiritual a casa.

Pero el hijo mayor también forma parte de la experiencia vital de Rembrandt; muchos biógrafos modernos son, de hecho, muy críticos con la visión romántica de su vida. Insisten en que Rembrandt estaba bastante más sujeto a las exigencias de sus patrocinadores y  a la necesidad de su dinero de lo que se cree, que sus temas son más bien el resultado de las modas de la época que de su propia visión espiritual, y que sus fracasos tienen mucho que ver con su carácter fariseo y desagradable, así como con la falta de reconocimiento del ambiente que le rodeaba.

Biografías recientes ven en Rembrandt a un manipulador egoísta y calculador más que a un hombre en busca de su verdad espiritual. Afirman que muchos de sus cuadros, tan brillantes, son bastante menos espirituales de lo que parecen. Mi primera reacción hacia estos estudios tan desmitificantes de Rembrandt fue de sobresalto. En particular la biografía de Gary Schwartz, que no permite una visión romántica de Rembrandt, hizo que me planteara si alguna vez había tenido lugar en el algo parecido a la “conversión”. Queda claro por los estudios recientes acerca de las relaciones de Rembrandt con sus mecenas, quienes le encargaban y le compraban las obras, y con su familia y amigos, que era una persona de trato muy difícil. Schwartz lo describe como un “hombre amargado y vengativo que utilizaba todas las armas permitidas y no permitidas para atacar a quienes se interponían en su camino.”

Así pues, Rembrandt era conocido por actuar de forma egoísta, arrogante y vengativa. Donde mejor se demuestra esto es considerando la forma como trató a Geertje Dircx, con la que convivió seis años. Utilizó al hermano de Geertje, para “recoger testimonios de los vecinos en su contra, y así poder encerrarla en un manicomio.” El resultado fue el confinamiento de Geertje en una institución mental. Cuando por fin llegó el momento de poder salir, “Rembrandt contrató a un agente para recoger otra vez pruebas en su contra, y asegurarse de que continuara encerrada”. Durante el año 1649, cuando empezaron a sucederle estos hechos trágicos, Rembrandt estaba tan obsesionado con ellos que no pintó nada. Es en este momento cuando surge un Rembrandt nuevo, un hombre perdido en su amargura, deseoso de venganza, incapaz de cualquier tradición.

Es difícil aceptar a éste Rembrandt. Resulta mucho más fácil simpatizar con un personaje lujurioso que se complace en los placeres hedonistas del mundo y que, de repente, vuelve a casa, y se convierte en una persona muy espiritual. Pero apreciar a un hombre profundamente resentido, que malgasta gran parte de su tiempo en pleitos y que se aleja de la gente con su comportamiento arrogante, es mucho más duro. Y sin embargo, esta fue una parte de su vida, una parte que no puedo ignorar.

Rembrandt es tanto el hijo mayor como el menor. Cuando, en los últimos años de su vida, pintó a los dos hermanos en su Regreso del Hijo Pródigo, había llevado una vida en la que no le eran extraños ni el extravío del hijo menor ni el del mayor. Los dos necesitaban de salvación y perdón. Los dos necesitaban volver a casa. Los dos necesitaban el abrazo de un padre misericordioso. Pero queda claro por la historia y por el cuadro, que la conversión más difícil fue la del que se quedó en casa.

 

 

5. EL HIJO MAYOR SE MARCHA

 

        Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando vino y se acercó a la casa, al oír la música y los bailes, llamó a uno de los criados y le preguntó qué era lo que pasaba. El criados le dijo: “Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el ternero cebado porque lo ha recobrado sano.” El se enfadó y no quería entrar. Su padre salió a persuadirlo, pero el hijo le contestó: “Hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, y nunca me diste ni un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. Pero llega este hijo tuyo, que se ha gastado tu patrimonio con prostitutas, y le matas el ternero cebado.”

 

 

 

De pie con las manos cogidas

 

En las horas que pasé en el Hermitage mirando el cuadro de Rembrandt, me quedé fascinado por la figura del hijo mayor. Recuerdo que me quedaba observándola durante largo tiempo preguntándome que sería lo que pasaba por su mente y por su corazón. Es, sin duda alguna, el testigo principal de la vuelta a casa del hijo menor. Cuando lo único que conocía del cuadro era el detalle donde el padre abraza al hijo recién llegado, era bastante fácil percibirlo como un cuadro atractivo, conmovedor y tranquilizador. Pero cuando vi todo el cuadro, enseguida me di cuenta de la complejidad de aquella reunión. El testigo principal, mirando como el padre abraza a su hijo, está como apartado. Mira al Padre sin alegría. No se acerca, no sonríe, no expresa acogida. Simplemente está de pie allí -a un lado de la plataforma- sin deseo aparente de acercarse.

Es cierto que el “regreso” es el acontecimiento central del cuadro; sin embargo, no está situado en el centro del lienzo, sino en el lado izquierdo, mientras que el hijo mayor, alto y arrogante, domina el lado derecho. Hay un gran espacio abierto que separa al padre y al hijo mayor, un espacio que genera una tensión que está esperando ser resuelta.

Viendo al hijo mayor, no puedo sentirme implicado sentimentalmente en el “regreso”. El testigo principal mantiene la distancia, sin aparentemente tener intención alguna de participar del recibimiento del padre. ¿Qué ocurre en el interior de este hombre? ¿Qué hará? ¿Se acercará y abrazará a su hermano como lo hace su padre, o se dará media vuelta y se marchará enfadado y disgustado?

Desde que mi amigo Bart me dijo que yo me parecía más al hermano mayor que al menor, he observado a éste “hombre de la derecha” con más atención, y he descubierto cosas nuevas y muy dolorosas. Según los pintó Rembrandt, padre e hijo se parecen mucho. Los dos tienen barba y lucen largas túnicas rojas sobre sus hombros. Estos detalles externos revelan que padre e hijo tienen mucho en común, lo que queda subrayado por la luz dibujada sobre el hijo mayor, que conecta muy directamente con la cara iluminada del padre.

¡Pero qué diferencia! El padre se inclina sobre su hijo recién llegado. El hijo mayor se queda de pie, rígido, postura que se acentúa por el largo bastón que sujeta con las manos y que llega hasta el suelo. El manto del padre es ancho y acogedor; el del hijo es pesado. Las manos del padre están extendidas y tocan al recién llegado en un gesto de bendición; las del hijo están cogidas, casi a la altura del pecho. Hay luz en ambos rostros, pero la luz de la cara del padre recorre todo su cuerpo -especialmente las manos- y envuelve al hijo menor en un halo de cálida luminosidad, mientras que la luz en el rostro del hijo mayor es fría y estrecha. Su figura permanece en la oscuridad, sus manos en la sombra.

La parábola que Rembrandt retrató podría muy bien haberse llamado "La Parábola de los Hijos Perdidos". No sólo se perdió el hijo menor, que se marchó de casa en busca de libertad y felicidad, sino que también el que se quedó en casa se perdió. Aparentemente, hizo todo lo que un buen hijo debe hacer, pero interiormente, se fue lejos de su padre. Trabajaba muy duro todos los días y cumplía con sus obligaciones, pero cada vez era más desgraciado y menos libre.

 

 

Perdido en el resentimiento

 

Me es muy duro reconocer que este hombre amargado, resentido y enfadado pudiera estar, en sentido espiritual, más cerca de mí que su joven y lujurioso hermano. Sin embargo, cuanto más pienso en el hijo mayor, más me reconozco en él. Como hijo mayor de mi propia familia, conozco muy bien lo que se siente al tener que ser un hijo modelo.

Con frecuencia me pregunto si no son especialmente los hijos mayores los que quieren cumplir con las expectativas de sus padres y desean que se les considere obedientes y cumplidores del deber. Siempre quieren agradar, y temen desilusionar a sus padres. Pero también experimentan, desde muy temprano, cierta envidia hacia sus hermanos y hermanas más pequeños, que parecen estar menos preocupados por agradar y parecen ser más libres para “hacer sus cosas.” Este es mi caso, y siempre me he sentido atraído de forma extraña a vivir una vida desobediente que nunca me he atrevido a llevar, pero que he visto llevar a muchos a mi alrededor. Siempre he hecho cosas adecuadas, cumpliendo los planes que organizaban las distintas figuras paternales con las que me he encontrado a lo largo de mi vida - profesores, directores espirituales, obispos y papas-; al mismo tiempo, me preguntaba a menudo por qué nunca he tenido el coraje de “marcharme” como hizo el hijo menor.

Resulta extraño decir esto, pero en el fondo he tenido envidia del hijo desobediente. Éste es el sentimiento que me viene cuando veo a mis amigos disfrutar haciendo el tipo de cosas que yo repruebo. Decía que su comportamiento era reprensible, incluso inmoral, pero al mismo tiempo me preguntaba por qué no tenía el valor de hacer todas esas cosas o, al menos, alguna de ellas.

La vida obediente y servicial de la que me siento orgulloso, la veo a veces como una carga que se me ha puesto sobre los hombros y que sigue oprimiéndome a pesar de haberla aceptado hasta el punto de ser incapaz de desprenderme de ella. No me cuesta identificarme con el hijo mayor de la parábola que se quejaba: “Hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, y nunca me has dado ni un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos.” En esta queja, obediencia y deber se han convertido en una carga, y el servicio en esclavitud.

 Todo esto se me presentó de forma muy clara cuando un amigo que recientemente se ha convertido al cristianismo, me criticó por no hacer demasiada oración. Esta crítica me enojó mucho. Me dije: “¡Cómo se atreverá éste a darme lecciones de oración! Durante años ha llevado una vida descuidada e indisciplinada, mientras que yo siempre he vivido una vida de fe. ¡Ahora se convierte y empieza a decirme cómo debo comportarme!” Este resentimiento interior revela mi propio “extravío.” Me había quedado en casa, no me había marchado, pero no llevaba una vida libre en casa de mi padre. Mi ira y envidia eran prueba de mi esclavitud.

Esto no sólo me ocurre a mí. Hay muchos hijos e hijas mayores que están perdidos a pesar de seguir en casa. Y es este “extravío” -que se caracteriza por el juicio y la condena, la ira y el resentimiento, la amargura y los celos- el que es tan peligroso para el corazón humano. A menudo pensamos en el extravío como actos que se ven y que son espectaculares. El hijo menor pecó de forma visible. Su perdición es obvia. Malgastó su dinero, su tiempo, sus amigos, su propio cuerpo. Lo que hizo estuvo mal; lo supo su familia, sus amigos y él mismo. Se rebeló contra toda moralidad y se dejó llevar por la lujuria y la codicia. Después, habiendo visto que toda aquella conducta caprichosa no le conducía más que a la miseria, el hijo menor reflexionó, volvió y pidió perdón. Estamos ante el clásico error humano que se soluciona de forma clara. Se comprende y se simpatiza fácilmente con él.

Sin embargo, el extravío del hijo mayor es mucho más dificil de identificar. Al fin y al cabo, lo hacía todo bien. Era obediente, servicial, cumplidor de la ley y muy trabajador. La gente le respetaba, le admiraba, le alababa y le consideraba un hijo modélico. Aparentemente, el hijo mayor no tenía fallos. Pero cuando vio la alegría de su padre por la vuelta de su hermano menor, un poder oscuro salió a la luz. De repente, aparece la persona resentida, orgullosa, severa y egoísta que estaba escondida, y que con los años se había hecho más fuerte y poderosa.

Mirando en mi interior y mirando a las personas que me rodean, me pregunto qué hará más daño, la lujuria o el resentimiento. Hay mucho resentimiento entre los “justos” y los “rectos.” Hay mucho juicio, condena y prejuicio entre los “santos.” Hay mucha ira entre la gente que está tan preocupada por evitar el “pecado.”

El extravío del hijo resentido es tan difícil de reconocer precisamente porque está estrechamente ligado al deseo de ser bueno y virtuoso. Sólo yo sé los esfuerzos que he hecho por ser bueno, agradable, porque se me acepte, y por ser un ejemplo a imitar. Toda mi vida me he esforzado por evitar las situaciones que me conducen al pecado; siempre he sentido pánico de caer en la tentación. Pero junto a esto estaba también la seriedad, la moralidad, incluso un cierto fanatismo, que hacía que me resultara cada vez más difícil sentirme a gusto en la casa de mi Padre. Me hice menos libre, menos espontáneo, menos jovial y cada vez más era considerado una persona “dura.”

 

 

Sin alegría

 

Cuando escucho las palabras con las que el hijo mayor ataca a su padre -palabras farisaicas, autocompasivas y celosas- veo que hay una queja más profunda. Es la queja que llega de un corazón que siente que nunca ha recibido lo que le corresponde. Es la queja expresada de mil maneras, que termina creando un fondo de resentimiento. Es el lamento que grita: “He trabajado tan duro, he hecho tanto y todavía no he recibido lo que los demás consiguen tan fácilmente. ¿Por qué la gente no me da las gracias, no me invita, no se divierte conmigo, no me agasaja, y sin embargo presta tanta atención a los que viven la vida tan frívolamente?”

Es en esta queja donde descubro al hijo mayor que hay dentro de mí. A menudo me descubro quejándome por pequeños rechazos, faltas de consideración o descuidos. A menudo observo dentro de mí ese murmullo, ese gemido, esa queja, ese lamento, que crece y crece aunque yo no lo quiera. Cuanto más me refugio en él, peor me siento. Cuanto más lo analizo, más razones encuentro para quejarme. Y cuanto más profundamente entro en él, más complicado se vuelve. Hay un enorme y oscuro poder en esta queja interior. La condena a los otros, la condena a mí mismo, el fariseísmo y el rechazo, van creciendo más y más fuertemente. Cada vez que me dejo seducir por él, me enreda en una interminable espiral de rechazo. Cuanto más profundamente entro en el laberinto de mis quejas, más y más me pierdo, hasta que al final me siento la persona más incomprendida, más rechazada y más despreciada del mundo.

De una cosa estoy seguro: quejarse es contraproducente. Siempre que me lamento de algo con la esperanza de inspirar pena y recibir así la satisfacción que tanto deseo, el resultado es el contrario del que intento conseguir. Es muy duro vivir con una persona que siempre se está quejando, y muy poca gente sabe cómo dar respuesta a las quejas de una persona que se rechaza a sí misma. Lo peor de todo es que, generalmente, la queja, una vez expresada, conduce a lo que quiere evitar: más rechazo.

Desde esta perspectiva se comprende la incapacidad del hijo mayor para compartir la alegría del padre. Cuando volvía a casa del campo, oyó música y cantos. Sabía que había alegría en la casa. Enseguida empezó a sospechar. Una vez que la queja entra en nosotros, perdemos la espontaneidad hasta el punto de que ya ni siquiera la alegría evoca alegría en nosotros.

La historia cuenta: “Llamó a uno de los criados y le preguntó qué era lo que pasaba.” Aquí brota el miedo a que me hayan excluido otra vez, a que no me cuenten qué es lo que pasa, a quedarme al margen de las cosas. La queja surge de inmediato: “¿Por qué no se me informó, qué es todo esto?” El criado, lleno de expectación, confiado y deseando compartir la buena noticia, explica: “Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado porque lo ha recobrado sano.” Pero este grito de alegría no puede ser bien recibido. En vez de alivio y gratitud, la alegría del criado surte el efecto contrario: “El se enfadó y no quiso entrar.” Alegría y resentimiento no pueden coexistir. La música y los cantos, en vez de invitar a la alegría, se convierten en causa de mayor rechazo.

Recuerdo muy bien haber vivido situaciones parecidas. Una vez, me sentía sólo y le pedí a un amigo que saliera conmigo. Me contestó que no tenía tiempo, y, sin embargo, un poco más tarde me lo encontré en una fiesta en casa de un amigo común. Al verme me dijo: “Ven, únete a nosotros, me alegro de verte.” Pero yo estaba tan enfadado por no haber sabido nada de la fiesta, que era incapaz de quedarme. Se despertaron en mi interior todas mis quejas por no ser aceptado y querido y abandoné la habitación dando un portazo. Era incapaz de participar de la alegría que allí se respiraba. En un momento, la alegría de aquella habitación se había convertido en fuente de resentimiento.

Esta experiencia de ser incapaz de compartir la alegría es la experiencia de un corazón lleno de resentimiento. El hijo mayor no podía entrar en casa y compartir la alegría de su padre. Sus quejas le habían paralizado y dejaron que la oscuridad le envolviera.

Rembrandt percibió el significado más profundo de todo esto cuando pintó al hijo mayor al lado de la plataforma donde el hijo menor es recibido por su padre. No representó la celebración, con los músicos y bailarines; éstos eran simplemente los signos externos de la alegría del padre. La única señal de fiesta es el retrato de un flautista sentado, pintado en la pared, al lado de una de las mujeres (¿la madre del pródigo?). En vez de la fiesta, Rembrandt pintó luz, la luz radiante que envuelve a padre e hijo. La alegría que Rembrandt retrata es la alegría serena de la casa de Dios.

En la historia, uno puede imaginarse al hijo mayor fuera, en la oscuridad, sin querer entrar en la casa iluminada y serena de sonidos alegres. Pero Rembrandt no pinta en su cuadro una casa o campos, sino que hace un retrato a base de luz y sombras. El abrazo del padre, lleno de luz, es la casa de Dios. La música y los bailes están allí. El hijo mayor está fuera del círculo de este amor, negándose a entrar. La luz en su rostro deja claro que el también está llamado a la alegría, pero no se le puede forzar.

