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 SANTA CLARA Y LAS CLARISAS

  ÍNDICE GENERAL

 

 

 

Oraciones

Lectio Divina

Adoración

La Imagen del día

 

TÍTULO

AUTOR

CLARA DE ASÍS, UN CANTO DE ALABANZA Fr. Giacomo Bini, Ministro general o.f.m

SANTA CLARA, MODELO DE POBREZA Y HUMILDAD

Conferencia Episcopal Umbra

SANTA CLARA DE ASÍS CLARA LUZ QUE NO CESA

Félix del Buey, o.f.m.

EL ÉXODO DE SANTA CLARA DE ASÍS

Laurence Deslauriers, o.s.c.
SANTA CLARA DE ASÍS Y LA EUCARISTÍA René-Charles Dhont, o.f.m.

SANTA CLARA DE ASÍS.LA HERMANA CLARA O LA LEALTAD

Daniel Elcid, o.f.m.

SANTA CLARA, ESPEJO E IMAGEN DE LA IGLESIA

Kajetan Esser, o.f.m.

LA LEGISLACIÓN DE LAS CLARISAS: ESTUDIO HISTÓRICO - JURÍDICO

Antonio García y García, OFM

ORÍGENES DE LAS CLARISAS EN ESPAÑA

José García Oro, OFM

SANTA CLARA DE ASÍS Y SUS HERMANAS

Engelbert Grau, o.f.m.

La vida en pobreza de santa Clara de Asís en el ambiente cultural y religioso de su tiempo

Engelbert Grau, o.f.m.

EL «PRIVILEGIO DE LA POBREZA»DE SANTA CLARA DE ASÍS
Historia y significado

Engelbert Grau, o.f.m.

SANTA CLARA DE ASÍS Virgen, fundadora de las clarisas,patrona de la televisión

Julio Herranz, o.f.m.

 

 

 

 

SANTA CLARA, MODELO DE POBREZA Y HUMILDAD

por la Conferencia Episcopal Umbra

La Conferencia episcopal de Umbría hizo pública una carta a todos los fieles, en la que afirma que el octavo centenario del nacimiento de santa Clara constituye un tiempo de gracia y una oportunidad para volver a proponer su espiritualidad y acrecentar su devoción. Los obispos subrayan en su mensaje que santa Clara no sólo es modelo para las mujeres que la siguen en la clausura, sino también para quienes han recibido una vocación diferente, pues su testimonio irradia grandes valores que nuestro tiempo necesita con urgencia.

Queridos hermanos y hermanas:

En el nombre de nuestro Señor Jesucristo y de aquella que se llamaba a sí misma «pequeña planta del beatísimo padre Francisco» (RCl 1,3), la «mujer admirable, Clara de nombre y clara por virtud» (LCl 1), os saludamos y deseamos paz y bien.

Como un tiempo de gracia se nos ofrece la oportunidad de celebrar el VIII centenario del nacimiento de santa Clara de Asís, que se inaugurará el próximo 11 de agosto de 1993 y se clausurará el 5 de octubre de 1994. Será un tiempo propicio para avivar su recuerdo, volver a proponer su espiritualidad y acrecentar su devoción, pero, sobre todo, para volver a descubrir la actualidad del mensaje de la virgen Clara.

El aniversario atañe de manera particular a nuestras comunidades cristianas, a nuestra Umbría. Clara es hija de esta tierra. Aquí nació, vivió y murió. Aquí sigue viviendo su carisma en los numerosos monasterios de clarisas que sostienen con su oración y su testimonio el camino de nuestras Iglesias.

(Las monjas clarisas se subdividen en tres familias religiosas de vida contemplativa. La más numerosa es la fundada en el año 1212 por san Francisco de Asís y denominada de las Hermanas Pobres de Santa Clara; la regla fue aprobada por el Papa Inocencio IV y esta familia está unida a la orden de los Frailes Menores. Después siguen las Clarisas Capuchinas, fundadas en 1535 y unidas a la orden de los Frailes Menores Capuchinos, y las Clarisas Urbanianas, fundadas en 1263, cuya regla fue aprobada por el Papa Urbano IV y que están unidas a la orden de los Frailes Menores Conventuales).

Pensando en los veintiséis monasterios de clarisas que hay en la Umbría, nos resulta espontáneo contemplar en este centenario a santa Clara como «el árbol alto, desarrollado hacia el cielo, con sus ramas dilatadas, que en el campo de la Iglesia ha producido frutos suaves y a cuya sombra placentera y amena, muchos seguidores han acudido desde todo el mundo, y todavía hoy acuden a él para gustar sus frutos» (BulCan 11).

La maravilla y gratitud nos impulsan a prolongar las palabras de alabanza que Clara, durante su agonía, dirigió a Dios, autor de todo don: «Y tú, Señor, bendito seas porque me has creado» (LCl 46). Quisiéramos que toda la gente de Umbría sintiera con nosotros esta deuda de gratitud hacia Clara y hacia sus hijas.

Una presencia escondida

Dios nuestro Padre, en su providencia misteriosa y misericordiosa, a principios del siglo XIII, quiso suscitar en su Iglesia, por medio de san Francisco de Asís, una nueva familia religiosa, «precisamente para imitar la pobreza y humildad de su Hijo amado y de su gloriosa Madre virgen» (TestCl 46). Clara se considera una «sierva indigna de Cristo…» (RCl 1,3), una vocación femenina para el mismo ideal de santidad.

En el año 1212, la noche del domingo de Ramos, Clara escapa de su casa y se dirige rápidamente a la iglesita de Santa María de los Ángeles. Aceptada por Francisco, se consagra a Dios en una vida de pobreza y humildad. Después de un breve período, se enclaustra en San Damián y allí permanece hasta su muerte; cuarenta y dos años de vida escondida, de contemplación y entrega total.

No permanece sola. Pronto la siguen numerosas jóvenes de todas las condiciones sociales; constituyen con ella una nueva familia religiosa que al principio toma el bello nombre de «Hermanas pobres» (RCl 1,1 y TestCl 37) y seguidamente se convierte en la orden de las Clarisas y se difunde ampliamente en Umbría, en Italia y en el mundo.

Hoy sus seguidoras de vida contemplativa son casi veinte mil y son también numerosas las jóvenes que llaman a la puerta de los monasterios de nuestra región. Veinte mil en el mundo: verdaderamente una ciudad orante, una presencia «oculta con Cristo en Dios» (Col 3,3) con un amor oblativo, sin reservas, hacia toda la humanidad.

Un testimonio luminoso

Las monjas viven apartadas, pero actúan eficazmente en la Iglesia y en la sociedad con su testimonio. «Clara se escondía, pero todos conocían su vida. Clara permanecía en silencio, pero su fama gritaba» (BulCan 4). Clara «impregnaba con el perfume de su santidad todo el edificio de la Iglesia» (BulCan 5).

La contemplación de Dios y la práctica de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia son signos de existencias humanas que prefiguran y anticipan la vida eterna, la meta última y común de todos los hombres. Aunque esos consejos no son para todos, en la modalidad radical de la vida consagrada, indican a todos la dirección hacia la cual es preciso caminar; invitan a seguir a Cristo seriamente, a crecer hacia la perfección de la caridad. Por esta razón, Clara es modelo no sólo para las mujeres que la siguen en la clausura, sino también para quienes han recibido una vocación diferente. Es un «libro de la vida», un «espejo de vida» (BulCan 14), que nos interpela a todos, poniendo en tela de juicio nuestro modo de vivir.

El testimonio de Clara irradia algunos grandes valores, que nuestro tiempo necesita con urgencia: la comunión con Cristo, la pobreza evangélica, la femineidad auténtica, la fraternidad, la serenidad en el sufrimiento, la intercesión por los demás y la atención a la sociedad. Sobre estos valores tan importantes queremos llamar la atención con algunos breves puntos de reflexión, recorriendo los escritos y biografías de santa Clara en las Fuentes Franciscanas.

La comunión con Cristo

Cristiano es quien ha sido conquistado por Cristo, cree en él, muerto y resucitado, Señor y Salvador, y pertenece a él porque posee su Espíritu. Con él vive una relación de amistad profunda y de comunión y diálogo continuo, de amigo a amigo y en la obediencia a su palabra.

Clara tiene un amor apasionado por Cristo; está completamente arrebatada por su fascinación. Lo ensalza como esposo incomparable: «Su poder es más fuerte que cualquier otro, su generosidad, mayor; su belleza es más seductora, su nombre más dulce; y todo favor suyo, más exquisito» (1 CtaCl 9); «su amor hace feliz, su contemplación reconforta y su benignidad colma. Su suavidad penetra totalmente al alma, y el recuerdo brilla dulcemente en la memoria» (4 CtaCl 11).

Clara vive la oración contemplativa, dejándose transformar «totalmente… en la imagen de su divinidad» (3 CtaCl 13). Cuando regresaba a la oración, «las hermanas se alegraban como si hubiera venido del cielo» (Proc 1,9). Tenía confianza absoluta en su esposo divino, incluso en situaciones dramáticas, como cuando, postrada ante la Eucaristía en el refectorio de san Damián, mientras los sarracenos estaban a la puerta, «con lágrimas habló a su Cristo: Señor mío, ¿acaso quieres entregar en manos de los paganos a tus siervas indefensas, que he educado por tu amor?» (LCl 22). E inmediata y milagrosamente fue escuchada, con la liberación.

Una intimidad tan profunda con el Señor constituye un desafío para nuestra cultura secularizada, que tiende a marginar a Dios de la vida del hombre y lo impulsa a vivir como si Dios no existiera; pero, en realidad, el mismo hombre se encuentra después pobre en esperanza y en un estado de degradación humillante.

Es verdad que «el que sigue a Cristo, hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre» (Gaudium et spes, 41).

Clara nos invita a no dejarnos arrollar por el dinamismo exasperado que conduce a vivir con superficialidad y sin pensar, sino a encontrar pausas de silencio, reflexión y oración.

Un poco de clausura hace bien a todos: no por nada Jesús recomendó retirarse a orar en el propio aposento, en secreto, «después de cerrar la puerta» (Mt 6,6). Y, si no es posible la clausura de las paredes, siempre es posible la clausura del corazón y no puede faltar en la vida del cristiano.

La mujer nueva

Clara se presenta como una personalidad fuerte, ejemplo de femineidad auténtica y madura. Suscita admiración en sus contemporáneos, que la veneran como «la mujer nueva del valle de Espoleto» (BulCan 11), e incluso como «huella de la Madre de Dios, nueva guía de las mujeres» (LCl Pro).

Es mujer pobre y humilde, libre y valiente, hermana y madre de numerosas compañeras; es más, se siente, esposa, madre y hermana del mismo Señor Jesucristo, «adornada por el estandarte luminoso de la virginidad inviolable y de la pobreza santísima» (1 CtaCl 13). Vive todas las dimensiones de la femineidad en un nivel más alto.

La virginidad consagrada, en cuanto entrega total de sí y comunión de caridad con Cristo, es matrimonio espiritual verdadero y fecundo. Ciertamente virginidad y maternidad no se oponen, sino que se explican y complementan recíprocamente. Son dos dimensiones de la femineidad y como dos caminos que la mujer recorre para realizarse a sí misma en la gratuidad del don. La gratuidad no es sólo del amor virginal, sino que permanece fundamento del mismo amor conyugal y materno. Por tanto, en ambas modalidades del amor no puede faltar la gratuidad, si no se quiere que fracasen la vocación virginal y la conyugal. Y aunque «la virginidad en el sentido evangélico comporta la renuncia al matrimonio y, por tanto, también a la maternidad física, la renuncia a este tipo de maternidad, que puede comportar incluso un gran sacrificio para el corazón de la mujer, se abre a la experiencia de una maternidad en sentido diverso: la maternidad “según el espíritu”» (Mulieris dignitatem, 21).

Virginidad y matrimonio son dos formas de amor oblativo. Ambas se ven amenazadas por la actual mentalidad individualista y consumista. La misma dignidad de la mujer, tan enfatizada, es con frecuencia mal entendida. Clara, con su virginidad fecunda, indica la belleza del don de sí, que da sentido y valor a la dignidad y vocación de la mujer.

Pobreza altísima

Clara perseguía el firme propósito de observar «perpetuamente la pobreza y la humildad» (RCl 12,13), según el Evangelio y la enseñanza de la Iglesia: ¡la nada de las cosas y del yo, por el todo de Dios!

Su elección se inspiraba en el amor a Cristo: «Esperaba conformarse en perfectísima pobreza con el Crucificado pobre, de manera que ninguna cosa transitoria separara a la amante del amado y retardara su marcha hacia el Señor» (LCl 14). De hecho, corría «libre y ligera, sin carga, detrás de Cristo» (LCl 13).

La pobreza es libertad para estar disponibles para Dios y para el prójimo. Hoy, con demasiada frecuencia, se confunde la libertad con la afirmación egoísta de sí mismo y con la posesión de muchos bienes materiales. Pero en nuestro tiempo tampoco es rara la invitación a la austeridad y al ahorro, no por motivos éticos ni religiosos, sino de economía. De todas maneras, se nos invita a la sencillez y sobriedad de vida. Y si la pobreza es libertad, recordemos que es camino seguro hacia la solidaridad y el amor. Y camino hacia la paz. Entonces comprenderemos que el amor universal de Francisco, así como el de Clara, hunde sus raíces en la pobreza perfectísima y altísima.

La alegría perfecta

Clara y sus primeras compañeras, con el espíritu de la perfecta alegría franciscana, afrontaban las pruebas no sólo con paciencia y valentía, sino también con alegría. «No temíamos ninguna pobreza, fatiga, tribulación, humillación y desprecio del mundo, porque, al contrario, considerábamos todo eso como una delicia» (RCl 6,2).

Causa asombro la actitud de la santa durante su larga enfermedad. «Durante veintiocho años de debilidad continua, jamás se oye una murmuración, ni un lamento, sino que siempre sale de su boca una conversación santa, siempre el agradecimiento» (LCl 39).

Este testimonio es más actual hoy que nunca, porque tenemos la tentación de valorar excesivamente la salud, la eficiencia y la belleza del cuerpo, pero no sabemos dar un sentido al sufrimiento.

El cristiano no deja de mirar de manera realista el dolor, la enfermedad y la muerte como un mal. Sin embargo, siempre considera la vida como un don precioso de Dios y encuentra en el sufrimiento la ocasión privilegiada para crecer en humanidad y robustecer la fe, la esperanza y la caridad. También se ofrece a sí mismo a Dios por los demás, en unión con Cristo crucificado y resucitado. En efecto, sabe que el dolor tiene un valor redentor.

La fraternidad

La pobreza de Clara es libertad, no sólo para seguir a Cristo, sino también para construir la fraternidad con los demás. Estos dos valores se encuentran significativamente unidos en el nombre primitivo «Hermanas pobres» (RCl 1,1 y TestCl 37).

Según su ideal, el monasterio debe ser «un solo corazón en la caridad y convivencia fraterna» (LP 45). Para que esto sea una realidad, es necesario renunciar al propio interés y placer egoísta, a la afirmación individualista de sí. Jamás habrá lugar para el hermano en un corazón soberbio y egoísta. Jesús nos revela el secreto de un corazón abierto a la fraternidad, cuando dice: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29).

La actualidad de este mensaje es evidente para nuestra cultura, caracterizada por el individualismo y consumismo, que a su vez genera indiferencia recíproca y soledad, conflictividad y marginación.

Solidaridad con todos ante Dios

El mundo secularizado tiende a calcular el valor de una persona según lo que hace o produce. Considera estéril y despreciada una vida dedicada a la oración. Clara de Asís, en cambio, cree que la monja de clausura es «colaboradora de Dios mismo y apoyo para los miembros débiles y titubeantes de su cuerpo inefable» (3 CtaCl 8).

Clara tiene razón. La fuerza de la Iglesia no está en la organización y en el activismo, sino en el Espíritu del Señor, que la sostiene y la hace fecunda. Y el don del Espíritu se obtiene sobre todo con la oración y el sacrificio. Dios escucha la invocación humilde, confiada y solidaria, en la que se expresa la pobreza radical del hombre ante él.

La monja que se consagra a Dios no se aparta de los hombres; al contrario, dilata su corazón, para abrazar con su oración de intercesión a la Iglesia y a la humanidad entera, especialmente las más graves necesidades espirituales y materiales. El Papa Juan Pablo II se expresaba así el pasado mes de enero ante la comunidad del protomonasterio de santa Clara de Asís: «Representáis a la Iglesia orante (…). No sabéis cuán importantes sois, escondidas y desconocidas, en la vida de la Iglesia, cuántos problemas y cuántas cosas dependen de vosotras.»

¡Cuánta gratitud deberíamos sentir en Umbría hacia los numerosos monasterios que incesantemente llevan al Señor nuestras necesidades espirituales, que desde hace siglos acompañan el camino de nuestro pueblo y sostienen la acción pastoral de nuestras Iglesias!

Atención vigilante a la sociedad

Hay un episodio de la vida de santa Clara que podemos considerar significativo de la atención vigilante con que las monjas siguen los acontecimientos humanos, incluso los seculares. Las tropas del emperador Federico II, dirigidas por Vitale di Aversa, asediaban Asís y saqueaban el territorio. La santa, preocupada y dolorida por la ruina de su ciudad, dijo a las hermanas: «Sería gran impiedad no llevarles el socorro que nos sea posible, ahora que es el momento oportuno (…). Id a nuestro Señor y pedidle con todo el corazón la liberación de la ciudad» (LCl 23). El asedio fue levantado y la ciudad liberada.

El episodio, en la situación de cambio y desorientación en que se encuentra hoy nuestro país, se convierte en un llamamiento a los hombres de buena voluntad, especialmente a los creyentes, para que no se encierren en la esfera privada, sino que adviertan la urgencia y el deber de un compromiso social y político serio en términos de servicio por el bien común.

Conclusión

Con confianza y esperanza os entregamos esta carta a todos vosotros, hermanos y hermanas, pero especialmente a las generaciones jóvenes. El mensaje de la bienaventurada Clara de Asís es siempre actual, porque es profundamente evangélico, y os invitamos a alabar al Señor en este centenario de la santa por las maravillas que ha obrado y sigue obrando a través de ella y de sus hermanas, a través de Francisco y de sus frailes, en nuestro tiempo al igual que en el pasado.

La fe y la santidad de Francisco y Clara pertenecen a Umbría, antes que al mundo; son orgullo y gloria de la historia ocho veces centenaria de nuestra gente. Quiera Dios que todavía hoy iluminen y conduzcan a Umbría, que se halla en camino hacia el tercer milenio, por el sendero de una nueva evangelización.

Por tanto, sobre Umbría, sobre los monasterios de las Clarisas y sobre cuantos celebran con fervor el centenario inminente, invocamos la bendición de Dios con la fórmula misma de santa Clara:

«El Señor os bendiga y proteja. Os muestre su rostro y tenga misericordia. Dirija a vosotros su rostro y os dé su paz. El Señor esté siempre con vosotros y haga que estéis siempre con él» (BenCl 2-4.16).

Desde la sede de la Conferencia episcopal umbra, en Asís, el 11 de julio de 1993, fiesta de san Benito, patrono de Europa.

[L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 27-VIII-93]

[Selecciones de Franciscanismo, vol. XXII, n. 66 (1993) 330-337]

 

 

SANTA CLARA DE ASÍS
CLARA LUZ QUE NO CESA

por Félix del Buey, o.f.m.

 

En palabras improvisadas a las clarisas del protomonasterio de Asís, el 12 de marzo de 1982, el papa Juan Pablo II releyó con ojos genialmente intuitivos los orígenes franciscanos. El binomio Francisco-Clara no se entiende -dijo- con criterios meramente humanos. Urge redescubrir las fuentes de luz de las biografías de este hombre y de esta mujer nuevos. Son dos clarísimos espejos cuya humanidad no se empaña o dos astros que parecen de leyenda. A la vez «cuerpos, personas, espíritus», nacieron en una ciudad en armas que ellos trocaron en ciudadela perenne de paz y bien: la bella Jerusalén de la Umbría, el Asís de los «menores» o de los santos.

INTRODUCCIÓN:

TRAS LA GUERRA DE LOS NOBLES
O DE LOS «CONDES»

El año 1200 estalló en Asís la llamada «guerra de los condes». Como consecuencia, la familia de los Offreduccio hubo de exiliarse a sus latifundios perusinos, cuando la hija mayor de la casa, Clara, acababa de cumplir siete primaveras. No podrán retornar al palacio solariego de la plaza de San Rufino hasta pasados ocho años. En el campo de Perusa, avistando la orgullosa cumbre del lejano macizo del Subasio, Clara dejará atrás su niñez y adolescencia; se hará quinceañera y será prometida a un caballero de la nobleza de Asís, según los usos sociales de la época.

En 1208, recuperada la mansión asisiense, madonna Hortulana da órdenes de echar a andar los telares domésticos y ruega a sus hilanderas y tejedores que se afanen en ultimar el ajuar de boda de su primogénita, cuya discreción y belleza están acaparando admiración en la ciudad. Se trataba -dice su Leyenda- de una familia de «muy ilustre linaje», perteneciente por ambas ramas a la nobleza caballeresca. El padre de Clara, Favarone, era un miles, es decir, un caballero de la clase urbana de los maiores. Estos modestos señores feudales vivían intramuros, pero poseían su poder en la campiña, con heredades y hombres suficientes para sostener casas señoriales y castilletes, y para acometer empresas militares. Quizá por ello, en la Leyenda de Clara, la figura del padre brilla por su ausencia del hogar, mientras la madre Hortulana adquiere gran relieve en la educación de sus hijas.

Muy otra fue la suerte de los menores o hijos de la burguesía, que habían empuñado las armas contra los nobles. Desde finales del siglo XII, y durante la primera mitad del XIII, Asís y una parte del ducado de Espoleto se ven implicados en las disputas entre papado e imperio. El nacimiento de los «municipios» conoció diversas fases: lucha mayores-menores, lucha señores-pueblo, rivalidad Asís-Perusa, Umbría fue terreno abonado de estas rivalidades.

Es el caso de la familia Bernardón de Asís, adinerado traficante del gremio de laneros, que surtía su tienda en las ferias transalpinas. Casado con la francesa Pica, el pañero tenía dos hijos. El mayor -Cesco para los amigos- era un mozo flacucho y jovial de 19 años, que dejó el mostrador y se enroló en el escuadrón de los populares antifeudales, contra los aristócratas y los perusinos.

Cesco montó en corcel y luchó denodadamente, pero cayó prisionero entre Perusa y Asís, en el puente de Collestrada. La dura mazmorra le hizo pensar en la condición humana de burgueses y señores, ambos venidos a menos de momento.

El tratado de paz de 1203 lo dejó en libertad y pudo regresar al hogar; pero volvía enfermo y en crisis religiosa, además de desilusionado. ¿A qué causa alistarse en adelante? ¿A qué señores servir?

Mientras las gentes más humildes fueron capaces de ir olvidando rencores de guerra, el hijo de Bernardón, que no era rencoroso, no pudo recobrar la labia del tendero que había sido, ni sentirse a gusto de cara a los clientes de su padre. Así y todo, no era un convaleciente depresivo; los cepos no le habían arrebatado la alegría. Ni el quebranto del cuerpo fue óbice tampoco para sus sueños, alimentados por el cariño materno. Además, al delirio y a las caricias se sumó la vanidad del progenitor, que carecía de títulos y andaba sobrado de dinero. Como fuera, el hijo tenía que ser un gran hombre. Y mientras esto llegaba, de fiesta en fiesta, Francisco se vio coronado «rey de la juventud».

Hasta que, un atardecer en que rondaba por las ermitas, la «voz» de una tabla bizantina, ante la que se postró, le hizo discernir qué ruinas hay que apuntalar con el hombro y a quién vale la pena servir. El Cristo de San Damián cambió la vida de Francisco. A resultas del dictado de aquel icono -o del cielo- mudó de casa y emuló a pobres y leprosos. Lo que va de 1205 a 1208 es un trienio -a solas con Dios- de búsqueda y maduración.

EL SERMÓN DE FRAY EJEMPLO

Muchos en Asís siguieron el curso de la enfermedad de Cesco y todos se enteraron de la ruptura de relaciones con su padre, cuya avaricia era notoria. Por eso, cuando el hijo de Bernardón inició su vida de ermitaño y albañil, no se vio solo mucho tiempo; Dios le trajo pronto, como regalo, hermanos, es decir, otros «penitentes» -la flor de la juventud de Asís- que se contagiaron de su mismo ideal. Por la calle pordioseaban pan y piedras para restaurar iglesias y predicaban de madrugada bajo el pórtico de San Jorge o en los portales de la catedral. Y para dar razón de su género de vida y de sus sermones a quien le pidiera una palabra de aclaración, el humilde Cesco -ahora fray Ejemplo- no olvidó la formalidad de contar con la benevolencia del obispo Guido II.

La hija de Favarone oyó una de estas pláticas ejemplares, a la entrada misma de San Rufino, un domingo de Cuaresma de 1210. De mañana temprano, en compañía de un hermano, Cesco había subido a la ciudad a predicar. Dieron vueltas con las manos en las mangas y ya se volvían sin haber abierto el pico. El compañero rompió entonces el silencio:

-- Padre, ¿no íbamos a la catedral a predicar?

-- Sí, hermano, ya hemos hecho el mejor sermón. No olvides que no hay predicador comparable a «fray ejemplo».

Ese año fue cuando messer Rufino de Scipione, primo de Clara, se embelesó con el grupito de conversos, pasó a engrosar su número y se ganó pronto fama de contemplativo. La noble patricia siguió escuchando al joven Bernardón, con más asiduidad, durante los dos años siguientes. La acompañaban casi siempre otros parientes, como Pacífica y Silvestre, que con este motivo frecuentaban la mansión de los Favarone. El tema de la conversación era siempre «los penitentes», comidilla de las charlas hogareñas, runrún de los corrillos, comentario de las sacristías e hilo de las habladurías de los mentideros del mercado. Nadie se desentendía ni miraba para otra parte porque aquello acabó por interesar a todos.

En la casa de Hortulana se hablaba siempre con discreción, entre otras razones porque media familia andaba tocada del ideal o de la «locura» de Cesco. Admiraban al rico burgués que había despreciado la bolsa de su padre, que mendigaba piedras para Dios, que entonaba tiernos cantares al agua y a la muerte, que ejercía de juglar a lo divino, que agradecía al cielo el don de la vida y la consagraba a dar besos a los leprosos y a repetir trisagios al Dios santo, fuerte e inmortal.

Aunque no faltaron quienes tomaban por locos al hijo de Bernardón y a sus seguidores, la mayoría de la gente de Asís los respetaba, pedían su consejo y les ofrecían limosnas. Era especialmente dadivosa madonna Hortulana. Y su hija Clara, sin que nadie lo sospechara, cavilaba día y noche cómo arreglárselas para tener un encuentro confidencial con el mismo fray Ejemplo, el Buenagente, el Pobrecillo o Cesco, como llamaban ya todos al hijo de Pedro y Pica.

HERMANO SOL Y HERMANA LUNA DE ASÍS

Por lo demás, Clara y Francisco no tenían en común antecedentes de sangre ni de otros vínculos. Los Bernardón eran comerciantes, los Offreduccio vivían de sus tierras. La guerra, además, los había distanciado a todos. Ni siquiera las madres Pica y Hortulana, que al parecer habían peregrinado juntas a Jerusalén en 1192, conservaban el lazo de amigas de Tierra Santa. Por otra parte, Cesco era entonces un muchacho de diez años y Clara no había nacido aún.

Por tanto, la afinidad futura de estos dos astros de Asís se basará solamente en la convergencia de rasgos interiores. A la fe limpia en Cristo Jesús -hecho uno de tantos por amor al hombre- estos claros hijos de Umbría unieron su natural compasión por los necesitados, su afición a la lectura del evangelio y de las gestas caballerescas, la opción por los que viven la pobreza y el ser maestros del arte de la cortesía. Clara se enamoró de su amigo penitente hasta seguir su camino y secundar su brillo. Ocho siglos más tarde, estos rostros sin par -«hermano Sol y hermana Luna»- proyectan su claror sobre el cielo de Asís. Son clara luz que no cesa, espejos que no se empañan, estrellas sin eclipse...

El hijo desheredado de Bernardón era el guía espiritual de la noble Clara y el apoyo de su debilidad mientras iba adquiriendo el temple para ser madre de muchas hijas. Sus ojos claros sólo vieron en el amigo penitente los trazos demacrados del Nazareno y la silueta de la cruz que tanto deseaba abrazar.

No sabemos pormenores de lo que antecedió a su decisión intrépida. Para que la carne no se interpusiera, todo quedó en el pecho de consejeros o de confidentes. Como en el caso de la ruptura de Cesco con su progenitor, la hija de Favarone no contó con su casa, pero sí con el señor Obispo, que era vecino y amigo de la familia.

El resto es todo cosa de Dios, que se sirvió de los penitentes de la Porciúncula para que Clara y la fiel Pacífica de Güelfuccio consumaran su consagración. Un angelical cómplice -o el propio esposo divino- forzó la puerta trasera de palacio o la del «muerto» y las vírgenes vigilantes se perdieron en la oscuridad. Poco después, allá abajo en la llanura, las antorchas iluminaban las cabañas y la ermita de Santa María de los Angeles.

Esto ocurría la noche del domingo de Ramos de 1211 ó 1212. El siervo de Dios Francisco, en nombre de la santa madre Iglesia y autorizado por el prelado de San Rufino, recibía en sus manos las promesas de Clara. Un tosco sayal de estameña suplía a las sedas nupciales de refinado «punto de Asís», el bordado local que quedó a medio elaborar en los bajos de la casa paterna.

La paz del bosque se vio turbada al amanecer. Hombres armados buscaban a la frágil pareja de fugitivas, que no estaban ya ocultas tras el seto vivo de la ermita, sino acogidas a sagrado -con derecho de asilo- en el vecino monasterio de San Pablo, afueras de Bastia, de donde no hubo fuerza humana que las pudiera arrancar. Más tarde, para mayor seguridad, el propio Francisco pidió a los camaldulenses el refugio de San Damián. Allí la gala de Asís, Clara Offreduccio y sus primeras seguidoras, plantaron su jardín y alzaron la «torre fuerte» de la señora Pobreza, como único privilegio, que hizo titubear a los papas, uno tras otro. Inocencio III concedió a Clara lo que a Gregorio IX, más tarde, le parecería excesivo tratándose de monjas de clausura. Pero la Santa siguió insistiendo en la misma súplica hasta el lecho de muerte: «Santo Padre, absuélvame de mis pecados, pero jamás aceptaré ser dispensada del voto -o privilegio- de desposarme con la Pobreza de Jesucristo».

Antes de expirar, en 1253, el papa Inocencio IV en persona entró a San Damián y se acercó al catre de Clara para entregarle el escrito o bula aprobatoria de la Regla por ella elaborada. Deseaba que muriera alegre portando al sepulcro, en los pliegues del hábito, el ansiado documento que autorizaba a las Hermanas Pobres a no poseer cosa alguna, ni en privado ni comunitariamente.

I. CLARA OFFREDUCCIO
HASTA SALIR DEL SIGLO

Nos referimos exactamente a los dieciocho años primeros de la existencia de Clara, etapa a la que ella alude con estas mínimas palabras: «Cuando vivíamos en las miserables vanidades de este mundo» (TestCl 2). Pero, por fortuna, los testigos del Proceso de canonización -religiosas clarisas y ciudadanos seglares- esbozaron los rasgos fundamentales del retrato de su primera juventud, hasta el día de su salida del siglo.

Nace Clara, a finales del siglo XII, en una región convulsionada por contrastes sociales; de cuño aristocrático, su familia forma parte de los caballeros o maiores de la ciudad. Es la primogénita, educada con miras a un matrimonio distinguido. La referencia de fondo de su formación abarca especialmente dos puntos obligados: la cultura cortesana y el conocimiento de las hagiografías. No iba para aureolas desde el vientre materno, como tantas veces en los tópicos medievales de preelección a la santidad; al contrario, Clara conoció los problemas de la guerra y el desarraigo del exilio. Si, en estos años tempranos de su niñez, quisiéramos buscar una premisa para futuras muestras de santidad, habría que fijar los ojos en la figura de su madre Hortulana, a la que las fuentes presentan como mujer «peregrina» y representativa de la renovación religiosa del cruce de siglos, entre el XII y el XIII.

TESTIGOS LLAMADOS A DECLARAR

Las religiosas y los seglares que, a los tres meses de la muerte de la Santa, declararon ante los comisarios papales en el Proceso de canonización, se pueden dividir en tres grupos de testigos.

El primer grupo de testimonios refleja la santidad de Clara durante los tres lustros que vivió en el seno de la propia casa. Sor Cecilia de Spello, hija de messer Gualtieri Cacciaguerra, declara haber oído a la madre de santa Clara que «cuando estaba encinta de esta niña, y rezando ante la santa cruz para que el Señor le ayudase en el peligro del parto, había oído una voz que le dijo que iba a alumbrar una gran luz que iluminaría grandemente al mundo» (Pro 6,12).

Beatriz, hermana carnal de Clara, que la sigue a San Damián en 1229, declaró que la vida de su hermana mayor «había sido casi angélica desde la niñez, ya que fue virgen y permaneció siempre en virginidad. Y era solícita en buenas obras de santidad, tanto que su buena fama se divulgó entre todos los que la conocían» (Pro 12,1).

El criado Juan Ventura es más explícito aún en su declaración jurada: «Dijo que el testigo moraba en casa de madonna Clara mientras ella estuvo en casa de su padre, siendo muchacha y virgen, pues él era hombre de armas de la casa. Y entonces madonna Clara podría tener unos dieciocho años. Y era del más noble abolengo de la ciudad de Asís, por parte de padre y de madre. Su padre se llamó messer Favarone, y su abuelo messer Offreduccio de Bernardino. Y la muchacha era tan honesta en su vida y costumbres como si hubiera estado mucho tiempo en monasterio. Preguntado sobre qué vida llevaba, respondió: aunque la corte de su casa era de las mayores de la ciudad y en ella se hacían grandes dispendios, con todo, los alimentos que le daban como en gran casa para comer, ella los reservaba y ocultaba, y luego los enviaba a los pobres. Preguntado por cómo sabía las dichas cosas, contestó que, estando él en casa, las veía y las creía firmemente, porque así se decía. Y ella, viviendo todavía en casa de su padre, llevaba bajo los otros vestidos una áspera estameña de color blanco. Dijo también que ayunaba y permanecía en oración, y hacía otras obras piadosas, como él había visto; y que se creía que desde el principio estaba inspirada por el Espíritu Santo» (Pro 20,1-5).

Los tres testimonios son distintos, pero convergentes. El viejo sirviente se siente orgulloso de vivir en una «corte» donde se come en abundancia. Pero observa que Clara es sensible a las precarias condiciones de los pobres, con quienes quiere compartir alimentos y vestido.

Beatriz da un juicio de valor: Clara fue «angélica» y santa, es decir, fue pura, devota y misericordiosa. Y su «buena fama» repercutió en la opinión pública de la ciudad, a pesar de haber vivido siempre retirada en una casa señorial.

La declaración de Hortulana no es directa, pues nos llega a través de sor Cecilia. Nótese que la madre de Clara no ora a un santo, sino a la santa Cruz. ¿Será eco de su peregrinación a Tierra Santa, donde se postró en el Calvario y en el lugar del hallazgo de la cruz? La «luz» que va a alumbrar tendrá destellos universales, sin límites. Son rasgos de una religiosidad nueva.

Los testigos del segundo grupo son parientes más lejanos o personas que fueron vecinas o amigas de infancia. Las enumeramos.

Amada y Albina -en el Proceso «sobrinas», hijas de messer Martín de Coccorano- atestiguan también sobre su «fama pública» (Pro 4. 2). Y sor Pacífica de Güelfuccio -la primera en declarar, amiga desde la niñez y algo pariente- dice que «entre su casa y la de la virgen Clara sólo mediaba la plaza, y con frecuencia la testigo conversaba con ella» (Pro 1,2). También Bona, hermana de Pacífica, es amiga íntima desde la infancia. Y su testimonio resalta el recato de Clara, a la que presenta como una señora feudal, oculta a las miradas de los extraños y encerrada en el interior del palacio. «Se ocultaba, no queriendo ser vista, y así estaba de modo que no podía ser observada por los que pasaban delante de su casa. Era también muy afable y se ocupaba de otras obras buenas. Preguntada por cómo sabía las cosas dichas, contestó: porque vivía con ella» (Pro 17,4).

Otras dos testigos, Bienvenida de Perusa y Felipa de Leonardo de Gislerio (la segunda, como Clara, refugiada en Perusa), corren la misma suerte por su condición de nobles. Su testimonio subraya la temprana santidad y la fama pública: «Antes de que entrase en religión, era tenida por santa por todos los que la conocían» (Pro 3,2).

El tercer grupo de testigos son dos nobles de Asís, de la misma clase social que Favarone. El primero, messer Ranieri de Bernardo, asisiense, testifica sobre la decisión de Clara desde su propia casa señorial: «El testigo conoció a la dicha madonna Clara cuando era niña en casa de su padre; y era virgen, y desde su primera edad comenzó a dedicarse a obras santas... Como era bella de rostro, se trató de darle marido; y muchos de sus parientes le rogaban que consintiese en casarse; pero ella jamás accedió. Y el testigo mismo le había rogado muchas veces que accediese, y ella no quería ni oírle; antes bien, ella le predicaba a él el desprecio del mundo. Preguntado por cómo sabía las dichas cosas, contestó: porque su mujer era pariente de la dicha madonna Clara, por lo que el testigo frecuentaba su casa con confianza y veía las antedichas buenas obras» (Pro 18,1).

La misma negativa de bodas centra el testimonio de Pedro de Damián de Asís: «Declaró bajo juramento que el testigo y su padre eran vecinos de la casa de santa Clara... Y vio que el padre y la madre y sus parientes la quisieron casar según su nobleza, magníficamente, con hombres grandes y poderosos. Pero la muchacha, que tendría entonces aproximadamente dieciocho años, no pudo ser convencida de ninguna manera, porque quería permanecer virgen y vivir en pobreza, como lo demostró después, ya que vendió toda su herencia y la dio a los pobres. Y por todos era tenida como de buena conducta. Preguntado por cómo lo sabía, contestó: porque era su vecino y sabía que nadie había podido persuadirla nunca a poner su afición en las cosas mundanas» (Pro 19,1-2).

Ranieri de Bernardo y Pedro de Damián son los únicos que resaltan la belleza física de Clara, aparte de los pintores de la época. Estas prendas, unidas a su linaje aristocrático, le facilitaban el enlace con otra familia de su mismo rango social.

LEYENDA DE SANTA CLARA

Al elaborar la Leyenda de santa Clara, Celano selecciona los rasgos pertinentes al modelo de mujer que quiere presentar como santa. Comienza por perfilar la silueta de la madre, Hortulana, en menoscabo de un Favarone, el padre, cuyo nombre ni siquiera recuerda y está siempre ausente del palacio. Para Celano, Hortulana es una mujer de fe, «aunque» (quamvis) casada; es decir, no se podía pedir una vida más devota a una mujer que, por estar casada y ser madre, tenía que atender los deberes de su hogar.

El hagiógrafo, al esbozar los trazos del tipo de santidad de madre e hija, no quiere o no es capaz de borrar la opción entre vida cristiana de «claustro» y vida cristiana de «siglo». He aquí sus palabras: «No obstante las exigencias de sus deberes de esposa y del cuidado del hogar, se entregaba según sus posibilidades al servicio de Dios y a intensas prácticas de piedad. Tanto que pasó a ultramar en devota peregrinación; tras visitar los lugares que el Dios-Hombre dejó santificados con sus huellas, regresó gozosa a su ciudad... Por el fruto se conoce el árbol y por el árbol se recomienda el fruto. Tanta savia de dones divinos gestaba ya la raíz, que es natural que la ramita floreciera en abundancia de santidad» (LCl 1-2).

Pero Celano sabe muy bien que, en su tiempo, existía un movimiento religioso femenino, las beguinas, casadas o viudas, que seguía en contacto con el mundo. Así, la santidad de Clara no puede verse como flor espontánea que brota del seno materno, sino a través de la virtud de la madre. En este caso, la santidad de madre e hija van ligadas a la nobleza de la sangre, circunstancia que aprovecha el celanense para hacer más exportable, en el siglo XIII, el modelo de «santa» cuyo retrato propone para que brille fuera de Asís: «De casa rica, con bienes muy copiosos en relación al nivel de su patria» (LCl 1). Por eso, no es azar que su leyenda arranque glosando la claridad del nombre y de la virtud: «Mujer admirable de linaje, Clara de apelativo y de virtud» (LCl 1).

Clara es, pues, según el Proceso, misericordiosa, devota y virginal. Sor Pacífica dijo que madonna Clara, «estando aún en el siglo, le dio a la testigo por devoción cierta cantidad de dinero y le mandó que lo llevase a los que trabajaban en Santa María de la Porciúncula, para que compraran carne» (Pro 17,7). Celano omite este detalle, pero matiza su contenido y añade a la compasión el sentido penitencial, es decir, una sensibilidad que consiste en asociar los sufrimientos al sacrificio de Cristo: «Y para que su sacrificio fuese más grato a Dios, privaba a su propio cuerpecito de los alimentos más delicados y, enviándolos a hurtadillas a través de intermediarios, reanimaba el estómago de sus protegidos» (LCl 3).

Esta cristología es nueva: un Dios humanado que ofrece su vida por los pecadores, y un puñado de hombres creyentes, los santos, que quieren compartir sus sufrimientos. También hay avance en el elogio de la virginidad de Clara: «Debajo de los vestidos preciosos y sensuales, llevaba escondido un pequeño cilicio, mostrándose por fuera aparentemente mundana, pero revistiéndose interiormente de Cristo» (LCl 4).

Sin duda, Celano «retrata» a Clara adolescente anticipando el género de vida de la monja que vivirá recluida largos años en San Damián. El recato de Clara es comparado al «pomo de aroma exquisito», que dilata su fragancia -su fama pública- por la ciudad, por el claustro y por el mundo.

II. HERMANA CLARA,
MADRE Y MAESTRA EN CRISTO

Son muchas las mujeres prestigiosas que han ilustrado la historia de la Iglesia en todos los tiempos, reflejo fiel y variado de la «mujer fuerte» de la Sagrada Escritura.

En el cruce de los siglos XII al XIII, la ciudad de Asís se convierte en el mejor de los muestrarios de esta primaveral eclosión de espiritualidad femenina. Pica y Hortulana -las «señoras» madres de Francisco y de Clara de Asís- hicieron de sus hogares planteles de santidad no asimilables a los modelos de los viejos monasterios del anterior medioevo.

Como lirios del campo, los seguidores de Francisco brotaron alegremente entre los setos de Porciúncula; fieles al primitivo ideal, el bosquecillo de encinas y enebros multiplicaba sus vástagos cada mañana y alargaba las sombras de sus ramas. Cesco -el Buenagente- no cesaba de agradecer y añadir versos al poema de los hermanos que el cielo le regalaba a manos llenas: Bernardo el pobre, Gil el extático, Rufino el contemplativo, el distinguido Maseo, el paciente fray Junípero y el purísimo León; Ángel el cortés y Juan el fuerte, Rogerio y Lúcido y los demás, de dentro y fuera de Umbría...

Antes de 1220, los Capítulos generales o «mesas redondas» de los caballeros de Francisco llegaron a reunir unos cinco mil hermanos. Semejaban bandadas de alondras, acampadas para orar, platicar y conocerse. Y se dice que las gentes de Asís se honraban de atender a las necesidades materiales, porque aquello les parecía un radiante testimonio de familia, que el cielo se empeñaba en bendecir cada día.

También el coro de las Damas Pobres -en contrapunto de voces blancas- llena el valle de Espoleto y trasciende las cimas del Subasio. Clara, la plantita de Dios que ha nacido también en la llanura de los Ángeles, transforma los claustros de San Damián en jardines primaverales de campanitas de plata. A estos sones virginales se refiere la Santa en su Testamento: «El Señor, por su misericordia y gracia, nos hizo crecer en número en breve espacio de tiempo» (TestCl 31). Nada más grato que recordar los nombres de este plantel de azucenas de la primera hora: la hermana Cecilia nacida en Spello, las «primas» Pacífica y Bona de Güelfuccio, hermanas; Amada y Albina, hijas de messer de Coccorano; Consuelo y Angelita, Bienvenida de Perusa y Felipa de Gislerio de Asís; más Clarita, Inés ('corderilla') y Beatriz, que arrastraron a su madre, madonna Hortulana -la esposa del caballero Favarone- a la paz y a la clausura de San Damián.

Clara de Asís es la primera mujer de la Iglesia -y de la humanidad- que alumbró o dejó en pos de sí una floración de hijas o «hermanas pobres» con regla propia. Veinte años después de la fundación, San Damián contaba con 50 hermanas clarisas. Lo acredita un documento de 1238. Este reguero de luz ha llegado a nuestros días con brillo inconfundible, pues el número de sus seguidoras, después de ocho siglos, no es inferior a las 18.000.

Excepcionalmente dotada por naturaleza y gracia, es maestra en las labores del hilado, del tejido y del bordado. Muchas iglesias pobres de los contornos recibieron el regalo de los corporales y otros paños de altar, que Clara bordaba a mano, recostada en su catre de dolor de San Damián.

DEL MAGISTERIO DE CLARA

Pero, además, la hija del poderoso Favarone y de madonna Hortulana sabe leer y escribir latín vulgar, lo suficiente para adquirir una sólida formación religiosa al contacto con el «padre» san Francisco, sus frailes menores y los clérigos del obispado de Asís. Es evidente su gran penetración en materia de espiritualidad, hasta el punto de ejercer, oralmente y por escrito, un auténtico magisterio.

Enumeramos los breves, pero preciosos, escritos con los que la madre y maestra Clara nutrió a sus hijas de dentro y fuera de Asís.

En cuatro Cartas a la princesa Inés de Praga, que vistió el hábito de clarisa, la fundadora le aclara la función del amor en el seguimiento de Cristo; en una breve Carta a Ermentrudis de Brujas trata de afianzarla en lo que ha prometido a Dios al consagrarle la vida. La Regla, que el papa Inocencio IV aprobó la víspera de la muerte de la santa (el 9 de agosto de 1253), es la forma de vivir que ella anhelaba para sí y sus Hermanas Pobres, basada en el «privilegio» de guardar la más estricta pobreza. El texto del documento original se descubrió entre los pliegues de la manga, en el sarcófago de piedra de la basílica que le levantó su ciudad junto a San Jorge. De una ternura especial es el Testamento, que dirige a sus «hermanas queridas» y firma «vuestra madre y esclava» (TestCl 6 y 79). Y, por fin, la Bendición, que toma pie de la de Francisco y ahonda en todas las razones -hermana, esclava, planta de nuestro padre, madre vuestra y de las demás hermanas pobres, en la tierra y en el cielo- para terminar deseando a todas que «el Señor esté siempre con vosotras» y que «vosotras estéis siempre con él».

Como muestra de la hondura y originalidad de su palabra escrita, he aquí unas líneas de exhortación, de la segunda carta a Inés de Praga, en las que presenta a la hija del rey de Bohemia la dolorosa belleza de Cristo pobre, como único camino de gloria:

«Míralo hecho despreciable por ti, y síguele, hecha tú despreciable por él en este mundo [...]. Observa, considera y contempla, con el anhelo de imitarle, a tu esposo, el más bello entre los hijos de los hombres, hecho por tu salvación el más vil de los varones; despreciado, golpeado y azotado de mil formas en todo su cuerpo, muriendo entre las atroces angustias de la cruz. Porque, si sufres con él, reinarás con él; si con él lloras, con él gozarás; si mueres con él en la cruz de la tribulación, poseerás las moradas eternas en el esplendor de los santos, y tu nombre, inscrito en el libro de la vida, será glorioso entre los hombres» (2CtaCl 19-20).

MUJER DE PERFILES EVANGÉLICOS

Por cualquier lado que la miremos, Clara de Asís, como su amigo y padre Francisco, es evangelio viviente; todo son rasgos que la asemejan a Jesús, como las primaveras de la Umbría se parecen a las de Galilea. Para sus contemporáneos fue «la mujer nueva del valle de Espoleto» (BulCan 9). En la catedral de Anagni, en 1255, el papa Alejandro IV la proclamaba espejo de vida, libro que interpela, lámpara luminosa: «Clara moraba oculta, pero su conducta resultaba notoria; vivía en el silencio, y su fama era un clamor. La Iglesia se colmaba de aromas de santidad» (BulCan 3-4). En ella confluyen y se complementan dos caminos luminosos o formas de amor que el evangelio hace compatibles: la flor de la virginidad y la maternidad del espíritu. Es maestra para quienes han optado por las aulas del itinerario contemplativo de la clausura, donde Clara se anticipa a las doctoras de la experiencia mística; y su docencia escondida no es óbice para alzarse, a los ocho siglos, con el patronazgo del mundo televisivo, porque el cielo le concedió ver y oír a distancia, desde su lecho, las funciones de la Navidad que los hermanos menores celebraban en la basílica de la Colina del Paraíso.

Pío XII, el 4 de febrero de 1958, quiso subrayar que Clara es la ciudad puesta sobre el monte. La luz y la vida no se pueden esconder porque gritan más allá de la muerte: «Bendito seas, Señor, porque me has creado» (LCl 46). Cuando Clara regresaba de la oración arrebatada por la fascinación del amigo divino, «las religiosas se alegraban como si viniera del cielo» (Pro 1,9).

Clara es la gran «cristiana» cuya fuerza procede de la comunión con Cristo. Su confianza, absoluta en situaciones límite, culminó cuando los sarracenos asaltaron su refugio de San Damián. Ella, en un gesto o imagen digna de la patrona del arte de la televisión, los detuvo clamando a su Señor y alzando la Custodia: «¿Y entregas inermes en manos de paganos a tus siervas, a las que yo he criado en tu amor?» (LCl 22).

Al enarbolar en su mano el vigor del sacramento, Clara proclama que no es lo primero el dinamismo exasperado del hombre que, al no contar con Dios, se degrada en su soledad. Al contrario ella, respirando a dos pulmones el aire del evangelio y bebiendo a boca llena el agua de la gracia, crece en dignidad y en libertad de espíritu.

El privilegio de ser pobre conduce a la suerte evangélica de ser libre y feliz. El vacío que resulta de liberar el corazón de egoísmos y posesiones es camino ancho de paz y de amor, de hacerse disponible para la solidaridad. Un recipiente a propósito para que Dios lo colme con sus dones.

Tan sierva del Señor se siente Clara en el servicio de sus hermanas e hijas -y aun de su ciudad- que, estando agonizante, le cuenta a fray Reinaldo su vida de entrega, desde 1212 a 1253, con estas palabras: «Desde que conocí la gracia de mi Señor Jesucristo por medio de aquel su siervo Francisco, ninguna pena me resultó molesta, ni ninguna penitencia gravosa, ni enfermedad alguna, hermano carísimo, difícil» (LCl 44).

Pero la pobreza de Clara no fue sólo libertad para seguir a Cristo, sino también fuerza para crear fraternidad. Como «hermanas pobres», el ideal de las vírgenes del monasterio de San Damián, que luego de la muerte de la Santa se trasladó a intramuros y hoy denominamos de Santa Clara, es la «convivencia fraterna» (LP 45), un tipo de familia incompatible con intereses egoístas.

La historia prueba que el corazón de Clara era más ancho que su monasterio y que vivió vigilante también de la suerte de su ciudad. Cuando la asediaba Vidal de Aversa, dijo a sus hermanas: «Acudid a nuestro Señor y suplicadle con todo el corazón la liberación de la ciudad» (LCl 23).

Y es que quien se consagra a Dios y se aleja del ruido del mundo, no por ello se aparta de los problemas del hombre. Se lo decía el papa Juan Pablo II a la comunidad del protomonasterio de Asís: «No sabéis cuán importantes sois... ¡Cuántos problemas y cuántas cosas dependen de vosotras!» (Disc. del 12-III-1982).

Por ello, en reciprocidad, la ciudad de Asís -y el mundo entero- ha cargado alegremente con el peso del «privilegio» de la pobreza de Clara y sus hijas, a las que nunca, en ocho siglos, ha faltado la mesa de la caridad, pese a los temores iniciales de los pontífices Honorio III y Gregorio IX, tan amigos de la Santa, pero que no acababan de creer que una mujer frágil pudiera cargar sobre sus hombros todo el peso del Evangelio.

III. LA PERSONALIDAD DE CLARA DE ASÍS

Sorprende la gentil personalidad de Clara de Asís por la riqueza y equilibrio de sus perfiles. Dado nuestro objetivo, nos ceñimos a un esbozo de rasgos a la luz de sus escritos.

FISONOMÍA DE ASPECTOS COMPLEMENTARIOS

Clara es entusiasta y dinámica, alegre y serena; pero su sabiduría se manifiesta en el rigor y flexibilidad que imprime a sus directrices. La serenidad es fruto de su valor y de la fe y confianza en Dios. En él y en las hermanas encuentra el desarrollo de sus cualidades -su personalidad- y la fuente de su alegre energía. Sólo con fortaleza espiritual se puede llevar el peso de la «norma de vida» que ha abrazado. Ello le hace escribir: «Y viendo el bienaventurado padre Francisco que, aun siendo nosotras débiles y frágiles corporalmente, no rehusábamos indigencia alguna, ni pobreza, ni trabajo, ni tribulación, ni ignominia, ni desprecio del mundo, sino que más bien considerábamos todas estas cosas como grandes delicias, se alegró mucho en el Señor» y «movido a piedad escribió para nosotras la forma de vida» (RCl 6, 2; TestCl 27-28).

Clara está radicalmente dispuesta a la donación de todo su ser, incluido el deseo de martirio (Pro 6,6). El compromiso de toda su persona aflora en la oración y en el servicio a las hermanas. Para ello no hace falta la palabra docta, ni las letras; basta la santa operación del corazón puro: «No se preocupen de estudios las que no los hayan cursado; en cambio, estén atentas a anhelar por encima de todo el espíritu del Señor y su santa operación, orar continuamente con alma pura, y tener humildad y paciencia en la persecución y en la enfermedad y amar a los que nos persiguen» (RCl 10,8).

Animosa y enérgica, Clara manifiesta su gran entereza de alma en la enfermedad y en el cargo de animadora de sus hermanas. Por eso manda que la autoridad se entienda como servicio: «Y la abadesa tenga para con las hermanas una familiaridad tan grande, que puedan las religiosas hablarle y comportarse con ella como las señoras con su esclava; pues así debe ser, que la abadesa sea sierva de todas las hermanas» (RCl 10,4). «Y sea además tan benigna y tan de todas, que puedan éstas (las religiosas) manifestarle confiadamente sus necesidades y recurrir a ella en todo momento, con confianza, como les pareciere conveniente, tanto en favor suyo como de sus hermanas» (TestCl 65-66).

Usa con frecuencia la expresión «como puedo» (1CtaCl 31. 33), que revela la conciencia de sus limitaciones, incluso a la hora de bendecir: «Os bendigo en mi vida y en mi muerte, en cuanto puedo, con todas las bendiciones» (Ben 11-12).

Dotada de fina sensibilidad, posee un vivo sentido de la belleza y de la grandeza de la creación, como no podía ser menos en quien había crecido a la sombra del cantor del hermano Sol, que la contagia del asombro ante la obra y los dones de Dios, autor de todo bien, especialmente del reino de los cielos: «Es un gran trueque, y loable, dejar lo temporal por lo eterno, ganar el cielo a costa de la tierra, recibir el ciento por uno y poseer a perpetuidad la vida feliz» (1CtaCl 30).

La gratitud le hace sentirse obligada a devolver multiplicado el talento recibido, «pues el mismo Señor nos puso a nosotras como modelo y espejo no sólo de las demás, sino también de nuestras hermanas, las que fueron llamadas por el Señor a nuestra vocación, con el fin de que ellas a su vez sean espejo y ejemplo para los que viven en el mundo» (TestCl 19-20).

La palabra «espejo» es clave en la cultura y en los escritos de Clara, tan en línea con la ejemplaridad medieval. El espejo es la imagen de Cristo visto en la cuna o en la cruz. He aquí un pasaje significativo de la cuarta carta a Inés de Praga: «Él es esplendor de la eterna gloria, reflejo de la luz perpetua y espejo sin mancilla. Tú, ¡oh reina y esposa de Jesucristo!, mira diariamente este espejo y observa en él constantemente tu rostro: podrás así vestirte hermosamente y del todo, interior y exteriormente, y ceñirte de preciosidades, y adornarte juntamente con las flores y las prendas de todas las virtudes, como corresponde a quien es hija y esposa castísima del Rey supremo. Pues bien, en este espejo se reflejan...» (4CtaCl 3-4).

NATURALIDAD EN LO SOBRENATURAL

En la vida de Clara se encuentran pocos fenómenos extraordinarios. Se diría que lo suyo es moverse con naturalidad, como el pez en el agua, cuando vive sus continuas experiencias sobrenaturales. Pero en su oración trasciende con frecuencia los límites de las realidades naturales hasta el punto de que a sus hermanas les parece que la ven «volver del cielo», en un ir y venir sin distancias para los sentidos.

Es célebre a este respecto su participación desde el dormitorio corrido, la noche de Navidad de 1252, en el Oficio divino de los frailes menores del Sacro Convento donde está la tumba del padre san Francisco. La hermana Felipa lo recordó así al testimoniar en el Proceso:

«Refería también la dicha madonna Clara cómo, en la noche de la Natividad del Señor del año pasado, no pudiendo ella levantarse del lecho por su grave enfermedad para ir a la capilla, las hermanas fueron todas a maitines, como de costumbre, dejándola sola. Entonces la madonna, suspirando, dijo: "¡Oh Señor Dios! Aquí me han dejado sola contigo, en este lugar". De pronto, comenzó a oír los órganos y responsorios y todo el oficio de los hermanos en la iglesia de San Francisco, como si estuviera presente allí» (Pro 3,30).

La hermana Amada añade que «ella oyó a la dicha madonna Clara que en aquella noche de la Navidad del Señor había visto también el pesebre de nuestro Señor Jesucristo» (Pro 4,16).

Y la también testigo sor Balbina, que confirma esta visión, añade el detalle del gracejo de Clara que echa en cara a las hermanas a su regreso el haberla dejado sola: «Vosotras me habéis dejado aquí sola, yéndoos a la capilla a maitines, pero el Señor me ha proveído bien, al no poderme yo levantar de la cama» (Pro 7,9).

La Leyenda de Celano y las Florecillas han amplificado e inmortalizado los recuerdos de las testigos de la canonización. Este último relato dice así literalmente:

«Llegó la solemnidad de la natividad de Cristo. Todas las demás hermanas fueron a los maitines, quedando ella sola en la cama, pesarosa de no poder ir con ellas y tener aquel consuelo espiritual. Pero Jesucristo, su esposo, no quiso dejarla sin aquel consuelo: la hizo transportar milagrosamente a la iglesia de San Francisco y asistir a todo el oficio de los maitines y de la misa de medianoche, y además, pudo recibir la sagrada comunión. Después fue llevada de nuevo a su cama» (LCl 29; Flor 35).

Estos textos, sin duda, movieron al papa Pío XII a proclamar a santa Clara de Asís patrona celestial de la televisión, en 1958.

LAS BODAS MÍSTICAS DE MADONNA CLARA

Las cuatro cartas de Clara de Asís a Inés de Bohemia, mujer de estirpe real, giran en torno al tema casi único de las bodas místicas o de la virginidad consagrada a Cristo. Después de esto transcurrieron, lentos, los siglos del bajo medioevo. Y hay que llegar a la pluma de Juan de la Cruz para encontrar páginas tan encendidas del alma enamorada. Clara abre a Inés su intimidad porque son dos mujeres que han renunciado al amor esponsal por haber experimentado el flechazo divino.

Ambas lo han dejado todo por su enamoramiento de Cristo pobre y crucificado. En el caso de Inés, la renuncia implica la corona de emperatriz. Clara, cuya sangre era noble pero no real, ha renunciado a algo menos; pero habla a la princesa bohemia y la invita, gozosa, desde su condición de cautiva de amor divino y seducida igualmente por el Jesús del pesebre y de la cruz. Como si le estuviera mirando directamente a los ojos, la virgen de Asís expresa su pasmo y elogia la decisión que ha tomado la de Praga, de seguir a Cristo:

«Realmente -le escribe- hubierais podido disfrutar más que nadie de las pompas y de los honores y de las grandezas del siglo; pero lo habéis desdeñado todo y habéis preferido, con entereza de alma y corazón enamorado, la santísima pobreza y la escasez corporal, uniéndoos con el Esposo del más noble linaje, el Señor Jesucristo, que guardará vuestra virginidad siempre intacta y sin mancilla» (1CtaCl 5-7).

Tras esta primera etapa de elección de esposo por enamoramiento, viene la entrega o fidelidad generosa: «¡Abrázate, virgen pobrecilla, al Cristo pobre!». «Observa, considera y contempla, arde en deseos de imitar a tu Esposo, el más hermoso entre los hijos de los hombres» (2CtaCl 18,20).