A veces la gente se pregunta: ¿Qué le ocurrió al hijo mayor? ¿Se dejó convencer por su padre? ¿Entró finalmente en casa y participó de la celebración? ¿Abrazó a su hermano y le dio la bienvenida igual que había hecho su padre? ¿Se sentó a la mesa con su padre y su hermano para disfrutar con ellos del banquete?

Ni el cuadro de Rembrandt ni tampoco la parábola nos hablan de la voluntad del hijo mayor de dejarse encontrar. ¿Desea el hijo mayor reconocer que él también es un pecador necesitado de perdón? ¿Desea reconocer que no es mejor que su hermano?

Me quedo sólo con estas preguntas. Así como no sé si el hijo menor aceptó el banquete o cómo vivió con su padre después de volver a casa, tampoco sé si el mayor alguna vez se reconcilió con su hermano, con su padre o consigo mismo. Lo que sí conozco con una certeza inquebrantable es el corazón del padre. Es un corazón lleno de una misericordia infinita.

 

 

Una cuestión abierta

 

A diferencia de un cuento de hadas, la parábola no tiene un final feliz. Al contrario, nos pone cara a cara ante una de las cuestiones espirituales más difíciles: confiar o no confiar en el amor de Dios que lo perdona todo. Yo soy el único que puede elegir, nadie puede hacerlo en mi lugar. En respuesta a sus lamentos: “Éste acoge a los pecadores y come con ellos”, Jesús compara a los fariscos y escribas con el Regreso del Hijo Pródigo, y con el hijo mayor resentido. Todo esto tuvo que ser un duro golpe para aquella gente tan obediente y religiosa. Finalmente, tuvieron que enfrentarse con su propio lamento y elegir cómo iban a responder al amor de Dios por los pecadores. ¿Se sentarían con ellos a la mesa como hizo Jesús? Esto era y es un auténtico reto: para ellos, para mí, para cualquiera que esté lleno de resentimiento y se sienta tentado a vivir quejándose.

Cuanto más siento al hijo mayor en mi interior, más consciente me hago de lo profundamente arraigada que está esta forma de “perderse” y lo dificil que es volver a casa desde esta situación. Parece mucho más fácil volver desde una aventura de lujuria que volver desde una ira fría que ha echado raíces en los rincones más profundos de mí mismo. Mi resentimiento no es algo que pueda distinguirse con facilidad o ser tratado de forma

racional.

Es mucho más peligroso: algo que se une a lo más profundo de mi virtud. ¿Acaso no es bueno ser obediente, servicial, cumplidor de las leyes, trabajador y sacrificado? Mis rencores y quejas parecen estar misteriosamente ligadas a estas elogiables actitudes. Esta conexión me desespera. Justo en el momento en que quiero hablar o actuar desde lo más generoso de mí mismo, me encuentro atrapado en la ira y el rencor. Y cuanto más desinteresado quiero ser, más me obsesiono porque me quieran. Cuanto más lo doy todo de mí para que algo salga bien más me pregunto por qué los demás no lo dan todo como yo. Cuando pienso que soy capaz de vencer mis tentaciones, más envidia siento hacia los que ceden a ellas. Parece que allí donde se encuentra mi mejor yo, se encuentra también el yo resentido y quejicoso.

Y es aquí donde me veo frente a frente con mi verdadera pobreza. Soy incapaz de acabar con mis resentimientos. Están tan profundamente anclados dentro de mí que arrancarlos parecería algo así como una autodestrucción. ¿Cómo erradicar estos rencores sin acabar también con mis virtudes?

¿Puede el hijo mayor que está en mi interior volver a casa? ¿Puedo ser encontrado como lo fue el hijo menor? ¿Cómo puedo volver cuando estoy perdido en el rencor, cuando estoy atrapado por los celos, cuando estoy prisionero de la obediencia y del deber, vividos como esclavitud? Está claro que yo sólo no puedo encontrarme. Es mucho más desalentador tener que curarme de mis rasgos de hijo mayor que de los de hijo menor. Enfrentado aquí con la imposibilidad de la autoredención, ahora entiendo las palabras de Jesús a Nicodemo: “Que no te cause, pues, tanta sorpresa lo que te he dicho: “Tenéis que nacer de nuevo.” (Jn 3,7) Es decir, algo tiene que ocurrir que yo no puedo hacer que ocurra. Yo no puedo volver a nacer; es decir, no puedo hacerlo con mis propias fuerzas, con mi mente, con mis ideas. No me cabe ninguna duda de todo esto porque ya intenté en el pasado curarme yo sólo de mis rencores y de mis quejas y fallé... y fallé, hasta que estuve al borde del hundimiento, incluso del agotamiento físico. Sólo puedo ser curado desde arriba, desde donde Dios actúa. Lo que para mí es imposible, es posible para Dios. “Para Dios nada hay imposible.”

 

 

6. EL REGRESO DEL HIJO MAYOR

 

        "Su hijo mayor... se enfadó y no quería entrar. Su padre salió a persuadirlo... El padre le respondió: “¡Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo! Pero tenemos que alegrarnos y hacer fiesta, porque este hermano tuyo estaba muerto, ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido encontrado”.

 

 

Una conversión posible

 

El padre quiere que regresen los dos hijos, el menor y también el mayor. También el hijo mayor necesita ser encontrado y conducido a la casa de la alegría. ¿Responderá a la súplica de su padre o permanecerá estancado en su amargura? Rembrandt también deja abierta la cuestión de la decisión final del hermano mayor. Bárbara Joan Haeger escribe: “Rembrandt no nos revela si ve la luz. Igual que no condena claramente al hermano mayor; Rembrandt deja abierta la esperanza de que se dé cuenta de que también él es un pecador... deja la interpretación de la reacción del hermano mayor en manos del espectador”.

El final abierto de la historia y el cuadro de Rembrandt, me sitúan ante el trabajo espiritual que tengo que hacer. Cuando observo la cara iluminada del hijo mayor, y después sus manos oscuras, percibo su cautividad pero también percibo la posibilidad de liberación. Ésta no es una historia que separe a los hermanos en bueno y malo. Sólo es bueno el padre. Él quiere a los dos hijos, corre al encuentro de los dos. Quiere que los dos se sienten a su mesa y participen de su alegría. El hermano menor se deja abrazar por su padre que le ha perdonado. El hermano mayor se queda atrás, mira el gesto misericordioso de su padre, y no puede olvidarse de la ira que siente y dejar que el padre le cure también.

El amor del Padre no fuerza al amado. Aunque quiere curarnos a todos de nuestra oscuridad interior, somos libres para elegir permanecer en la oscuridad o caminar hacia la luz del amor de Dios. Dios está allí. La luz de Dios está allí. El perdón de Dios está allí. El amor sin fronteras de Dios está allí. Lo que está claro es que Dios siempre está allí, siempre dispuesto a dar y perdonar, independientemente de lo que nosotros respondamos. El amor de Dios no depende de nuestro arrepentimiento o de nuestros cambios.

Ya sea el hijo menor o el mayor, el único deseo de Dios es llevarme a casa. Arthur Freeman escribe: “El padre ama a cada hijo y le da libertad para que sea lo que quiera, pero no puede darle una libertad que no pueda utilizar o entender de forma adecuada. El padre parece darse cuenta, más allá de las costumbres de aquella sociedad, de la necesidad de los hijos de ser ellos mismos. Pero conoce también su necesidad de amor y de un “hogar.” Es responsabilidad de ellos decidir cómo van a terminar sus historias. El hecho de que la parábola no esté completa deja claro que el amor del padre no depende de un final de la historia adecuado. El amor del padre depende sólo de sí mismo y es parte de su manera de ser. Como dice Shakespeare en uno de sus sonetos: “El amor no cambia cuando encuentra el cambio.”.

Para mí personalmente, es de crucial importancia la posible conversión del hijo mayor. Dentro de mí hay mucho del grupo con el que Jesús es tan crítico: los fariseos y los escribas. He estudiado los libros, conozco las leyes, y con frecuencia me presento como una autoridad en materia de religión. La gente me muestra mucho respeto, incluso me llama “reverendo.” He sido recompensado con cumplidos y alabanzas, con dinero, premios y aclamaciones. He sido muy crítico con algunas formas de comportamiento y a menudo he pronunciado juicios contra otros.

Así, cuando Jesús cuenta la parábola del hijo pródigo, yo debo escucharla consciente de que estoy más cerca de aquéllos que le escuchaban comentando: “Éste acoge a los pecadores y come con ellos.” ¿Me queda alguna posibilidad de volver al Padre y sentirme acogido en su casa? ¿O estoy tan atrapado en mis quejas farisaicas que estoy condenado, contra mi deseo, a permanecer fuera de casa, revolcándome en mi ira y mi resentimiento?

Jesús dice: “Dichosos los pobres... dichosos los que ahora tenéis hambre... dichosos los que ahora lloráis...,” (Lc 6,20-21) pero yo ni soy pobre, ni tengo hambre ni lloro. Jesús dice: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes.” (Lc 10,21) Es precisamente a este grupo, al de los sabios y entendidos, al que yo pertenezco. Jesús muestra su preferencia por los marginados de la sociedad -los pobres, los enfermos, los pecadores y yo no soy ciertamente un marginado. La dolorosa pregunta que me llega a través del Evangelio es: “¿Ya he recibido mi recompensa?” Jesús es muy crítico con los que oran de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas para que los vea la gente.” (Mt 6,5) De ellos dice: “Os aseguro que ya han recibido su recompensa.” Con todo lo que he escrito y hablado sobre la oración y con toda la publicidad de la que disfruto, no puedo menos que preguntarme si estas palabras irán dirigidas a mí.

De hecho ahí están. Pero la historia del hijo mayor da una nueva luz a todas estas preguntas, dejando muy claro que Dios no ama al hijo menor más que al mayor. En la historia, el padre sale fuera a recibir al hijo mayor igual que hizo con el menor, le anima a entrar y le dice: “¡Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo!”

Estas son las palabras a las que debo prestar atención y dejar que penetren hasta el centro de mí mismo. Dios me llama “hijo mío”. La palabra griega que utiliza Lucas aquí es teknon, “una forma cariñosa de hablar”, como dice Joseph A. Fitzmyer. Traducido literalmente, lo que el padre dice es “niño.”

Esta forma tan afectuosa de hablar se hace aún más clara en las palabras que siguen. Los duros y amargos reproches del hijo no tropiezan con palabras de condena. No hay recriminación o acusación alguna. El padre no se defiende ni hace ningún comentario acerca del comportamiento del hijo mayor. El padre va más allá de cualquier valoración para subrayar su relación íntima con el hijo cuando dice: “Tú estás siempre conmigo.” Esta declaración del padre, de amor incondicional, elimina cualquier posibilidad de creer que el hijo menor es más querido que el mayor. El hijo mayor no ha dejado nunca la casa. El padre lo ha compartido todo con él. Ha formado parte de su vida cotidiana sin ocultarle nada. “Todo lo mío es tuyo,” dice. No se puede encontrar una afirmación más clara del amor sin límites del padre hacia su hijo mayor. Así pues, el padre ofrece este amor sin reservas a los dos hijos, y por igual.

 

 

Dejando la rivalidad a un lado

 

La alegría por el regreso emotivo del hijo menor de ningún modo significa que el hijo mayor fuera menos querido, menos apreciado o menos favorecido. El padre no compara a sus dos hijos. Ama a los dos con un amor total y expresa ese amor de acuerdo con sus trayectorias personales. Conoce a los dos íntimamente. Comprende sus cualidades y sus defectos. Mira la pasión de su hijo menor con amor, aunque no sea obediente. Con el mismo amor ve la obediencia del hijo mayor, aunque no esté vitalizado por la pasión. Con el hijo menor no hay reflexiones sobre quién es mejor o peor, más o menos, así como tampoco hay comparaciones con el hijo mayor. El padre responde a ambos de acuerdo con su unicidad. El regreso del menor le lleva a celebrar una fiesta. El regreso del mayor le hace extender su invitación a una total participación de esa alegría.

Jesús dice: “En la casa de mi Padre hay sitio para todos.” (Jn 14,2) Cada hijo de Dios tiene su sitio, todos ellos son sitios de Dios. Tengo que dejar de lado cualquier intento de comparación, cualquier rivalidad o competición, y rendirme al amor del Padre. Para esto hace falta dar un salto de fe porque tengo muy poca experiencia en el amor que no hace comparaciones y desconozco el poder de un amor así. Mientras permanezca fuera, en la oscuridad, sólo podré experimentar la queja y el resentimiento que resulta de las comparaciones que hago. Fuera de la luz, mi hermano menor parece más querido por el Padre que yo; más aún, fuera de la luz, ni siquiera lo reconozco como mi hermano.

Dios me implora que vuelva a casa, que vuelva a entrar en su luz, que vuelva a descubrir allí que, en Dios, todo el mundo es amado única y totalmente. En la luz de Dios puedo considerar que mi hermano, mi prójimo, pertenece a Dios tanto como yo. Pero fuera de la casa de Dios, hermanos y hermanas, maridos y mujeres, amantes y amigos se convierten en rivales e incluso en enemigos; cada uno de ellos vive dominado por los celos, las suspicacias y los resentimientos.

No es de extrañar que, en su ira, el hijo mayor se queje al padre: ...nunca me has dado ni un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. ¡Pero llega ese hijo tuyo, que se ha gastado tu patrimonio con prostitutas, y le matas el ternero cebado!” Estas palabras demuestran hasta qué punto este hombre está dolido. Su autoestima se siente herida por la alegría del padre, y su propia ira le impide reconocer a este sinvergüenza como su hermano. Con las palabras “este hijo tuyo” se distancia de su hermano y también de su padre.

Los mira como a extraños que han perdido todo el sentido de la realidad y se han embarcado en una relación inapropiada, considerando la vida que ha llevado el pródigo. El hijo mayor ya no tiene un hermano. Tampoco tiene ya un padre. Se han convertido en dos extraños para él. A su hermano, un pecador, le mira con desdén; a su padre, dueño de un esclavo, le mira con miedo.

Es aquí donde veo lo perdido que está el hijo mayor. Se ha convertido en un extraño dentro de su propia casa. La verdadera comunión ha desaparecido. Toda relación se ha quedado en la oscuridad. Tener miedo o mostrar desdén, mostrarse sumiso o pretender controlar, ser opresor o ser víctima: éstas son las posibilidades que le quedan a uno cuando está fuera de la luz. No puede confesar sus pecados, no puede recibir el perdón, el amor mutuo no puede existir. La verdadera comunión se ha hecho imposible.

Conozco el dolor de esta difícil situación. Todo pierde su espontaneidad. Todo se convierte en sospechoso, consciente, calculado y lleno de segundas intenciones. Ya no hay autenticidad. El más mínimo movimiento reclama un contramovimiento; el más mínimo comentario debe ser analizado, el gesto más insignificante debe ser evaluado. Esta es la patología de la oscuridad.

¿Queda alguna salida? No lo creo, al menos por mi parte. A menudo parece que, cuanto más intento deshacerme de las sombras, más oscuro se hace. Necesito luz, pero una luz que conquiste mi oscuridad. Pero no puedo encontrarla por mí mismo. Yo no puedo perdonarme a mí mismo. No puedo obligarme a sentir amor. Por mí mismo puedo sólo sentir cólera. No puedo llevarme a casa ni puedo crear comunión por mí mismo. Puedo desearlo, esperarlo, rezarlo. Pero no puedo fabricar mi verdadera libertad. Alguien me la tiene que dar. Estoy perdido. Debo ser encontrado y conducido a casa por el pastor que sale en mi busca.

La historia del hijo pródigo es la historia de un Dios que sale a buscarme y que no descansará hasta que me haya encontrado. Anima y suplica. Me pide que deje de aferrarme a los poderes de la muerte y que me deje abrazar por los brazos que me conducirán al lugar donde encontraré la vida que más deseo.

Recientemente he vivido en mi propia carne el regreso del hijo mayor. Mientras hacía autostop, me atropelló un coche y tuvieron que llevarme a un hospital. Estaba al borde de la muerte. Pero, de repente, me vino el pensamiento de que ni siquiera era libre para morir, porque todavía seguía aferrado al lamento de que aquel de quien soy hijo no me había querido lo suficiente. Me di cuenta de que no había madurado. Sentí la llamada a olvidarme de mis quejas de adolescente y de la mentira de que se me ama menos que a mis hermanos menores. La idea me espantaba, pero a la vez era muy liberadora. Cuando mi padre, ya muy mayor, voló desde Holanda para verme, supe que aquél era el momento de descubrir mi condición de hijo. Por primera vez en mi vida, le dije a mi padre que le quería y que le estaba muy agradecido por el amor que me había dado. Le dije muchas más cosas que jamás había sido capaz de pronunciar, y me sorprendió comprobar el tiempo que me había costado decirlas. Mi padre también estaba sorprendido, confundido con todo aquello, pero recibió mis palabras con comprensión y con una sonrisa. Cuando miro hacia atrás y pienso en este acontecimiento espiritual, veo que aquello fue un auténtico regreso, el regreso desde una falsa dependencia de un padre humano que no puede darme todo lo que necesito, a la dependencia en el Padre divino que dice: “Tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo”; el regreso desde mi yo que se queja, se compara y siente rencor, a mi verdadero yo que es libre para dar y recibir amor. Y aunque he tenido, y seguiré teniendo, muchas recaídas, esto me dio la libertad de vivir mi propia vida y morir mi propia muerte. El regreso al Padre “de quien procede toda familia en los cielos y en la tierra” (Ef 3,14- 15) me permite consentir que mi padre sea el bueno, cariñoso, pero limitado ser humano que es, y consentir que mi Padre celestial sea el Dios cuyo amor ilimitado e incondicional acaba con todo resentimiento y me hace libre para amar más allá de mi necesidad de agradar o de encontrar aprobación.

 

 

A través de la confianza y la gratitud

 

Esta experiencia personal del Regreso del Hijo Pródigo puede ofrecer cierta esperanza a personas que estén atrapadas en el rencor. Supongo que todos nosotros tendremos que enfrentarnos con el hijo mayor o la hija mayor que tenemos dentro. La cuestión es muy simple: ¿Qué podemos hacer para que el regreso sea posible? Aunque el mismo Dios corre en nuestra busca para encontrarnos y llevarnos a casa, debemos reconocer que estamos perdidos, y hemos de prepararnos para ser encontrados y conducidos a casa. ¿Cómo?

Desde luego adoptando una actitud pasiva, no. Aunque no seamos capaces de librarnos de nuestra ira, podemos dejar que Dios nos encuentre y nos cure con su amor, practicando diariamente la confianza y la gratitud. Estas son las disciplinas para la conversión del hijo mayor y yo las he conocido por mi propia experiencia.

Sin confianza, no puedo dejar que me encuentren. La confianza es la convicción profunda de que el Padre me quiere en casa. Yo no me dejo encontrar cuando dudo de que merezco que me encuentren y creo que se me quiere menos que a mis hermanos y hermanas menores. Tengo que seguir diciéndome: “Dios te busca. Irá a cualquier parte para encontrarte. Te ama, te quiere en casa, no descansará hasta que estés con Él.”

Pero hay también en mí una voz muy fuerte y oscura que me dice todo lo contrario: “Dios no está realmente interesado en mí, prefiere al pecador arrepentido que llega a casa después de sus locas escapadas. A mí, que nunca he dejado el hogar, no me hace caso. Da por supuesto que estoy aquí con Él. No soy su hijo favorito. No creo que me dé lo que realmente deseo.”

Algunas veces esta voz es tan fuerte que necesito una gran energía espiritual para confiar en que el Padre me quiere en casa tanto como al hijo menor. Hace falta una verdadera disciplina para pasar por encima de mis quejas de siempre y pensar, decir y actuar con la convicción de que se me busca y de que seré encontrado. Sin esta disciplina, vuelvo a ser víctima de la desesperanza.

Diciéndome que no soy lo suficientemente importante como para ser encontrado, mis quejas son mayores hasta que me hago completamente sordo a la voz que me llama. Llega un momento en que tengo que negar esta voz de autorechazo y reclamar la verdad de que Dios quiere, realmente, abrazarme igual que hace con mis hermanos y hermanas caprichosos. Esta confianza, para que dure, tiene que ser más profunda que la sensación de extravío. Jesús expresa esta radicalidad cuando dice: “Todo lo que pidáis en vuestra oración, lo obtendréis si tenéis fe en que váis a recibirlo.” (Mc 11,24) Viviendo en esta confianza se abrirá el camino hacia Dios y se cumplirán así mis deseos más profundos.

Junto a esta confianza, debe haber también gratitud, lo contrario del resentimiento. Resentimiento y gratitud no pueden coexistir, porque el resentimiento bloquea la percepción y la experiencia de la vida como don. Mi resentimiento me dice que no se me da lo que merezco. Siempre se manifiesta en envidia.

La gratitud, sin embargo, va más allá de lo “mío” y “tuyo” y reclama la verdad de que todo en la vida es puro don. Antes pensaba que la gratitud era una respuesta espontánea a los dones recibidos, pero ahora me he dado cuenta de que también puede vivirse como una disciplina: es el esfuerzo explícito por reconocer que todo lo que soy y tengo me ha sido dado como don de amor, don que tengo que celebrar con alegría.

La gratitud como disciplina implica una elección consciente. Puedo elegir ser agradecido aún incluso cuando mis emociones y sentimientos están impregnados de dolor y resentimiento. Es sorprendente la cantidad de veces que puedo optar por la gratitud en vez de por la queja y el lamento. Puedo elegir ser agradecido cuando me critican, aunque mi corazón responda con amargura. Puedo optar por hablar de la bondad y la belleza, aunque mi ojo interno siga buscando a alguien para acusarle de algo feo. Puedo elegir escuchar las voces que perdonan y mirar los rostros que sonríen, aun cuando siga oyendo voces de venganza y vea muecas de odio.

Siempre se puede elegir entre el resentimiento y la gratitud porque Dios ha aparecido en mi oscuridad, me ha animado a venir a casa, y me ha dicho en un tono lleno de afecto: “Tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo.” Así, puedo elegir entre vivir en las sombras, señalando a los que aparentemente son mejores que yo; puedo elegir lamentarme de las desgracias que sufrí en el pasado, y dejar que el resentimiento me absorba. Pero no es esto lo que debo hacer. Está la opción de mirar en los ojos del único que salió en mi busca y reconocer que todo lo que soy y tengo es puro don que debo agradecer.

Muy raramente se lleva a la práctica la opción por la gratitud sin un gran esfuerzo. Pero cada vez que lo hago, la siguiente opción es un poco más fácil, un poco más libre, un poco menos consciente. Porque cada don que reconozco me lleva a otro y a otro don, hasta que por fin, el acontecimiento más normal, más obvio, y aparentemente más mundano, demuestra estar lleno de gracia. Hay un dicho estonio que dice: “Quien no es agradecido en lo poco, tampoco lo será en lo mucho.” Los actos de gratitud le hacen a uno agradecido porque, paso a paso, le hacen ver que todo es gracia.

Confianza y gratitud requieren el coraje de arriesgarse, porque la desconfianza y el resentimiento, en su necesidad de reclamar su atención, siguen advirtiéndome de lo peligroso que es dejar a un lado mis cálculos y predicciones. En muchos aspectos debo dar un salto de fe para dejar que la confianza y la gratitud tengan su oportunidad: escribir una carta amable a alguien que no me perdonará, llamar al que me ha rechazado, pronunciar una palabra de aliento a alguien que no puede decirla.

El salto de fe siempre significa amar sin esperar ser amado, dar sin querer recibir, invitar sin esperar ser invitado, abrazar sin pedir ser abrazado. Y cada vez que doy un pequeño salto, veo un reflejo del Unico que corre hacia mí y me hace partícipe de su alegría, la alegría en la que no sólo me encuentro yo sino también todos mis hermanos y hermanas. Así, la confianza y las gratitud revelan al Dios que me busca, ardiendo de deseo porque todos mis rencores y quejas desaparezcan y por dejar que me siente a su lado en el banquete celestial.

 

 

El verdadero hijo mayor

 

Para mí, el regreso del hijo mayor se está convirtiendo en algo tan importante -si no más- como el del hijo menor. ¿Cómo mirará el hijo mayor cuando esté libre de sus quejas, libre de su ira, resentimientos y celos? Porque la parábola no nos dice nada de la respuesta del hijo mayor. Se deja a nuestra elección escuchar al Padre o seguir prisioneros de nuestro autorechazo.

Pero incluso si reflexiono acerca de esa elección y me hago consciente de que toda la parábola fue contada por Jesús para mi propia conversión, veo claro que el mismo Jesús, que fue quien contó la historia, es el hijo menor y también el hijo mayor. Jesús ha venido a mostrar el amor del Padre y a liberarme de mis rencores. Todo lo que dice Jesús sobre sí mismo le revela como el Hijo Amado, el único que vive en completa comunión con el Padre. No hay distancia, miedo o suspicacias entre Jesús y el Padre.

Las palabras del padre en la parábola: ¡Hijo, tu estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo!” expresan la verdadera relación de Dios Padre con Jesús, su Hijo. Jesús dice constantemente que la gloria que pertenece al Padre pertenece también al Hijo (Jn 1,14). Todo lo que hace el Padre, lo hace también el Hijo (Jn 10,32). No hay separación entre ellos: “Nosotros somos uno” (Jn 17,22); no hay división del trabajo: “El Padre ama al hijo y ha puesto en sus manos todas las cosas” (Jn 3,35); no hay competencia: “Os he dado a conocer todo lo que he oído a mi Padre” (Jn 15,15); no hay envidia: “El hijo no puede hacer nada por su cuenta; él hace únicamente lo que ve hacer al Padre.” (Jn 5,19) Hay una perfecta unidad entre el Padre y el Hijo. Esta unidad está en el núcleo del mensaje de Jesús: “Debéis creerme cuando afirmo que yo estoy en el Padre y el Padre en mí.” (Jn 14,11) Creer en Jesús significa creer que es el único enviado por el Padre, el único en quien, y a través de quien, se revela el amor del Padre. (Jn 5,24; 6,40; 16,27; 17,8)

Esto lo expresó el propio Jesús en la parábola de los malos arrendatarios. El propietario del viñedo, tras haber enviado inútilmente a varios empleados para recoger su parte de la cosecha, decide enviar a su “hijo amado.” Los arrendatarios se dan cuenta de que es el heredero y lo matan para así quedarse con la herencia. Éste es el retrato de un hijo que obedece a su padre, no como esclavo, sino como el amado, y cumple la voluntad del Padre en unión total con Él. Así, Jesús es el Hijo mayor del Padre. Es enviado por el Padre para revelar el amor duradero de Dios hacia todos sus hijos resentidos y para ofrecerse a sí mismo como el camino para llegar a casa. Jesús es el camino de Dios para hacer que lo imposible sea posible, para dejar que la luz conquiste la oscuridad. Los rencores y quejas, por profundos que sean, pueden desvanecerse en el rostro en el que se hace visible toda la luz del Hijo. “El Hijo Amado en quien descansa el favor de Dios.”

 

 

PARTE III: EL PADRE

 

Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio y, profundamente conmovido, salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos... El padre dijo a sus criados: “Traigan enseguida el mejor vestido y pónganselo; ponganle también un anillo en la mano y sandalias en los pies. Tomen el ternero cebado, mátenlo y celebremos un banquete de fiesta, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y lo hemos encontrado.” Y se pusieron a celebrar la fiesta.

… Su padre salió a persuadirlo… El padre le respondió: “¡Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo! Pero tenemos que alegrarnos y hacer fiesta porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido encontrado.”

 

 

7. REMBRANDT Y EL PADRE

 

        Mientras estaba sentado en el Hermitage frente al cuadro tratando de empaparme de lo que veía, muchos grupos de turistas pasaban por allí. Aunque no estaban ni un minuto ante el cuadro, la mayoría de los guías se lo describían como el cuadro que representaba a un padre compasivo, y la mayoría hacían referencia al hecho de que fue uno de los últimos cuadros que Rembrandt pintó después de llevar una vida de sufrimiento. Así pues, esto es de lo que trata el cuadro. Es la expresión humana de la compasión divina.

En vez de llamarse "El Regreso del Hijo Pródigo", muy bien podría haberse llamado "La Bienvenida del Padre Misericordioso". Se pone menos énfasis en el hijo que en el padre. La parábola es en realidad una "Parábola del amor del Padre". Al ver la forma como Rembrandt retrata al Padre, surge en mi interior un sentimiento nuevo de ternura, misericordia y perdón. Pocas veces, si lo ha sido alguna vez, el amor compasivo de Dios ha sido expresado de forma tan conmovedora. Cada detalle de la figura del Padre - la expresión de su cara, su postura, los colores de su ropa, y, sobre todo, el gesto tranquilo de sus manos- habla del amor divino hacia la humanidad, un amor que existe desde el principio y para siempre.

Aquí todo se une: la historia de Rembrandt, la historia de la humanidad y la historia de Dios. Tiempo y eternidad se cruzan; la proximidad de la muerte y la vida eterna se tocan. Pecado y perdón se abrazan; lo divino y lo humano se hacen uno.

Lo que da al retrato del Padre un poder tan irresistible es que lo más divino está captado en lo más humano. Veo a un anciano medio ciego con barba y bigote, vestido con una ropa bordada en oro y una túnica de un rojo intenso, poniendo sus largas manos sobre los hombros del hijo recién llegado. Esto es algo muy específico, concreto y descriptible.

Sin embargo, veo también compasión infinita, amor incondicional, perdón eterno – realidades divinas- emanando de un Padre que es creador del universo. Aquí, lo humano y lo divino, lo frágil y lo poderoso, lo viejo y lo eternamente joven están plenamente expresados. En esto consiste el genio de Rembrandt. La verdad espiritual está completamente encarnada. Como escribe Paul Baudiquet: "lo espiritual en Rembrandt... extrae su acento más fuerte y espléndido de la carne."

Es especialmente significativo el hecho de que Rembrandt eligiera a un anciano casi ciego para comunicar el amor de Dios. Seguramente la parábola que Jesús contó y la forma como se interpretó a lo largo de los siglos fueron la base principal para hacer el retrato del amor misericordioso de Dios. Pero no puedo olvidar que fue la propia historia de Rembrandt la que le permitió representar esta expresión única.

Paul Baudiquet dice: "Desde su juventud, Rembrandt tuvo una única vocación: crecer." Y es verdad que Rembrandt demostró siempre un gran interés por los ancianos. Desde joven los dibujó, hizo grabados sobre ellos, los pintó, y con los años se fue quedando más y más fascinado por su belleza interior. Algunos de los retratos más impresionantes de Rembrandt son retratos de gente mayor, y sus mejores autorretratos pertenecen a los últimos años.

Después de sus muchos problemas en casa y en el trabajo, muestra una especial fascinación por la gente ciega. A medida que la luz en su obra va haciéndose más intimista, comienza a pintar a ciegos presentándolos como los que realmente ven. Se sintió muy atraído por Tobías y el casi ciego Simeón, y los pintó varias veces.

Al transcurrir la propia vida de Rembrandt hacia las sombras de la ancianidad, al decaer su éxito y al disminuir el esplendor de su vida, se hace más consciente de la inmensa belleza de la vida interior. Así descubre la luz que llega de un fuego interior que no muere nunca: el fuego del amor. Su arte ya no trata de "apoderarse, conquistar y regular lo visible" sino de "transformar lo visible en el fuego del amor que surge del corazón excepcional del artista".

Este excepcional corazón de Rembrandt se convierte en el corazón del Padre. La luz interior, el fuego del amor que se ha fortalecido a través de los sufrimientos de tantos años, arde en el corazón del padre que da la bienvenida al hijo que ha vuelto a casa.

Ahora entiendo por qué Rembrandt no siguió literalmente el texto de la parábola. Allí, san Lucas escribe: "Cuando aún estaba lejos, su padre lo vió, y, profundamente conmovido, salió a su encuentro y lo cubrió de besos." En los primeros años de su trayectoria artística, Rembrandt dibujó este acontecimiento con todo el movimiento dramático que contiene. Pero a medida que se aproximaba a la muerte, optó por retratar a un padre muy sereno que reconoce a su hijo, no con los ojos del cuerpo, sino con los ojos del corazón.

Parece que las manos que tocan la espalda del hijo recién llegado son las herramientas de la mirada interior de padre. Este, casi ciego, ve mucho más. Su mirada es una mirada eterna, una mirada que alcanza a toda la humanidad. Es una mirada que comprende el extravío de las mujeres y de los hombres de todos los tiempos y lugares, que conoce con inmensa compasión el sufrimiento de aquellos que han elegido marcharse de casa, que han llorado mares de lágrimas al verse atrapados por la angustia y la agonía. El corazón del padre arde con un deseo inmenso de llevar a sus hijos a casa.

Cuánto hubiera deseado hablar con ellos, advertirles de los peligros que les acechaban, y convencerlos de que en casa podían encontrar todo lo que estaban buscando en otros lugares. Cuánto le hubiera gustado salvarlos con su autoridad paterna y tenerlos cerca para que nada malo les ocurriera.

Pero su amor es demasiado grande para hacer nada de esto. No puede forzar, obligar o empujar. Da libertad para rechazar ese amor o para responder a él. La inmensidad del amor divino es precisamente fuente de divino sufrimiento. Dios, creador de cielo y tierra, ha elegido ser, primero y por encima de todo, un Padre.

Como Padre, quiere que sus hijos sean libres, libres para amar. Esa libertad incluye la posibilidad de que se marchen de casa, de que vayan a “un país lejano”, y de que allí lo pierdan todo. El corazón del Padre conoce todo el dolor que traerá consigo esta elección, pero su amor no le deja impedírselo. Como Padre, quiere que los que estén en casa disfruten de su presencia y de su afecto. Pero sólo quiere ofrecer amor que pueda ser recibido libremente. Sufre cuando sus hijos le honran con sus labios pero sus corazones están lejos (Mt 15,8; Is 29,13). Conoce sus lenguas engañosas y corazones desleales (Salmo 78,36-37), pero no puede hacer que le quieran sin perder su verdadera paternidad.