La tercera carta a Inés es un canto de alegría porque la virgen de Bohemia, «ahora hermana y esposa del supremo Rey de los cielos», persevera tras la huella de Jesús pobre y humilde. Por eso, «me siento llena de tanto gozo, y respiro con tanta alegría en el Señor, que nadie podrá arrebatarme este júbilo» (3CtaCl 1-5). Alegrarse en el Señor es hundirse en la fuente de la alegría, mirarse en el espejo de la eternidad y saborear la dulzura escondida, sólo reservada para los amigos (vv. 12-14).

La cuarta y última carta a Inés, escrita en 1253 (año del tránsito de Clara), repite hasta diez veces las voces «esposo/esposa». Es sin duda reflejo del grado de unión con Cristo que Clara está viviendo en este final de su vida. La imagen del «espejo» lo llena todo en esta carta: «En este espejo resplandecen la bienaventurada pobreza, la santa humildad y la inefable caridad, como lo podrás contemplar con la gracia de Dios en todo el espejo» (4CtaCl 18-20). Porque presiente cerca su felicidad final, Clara alienta a Inés al éxtasis del amor unitivo: «¡Déjate abrasar, oh reina esposa del Rey celestial, cada vez con mayor fuerza, por este ardor de caridad!» (v. 27).

Hay que saltar siglos en la historia de la mística cristiana para hallar experiencias similares y expresiones de tan profunda y novedosa espiritualidad. Su sentido de la clausura excede lo estrictamente canónico de la legislación eclesiástica. La virginidad es una condición necesaria para una fecundidad espiritual, por la que tantas hermanas optan siguiendo el ejemplo de Clara. La cadena de hijas es fruto del amor, que crea "familia", en el sentido que emerge de la conocida Bendición de Clara, cuya mano pretende abarcar el presente y el futuro:

«El Señor os bendiga y os guarde; os muestre su faz y tenga misericordia de vosotras; os vuelva su rostro y os dé su paz, hermanas e hijas mías...». Hasta aquí su diestra está siguiendo el dictado de la de Francisco; pero ella, con nuevo impulso, alarga su deseo de paz y bien para bendecir otros planteles trasplantados del damianita: «A vosotras y a todas las que han de venir y permanecer en vuestra comunidad y en todas las demás, tanto presentes como futuras, que han de perseverar hasta el fin en todos los otros monasterios de Damas Pobres» (Ben 2-5).

El tema de las bodas místicas, con la pobreza y la humildad de Cristo como fondo, es una reelaboración teológica de Clara y de la comunidad de San Damián, que preludia otras glosas posteriores del Cantar de los Cantares.

IV. EL GRAN ICONO ACTUAL
DE SANTA CLARA DE ASÍS

 

Los hermanos Ministros Generales de la Orden Franciscana, en su Carta inaugural del 750º aniversario de la muerte de Santa Clara (1253-2003), han evocado la actualidad de la Fundadora a través del icono pintado en 1283, a petición de las clarisas del protomonasterio de Asís (Donna Benedetta-Abadessa).

La enamorada de Dios aparece vestida con hábito pobre por amor al «santísimo y amadísimo Niño» y a su «santísima Madre» (RCl 2,24). Su rostro es el de alguien que ha visto al Rey de la gloria (Pro 4,19), porque Clara fue el cumplimiento de la promesa de Francisco de que «sobre quienes practiquen estas cosas y perseveren en ellas se posará el Espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada; son hijos del Padre celestial, cuyas obras realizan; y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo» (1CtaF 5-7).

IMAGEN DE CLARA EN EL ICONO DE AYER

En la gran tabla de 1283, Clara aparece rodeada de ocho escenas estelares de su vida: cuatro narran la historia de su vocación y las otras cuatro su forma de vida. En frase de Michel Feuillet, «en este icono podemos admirar a la Pobrecilla, el rostro femenino del franciscanismo, lleno de respeto, inteligencia y ternura».

Las dos últimas escenas describen la muerte y los funerales de la santa. Vemos en la primera de éstas a la Virgen María, que viene con su séquito de vírgenes a revestir a su hija con espléndido vestido, como corresponde a la Esposa que se prepara para el enlace nupcial con el Cordero. El último cuadro es la función exequial, celebrada por el propio papa Inocencio IV, que deseaba canonizar a Clara sin la dilación que establecía el código. Por fortuna, el cardenal Reinaldo, futuro Alejandro IV, que la elevó a los altares en Anagni en 1255, frenó a Inocencio desaconsejándole que celebrara la misa de vírgenes en lugar de la de difuntos. Gracias a esto tenemos el precioso texto del Proceso de canonización, con la riqueza de testimonios y hechos expuestos por personas, seglares y religiosas, que habían vivido con Clara largos años, tanto en la casa paterna como en el monasterio de San Damián.

La escena sexta que rodea el icono, es la declaración que hizo sor Cecilia sobre el milagro del medio pan que, por la oración de Clara, se convirtió en cincuenta rebanadas, tantas como hermanas. Este episodio muestra que la pobreza no era sólo un ideal abstracto en el monasterio de San Damián, sino una dura condición de la vida cotidiana. He aquí la declaración de la testigo sor Cecilia:

«Dijo también que un día, no teniendo las hermanas más que medio pan, porque la otra mitad se la habían dado a los hermanos que vivían en la parte exterior, la dicha madonna mandó a la testigo que hiciese con aquel pan cincuenta rebanadas, y se las llevase a las hermanas, que habían ido ya al refectorio. Entonces dijo la testigo a la dicha madonna Clara: "Para hacer de este trozo de pan cincuenta rebanadas, sería necesario aquel milagro del Señor de los cinco panes y los dos peces". Pero la madonna respondió: "Ve y haz lo que te he dicho". Y el Señor multiplicó aquel pan de tal modo, que hizo de él cincuenta rebanadas y ¡grandes rebanadas!, como santa Clara le había ordenado» (Pro 6,16; LCl 15).

Ella era, al fin, la abadesa y madre de todas: «Yo, Clara, esclava, aunque indigna, de Cristo y de las hermanas pobres del monasterio de San Damián» (TestCl 37).

LA IMAGEN DE CLARA EN NUESTROS DÍAS

Al final de nuestra semblanza o visión de Clara, es obvio preguntarnos si, después de ochocientos años -a siete siglos y medio de su muerte-, la ilustre asisiense del siglo XIII sigue siendo espejo y forma de vida para nuestros días. ¿Es aún «un clamor» en el mundo cristiano el espíritu -«el silencio»- de la abadesa de San Damián de Asís?

Un primer acercamiento a la mentalidad de nuestro tiempo lo vemos en su modo de ejercer a pie, sin resabios caballerescos, la autoridad al frente de su monasterio. ¡Qué voz tan dulce y cercana! La mujer responsable de aquel grupito de penitentes femeninas de Asís, que comienza de simple guía de una pequeña fraternidad, acaba rigiendo y gobernando «en espíritu y verdad» a toda una comunidad de cincuenta «hermanas e hijas» (Ben 4); pero, además, por vez primera en la historia de la clausura monacal, Clara deja atrás el estilo de la abadesa feudal para convertirse en una «hermana» de sus «hijas», y aún en una «sierva de todas las hermanas» (RCl 10,5).

Su forma de entender la autoridad es equidistante entre la entereza y la bondad dialogante. Su actitud es la propia de un Cristo «sin alardes de su categoría de Dios» (Flp 2,6), uno de tantos, un modelo siempre actual y evangélico de practicar su sentido de la igualdad y el respeto.

Por eso, la ternura pasa a ser norma. La «abadesa y madre» (RCl 10,7) «esmérese en ser la primera más por las virtudes y santas costumbres que por el cargo, de modo que las hermanas, estimuladas por el ejemplo, le obedezcan más por amor que por temor» (RCl 4,9). Y debe contar con todas las hermanas, en el capítulo semanal, a la hora de deliberar sobre los asuntos de utilidad y decoro para el monasterio, «pues muchas veces el Señor revela a la que es menor lo que es más conveniente» (RCl 4,18).

Lo que Clara busca es una fraternidad en comunión con la abadesa, en diálogo fraterno de integración en la vida común; no se trata de uniformidad, sino de unión interior. Lejos de pretender cercenar el sentido crítico y el uso sano de la libertad, la abadesa de San Damián quiere la corresponsabilidad de sus hermanas o hijas, con la finalidad de «conservar la unión del amor mutuo y de la paz» (RCl 4,22).

Le gustaría ceder la iniciativa a las demás. En su pluma, la expresión «mis hermanas y yo» es el compromiso compartido -de todas y cada una- en los asuntos graves de la vida fraterna (RCl 4,19-22).

HUMANA Y FEMENINA EN PLENITUD

Este clima de caridad unió a las hermanas en la realización de aquella forma de vida evangélica de Francisco, tan nueva en la Iglesia medieval, que precisó otra experiencia -todo el rodaje y redescubrimiento de la fraternidad damianita bajo el dulce magisterio de Clara- para poder ser «imitada» por el mundo y por los siglos, hasta llegar con vitalidad a conectar con el gran Concilio de hoy, el Vaticano II, y con las renovadas bases de la vida religiosa (PC 14-15).

A cambio de sus renuncias, Clara fue colmada por Dios de valores humanos y femeninos en plenitud, que puso al servicio de su monasterio y de la Iglesia. Prudente y firme, fue siempre la hija del «caballero», sin vacilar en sus opciones fundamentales. Bajo el sayal de pobre, su icono de discípula de Cristo esconde la excelencia de una inteligencia y voluntad inquebrantable. Rompió el cerrojo de su palacio familiar -tal vez la respetada «puerta de los muertos»- y descerrajó los esquemas de cuantos quisieron llevarla por caminos o «reglas» que no eran su forma de vida.

Pero a ello unió toda la ternura de un corazón de mujer, fresco siempre para el sentimiento. Todo el cariño que no dio a un marido de la tierra, lo volcó en Cristo y en las personas con quienes se relacionó. Valga el recuerdo de la Carta a Inés de Bohemia: «Aunque no te haya escrito [...], no te extrañes, ni creas de ninguna manera que el fuego del amor que te tengo arde menos afectuosamente en las entrañas de tu madre» (4CtaCl 4-5).

Es especialmente familiar con sus hermanas de comunidad. Los gestos son muchos y delicados: las vela y recubre sus cuerpos durante la noche (no se olvide que el dormitorio es común), les lava los pies cuando vuelven de mendigar, se prodiga con las jóvenes, las débiles y las enfermas, y a veces las cura con el signo de la cruz (LCl 34-35).

Y es también un alma abierta al mundo y a los hombres, en especial a la Iglesia, porque su trato con el hermano Francisco le ha enseñado a ser una más en el corro de las criaturas.

UNA POBREZA NO MANIQUEA, "DE PRIVILEGIO"

La pobreza forzosa es una plaga de la sociedad. La pobreza del monasterio de San Damián, pese a su radicalidad, no era una condena maniquea de los bienes de Dios, sino una interpelación saludable sobre el uso o abuso de las cosas materiales, que se dignifican en el servicio a la persona. Aquel estilo austero de vida impresionó a propios y extraños, pero fue un reclamo para muchos: siguieron a Clara su madre, sus dos hermanas Inés y Beatriz, sus primas carnales, amigas y vecinas y tantas doncellas de la flor de Asís y su comarca.

La renuncia evangélica -el «vende tus cosas y sígueme» (Mc 10,21)- es una denuncia profética del escándalo del mundo, cuyo afán instintivo es poseer y dominar sin medida, mientras dos tercios de la humanidad están condenados a la miseria. Frente a esta tragedia, poco podía hacer la Iglesia -en ruinas también- desde el vértice de la pirámide. El papa de turno, el gran Inocencio III, estaba muy acostumbrado a que a diario se cursaran letras a la curia romana en demanda de privilegios para mejorar las condiciones de vida de los monasterios y sus posesiones. Pero, un día de 1216, llegó una extraña súplica -firmada por Clara Offreduccio- que pedía «el derecho de vivir en suma pobreza y que nadie pueda forzarla a recibir bienes».

Doce años más tarde, en 1228, le contestaba el sucesor Gregorio IX: «En respuesta a vuestra súplica, Nos confirmamos vuestra voluntad de vivir en grandísima Pobreza». Como los caballeros «menores» de la mesa redonda de Francisco, las damas «pobres» de Clara querían llegar a ser una constelación de reinas del cielo, que se habían negado a ceñir coronas de la tierra. Para nutrirse de la contemplación de Dios, ya sólo necesitaban gozar del «privilegio» de enajenar y repartir los propios bienes, de cumplir con el trabajo manual de cada día y de acudir al tesoro de la providencia, como lo hacen los lirios del campo, los pajarillos del aire y los peces del mar.

La sonrisa de Inocencio se muda en gravedad en el rostro de Hugolino. Este gran amigo se atreve a contraer una deuda con Clara, a quien se encomienda como «hermana querida en Cristo, madre de la salvación de mi alma» (Carta de Hugolino a Clara). Como cardenal protector de la Orden, no había podido convencer a la joven abadesa de que aceptara unos huertecillos de regalo para proveerse de lo necesario en momentos de apuro.

Las fraternidades mendicantes de pobres voluntarios -seguidores del Cristo del pesebre y del madero- son la negación de los latifundios y estructuras monacales. Las tapias o setos de los nuevos conventos no hablan de metas, sino de lugares de paso. Hay que salir fuera y se vuelve sólo (al «con-vento») a recobrar fuerzas y a cruzar los brazos en la oración, que es común; pero la mies está en la misión, donde haya hombres o leprosos que besar y salvar.

Ni siquiera el monasterio femenino es ciudad permanente, sino sed de repartir el grano por los caminos, lo cual provoca diversos movimientos de «pobres», no todos evangélicos.

A la muerte de Clara -mediados del siglo XIII- la pobreza de San Damián ha contagiado a la sociedad y se ha hecho proverbial, tanto que había ya en Europa 150 monasterios de clarisas. La nueva cristiandad iba aprendiendo a compartir el uso de las cosas, sin poner en ellas el corazón. Clara insistía en todas partes en que ser es más que hacer y poseer. Y si la inseguridad de los tiempos movía a buscar apoyo en el poder del dinero, como signo del auge burgués, la nueva escuela itinerante franciscana -el espíritu de Asís- pone el acento en la teología de la humildad y se ofrece a restaurar ruinas donde las haya. Desde dentro de las ermitas, sucesivamente, Francisco y Clara se encaraman en las paredes para pedir ayuda a los que pasan, que sin duda son todos buena gente: «Quien me dé una, dos, tres piedras, tendrá una, dos, tres recompensas...».

La pobreza «de privilegio» es libertad frente a tantas formas de esclavitud. Francisco y Clara de Asís -libres y felices como nadie en su tiempo- pudieron exclamar cuando se les avecinaba su fin, el uno tras del otro, primero el hermano Sol: «Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la Muerte corporal" (Cántico de las criaturas). Y luego ella, la hermana Luna, hablando con su alma: «Ve segura, porque llevas buena escolta para el viaje. Aquel que te creó, te santificó; y guardándote siempre, como la madre al hijo, te ha amado con amor tierno. ¡Y tú, Señor, bendito seas porque me has creado!» (LCl 46; Pro 3,20).

NUEVOS MOLDES DE EVANGELIZACIÓN

Una vez más Clara y Francisco juntos. Tuvieron que escribir -contra lo mandado por el concilio de Letrán- sendas «formas de vida» porque, al hacer «estallar» el marco jerárquico feudal del monaquismo, no había Regla alguna que respondiera a sus aspiraciones. El vasallaje se sustituye por una obediencia entendida como lealtad; y la autoridad, en contrapartida, se denomina servicio.

Ante la cultura de nuestros días, que ha invadido los espacios interiores del hombre con la inflación del sonido y de la imagen, Clara -la patrona de la televisión- sigue proclamando, Custodia en mano, que el evangelio es aún la más bella noticia. Frente a los últimos gritos de los maestros de moda -la tele «ha puesto», el periódico «dice»- queda en pie el testimonio que da el creyente de su propia conversión al Dios de Jesucristo, que enamoró a la preclara doncella de Asís.

Clara es la mirada limpia del evangelio; sus ojos fueron hechos para no perderse entre tantas cosas de la tierra. Hay que saber elegir, como ella, lo que se quiere mirar, para no quedar sin libertad. Clara es el puente entre los sentidos y el corazón, levadizo a la hora de comunicarse con Dios sin interferencias, pero abatible y llano al volver con la respuesta para el hombre.

¡Qué claro todo al hablar con ella! El que se acerca a sus monasterios -a sus hijas aún numerosas- está seguro de encontrar un oído atento, un rostro afable y sobre todo un hogar libre y feliz. En vida, sin dejar su retiro o su lecho de dolor, estuvo unida al mundo, a su ciudad y a la Iglesia entera; ante las diversas opciones de hoy, esta mujer nueva sigue presente con vigor renovado en la primera línea de la evangelización.

En una sociedad de productividad y ansia frenética de bienestar como la nuestra, Clara advierte a cuantos tienen el corazón sano -deseoso de alegría y felicidad- que Dios no es un producto para el consumo. El sentido de la existencia no está en la evasión hacia paraísos alienantes, sino en el gusto por la naturaleza y por la vida contemplativa.

No ha terminado la misión de Clara. Quien llega a entablar el diálogo con ella, sentirá la sensación de que está hablando con su hermana menor o con su madre. No temblará por tenerla a su lado, porque nunca le echará en cara ni la más pequeña de sus debilidades. Le servirá, eso sí, de espejo para verlas.

Desde su jardincillo de San Damián se asomaba de puntillas al espléndido valle de Espoleto, como hoy proyecta al mundo su santidad, en armoniosa integración de inteligencia, energía y delicadeza. La gracia perfeccionó sus talentos e hizo atractiva su figura en el cortejo de los santos. Como su amigo san Francisco, dio cabida en su corazón a todas las hermosuras de la mano de Dios. Sor Angeluccia la recordaba así, abierta a la alabanza: «Cuando la santa Madre mandaba a las hermanas externas fuera del monasterio, las animaba a alabar a Dios cuando viesen árboles bellos, floridos y frondosos; también, al ver a los hombres y a las demás criaturas, les decía que tributasen alabanzas a Dios por todo y en todo» (Pro 14,8). La imagen que dejó de sí misma a sus hermanas y a sus contemporáneos es la de «un rostro sonriente y alegre» (Pro 3,6), que revela la dicha de un corazón colmado por el amor.

Clara y sus hijas -las de hoy como las de ayer- acreditan la paradójica promesa de Cristo en el monte de las Bienaventuranzas: «Dichosos los pobres, porque nadie os privará de ser reyes en el cielo» (Lc 6,20).

Desde cualquier ángulo, Clara sigue sorprendiendo a quien la contempla, pues asegura al hombre de hoy que la felicidad es aún posible: «Respiro con alegría en el Señor. ¡Realmente puedo alegrarme y nadie podrá arrebatarme este gozo!» (3CtaCl 4-5).

Por eso, el cardenal Hugolino -ya Gregorio IX- se encomendaba a ella en estos términos: «A la queridísima hermana en Cristo y madre de su salvación, a la señora Clara, servidora de Cristo, Hugolino, obispo de Ostia, indigno y pecador, se encomienda todo cuanto él es y puede ser. Te encomiendo, pues, mi alma y mi espíritu, como Jesús encomendó el suyo al Padre en la cruz, para que en el día del juicio respondas por mí [...]. Tengo por seguro que conseguirás del sumo juez todo lo que pidas por la insistencia de tan gran devoción y abundancia de lágrimas» (Carta citada).

Esta mujer contemplativa se asoma a la pantalla -la televisión es suya- para decirle al mundo de hoy que vuelva a Dios en la oración, que se libre con urgencia del acoso materialista, que ensaye modos de fraternidad y que fije los ojos en la paz de los claustros para recobrar la serena alegría que necesitan los humanos.

El mensaje franciscano de Clara no es la lógica de los resultados y de las seguridades, sino la de la humildad, la ineficacia y el desprecio. Es la fuerza de los que parecen inútiles o de los que pasan la vida tendidos en un catre de dolor, tal vez bordando lienzos sin valor para las iglesias abandonadas.

Como animadora de sus hermanas de vocación, convirtió los claustros en lugares de fiestas de conversión. Como luz que no cesa, este claror alegra aún al mundo entero. Lo dijo muy bien Alejandro IV, el papa que la proclamó santa, y dejó escrito en la bula de su canonización: «Vivía en el silencio, pero su fama era un clamor».

Ese clamor resuena doquier han llegado sus hijas con el espíritu de San Damián. También en el País de Jesús, donde reside el autor de estas líneas.

Las hijas de Clara estuvieron presentes con los hijos de Francisco en Tierra Santa desde el tiempo de las Cruzadas y fueron testigos con la propia sangre en las ciudades de Acre y Trípoli. De nuevo, desde hace un siglo y medio, han vuelto y al lado de sus hermanos los misioneros franciscanos trabajan en los monasterios de Jerusalén, Nazaret, Harissa y Alejandría de Egipto, donde muestran la vitalidad de su carisma entre «los sarracenos y otros infieles». La presencia del Sacramento las protege aún, como en los días de la Santa, en su generosa entrega a Dios y a los hermanos, a pesar de los borrascosos tiempos que agitan la tierra que vio hacerse Hombre a nuestro Salvador.

Los elementos o pilares internos que sostienen el claustro moderno, después del Vaticano II, son los de siempre: el desierto del silencio, el jardín litúrgico de la palabra y el ágape de la fraternidad. La clausura no es, no ha sido nunca, un muro de separación o de desprecio del mundo, para demonizarlo o condenarlo, sino el velo del misterio de la divina presencia. La voz de Dios suena más pura en la sutil armonía de ese desierto, donde el alma puede sentarse a saborear «cuán bueno es el Señor».

El carisma privilegiado de Clara -la que huyó del palacio de familia- sigue ensayando nuevos modos de acercarse al hombre. El último parece ser alzar conventos humildes en zonas marginales o rurales y en tierras de misión, como signo de renovadora evangelización.

[Félix del Buey, OFM, Clara luz de Asís que no cesa, en Tierra Santa Nº 764 (Sept-Oct 2003) 226-233; Nº 765 (Nov-Dic 2003) 285-293; Nº 766 (Enero-Febr 2004) 21-28].

 

 

EL ÉXODO DE SANTA CLARA DE ASÍS

por Laurence Deslauriers, o.s.c.

 

Moisés y Clara de Asís son dos figuras de la historia de la salvación que, a pesar de los milenios que los separan, se revelan juntos en el plan de Dios. Los tiempos y las circunstancias son distintos, claro está, pero los seres humanos recorren todos el mismo camino que lleva a Dios, viven su Éxodo hasta llegar a la patria prometida. Hacerse peregrino y extranjero en esta tierra, en una búsqueda incansable del Rostro de Dios que se ha revelado, es la obra de toda la vida. Clara bebió de las fuentes de la Escritura los componentes indispensables para la peregrinación: amar, servir, temer, seguir de todo corazón y con toda fidelidad a su Señor.

CLARA PEREGRINA

LA RUPTURA CON SU MEDIO AMBIENTE

Clara de Asís se siente peregrina y extranjera en este mundo. ¿Qué es ser peregrino y extranjero en esta tierra, sino ponerse en camino para un viaje, símbolo de la condición terrena, imagen de un destino? Es estar de paso, pues toda vocación es celeste (Lev 25,23; Sal 39,13b). Ser viajero obliga a desprenderse de todo y ayuda a no mirar más hacia atrás, a fin de progresar hacia una cima que nada puede igualar.

Para alcanzar este ideal, Clara escoge ir a donde Dios le llama. Por ello tendrá que abandonar el ambiente familiar, cómodo, lleno de riquezas y de seguridad, donde es amada, pero que no corresponde a sus aspiraciones. Efectivamente, desde su tierna infancia desea seguir pobremente el camino del «pobre» por excelencia, Jesucristo.

Clara sentía en lo más profundo de sí misma esta llamada: abandonar las vanidades del mundo para correr a ese «encuentro» que la unirá para siempre a Jesús. Esto explica su rechazo obstinado a todas las uniones que le ofrecían los suyos y que habrían ayudado a enaltecer el blasón familiar ya de por sí bien ilustre.

La elección de Clara es definitiva, está resuelta a renunciar a todo para adquirir la perla preciosa del Reino. ¿Quién conocerá jamás la profundidad del sufrimiento que experimenta su corazón y que le causa esta dolorosa separación de todo su ser de aquellos que ella estima y que le son queridos? Se necesita la gracia de la salvación para llegar ahí. Esta gracia es exigente, pero es una gracia de libertad para quien quiera comprometerse a ello.

Después de haber liquidado todos sus bienes, Clara los distribuye entre los pobres que la conocían bien. De hecho, desde hacía mucho tiempo, lo sobrante de una mesa bien abastecida lo confiaba a los amigos de la casa para que lo llevaran a los más necesitados.

En fin, libre de toda posesión, Clara rompe las amarras que la retenían cautiva. Huye hacia una tierra de libertad en la que encontrará a Aquel a quien pertenece todo su corazón. Confabulada con Francisco, su guía espiritual, Clara abandona el hogar familiar el Domingo de Ramos, después de haber recibido de manos del obispo Guido la palma, figura de la pascua que realizará esa misma noche entre las manos de Francisco.

En la noche oscura, Clara sale de su casa teniendo por toda luz las antorchas que los hermanos de Francisco tenían en la mano. Son ellos los que deben conducirla a Nuestra Señora de los Ángeles (o Porciúncula), primera iglesia restaurada por Francisco. Allí la espera y le cortará los cabellos, ritual y signo de la consagración al Señor. A continuación, Clara, despojada de sus joyas y de sus bellas galas que llevaba en ese Domingo de Ramos, viste el hábito de penitencia. Inmediatamente, Francisco la conduce a un monasterio de benedictinas, San Pablo de Bastia, para que se inicie allí en la vida religiosa.

Es entonces cuando todo comienza para Clara. Su familia, conocida la fuga, sale en su búsqueda. Clara tuvo que sufrir los asaltos de los suyos, que no aprobaban su decisión de vivir pobremente, sin ningún medio de subsistencia. Ella quería esperar de la Providencia todo lo que necesitara para sobrevivir. A los ojos del mundo, corría el peligro de carecer de lo necesario… lo que jamás ocurrió. La familia de Clara, tras comprobar su irrevocable decisión y la señal manifiesta de su don al Señor, la abandonó a su elección de vida.

Pero en este monasterio donde Francisco la llevó, Clara no encuentra lo que desea, es decir, una vida de sierva pobre de Cristo, despojada de todo. Al contrario, se siente sumergida de nuevo en plena opulencia y libre de toda necesidad. Entonces Francisco la dirige a Santo Ángel de Panzo, donde un grupo de mujeres vivían de limosnas, en penitencia y oración. Pero tampoco eso respondía a sus aspiraciones.

Por fin, Francisco la conduce a San Damián, otra pequeña iglesia que él había reparado con sus propias manos. Allí se instala definitiva y pobremente según su deseo. Se siente, al fin, feliz de poder entregarse totalmente en las manos de su Dios. San Damián, ese pequeño rincón de tierra bien concreto, se convertirá para Clara en el lugar de su elevación espiritual.

LA AVANZADA HACIA LO DESCONOCIDO

Peregrina de lo absoluto, Clara se dispone a seguir a su Señor. Está constantemente a la escucha de sus deseos; en ello pone todo su corazón y toda ella misma. Es una avanzada en la fe pura. Sea cual sea la peregrinación que se emprenda, hay que hacer frente inevitablemente a lo desconocido, y Clara no se libra de ello. Parte para ese largo viaje sin calcular sus exigencias ni sus riesgos, pero con una confianza indefectible en Cristo crucificado. Jesús será para Clara el camino en el que se empeñará en el silencio de su corazón, sin dejarse distraer jamás.

¿Pero cómo vivir esa pobreza radical? Pues no se borra de la noche a la mañana todo un pasado de bienestar, de seguridad… Por eso Clara conoció todo lo que es inherente a la debilidad humana. Hela ahí, pues, en un camino de soledad, porque no se trata de una llegada, sino de una partida hacia otro destino, y Clara quiere caminar con la sola presencia de Dios.

Hará la experiencia de un Ser que la ha poseído, que ella cree tener, pero que se le escapa constantemente. Dios sólo se deja encontrar por aquellos y aquellas que lo buscan. Clara comprende que la búsqueda de Dios habrá de ser constante, que ella no posee a Dios. Dios la posee y desea que, con toda libertad, mendigue ardientemente su Amor, día a día, sin cansarse. Esta experiencia la transformará poco a poco en Aquel en el que descubre un gran Amor, una Fidelidad indefectible y una Misericordia sin límites.

Dejando a Dios el cuidado de llevarla a donde Él quiera, Clara se adhiere en todo a su voluntad. Le hará descubrir, en lo más profundo de sí misma, a Aquel a quien ama y que encontrará en el vacío de lo cotidiano más trivial, pero más exigente.

Clara nos deja entrever las distintas fases que conducen al encuentro de Dios: el amor, la adoración, la intercesión, la acción de gracias, sin olvidar, claro está, las pruebas que hay que atravesar valientemente y sin desfallecer hasta el final. Imitar a Cristo, parecerse en todo a Él, es seguir el ejemplo de Jesús, que no dudó en dar su vida por amor a todas sus criaturas sin excepción.

EN LAS PRUEBAS, CLARA ES SOSTENIDA POR FRANCISCO

Para Clara, como para toda alma que aspira a la imitación de Cristo pobre, comienza un largo camino en el desierto del espíritu, a la búsqueda de un susurro, de un soplo que avive el deseo de salir del vaso cerrado del egocentrismo.

Su ruta estará sembrada de muchos obstáculos. Los que provienen de su familia, los de la vida comunitaria con todos sus riesgos, su larga enfermedad que la retiene clavada en el lecho, los ataques del Adversario (Jb 1,6) que le insufló la idea de abandonar su proyecto.

Las más grandes pruebas de Clara fueron las que tuvo que afrontar a lo largo de su vida, con tenacidad y firmeza, pero también con gran respeto a la autoridad eclesiástica, para obtener el «Privilegio de la pobreza» y su «Regla». Los obtuvo definitivamente y con alegría la víspera de su muerte.

Este privilegio, al que ella daba tanta importancia, es el carisma de la Orden de las Hermanas pobres. Consiste en no recibir, ni tener posesión o propiedad, de cualquier clase que sea, para la comunidad. Clara insiste en obtener este privilegio de vivir en pobreza que representa, ante todo, un medio para seguir a Cristo pobre.