Como Padre, la única autoridad que reclama para sí es la autoridad de la compasión. Esa autoridad le viene de permitir que los pecados de sus hijos penetren en su corazón. No hay lujuria, codicia, ira, resentimiento, celos o venganza en sus hijos perdidos que no le haya causado un dolor inmenso. El dolor es tan profundo porque el corazón es muy puro. Desde ese profundo lugar donde el amor abraza todo el dolor humano, el Padre llega a sus hijos. El contacto de sus manos, que irradian luz interior, sólo buscan curar.

Aquí está el Dios en el que quiero creer: un Padre que, desde el comienzo de la creación, ha extendido sus brazos en una bendición llena de misericordia, sin forzar a nadie, pero siempre esperando; sin dejar que sus brazos caigan, y esperando siempre que sus hijos vuelvan para poder hablarles con palabras de amor y para dejar que sus brazos cansados descansen en sus hombros. Su único deseo es bendecir.

En latín, bendecir se dice benedicere, que literalmente quiere decir: decir cosas buenas. El Padre quiere decir, más que con su voz con su contacto, cosas buenas de sus hijos. No quiere castigarles. Ya han recibido demasiados castigos con sus caprichos. El Padre quiere simplemente que sepan que el amor que han estado buscando por las vías más variadas ha estado, está, y siempre estará allí para ellos. El Padre quiere decir más con sus manos que con su boca: “Tú eres mi amado, en ti descansa mi favor.” El es el pastor que “apacienta a su rebaño, lleva en brazos los corderos y conduce con delicadeza a las recién paridas.” (Is 40,11)

El núcleo del cuadro de Rembrandt son las manos del padre. En ellas se concentra toda la luz; a ellas se dirigen las miradas de los curiosos; en ellas la misericordia se hace carne; en ellas se unen perdón, reconciliación y cura, y a través de ellas encuentran descanso no sólo el hijo cansado sino también el anciano padre. Me sentí atraído por aquellas manos desde el primer momento que vi el cartel en la puerta del despacho de Simone. No entendía bien por que. Pero poco a poco, con los años, he llegado a conocerlas. Me han sostenido desde el momento mismo de mi concepción, me dieron la bienvenida el día en que nací, me sostuvieron cerca del pecho de mi madre, me alimentaron y me dieron calor. Me han protegido en momentos de peligro, y me han consolado en momentos de dolor. Me han dicho adiós y me han dado la bienvenida. Estas manos, son las manos de Dios. También son las manos de mis padres, profesores, amigos, curadores y todos aquellos que Dios ha puesto en mi camino para recordarme lo seguro que vivo.

Rembrandt murió poco después de retratar al padre y sus manos benditas. Las manos de Rembrandt habían pintado innumerables caras y manos humanas. Aquí dibujó la cara y las manos de Dios. ¿Quien posó para hacer este retrato de Dios? ¿El propio Rembrandt?

El padre del hijo pródigo es un autorretrato, pero no en un sentido tradicional. El rostro de Rembrandt aparece en varios de sus cuadros. Aparece como el hijo pródigo en el burdel, como el discípulo asustado en el lago, como uno de los hombres tomando de la Cruz el cuerpo sin vida de Jesús.

Pero aquí no es la cara de Rembrandt la que está reflejada sino su alma, el alma de un padre que ha sufrido la muerte muy de cerca. A lo largo de sus sesenta y tres años, había visto morir a su querida mujer Saskia, a tres hijos, dos hijas, y a las dos mujeres con las que vivió. El dolor por su querido hijo Titus, que murió al poco tiempo de casarse, con 26 años, no había sido descrito nunca, pero en el padre del hijo pródigo vemos cuántas lágrimas debió costarle. Creado a imagen de Dios, Rembrandt había llegado a descubrir a través de su larga y dolorosa lucha la verdadera naturaleza de aquella imagen. Es la imagen de un anciano medio ciego llorando dulcemente, bendiciendo a su hijo herido en lo más profundo. Rembrandt fue el hijo, se convirtió en el padre, y fue así como se preparó para entrar en la vida eterna.

 

 

 

8. EL PADRE LE DA LA BIENVENIDA A CASA

 

        "Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio (al hijo menor) y, profundamente conmovido, salió a su encuentro, le abrazó y lo cubrió de besos.

...Su padre salió a persuadirlo (al hijo mayor)".

 

 

Padre y madre

 

Muchas veces he preguntado a mis amigos cuál es su primera impresión al ver El Hijo Pródigo de Rembrandt. Inevitablemente, señalan al anciano sabio que perdona a su hijo: el patriarca benévolo.

Cuanto más contemplo al "patriarca", más claro veo que Rembrandt quiso hacer algo diferente al pintar a Dios como un sabio y anciano padre de familia. Todo empezó con las manos. Son algo diferentes la una de la otra. La izquierda, sobre el hombro del hijo, es fuerte y musculosa. Los dedos están separados y cubren gran parte del hombro y de la espalda del hijo. Veo cierta presión, sobre todo en el pulgar. Esta mano no sólo toca sino que también sostiene con su fuerza. Aunque la mano izquierda toca al hijo con gran ternura, no deja de tener firmeza.

¡Qué diferente es la mano derecha! Esta mano no sujeta ni sostiene. Es fina, suave y muy tierna. Los dedos están cerrados y son muy elegantes. Se apoyan tiernamente sobre el hombro del hijo menor. Quiere acariciar, mimar, consolar y confortar. Es la mano de una madre.

Algunos estudiosos sugieren que la mano izquierda masculina es la mano de Rembrandt, y que la derecha es muy parecida a la mano derecha de La Novia Judía pintada en el mismo período. Yo quiero creer que es verdad.

En cuanto me di cuenta de que las dos manos eran diferentes, se abrió ante mí todo un mundo nuevo de significados. El Padre no es sólo el gran patriarca. Es madre y padre. Toca a su hijo con una mano masculina y otra femenina. Él sostiene y ella acaricia. Él asegura y ella consuela. Es, sin lugar a dudas, Dios, en quien feminidad y masculinidad, maternidad y paternidad, están plenamente presentes. Esta mano derecha suave y tierna me hace recordar las palabras del profeta Isaías: “¿Acaso olvida una mujer a su hijo y no se apiada del fruto de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré. Fíjate en mis manos: te llevo tatuada en mis palmas.” (Is 49,15-16)

Mi amigo Richard White me hizo notar que la mano femenina y tierna del Padre está en posición paralela al pie desnudo y herido del hijo, mientras que la mano fuerte masculina está en posición paralela al pie calzado con la sandalia. ¿Sería mucho suponer que una mano protege la parte más vulnerable del hijo, mientras que la otra potencia la fuerza del hijo y su deseo de seguir adelante en la vida?

Luego está el gran manto rojo. Con su color cálido y su forma de arco, ofrece un lugar de acogida donde estar a gusto. Al principio, la túnica cubriendo el cuerpo inclinado del padre, me hacía pensar en una tienda de campaña invitando a entrar al viajero para que descansara. Pero cuanto más miraba el manto rojo, más me venía a la cabeza otra imagen mucho más fuerte que la de la tienda: las alas protectoras de una madre pájaro. Me recordaban las palabras de Jesús sobre el amor maternal de Dios: "¡Jerusalén, Jerusalén... Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus polluelos debajo de las alas y no has querido!" (Mt 23,37-38) Dios me sostiene de día y de noche, como la gallina que reúne a sus polluelos bajo sus alas. Más que la imagen de una tienda, la de las alas de una madre pájaro vigilante refleja la seguridad que Dios ofrece a sus hijos. Esta imagen expresa protección y cuidado, un lugar donde sentirse a salvo.

Cada vez que miro el manto de la pintura de Rembrandt, siento la cualidad maternal del amor de Dios y mi corazón entona las palabras inspiradas por el salmista: Tú que vives al abrigo del Altísimo y habitas a la sombra del Poderoso, di al Señor: “Refugio y fortaleza mía, Dios mío, en ti confío”.

...Te cubrirá con sus plumas y hallarás refugio bajo sus alas. (Salmo 91,1-4)

Y así, bajo la forma de un viejo patriarca judío, emerge también un Dios maternal que recibe a su hijo en casa.

Ahora, cuando imagino al anciano patriarca inclinándose sobre su hijo recién llegado y tocándole los hombros con las manos, empiezo a ver no sólo al padre que “estrecha al hijo en sus brazos,” sino a la madre que acaricia a su niño, le envuelve con el calor de su cuerpo, y le aprieta contra el vientre del que salió. Así, el “Regreso del Hijo Pródigo” se convierte en el regreso al vientre de Dios, el regreso a los orígenes mismos del ser y vuelve a hacerse eco de la exhortación de Jesús a Nicodemo a nacer de nuevo.

Ahora aprecio mucho más la enorme calma de este retrato de Dios. No hay sentimentalismo, ni romanticismo, ni se cuenta un simple cuento con final feliz. Lo que aquí veo es a Dios como madre, recibiendo en su vientre a aquél a quien hizo a su propia imagen. Los ojos casi ciegos, las manos, el manto, el cuerpo inclinado, todo recuerda al amor divino maternal, marcado por el dolor, el deseo, la esperanza y la espera sin fin.

El misterio consiste en que Dios en su infinita compasión se ha unido a la vida de sus hijos para la eternidad. Ha elegido libremente depender de sus criaturas, a quienes dio el don de la libertad. Esta elección hace que sienta dolor cuando se marchan; esta elección hace que sienta una alegría inmensa cuando vuelven. Pero no será una alegría plena hasta que hayan vuelto todos y se reúnan en torno a la mesa preparada para ellos.

Y esto incluye al hijo mayor. El dilema del hijo mayor consiste en aceptar o rechazar que el amor de su padre va más allá de ser amado como él cree que debe ser amado. El padre sabe que es el hijo quien debe elegir, aunque él le espera siempre con los brazos abiertos. ¿Querrá el hijo mayor arrodillarse y dejarse tocar por las mismas manos que tocan a su hermano? ¿Querrá ser perdonado y experimentar la presencia sanadora del padre que le quiere más allá de cualquier comparación? La historia de Lucas deja muy claro que el padre sale a recibir a sus dos hijos. No sólo corre a dar la bienvenida a su hijo menor, caprichoso, sino que sale también a recibir al mayor, cumplidor del deber, que vuelve del campo preguntándose qué son toda esa música y bailes, y le anima a entrar.

 

 

Ni más ni menos

 

Para mí es muy importante entender todo el significado de lo que está ocurriendo aquí. Aunque el padre está rebosante de alegría por la vuelta de su hijo menor, no se ha olvidado del mayor. No da por supuesto que sepa lo que está pasando. Su alegría era tan intensa que casi no podía esperar a empezar la fiesta, pero en cuanto vio llegar a su hijo mayor, lo dejó todo, salió a recibirle y le pidió que se uniera a ellos.

El hijo mayor, en medio de sus celos y amargura, sólo ve que a su irresponsable hermano se le presta más atención que a él, y llega a la conclusión de que a él se le quiere menos. El corazón de su padre, sin embargo, no está dividido. Su reacción libre y espontánea ante el regreso de su hijo menor no implica comparación alguna con su hijo mayor. Todo lo contrario, desea ardientemente que participe de su alegría.

No me es fácil entender esto. En un mundo en el que constantemente se están haciendo comparaciones entre la gente, clasificándolos en más o menos inteligentes, más o menos guapos, con más o menos éxito, no es fácil creer en un amor que no hace lo mismo. Cuando oigo alabar a alguien, me es muy difícil no pensar que yo no merezco que se me alabe; cuando leo algo acerca de la bondad y grandeza de otras personas, me es muy difícil no preguntarme si yo soy tan bueno como ellos; y cuando veo los trofeos, premios y recompensas que se dan a la gente especial, no puedo evitar preguntarme por qué no me los dan a mí.

El mundo en el que crecí es un mundo tan repleto de categorías, grados y estadísticas, que consciente o inconscientemente, siempre trato de competir con los demás. Mucha de la tristeza y alegría de mi vida viene directamente de compararme; y mucha, por no decir toda, esta comparación es inútil, una pérdida de tiempo y energía.

Nuestro Dios, que es a un tiempo Padre y Madre nuestro, no hace comparaciones. Jamás. Aunque con la cabeza yo sé que esto es verdad, todavía me es muy difícil aceptarlo con todo mi ser. Cuando oigo que a alguien se le llama hijo predilecto o hija predilecta, mi reacción inmediata es que el resto de los niños a la fuerza tienen que ser menos apreciados, menos queridos. No puedo comprender cómo todos los hijos de Dios pueden ser predilectos. Pero ahí están. Cuando pienso en el reino de Dios, enseguida me viene a la mente la idea de Dios como el guardián de un enorme marcador celestial, y siempre temo no llegar a la puntuación necesaria. Pero cuando pienso en la bienvenida de Dios al mundo, descubro que Dios ama con un amor divino, un amor que da a cada hombre y a cada mujer su unicidad sin establecer nunca comparaciones.

El hermano mayor se compara con el menor y siente celos. Pero el padre los ama tanto que jamás se le ocurriría retrasar la fiesta para que su hijo mayor no se sintiera rechazado. Estoy convencido de que muchos de mis problemas emocionales desaparecerían si dejara que el amor maternal de Dios, que nunca compara, empapara mi corazón.

Todo esto se me presenta de forma clara cuando reflexiono en la parábola de los obreros de la viña (Mt.20,1-16). Cada vez que leo esta parábola en la que el amo paga por igual a los obreros que sólo trabajaron una hora como a los que habían “soportado el peso del día y el calor,” surge en mi interior un sentimiento de indignación.

¿Por qué el amo no pagó primero a los que habían trabajado tantas horas y sorprendió luego a los que habían llegado los últimos con su generosidad? ¿Por qué, sin embargo, paga primero a los que habían llegado a media tarde, creando una falsa expectativa en el resto y un sentimiento innecesario de amargura y celos? Ahora me doy cuenta de que estas preguntas surgen de una falsa idea: que se pueden imponer al excepcional orden de lo divino los esquemas de la economía de lo temporal.

No se me había ocurrido pensar que lo que quería el amo era que los trabajadores de las primeras horas se alegraran al comprobar su generosidad para con los que llegaron los últimos. Nunca se me pasó por la cabeza que podía haber actuado desde la idea de que los que trabajaron en el viñedo todo el día se alegrarían de tener la oportunidad de trabajar para su jefe, y de comprobar el hombre tan generoso que era. Esto requiere cambiar interiormente y, así, aceptar una manera de pensar que no establece comparación alguna. Esta es la forma que tiene Dios de pensar. Dios mira a su gente como a los hijos de una familia, feliz al ver que aquéllos que han hecho poco son amados de igual manera que los que han hecho mucho.

Dios es lo suficientemente ingenuo como para pensar que los que pasaron todo el día en los viñedos se alegrarían al ver que los que estuvieron poco tiempo recibían la misma atención. Es más, es tan ingenuo que espera que todos estén tan contentos de estar en su presencia, que jamás se les ocurrirá hacer comparaciones. Es por eso que dice con el desconcierto de un amante incomprendido: “¿Por qué tienes que sentir envidia por mi generosidad?” Podía haber dicho: “¡Vosotros habéis estado conmigo todo el día, y os he dado lo que me habéis pedido! ¿Por qué os enfadáis tanto?” Es el mismo desconcierto que sale del corazón del padre cuando dice a su hijo lleno de celos: “¡Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo!”.

Aquí se esconde la gran llamada a la conversión: mirar no con los ojos de mi baja estima personal, sino con los ojos del amor de Dios. Cuando miro a Dios como si fuera un terrateniente, un padre que trata de sacar lo máximo de mí al precio más bajo, no puedo menos que sentir celos, amargura y rencor hacia mis otros compañeros de trabajo. Pero si soy capaz de mirar el mundo con los ojos del amor de Dios y descubrir que la visión de Dios no es la del típico terrateniente o patriarca sino más bien la del padre que todo lo da y todo lo perdona, que no mide el amor que siente hacia sus hijos según lo bien que se comportan, entonces en seguida veo que mi única respuesta puede ser la de una profunda gratitud.

 

 

El corazón de Dios

 

En el cuadro de Rembrandt, el hijo mayor simplemente observa. Resulta difícil imaginar que es lo que está ocurriendo en ese corazón. Igual que con la parábola, al ver el cuadro me hago la misma pregunta: ¿Cómo responderá el hijo mayor a la invitación de su padre de unirse a la fiesta?

No hay duda (en la parábola y en el cuadro) de cómo es el corazón del padre. Su corazón sale al encuentro de sus dos hijos; quiere a los dos; espera verlos juntos como hermanos alrededor de la misma mesa; quiere que sientan que, aun siendo diferentes, pertenecen a la misma casa y son hijos del mismo padre.

Cuando dejo que todo esto quede grabado en mi interior, veo que la historia del padre y de sus dos hijos perdidos, lo que hace es afirmar que no fui yo quien eligió a Dios, sino que fue El quien me eligió a mí. Éste es el gran misterio de nuestra fe. Nosotros no elegimos a Dios, Dios nos elige a nosotros. Desde la eternidad estamos escondidos "al amparo de la mano de Dios" y “tatuados en su palma.” (Is 49,2;16) Antes de que ningún otro ser

humano nos toque, Dios “nos forma en lo oculto” y nos “teje en las honduras de la tierra” (Salmo 139,15), y antes de que ningún ser humano decida sobre nosotros, Dios “nos teje en el vientre de nuestra madre” (Salmo 139,13). Dios nos ama antes que ninguna otra persona pueda demostrarnos que nos ama. Nos ama con un amor “primero” (1Jn 4,19-20), un amor ilimitado e incondicional. Quiere que seamos sus hijos amados y nos dice que seamos tan cariñosos como lo es Él.