La pobreza que busca Clara es la del corazón, una total dependencia para con el don gratuito del amor de Dios. Se llama el sacramento del pobre. Es un signo sensible. Necesita una respuesta, que consiste en la adhesión total de su corazón a lo que Dios pide y espera de cada uno. Por eso Clara no cesa de exhortar a sus hermanas a la observancia fiel de vivir pobremente, con toda humildad, a ejemplo de Cristo despreciado, indigente y pobre, hasta una muerte infame en la cruz. Es la aventura de la fe, porque siempre habrá algo de lo que hay que despojarse. La forma del mayor servicio es alcanzar un amor muy grande para su Señor.

En todas sus tribulaciones y determinaciones, Francisco fue para Clara una ayuda preciosa mientras vivió. La animó, a ella y a sus hermanas, a observar siempre esta forma de vida que habían prometido al Señor. Además, Francisco les dejó varios escritos. Fue su guía, su consejero. Con sus ejemplos, sus palabras y sus enseñanzas, educó a esta pequeña comunidad naciente para que se mantuviera firme en sus propósitos. Francisco animó vigorosamente a Clara y a sus hermanas a no separarse nunca de ese camino de vida.

DIOS, FIEL COMPAÑERO DE CLARA

Amada de Dios, su fiel compañero, Clara avanzaba en el camino de la santidad. Seguir sus huellas era su único pensamiento. Le daba constantemente gracias por los beneficios recibidos de su mano. En su corazón se elevaba incansablemente una vibrante oración al Omnipotente, cuyo amor se hacía tan cercano.

Clara deseaba ardientemente gozar cara a cara de su Señor. Sabido es que la peregrinación es una gracia que permite al espíritu acceder a los secretos del gran Rey. Hace que el alma contemplativa penetre en las profundidades del corazón amante del Padre. En este sitio tan concreto tiene lugar el encuentro de Dios con aquellos y aquellas que lo buscan y no desean otra cosa que a Él. ¿No es a esto a lo que, inconscientemente, aspira el corazón con todas sus fuerzas? ¡Qué compañero incomparable es ese Dios que se da constantemente a su criatura!

LA ALEGRÍA DE CLARA

Este afecto a Dios engendraba en el corazón de Clara una manifiesta alegría. Ella lo veía en los hombres, en las flores, en toda la naturaleza, en la vida… Incluso en los miedos tan humanos, en las tentaciones, en los acontecimientos dolorosos, en afrontar las dificultades, en las pasiones que asedian el alma. En estas pruebas inherentes a toda vida, exhortaba Clara a cada uno a permanecer firmes en Dios con una alegría desbordante y una gran fidelidad. Lo miraba todo con gran lucidez, como otros tantos desafíos que hay que superar para crecer en la fe y en la alegría. Embelesada en sumo grado por la Palabra de Dios, Clara aspiraba a que la humanidad conservara en su corazón su ardiente deseo de seguir a Cristo por donde Él la llevara. Este sentimiento llenaba su corazón de una secreta alegría.

Ella y sus hermanas caminaban con seguridad por esta ruta ascendente, sostenidas por un impulso interior que las protegía y las conservaba en la alegría de un corazón confiado.

Dios es el guardián en todo tiempo. «Canta y camina […], alivia la pena al caminar […], avanza, no mires atrás», dice san Agustín. Del mismo modo, Clara no cesa de animar a sus hermanas a que perseveren hasta el fin en la alegría de servir al Señor, pida lo que pida. No retroceden ante nada, con tal de conseguir un día esta felicidad.

LA PEREGRINACIÓN DE CLARA TIENE POR MODELO EL ÉXODO

DE LA ESCLAVITUD A LA LIBERTAD

La peregrinación, es decir, el Éxodo, es el paso de la esclavitud a la libertad. Durante mucho tiempo, el pueblo de Israel se vio sometido y aplastado bajo el yugo del Faraón de Egipto. Pero Dios oye los gritos de los suyos y pronto los va a liberar. Por medio de Moisés dará la libertad a su pueblo. Después de muchos rodeos en el desierto, Dios los conducirá al lugar que les preparó, el Israel actual, a la espera de entrar en su Reino eterno con todos los que desean verle.

Del mismo modo, Clara y todos los que se comprometen en el seguimiento de Cristo deben desprenderse de todas las trabas que los retienen lejos del Creador. Los caminos de Dios son desconcertantes, pero Dios permite a los que le aman, en una espera confiada y tenaz, el hacer esta experiencia que progresivamente los acerca a Él.

Se da una semejanza notable entre el Éxodo del pueblo que sale de Egipto y el Éxodo de Clara cuando deja el hogar paterno. El pueblo tenía que atravesar el Mar Rojo, para salir fuera del alcance de los que lo habían oprimido durante tanto tiempo y acceder así a las órdenes de Dios, su Libertador. En cuanto a Clara, tenía que huir de un ambiente que la retenía cautiva lejos de Jesús que la llamaba a seguirle. Este paso recuerda la noche en la que Clara hizo su consagración en manos de Francisco, su guía espiritual, ruptura definitiva con el mundo para ponerse al servicio de su Señor, su Salvador.

Desembarazada de todo y en una completa libertad, Clara y todos los que aman a Cristo le seguirán. Libres de espíritu, podrán responder a la llamada de Dios, sabiendo que Él estará siempre a su lado, aunque invisiblemente y a menudo insensiblemente. Dios es el guardián, hoy como ayer, como lo fue para los hebreos cuando soportaron muchas pruebas durante muchos años. Del mismo modo, Dios asegura la partida y la vuelta, el nacimiento y la muerte. Él conducirá a Clara, como a cada uno de sus hijas, hacia el último éxodo que las hará participar un día en su Vida gloriosa.

Entre los hebreos, esta liberación resume la historia del pueblo (Dt 6,20s). La salvación del Éxodo inauguraba la redención por el Verbo, que viene a compartir nuestra vida en la tierra y a modelar a su imagen a Clara y a los que lo acogen. Viene a mostrar el camino hacia el Padre.

DE LA SERVIDUMBRE AL SERVICIO

Después de un largo silencio, Dios interviene en favor de los suyos, los oprimidos, los pobres, los humildes. Va a combatir por ellos y a sacarlos de ese atolladero de servidumbre. En el fondo de la angustia Israel descubre a su Dios. Mantenerse en la tribulación exige valor; pero Dios sostiene a su pueblo y le obliga a superarse. Liberado, por fin, de esta traba abrumadora, el pueblo aprende a conocer el amor y la ternura de Dios. Sin embargo, este amor le hará falta conquistarlo en el corazón de un desierto hostil, lugar de numerosos enfrentamientos con Aquel que lo conduce por caminos inesperados. Es Dios quien guía sus pasos, y marchar con Él es progresar lentamente hacia lo desconocido.

Prosiguiendo la lectura del Éxodo, descubrimos la estrategia de Dios para con su pueblo. Después de atravesar el mar, no le hace tomar el camino normal que conduce a la Tierra prometida (Ex 13,17-22). Este camino estaba jalonado de pozos y bien guardado. Pero ante los combates que tenía que librar, el pueblo habría podido arrepentirse, renunciar y volver a Egipto. Dios quiso evitarle ese escollo de volver atrás. Después de haber comprendido la intención de Dios, el pueblo se dio cuenta de que servir a Dios no es otra cosa que ser salvado por Él.

¿Estuvo Clara inspirada por Dios para obrar de manera semejante? Rechaza acogerse a una Orden ya fundada y bien vista por la nobleza. Su opción está bien decidida: seguir a Cristo cualesquiera que sean las dificultades que haya que afrontar. Es un desafío que ella tomará con firmeza, tenacidad, perseverancia, fidelidad y dulzura, con la ayuda de Dios y de Francisco.

Pero esto no es más que un paso en el interminable camino de desprendimiento: Clara es muy consciente de que en cualquier momento surge un obstáculo y que será necesario desprenderse constantemente de todos los lazos, incluso obligados, que mantienen lejos de Dios. El episodio del becerro de oro (Ex 32) es un recuerdo sorprendente de las dificultades que el pueblo tuvo que superar para permanecer fiel a la Alianza y ponerse al servicio de Dios. Comprendió que el desierto no era un lugar, sino un estado: éste consistía en privaciones de toda clase que ocasionarían las deslealtades de Israel y prepararían su conversión. En conclusión, los hebreos acogieron la Ley con la mira puesta en servir a Dios, en una estricta fidelidad para con Él. El pueblo estuvo conforme y le prometió servicio y obediencia con un culto litúrgico, ritual y solemne.

DE LAS PRUEBAS A LA FIDELIDAD

Sea cual sea la llamada, los que se comprometen en el camino evangélico deben hacer un primer gesto, el desprendimiento de uno mismo. Como Clara, hay que partir, ofrecerse, no reservar nada para sí, dejarlo todo, contar con Dios en su destino. Dios embriaga con su presencia, atrae hacia un amor que sólo Él puede saciar.

Se objetará: esto es contradictorio. Muy frecuentemente, Dios se oculta, su presencia no siempre se hace sentir. Pero Dios no se oculta sino para darse mejor, y no se da sino para hacerse desear mejor. Dios no olvida, pone a prueba la fe. Parece que tarde, pero no abandona a los suyos. Dios no da inmediatamente todo lo que el alma desea; sus pensamientos no son los nuestros. Prueba para juzgar la fidelidad prometida. Su plan sobre cada uno se realizará según lo previsto por Él. Dios cumple siempre sus promesas.

Lo mismo que a los hebreos frente a las dificultades en el desierto, las pruebas ayudaron a Clara, en el seguimiento, a expresarle a Dios amor y fidelidad. ¡Que nunca se aleje la esperanza del corazón que se da! Dios prepara a sus hijos a salir de los senderos tenebrosos, a fin de hacerles gustar mejor su ternura, su amor. Esa ruta limpia es la que quiso seguir Clara, sirviendo a Dios con todo su corazón y con todas sus fuerzas.

Jesús fue enviado por Dios para mostrar el camino, enseñar lo que agrada al Padre y cumplirlo con la fuerza del Espíritu. Pero «el Espíritu está pronto, mas la carne es débil» (Mc 14,38). Entonces, Clara invita a todos y a cada uno a dirigir siempre su mirada a Cristo y a contemplar ahí su humildad, su pobreza, su anonadamiento hasta la cruz, donde se expresa el don total. Respondamos generosamente a esta invitación de Clara e imitemos su fidelidad, ella cuya mirada estuvo siempre fija en su Señor. Procuremos convertirnos los unos para con los otros en seres transparentes.

Admitámoslo, la pobre naturaleza humana adopta actitudes muy extrañas cuando Dios pide lo que le pertenece. Cuando se mira eso de cerca, se deja entrever la dureza del corazón. ¿No son todos estos combates propios del Faraón, del corazón endurecido que se niega constantemente a dejar salir al pueblo elegido? ¡Cuánta falta hace entonces pedirle al Señor estar entusiasmado por encima de todas las cosas de aquí abajo, por encima de uno mismo! Este impulso es el de todo un pueblo en camino, nunca satisfecho, persiguiendo siempre la meta. Debe experimentar que la Alianza es una realidad en potencia.

Siguiendo el ejemplo de Clara, todos podrán apoyarse en la «Roca espiritual» que guiaba a los hebreos en el desierto y que, después de la Encarnación, se reveló ser la persona misma de Cristo. Clara no cesa de incitar a todos y a cada uno a convertirse en fieles imitadores de Aquel que se hizo pobre y fue envilecido hasta la cruz. ¡Que los ojos del corazón se vuelvan siempre interiormente hacia Aquel que se humilló hasta la muerte para salvar a la humanidad! Si Jesús vino a la tierra, como Dios lo había prometido a los hebreos en el desierto (Dt 18,15), fue para vivir los rudos combates de la vida y descubrir todas las alegrías a los que se entregan a Él. Desprenderse de toda idolatría es el único camino que lleva a Dios. El Señor se inclina hacia los que le aman y se adhieren fielmente a su voluntad.

DE LA POBREZA A LA ALEGRÍA

Una fidelidad así supone haberse comprometido a morir a uno mismo; significa abandonar su propia voluntad, sus deseos, desprenderse de todo lo que suponga rechazo de Dios.

Despojarse de uno mismo, desbordantes de alegría, denota un afecto sincero y profundo por parte de los que, a pesar de la debilidad humana, se comprometen en el seguimiento de Dios. Cuando Dios deja presentir su presencia llena de consuelo, la travesía de esos períodos oscuros va seguida de una felicidad inconmensurable.

En San Damián, lugar de reposo de Clara con su Dios, desarrollará Clara su actividad. Descansar en Dios no es dejar los trabajos; todo lo contrario. Es aplicarse y purificarse siempre más para testimoniar que la criatura se hizo a imagen de Dios, ese Dios que es pureza y encanto.

Con el corazón todo entero para el Señor, Clara oirá estas palabras: «Yo os protegeré siempre» (Proceso). ¿No lo dijo Dios a Moisés: «Yo estaré siempre contigo» (Ex 3,12)?. Es la señal misma de la protección divina. Por eso, todavía hoy, son muchos los peregrinos del absoluto que exponen su vida yendo de superación en superación.

Estas superaciones exigen sacrificios. ¿Cuál es en una vida el valor del sacrificio si no llegar, ante todo, a la renovación de uno mismo y del mundo? Toda la creación debe ser una ofrenda al Creador. La pobreza a la que Clara daba tanta importancia consistía, sobre todo, en el desprendimiento completo de uno mismo. Esto significa olvidarse enteramente por el otro, estar desbordando caridad fraternal y plena exultación. Esa es la ofrenda que suscita toda otra manera de vivir. El compromiso del seguimiento de Cristo pobre se hace sensible a su ternura y transforma el ser en una alabanza al Padre. La pobreza de Clara era una perpetua alabanza a su Señor. Jamás perdía la alegría.

LA ALEGRÍA DEL DON

En las soledades del desierto, el pueblo de Israel liberado por fin puede entregarse a Dios. En la alegría, se abandona a las solicitaciones de su Señor y acoge su Ley de amor. Del mismo modo Clara, desprovista de toda seguridad, puede comprometerse en un camino de libertad a ejemplo de Jesús que se entrega gozosamente y sin medida en las manos de su Padre.

Movido de un gran amor, Jesús asentirá a lo que Dios le pida para salvar al género humano. Tendrá que sufrir el duro rechazo de los suyos, el rechazo y el menosprecio de muchos. Ese crisol del sufrimiento conducirá a Jesús hasta Getsemaní, donde conocerá las exigencias de su Padre: aceptar el desprendimiento absoluto como quien no tiene derecho alguno, hasta no ser absolutamente nada. Entonces, Dios le colmará de su gloria.

Perderlo todo para encontrar a Dios impregnaba a Clara de una alegría completamente interior. Esta alegría le hacía abandonarse confiadamente a su Señor.

EL ÉXODO Y EL AMOR

DEL DECÁLOGO AL AMOR

La Ley ha cedido el lugar al Amor. Ved cuánto está vinculada la presencia de Dios a la mediación de Moisés. Moisés recibió el Decálogo en un encuentro con Dios, que desvelaba sus deseos a su pueblo (Ex 19s). Moisés tenía en esa profunda experiencia en el Horeb una gran intimidad con su Señor. Después, el gran amor de Dios por los suyos y por la humanidad entera tendrá su cumplimiento con la venida del Espíritu Santo.

Ese mismo Espíritu suscitaba en Clara un deseo punzante de ver a su Amado. La espera aguzaba su deseo para que la medida del amor fuera sin medida. Clara experimentaba arrobamientos que invadían su alma y la transportaban fuera de sí misma. Pero, ¡qué es todo esto en comparación con el día en que lo vea cara a cara, en una eternidad de comunión!

LA POBREZA DEL AMOR

Con el fin de comulgar mejor con el Amor, Clara se puso a seguir a Cristo pobre, no queriendo tener nada propio. Esta elección motivó su perseverancia, por la que obtuvo finalmente el Privilegio de la pobreza. Este favor le permitió permanecer en un amor absoluto a Dios. Clara sólo tenía una ambición: tender hacia el Autor de todas las bellezas creadas por su Palabra y su Soplo de vida en la primera mañana del mundo…

Del mismo modo, los hebreos en el desierto tenían que aprender a recibirlo todo de la mano de Dios. Ese amor embriagante pero difícil a Aquel que los ha sacado de la servidumbre, los conducirá al término de esta peregrinación de aquí abajo, a la tierra prometida. Conocerán todo el amor con el que Dios los ha amado.

EL COMBATE ESPIRITUAL POR AMOR

Este Amor inalterable exige a veces atravesar muchas pruebas antes de saborearlo. El Éxodo presenta bajo muchos aspectos las dificultades espirituales y materiales que cada persona debe superar para responder a la llamada de Dios, cualquiera que sea la misión que le haya sido encomendada. Por eso, en la adversidad de un corazón amante es cuando la humanidad llegará a rechazar todo lo terreno, todo lo que ensucia las alas del amor e impide atravesar el abismo que le separa de Dios. Durante su vida Clara tuvo cuidado de no apropiarse jamás de nada, sea lo que fuere, para que nada obstaculizara su unión con el Amado.

¡Qué grandioso será el triunfo de Dios sobre lo que detiene a los seres lejos de Él! Hasta lo más profundo del corazón humano, Dios destruirá lo que se enfrente contra Él. En su gran amor, quiere hacer nacer a un pueblo que Él ha elegido. Dios es amor, y desea recibir amor por amor. Esta intensa amistad sólo se realizará dejando traslucir en la vida el ejemplo que da el Éxodo. Es el combate espiritual que se empeña por el Reino.

Sin tener miedo a ninguna dificultad, Clara aspiraba a vivir sólo por Dios. Lo bendecía incansablemente por todo aquello que reconocía venir solamente de Él. Continuamente le daba gracias por el más grande de los beneficios recibidos, la vocación, la llamada completamente gratuita de Dios. Seguir el «camino» trazado por el Amor permitirá al Señor colmar de consuelos a los que confían en Él.

Para ello, Dios prepara en su corazón de padre una alianza definitiva con su pueblo, lo mismo que con todas las naciones. Esta alianza se ha cumplido en la Encarnación del Verbo. Es Jesús a quien Dios ve perfilarse en este primer Éxodo. Jesús será el primero en cumplir, hasta el final, ese largo camino que conduce al Padre. Ha sido el único en realizarlo plenamente. La venida de Jesús a este mundo ratifica la historia. Él enseña, Él mismo muestra el «camino», cumpliendo, con su sangre derramada, lo que había inaugurado el Primer Testamento de las maravillas futuras. Trae la salvación para todos los pueblos de la tierra. De este modo, el misterio de todos los seres humanos se esclarece en el misterio del Verbo.

SOLIDARIDAD EN EL AMOR

Este misterio del Verbo, oculto en las Escrituras, estimula la búsqueda de ese secreto por un corazón inclinado con todas sus fuerzas a amar a Dios con un amor total que va hasta el éxodo de sí misma: una salida de sí para ir hacia el otro. Servir a Dios en la realidad cotidiana es el camino que hay que tomar para acceder a Él y revelarlo a todos. Clara hace una regla de oro para vivir juntas, para ser una comunidad en camino que enseña la única ruta hacia el Padre. La formula en estos términos: «Amarse con el mismo amor con que Dios nos ama», siendo cada uno tributario del otro. Si uno tropieza, los otros lo levantan, lo sostienen, lo adiestran, pues existe una solidaridad en el peligro y en las dificultades. Con el fin de alcanzar esa cima, que nada puede reemplazar, es bueno hacer de cada uno de sus actos, otros tantos pasos continuos.

Esta ascensión espiritual encuentra una ayuda preciosa en el ejemplo que nos dan los santos, quienes, lejos de desanimarse, han perseverado y han conseguido la alegría de vivir eternamente con Dios.

EL DESIERTO DONDE MADURA EL AMOR

Para acceder a esta fecundidad espiritual, a ejemplo de Moisés y de Jesús, e inspirada por el Espíritu Santo, Clara deseaba sumergirse en el desierto, donde madura la santidad. Dios prepara todas esas grandes figuras de la historia que aparecen a través de los siglos.

Los oasis del desierto, esas zonas solitarias, guardan unos refugios insospechados de felicidad. Para Clara, corresponden a esas fuentes frescas que le procuraban la liturgia, el rumiar la Palabra escuchada, el pensamiento constante de la Pasión y de la gloriosa Resurrección de Jesús. En el alma de Clara maduraba de ese modo un amor indecible por su Señor. Allí alumbraba ella esa oración interior, donde esperaba al Espíritu Santo, escrutando los horizontes sin límites, vueltos los ojos hacia la Luz para la que habían sido hechos.

EN EL CORAZÓN DEL AMOR

Clara, en la oración, cantaba las alabanzas del Señor. Descubría, maravillada, la profundidad de los misterios de la Palabra de Dios. Unificada interiormente, encontraba de nuevo, en el seno de una oración que se prolongaba muy entrada la noche, a Aquel de quien le daba pena desprenderse. Ella le abría sin reticencias toda su alma y se impregnaba de su rostro.

Como el maná en el Arca en tiempos de Moisés (Ex 16,33s), la Eucaristía despertaba las cualidades de escucha de Clara y guardaba su espíritu y su corazón muy cerca del Corazón de Dios. Oraba con un corazón sencillo, pues no permitía que las cosas temporales la distrajeran del Amado. Por eso, aparecía iluminada y su rostro irradiaba una claridad que le hacía ver cada cosa en su propio sitio. Por eso, no es de extrañar que fuera la lámpara que brilla y que ilumina para sus hermanas, para el mundo y para la Iglesia.

EL AMOR POR LA IGLESIA

Otra lámpara brilló más allá de los tiempos. Fue Moisés, abriendo el camino de la Iglesia futura. Moisés, esa figura radiante del Primer Testamento, se había alejado de los suyos marchando de Egipto a Madián. Entonces Dios lo llama y le confía la misión de reunir a su pueblo, de sacarlo de las tinieblas en las que se hunde, para conducirlo a la Luz, a la Vida nueva.

Esta luz es Cristo. Él fundó la Iglesia a la que Clara quiere servir. Dios, conociendo ese amor, le entrega a su custodia esta comunidad engendrada en el seno de la Iglesia. Clara le pide a esta misma Iglesia el animar siempre, en su elección de vida, a este pequeño rebaño, escogido por Dios mismo para seguir a su Hijo. Este seguimiento de Cristo se aproxima a Dios y previene toda infidelidad que podría injuriar al Hijo y a la comunidad eclesial.

Clara invita a una fidelidad sin fallo al servicio de la Iglesia. Ésta, en su función de nuevo Israel, conducirá la humanidad a la alegría del retorno al Padre. Por su enseñanza, la Iglesia transformará los desiertos (las rupturas) en tierras fértiles (las conversiones) que alimentan los sacramentos.

Clara se maravillaba de una tal obra de Dios en las almas. Es fácil entonces comprender su insistencia ante a sus hermanas. Desea que tengan siempre y en todas partes una función eclesial. Servir y glorificar a Dios en todo tiempo transforma los corazones a imagen del Dios de las Misericordias.

En el desierto el pueblo entero caminaba según la marcha del Arca y de la Nube (Ex 40,34-38). Intentaba observar las órdenes de Dios, a pesar de sus frecuentes quebrantamientos de la Alianza (Ex 32,15; Dt 12). El pueblo se levantaba penosamente, pues se rebelaba constantemente contra Dios. Pero Dios esperaba pacientemente a este pueblo que había escogido para su servicio y que es su «tesoro particular» (Ex 19,5).

LLEGAR A SER MODELO DE AMOR

Llegar a ser espejo del Amor era la obsesión del espíritu de Clara. Ella tendía a este ideal con todas sus fuerzas. De ahí la petición a su hermana y a ella misma de imitar a Cristo obediente para ser moldeadas por Él. Instruida por esta lección tan encantadora, un día la humanidad contemplará al Infinito en su majestad. Los que lo miren y lo imiten, llegarán así a superarse hasta convertirse en una semblanza de Cristo. En Él se puede ver la vida contemplativa en su perfecta realización. De este modo Clara, las hermanas y los que imiten esta sumisión de Cristo a su Padre manifestarán al mundo su predilección por el amor.

El éxodo, símbolo del camino de perfección, evoca a Cristo, el único camino verdadero que conduce a Dios. Este es el camino que Clara y sus hermanas emprendieron, consagrando en ello todas sus energías.

EL DESCANSO EN EL AMOR

Alimentado por la Palabra, cada uno puede entrar en el descanso del Amor, en ese espacio interior del corazón donde se oye el silencio de Dios. Es el descanso del séptimo día, momento en el que la permanencia del amor fraternal caritativo permite a cada uno encontrar su «máximo» de ser. Es el descanso del Sábado, donde entran los que han salido del Egipto de las pasiones. Únicamente allí se encuentra la quietud del alma.

El mismo Señor da la imagen de este descanso sagrado. El Sábado enseña la perseverancia en el servicio del Señor; por eso quiso encajarlo en las diez palabras de la Ley (Ex 20,8-11). La tierra prometida era su lugar privilegiado, pero los hebreos, infieles, se vieron privados de ella. «No entrarán en el descanso que les prometí», dice Dios (Nm 14,22-23; Sal 95,11). El Señor le exige a Israel un culto exclusivo: «No tendrás otros dioses que Yo» (Ex 20,3). Es la condición de la Alianza. Los mandamientos contienen toda la vida religiosa y moral. Jesús recuerda todas sus exigencias, a las que añade el sello de la perfección: los «consejos evangélicos» que Clara y todos los que siguen sus huellas intentan observar con toda sinceridad de corazón.

EL AMOR Y LA ALEGRÍA

Es sorprendente comprobar cómo Clara estaba siempre alegre y animaba a sus hermanas a vivir esa peregrinación en la alegría. Este «leitmotiv» se encuentra a lo largo de toda su vida. Se siente transportada de alegría cuando se entera de la decisión de aquellas que optan por el viaje, por el éxodo. Las conducirá a la unión nupcial con Cristo.

Esos mismos peregrinos caminarán por esta ruta, sostenidos por un impulso que los conservará en esta alegría. Por eso, es necesario que el objetivo resplandezca en el horizonte, para dar ánimos a quien se compromete a seguir el sendero de la santidad que conduce al Dios de todas las alegrías.

LA CONTEMPLACIÓN DEL AMOR

La contemplación favorece la peregrinación del alma con Dios. Contemplar es convertirse en otro, la más profunda personalidad se ordena según un orden nuevo. Por eso Clara no para de contemplar la infancia de Cristo, su vida oculta, su pasión y su vida entregada por todos los seres creados a imagen de Jesús. Cristo transforma a los que ponen en Él una mirada de amor.

Ved cómo Jesús invita a imitarle, a Él que se humilló hasta lavar los pies de sus discípulos. En la humildad de ese mismo gesto nos enseña a amarnos unos a otros. Ese gesto de amor se manifiesta en el perdón mutuo, que permite la acogida incondicional de todos los hijos de Dios. Esta actitud del alma lleva a la contemplación a los que se entregan enteramente en las manos del Señor. Este camino lleva a la perfección, a la gloria futura del Resucitado.

Para acceder al monte de la contemplación hay que morir a uno mismo, enseñar al alma la búsqueda del alimento que perdura hasta la vida eterna. Todo el misterio pascual es no vivir ya para uno mismo, sino permanecer fijo en Dios, esperando el día en que pueda verse el divino Rostro. Clara, sabiéndose amada de Dios, no cesaba de contemplarlo y de bendecirlo. Su vida no fue más que un constante diálogo con el Dios vivo, que colmaba todo su ser hasta el encuentro definitivo.

UNA VIDA ENTREGADA AL AMOR

Esa fue toda la vida de Clara. Siguió únicamente a Dios y fue de transformación en transformación, no de manera visible, sino por un cambio profundo de sus pensamientos, de sus sentimientos, de sus deseos. Así llegó a un abandono tranquilo, a esa confianza inquebrantable, esa serenidad, esa alegría indecible, ese gran silencio de las soledades, sola con su Dios. Incluso gravemente enferma, no quería en modo alguno descuidar sus oraciones, porque ahí encontraba ese aire vivificante que rejuvenecía su ser profundo.

El último canto de su vida termina con una alabanza, que es bendición para todas sus hermanas. Sabiendo que llegaba su hora, Clara entrevé esa subida que la llevará hasta las puertas del Reino, donde no hay más que el Todo que siempre maravilló el alma de Clara.

Echando entonces una última mirada, bañada en lágrimas, sobre sus hermanas, Clara las invita a que alaben a Dios y le den gracias por todos los beneficios con que las ha colmado; luego las bendice a todas. La bendición es un grito de gratitud al amor de Dios por todos. El ser bendecido es como una revelación de Dios y debe convertirse en fuente de irradiación. Acordaos de la admirable fórmula que el Señor le dio a Moisés y que Francisco y Clara han hecho suya: «Que el Señor os bendiga y os guarde, os muestre su rostro y tenga misericordia de vosotros, vuelva su mirada sobre vosotros y os conceda la paz» (Nm 6,24-26).

Esta bendición se la da a sus hermanas presentes y futuras, pidiéndoles a todas y a cada una que sean siempre amantes de Dios, de sus propias almas y de todas sus hermanas, para observar siempre solícitamente lo que al Señor prometieron. Clara implora del Señor que esté siempre con cada una de las hermanas y que ellas, a su vez, estén siempre con Él y, por lo mismo, comulguen con toda la humanidad.

Llegada al término de su peregrinación en la tierra, Clara anima a su alma para que deje este mundo poniendo toda su confianza en Aquel que la creó, amó, guardó y santificó. Está segura de ello, es su Creador quien ha trazado para ella ese largo camino hasta Él. Por eso, bendice a su Salvador por la vida que le ha dado para poder devolvérsela, tal como lo hizo Moisés por mandato de Dios.

Moisés, el servidor de Dios, había vivido momentos de gran intimidad con su Señor. Hablaba con su Creador y el rostro de Moisés llegó a reflejar la gloria del Altísimo.

A Clara, fiel sierva del Señor, le esperaba una dicha mayor. Cuando ya entreveía el alba eterna, Clara veía venir hacia ella al Rey de la gloria, acompañado de su Madre, a la que igualmente había amado mucho. Al día siguiente recibía de mano del esposo la palma que la introducía definitivamente en la bienaventuranza eterna. Allí goza del Rostro del Amado, contemplando el Amor en su belleza.

Como una sinfonía acabó su obra. Se termina triunfalmente con un himno de alegría al Padre, al Hijo y al Espíritu.