Durante toda mi vida he luchado por encontrar a Dios, por conocerlo, por amarlo; he intentado seguir las directrices de la vida espiritual -orar constantemente, trabajar por los demás, leer las Escrituras- y he evitado las muchas tentaciones que pueden dispensarme. He fallado muchas veces pero siempre lo he vuelto a intentar, incluso cuando estaba al borde de la desesperación.

Ahora me pregunto si durante todo este tiempo he sido lo suficientemente consciente de que Dios ha estado intentando encontrarme, conocerme y quererme. La cuestión no es: “¿Cómo puedo encontrar a Dios?” sino: “¿Cómo puedo dejar que Dios me encuentre?” La cuestión no es: “¿Cómo puedo conocer a Dios?” sino: “¿Cómo puedo dejar a Dios que me conozca?” No es: “¿Cómo voy a amar a Dios?” sino: “¿Cómo voy a dejarme amar por Dios?” Dios me busca en la distancia, tratando de encontrarme, y deseando llevarme a casa. En las tres parábolas en las que Jesús responde a la pregunta de por qué come con los pecadores, pone el énfasis en la iniciativa de Dios. Dios es el pastor que sale en busca de la oveja perdida. Dios es la mujer que enciende una lámpara, limpia la casa y busca por todas partes hasta encontrar la moneda perdida. Dios es el Padre que busca a sus hijos, vela por ellos, corre a su encuentro, los abraza, les ruega, suplica y anima a que vuelvan a casa.

Por raro que suene, Dios desea encontrarme tanto, si no más, como yo deseo encontrar a Dios. Sí, Dios me necesita tanto como yo a Él. Dios no es el patriarca que se queda en casa, inmóvil, esperando a que sus hijos vuelvan a él, esperando a que pidan disculpas por su comportamiento, que pidan perdón, y prometan cambiar. Al contrario, abandona la casa, sin hacer caso de su dignidad al correr en su busca, ignorando las disculpas y promesas de cambiar, y los conduce a la mesa magníficamente preparada para ellos.

Ahora empiezo a ver lo radicalmente que cambiará mi trayectoria espiritual cuando deje de pensar en Dios como en alguien que se esconde y me pone todas las dificultades posibles para que le encuentre, y comience a pensar en Él como Aquél que me busca mientras yo me escondo. Cuando sea capaz de mirar con los ojos de Dios y descubra su alegría por mi vuelta a casa, entonces en mi vida habrá menos angustia y más confianza.

¿No sería bueno aumentar la alegría de Dios dejándole que me encontrara y me llevara a casa, y celebrara mi regreso con los ángeles? ¿No sería maravilloso hacer sonreír a Dios dándole la oportunidad de encontrarme y amarme generosamente? Preguntas como ésta me llevan al punto clave: el del concepto que tengo de mí mismo. ¿Puedo aceptar que merece la pena que se me busque? ¿Creo realmente que Dios desea estar conmigo?

Aquí está el núcleo de mi lucha espiritual: la lucha contra el autorechazo, el desprecio de mí mismo y la autocondena. Es una batalla muy difícil de librar porque el mundo y sus demonios conspiran para hacerme pensar en mí mismo como en alguien que no merece la pena, que no sirve, alguien despreciable. Muchas economías se mantienen a flote manipulando la baja autoestima de sus consumidores y creando expectativas espirituales por medios materiales. En la medida en que sigo siendo “pequeño”, puedo fácilmente ser seducido a comprar cosas, conocer gente, o ir a lugares que prometen un cambio radical en el concepto de mí mismo, aunque sean totalmente incapaces de conseguirlo. Y cada vez que me deje manipular o seducir, tendré aún más razones para deprimirme y considerarme un niño al que nadie quiere.

 

 

Un amor primero y para siempre

 

Durante mucho tiempo consideré la baja autoestima una virtud. Me habían prevenido tanto contra el orgullo y la presunción que llegué a considerar que despreciarme era algo bueno. Pero ahora me he dado cuenta de que el verdadero pecado es negar el amor de Dios hacia mí, ignorar mi valía personal. Porque sin reclamar este primer amor y esta valía, pierdo el contacto con mi verdadero yo y comienzo a buscar en lugares equivocados lo que sólo puede encontrarse en la casa del Padre.

No creo que esté sólo en esta lucha por reclamar el amor primero de Dios hacia mí y mi propia valía. Detrás de mucha de la competitividad y rivalidad humana; detrás de tanta confianza en uno mismo y de tanta arrogancia, a menudo se esconde un corazón inseguro, mucho más inseguro de lo que uno se imagina. Siempre me ha impresionado encontrar a hombres y mujeres con un talento indiscutible y con grandes compensaciones por sus logros, que dudan de su propia valía. En vez de considerar sus éxitos signos de su belleza interior, los viven como un encubrimiento de su baja estima personal. No pocos me han confesado: “Si la gente supiera lo que hay en lo más profundo de mí mismo, dejarían de aplaudirme y de alabarme.”

Recuerdo muy bien la conversación que mantuve con un joven querido y admirado por todos. Me contó cómo un pequeño comentario hecho por uno de sus amigos le hizo caer en el abismo de la depresión. Según me dijo, lloraba constantemente y su cuerpo se retorcía de angustia. Sentía que su amigo había roto sus muros defensivos y que le había visto tal y como era: un hipócrita, un hombre despreciable tras su brillante armadura. Al oír su historia me di cuenta de lo infeliz que había sido a pesar de la envidia que despertaba en los demás por sus dones. Durante años se había hecho estas preguntas: “¿Hay alguien que realmente me quiera? ¿A quién le importo?” Y cada vez que subía un peldaño más en la escalera del éxito pensaba: “En realidad, yo no soy así; un día todo se desmoronará y todo el mundo se dará cuenta de que no soy bueno.”

Éste es un ejemplo de cómo vive mucha gente; nunca están completamente seguros de que se les quiere tal y como son. Muchos tienen historias terribles que explican el bajo concepto que tienen de sí mismos: historias sobre padres que no les dieron lo que necesitaban, sobre profesores que les maltrataron, sobre amigos que les traicionaron, sobre una Iglesia que les dejó en un momento crítico de sus vidas.

La parábola del hijo pródigo es la historia que habla del amor que ya existía antes de que cualquier rechazo y que estará presente después de que se hayan producido todos los rechazos. Es el amor primero y duradero de un Dios que es Padre y Madre. Es la fuente del amor humano, incluso del más limitado. Toda la vida y predicación de Jesús estuvo dirigida a un único fin: revelar el inagotable e ilimitado amor materno y paterno de su Dios y mostrar el camino para dejar que ese amor dirija nuestra vida diaria. Es el amor que siempre da la bienvenida a casa y que siempre quiere celebrarlo.

 

 

9. EL PADRE ORGANIZA UNA FIESTA

 

"El padre dijo a sus criados: "Traed en seguida el mejor vestido y ponédselo, ponedle también un anillo en la mano y sandalias en los pies. Tomad el ternero cebado, matadlo y celebremos un banquete de fiesta, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido encontrado.” Y se pusieron todos a celebrar la fiesta".

 

 

Entregar lo mejor

 

Está muy claro que el hijo menor no vuelve a una sencilla granja familiar. Lucas describe al padre como un hombre muy rico con una propiedad muy extensa y muchos criados. Para que se corresponda con esta descripción, Rembrandt lo viste a él y a los dos hombres que están mirándole con ropas caras. Las dos mujeres que están detrás se apoyan contra un arco de lo que parece más un palacio que una granja. La ropa espléndida del Padre y la riqueza de todo lo que le rodea contrasta claramente con el sufrimiento que se refleja en sus ojos medio ciegos, en su cara triste y en su figura encorvada.

El Dios que sufre por el amor tan inmenso que siente hacia sus hijos es el mismo Dios que es rico en bondad y misericordia (Rom 2,4 y Ef 2,4) y que quiere revelar a sus hijos la riqueza de su gloria (Rom 9,23). El padre ni siquiera da al hijo la oportunidad de disculparse. Hace suya la súplica de su hijo perdonándole espontáneamente y dejando a un lado sus ruegos, como si no contaran nada en la luz de la alegría por su vuelta. Pero hay más. El padre no sólo le perdona sin pedirle ningún tipo de explicación y dándole la bienvenida a casa, sino que no puede esperar para darle una nueva vida, una vida de abundancia (Jn 10,10). Es tan fuerte el deseo de Dios de dar vida a su hijo recién llegado que parece estar impaciente. Nada es lo suficientemente bueno. Hay que darle lo mejor. Mientras el hijo está dispuesto a que se le trate como a un criado, el padre pide que se le ponga la túnica reservada para el invitado distinguido; y aunque el hijo no se siente con derecho a que se le siga llamando hijo, el padre le entrega un anillo y unas sandalias para darle los honores de hijo amado y devolverle su condición de heredero.

Recuerdo la ropa que llevaba puesta el verano que me gradué en el instituto. Los pantalones blancos, el cinturón ancho, la camisa y los zapatos impecables reflejaban lo satisfecho que me sentía de mí mismo. A mis padres les hizo mucha ilusión comprarme aquella ropa y demostraron lo orgullosos que estaban de su hijo. Y yo estaba contento de ser hijo suyo. Me acuerdo sobre todo de lo contento que estaba con mis zapatos nuevos. He viajado mucho desde entonces y he visto cómo la gente va descalza por la vida. Ahora entiendo mejor el significado simbólico de los zapatos nuevos. Los pies descalzos significan pobreza y esclavitud. Los zapatos son para los ricos y los poderosos. Los zapatos protegen de las serpientes; dan seguridad y fuerza. Transforman a los cazados en cazadores. Para mucha gente pobre, conseguir un par de zapatos supone el primer paso para que se les tome en consideración. Un antiguo espiritual afroamericano expresa esto de forma muy bella: “Todos los hijos de Dios llevan zapatos. Cuando vaya al cielo me pondré un par de zapatos y caminaré por todo el cielo de Dios.”

El Padre viste a su hijo con los signos de la libertad, la libertad de los hijos de Dios. No quiere que ninguno de sus hijos sea criado o esclavo. Quiere que lleven la ropa del honor, el anillo de la herencia y el calzado del prestigio. Es como una investidura por la que se inaugura el año del favor de Dios. El significado pleno de esta investidura e inauguración aparece explicada en la cuarta visión del profeta Zacarías:

“El Señor me mostró en una visión al sumo sacerdote Josué, de pie, delante del ángel del Señor... Estaba Josué vestido con ropas sucias, en pie, delante del ángel. Tomó el ángel la palabra y dijo a los que estaban en su presencia: “Quitadle esas ropas sucias.” Luego dijo a Josué: “Mira, te he liberado de tu pecado y te voy a vestir con traje de fiesta.” Y añadió: “Ponedle sobre la cabeza un turbante limpio.” Le vistieron de ropas de gala y pusieron en su cabeza un turbante limpio. El ángel del Señor, que estaba en pie, le dijo solemnemente: “Así dice el Señor todopoderoso: Si sigues mis caminos y cumples mis mandamientos tú gobernarás mi templo, cuidarás de mis atrios y podrás entrar aquí con los que me asisten. Escucha además, sumo sacerdote Josué... en un solo día quitaré la iniquidad de esta tierra. Aquel día... os invitaréis unos a otros a la sombra de la parra y de la higuera.” (Zac 3,1-10)

Cuando leo la historia del hijo pródigo con la visión de Zacarías en la mente, la palabra “inmediatamente” con la que el padre ordena a sus criados que den al hijo la túnica, el anillo y las sandalias, expresa mucho más que impaciencia. Revela el ansia divina por inaugurar el nuevo reino que ha estado preparando desde el principio de los tiempos.

No hay duda de que el padre quiere organizar una fiesta por todo lo alto. El hecho de que ordenara matar el ternero que habían estado cebando y reservando para una ocasión especial, demuestra lo mucho que el padre desea hacer una fiesta como no se había hecho antes. Su alegría es evidente. Después de haber dado todas las órdenes, dice: “Celebremos un banquete de fiesta, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido encontrado” y enseguida empiezan a celebrarlo. Hay comida abundante, música y bailes, y los sonidos alegres de la fiesta pueden oírse desde lejos.

     

 

Una invitación a la alegría

 

Soy consciente de que no estoy acostumbrado a imaginarme a Dios dando una gran fiesta. Parece que está en contradicción con la seriedad y la solemnidad con la que siempre le he relacionado. Pero cuando pienso en la forma como Jesús describe el reino de Dios, veo que siempre hay un banquete. Jesús dice: “Vendrán muchos de oriente y de occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el banquete del reino de los cielos.” (Mt.8,11) Y compara el reino de los cielos con un banquete de bodas que un rey ofrece a su hijo. Los criados del rey salen a llamar a los invitados con este encargo: “Mi banquete está preparado, he matado terneros y cebones, y todo está a punto; venid a la boda.” (Mt.22,4) Pero muchos no hicieron caso. Estaban demasiado ocupados con sus asuntos.

Igual que en la parábola del hijo pródigo, Jesús expresa aquí el gran deseo de su Padre de ofrecer a sus hijos un banquete y su ilusión por que se celebre aunque haya algunos que rechacen su invitación. Esta invitación a comer es una invitación a intimar con Dios. Esto se ve especialmente claro en la Ultima Cena, poco antes de que Jesús muriera. Dice a sus discípulos: “Os digo que ya no volveré a beber más del fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros, nuevo, en el reino de mi Padre.” (Mt 26,29) Y al final del Nuevo Testamento, se describe la última victoria de Dios como un espléndido banquete de bodas: “¡Aleluya! El Señor Dios nuestro, el todopoderoso, ha comenzado a reinar. Alegrémonos, regocijémonos y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero... Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero.” (Ap 19,6-9)

La celebración es parte del reino de Dios. Dios no sólo ofrece perdón, reconciliación y cura, sino que quiere hacer todos estos regalos como muestra de su alegría para todos los que estén presentes. En tres de las parábolas en las que Jesús explica por qué se sienta a la mesa con los pecadores, Dios se alegra e invita a otros a que se alegren con Él. “Alegraos” dice el pastor, “he encontrado la oveja que se había perdido.” “Alegraos,” dice la mujer, “he encontrado el dracma que había perdido.” “Alegraos,” dice el padre, “este hijo mío estaba perdido y ha sido hallado.”

Todas estas voces son voces de Dios. Dios no quiere guardarse la alegría para Él sólo. Quiere compartirla con todo el mundo. La alegría de Dios es la alegría de sus ángeles y de sus santos; es la alegría de todos los que pertenecen al reino. Rembrandt pinta el momento de la llegada del hijo pródigo. El hijo mayor y las otras tres personas se mantienen a distancia. ¿Comprenderán la alegría del Padre? ¿Se dejarán abrazar por el padre? ¿Y yo? ¿Podrán dejar a un lado las recriminaciones y participar en la fiesta? ¿Y yo?

En el cuadro sólo veo un momento de toda la historia, y me quedo imaginando qué ocurrirá luego. Repito: ¿qué harán ellos? ¿Y yo? Sé que el padre quiere que todo el mundo admire la ropa nueva del hijo recién llegado, que se siente con ellos a la mesa, que coma y baile con ellos. Este no es un asunto privado. Es algo que toda la familia tiene que celebrar.

Repito otra vez: ¿Qué harán ellos? ¿Y yo? Es una pregunta importante porque, por raro que parezca, tiene que ver con mi resistencia a vivir una vida llena de alegría.

Dios se alegra. No porque se hayan solucionado los problemas del mundo, no porque se hayan acabado la tristeza y el sufrimiento humano, no porque miles de personas se hayan convertido y estén ahora dándole gracias por su bondad. No. Dios se alegra porque uno de sus hijos que se había perdido ha sido encontrado. A lo que yo estoy llamado es a unirme a esa alegría. Es la alegría de Dios, no la alegría que ofrece el mundo. Es la alegría que viene de ver al hijo caminar hacia casa en medio de toda la destrucción, de la desolación y la angustia del mundo. Es una alegría oculta, tan discreta como el flautista que pintó Rembrandt en la pared, encima del curioso que está sentado.

No estoy acostumbrado a alegrarme de las cosas pequeñas, de las que están escondidas y de las que la gente que está a mi alrededor no se da cuenta. Generalmente estoy preparado para recibir malas noticias, para leer noticias de guerra, violencia y crímenes, y para ser testigo de conflictos y desórdenes. Siempre espero que los que me visitan me cuenten sus problemas, sus contratiempos, sus desilusiones, sus depresiones y sus angustias. De alguna forma, me he acostumbrado a vivir con la tristeza y mis ojos ya no están sensibilizados para ver la alegría y mis oídos para oír la dicha que pertenece a Dios, y que se encuentra en los rincones escondidos del mundo.