* * *

Dos figuras de la historia, Moisés y Clara, a pesar de los milenios que los separan, se revelan juntos en el plan de Dios. Los tiempos son distintos, claro está, pero los seres humanos recorren todos el mismo camino que lleva a Dios. Hacerse peregrino y extranjero en esta tierra, en una búsqueda incansable del Rostro de Dios que se ha revelado, es la obra de toda la vida.

Clara ha sacado de las fuentes de las Escrituras los componentes indispensables para la peregrinación: amar, servir, temer, seguir con todo su corazón y con toda fidelidad a su Señor.

Estas actitudes de vida impregnaron toda su existencia y la mantuvieron en esta travesía del desierto de la vida, en la que el alma se siente a veces muy sola y donde las subidas son frecuentemente arduas. Profundizar siempre las exigencias de Dios conduce el ser hacia nuevas conversiones. En estas experiencias renovadas del amor de Dios, amor que atrae irresistiblemente hacia Él, la ascensión se hace poco a poco más tranquila, más serena, y, por encima de las tinieblas, se alcanza el destino.

Para los que buscan al Padre, la peregrinación termina en la adoración «en espíritu y en verdad» (Jn 4,24). Los peregrinos abandonan su ser en el Otro, contemplando en su corazón la infinita grandeza de Dios.

[Deslauriers, Laurence, OSC, El Éxodo de Santa Clara de Asís, en Selecciones de Franciscanismo, vol. XXV, n. 74 (1996) 297-312 begin_of_the_skype_highlighting              74 (1996) 297-312      end_of_the_skype_highlighting]

 

 

SANTA CLARA DE ASÍS Y LA EUCARISTÍA
por René-Charles Dhont, o.f.m.

 

La vida entera de santa Clara está centrada en Cristo. Su pensamiento y su corazón están radicados en Él. Su existencia es una intrépida y constante búsqueda de la máxima intimidad y de la más perfecta imitación. Este dinamismo profundo que la impulsa a la unión íntima y total con el Señor había de llevarla necesariamente al lugar privilegiado del encuentro y de la comunión: la eucaristía. Clara es, de hecho, junto con Francisco, su padre y amigo, uno de los testigos privilegiados de la piedad eucarística de principios del siglo XIII.

Es menester, sin embargo, enmarcar la devoción eucarística de Clara en el contexto de la vida religiosa de su época. El siglo XIII es un siglo eucarístico. En el transcurso de las controversias eucarísticas de los siglos IX y XI se había defendido con firmeza y definido sólidamente la doctrina eucarística y se había puesto a plena luz el dogma de la presencia real. Pero, en la práctica, este movimiento en favor de Cristo en su Sacramento mira al culto de la Santa Reserva, el cual progresa rápidamente, mientras disminuye de forma peligrosa, a pesar de los esfuerzos de los Papas, de los Concilios y doctores, la práctica de la comunión.

Si se olvida este contexto histórico, se corre el riesgo de interpretar los actos y las palabras de nuestra santa en sentido contrario. El presente estudio procura, por eso, encuadrarlos en su tiempo lo bastante como para permitir una interpretación correcta.

Aunque las fuentes de la vida de santa Clara raramente aluden a este tema, una profunda devoción eucarística animaba el monasterio de San Damián. La decidida voluntad de la abadesa y de sus hermanas de vivir y morir «en la fe católica y en los sacramentos de la Iglesia» (RCl 2), bastaría para fundamentar esta opinión.

El ejemplo de Francisco, por lo demás, permanecía vivo ante sus ojos. La devoción del Pobrecillo al Cuerpo de Cristo era tan intensa que constituía como el centro de su vida con el Señor. En su primera Admonición nos confiesa: «Y como se mostró (Cristo) a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado... y de esta manera está siempre el Señor con sus fieles, como El mismo dice: "Mirad que yo estoy con vosotros cada día hasta el fin del mundo"». Clara, su «Plantita», que fue en todo momento el reflejo del alma del «Pobrecillo», no pudo alejarse de él en este punto esencial.

Estas observaciones confieren su auténtico relieve a los pocos trazos que las fuentes nos han transmitido sobre la importancia de la Eucaristía en la vida de Clara.


 

La liturgia eucarística

Apenas conocemos nada respecto a las celebraciones eucarísticas en San Damián. Un Hermano Menor moraba allí establemente para garantizar la celebración de la misa y la administración de los sacramentos, y podía celebrar la misa dentro de la clausura cuando las hermanas comulgaban (RCl 3). Clara «comulgaba frecuentemente» y con un fervor que se exteriorizaba en las lágrimas (Proceso 2,10; 3,7); también puede citarse su felicidad cuando recibió por última vez la comunión antes de su muerte (LCl 42). Conociendo esto y sabiendo también cuánto la conmovía y enardecía el pensamiento de Cristo crucificado, no corremos riesgo de equivocarnos al pensar que el Sacrificio de Cristo resonaba en su corazón y que Clara fundamentaba en él su «religión».

Quisiéramos poder resucitar el alma de Clara en esas horas cuotidianas de celebración litúrgica, pero no hay ningún recuerdo sobre el modo como Clara recibía entonces la Palabra de Dios; no obstante, cuanto conocemos respecto a la avidez de Clara por escuchar la predicación, aunque fuera medianoche, y su gusto por el Evangelio, no dejan lugar a dudas sobre su presencia atenta y activa en la liturgia de la Palabra; respecto al Sacrificio eucarístico, podrían esclarecerse los sentimientos de Clara mediante los de Francisco. Aunque poco nos ayudan las fuentes, no podemos pensar que estuviera allí por simple fidelidad a un deber. Hay un hecho que nos permite entrever cómo revivía, en el desenvolvimiento litúrgico, el misterio de Cristo y participaba en él.

Una noche de Navidad, Clara, enferma, permanecía sola en su celda mientras sus hermanas estaban en el coro rezando Maitines. La abadesa, dice la Leyenda de santa Clara, «se puso a pensar en el Niño Jesús y se dolía mucho de no poder tomar parte en dichas alabanzas. Suspiraba: "¡Señor Dios, héme aquí sola y abandonada de ti!" De repente comenzó a oír el maravilloso concierto que cantaban en la iglesia de San Francisco. Percibía la jubilosa salmodia, seguía la armonía de los cantos, percibía incluso el sonido de los instrumentos... Pero, y esto supera semejante prodigio de audición, mereció ver además el pesebre del Señor. A la mañana siguiente, cuando acudieron a verla sus hijas, les dijo: "Bendito sea mi Señor Jesucristo. He escuchado realmente, por su gracia, las solemnes funciones que se celebraron anoche en la iglesia de San Francisco"» (LCl 29).

Aquella noche, en su lecho de enferma, «vivió» Clara la natividad de Jesús. «Pensaba en el Niño Jesús». Con todo su corazón estaba junto a Él en Belén. Y esta presencia fue tan intensa que «vio» con sus propios ojos el pesebre del Señor. Lo vio en su humildad y pobreza. Y todo ello penetraba en su ser suscitándole un impulso de ternura, una voluntad ardiente de compartir la pobreza y la humildad de su Señor. Las melodías y la alegre salmodia servían de soporte y de expresión a todos los movimientos de su amor, acompañaban la alabanza que brotaba de su corazón.

Clara vivía, pues, una vida litúrgica tal como la Iglesia la desea para todos sus hijos. En efecto, si la liturgia celebra los misterios de Cristo, es para que los hagamos nuestros. La finalidad de las palabras, los cantos, los gestos es hacernos presentes dichos misterios a fin de despertar en nuestros corazones la alabanza y la acción de gracias, y ponernos en comunión vital con Cristo y sus misterios.

Sin duda, ningún texto, como hemos dicho, nos descubre tan explícitamente el alma de Clara. No carece, sin embargo, de fundamento este esfuerzo por redescubrir su vida íntima. Sabemos en efecto que la sola meditación de los misterios de Cristo inducía a Clara a este camino (cf. LCl 19; Carta 4). Con mucha más razón, cuando la Iglesia evoca y hace presentes los misterios en los ritos litúrgicos.

Es verdad que hace falta haber meditado largo tiempo en la oración solitaria, para vivir las celebraciones litúrgicas con tal profundidad. Quien no se ha detenido a contemplar a Cristo en Belén, en Nazaret, en el Calvario, no llegará lejos en su participación personal en los misterios de Navidad y de Pascua. Una vida litúrgica que no se apoya en la oración personal corre el riesgo de ser una especie de "representación" que no compromete verdaderamente a los actores.

Pero santa Clara fue una gran contemplativa, asidua a la oración silenciosa. Cuantos la conocieron lo atestiguan.

Clara vivía habitualmente con la mirada puesta en Dios, con el espíritu y el corazón ocupados en Él. Con todo, la oración en sentido fuerte marcaba horas de plenitud en su existencia inmersa en Dios. En tales momentos, a solas con el Señor, completamente entregada y abandonada en sus manos, penetraba cada vez más profundamente en su intimidad, saciaba su sed de amor y alimentaba su voluntad de traducir en toda su vida su amor.

La Eucaristía era para Clara, al igual que para Francisco, el lugar privilegiado de este encuentro con Cristo. Para ambos, si bien el Señor nos ha dejado en cuanto a su presencia corporal, permanece con nosotros en su presencia eucarística: «Y como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan sagrado. Y como ellos, con la mirada de su carne, sólo veían la carne de él, pero, contemplándolo con ojos espirituales, creían que él era Dios, así también nosotros, viendo el pan y el vino con los ojos corporales, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero» (Adm 1,19-21).

Aunque son pocos los testimonios referentes a la vida eucarística en San Damián, la célebre oración ante la hostia consagrada durante la invasión del monasterio por los soldados musulmanes, el cuidado de Clara para adornar los altares con paños finos, el tema privilegiado de las conversaciones con el cardenal Hugolino durante su permanencia en San Damián en las fiestas de Pascua, etc., inducen a creer que Clara se asoció plenamente a la devoción eucarística de su padre y amigo Francisco. Lo veremos más ampliamente a continuación.

Devoción a la Santa Reserva

Clara vive en la época en la cual se despliega pujante en el pueblo de Dios el culto a Cristo presente en la Eucaristía. Este, tras un desarrollo ininterrumpido desde los orígenes, alcanza un lugar importante en la vida espiritual de la Iglesia. Sus manifestaciones se multiplican. «Puede afirmarse, escribe H. Thurston, que a partir de 1200 el pensamiento y el culto de la Eucaristía se convierten en casi toda la Iglesia en objeto constante e inmediato de solicitud». Ello inducirá al Papa Urbano IV a aprobar oficialmente, en 1264, la fiesta del Cuerpo de Cristo, a instancias de santa Juliana de Montcornillon.

La abadesa de San Damián, que siempre quiso vivir en plena comunión de fe con la Iglesia y de vida con el Pueblo de Dios, no podía permanecer indiferente a ese progreso que hallaba, además, un amplio eco en las aspiraciones de su corazón y en el ejemplo de san Francisco.

Su fe y su recurso al Señor, presente bajo las apariencias del pan consagrado, nos son revelados en un momento grave de su existencia y de la existencia de sus hermanas. En 1240, soldados musulmanes venidos para sitiar Asís, invaden el monasterio. Entre el pánico general, sólo la abadesa conserva la sangre fría. No hay posibilidad alguna de socorro humano; pero queda Dios. Y Clara se dirige a Cristo en la Eucaristía, como recuerda una testigo en el Proceso de canonización:

«Una vez entraron los sarracenos en el claustro del monasterio, y madonna Clara se hizo conducir hasta la puerta del refectorio y mandó que trajesen ante ella un cofrecito donde se guardaba el santísimo Sacramento del Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo. Y, postrándose en tierra en oración, rogó con lágrimas diciendo, entre otras, estas palabras: "Señor, guarda Tú a estas siervas tuyas, pues yo no las puedo guardar". Entonces la testigo oyó una voz de maravillosa suavidad, que decía: "¡Yo te defenderé siempre!" Entonces la dicha madonna rogó también por la ciudad, diciendo: "Señor, plázcate defender también a esta ciudad". Y aquella misma voz sonó y dijo: "La ciudad sufrirá muchos peligros, pero será protegida". Y entonces la dicha madonna se volvió a las hermanas y les dijo: "No temáis, porque yo soy fiadora de que no sufriréis mal alguno, ni ahora ni en el futuro, mientras obedezcáis los mandamientos de Dios". Y entonces los sarracenos se marcharon sin causar mal ni daño alguno» (Proceso 9,2).

De manera semejante, dice el relato paralelo de Celano que los sarracenos cayeron sobre San Damián y entraron en él, hasta el claustro mismo de las vírgenes; entonces las damas pobres acudieron a su madre entre lágrimas. «Ésta, impávido el corazón, manda, pese a estar enferma, que la conduzcan a la puerta y la coloquen frente a los enemigos, llevando ante sí la cápsula de plata, encerrada en una caja de marfil, donde se guarda con suma devoción el Cuerpo del Santo de los Santos» (LCl 21). Estos textos hacen pensar en una pequeña caja o cofre de plata revestido de marfil, en el cual se tenía entonces la costumbre de conservar las formas consagradas, más que en una custodia. En 1230, Juan Parente, Ministro general de la Orden franciscana, mandó que se conservara en todos los conventos el Santísimo Sacramento en copones de marfil o de plata, colocados en tabernáculos bien cerrados. Nótese, sin embargo, que las custodias más antiguas se remontan al siglo XIII.

Así pues, en un momento dramático para la comunidad, Clara recurre a Cristo presente en el Santísimo Sacramento. Manda que lo coloquen entre las hermanas y los soldados y dirige a La su oración. Él responde a su confianza. De Él viene la salvación.

La respuesta de Cristo debió marcar profundamente en el futuro la piedad eucarística de San Damián. No podían olvidar las hermanas que un día les había llegado la salvación de Cristo escondido en la «píxide de plata recubierta de marfil».

Otro hecho refuerza esta intuición. En 1241, Vital de Aversa asedia Asís, amenazando destruir la ciudad. Clara moviliza a sus hermanas a la oración y a la penitencia, a fin de obtener la protección del Señor sobre la ciudad en peligro. También en este caso las impele a dirigir sus ruegos a Cristo presente en la Eucaristía, como recuerda una testigo: Alguien dijo a Clara que la ciudad de Asís iba a ser entregada; entonces ella mandó a sus hermanas que de madrugada fuesen a donde estaba ella. Cuando estuvieron reunidas, Clara hizo traer ceniza, se descubrió por completo la cabeza y mandó a todas hacer lo mismo. «Después, tomando ceniza, ella se puso gran cantidad sobre su cabeza, recientemente rapada, y a continuación la puso también sobre la cabeza de todas las hermanas. Hecho esto, mandó que todas fuesen a la capilla a hacer oración. Y de tal modo lo cumplieron, que al día siguiente, de mañana, huyó aquel ejército, roto y a la desbandada» (Proceso 9,3).

Las hermanas van a la capilla a hacer oración. Sin duda, la experiencia de la presencia protectora del año anterior permanece viva en todas las memorias. Su oración eucarística es escuchada de nuevo.

Lo que estos relatos nos testifican formalmente es el recurso a Cristo presente en la eucaristía y la respuesta del Señor en situaciones trágicas. Conociendo la profundidad contemplativa de las hermanas de San Damián, su simplicidad y su rectitud, resulta impensable que este recurso brotara excepcionalmente a partir de un clima de pánico. Los instantes de peligro inminente excluyen la reflexión: el corazón revela entonces sus impulsos íntimos. Si Clara acude tan espontáneamente a Cristo en el Santísimo Sacramento, si le pide ayuda y le confía el cuidado de defender a las hermanas, en vez de recogerse simplemente en Dios, es, sin duda, porque estaba habituada a buscar a su Señor en la hostia consagrada.

La iconografía confirma esta intuición. Ya las primeras imágenes la muestran asociada al culto eucarístico: desde el siglo XIII se la representa llevando una custodia en una actitud de humilde adoración. Si los contemporáneos han visto en esta representación el símbolo de la vida espiritual de Clara es porque para ellos la adoración de Cristo velado en el Pan consagrado había dominado la vida contemplativa de Clara. La imaginería de los siglos XVII y XVIII deformó este significado. Ya no representa a Clara en actitud de adoración, sino levantando la custodia hacia los sarracenos, como queriéndoles expulsar. Lo que prevalece es el milagro y no el culto de la santa a Cristo en el Sacramento. Un curioso cuadro de Rubens representa a Clara en medio de los grandes doctores de la Iglesia. Ella tiene en sus manos la píxide (Museo del Prado, Madrid).

La piedad de Clara se ampliaba, a partir de la persona de Cristo, reconocido y frecuentado en su presencia eucarística, a todo cuanto rodea la Eucaristía. Si Francisco regalaba ciborios y utensilios para la elaboración de las formas a las iglesias pobres (LP 80; 2 Cel 201), nuestra santa confeccionaba corporales con sus propias manos. Declara sor Cecilia: «Madonna Clara, la cual no quería estar nunca ociosa, aun durante la enfermedad de la que murió, hacía que la incorporasen de modo que se sentase en el lecho, e hilaba. De este hilado mandó confeccionar una tela fina con la que se hicieron muchos corporales y fundas para guardarlos, guarnecidas de seda o de paño precioso. Y los envió al obispo de Asís para los que bendijese, y luego los envió a las iglesias de la ciudad y del obispado de Asís. Y, según creía la testigo, se repartieron por todas las iglesias» (Proceso 6,14). Sor Pacífica de Guelfuccio precisa que dichos corporales eran enviados por los hermanos a las iglesias o se daban a los sacerdotes que iban al monasterio (Proceso 1,11; cf. 2,12). Celano, que refiere también estos hechos, subraya su valor expresivo: en ellos ve una prueba evidente de la fervorosa devoción de Clara al Santísimo Sacramento del altar: «Cuán señalado fuera el devoto amor de santa Clara al Sacramento del Altar lo demuestran los hechos. Así, por ejemplo, durante aquella grave enfermedad que la tuvo postrada en cama, se hacía incorporar y asentar al apoyo de unas almohadas; sentada así, hilaba finísimas telas, de las cuales elaboró más de cincuenta juegos de corporales que, envueltos en bolsas de seda o de púrpura, destinaba a distintas iglesias del valle y de las montañas de Asís» (LCl 28).

En estas obras se trasluce todo el amor de Clara y de sus hermanas. Las Hermanas Pobres, que no siempre tienen bastante pan para comer, no dudan en ofrecer a las iglesias tejidos de fino linón, estuches preciosos recubiertos de seda, de púrpura, bordados en oro. Nada es costoso, cuando se ama; no hay nada excesivamente hermoso para estas telas que van a recibir el Cuerpo de Cristo.

Una carta del cardenal Hugolino nos proporciona una última indicación sobre el fervor que reinaba en San Damián hacia el Sacramento del altar. Testimonio tanto más precioso por cuanto es anterior a los hechos arriba relatados. El prelado había celebrado la fiesta de Pascua en San Damián. Una vez de regreso junto al Papa, envía a Clara una carta muy afectuosa, en la cual sobresale, entre todos los recuerdos de su estancia en San Damián, el siguiente: «Me falta aquella alegría gloriosa que sentí cuando hablaba con vosotras del Cuerpo de Cristo, con motivo de la Pascua que celebré contigo y con las demás siervas de Cristo» (BAC p. 358-9).

Si estas conversaciones quedaron tan profundamente impresas en la memoria del cardenal, si éste se recrea en evocarlas, es porque en San Damián debió encontrar una devoción al Santísimo Sacramento del Cuerpo de Cristo superior a lo que era habitual entonces.

Nos gustaría ciertamente conservar testimonios más explícitos sobre este culto. Sin embargo, enmarcados en el amplio movimiento en pro de la adoración del Santísimo Sacramento y, sobre todo, si se les aproxima a la devoción de Francisco, que «exhortaba con solicitud a los hermanos... a que oyesen devotamente la Misa y adorasen con rendida devoción el cuerpo del Señor» (TC 57) y que fue guía de Clara en su vida de entrega a Dios, los pocos hechos aducidos adquieren valor de signos que permiten pensar que Clara y sus hermanas recluidas en San Damián dirigían al Señor presente entre ellas todo el entusiasmo de su amor.


 

Frecuencia de la Comunión


 

El fervor de Clara respecto del banquete eucarístico confirma lo que refiere sor Bienvenida de Perusa: «Madonna Clara se confesaba frecuentemente, y con gran devoción y temblor recibía el santo sacramento del Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, hasta el extremo de que, cuando lo recibía, temblaba toda» (Proceso 2,11).

Acostumbrados a pensar, desde los decretos de Pío X, en la recepción diaria de la eucaristía, la palabra «frecuentemente» o «con frecuencia» nos resulta extraña. Encuadrada en su contexto histórico, revela, por el contrario, una frecuencia poco común.

En el siglo XIII, a la vez que progresa rápidamente el culto de Cristo presente en el Santísimo Sacramento, se constata un «enfriamiento casi general en la frecuentación de la Eucaristía». Los Pastores, los Concilios se ven obligados a intervenir para que los fieles se acerquen al banquete eucarístico en las fiestas de Pascua, Pentecostés, Navidad; por lo menos, una vez al año.

Si, a pesar de todo, los seglares no iban mucho más lejos, el caso de las religiosas era algo distinto. ¿De dónde provenía esta actitud de reserva del pueblo respecto a la Eucaristía? «El temor, la obligación (nueva entonces) de la confesión previa, la exigencia de continencia para las personas casadas habían reducido prácticamente la participación eucarística de los laicos al viático de los moribundos» (R. Beraudy). Aparte un temor respetuoso que acompañaba a su amor a Cristo, ninguno de estos motivos podía poner dificultades a las contemplativas. Las diversas Reglas que profesan obligan a algunas comuniones. Se trata de un mínimo que no excluye una participación más asidua. Aunque ésta se dejase al juicio de los confesores y de las superioras, las religiosas tendían de hecho a comulgar mucho más frecuentemente. Tal es la conclusión del P. Browe en un estudio sobre el tema: «La frecuencia de las comuniones se basaba en primer lugar en la Regla de la Orden a la cual pertenecían las religiosas. Las religiosas comulgaban al menos cuantas veces lo prescribía la propia Regla»; pero también es cierto que a menudo no se limitaban a ello. Por ejemplo, las cistercienses, cuyas Ordenaciones capitulares del Capítulo general de 1260 prescribían siete comuniones al año, podían comulgar más frecuentemente si el Visitador lo juzgaba oportuno. Ellas no se privaban de tal posibilidad: «En numerosos conventos las religiosas comulgaban cada dos domingos». La Regla de Isabel, en cuya elaboración colaboró san Buenaventura, aprobada por Urbano IV en 1263 para el monasterio de clarisas de Longchamp, prevé la comunión dos veces al mes, e incluso todos los domingos durante el adviento y la cuaresma. En el norte de Italia, en particular, las religiosas de clausura recibían con frecuencia el Cuerpo de Cristo. La mayor parte de las grandes místicas contemporáneas eran invitadas a ello por el mismo Cristo: las santas Matilde, Gertrudis, Ángela de Foligno, Margarita de Cortona; se puede citar también, por su influencia en este sentido, a María de Oignies ( 1213); su influjo alcanzó a santa Juliana de Montcornillon cuyo cometido fue decisivo en el progreso de la devoción eucarística.

El amor lleno de ternura a Cristo en su humanidad, base de la espiritualidad sobre todo a partir de san Bernardo y que alcanza su vértice con Francisco y Clara de Asís, debía hacer a estos últimos ávidos del encuentro con el «pan sagrado» en el cual se muestra ahora a nuestros ojos, pues «de esta manera está siempre el Señor con sus fieles» (Adm 1,19-22).

La Regla de santa Clara prescribe la comunión siete veces al año, en las fiestas de Navidad, Jueves Santo, Pascua, Pentecostés, Asunción, san Francisco, Todos los Santos (RCl 3). Algunos historiadores creen que este texto es una ley restrictiva. Todo induce a pensar que se trata -al igual que en el caso de la Regla cisterciense- de definir los días en los cuales se imponía a todas las religiosas la obligación de comulgar, sin excluir una mayor asiduidad; como también el concilio IV de Letrán, cuando obligó a la participación anual de la eucaristía, no quiso excluir el hacerlo más veces.

Hay, por otra parte, más de un testimonio sobre la práctica franciscana de la época. No se refieren directamente a las clarisas, pero revelan una orientación a la cual las clarisas no podían substraerse. Francisco comulgaba «con frecuencia» (LM 9,2; 2 Cel 201), tal vez cada semana o incluso cada día, si nos atenemos a la Carta a los clérigos: «... lo tocamos y tomamos diariamente por nuestra boca» (CtaCle 8). Fray Gil ( 1263), conocido de Clara, comulgaba cada semana y en las principales fiestas. Conocemos la asiduidad en la participación en el banquete eucarístico, en una época más tardía, pero muy próxima, de santa Margarita de Cortona ( 1279) y de santa Angela de Foligno ( 1309).

Más interesante aún es el caso de la beata Humiliana de Cerchi ( 1246). Tras quedar viuda, ingresó en la Tercera Orden en Florencia. Comulgaba todos los sábados. Ahora bien, Inés, hermana de Clara, era en esa época abadesa del monasterio de clarisas de dicha ciudad. Estas no debían ignorar el caso. Puede pensarse, pues, que Inés y sus hermanas intentaran obtener el mismo privilegio, si es que no lo tenían ya. Y Asís no estaba lejos de Florencia: entre los dos monasterios existían relaciones cordiales.

En este clima franciscano de devoción al Cuerpo de Cristo, Clara, enardecida de amor a su Señor y deseosa de permanecer en plena armonía con la primera Orden, debió comprometerse con entusiasmo en este movimiento que arrastraba a la comunión frecuente.

Lejos de obstaculizarla, los Doctores y los Papas eran favorables a la comunión frecuente, diaria incluso. San Buenaventura la recomienda a todos aquellos cuya alma es pura y cuya caridad es ardiente. Alejandro de Halés y santo Tomás comparten esta opinión que es común a los teólogos contemporáneos. En la Regula novitiorum, Buenaventura aconseja a los novicios la comunión semanal. En todos los tiempos, sin duda alguna, las presiones sociológicas tienen un extremo influjo sobre las personas. Y la práctica eucarística era rara en el siglo XIII. Clara pudo ser también parcialmente víctima de tales presiones. Sin embargo, su poderosa personalidad, que no tenía miedo de ninguna iniciativa legítima, no podía dejarse esclavizar en este punto que debió ser muy importante para ella. El mismo Papa Inocencio III, con quien estuvo relacionada Clara (LCl 14), plantea la cuestión de la comunión diaria. Concluye invitando a que cada cual obre según conciencia: «Algunos dicen que hay que comulgar cada día; otros que no. Que cada cual haga lo que, en su piedad, juzgue bueno hacer».

Según estos maestros, el único obstáculo verdadero para la participación muy frecuente en el banquete del Señor era el pecado grave. Clara no podía tropezar en él. Siendo, además, tan dócil a la enseñanza de la Iglesia, particularmente en materia de sacramentos, no pudo menos de sentirse impulsada en su deseo por la doctrina de dichos maestros.

Tal vez no sabremos nunca qué quería decir exactamente sor Bienvenida cuando declaró en el Proceso que la santa Clara comulgaba «frecuentemente». Los pocos indicios aquí aducidos bastan para refutar la hipótesis de sólo siete comuniones al año. Si bien estos indicios no fundamentan una certeza positiva, nos proporcionan un dato de referencia a la práctica seguida por otras contemplativas: una vez cada quince días o incluso cada semana. No se puede rechazar a priori la hipótesis de que Clara y las hermanas de San Damián siguieran una práctica parecida.


 

Fervor de las comuniones de Clara


 

Si permanece la duda respecto a la frecuencia de sus comuniones, no puede dudarse, en cambio, del fervor con que las recibía.

Clara sabe que en la comunión recibe el «santísimo Cuerpo de Cristo», al Señor, que oculta su grandeza bajo humildes apariencias, al mismo tiempo que al Soberano del universo. Recordemos las palabras de sor Bienvenida de Perusa: «Madonna Clara se confesaba frecuentemente, y con gran devoción y temblor recibía el santo sacramento del Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, hasta el extremo de que, cuando lo recibía, temblaba toda» (Proceso 2,11); o las de sor Felipa: «Y lloraba copiosamente, sobre todo cuando recibía el Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo» (Proceso 3,7). Celano escribe en la Leyenda: «Cuán señalado fuera el devoto amor de santa Clara al Sacramento del Altar lo demuestran los hechos... Y cuando iba a recibir el Cuerpo del Señor, primero se bañaba en ardientes lágrimas y luego, acercándose estremecida, no menos reverenciaba a quien está escondido en el sacramento que al que rige cielo y tierra» (LCl 28).

Por eso, para Clara, la comunión es un beneficio inmenso. Recuerda sor Francisca: «Y luego que la santa madre hubo recibido el Cuerpo del Señor con mucha devoción, como acostumbraba siempre, dijo estas palabras: "Tan gran beneficio me ha hecho Dios hoy, que el cielo y la tierra no se le pueden comparar"» (Proceso 9,10). Y de manera semejante declara sor Felipa: «El señor papa Inocencio fue a visitarla cuando estaba gravemente enferma. Y ella dijo después a las hermanas: "Hijitas mías, alabad a Dios, porque el cielo y la tierra no son bastantes para tantos beneficios como yo he recibido de Dios, pues le he recibido hoy en el santo Sacramento y he visto también a su Vicario"» (Proceso 3,24).

Lo que ella espera de la comunión es nada menos que la salvación eterna. Esto es lo que ella pedía en la frecuente recitación de la oración de las cinco llagas: «Por tu santísima muerte, te ruego, Santísimo Señor Jesucristo, que antes de la hora de mi muerte merezca recibir para mi salvación eterna el sacramento de tu Cuerpo y de tu Sangre» (cf. Proceso 10,10; LCl 30).

La "salvación eterna": estas palabras tenían seguramente una profunda resonancia en el alma de la gran contemplativa. Evocan la entrada en la plenitud del Misterio de Cristo hacia el cual había orientado toda su vida; el cumplimiento del tránsito de este mundo a Dios en Cristo, con Cristo y por Cristo, que se inicia aquí abajo y se completa en la muerte.

Sin duda, toda la vida contemplativa es un paso hacia Dios. La comunión es, sin embargo, el medio por excelencia para realizar este tránsito: en ella tiene lugar la identificación con Cristo pascual, en ella se «lleva a cabo nuestra Pascua», como dice san Buenaventura.