Tengo un amigo que está tan unido a Dios que es capaz de ver alegría allí donde yo creo que sólo hay tristeza. Viaja mucho y conoce a cantidad de gente. Cuando vuelve a casa, siempre espero que me cuente cosas acerca de la difícil situación económica de los países donde ha estado, acerca de las grandes injusticias sobre las que ha oído hablar, y del dolor que ha visto. Sin embargo, aunque es muy consciente de la agitación en la que vive el mundo, muy rara vez habla de ello. Cuando comparte sus experiencias, habla sobre la alegría que ha descubierto y que estaba escondida. Habla de un hombre, una mujer o un niño que le han llevado esperanza y paz. Habla de pequeños grupos de gente que tienen fe los unos en los otros en medio del desorden y el alboroto. Habla de los pequeños milagros de Dios. Hay veces que me llevo una desilusión porque lo que quiero oir son “noticias de periódico,” historias excitantes y estimulantes que se cuentan entre los amigos. Pero jamás responde a mi necesidad de sensacionalismo. Sigue diciendo: “Vi algo muy pequeño y muy bello, algo que me dio mucha alegría.”

El padre del hijo pródigo se entrega totalmente a la alegría que le da el que su hijo haya vuelto. De aquí es de donde tengo que aprender. Tengo que aprender a “robar” toda la alegría que hay para “robar” y hacérsela ver a los demás. Sí, ya sé que todo el mundo no se ha convertido aún, que todavía no ha llegado la paz a todas partes, que no se ha acabado con la tristeza, pero veo gente que regresa y vuelve a regresar a casa; oigo voces que rezan; observo momentos de perdón y soy testigo de muchos signos de esperanza. No tengo que esperar a que todo vaya bien, sino que puedo celebrar cada pequeño indicio que me dice que el reino está muy cerca.

Esto exige una disciplina. Exige elegir la luz aun cuando haya mucha oscuridad que me dé miedo, elegir la vida aun cuando las fuerzas de la muerte estén tan a la vista, y elegir la verdad aun cuando esté rodeado de mentiras. Tiendo tanto a impresionarme por la tristeza innata a la condición humana que ya no reclamo la alegría que se manifiesta en formas, muy pequeñas, pero auténticas. La recompensa por elegir la alegría es la propia alegría. Vivir entre gente con enfermedades mentales me ha convencido de ello. Hay muchos signos de desprecio, dolor, y muchas heridas entre nosotros, pero una vez que eliges descubrir la alegría escondida en medio de tanto sufrimiento, la vida se convierte en una fiesta. La alegría no niega la tristeza, sino que la transforma en una tierra fértil para cultivar más alegría.

Seguramente me llamarán ingenuo, poco realista y sentimental, y me acusarán de ignorar los problemas “reales”, los males estructurales que subrayan mucha de la miseria humana. Pero Dios se alegra cuando un pecador arrepentido vuelve. Estadísticamente esto no es muy interesante. Pero a Dios no parecen interesarle los números. ¿Quién sabe si el mundo no está destruido porque una, dos, o tres personas han seguido rezando cuando el resto de la humanidad ha perdido la esperanza?

Desde la perspectiva de Dios, un acto oculto de arrepentimiento, un pequeño gesto de generosidad, un momento de verdadero perdón es todo lo que se requiere para que se levante de su trono, corra hacia su hijo y llene el cielo de sonidos de alegría divina.

 

 

 

No sin tristeza

 

Si éste es el camino de Dios, entonces tengo que trabajar por olvidarme de todas las voces de muerte y condena que me empujan a la depresión, y permitir que las “pequeñas” alegrías revelen la verdad sobre el mundo en que vivo. Cuando Jesús habla sobre el mundo es muy realista. Habla de guerras, revoluciones, terremotos, plagas, hambres, persecución y encarcelamientos, traición, odios y asesinatos. No hay indicación alguna de que esos signos de la oscuridad del mundo estarán ausentes alguna vez. Pero aun así, podemos hacer nuestra la alegría de Dios en medio de todo ello. Es la alegría de pertenecer a la casa de Dios, cuyo amor es más fuerte que la muerte y que nos da el poder de permanecer en el mundo y participar desde ahora del reino de la alegría.

Éste es el secreto de la alegría de los santos. Desde san Antonio del Desierto a san Francisco de Asís, al Hermano Roger Schultz de Taizé, a la Madre Teresa de Calcuta, la alegría ha sido el signo de los hombres y mujeres de Dios. Esa alegría puede verse en los rostros de mucha gente sencilla, pobre, que sufre y que vive en medio de una gran agitación económica y social, pero que todavía puede oír la música y los bailes en la casa del Padre. Yo mismo veo todo esto a diario en los rostros de los deficientes de mi comunidad. Todos estos hombres y mujeres sagrados, que vivieron hace mucho tiempo o que pertenecen a nuestra época, son capaces de reconocer los numerosos pequeños regresos que tienen lugar todos los días y se alegran con el Padre. Han comprendido el significado de la verdadera alegría.

Es impresionante experimentar en mi vida diaria la diferencia tan enorme que hay entre el cinismo y la alegría. Los cínicos buscan la oscuridad allí donde van. Siempre señalan los peligros que acechan, los motivos impuros y los motivos ocultos. Llaman a la confianza ingenuidad, a la atención romanticismo, y al perdón sentimentalismo. Sonríen con desprecio ante el entusiasmo, ridiculizan el fervor espiritual, y desprecian el comportamiento carismático. Se consideran realistas que ven la realidad tal y como es y que no se dejan engañar por las “emociones de evasión.” Pero al despreciar la alegría de Dios, su oscuridad provoca más oscuridad.

La gente que ha llegado a conocer la alegría de Dios no rechaza la oscuridad, pero elige no vivir dentro de ella. Creen que la luz que brilla en la oscuridad puede dar más esperanza que la oscuridad, y que un poco de luz puede disipar mucha oscuridad. Apuntan hacia los destellos de luz aquí y allí y recuerdan que esos destellos revelan la presencia de Dios oculta pero auténtica. Descubren que hay personas que se curan las heridas unos a otros, que se perdonan las ofensas, que comparten lo que tienen, que fomentan el espíritu de comunidad, que celebran los dones que han recibido, y que viven con anticipación constante la plena manifestación de la gloria de Dios.

En cada momento de cada día, tengo la oportunidad de optar por el cinismo o la alegría. Cada pensamiento que tengo puede ser cínico o alegre. Cada palabra que pronuncio puede ser cínica o alegre. Cada acto que realizo puede ser cínico o alegre. Cada vez más soy consciente de estas opciones, y cada vez más descubro que cada opción por la alegría lleva a una alegría mayor, y ofrece más razones para hacer de la vida una verdadera fiesta en la casa del Padre.

Jesús vivió su alegría en la casa del Padre. En Él vemos la alegría del Padre. “Todo lo que tiene el Padre, es mío también” (Jn 16,15), dice,  incluyendo su alegría sin límites. Esta alegría divina no borra la divina tristeza. En nuestro mundo, alegría y tristeza se excluyen. Aquí abajo, alegría significa ausencia de tristeza y tristeza ausencia de alegría. Pero estas distinciones no existen en Dios. Jesús, el Hijo de Dios, es el hombre de las tristezas, pero también el hombre de la alegría completa. Podemos ver un destello de todo esto cuando nos hacemos conscientes de que, en los momentos de sufrimiento, Jesús no se separa de su Padre. Esta unión con Dios no se rompe nunca, ni siquiera cuando se “siente” abandonado por Dios. La alegría de Dios está vinculada a su condición de hijo, y esta alegría de Jesús y de su Padre se me ofrece a mí. Jesús quiere que participe de la misma alegría que Él: “Como el Padre me ama a mí, así os amo yo a vosotros. Permaneced en mi amor. Pero sólo permaneceréis en mi amor, si obedecéis mis mandamientos, lo mismo que yo he observado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he dicho todo esto para que participéis en mi gozo y vuestro gozo sea completo.” (Jn 15,9-11)

Igual que el hijo de Dios que ha vuelto, y que vive en la casa del Padre, yo también puedo hacer mía la alegría de Dios. No hay un minuto en mi vida en que no esté tentado por la tristeza, la melancolía, el cinismo, el mal humor, los pensamientos sombríos, las especulaciones morbosas, y las oleadas de depresión. Y a menudo dejo que ellos cubran la alegría de estar en la casa de mi Padre. Pero cuando creo de verdad que ya he llegado y que mi Padre me ha vestido con una túnica, un anillo y unas sandalias, entonces me quito la máscara de tristeza de mi corazón y hago desaparecer la mentira que me habla de mi propio yo y descubro la verdad con la libertad interior del hijo de Dios.

Pero aún hay más. Un niño no permanece siempre niño. Un niño se convierte en adulto. Un adulto se convierte en padre o madre. Cuando el hijo pródigo vuelve a casa, vuelve no para seguir siendo un niño, sino para descubrir su condición de hijo y convertirse él mismo en padre. Como el hijo de Dios recién llegado al que se le invita a ocupar un lugar en la casa del Padre, el reto ahora, sí, la llamada, es que yo mismo me convierta en el padre. Esta llamada me da miedo. Durante mucho tiempo he vivido con la idea de que volver a la casa de mi Padre era la última llamada. Me ha costado mucho trabajo espiritual reconocer al hijo menor y al hijo mayor en mí mismo y recibir el amor de bienvenida del Padre. El hecho es que, en muchos sentidos, sigo volviendo a casa. Pero cuanto más cerca de casa estoy, más claro veo que hay otra llamada más. Es la llamada a convertirme en el padre que da la bienvenida y organiza una fiesta. Una vez descubierta mi condición de hijo, ahora he de descubrir mi paternidad. La primera vez que vi El Hijo Pródigo de Rembrandt, no podía imaginar que convertirme en el hijo arrepentido no era más que un paso en el camino para convertirme en el padre acogedor. Ahora veo que las manos que perdonan, consuelan, curan y ofrecen un banquete tienen que ser mías. Así pues, convertirme en el padre ha sido la sorprendente conclusión a la que he llegado después de todas mis reflexiones sobre El Regreso del Hijo Pródigo de Rembrandt.

 

 

Conclusión

 

CONVERTIRSE EN EL PADRE

 

     “Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso.”

 

Un paso solitario

 

        Cuando vi por primera vez el detalle del Hijo Pródigo de Rembrandt, se inició en mí todo un viaje espiritual que me llevó a escribir este libro. Ahora, al escribir la conclusión, veo el camino tan largo que he recorrido.

Desde el principio estuve preparado para aceptar que tanto la figura del hijo menor como la del mayor serían aspectos fundamentales de mi viaje espiritual. Durante mucho tiempo, el padre fue “el otro”, el que me recibiría, me perdonaría, me ofrecería una casa y me daría paz y alegría. El padre era el lugar al que volver, la meta de mi viaje, la última morada. Fue poco a poco, y en ocasiones muy dolorosamente, como caí en la cuenta de que mi viaje espiritual jamás estaría completo mientras el padre siguiera siendo un intruso.

Fue entonces cuando vi claro que ni mi formación teológica ni mi formación espiritual habían sido capaces de liberarme de la idea de un Dios Padre que seguía amenazándome y amedrentándome. Todo lo que había aprendido acerca del amor del Padre no me había permitido abandonar la idea de una autoridad que tenía poder sobre mí y que utilizaría ese poder según su voluntad. De alguna manera, el amor de Dios hacia mí estaba limitado por mi miedo hacia el poder de Dios, y lo más prudente era mantenerse a distancia, a pesar de que mi deseo de acercarme era inmenso. Sé que este sentimiento es compartido por muchas personas. He visto cómo el miedo a convertirse en víctima de la venganza y del castigo de Dios ha paralizado la vida intelectual y emocional de mucha gente,  independientemente de la edad, religión o estilo de vida. El miedo a Dios es una de las grandes tragedias humanas.

El cuadro de Rembrandt, así como su trágica vida, me han ofrecido un contexto en el que descubrir que el último paso en la vida espiritual está muy lejos de un sentimiento de miedo hacia el Padre y que es posible convertirse en Él. Mientras el Padre despierte miedo, continuará siendo un intruso y será imposible que ponga su morada en mi interior. Pero Rembrandt, que me mostró al Padre en su dimensión vulnerable, me hizo caer en la cuenta de que mi vocación última es la de ser como el Padre y vivir su divina compasión en mi vida cotidiana. Aunque sea el hijo menor y el hijo mayor, no estoy llamado a continuar siéndolo, sino a convertirme en el padre. Nadie ha sido padre o madre sin antes ser hijo o hija, pero cada hijo e hija debe elegir conscientemente dar un paso más y convertirse en padre o madre para otros. Es un paso muy duro y solitario de dar - especialmente en un período de la historia en que es tan difícil vivir bien la paternidad- pero a la vez es un paso esencial para el cumplimiento del viaje espiritual. Aunque Rembrandt no sitúa al padre en el centro físico del cuadro, está claro que el Padre es el centro de todo lo que allí ocurre. Toda la luz emana de él, toda la atención vuelve a él. Rembrandt, fiel a la parábola, buscó que nuestra primera atención recayera en el Padre antes que en ningún otro.

Me sorprende pensar en el tiempo que me ha llevado hacer del padre el centro de mi atención. ¡Era tan fácil identificarse con los dos hijos! Su desobediencia es tan comprensible y tan humana que el identificarse con ellos surge de inmediato. Durante mucho tiempo me identifiqué tanto con el hijo menor, que ni se me ocurrió pensar que podía parecerme más al mayor. Pero tan pronto como mi amigo dijo: “Me pregunto si no serás más bien como el hijo mayor,” me fue muy difícil pensar en otra cosa. Aparentemente, todos participamos en mayor o menor medida de todas las formas de miseria humana. Nadie está completamente libre de la codicia, o de la ira, o de la lujuria, o del resentimiento, o de la frivolidad, o de los celos. La debilidad humana puede surgir de mil formas, pero no hay ofensa, crimen o guerra que no encuentre su semilla en nuestros corazones.

¿Pero qué hay del padre? ¿Por qué prestamos tanta atención a los hijos cuando es el padre el centro, aquél con quien debo identificarme? ¿Por qué hablar tanto de ser como los hijos cuando la pregunta clave es: ¿Quieres ser como el padre? Uno se siente bien al poder decir: “Estos hijos son como yo” porque siente que se le comprende. Pero ¿cómo sienta decir: “El padre es como yo”? ¿Quiero ser no sólo como aquél que es perdonado, sino también como aquél que perdona; no sólo como aquél a quien se le da la bienvenida, sino también como aquél que la da; no sólo como aquél que recibe misericordia, sino también como aquél que la da?

¿No hay una presión tanto en la Iglesia como en la sociedad para que sigamos siendo como hijos dependientes? ¿No hizo la Iglesia en el pasado hincapié en la obediencia de un modo tal que resultaba muy difícil descubrir la paternidad espiritual? ¿Acaso nuestra sociedad consumista no nos anima a dejarnos llevar por la autogratificación infantil? ¿Quién nos ha retado a que nos liberemos de las dependencias inmaduras y que aceptemos la carga de ser adultos responsables? ¿Acaso no intentamos escaparnos de la dura tarea que supone la paternidad? Rembrandt lo hizo. Sólo después de mucho dolor y sufrimiento, cercano a la muerte, fue capaz de entender y de retratar la verdadera paternidad espiritual.

Tal vez, la afirmación más radical que hizo Jesús fue: “Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso.” (Lc.6,36) Jesús describe la misericordia de Dios no sólo para mostrarme lo que Dios siente por mí, o para perdonarme los pecados y ofrecerme una vida nueva y mucha felicidad, sino para invitarme a ser como Dios y para que sea tan misericordioso con los demás como lo es Él conmigo. Si el único significado de la historia fuera que la gente peca pero que Dios perdona, yo podría muy fácilmente empezar a pensar en mis pecados como una buenísima ocasión para que Dios me muestre su perdón. En una interpretación así no habría un verdadero reto. Me resignaría a que soy débil y estaría esperando a que Dios cerrara finalmente sus ojos a mis pecados y me dejara entrar en casa, hubiera hecho lo que hubiera hecho. Pero este mensaje tan sentimental y romántico no es el mensaje de los Evangelios.

A lo que estoy llamado es a hacer verdad en mí que, tanto si soy el hijo menor como si soy el mayor, soy el hijo de mi Padre misericordioso. Soy un heredero. Nadie expresa esto tan claramente como Pablo cuando escribe: “Ese mismo Espíritu se une al nuestro para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también somos herederos de Dios y coherederos con Cristo, toda vez que, si ahora padecemos con él, seremos también glorificados con él.” (Rom.8,16- 17) Así pues, como hijo y heredero me convierto en sucesor. Estoy destinado a entrar en el lugar del Padre y ofrecer a otros la misma compasión que Él me ofrece. El regreso al Padre es el reto para convertirse en el Padre.

Esta llamada a ser el Padre excluye cualquier interpretación “suave” de la historia. Sé lo mucho que deseo volver y estar a salvo, pero ¿realmente quiero ser hijo y heredero sabiendo todo lo que esto implica? Estar en la casa del Padre exige que haga mía la vida del Padre y me transforme en su imagen.