El recuerdo del milagro de San Damián debía seguir iluminando esta visión sobrenatural. Si Cristo eucarístico proporcionó a las hermanas la salvación temporal, ¡con cuánta mayor razón esta misma eucaristía dará la salvación eterna a quienes le acogen en la comunión, según la frase del Señor: «Quien come de este pan tiene la vida eterna»! (cf. Jn 6,48-64). Francisco ve también en este alimento que es Cristo, «al que ya no ha de morir, sino que ha de vivir eternamente y ha sido glorificado» (CtaO 22), es decir, al Señor que continúa en la gloria la obra de la Redención del mundo.

Fruto maravilloso que supone sin embargo en quien lo espera un corazón bien dispuesto. Si la Virgen María engendró a Cristo en su carne porque antes lo había concebido en su corazón por la fe, de la misma manera el alumbramiento de Dios por la recepción del Cuerpo de Cristo supone un alma purificada y en tensión hacia «el mundo que viene» (cf. CtaCla 3).

«El efecto de utilidad de la eucaristía, nota san Buenaventura, se obtiene según la intensidad de la buena voluntad y según la grandeza de la vida y de la santidad».

Clara no hace del sacramento un rito mágico, sino la acogida sacramental de Aquél cuya salvación se ha aceptado ya en el propio corazón y en la propia vida por la fe y el amor. Cuando en la oración de las cinco llagas pide recibir «para la salvación eterna el sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor», añade inmediatamente: «Tras la confesión leal y contrita de mis pecados, una perfecta penitencia, con toda pureza de alma y de cuerpo».

El Proceso de canonización precisa aún más esta actitud de fe. Recordémoslo: «Madonna Clara se confesaba frecuentemente, y con gran devoción y temblor recibía el santo sacramento del Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, hasta el extremo de que, cuando lo recibía, temblaba toda» (Proceso 2,11). Y la hermana Felipa añade, evocando sus recuerdos: «La bienaventurada madre tuvo especialmente la gracia de abundantes lágrimas, con gran compasión para con las hermanas y los afligidos. Y lloraba copiosamente, sobre todo cuando recibía el Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo» (Proceso 3,7).

Cristo, recibido en un alma tan perfectamente preparada, podía desplegar libremente en ella todo su poder vivificante e introducir a su esposa cada día más en su Misterio. No se nos ha desvelado el secreto de tal intimidad. Se transparenta, sin embargo, a través de una visión con que fue favorecida sor Francisca y en algunas palabras pronunciadas por Clara tres años antes de su muerte: «Creyendo en cierta ocasión las hermanas que la bienaventurada madre estaba a punto de morir y que el sacerdote le debía administrar la sagrada comunión del Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, la testigo vio sobre la cabeza de la dicha madre santa Clara un resplandor muy grande; y le pareció que el Cuerpo del Señor era un niño pequeño y muy hermoso. Y luego que la santa madre lo hubo recibido con mucha devoción, como acostumbraba siempre, dijo estas palabras: "Tan gran beneficio me ha hecho Dios hoy, que el cielo y la tierra no se le pueden comparar"» (Proceso 9,10).

La venida de Cristo en persona, en el resplandor de la luz y la exclamación jubilosa de la santa, son signos reveladores de la unión mística cuya experiencia beatificante vivía Clara. Su enardecido amor a Cristo, que la impulsaba con celo apasionado a la búsqueda de su Amado en la contemplación y en la imitación, hallaba su consumación, en cuanto es posible en la tierra, en la comunión del Cuerpo de Cristo, preludio de la comunión en la gloria. Los grandes maestros franciscanos, san Buenaventura en particular, afirman la importancia primordial de la comunión en la vida mística. A una con la contemplación, «la eucaristía es el gran sacramento de la experiencia mística», según la escuela franciscana, concluye E. Longré. Para Clara, que había saboreado las primicias de la gloria en la eucaristía, no cabía ya sino una carrera más fervorosa aún hacia Aquel que la esperaba para saciarla en la comunión eterna.

[René-Charles Dhont, O.F.M., Clara de Asís. Su proyecto de vida evangélica. Valencia, Ed. Asís 1979, págs. 53-57 y 199-215]

 

 

 

SANTA CLARA DE ASÍS.
LA HERMANA CLARA O LA LEALTAD

por Daniel Elcid, o.f.m.

Quizá extrañe que, hablando de las virtudes o actitudes que caracterizan al franciscanismo, ponga entre ellas -y la primera- la lealtad. Lo juzgo, sin embargo, necesario. La lealtad, en un sentido, las comprende todas, y, en otro, le da a cada una su temple auténtico. La lealtad es el nombre más hermoso de la fidelidad y perseverancia en el amor. Aquí es la lealtad al ideal evangélico franciscano.

Y quien encarna esa lealtad mejor que nadie, en quienes imitaron la del Pobrecillo, no es ninguno de los suyos, sino la más suya: la hermana Clara. Huelga decir que estas páginas no son una biografía de ella, ni siquiera condensada; son sólo, en esta galería de modelos franciscanos, un simple esbozo de su retrato total: una escueta presentación de su lealtad al «Evangelio según San Francisco», como hilo conductor de su existencia toda. Para conocerla de cuerpo y alma enteros, también en este aspecto de su fidelidad acrisolada, hay muchos y buenos libros.

Siguiendo a Francisco

Encontrémonos con ella ya en su plena juventud. Hermosa, noble, rica, de buenas y generosas inclinaciones, temperamentalmente enérgica. Y más madura ella -psicológica y espiritualmente- que sus años. Con la capacidad de tomar una heroica determinación definitiva.

Quiso Dios que naciera en el mismo Asís y en la misma época que Francisco, trece años más joven que él. Cuando el hijo del opulento comerciante Pedro Bernardone le dio un vuelco evangélico a su vida y revolucionó la ciudad, esta primogénita de la alcurnia de Favarone Offreduccio sintió como una flecha divina en su corazón. Añadamos, en fidelidad biográfica, que la flecha la encontró con su diana vuelta en esa dirección. Desde niña venía formal, piadosa, reflexiva, hasta aficionada a la cruz por amor del Crucificado. Cuando los suyos le buscaron -y repetidamente- partido matrimonial con uno y otro prócer de la nobleza, una y otra vez supo ella decir rotundamente que no, porque -con tanta claridad como la de su nombre- veía que ése no iba a ser su camino (Leyenda de Sta. Clara 4).

Su camino iba a cruzarse con el de Francisco, y sin que lo hubieran buscado desde el principio ninguno de los dos. Aunque, bien miradas las cosas desde lo alto, alguien lo hubiera podido adivinar. En la pequeña ciudad habían ido creciendo dos famas: la del rico y fiestero mercader convertido en un pordiosero alegre y radical, y la de esta dama de la más alta nobleza que vivía para la piedad más que para las vanas grandezas mundanas. Sin que se diera cuenta él, ella lo seguía con los ojos de su admiración; sin que se diera cuenta ella, él intuía la buena novia que sería ella para el nuevo Amor que había encontrado él.

Adelantémonos ya con una circunstancia prologal. Este primer encuentro fue casi fortuito, y a distancia. Y resultó profético. Francisco se había metido a albañil de Dios, y, con sus manos y con el material recogido de limosna, estaba reparando la iglesia de San Damián, próxima a Asís, en un alto recodo del Subasio. Y allí se fue Clara un día con sus trece años adolescentes, acompañada de su hermanita Catalina, a verlo trabajar; quizá, también, por la curiosidad de verlo y conocerlo en acción. Pero la originalidad de Francisco, inspirado por su nueva juglaría divina, cambió aquel momento laboral en histórico. Clara lo rememorará en su Testamento cuarenta y seis años después, cuando la cercanía de la muerte ilumina con relieve los recuerdos imborrables. Merece la pena transcribir sus palabras: «Cuando el Santo no tenía aún hermanos ni compañeros, casi inmediatamente después de su conversión, y mientras edificaba la iglesia de San Damián (...), profetizó acerca de nosotras lo que el Señor cumplió más tarde. Encaramándose sobre el muro de dicha iglesia, en lengua francesa y en alta voz decía a algunos pobres que vivían en las proximidades: "Venid y ayudadme en la obra del monasterio de San Damián, pues con el tiempo morarán en él unas señoras, con cuya famosa y santa vida religiosa será glorificado nuestro Padre celestial en toda la Iglesia"» (Testamento de Clara 2; 2 Cel 13; TC 24).

Cuando escribía eso -y mucho antes-, Clara no dudó de que lo había dicho por ellas, que le oyeron esa gracia; entonces lo tomaría -y nada más- como una encantadora espiritual galantería. Pero en lo alto, desde el punto de mira de los planes divinos, el Arquero había lanzado la primera flecha que iba a unir para siempre aquellos dos destinos.

Pasarían más de tres años para que esas dos vidas empezaran a cruzarse de verdad. Creció Francisco en su nueva familia de discípulos, evangélicamente pobres como él, enamorados como él de Jesús pobre y crucificado. Creció Clara en la madurez opima de su juventud y en la ilusión de su amor virginalmente consagrado. Entre los que siguieron pronto a Francisco surgió uno de la misma estirpe de los Offreduccio, Rufino Scipione, primo suyo carnal; debió ser un fuerte tirón de ella hacia Francisco y su estilo de vida. Cada vez que oía hablar de ellos, o los veía transitar por la ciudad, gozosos y fervorosos mendigos voluntarios, el corazón y los ojos se le iban hacia Francisco, que había sido el imán de aquellas múltiples y sorprendentes conversiones. Y como Francisco se había metido también a predicador, y hasta en el púlpito de la catedral, ella no perdía ocasión de oírlo. Y el Arquero divino lanzaba otros tantos flechazos, suaves, ardorosos, irresistibles: a Clara le latía apresuradamente el corazón con el deseo de encontrarse y conversar con Francisco, para que también a ella la cautivara en el seguimiento total de Jesucristo; y a Francisco se le metió en el alma el propósito -voy a escribirlo con la expresión caballeresca de Celano- de «arrebatar tan noble presa al siglo malvado y conquistarla para el Señor».

Y vino el encuentro personal, se prodigaron los encuentros. Acompañada de una discreta y fiel amiga -Bona de Güelfuccio-, Clara atravesaba una u otra puerta de las murallas y bajaba al valle, hacia la Porciúncula, y allí, por las sendas y entre los árboles, se entrevistaba con Francisco. Aquellos diálogos sobre el Amor menudearon durante más de un año. Si el fuego de los corazones pudiera incendiar la selva, aquella arboleda de la Porciúncula hubiera ardido una y otra vez. Eran dos lealtades que se animaban al servicio perfecto de quien era el único Amor de los dos. En Clara, y a la luz de los consejos lúcidos y férvidos de Francisco, la lealtad virginal a Jesús se fue configurando también como lealtad a Jesús pobre y crucificado, como lealtad a la pobreza evangélica del hermano Francisco.

Y llegó al fin -como en una santa catálisis irresistible- la decisión, el acontecimiento increíble, el escándalo. Domingo de Ramos de 1212. Por la mañana, vestida con sus mejores galas, Clara asistió con el pueblo a la misa solemne de la catedral; aquella liturgia esplendorosa, y con el obispo entregándole llamativamente la palma, ha pasado a la historia con la belleza del primer rito de sus bodas con Cristo. Por la noche, con las mismas prendas suntuosas, se fugó de su palacio en compañía de Pacífica, hermana de Bona, y se dirigió con pies alados a la Porciúncula, donde la esperaban Francisco y los suyos, que iluminaban la senda con antorchas. Y allí, a sus dieciocho años floridos, nació la hermana Clara: cambió su rico aderezo por una túnica pobre como la de sus nuevos hermanos, y Francisco le cortó su hermosa cabellera, y, poniéndole un sencillo velo sobre la cabeza rapada, la consagró como esposa del Señor Jesús (Leyenda de Sta. Clara 5-8). Indescriptible la belleza elemental de aquellos desposorios. Y difícilmente se puede resumir mejor este momento cenital que con palabras de la misma Clara. Apliquémosle en primera persona lo que ella escribió veintidós años después a otra que le copió el gesto siendo princesa real, hoy Santa Inés de Bohemia: «Hubiera podido disfrutar más que nadie de las pompas y de los honores y de las grandezas del siglo. Y lo desdeñé todo, y, con alma entera y enamorado corazón, preferí la santísima pobreza y la escasez corporal, uniéndome con el Esposo del más noble linaje, el Señor Jesucristo» (CtaCla I,2).

El gesto de Clara fue una entrega y una ruptura. Y por aquí vino de inmediato el desgarro y la guerra familiar. Previéndolo, y antes del amanecer, Francisco puso su conquista a buen recaudo canónico, en el monasterio benedictino de San Pablo de Bastia, a cuatro kilómetros de Asís. Pronto lo averiguaron los linajudos y belicosos Offreduccio, los cuales, con el violento tío Monaldo al frente de la tropa familiar, se presentaron en el monasterio, resueltos a reparar el escándalo, decididos a volverla a su casa y a su vida social como fuera. El tío Monaldo le habló, le instó, le suplicó, la amenazó. Fue todo inútil, ante la entereza serena e inflexible de nuestra heroína. Y la razón de la estirpe dio paso a la furia de la sangre, y Monaldo se arrojó a tomar a Clara por la fuerza, pero Clara tuvo más rapidez y mejor valor que él: corrió al templo del monasterio, con sus perseguidores a un paso de sus pies descalzos, y, ya allí, se irguió, puso firme una mano sobre el altar, y con la otra se arrancó de un golpe el velo y les mostró desafiante su cabeza rapada. Sin palabras, con solo el gesto, electrizó y desarmó a los suyos: entendieron que la primogénita de Favarone no les pertenecía ya a los Offreduccio, sino a Cristo y a la Iglesia. Y se retiraron -en otra expresión de Celano- «con su orgullo vencido». Lealtad contra lealtad -lealtad de la sangre, lealtad al Espíritu-, había vencido la de Clara, que demostró en aquel momento crucial lo que iba a mostrar luego tantas veces: un sereno temple indomable (Leyenda de Sta. Clara 9).

No tardó en convertirse, al igual que Francisco, en imán de lealtades como la suya, empezando por la de su hermana Catalina. Detallarlo se sale de mi propósito.

El alma -las «almas»- de su lealtad

Recuerdo haber leído en K. Rahner que no conoce de verdad el celibato sino quien lo vive como amor y hasta el final; esto vale igual -o mejor- para la virginidad. Una virginidad consagrada -como la de Clara- es la expresión suprema de la belleza de la vida como lealtad.

La lealtad de Clara fue una y fue múltiple. Una, porque se reducía a lo que ella llamaba «ardiente anhelo del Pobre Crucificado» (CtaCla I,2), amor de persona a Persona, un amor exclusivo y totalizante a Jesús. Múltiple, porque, además de ser ese enamoramiento de Jesús, era también amor apasionado a la pobreza evangélica como tal, y amor a quien se la enseñó, al que ella llamaba «nuestro bienaventurado padre Francisco, verdadero enamorado e imitador de Jesús» (Testamento de Clara 1 y 5).

Me he propuesto resistir a la tentación de convertir estas páginas en una biografía abreviada, o en una reflexión espiritual. Y podía -mas no lo voy a hacer- presentar como capítulos de su lealtad los que el biógrafo primitivo da como amor suyo a la Eucaristía, a Belén y al Calvario (Leyenda de Sta. Clara 28-31). Hay muchos y buenos libros que lo explican. Aquí me contento con afirmar su lealtad redondamente, y como la primera cualidad de su temperamento y de su personalidad puestos al servicio indeclinable de este Amor divino de su vida. Sólo voy a recordar -como botón de muestra y con la brevedad de un botón- una de sus anécdotas.

Como en el buen amor humano, tal lealtad es una belleza entre dos. En 1240 -Clara, cuarenta y seis años- las tropas de Federico Barbarroja asediaron Asís, y un pelotón de sus huestes sarracenas comenzó el asalto a la ciudad por el indefenso monasterio de San Damián, alto y fuera de las murallas. La rabia bereber escaló los muros, penetró en el recinto, saltó al mismo claustro interior, ebria de sangre y desatada de turbia pasión. Las sores, desde que los sintieron, temblaban como hojas en un vendaval. Clara, no. Clara, enferma y casi inválida, se hizo conducir a la misma puerta del patio claustral, «llevando ante sí la cápsula de plata, encerrada en una caja de marfil, con el Cuerpo del Santo de los Santos». Y allí se conjugaron prodigiosamente dos lealtades: la de Clara confiando sin vacilación en su Amor divino que lo podía todo, y la de este Jesús que no quiso dejarse vencer en lealtad por Clara. Ella, postrándose de bruces ante El, le dice:

-- ¿Te place, mi Señor, poner en las manos de unos infieles a estas desvalidas servidoras tuyas, a las cuales yo he sustentado con tu amor? ¡Guarda, Señor, te lo suplico, a estas siervas tuyas, pues yo ahora no las puedo defender!

Clara lanzó al Señor en aquel patio, cuando ya se abalanzaba sobre ellas la patrulla sarracena, el guante de su amor entregado y confiado. Y el Señor lo recogió: del seno de marfil y plata que guardaba su Presencia Real, salió una voz divinamente dulce:

-- Yo os guardaré siempre.

Clara, asegurada así de su lealtad correspondida, se atrevió a pedir más, latiendo también de fidelidad a su Asís amado:

-- Mi Señor: protege igualmente, si te place, a esta ciudad que nos alimenta por tu amor.

Y el Señor le aseguró:

-- Sufrirá dificultades, pero será defendida con mi fuerza.

Y Clara, ya sin miedo -la que no había perdido el valor-, miró a sus hijas con la fuerza de Dios y les dijo:

-- Hijitas mías, yo salgo fiadora de que no os sucederá nada malo. Basta que confiéis en Cristo.

Y los asaltantes, como por ensalmo, volvieron repentinamente, como impelidos por aquella mirada, por donde habían venido.

Él: «Yo os guardaré». Ella: «Yo salgo fiadora». A ellas: «Basta que os fiéis de Cristo». Palabras y obras de una lealtad a toda prueba, hecha de divinos quilates (Leyenda de Sta. Clara 21-22).

* * *

De su amor fiel a la pobreza real no le va a quedar duda a quien lea el apartado siguiente. Ahora sólo voy a recordar un gesto suyo radical: «Lo primero que hizo al comienzo de su conversión fue vender la herencia paterna que le había tocado, y, sin reservarse nada para sí, la repartió entre los pobres». Y, en ese mismo párrafo, el biógrafo primitivo califica su sentido de la pobreza con dos expresiones que le encantaban a Santa Teresa de Jesús: «Procuraba que su monasterio fuera riquísimo en pobreza, y aseguraba que permanecería a despecho de los siglos si mantenía siempre enhiesta la torre de la pobreza» (Leyenda de Sta. Clara 13; Sta. Teresa, Camino de perfección, c. 2).

Sí, se puede afirmar que su amor a la pobreza constituía su alma, su inspiración, su espíritu, el sentido de su vida; un amor en el que comprometió toda su persona, porque era como la encarnación de su amor personal a Jesús hecho pobre por ella. Pero hay que escribir también que su amor a Cristo pobre y a la pobreza real por El se configuró de modo particular como lealtad suya a la persona y a la vida de Francisco. Su mejor nuevo apellido se lo dio ella misma: «plantita del benditísimo padre Francisco» (RCl 3; TestCl 6); era consciente de que a él -después de Dios, a Dios por él- le debía toda su savia divina. Y pocas cartas entre dos que se aman habrán satisfecho tanto al corazón amante como este billete testamentario que Francisco escribió y envió a Clara poco antes de morir: «Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo, y de su santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin; y os ruego, mis señoras, y os aconsejo que viváis siempre en esta santísima vida y pobreza. Y estad muy alerta para que de ninguna manera os apartéis jamás de ella, por enseñanza o consejo de quien sea» (Ultima Voluntad). Veremos pronto hasta qué punto Clara hizo honor a esta cláusula testamentaria. No la olvidó jamás, y, al final de su vida, la transcribió íntegra en su propia regla (RCl 18).

Yendo a lo anecdótico, es bonito recoger aquí el hecho de cómo, en un momento crucial para la vocación del Pobrecillo, la leal Clara le aclaró y animó en él la fidelidad a lo que Dios le pedía. Gracias a su consejo tenemos al San Francisco que tenemos. Nos consta por el testimonio de San Buenaventura, y lo conocemos al detalle por una doble narración, la de Actus y la de las Florecillas. Lo tomaré de éstas, por su característica candidez, y transcribo los párrafos que hacen a mi propósito (LM 12,2; Flor 16).

«El humilde siervo de Dios San Francisco, poco después de su conversión, cuando ya había reunido y recibido en la Orden a muchos compañeros, tuvo grande perplejidad sobre lo que debía hacer: o vivir entregado solamente a la oración, o darse alguna vez a la predicación; y deseaba vivamente conocer cuál era la voluntad de Dios. Y como la santa humildad -que poseía en alto grado- no le permitía presumir de sí mismo ni de sus oraciones, prefirió averiguar la voluntad divina recurriendo a las oraciones de otros. Llamó, pues, al hermano Maseo y le habló así:

-- Vete a encontrar a la hermana Clara y dile de mi parte que, junto con algunas de sus compañeras más espirituales, ore devotamente a Dios pidiéndole se digne manifestarme lo que será mejor: dedicarme a predicar o darme solamente a la oración. Vete después a encontrar al hermano Silvestre y le dirás lo mismo.

Marchó el hermano Maseo, y, conforme al mandato de San Francisco, llevó la embajada primero a Santa Clara y después al hermano Silvestre. Este, no bien la recibió, se puso al punto en oración. Mientras oraba, obtuvo la respuesta divina, y volvió donde el hermano Maseo y le habló así:

-- Esto es lo que has de decir al hermano Francisco de parte de Dios: que El no lo ha llamado a ese estado solamente para sí, sino para que coseche fruto de almas y se salven muchos por él.

Recibida esta respuesta, el hermano Maseo volvió donde Santa Clara para saber qué es lo que Dios le había hecho conocer. Y Clara respondió que ella y sus compañeras habían tenido de Dios la misma respuesta recibida por el hermano Silvestre.

Con esto volvió el hermano Maseo donde San Francisco, y San Francisco lo recibió con gran caridad, le lavó los pies y le sirvió de comer. Cuando hubo comido el hermano Maseo, San Francisco le llevó consigo al bosque, se arrodilló ante él, se quitó la capucha y, cruzando los brazos, le preguntó:

-- ¿Qué es lo que quiere de mí mi Señor Jesucristo?

El hermano Maseo respondió:

-- Tanto al hermano Silvestre como a sor Clara y sus hermanas ha respondido y revelado Cristo que su voluntad es que vayas por el mundo predicando, ya que no te ha elegido para ti solo, sino también para la salvación de los demás.

Oída esta respuesta, se levantó al punto, lleno de fervor, y dijo:

-- ¡Vamos en el nombre de Dios!

Tomó como compañeros a los hermanos Maseo y Angel, dos hombres santos, y se lanzó con ellos a campo traviesa, a impulsos del Espíritu...»

Aquél fue un momento histórico. En él brotaron las dos facetas que han hecho al Pobrecillo más amado, más célebre, más simpático: su amistad personal con los animales y su entrega a las gentes con simpatía y en empatía total. Llegando al azar a una aldea llamada Cannara, su férvida predicación arrastró a todo el pueblo -hombres y mujeres- a querer vivir como él; y allí nació la Fraternidad Seglar Franciscana (o Tercera Orden). Y siguió hacia Bevagna, y, en el camino, como si se hubieran juntado para escucharle también ellos un sermón, Francisco se encontró con una gran bandada de pajarillos, y Francisco, regocijadísimo, yendo y viniendo entre ellos, y ellos escuchándole con el embeleso de sus ojos despiertos y de sus piquitos en suspenso, les dirigió la primera de sus maravillosas prédicas a las hermanas criaturas; y allí nació el poeta de la creación, el patrono de la ecología. En el nacimiento de ese nuevo Francisco, universal e inmarchito, había tenido parte decisiva nuestra hermana Clara. En aquella encrucijada vocacional, se lo podía haber quedado más para ella, como otra Santa Escolástica a otro San Benito; pero ella lo regaló, nos lo regaló a todos. Tenemos con ella esa deuda de gratitud. Se lo debemos a su clarividente lealtad al Espíritu del Señor, a su limpia lealtad al hermano Francisco y su carisma.

El privilegio de ser pobre

«Amo la pobreza porque la amó Cristo», proclamaba Pascal. No hay otra razón para escoger la pobreza con alegría y amor. Es también la única explicación del amor apasionado que le tuvieron San Francisco y Santa Clara.

He aquí el razonamiento de esta última, de largo y bello aliento literario: «Un Señor tan grande y de tal calidad, encarnándose en el seno de la Virgen, quiso aparecer en este mundo como un hombre despreciable, necesitado y pobre, para que los hombres, pobrísimos e indigentes, con gran necesidad del alimento celeste, se hicieran en El ricos por la posesión del reino de los cielos. Alégrate tú, y salta de júbilo, colmada de alegría espiritual y de inmenso gozo, al preferir el desprecio del siglo a los honores, la pobreza a las riquezas temporales...» (CtaCla I,3). Clara se lo escribía a otra loca del amor evangélico como ella, princesa prometida a Enrique VII de Alemania, hijo del emperador Federico II; esa locura se la contagió Clara, como a ella se la había contagiado el Pobrecillo. Francisco fue testigo jubiloso de que a sus fieles discípulas enclaustradas «no les arredraban la pobreza, el trabajo, la afrenta, el desprecio del mundo, sino que, al contrario, tenían esas cosas como grandes delicias». Ellas, por su parte, se miraban en el espejo de Francisco: «Nuestro bienaventurado padre Francisco, siguiendo las huellas de Cristo (1 Pe 2,21), su santa pobreza -la que escogió para sí y sus hermanos-, en modo alguno se desvió de ella mientras vivió, ni con el ejemplo ni con la doctrina». Y Clara, que escribía eso, las exhortaba, sin cansarse: «Adheríos totalmente a la pobreza, hermanas amadísimas, y por el nombre de nuestro Señor Jesucristo y de su Santísima Madre, jamás queráis tener ninguna otra cosa bajo el sol» (RCl 17 y 20; TestCl 5).

Para muchos, difícil de entender. Pero es así: esta pobreza es puro y gozoso amor, pura y gozosa lealtad al amor de Jesús. Y es también -aunque también parezca raro- el eje de la rosa de los vientos franciscanos: de aquí -y no de otra raíz- brotan y parten la sencillez, la alegría, el olvido de sí, la simpatía en la entrega a los demás, y hasta el amor franciscano a las cosas: todas las virtudes que hacen encantador al franciscanismo.

Pero hablemos ya del privilegio. Fue un privilegio jurídico, mas no por eso menos bello. El nacimiento del franciscanismo -el de los hermanos y el de las hermanas- se encontró con un decreto terminante del Concilio IV de Letrán (1215), que prohibía que las nuevas fundaciones se procuraran regla propia, y les mandaba que adoptaran alguna de las ya aprobadas, aunque permitiéndoles constituciones peculiares. Francisco había tenido una suerte excepcional: por su simpatía única, había logrado que Inocencio III se la aprobara verbalmente en 1209. Pero los demás no: por ejemplo, Santo Domingo se acogió a la de San Agustín, y Clara a la de San Benito.

Aunque eso era más bien una cobertura jurídica -que no afectó sustancialmente a su tenor de vida en San Damián, pues se atenían a las normas evangélicas dadas por «su padre Pobrecillo»-, resultaba jurídicamente que la propiedad en común y otras normas monásticas -sancionadas en la regla benedictina- eran para ella como unos grilletes del espíritu. Y batalló por librarse totalmente de esas ataduras ajenas a su forma evangélica de vida. Y lo consiguió con un privilegio: «el Privilegio de la pobreza».

Y con el mismo Inocencio III, el papa del IV Concilio de Letrán. El papa no la desconocía; más, la apreciaba y admiraba. Clara aprovechó una oportunidad y lo solicitó. Inocencio III quedó conquistado por su fervorosa valentía femenil. Congratulándose de aquella gestión nada cancilleresca, le respondió:

-- Extraña petición. Nunca un privilegio semejante ha sido solicitado de esta Sede Apostólica.

Y él mismo, de su puño y letra, redactó el esbozo de aquel documento original.

Era en sí un privilegio jurídico, con fuerza de ley; mas para Clara y las suyas era mucho más: el privilegio de ser pobre como su Jesús, de amar sin trabas lo que El amó. Y guardó aquel documento como su alhaja más preciada. A Inocencio III le sucedió Honorio III, y Clara se apresuró a lograr que se lo confirmara. Y vino luego Gregorio IX, que ya antes, como cardenal Hugolino de Segni, había sido gran amigo de Francisco y de la misma Clara. Pero él, precisamente por lo mucho que la apreciaba, se resistió a confirmarle el Privilegio:

-- Avente, hermana, a tener algunas posesiones. Yo mismo te las procuraré, y con liberalidad, en previsión de eventuales circunstancias y por lo azaroso de los tiempos.

Clara le agradeció la intención, pero rehusó la oferta con firmeza. Pensó el Pontífice -miope él, en esta ocasión- que a ella le ataba la libertad su compromiso religioso. Y le dijo con solemne confianza:

-- Si temes por el voto, Nos te desligamos de él.

Era no conocer a Clara. Clara, en aquel momento crítico, recordó quizá con más fuerza que nunca la Ultima Voluntad de su padre Pobrecillo: «Estad muy alerta para que de ninguna manera os apartéis jamás de esta santísima vida y pobreza, por la enseñanza o consejo de quien sea». Ahora, y ante ella, este quien sea era el mismo Romano Pontífice. No importa. Ahora -quizá más que nunca- Clara fue lo que la definió Daniel Rops: «Hoja de acero templada, bajo el aspecto de una exquisita dulzura». Si recordó esa cláusula testamentaria de su padre y fundador, fue con la instantaneidad de un rayo. Porque inmediatamente, con firme y sonriente dulzura, le replicó:

-- Santísimo Padre: a ningún precio quiero ser dispensada del seguimiento indeclinable de Cristo.

Y el Pontífice, amigo vencido, le confirmó su Privilegio de la pobreza con la máxima formalidad jurídica, en un documento que, por su belleza espiritual y su altura mística, I. Omaechevarría califica como «uno de los más curiosos y originales en la historia de la espiritualidad cristiana».

Pero ni con él descansaría Clara. Al largo pontificado de Hugolino le sucedió el de Inocencio IV. Y también con él buscó la confirmación de su Privilegio, y por Celano sabemos que lo consiguió. Así alcanza plenitud esta cláusula de su testamento: «Para mayor cautela, me preocupé de que el señor papa Inocencio (III), en cuyo pontificado comenzó nuestro género de vida, y otros sucesores suyos reforzaran con sus privilegios nuestra profesión de santísima pobreza, que prometimos al Señor y a nuestro padre, para que nunca y en modo alguno nos apartáramos de ella». Ejercicio alto y sin pausa de su una y triple lealtad: a su Amor Pobre, a la pobreza evangélica y a su pobrecillo padre (Leyenda de Sta. Clara 14 y 40; TestCl 6).