Hace poco, mirándome en el espejo, me chocó comprobar lo mucho que me parezco a mi padre. Mirando mis rasgos, de repente vi al hombre que veía cuando tenía veintisiete años: el hombre al que admiraba, criticaba, quería y temía. Había invertido mucha de mi energía en encontrar mi yo en el rostro de aquella persona, y muchas de las preguntas acerca de quién era y en quién me convertiría habían tomado forma siendo hijo de este hombre. Cuando me vi reflejado en el espejo, me di cuenta de que todas las diferencias de las que había sido consciente en mi vida eran muy pequeñas en comparación con las similitudes. Me di cuenta con sorpresa de que era heredero, sucesor, admirado, temido, alabado e incomprendido por otros, igual que mi padre lo era por mí.

 

 

La paternidad misericordiosa

 

El retrato de Rembrandt del padre del hijo pródigo me ayuda a comprender que ya no necesito echar mano de mi condición de hijo para mantenerme a distancia. Habiendo vivido mi condición de hijo en plenitud, ha llegado la hora de acabar con todas las barreras y descubrir que lo que realmente deseo es convertirme en el anciano que veo ante mí. No puedo ser siempre un niño. No puedo seguir poniendo a mi padre como excusa en mi vida. Tengo que atreverme a extender las manos en un gesto de alabanza y recibir a mis hijos con compasión, sin tener en cuenta los pensamientos o sentimientos que tengan hacia mí. Ahora necesito descubrir lo que realmente significa ser un Padre misericordioso porque éste es el fin último de mi vida espiritual, como queda expresado en la parábola y en el cuadro de Rembrandt.

Primero, debo tener en cuenta el contexto en que Jesús contó la historia del “hombre que tenía dos hijos.” Lucas escribe: “Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para oírlo. Los fariseos y los maestros de la ley murmuraban: Este anda con pecadores y come con ellos.” (Lc 15,1-2) Pusieron su legitimidad de maestro en cuestión, criticando su proximidad con los pecadores. Como respuesta, Jesús les cuenta las parábolas de la oveja perdida, la moneda extraviada y el hijo pródigo.

Jesús deja claro que el Dios del que habla, es un Dios de misericordia que da la bienvenida y acoge encantado a los pecadores arrepentidos. Así pues, tratar y comer con gente de mala reputación no contradice sus enseñanzas sobre Dios, sino que, al contrario, hace que sus enseñanzas puedan vivirse en la vida diaria. Si Dios perdona a los pecadores, entonces aquéllos que tienen fe deberán hacer lo mismo. Si Dios acoge a los pecadores en casa, entonces aquéllos que confían en Dios también deberán hacerlo. Si Dios es misericordioso, los que aman a Dios deberán ser misericordiosos. El Dios que Jesús anuncia y en cuyo nombre actúa, es el Dios de la misericordia, el Dios que se ofrece como ejemplo y modelo de comportamiento humano.

Pero hay más. Convertirse en el Padre celestial no es sólo un aspecto importante de las enseñanzas de Jesús; es el núcleo mismo de su mensaje. La radicalidad de las palabras de Jesús y la aparente imposibilidad de sus exigencias son obvias cuando son escuchadas como parte de una llamada general a convertirse y a ser verdaderos hijos e hijas de Dios.

En la medida en que sigamos perteneciendo a este mundo, seguiremos siendo víctimas de sus métodos competitivos y esperaremos ser recompensados por todo el bien que hacemos. Pero cuando pertenecemos a Dios, que nos ama sin condiciones, podemos vivir como El. La gran conversión a la que nos llama Jesús consiste en pasar de pertenecer al mundo a pertenecer a Dios.

Cuando, poco antes de morir, Jesús reza a su Padre por sus discípulos, dice: “[Padre,] Ellos no pertenecen al mundo, como tampoco pertenezco yo... Te pido que todos sean uno. Padre, lo mismo que tú estás en mí y yo en ti, que también ellos estén unidos a nosotros; de este modo, el mundo podrá creer que tú me has enviado." (Jn 17,16-21)

Una vez que estemos en la casa de Dios como hijos e hijas suyos, podremos ser como Él, amar como Él, ser buenos como Él, preocuparnos por los demás como Él. Jesús deja esto muy claro cuando explica que: “Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a quienes los aman. Si hacéis el bien a quien os lo hace a vosotros, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de quien esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores se prestan entre ellos para recibir lo equivalente. Vosotros amad a vuestros enemigos, haced bien y prestad sin esperar nada a cambio; así vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo. Porque él es bueno para los ingratos y malos. Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso." (Lc 6,32-36)

Éste es el núcleo del mensaje del Evangelio. La forma a la que estamos llamados a amar los seres humanos, es la forma como Dios ama. Estamos llamados a amar al prójimo con el mismo amor generoso del padre. La misericordia con la que se nos ama no está basada en la competitividad. En esta misericordia no puede haber competiciones. Si vamos a ser recibidos no sólo por Dios sino como Dios, tenemos que llegar a ser como el Padre celestial y contemplar el mundo con sus ojos.

La persona de Jesús es más importante que el contexto de la parábola y que la parábola en sí. Jesús es el verdadero Hijo del Padre. Es nuestro modelo a seguir para llegar a ser como el Padre. En Él habita la plenitud de Dios. Todo el conocimiento de Dios reside en Él; toda la gloria de Dios permanece en Él; todo el poder de Dios le pertenece. Su unidad con el Padre es tan íntima y tan completa que ver a Jesús es ver al Padre. “Muéstranos al Padre,” le dice Felipe. Jesús le responde: “El que me ve a mí, ve al Padre.” (Jn 14,9)

Jesús nos enseña en qué consiste la verdadera condición de hijo. Es el hijo menor sin ser rebelde. Es el hijo mayor sin ser rencoroso. Es obediente al Padre en todo, pero no es su esclavo. Escucha todo lo que le dice el Padre, pero esto no le convierte en su criado. Hace todo lo que le dice el Padre que haga, pero es completamente libre. Lo da todo y lo recibe todo. Dice abiertamente: “Yo os aseguro que el Hijo no puede hacer nada por su cuenta; él hace únicamente lo que ve hacer al Padre: lo que hace el Padre, eso hace también el Hijo. Pues el Padre ama al Hijo y le manifiesta todas sus obras; y le manifestará todavía cosas mayores, de modo que vosotros mismos quedaréis maravillados. Porque, así como el Padre resucita a los muertos, dándoles la vida, así también el Hijo da la vida a los que quiere. El Padre no juzga a nadie, sino que le ha dado al Hijo todo el poder de juzgar. Y quiere que todos den al Hijo el mismo honor que dan al Padre.” (Jn 5,19-23)

Esta es la condición divina de hijo, la condición a la que estoy llamado. El misterio de la redención consiste en que el Hijo de Dios se hizo carne para que todos los hijos perdidos pudieran llegar a ser hijos e hijas como lo es Jesús. Desde esta perspectiva, la historia del hijo pródigo adquiere una nueva dimensión. Jesús, el Amado del Padre, abandona la casa de su Padre para acabar con los pecados de los hijos caprichosos y devolverlos a casa. Pero hasta su marcha, permanece cerca del Padre, le obedece y ofrece curación a sus hermanos y hermanas resentidos. Así, por mí, Jesús se convierte en el hijo menor y en el hijo mayor para enseñarme cómo convertirme en el Padre. A través de Él, puedo volver a ser un verdadero hijo otra vez y, como verdadero hijo, puedo llegar a ser misericordioso como lo es nuestro Padre celestial.

A medida que pasan los años, voy viendo lo difícil, desafiante y a la vez satisfactorio que es crecer hacia esta paternidad espiritual. Una vez tuve la ilusión de que un día todos mis jefes se irían y yo podría al fin mandar. Pero ésta es la dinámica del mundo, donde el poder es lo más importante. Y resulta fácil comprobar que aquéllos que durante toda su vida han intentado deshacerse de sus jefes, cuando por fin logren ocupar su puesto no serán muy diferentes a como fueron sus predecesores. La paternidad espiritual no tiene nada que ver con el poder o el control. Es una paternidad de misericordia. Y para comprenderlo en profundidad, tengo que seguir mirando cómo abraza el padre a su hijo. Continuamente me encuentro luchando para conseguir poder a pesar de mis mejores intenciones. Cuando doy algún consejo, quiero saber si se ha seguido; cuando ofrezco mi ayuda, quiero que me den las gracias; cuando presto dinero, quiero que se utilice a mi manera; cuando hago algo bien, quiero que se me recuerde. Puede que no me hagan una estatua, o una placa conmemorativa, pero vivo preocupado porque no me olviden, por permanecer en el pensamiento y en los actos de los demás.

Sin embargo, el padre del hijo pródigo no vive preocupado por sí mismo. Su vida, llena de tantos sufrimientos, le ha hecho un hombre que no siente ningún deseo de controlar. Sus hijos son su única preocupación; quiere darse a ellos completamente, y por ellos renuncia a todo lo demás. ¿Soy yo capaz de dar sin pedir nada a cambio, amar sin poner condiciones a mi amor? Cuando considero mi necesidad de que se me reconozca y de que se me aprecie, me doy cuenta de que tengo que librar una dura batalla. Pero también estoy convencido de que cada vez que consigo vencer esta necesidad y actúo libremente, puedo confiar en que mi vida puede dar los frutos del Espíritu de Dios.

¿Hay algún camino para llegar a la paternidad espiritual? ¿O estoy condenado a seguir tan atrapado en mi necesidad de encontrar un lugar en el mundo que acabaré utilizando una y otra vez la autoridad del poder en vez de la autoridad de la misericordia? ¿Acaso el sentido de la competencia me ha invadido hasta el punto que veré a mis propios hijos como a rivales? Si realmente Jesús me llama para ser misericordioso como su Padre celestial es misericordioso, y si Jesús se ofrece a sí mismo como el camino para llevar una vida misericordiosa, entonces yo no puedo seguir actuando como si la competencia fuera la última palabra. Tengo que confiar en que soy capaz de convertirme en el padre que estoy llamado a ser.

 

 

Dolor, perdón y generosidad

 

Mirando el cuadro de Rembrandt, descubro tres aspectos de la paternidad misericordiosa: el dolor, el perdón y la generosidad.

Puede parecer raro considerar el dolor como una forma de compasión, pero lo es. El dolor me hace reconocer los pecados del mundo -incluidos los míos-, me estremece el corazón y me hace derramar muchas lágrimas por ellos. No hay misericordia sin lágrimas. Si no son lágrimas que salen de los ojos, tienen que ser lágrimas que broten del corazón. Cuando me paro a pensar en la desobediencia de los hijos de Dios, en nuestra lujuria, nuestra codicia, nuestra violencia, nuestra ira, nuestro rencor, y cuando los miro a través de los ojos del corazón de Dios, no puedo más que llorar y gritar con dolor:

Mira, alma mía, cómo un ser humano intenta hacer daño a otro; mira cómo esos tratan de perjudicar a sus compañeros; mira a aquellos padres molestando a sus hijos; mira cómo el amo explota a sus trabajadores; mira a la mujer violada, al hombre maltratado, a los niños abandonados. Mira, alma mía, el mundo; los campos de concentración, las cárceles, los reformatorios, las clínicas, los hospitales y escucha los gritos de los pobres.

Este dolor es oración. Pero el dolor es la disciplina del corazón que ve el pecado del mundo, y es también el doloroso precio para alcanzar la libertad sin la cual el amor no puede surgir. Estoy empezando a ver que el dolor es una parte muy importante de la oración. El dolor es tan profundo no sólo porque el pecado del hombre sea tan grande, sino también -y sobre todo- porque el amor divino no conoce fronteras. Para llegar a ser como el Padre, cuya única autoridad es la compasión, tengo que derramar incontables lágrimas y así preparar mi corazón para recibir a cualquier persona, no importa cuál haya sido su trayectoria, y perdonarle desde ese corazón.

El segundo camino que conduce a la paternidad espiritual es el perdón. Es a través del perdón constante como llegamos a ser como el Padre. Perdonar de corazón es muy difícil. Casi imposible. Jesús dijo a sus discípulos: “Si tu hermano peca contra ti siete veces al día y otras siete viene a decirte: 'Me arrepiento', perdónalo.” (Lc 17,4) Muchas veces digo, "te perdono," pero mi corazón sigue enfadado o resentido. Quiero seguir escuchando la historia que me demuestra que después de todo tengo razón; quiero seguir oyendo disculpas y excusas; quiero tener la satisfacción de recibir alguna alabanza a cambio -¡aunque sólo sea la alabanza por haber perdonado!

Y sin embargo, el perdón de Dios es incondicional; surge de un corazón que no reclama nada para sí, de un corazón que está completamente vacío de egoísmo. Es su divino perdón lo que tengo que practicar en mi vida diaria. Es una llamada a pasar por encima de todos mis argumentos que me dicen que el perdón es poco prudente, poco saludable y nada práctico. Me reta a pasar por encima de todas mis necesidades de gratitud y atención. Por último, me exige pasar por encima de esa parte de mi yo que se siente herida y agraviada y que desea mantener el control y poner algunas condiciones entre el que me ha pedido perdón y yo.

Este “pasar por encima” es la auténtica disciplina del perdón. Tal vez sea “trepar” más que “pasar”. A menudo tengo que trepar el muro de argumentos y sentimientos negativos que he levantado entre aquél al que quiero y no me devuelve ese amor, y yo. Es un muro de miedo a ser utilizado o herido otra vez. Es un muro de orgullo y de deseo de controlar. Pero cada vez que trepo ese muro, entro en la casa donde habita el Padre, y allí abrazo a mi hermano con un amor auténtico y misericordioso.

El dolor me permite ver más allá de mi muro y darme cuenta del sufrimiento tan horroroso que resulta del extravío humano. Abre mi corazón a una auténtica solidaridad con los otros seres humanos. El perdón es la vía para saltar este muro y acoger a los otros en mi corazón sin esperar nada a cambio. Sólo cuando recuerdo que soy el hijo amado soy capaz de acoger a aquéllos que quieren volver a mí con la misma misericordia con la que el Padre me acoge a mí.

La tercera vía para llegar a ser como el Padre es la generosidad. En la parábola, el padre no sólo entrega a su hijo todo lo que le pide, sino que cuando vuelve lo cubre de regalos. Y a su hijo mayor le dice: “Todo lo mío es tuyo.” (Lc 15,31) No hay nada que el padre se guarde para sí. Se vacía de sí mismo y entrega todo a sus hijos.

Ofrece más de lo que se supone que un hombre al que se le ha ofendido puede dar; se da a sí mismo sin reservas. Los dos hijos lo son “todo” para él. Desea entregarles toda su vida. La manera como entrega al hijo menor la túnica, el anillo y las sandalias, y la forma como es recibido, así como la manera como anima al hijo mayor para que acepte ocupar su lugar en el corazón del padre y se siente a la mesa junto a su hermano menor, deja claro que todas las fronteras del comportamiento patriarcal se han roto. Éste no es el cuadro de un padre extraordinario. Es el retrato de Dios, cuya bondad, amor, perdón, cuidado, alegría y misericordia no conocen límites. Jesús presenta la generosidad de Dios usando todas las imágenes de su cultura, aunque transformándolas constantemente.

Para llegar a ser como el Padre, tengo que ser tan generoso como El. Así como el Padre se da a sus hijos por entero, así yo tengo que darme por entero a mis hermanos y hermanas. Jesús deja muy claro que el darse a sí mismo es la marca del verdadero discípulo. “Nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos.” (Jn.15,13)

Este darse es una disciplina porque no es algo que salga de manera espontánea. Como hijos de la oscuridad que caminan a través del miedo, del propio interés, de la codicia, y del poder, nuestros grandes motivadores son la supervivencia y el instinto de conservación. Pero como hijos de la luz que saben perfectamente que el amor ahuyenta todo miedo, es posible dejar a un lado todo lo que tenemos en contra de los otros.

Como hijos de la luz, nos preparamos para llegar a ser verdaderos mártires: personas que con sus vidas dan testimonio del amor sin límites de Dios. Darlo todo supone ganarlo todo. Jesús expresa esto con toda claridad cuando dice: “El que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por la buena noticia la salvará.” (Mc.8,35)

Cada vez que avanzo un paso hacia la generosidad, sé que me muevo del miedo al amor. Pero al principio estos pasos son duros de dar porque hay demasiadas emociones y sentimientos que me retienen. ¿Por qué tendría que gastar mi energía, tiempo, dinero, e incluso atención, con alguien que me ha ofendido? ¿Por qué tendría que compartir mi vida con alguien que me ha faltado al respeto?

Porque... la verdad es que, en sentido espiritual, el que me ha ofendido pertenece a mi “familia”, a mi “gen.” La palabra “generosidad” incluye el término “gen” que también lo encontramos en las palabras “género”, “generación” y “generativo.” Este término, del latín genus y del griego genos, se refiere al hecho de pertenecer a una clase. Generosidad es un dar que viene del saberse parte de ese vínculo íntimo. La verdadera generosidad actúa desde el convencimiento -no desde el sentimiento- de que todos a los que se me pide que perdone son “parientes” y pertenecen a mi familia. Y cada vez que obre así, esta verdad se me hará más visible. La generosidad crea la familia que cree en ella.