Fiel... hasta el triunfo final

En la fidelidad a la pobreza evangélica -a la que el idealista Francisco llamaba «su dama» y la enamorada Clara «su privilegio»-, ésta no se contentó ni con esa garantía jurídica excepcional, convalidada por los cuatro papas que ella conoció. Dios quiso prolongarle la vida, y ella amplió hasta el máximo su ambición. Su Privilegio no la aseguraba del todo, ni a ella ni al futuro de su fundación: hasta Gregorio IX, su papa más amigo, estuvo a punto de quebrar su confirmación. Clara aspiró a lo que parecía un imposible: tener Regla propia, sancionada oficialmente por la Iglesia, que ya nada ni nadie se la pudiera arrebatar.

Clara fue una enferma habitual, años y años. Desde su pobre yacija, era el alma de San Damián y del centenar largo de monasterios que Dios fue haciendo germinar prodigiosamente de aquella primitiva semilla: más de sesenta en Italia, y unos cuarenta en las demás naciones de Europa. Los mismos frailes más fieles al ideal neto de Francisco, huérfanos de padre y sometidos a los vaivenes violentos de una gran crisis institucional, la visitaban, buscando en ella claridad y fuerza: la leal alentaba a los leales (Leyenda de Sta. Clara 45).

En su pobre yacija, Clara fue preparando y redactando su Regla con reflexión, con santa prudencia, con indeclinable amor. Incluyó en ella -como una gema engastada en el conjunto afiligranado de su ideal evangélico- el texto de su Privilegio. Nuclearmente, su regla era un traslado, en femenino claustral, de la regla de su padre Pobrecillo. Luego se ingenió y se esforzó por que se la aprobasen. Años y años, pues las normas de la curia romana se levantaban como un muro imposible de superar. Ella luchaba, suplicaba, esperaba. Hizo lo que le aconsejaba a su discípula de Praga: «Mira siempre tu punto de partida, retén lo que tienes, y jamás cejes. No asientas a ninguno que quiera apartarte de este propósito, o que te ponga obstáculos para que no cumplas tus votos con la perfección a la que el Espíritu del Señor te ha llamado» (CtaCla II,3). Ella no dudaba de que su empeño estaba alentado y sostenido por ese Espíritu del Señor.

Once meses antes de su muerte, creyó que ya tocaba su dicha con las manos. La visitó el cardenal de Ostia, Protector de la Orden; y ella le urgió tanto y tan bien la aprobación pontificia de su Regla, que el cardenal se comprometió a poner en ese empeño toda su influencia. Y, a la semana de aquella entrevista esperanzadora, le escribió diciéndole, en nombre del señor papa, que considerase su regla como ya aprobada. La carta de este anuncio jubiloso estaba fechada el 8 de septiembre de 1252. Pero el refrendo de la bula papal no llegó a San Damián.

Quien sí llegó a visitarla fue, por la Pascua de 1253, el mismo Inocencio IV, con una deferencia cordial, humanísima. Pero ni él mentó la bula de la Regla ni Clara se decidió a recordarle lo que estaba en la mente de los dos, reverenciando su silencio. Una vez más, ofrendó su sacrificio al Señor, y siguió orando, moviendo otros hilos, esperando. Al más alto nivel, mantenía y ejercitaba su lealtad. En su larga agonía, suspiraba:

-- Desde que conocí la gracia de mi Señor Jesucristo por medio de aquel su siervo Francisco, ninguna pena me ha resultado molesta, ninguna penitencia gravosa, ninguna enfermedad difícil.

Y, en un anhelo en que latía vehementemente su ilusión suprema, exclamaba:

-- ¡Poder besar un día la bula, y al día siguiente morir!

Diecisiete jornadas de inacabable agonía, como si el tiempo se estirara por la fuerza de su esperanza increíble. Y lo imposible se realizó. El papa -¡al fin!- firmaba la bula con fecha de 9 de agosto de ese 1253, un fraile la trajo el 10 en volandas a San Damián, y el 11 emitía ella su último suspiro. Su último beso ardiente, gozosísimo, fue a la bula que canonizaba definitivamente su ideal. Con la bula en sus manos la enterraron (Leyenda de Sta. Clara 44; Proc III,32).

Hoy pululan las crisis vocacionales. Dicen que son crisis de identidad o de autorrealización. Son también, en algunos casos, crisis de lealtad. Mirar a esta hermana Clara puede ayudar a resolverlas. Muestra la valentía en las dificultades y el gozo único de ser fiel al Amor.

[Daniel Elcid, O.F.M., La hermana Clara o la lealtad, en Idem, Compañeros primitivos de San Francisco. Madrid, BAC Popular 102, 1993, pp. 25-38]

 

 

 

SANTA CLARA, ESPEJO E IMAGEN DE LA IGLESIA

por Kajetan Esser, o.f.m.

Acaso el motivo más profundo de la total desorientación que sufre el hombre sea que lo centra todo sólo en sí mismo. Sabemos por el Evangelio que ese buscarse es perderse (Lc 17,33); pero aún cuando por fidelidad al Evangelio, la santa Iglesia debía haberse mantenido impermeable a esta tendencia natural, ese buscarse ha ido invadiendo cada vez más su propio interior.

La vida sobrenatural de la santa Iglesia, nacida de la plenitud de Dios y en marcha ininterrumpida hacia Él, ha quedado desplazada y, como consecuencia, la salvación individual ha acaparado la atención de forma particular. Resultado de la combinación de ambos factores es que el anhelo de santidad aparece menos como participación en la fecundidad de la Iglesia entera que como perfección personal y estrictamente subjetiva. Las manifestaciones vitales de la santa Iglesia, como son los sacramentos, la liturgia de las horas, los votos religiosos, etc., descubren su principal misión: la glorificación de Dios por Jesucristo en el Espíritu Santo; sin embargo, en los manuales ascéticos han quedado reducidas a simples medios de perfección del hombre. De ahí se deriva que la vida religiosa en la Iglesia se valore a nivel puramente individual, apreciándola sólo a partir de las ventajas personales y sin que se dé suficiente relieve al servicio que presta a la vida total de la Iglesia. No es así de extrañar que, según estimación corriente, la vida religiosa sea concebida como un estilo singular de ser cristiano emplazado a un nivel superior e inaccesible para el común de los cristianos y que en general se aprecie hoy una como sima de separación entre vida religiosa y vida cristiana. Así se comprende que el cristiano que vive en el mundo no mantenga relaciones verdaderas y vivas con los grandes santos, cuya procedencia sea el estado religioso, y que éstos le resulten extraños. Y ésta puede ser la razón por la que santa Clara de Asís interesa tan poco a los hombres de hoy. ¿Qué es lo que ella, que durante cuarenta años vivió escondida en el estrecho claustro del monasterio de San Damián, podría decir a los hombres de tiempos y situaciones tan diversos?

1.- Al servicio de la vida de la Iglesia

A pesar de todo, esta mujer sencilla, pero tan grande, ha significado mucho para la vida de la Iglesia. Esta importancia la subrayó el papa Alejandro IV en la bula de canonización de la Santa: «¡Qué lumbrarada la de esa luz y qué vehemencia la de su resplandor! Mas esta luz permanecía cerrada en lo secreto de la clausura, y lanzaba al exterior rayos que rebrillaban; se recluía en el estrecho cenobio y destellaba en el ámbito del mundo; se contenía dentro y saltaba fuera. Porque Clara moraba oculta, y su conducta resultaba notoria; vivía Clara en el silencio, y su fama era un clamor; se recataba en su celda, y su nombre y vida eran públicos en las ciudades. Y no es extraño, ya que una lámpara tan inflamada, tan reluciente no podía quedar en lo escondido sin que esclareciese fúlgida en la casa del Señor; ni podía recatarse vaso de tales esencias sin que aromase y con la suave fragancia rociase la mansión del Señor. Es más, cuando ella en el angosto reclusorio de su soledad maceraba el alabastro de su cuerpo, la Iglesia quedaba toda colmada de los aromas de su santidad» (Bula de canonización 3-4).

Estas palabras del papa resaltan el valor de la vida de santidad para la Iglesia, y en ellas se dice expresamente que sus hermanas aprendieron en este libro vivo «la norma de conducta, en tal espejo miraron para conocer los senderos de la vida» (Bula de canonización 10).

Lo que más sorprende es que la propia Santa tuviera conciencia tan clara del valor de su vida enclaustrada para la Iglesia y de que se sintiera llamada por Dios a servir así a la Iglesia. Por eso en su Testamento, que es la última mirada retrospectiva a su vida y la última exhortación a sus hermanas, recuerda la profecía del todavía joven Francisco, cuando, en fecha ya muy lejana, estaba reparando la iglesita de San Damián: «Venid y ayudadme en la obra del monasterio de San Damián, pues con el tiempo morarán en él unas señoras, con cuya famosa y santa vida religiosa será glorificado nuestro Padre celestial en toda su santa Iglesia» (TestCl 13-14). En dicha exhortación la Santa proclama la gran benignidad de Dios que «tuvo a bien decir estas cosas por medio de su Santo sobre nuestra vocación y elección» (TestCl 16).

Si las palabras del Crucificado: «Ve y repara mi iglesia, que, como ves, amenaza ruina», las había interpretado Francisco en primer lugar como invitación a la reconstrucción de la iglesia de San Damián y sólo más tarde comprendió por inspiración de Dios que se referían a la Iglesia redimida por Cristo con su sangre (2 Cel 10-11), Clara entendió siempre que su vida había de ser colaboración a la edificación de la Santa Iglesia.

Estaba persuadida, al igual que sus hijas, de que Dios las había llamado para que con su vida totalmente cristiana fueran ellas «modelo para ejemplo y espejo... ante los demás» (TestCl 19-21), y que, por tanto, estaban obligadas a reflejar sobre la Iglesia la luz de Dios, para señalar así a todos los miembros de la misma el camino de su vocación. Su consagración a Dios debía atraer incansablemente a los hombres hacia un camino semejante: «Mediante todo esto, no por méritos nuestros sino por sólo la misericordia y gracia de su benignidad, el Padre de las misericordias difundió la fragancia de la buena fama tanto para las que están lejos como para las que están cerca» (TestCl 58). Exhorta una y otra vez a sus hermanas a que con sus culpas, negligencias e ignorancias nunca se aparten del camino del Señor, pues no sólo cargarían su propia conciencia, sino que faltarían además a sus graves responsabilidades para con la Iglesia triunfante y militante (TestCl 74-75). Por su misma vocación deben las religiosas servir a la Iglesia todos los días de su vida, de suerte que cualquier infidelidad o negligencia en el cumplimiento de su deber dañaría a la vida interior de la Iglesia. Todos estos pasajes demuestran que Clara conocía las repercusiones sociales del pecado; esto es, las perniciosas consecuencias del pecado personal en la vida de la Iglesia, en la comunión de los santos. Por otra parte, escribiendo a santa Inés de Praga, Clara formuló un deseo que concierne a todas sus hermanas: «Que el mismo Padre celestial os dé y confirme esta su santísima bendición en el cielo y en la tierra, multiplicándoos en gracia y en sus virtudes entre sus siervos y siervas en su Iglesia militante» (BenCl 8-10). Este anhelo expresa una vez más, con inimitable precisión, las relaciones de la vida claustral con Dios y con la Iglesia.

Esta vida religiosa claustral es mucho más que «ejemplo y modelo». Clara, que llegó a profundizar en el misterio de la vida de la Iglesia, sabía que en ella es válido el principio de la «representación», por el que un miembro de la Iglesia puede ofrecerse en lugar de los demás para suplir sus deficiencias. Lo reconoce, llena de gozosa gratitud, en una de sus cartas a Inés de Praga: «¡Me siento llena de tanto gozo, respiro con tanta alegría en el Señor, al saber de tu buena salud, de tu estado feliz y de los acontecimientos prósperos con que permaneces firme en la carrera emprendida para lograr el premio celestial! Y todo esto, porque sé y creo que así suples tú maravillosamente mis deficiencias y las de mis hermanas en el seguimiento del pobre y humilde Jesucristo» (Carta 3,3-4).

Si esta ley de sustitución vicaria es válida para la vida interna de una comunidad de religiosas, lo es tanto más para los cristianos «que viven en el mundo» y que por su bautismo han sido también llamados a «seguir las huellas de Cristo» (1 Pe 1,21). Sus continuas infidelidades están exigiendo que haya almas dispuestas a satisfacerlas. Clara llega a comprender así el misterio más profundo de la vida religiosa. En la mencionada carta a Inés de Praga vuelve a recordarlo: «Lo diré con palabras del mismo Apóstol: te considero cooperadora del mismo Dios y sostenedora de los miembros vacilantes de su Cuerpo inefable» (Carta 3,8). Es evidente que supo percibir los estrechos lazos que unen íntimamente entre sí a los miembros del cuerpo de Cristo, la Iglesia, de manera que la vitalidad de unos sea ayuda poderosa a los demás. De esta suerte, la vida de las monjas, por ignoradas que sean del mundo, es fuente de enriquecimiento espiritual para la vida íntima de la Iglesia. Pero para Clara las religiosas juegan un papel todavía más importante, y lo expresa llamándolas «coadjutoras de Dios». Ya el mismo san Pablo en sus tareas apostólicas se considera «colaborador de Dios» (1 Cor 3,9). Y Clara, valiéndose de las palabras del mismo apóstol, en su sentido más propio señala a sus hermanas la misma obligación: colaborar con Cristo en la obra de la salvación en su Iglesia. Con su vida, su oración y sus sacrificios colaboran a la obra salvadora de Cristo y la completan (cf. Col 1,24). Tal vez, al expresarse así, Clara tenía en la mente la imagen del primer Adán, a quien Dios puso una ayuda semejante a él (Gén 2,18). Del mismo modo, junto al «nuevo Adán», Cristo, está la Iglesia como colaboradora de Cristo y, en la Iglesia, todos sus miembros vivos.

Sobre este fundamento construye Clara su mística cristiana, que nada tiene que ver con la propia satisfacción individualista, sino que se rige por la ley de la representación, de la actualización de las relaciones entre Cristo y su Iglesia. Precisamente la virginidad nupcial transforma a las religiosas en colaboradoras de Cristo en su obra salvadora, y «sostenedora de los miembros vacilantes de su Cuerpo inefable». En su misma Carta tercera a Inés de Praga, Clara nos presenta a continuación sus magníficos conceptos sobre la unión entre el alma religiosa y Jesucristo, su esposo.

Para Clara toda la vida cristiana de sus hermanas es vida eclesial. Es una vida que no busca sólo el perfeccionamiento personal para gloria de Dios, sino que está llamada por Dios a la vida cristiana en su Iglesia y para la Iglesia: «El Señor y Padre engendró en su santa Iglesia» su pequeña grey (TestCl 46). Y no cesará de dar gracias al Señor por ese don de su vocación. En el pórtico mismo de su Testamento dará libre curso a su inmensa gratitud: Entre los beneficios que «recibimos y estamos recibiendo a diario» de la liberalidad de nuestro Padre de las misericordias, y «por las cuales estamos más obligadas a rendirle gracias», «se cuenta el de nuestra vocación; cuanto más perfecta y mayor es ésta, tanto es más lo que a Él le debemos» (TestCl 2-3).

2.- Imagen de Cristo siempre vivo

¿Cómo respondió Clara, en la concretez de su vida, a esta vocación eclesial? La respuesta primera e inmediata es que ella vivió siempre y en todo ante Dios y para Dios. Y una existencia así, en la Iglesia es siempre una prolongación de la presencia de Cristo, siempre vivo.

«Porque el Señor nos ha llamado a cosas tan grandes que en nosotras se puedan mirar aquellas que son ejemplo y espejo para los demás, estamos muy obligadas a bendecirle y alabarle y a confortarnos más en Él para obrar el bien» (TestCl 21-22). A Inés de Praga le dice: «Conservando la vida, podrás alabar al Señor y ofrecerle un obsequio espiritual y tu sacrificio condimentado con la sal de la prudencia» (Carta 3,41). La vida cristiana debe ser alabanza constante al Señor, exteriorizándola por la sublime oración de alabanza que la Iglesia ofrece diariamente al Señor en el oficio divino. Por lo que Clara exigirá a sus hermanas, las que sepan leer, el rezo fiel y diario de la liturgia de las horas (RCl 3; recuérdese que en la Edad Media la expresión "oficio divino" designaba tanto la misa como la liturgia de las horas). Así podrán participar en la oración oficial de la Iglesia, denominada vigorosamente por la piedad medieval «obra de Dios» (Opus Dei), o sea, la oración del propio Cristo en su Iglesia.

Además del oficio divino, tenían de continuo ocupada su alma en santas oraciones y divinas alabanzas (LCl 19), y estimulaba a sus hijas a ofrecer a Dios este culto vivo y santo. Pues sabía que, de mantenerse de ese modo en la presencia continua del Señor por la oración, llegarían a transformarse en «imágenes visibles de Dios invisible», tal como se verificó en el grado más alto en la persona de Jesucristo (Col 1,15). «Fija tu mente en el espejo de la eternidad, fija tu alma en el esplendor de la gloria, fija tu corazón en la figura de la divina sustancia, y transfórmate toda entera, por la contemplación, en imagen de su divinidad» (Carta 3,12-13). Cuanto más el hombre se acerca a Dios, tanto más esta aproximación configura al hombre y lo perfecciona, es decir, se realiza su vocación de «asemejarse a la imagen de su Hijo» (Rom 8,29).

Clara, la más fiel discípula de san Francisco, trata de alcanzar esta meta por el camino real señalado a todo cristiano: por la imitación de la vida del Verbo encarnado, Jesucristo. Este aspecto fundamental de la vida cristiana, tan sobresaliente en Francisco, Clara lo subrayó a su vez con una concisión poco común, viendo en ello la esencia de su propia vocación: «El Hijo de Dios se ha hecho para nosotras camino, y nuestro bienaventurado padre Francisco, verdadero enamorado e imitador suyo, nos lo ha mostrado y enseñado de palabra y con el ejemplo» (TestCl 5). La vida de Dios-Hombre es el camino que, recorrido sobre las pisadas del mismo Cristo, lleva a Dios, al Padre; también aparece aquí Clara como la más fiel discípula de Francisco, deseosa de «seguir las huellas de Cristo» (Carta 2,18-20; 3,25). Y la Santa, pisando recio en su andadura las pisadas de Cristo, lo sigue sobre todo en sus actitudes fundamentales, que franciscanamente resultan características para la imitación de Cristo.

Para Clara imitar a Cristo significa ante todo imitar al Crucificado: «Ya que Vos habéis comenzado con tan ardiente anhelo del Pobre crucificado, confirmaos en su santo servicio». Como Cristo crucificado nos ha liberado «del poder del príncipe de las tinieblas... reconciliándonos con Dios Padre» (Carta 1,14), así la fuerza salvadora y santificante de la redención obrará en toda su plenitud, únicamente si el hombre se mantiene firme y constante en el servicio de Dios, si, como exhorta el moribundo Francisco, sigue «perfectamente las huellas de Jesús crucificado» (Lm 7,4). Clara recorrerá ese camino con su vida obediente, pobre y humilde, las tres actitudes fundamentales entrevistas en la contemplación del Crucificado y que harán de ella la intérprete más autorizada del más genuino espíritu franciscano. Y esto mismo es lo que recomendará continuamente a sus hijas: la necesidad de contemplar al Crucificado para vivir su misma forma de vida.

Clara prometió solemnemente obediencia «según la luz de la gracia que el Señor nos había dado por medio de su vida maravillosa y de su doctrina» (TestCl 26). Y vivirá en esta absoluta obediencia sin desviarse «en nada de lo prometido» (LCl 12), pero no precisamente con miras a su propio perfeccionamiento, sino iluminada por la vida y las enseñanzas del Señor. Su actitud obediencial se inspira, pues, en la actitud obediente del Señor, cuyo alimento era cumplir la voluntad de su Padre (Jn 4,34), y por eso renuncia ella a su propia voluntad «por Dios», y así logra infundir en el seno de la Iglesia la virtud medicinal y santificadora de la obediencia de Cristo (Carta 1), obediencia que salva y santifica.

Pero más aún que la obediencia, Clara admira en la vida del Hijo de Dios su pobreza y humildad. Lo mismo para Clara que para Francisco, estas dos actitudes fundamentales están íntimamente relacionadas entre sí. Muy acertadamente inicia así el biógrafo de Clara el capítulo de «la santa y verdadera pobreza»: «Con la pobreza de espíritu, que es la verdadera humildad, armonizaba la pobreza de todas las cosas» (LCl 13). Y exhorta a todas sus hermanas «en el Señor Jesucristo... a que se esfuercen siempre en imitar el camino de la santa sencillez, humildad y pobreza» (TestCl 56). Así lo ve en la vida de Cristo y, por eso, ama ella este camino como «esposa castísima del Rey supremo». «Ahora bien, en este espejo resplandecen la bienaventurada pobreza, la santa humildad y la inefable caridad, como lo podrás contemplar en todo el espejo. Mira -te digo- el comienzo de este espejo, la pobreza, pues es colocado en un pesebre y envuelto en pañales. ¡Oh maravillosa, oh estupenda pobreza! El Rey de los ángeles, el Señor de cielo y tierra, es reclinado en un pesebre. Y en el centro del espejo considera la humildad: por lo menos, la bienaventurada pobreza, los múltiples trabajos y penalidades que soportó por la redención del género humano. Y en lo más alto del mismo espejo contempla la inefable caridad: con ella escogió padecer en el leño de la cruz y morir en él la muerte más infamante» (Carta 4,17-23).

Y ¡qué acentos los suyos tan inimitables para encarecer la imitación del Crucificado pobre! «¡Oh pobreza bienaventurada, que da riquezas eternas a quienes la aman y abrazan! ¡Oh pobreza santa, por la cual, a quienes la poseen y desean, Dios promete el Reino de los cielos, y sin duda alguna les ofrece la gloria eterna y la vida bienaventurada! ¡Oh piadosa pobreza, a la cual se dignó abrazar con predilección el Señor Jesucristo, el que gobernaba y gobierna cielo y tierra, y, lo que es más, lo dijo y todo fue hecho! En efecto, las zorras -dice el mismo Cristo- tienen sus madrigueras, las aves del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza, sino que, inclinándola en la cruz, entregó su espíritu» (Carta 1,15-18). Cristo abrazó la pobreza por nosotros «pobrísimos e indigentes, con gran necesidad de alimento celeste», con el fin de redimirnos y asegurarnos «una recompensa copiosísima en los cielos» (Carta 1,20.23).

Estas palabras de la Santa demuestran bien a las claras que supo comprender perfectamente el valor salvífico de la pobreza de Cristo, tal como el apóstol nos dice: «Conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro, para que vosotros fueseis ricos por su pobreza» (2 Cor 8,9). Clara quiere ser pobre para imitar la pobreza redentora de Jesús, pobreza que también sus hermanas deben vivir y actualizar en la Iglesia. En esta perspectiva se comprende el profundo sentido de lo prescrito en la Regla: las hermanas deben vivir «como peregrinas y forasteras en este siglo, que sirven al Señor en pobreza y humildad... pues el Señor se hizo pobre por nosotras en este mundo» (RCl 8,1-3); y no se alejarán de la santísima pobreza porque tampoco «quiso el Hijo de Dios separarse de la misma santa pobreza durante su vida en este mundo» (TestCl 35).

Nada de extraño, pues, que el papa Alejandro IV reconociera elocuentemente la fecundidad de esa vida de pobreza y humildad en el huerto de la Iglesia: «Ella, ciertamente, plantó y cultivó en el campo de la fe la viña de la pobreza, en la cual se recogen frutos de salvación pingües y opulentos; ella dispuso en la heredad de la Iglesia un huerto de humildad, que, entreverado de toda suerte de penurias, produce exuberancia de virtudes» (Bula de canonización 9). Una vida espiritualmente tan rica no puede menos de producir bendiciones redentoras para los miembros de la Iglesia, a la cual le son dados con gran abundancia estos «frutos de salvación». Y, puesto que la imitación de Cristo acerca a los hombres a Dios y pone a Dios al alcance de los hombres, concluirá el papa que Clara es la mujer nueva «que nos ha brindado una nueva fuente de agua vital para refrigero y bienestar de las almas; agua que, divertida en arroyuelos por el territorio de la Iglesia, ha hecho posible un plantío de religión» (Bula de canonización 9).

«Pero la más excelente de todas las virtudes es la caridad» (1 Cor 13,13). Y así también en la vida de la Santa predomina la caridad entre las demás virtudes. Fiel al mandato del Señor: «Amaos los unos a los otros, como yo os he amado» (Jn 13,34), aconsejará ella a sus religiosas: «Amándoos mutuamente con la caridad de Cristo, mostrad exteriormente por las obras el amor que interiormente os alienta, a fin de que, estimuladas las hermanas con este ejemplo, crezcan siempre en el amor de Dios y en la caridad recíproca» (TestCl 59-60). Con gran claridad y precisión queda descrita en estas palabras la caridad como principio activo de la unidad y como creadora de fraternidad. Clara intuye que sólo el amor permitirá a esta pequeña célula de la Iglesia, que es su comunidad, «crecer en caridad hasta llegar a Aquel que es nuestra cabeza, Cristo» (Ef 4,15). Ahora bien, el amor fraterno será posible sólo cuando cada una de las religiosas esté cimentada firmemente en el amor de Cristo. De ahí la exhortación de Clara: «Ama totalmente a quien totalmente se entregó por tu amor..., a aquel Hijo del Altísimo, dado a luz por la Virgen, la cual siguió virgen después del parto» (Carta 3,15.17). Este amor produce la inexpresable maravilla de la unión entre Dios y el hombre. Este amor abre continuamente a Dios un camino en el corazón de la humanidad: «La más noble de las criaturas, el alma del hombre fiel, es mayor que el cielo: los cielos, con las demás criaturas, no pueden abarcar a su Creador; pero el alma -y sólo ella- viene a ser morada y asiento, y se hace tal sólo en virtud de la caridad, de la que carecen los impíos. Así lo afirma la misma Verdad: Quien me ama, será amado por mi Padre, y yo lo amaré, y vendremos a él, y moraremos en él (Jn 14,21)» (Carta 3,21-23). Según santa Clara este amor sublime es posible sólo al hombre que es verdaderamente pobre: «En la medida en que se ama algo temporal, se pierde el fruto de la caridad» (Carta 1,25), que es la identificación con Dios en una entrega sin reservas.

Esa unión con Dios por el amor, que se realiza en la intimidad del alma, necesariamente debe manifestarse al exterior en el amor al prójimo. Por eso, las religiosas «muéstrense siempre celosas por mantener entre todas la unidad del mutuo amor, que es vínculo de perfección» (RCl 10,7). Clara desea que sus religiosas tengan la posibilidad de exteriorizar su amor fraterno de forma sensible, incluso en una vida como la conventual, regida por la obediencia y la pobreza: «Si los parientes u otras personas les mandan algo, la abadesa disponga que se le entregue. Y si ella [la religiosa] tiene necesidad, podrá utilizarlo; y si no, particípelo caritativamente con otra hermana necesitada» (RCl 8,9-10). Con palabras llenas de ternura nos cuenta su biógrafo la caridad con que amaba Clara a sus hijas, sirviéndolas día tras día con desinteresado amor: «No rechazaba nunca las ocupaciones más serviles, tanto que frecuentemente ella se encargaba de verter el agua en las manos de las hermanas, solía permanecer en pie mientras las demás se sentaban, solía servir a la mesa cuando comían... Limpiaba las vasijas residuales de las enfermas; con magnánimo espíritu, ella las fregaba, sin echarse atrás ante las suciedades, sin hacer ascos ante lo hediondo. Con frecuencia, lava los pies de las hermanas externas cuando regresan de fuera y, después de haberlos lavado, deposita en ellos sus besos» (LCl 12). Así cumplía las palabras dirigidas por el Señor a sus discípulos después del lavatorio de los pies: «Os he dado ejemplo, para que vosotros hagáis también como yo he hecho» (Jn 13,15). Amaba a sus religiosas «según la gracia luminosa que el Señor le había otorgado con su santa vida y doctrina».

Muchas de sus exhortaciones rezuman esta caridad verdaderamente genuina y afectuosa; a Inés de Praga, de quien dice que «es la mitad de su alma y singular joyero de su entrañable amor» (Carta 4,1), escribe: «Sábete que yo llevo grabado indeleblemente tu feliz recuerdo en los pliegues de mi corazón, te tengo por mi más amada entre todas. ¿Qué más? Calle la lengua de carne en esto del amor que te profeso; lo está diciendo y expresando la lengua del espíritu. Sí, oh hija bendita: pues de ningún modo mi lengua de carne podría expresar más plenamente el amor que te tengo, ha dicho eso que he escrito, balbuciendo. Te ruego que tomes mis palabras con benignidad y devoción, mirando en ellas, al menos, el afecto de madre que te profeso a ti y a tus hijas, ardiendo en vuestro amor cada día» (Carta 4,34-37). Clara es un testimonio luminoso de que la verdadera caridad entre los hombres suele ser siempre reflejo del amor espiritual que desciende de Dios. Mientras en la Iglesia ardan estas llamas de amor que transfiguran al ser humano en «ardor de caridad» (Bula de canonización 10), ella permanecerá iluminada por «el candelabro cimero de santidad, que fulgura vivísimamente en la casa del Señor, a cuya esplendorosa luz se han apresurado y se apresuran a venir muchas almas a encender sus lámparas en su llama» (Bula de canonización 9).

Al igual que esta imitación del Crucificado en obediencia, pobreza y humildad y amor verdadero es una glorificación del Padre siempre nueva, procura también al hombre su propia felicidad. Ninguna tristeza podrá ensombrecer esta vida; ninguna aflicción la podrá entristecer porque es fuente de gozo y bienaventuranza y porque le acompaña la alegría de quien se sabe redimido y que debe ser «colaborador de Dios» en la salvación de los hombres. Aquí, como en tantas otras ocasiones, Clara dio en la diana, porque acertó a interpretar perfectamente a su padre espiritual, Francisco; «la pequeña planta del bienaventurado padre Francisco» supo esponjarse en esa perfecta alegría que desconoce el mundo, alegría que rebosa de cada línea de su testamento, donde canta agradecida las maravillas del amor divino en su vida. Goza y se alegra de haber sido llamada y predestinada a recorrer con Cristo el camino de la pobreza. Por eso se entristecía cuando recibía panes enteros, pero saltaba de gozo cuando le daban sólo trozos de pan (LCl 14). Cuanto más acusada era la pobreza, tanto más aumentaba su gozo, porque entonces creía estar más cerca de Cristo (Carta 1,19ss).