Dolor, perdón y generosidad son, por tanto, las tres vías mediante las que la imagen de Padre puede crecer en mi interior. Son tres aspectos de la llamada del Padre a estar en casa. Como el Padre. Lo mismo que el Padre, ya no estoy llamado a volver a casa como el hijo menor ni como el mayor, sino a estar en casa para que sus hijos puedan volver y ser acogidos con alegría. Es muy duro estar simplemente en casa “esperando”. Es muy duro estar simplemente en casa y esperar. Es un esperar con dolor por aquéllos que se han marchado y un esperar con la esperanza de poder ofrecer perdón y una nueva vida a los que vuelvan.

Como el Padre, tengo que creer que todos los deseos humanos pueden encontrarse en casa. Como el Padre, tengo que estar libre de la necesidad de vagar y alcanzar una infancia perdida. Como el Padre, debo saber que mi juventud se ha ido y que jugar a juegos de juventud no es más que un intento ridículo de ocultar la verdad de que soy viejo y estoy cercano a la muerte. Como el Padre, tengo que atreverme a llevar la responsabilidad de ser una persona espiritualmente adulta y atreverme a confiar en que la verdadera alegría y plenitud sólo pueden venir de dar la bienvenida a casa a aquéllos que están heridos, amándoles con un amor que no pida ni espere nada a cambio.

En esta paternidad espiritual hay un terrible vacío. No hay poder, ni éxito, ni fama, ni satisfacción fácil. Pero ese mismo vacío es el lugar de la verdadera libertad. Es el lugar donde “no hay nada que perder,” donde el amor no tiene ligaduras, y donde puede encontrarse la verdadera fuerza espiritual.

Cada vez que alcanzo dentro de mí ese vacío terrible y fértil, sé que puedo acoger a cualquiera sin condenarle y que puedo ofrecerle esperanza. Allí soy libre para recibir las cargas de los demás sin necesidad de evaluar, categorizar o analizar. Allí, en ese estado completamente libre de todo juicio, puedo engendrar una confianza liberadora.

Una vez, cuando visitaba a un amigo que se estaba muriendo, experimenté este vacío de forma inmediata. No sentí ningún deseo de hacerle preguntas sobre su pasado o de hacer especulaciones sobre el futuro. Simplemente estábamos juntos, sin miedo, sin ningún sentimiento de culpabilidad o de vergüenza, sin preocupaciones. En ese vacío, podía sentirse el amor incondicional de Dios, y podíamos decir lo que dijo el viejo Simeón cuando cogió al niño en brazos: “Ahora, Señor, según tu promesa puedes dejar que tu siervo muera en paz.” (Lc 2,29) Allí, en medio de un vacío terrible, había una confianza plena, una paz completa, una alegría total. La muerte ya no era una enemiga. Había vencido el amor.

Cada vez que alcanzo ese vacío sagrado de amor que no pide nada, el cielo y la tierra tiemblan y hay una gran “alegría entre los ángeles de Dios.” Es la alegría por los hijos e hijas que vuelven. Es la alegría de la paternidad espiritual.

Vivir esta paternidad espiritual requiere la disciplina radical de estar en casa. Como persona que se rechaza y que siempre está buscando afirmación y afecto, me resulta imposible amar sin pedir nada a cambio. Pero la disciplina consiste precisamente en dejar de querer hacerlo por mí mismo, como si de una proeza heroica se tratara. Para descubrir por mí mismo la paternidad espiritual y la autoridad misericordiosa que le pertenece, tengo que dejar que el hijo menor rebelde y el hijo mayor resentido salten a la plataforma para recibir el amor incondicional y misericordioso que me ofrece el Padre y descubrir allí la llamada a “ser acogida” como mi Padre "es acogida"

Entonces los dos hijos que están dentro de mí pueden transformarse poco a poco en el padre misericordioso. Esta transformación me lleva a que se cumpla el deseo más profundo de mi corazón intranquilo. Porque, ¿puede haber alegría más grande que tender mis brazos y dejar que mis manos toquen los hombros de mis hijos recién llegados, en un gesto de bendición?

 

 

Epílogo

 

VIVIR EL CUADRO

 

La primera vez que vi, a finales de 1983, la reproducción del cuadro de Rembrandt, toda mi atención se fijó en las manos del anciano padre estrechando a su hijo recién llegado contra su pecho. Vi perdón, reconciliación, cura; también vi seguridad, descanso, sensación de estar en casa. Aquella imagen del abrazo del Padre a su hijo me conmovió tanto porque todo en mi interior ansiaba que se le recibiera así. Aquel encuentro fue el principio de mi propio regreso.

Poco a poco, la comunidad de El Arca se convirtió en mi casa. Jamás pensé que hombres y mujeres con enfermedades mentales fueran los que pusieran sus manos en mí en un gesto de bendición y que me ofrecieran un hogar. Durante mucho tiempo, había estado buscando seguridad entre los sabios e inteligentes, sin darme cuenta de que las cosas del reino se revelaban a los “sencillos” (Mt 11,25); que Dios eligió a “lo que el mundo considera necio para confundir a los sabios.” (1 Co 1,27)

Pero cuando experimenté el cálido y sencillo recibimiento de aquéllos que no tienen nada de qué presumir, y experimenté el cariñoso abrazo de unas personas que no me preguntaron nada, comencé a descubrir que el verdadero regreso espiritual supone volver a los pobres de espíritu, que es a quienes pertenece el reino de los cielos. El abrazo del Padre se me hizo muy real en los abrazos de aquellos enfermos mentales.

El hecho de haber visto el cuadro por primera vez mientras visitaba una comunidad de personas con enfermedades mentales, me permitió establecer una relación que tiene sus raíces en el misterio de nuestra salvación. Es la relación entre la bendición dada por Dios y la bendición dada por los pobres. En El Arca comprobé que esas bendiciones en realidad son una. El maestro holandés no sólo me puso en contacto con los deseos más profundos de mi corazón, sino que me llegó a descubrir que aquellos deseos podían cumplirse en la comunidad en la que por primera vez me encontré con él.

Han pasado más de seis años desde la primera vez que vi la representación del cuadro de Rembrandt en Trosly, y cinco años desde que decidí hacer de El Arca mi casa. Cuando pienso en estos años, me doy cuenta de que los enfermos mentales y las personas que les atienden me hicieron “vivir” esta parábola más completamente de lo que nunca hubiera pensado. Las cálidas bienvenidas que he recibido en muchas casas de El Arca y las muchas celebraciones que he compartido, me permitieron experimentar el regreso del hijo menor muy profundamente. Bienvenida y celebración son, así, dos de las características más importantes de la vida “en el Arca.” Se muestran tantos signos de bienvenida, abrazos, besos, canciones y se celebran tantas comidas festivas que una persona de fuera puede pensar que El Arca es una celebración de regreso a casa que dura toda la vida.

También he vivido la historia del hijo mayor. Realmente, no me di cuenta de lo presente que el hijo mayor está en el cuadro hasta que fui a san Petersburgo y lo vi entero. Allí descubrí la tensión que equivoca Rembrandt. No sólo está llena de luz la reconciliación entre el padre y el hijo menor, sino también la distancia, oscura y resentida, del hijo mayor. Allí hay arrepentimiento pero hay también ira. Hay comunión pero hay también distancia. Se aprecia el cálido brillo de la curación, pero también la frialdad del ojo crítico; el ofrecimiento de misericordia, pero también la enorme resistencia a recibirla. No me costó mucho reconocer al hijo mayor dentro de mí.

La vida en comunidad no hace que desaparezca la oscuridad. Al contrario. Es como si la luz que me atrajo a El Arca me hubiera hecho consciente de la oscuridad que había dentro de mí. Celos, ira, sentimiento de ser rechazado o abandonado, sentimiento de no pertenecer realmente a nada ni a nadie; todo esto surgió en el contexto de una comunidad que luchaba por conseguir el perdón, la reconciliación y la curación. La vida en comunidad me ha abierto a la verdadera batalla espiritual: la batalla de caminar hacia la luz precisamente cuando la oscuridad es tan real.

Cuando vivía sólo, era bastante fácil mantener al hijo mayor escondido. Pero el compartir mi vida con personas que no ocultan sus sentimientos, enseguida me puso frente a frente con el hijo mayor que estaba dentro de mí. Hay muy poco de romántico en la vida en comunidad. Más bien, provoca una necesidad constante de salir de la oscuridad y llegar al abrazo del padre.

Las personas con deficiencias mentales tienen poco que perder. Se muestran tal y como son. Expresan abiertamente su amor y su miedo, su amabilidad y su angustia, su generosidad y su egoísmo. Mostrándose tal y como son, echan abajo mis defensas tan sofisticadas y me doy cuenta de que debo ser con ellos tan abierto como lo son ellos conmigo. Su deficiencia desvela mi yo. Su angustia refleja mi yo. Sus vulnerabilidades me muestran mi yo. El Arca me abrió el camino para hacer que el hijo mayor que hay en mí entre en casa. Los mismos enfermos que me dieron la bienvenida y me invitaron a celebrarlo también me pusieron delante de mí mi yo todavía sin convertir y me hicieron consciente de que faltaba mucho para que mi viaje tocara a su fin.

Aunque estos descubrimientos me han impactado muy profundamente, el regalo más grande de El Arca es el reto de llegar a ser como el Padre. Al ser mayor que la mayoría de los miembros de la comunidad, parece lógico que piense en mí como en el padre. Por mi ordenación, ya tengo el título. Ahora tengo que vivir de acuerdo con ello.

Llegar a ser como el Padre en una comunidad formada por gente con enfermedades mentales y por sus asistentes exige mucho más que enfrentarse con las luchas del hijo menor y del hijo mayor. El Padre de Rembrandt, es un padre que se ha ido vaciando de sí mismo por el sufrimiento. A través de muchas "muertes" se hizo completamente libre para recibir y para dar. Sus manos extendidas no mendigan, no amarran, no exigen, no advierten, no juzgan ni condenan. Son manos que sólo bendicen, que lo dan todo sin esperar nada.

Ahora estoy ante la dura y aparentemente imposible tarea de dejar marchar al hijo que hay en mí. Pablo lo dice claramente: “Cuando yo era niño, hablaba como niño, razonaba como niño; al hacerme hombre, he dejado las cosas de niño.” (1Co 13,11) Es muy cómodo ser el caprichoso hijo menor o el rencoroso hijo mayor.

Nuestra comunidad está llena de hijos caprichosos y rencorosos, y estar rodeado de iguales da un sentimiento de solidaridad. Así, cuanto más formo parte de la comunidad, más queda demostrado que esa solidaridad es sólo una estación en el camino hacia un destino mucho más solitario: la soledad del Padre, la soledad de Dios, la soledad última de la misericordia. A la comunidad no le hace falta otro hijo menor o mayor, sino un padre que viva con las manos abiertas, siempre deseoso de apoyarlas sobre los hombros de sus hijos recién llegados. Todo en mí se resiste a esa vocación. Sigo inclinándome por el hijo que hay en mí. No quiero estar medio ciego; quiero ver lo que ocurre a mi alrededor con toda claridad. No quiero esperar hasta que mis hijos vuelvan a casa; quiero estar con ellos en el país lejano o en casa con los criados. No quiero permanecer en silencio; estoy deseando escuchar toda la historia y tengo miles de preguntas que hacer. No quiero tener las manos abiertas cuando hay tan pocos que desean que se les abrace, sobre todo cuando muchos consideran que son precisamente los padres la fuente de sus problemas.

Y todavía, después de una larga vida como hijo, tengo la completa seguridad de que la verdadera vocación es la de llegar a ser un padre que sólo bendice en una compasión sin límites, sin preguntar nada, siempre dando y perdonando, sin esperar nunca nada. En una comunidad, todo esto se concreta en muchas cosas. Quiero saber qué está pasando. Quiero estar enterado de los altibajos de las vidas de la gente. Quiero que se me recuerde, que se me invite, que se me informe. Pero el hecho es que pocos se dan cuenta de mi deseo y aquéllos que lo hacen no están seguros de cómo darle respuesta. Mi gente, enferma o no, no busca a otro igual que ellos, otro compañero de juego, ni siquiera busca a otro hermano. Busca un padre que pueda bendecir y perdonar, que no necesite de ellos de la forma como ellos le necesitan a él. Veo mi vocación de padre con toda claridad al mismo tiempo que me parece imposible seguir esa vocación. No quiero quedarme en casa mientras todos se marchan, llevados por sus deseos o por su ira. ¡Yo siento los mismos impulsos y quiero correr como los demás! ¿Pero quién estará en casa cuando vuelvan, cansados, exhaustos, inquietos, desilusionados, culpables o avergonzados? ¿Quién les convencerá de que después de todo lo dicho y hecho, hay un lugar seguro donde ir y donde ser abrazados? Si no soy yo, ¿quién será el que permanezca en casa? La alegría de la paternidad es muy diferente del placer del hijo caprichoso. Es una alegría que va más allá del rechazo y de la soledad; sí, más allá de la afirmación y de la comunidad. Es la alegría de una paternidad que toma su nombre del Padre celestial (Ef 3,14) y participa de su soledad divina.

No me sorprende que pocas personas reclamen para sí la paternidad. El dolor es tan evidente, las alegrías están tan escondidas. Pero no reclamándola, eludo mi responsabilidad de ser una persona espiritualmente adulta. Sí, traiciono mi vocación. ¡Nada menos que eso! ¿Cómo puedo elegir lo contrario a lo que necesito? Una voz me dice: “No tengas miedo. El Hijo te cogerá de la mano y te llevará hasta la paternidad.” Sé que puedo confiar en esa voz. Como siempre, el pobre, el débil, el marginado, el rechazado, el olvidado, el último... me necesitan como padre, y me enseñan a serlo. La verdadera paternidad consiste en compartir la pobreza del amor de Dios que no exige nada. Me da miedo entrar en esa pobreza, pero aquéllos que a través de sus enfermedades físicas o mentales ya han entrado serán mis maestros.

Mirando a la gente con la que vivo, veo el deseo inmenso de un padre en el que paternidad y maternidad sean uno. Todos ellos han sufrido la experiencia del rechazo o del abandono; a todos se les ha herido; todos se preguntan si merecen el amor incondicional de Dios, y todos buscan un lugar al que puedan volver y en el que puedan ser tocados con unas manos que les bendigan.

Rembrandt retrata al Padre como el hombre que ha transcendido los caminos de sus hijos. Su soledad y su ira podían haber estado allí, pero han sido transformadas por el sufrimiento y las lágrimas. Su soledad se ha convertido en una soledad infinita, su ira se ha convertido en una gratitud sin fronteras. Éste es en quien debo convertirme. Lo veo tan claro como veo la inmensa belleza del vacío y de la misericordia del padre. ¿Seré capaz

de dejar al hijo menor y al hijo mayor que crezcan y lleguen a la madurez del padre misericordioso?

Cuando, hace cuatro años, fui a san Petersburgo a ver El Regreso del Hijo Pródigo de Rembrandt, no tenía ni idea de durante cuánto tiempo iba a tener que vivir lo que vi entonces. Permanezco con respecto en el lugar adonde me condujo Rembrandt. Me condujo desde el hijo menor, arrodillado y desarreglado, hasta el anciano padre de pie e inclinado, desde el lugar donde era bendecido al lugar de la bendición. Cuando miro mis manos, sé que me han sido dadas para que las extienda a todo aquél que sufre, para que las apoye sobre los hombros de todo el que se acerque, y para ofrecer la bendición que surge del inmenso amor de Dios.

 

 

AGRADECIMIENTOS

 

 

        Cuando pienso en la cantidad de gente que me ha apoyado a la hora de escribir este libro, los primeros nombres que me vienen a la cabeza son los de Connie Ellis y Conrad Wieczorek. Connie Ellis ha compartido conmigo toda la elaboración del manuscrito. Su entusiasmo, dedicación y ayuda como secretaria no sólo me conmovieron en momentos muy duros sino que además me hicieron seguir confiando en la labor que estaba realizando. Conrad Wieczorek me ha ofrecido una ayuda indispensable desde el principio hasta el final de la elaboración del libro. Le estoy profundamente agradecido por el tiempo y la energía que utilizó en la edición del texto y por sus sugerencias a la hora de cambiar algunos aspectos de forma y contenido.

        Otros muchos amigos han desempeñado un papel fundamental en la elaboración de este libro. Elizabeth Buckley, Brad Colby, Ivan Dyer, Bart Gavigan, Jeff Imbach, Don McNeill, Sue Mosteller, Glenn Peckover, Jim Purdie, Esther de Waal y Susan Zimmerman me han ofrecido su ayuda. Muchas de las correcciones realizadas son el resultado directo de sus consejos.

        Quiero dedicar una mención especial de agradecimiento para Richard White. La generosidad con la que me ofreció su apoyo personal y ayuda profesional me proporcionaron el incentivo necesario para darle forma a este libro.

        Por último, quisiera expresar mi especial gratitud a tres amigos que murieron antes de la publicación de este libro: Murray McDonnell, David Osler y la señora Pauline Vanier. La ayuda personal y económica de Murray, la amistad y cálida respuesta al primer borrador de David y la hospitalidad de la señora Vanier, han sido una importantísima fuente de ánimo para mí. Echo de menos su presencia, pero sé que su amor es mucho mayor que la muerte y que continuará inspirándome.

        Me llena de alegría pensar que este libro es fruto de la amistad y del amor.