El que, seducido por el amor de Cristo, intenta imitarlo, contempla las cosas con nuevos criterios de valoración. De Clara y de sus hijas se puede decir algo desconcertante: ninguna pobreza, ni trabajo, ni tribulación, ni afrenta, ni desprecio del mundo temían, antes, al contrario, los tenían por grandes delicias (RCl 6,2). También Francisco había llegado a experimentar esta misma inversión de criterios, cuando se puso al servicio de los leprosos; antes de su conversión, éstos le inspiraban sólo disgusto y repugnancia; pero una vez transformado por la gracia, lo que antes le parecía amargo se le convirtió «en dulzura de alma y cuerpo» (Test 3). De una experiencia análoga nos habla el biógrafo de Clara: «Conservaba en medio de sus mortificaciones un aspecto festivo y regocijado»; y concluye: «De lo cual se da a entender claramente que la santa alegría de la que abundaba interiormente, le rebosaba al exterior» (LCl 18). Se comprende que, con estas disposiciones en el alma, pudiera soportar la pesada cruz de su enfermedad durante diez largos años, no sólo sin murmurar ni quejarse, sino con una prolongada acción de gracias al Señor (LCl 39). Conocía el valor del sufrimiento compartido con Cristo; de ahí su amor a la cruz. El dolor fue para ella fuente de aquella perfecta alegría cantada por Francisco.

Clara experimentó personalmente muchas veces esa alegría de la cruz, como se lo confiesa a Inés de Praga: «Si con Él lloras, con Él gozarás» (Carta 2,21). ¡Qué alegría la suya, cuando ve o se entera de otras mujeres que se han enrolado también por el mismo camino! Júbilo expresado con singular elocuencia (Carta 4), cuando describe a Inés la felicidad compartida con sus hijas en San Damián, por «el mucho bien que el Señor obra en ti por su gracia» (Carta 2,25). Otra fuente de alegría gozosa la encuentra Clara en el hecho de vivir en comunidad fraterna, donde las unas pueden compensar las deficiencias de las otras: «¡Me siento llena de tanto gozo, respiro con tanta alegría en el Señor al saber de tu buena salud, de tu estado feliz y de los acontecimientos prósperos con que permaneces firme en la carrera emprendida para lograr el premio celestial! Y todo esto porque sé y creo que así suples tú maravillosamente mis deficiencias y las de mis hermanas en el seguimiento del pobre y humilde Jesucristo» (Carta 3,3-4). Vivía en un total despojo personal, sin nada que la encadenara, orientada única y exclusivamente hacia Dios. Y ésta fue la razón de que, pese a sus austeridades, a su despojo exterior y a su pobreza, irradiase constantemente una alegría inmensa y contagiosa, ya que todo en su vida era un camino hacia Dios. Así pudo escribir aquellas memorables palabras: «Realmente puedo alegrarme, y nadie podrá arrebatarme este gozo. Tengo lo que anhelé tener bajo el cielo» (Carta 3,5-6).

La santidad extraordinaria de Clara hunde sus raíces en la plenitud de gracia salvadora de nuestro Señor Jesucristo y de ella extrae su fuerza, ya que Cristo vive y actúa en la Iglesia. Su crecimiento y maduración es, ni más ni menos, un fruto histórico de la fuerza salvadora de la santa Iglesia; es su imagen viva y su reflejo fiel.


Kajetan Esser, O.F.M., Santa Clara, espejo e imagen de la Iglesia, en Ídem, Temas espirituales. Oñate (Guipúzcoa), Editorial Franciscana Aránzazu, 1980, pp. 209-226.-- Nota: En esta edición informática hemos suprimido las notas que lleva el texto impreso.

 

 

 

LA LEGISLACIÓN DE LAS CLARISAS
ESTUDIO HISTÓRICO - JURÍDICO

por Antonio García y García, OFM

Este estudio pretende realizar un análisis de la legislación medieval de las clarisas. Para ello, trataremos, ante todo, de indicar los antecedentes históricos de la normativa de las clarisas. En segundo lugar intentaremos enmarcarla en el ambiente histórico en que surgió, subrayando los factores que más influyeron en su configuración. Por último, indicaremos cuáles son, a nuestro juicio, los elementos innovadores de esta legislación que más contribuyeron a propiciar la universalidad y la perpetuación de esta norma de vida en la Iglesia.

No tratamos de ofrecer aquí un resumen o síntesis de la legislación medieval de las clarisas, por juzgarlo innecesario, ya que dicha síntesis ha sido realizada ya muchas veces y sería superfluo dedicar nuestro tiempo a repetir lo ya suficientemente expuesto.

La historia de cada una de las órdenes religiosas fue realizada las más de las veces por autores pertenecientes a las mismas, por lo que el resultado final es más bien una historia interna y de puertas adentro de la respectiva familia religiosa, sin confrontarla suficientemente con el mundo y con la sociedad circundantes. Sería vano intento que yo pretendiera realizar en una simple exposición congresual esta ardua tarea de la historia de la legislación de las clarisas comparándola suficientemente con la normativa de derecho común y con la de las principales órdenes y movimientos religiosos de su tiempo. Mi intento es mucho más modesto, ya que sólo pretende enmarcar la legislación de las clarisas dentro de las coordenadas históricas de su época, de las del derecho canónico común sobre la vida religiosa y desde sus conexiones benedictinas y sobre todo franciscanas.

Aunque tal vez no sea necesario, quisiera subrayar desde estas líneas proemiales que este estudio no pretende tratar de modo exhaustivo la identidad total histórica y actual de las clarisas, sino tan sólo los aspectos legales de la misma. Hay otros aspectos teológicos, ascéticos, espirituales, etc., a los cuales no se alude aquí para nada, ya que caen fuera del ámbito del tema que me ha sido encomendado.

1. ANTECEDENTES HISTÓRICO - JURÍDICOS

¿Cuál era la situación de la vida religiosa femenina en la Baja Edad Media y más en concreto en las últimas décadas del siglo XII y primera mitad del siglo XIII? La Orden cluniacense había servido de soporte a la reforma gregoriana que emerge a mediados del siglo XI. A principios del siglo XII, el monacato femenino, al igual que el masculino, ofrecía un vigor maravilloso, con sus innumerables y grandes monasterios esparcidos por todas las regiones de Europa. Pero dicha reforma se había eclipsado ya con el primer cuarto del siglo XII, pasando sus miembros de reformadores a reformandos. De esta relajación dan elocuente testimonio, entre otros, Ivo de Chartres y San Bernardo de Claraval. En torno al 1200, la decadencia del monacato benedictino en general era realmente abrumadora, y el femenino se encontraba todavía en estado más lamentable. Las causas de esta decadencia eran, entre otras, la mala situación económica, que conllevaba con frecuencia la necesidad de que cada monja viviera por su cuenta; la mala formación de las novicias, las hijas de familias nobles que buscaban en el claustro un modo de seguir llevando una vida mundana más que la propia santificación, y la consiguiente caída de la clausura.

Los obispos gregorianos de los siglos XI-XII habían apostado por la revitalización de los canónigos regulares con preferencia a los monjes, por hallarse éstos más lejos de la vida urbana y por sus tradicionales enfrentamientos con los obispos a causa de la exención. Sin tratar por ello de suprimir los canónigos seculares inspirados en una normativa de la época carolingia, los gregorianos tratan de potenciar los cabildos regulares, que se inspiraban en la llamada regla de San Agustín, donde se preveía la vida en común, con renuncia a la propiedad privada por parte de cada canónigo, aparte de la permanencia en el claustro. A este género de vida le llamaban la "primitivae vitae forma" o "vita apostolica" y otros términos equivalentes con los que se aludía al tenor de vida de la Iglesia de Jerusalén. A lo largo del siglo XII se crearon numerosas fundaciones de este estilo, que a veces sólo constaban de un único monasterio, pero en otros casos tuvieron alguna difusión, como por ejemplo la Congregación del Santísimo Salvador de Letrán (1059), Congregación de San Víctor (1113), Canónigos de la Santa Cruz (crucíferos), etc. La fundación canonical más importante de esta época es sin duda alguna los premonstratenses (1019-1020), que constituyen la fundación de mayor impacto entre todas las canonicales. Sin negar a los canónigos regulares su importante influjo en la vida pastoral, de hecho no constituyeron la respuesta adecuada a los problemas de la reforma de la Iglesia en el siglo XII.

Sin que se pueda llamar una rama femenina de los premonstratenses, sí es oportuno llamar aquí la atención sobre fundaciones de "canonesas" o canónigas, que en teoría se vinculan a la autoridad diocesana y sin ningún nexo especial con los monjes, que unos relacionan con las antiguas "diaconisas" de la primitiva Iglesia y otros con las "sanctimoniales" aisladas anteriores al establecimiento del monacato femenino. Uno de los códices más antiguos del concilio IV Lateranense de 1215, procedente del monasterio alemán de Weingarten y hoy conservado en la Landesbibliothek de Fulda, alude a ellas en estos términos [véase más adelante el sentido del texto latino]:

"In quibusdam ecclesiis congregationes esse didicimus mulierum que canonicas se faciunt appellari cum tamen seculariter conuersantes nullam canonicam regulam sint professe. Ideoque tam earum saluti quam honestati ecclesiastice prouidentes ut tales regularia statuta suscipiant et obseruent precipimus. Quod si facere pertinaciter recusauerint, loca ipsa de religiosis ordinada personis omnino relinquere per episcopos sibi prelatos, adhibito si necesse fuerit secularis potestatis auxilio compellantur".

Otra familia monacal mucho más importante, surgida del viejo tronco benedictino fueron los cistercienses. Esta reforma iniciada en 1098, se formalizó sobre todo en tiempos del tercer abad Esteban Harding (1109-1134). Los cistercienses representan el movimiento monacal más actualizado al filo del concilio IV Lateranense de 1215, con el que Inocencio III acomete la reforma de la Iglesia, dictando el cuerpo de normas más sustancioso de todo el Medievo para este efecto.

Las principales ramas monacales surgidas en los siglos XI-XII condicionan la aparición de otras tantas familias de monasterios femeninos, cada una de las cuales sigue una trayectoria familiar a la de los correspondientes monjes.

Hay que subrayar que tanto los premonstratrenses y cistercienses como otras fundaciones de menor alcance viven en una cierta desconexión con la vida y con los problemas de la nueva sociedad del siglo XII, que se caracteriza por un cierto bienestar progresivo, por la introducción de la economía monetaria, por el incremento de la población urbana, por un cierto desarrollo industrial, por el incremento consiguiente de las relaciones comerciales, por el despertar intelectual potenciado por las primeras universidades, por el incremento del papel de la mujer en la sociedad, etc. Esta nueva situación estimula el surgimiento y la consolidación de una nueva conciencia con nuevos problemas morales y nuevas necesidades e ideales religiosos a los que no daba respuesta adecuada un clero diocesano generalmente de escasa calidad y formación, ni las mejores reformas monacales como Cîteaux, o canonicales como Prémontré, que, según queda dicho, a finales del siglo XII experimentaban ya un franco estancamiento.

En líneas generales, los siglos XIII y XIV representan, en su conjunto, un progresivo declive del monacato, debido más que nada a su desfase con los signos de los tiempos, pese a que siguieron registrándose algunas fundaciones nuevas, como la de los silvestrinos (siglo XIII), celestinos (siglo XIII), olivetanos (siglo XIV), etc. Las causas concretas de este languidecimiento radican en una amplia gama de factores. Entre éstos hay que contar el auge de la vida urbana en el siglo XIII, que les deja un tanto aislados y desconectados de la vida real de las gentes. El sistema feudal, dentro de cuyo engranaje el abad es con frecuencia tan mundano como cualquier otro señor feudal, acaba por deteriorar el clima de la vida monacal. La preferencia por candidatos de la nobleza priva a los monasterios del aporte de las vocaciones venidas del pueblo llano. Los cambios socioeconómicos del siglo XIII influyen negativamente en la economía de los monasterios. El fiscalismo romano sobre los monasterios inclina las cosas en el mismo sentido. En el siglo XIV, los monasterios comparten la decadencia general condicionada por el destierro de Aviñón y por el Cisma de Occidente. Desde finales del siglo XIV, cunde también entre los monjes un movimiento de reforma paralelo del que alentaba en las órdenes mendicantes.

Y aquí es donde surge un nuevo espacio eclesial y social para nuevos movimientos religiosos que no tardan en aparecer, en unos casos con signo heterodoxo -movimientos laicos anticlericales- y en otros dentro de la más fiel obediencia a la jerarquía -órdenes mendicantes-.

Ambos movimientos coinciden en dos puntos de referencia, a saber, la práctica de la pobreza evangélica y la predicación itinerante. Esta afinidad se explica por el hecho de que entrambos tratan de dar respuesta a una misma problemática. Pero difieren diametralmente en sus relaciones con la jerarquía y con la Iglesia misma.

La reforma gregoriana atacó duramente al clero indigno, acusándole con fundamento de simonía y nicolaísmo. En algunos ambientes de dicha reforma se llegó incluso a proyectar serias dudas sobre la validez de los sacramentos administrados por el clero indigno. Su argumentación consistía en algo tan simple como vincular la validez de los actos puestos por el ministro de la Iglesia a la santidad de su persona, punto de vista que reaparece con cierta frecuencia desde la primitiva Iglesia. De aquí sacaban la consecuencia de que los verdaderos ministros de la santificación de los hombres eran ellos y no la Iglesia y sus clérigos. En este contexto, la simonía llega a calificarse de herejía -"simoniaca haeresis"-. Por ello, no es extraño que los movimientos laicales anticlericales trataran de suplantar al clero, no bastando para evitarlo los esfuerzos del clero secular digno que aún quedaba ni por los monjes y canónigos regulares.

Aunque algunos manuales de historia suelen hablar casi exclusivamente de cátaros y valdenses, lo cierto es que esta clase de movimientos laicales fueron mucho más numerosos, e incluso los aludidos cátaros y valdenses resultan difíciles de definir, dada la identidad cambiante que ofrecen a lo largo de su historia.

Hasta 1140 estos movimientos laicales no llegaron a captar las masas. Pero a partir de esta fecha, los cátaros se encargan de convertir su herejía en un verdadero movimiento de masas. Algo parecido ocurrió con los valdenses, quienes al principio se habían opuesto a los cátaros y habían merecido los elogios de Alejandro III en el concilio III Lateranense de 1179, pero desde 1184 cayeron bajo la influencia de los susodichos cátaros.

Los movimientos religiosos laicales de signo herético eran en la mayoría de los casos anticlericales, antisacramentarios y, a veces, también antisociales. Esta última connotación no sólo suscitaba la condenación por parte de la Iglesia, sino también la represión por parte de los poderes seculares. Hasta finales del siglo XII, los papas y la curia romana no adoptaron medidas de tipo universal contra la herejía. Alejandro III condenó varios herejes en un canon del sínodo de Montpellier (1162) y en el de Tours c. 4 (1162). En el concilio III Lateranense de 1179, c. 27, fueron condenados los herejes de la Gascuña. La decretal de Lucio III Ad abolendam menciona nominalmente a los cátaros, patarenos, humillados, pobres de Lyon, arnaldianos, etc., trazando el procedimiento que los obispos debían seguir contra ellos. Esta decretal es importante, porque en ella se recoge la doctrina anterior sobre el tema y porque sirve de fuente al futuro tratamiento de esta problemática por parte de Inocencio III en la decretal Vergentis y en el concilio IV Lateranense, c. 1-3, donde se formula una condenación mucho más universal, más razonada y con un procedimiento más elaborado contra los herejes, precedida de una exposición positiva de las verdades de la fe católica.

Los antecedentes expuestos en este apartado permiten sin duda comprender mejor el hueco que la legislación de las clarisas viene a ocupar dentro del marco de la vida religiosa a principios del siglo XIII, los problemas a los cuales intenta responder y en qué medida lo consigue.

2. AMBIENTE HISTÓRICO EN QUE SURGE
LA LEGISLACIÓN DE LAS CLARISAS

Lotario Segni, papa con el nombre de Inocencio III (1198-1216), llevó a cabo un amplio programa de reforma del monacato de su tiempo, por el cual demostró particular estima. Lotario había recibido buena parte de su formación en el monasterio de San Andrés del Monte Celio. Los Gesta Innocentii III afirman que incluso organizó la vida de sus familiares en el palacio de Letrán al estilo de una comunidad religiosa. La reforma del monacato preocupó de tal forma al papa Inocencio III, que incluso visitó personalmente los monasterios más cercanos a Roma, tales como Subiaco -donde por cierto se conservan los dos conocidos cuadros de San Francisco de Asís y de Inocencio III respectivamente-, Farfa, San Martín del Cimino, Montecassino. En otros territorios trató de realizarla a través de sus legados, como lo hizo por ejemplo en Inglaterra por medio del legado Juan de Ferentino. En otros casos, en fin, trató de coordinar la acción de los obispos locales en el mismo sentido. Para conseguir esta meta de la reforma monacal, potenció la institución de los capítulos, precedidos de las correspondientes visitas canónicas, fruto de cuyas experiencias será la constitución 12 del concilio IV Lateranense de 1215. Esta institución concebida para los monjes será puesta en práctica sobre todo por los mendicantes: de ahí que en los manuscritos del concilio se cambia paulatinamente la rúbrica de concilios monacales por la de capítulos provinciales.

Los múltiples esfuerzos de reforma de la vida monacal llevados a cabo o alentados por Inocencio III se referían a órdenes masculinas. Pero tampoco faltó su preocupación por las femeninas, unas veces porque dichas órdenes masculinas tenían también rama femenina, y en un caso concreto se ocupa también en exclusiva del monacato femenino, como ocurrió en 1207, al tratar de reunir en un único monasterio romano, el de San Sixto, a las numerosas monjas que, bajo diferentes reglas y denominaciones, llevaban en la Urbe una lánguida vida regular. De hecho murió el papa sin que la construcción de este monasterio se hubiese concluido. El sucesor, Honorio III, tras un primer intento fallido, encomendó este asunto a Santo Domingo de Guzmán, quien consiguió tan pronto como en 1221 poner en funcionamiento el monasterio de San Sixto. Como era previsible, no llegó a reunir a todas las monjas romanas, pero sí constituyó el monasterio de San Sixto en un centro animado de un nuevo espíritu regular.

De todas formas, el núcleo del "ius novum" formulado por Inocencio III, que afecta a todas las órdenes mendicantes, tanto masculinas como femeninas, es el c. 13 del concilio IV Lateranense de 1215. En dicha constitución se contienen cuatro normas: 1) Prohibición de fundar nuevas religiones; 2) Necesidad de acogerse a alguna regla e institución ya aprobadas para la fundación de una nueva casa religiosa; 3) Prohibición de que un mismo monje pertenezca a la vez a varios monasterios; y 4) Que una misma persona no sea simultáneamente abad de varios monasterios.

La tercera y la cuarta de estas normas se refieren obviamente a los monjes y no a los mendicantes, por lo que no vamos a comentarlas aquí. Pero las dos primeras afectan a todo tipo de vida religiosa, ya fuera monástica ya mendicante. No es tan fácil como pudiera parecer a primera vista la interpretación de las dos primeras normas que vamos a comentar.

De hecho, algunos historiadores recientes, como Grundmann, ven aquí una manifiesta ruptura con la línea seguida por Inocencio III a lo largo de su pontificado, particularmente en la aprobación oral que dio a la Orden franciscana. Otros, como Maccarrone, creen que las posturas de Inocencio III antes y en el concilio Lateranense c. 13 son coherentes. Veamos, ante todo, algunas interpretaciones de esta normativa de la constitución 13 del concilio IV Lateranense por parte de los canonistas medievales. Algunos, como La Glosa Ordinaria al Liber Extra de Gregorio IX y Juan de Andrés, entienden que las dos primeras normas se refieren a una misma cosa, es decir, a la prohibición de nuevas religiones. La diferencia entre las dos normas está en que la primera aborda el tema en relación con las personas y la segunda se refiere a los lugares.

A mi juicio, habría que añadir que no sólo se trata de personas y lugares, sino que las dos normas se sitúan en momentos cronológicamente diferentes. La primera se refiere al momento en que uno quiere convertirse a la vida regular, y entonces se le manda que elija una de las religiones ya aprobadas, en vez de constituirse en fundador de una religión más. No cabe duda que, si tomamos esto a la letra, esta norma rompe ciertamente con la línea inocenciana anterior a la constitución conciliar. Pero quizás no sea ésa la interpretación que hay que dar a esta norma. Ahondando un poco más en el contexto histórico, no parece que se aluda aquí a fundaciones como la de San Francisco, que se presentó a la Santa Sede pidiendo aprobación para su tenor de vida, sino a la infinidad de grupúsculos que se decían regulares sin serlo, y no se preocupaban de normalizar su estado de vida a tenor de la normativa pontificia. Un ejemplo de esto eran las canonesas del antiguo códice del concilio Lateranense de la abadía de Weingarten -junto al Lago de Constanza-, que mencionamos más arriba, donde se habla de unos grupos de mujeres, instaladas en ciertas iglesias y que se autodenominaban canónigas o canonesas regulares, sin que se hubiesen acogido a ninguna regla ni institución, muy en contra de lo que ya había prescrito para ellas el concilio II Lateranense de 1139, c. 26. Para los varones no se había dado todavía norma alguna de derecho común en este sentido.

Que estos grupos incontrolados siguieron abundando incluso después del concilio Lateranense de 1215, nos lo asegura, entre otros, el cronista franciscano Salimbene, quien escribía su crónica entre 1283 y 1288, y advierte sobre esta constitución 13 del concilio Lateranense:

"Ista constitutio propter praelatorum negligentiam servata non fuit. Immo quicumque vult, imponit sibi caputium et mendicat, et gloriatur se religionem novam fecisse. Et ex hoc fit mundo confusio...": «Esta constitución, por la negligencia de los prelados, no fue observada. Al contrario, cuantos quieren se ponen un capucho y se van a mendigar, gloriándose de haber fundado una nueva orden. Y por esto se crea confusión en el mundo...».

Es obvio que Salimbene no tiene conciencia de que la norma lateranense de la constitución 13 pueda aplicarse o que se refiera a casos como el de la Primera o Segunda Orden franciscanas.

La segunda norma de la constitución 13 lateranense, que prescribe la necesidad de acogerse a alguna regla e institución ya aprobadas para la fundación de una nueva casa religiosa, se sitúa en el momento en el cual los que querían convertirse a la vida regular intentaban materializar su propósito fundando la primera casa o casas. Este es el momento en que su propósito de convertirse a la vida regular se exterioriza plenamente y resulta controlable por parte de la Iglesia. Y es aquí donde se les exige la adoptación de una regla e institución ya aprobadas. Otra interpretación más sencilla de esta segunda norma consistiría en que aquí se trata de fundaciones que constaban de una única casa, mientras que la primera aludiría a religiones que constaban de varias.

En todo caso, el sentido que la tradición canonística dio a las dos primeras normas, que aquí comentamos, está bien expresado en la rúbrica que en las ediciones de las Decretales de Gregorio IX se antepone a esta constitución lateranense: "Novam religionem non licet constituere sine auctoritate romani pontificis...": «No se puede constituir una nueva orden sin la aprobación del romano pontífice». En la tradición de rúbricas del texto conciliar sólo aparece esta idea en un códice tardío del siglo XIV: "Ne fiant noue religiones, nisi fuerint approbate": «No se funden nuevas órdenes, si no han sido aprobadas». Pero es bastante probable que en este caso la tradición del texto conciliar se inspira en la de las Decretales de Gregorio IX y no viceversa.

En un registro de las rúbricas de los restantes códices del concilio IV Lateranense se anteponen al c. 13 las siguientes en el grupo de manuscritos más antiguos:

"Ne de cetero noua religio inueniatur, De nouis religionibus, Ne quis in ecclesiam nouam religionem inducat, Ne quis nouam religionem inueniat, De approbata religione, Ne fiant noue religiones nisi fuerint approbate, De inuentis religionibus prohibitis, De noua religione non facienda, Ne noua inueniatur religio, Ne quis nouam religionem inducat".

Contrariamente a lo que muchos opinan, la normativa del c. 13 del concilio IV Lateranense de 1215 no ha de ser considerada como un impedimento sino como una medida legal favorable al afianzamiento y progreso de las órdenes mendicantes. De hecho, las grandes órdenes mendicantes resultaron favorecidas, mientras que dicha normativa obstaculizó la proliferación de pequeñas fundaciones tradicionalmente tendentes por otra parte a escapar al control de la Iglesia. Que este abuso no se cortó de la noche a la mañana, aparece claro por el concilio II de Lyon (1274) c. 23, que ordena la supresión de todas las religiones aparecidas desde 1215 a espaldas de esta normativa lateranense que estamos comentando. El testimonio de Salimbene, que reproducimos más arriba, constata además la actuación de pequeños grupos que ni siquiera se habían presentado a la Iglesia en demanda de aprobación.

Que no se dio una interpretación demasiado literalista a esta normativa del c. 13 del concilio IV Lateranense resulta evidente por la actuación de Inocencio III y de sus sucesores, quienes sin duda vieron en la redacción rigorista de este canon más las presiones de los obispos que la mente genuina de Inocencio III. Esta línea interpretativa pontificia se hizo patente en el caso de la aprobación de la Primera Orden franciscana por Inocencio III. Cuando en 1209 o 1210, San Francisco y sus primeros compañeros se presentaron a Inocencio III pidiéndole la aprobación, constituían una comunidad que, por el hábito y forma de vida, podía asemejarse a los grupos de penitentes al uso de entonces, pero carecían de toda aprobación, incluida la de su obispo. Por otra parte, eran laicos. No había, por consiguiente, estatuto alguno jurídico precedente que confirmar. Por ello, no parece que el papa Inocencio tomara al principio en consideración las peticiones de confirmación o creación "ex novo" de la orden religiosa que Francisco y los suyos solicitaban. Para obviar la principal dificultad, el cardenal Juan de San Pablo sugirió a Francisco la adopción de alguna regla ya aprobada. Pero Francisco insistió en pedir la aprobación de su género de vida por el papa, tal como él y sus compañeros lo habían concebido, sin acogerse a regla alguna de las precedentes. Francisco y los suyos habían adoptado como norma de vida los textos evangélicos sobre la misión de los apóstoles y sobre el seguimiento de Cristo desde la práctica de los consejos evangélicos, insistiendo particularmente en el de pobreza. Las fuentes posteriores nos informan, en mirada retrospectiva que, en lugar de adoptar una de las reglas aprobadas, se redactó lo que comúnmente se llama la Primera Regla o Regla Inocenciana. Esta Regla, que no se conserva, parece que constaba fundamentalmente de los textos evangélicos aludidos. Las mismas fuentes sostienen que el papa aprobó la nueva fundación a base de esta Primera Regla. Pero la aprobó de forma insólita, a saber, de viva voz, y con el asenso de los cardenales en consistorio, elevando así este "vivae vocis oraculum" a la categoría de publicidad y demostrabilidad como acto auténtico y autenticable de la Santa Sede.

La aplicación del c. 13 del concilio IV Lateranense en general, y sobre todo en relación con la Primera Orden franciscana, permite comprender mejor lo que acaeció con la de la Segunda Orden o clarisas, asunto que vamos a examinar en el último apartado de esta exposición.

3. GÉNESIS DE LA LEGISLACIÓN DE LAS CLARISAS

La legislación medieval de las clarisas, tal como hoy nos es conocida, se fue estructurando sucesivamente a base de los siguientes estratos que presentamos en su secuencia cronológica: 1) Regla benedictina; 2) Privilegium paupertatis de Inocencio III -16 de julio de 1216-; 3) Observancias primitivas del protomonasterio de San Damián; 4) Forma vitae de San Francisco; 5) Regla hugoliniana -1218-1219-; 6) Privilegium paupertatis de Gregorio IX -17 de septiembre de 1228-; 7) Regla inocenciana -1247-; 8) Regla de Santa Clara -1253-; 9) Testamento de Santa Clara -1253-; 10) Regla de la Beata Isabel de Longchamp; 11) Regla urbaniana del 18 de octubre de 1260.

1. Para poder dar cumplimiento a las dos primeras normas del concilio IV Lateranense de 1215 que comentamos más arriba, Santa Clara tiene que aceptar acogerse a una regla ya aprobada, y para este efecto se elige la de San Benito, sea porque le fue sugerida por tratarse de la regla más acreditada, sea porque la eligió la Santa por el conocimiento que personalmente había adquirido de la misma después de haber pasado por dos monasterios benedictinos. En todo caso, las clarisas o damianitas, como entonces se decía, no se convertían por esto en benedictinas, como los dominicos no se convirtieron en agustinos al adoptar la llamada regla de San Agustín. Sin embargo, quedan en la legislación de las clarisas algunos vestigios, muy pocos, de la regla benedictina, como es el título de abadesa para la superiora de cada convento o monasterio que Santa Clara recibe en 1212, a los tres años de su conversión, por voluntad del propio San Francisco.

2. El Privilegium paupertatis de Inocencio III del 16 de julio de 1216, pedido por Santa Clara a Inocencio III, permite a las clarisas entrar en un contacto más directo con la autoridad pontificia, e imprimir a su fundación una de sus connotaciones más características y vigorosas, a saber, la más rigurosa pobreza, no sólo individual sino también colectiva. No se conserva el texto de este documento, con el que se marcaba de modo significativo la diferencia entre la nueva fundación de Santa Clara y las benedictinas. En seguida, veremos cómo Gregorio IX renueva este privilegio que Inocencio III había otorgado poco antes de morir.

3. Observancias primitivas del protoconvento de San Damián. Con ellas se formalizaba y aplicaba la normativa de los dos números anteriores. Prueba de que había una forma de vida regular establecida en San Damián es que entre 1216 y 1218 hay noticias de grupos de mujeres que se retiraban del mundo y practicaban el género de vida de las religiosas de San Damián. De estas observancias del protoconvento forman parte sin duda varias de las exhortaciones de San Francisco a las que se refiere el número siguiente.

4. Forma vivendi de San Francisco. Santa Clara afirma en su Testamento que San Francisco les insistía en la práctica de la pobreza evangélica, y que las exhortó a lo largo del resto de su vida no sólo de palabra, sino también con sus escritos: "plura scripta nobis tradidit": «nos consignó muchos escritos». De estos escritos tan sólo se conserva la breve nota que les envió poco antes de su muerte, donde les insiste en la pobreza y les promete la asistencia suya y de sus frailes.

5. Regla hugoliniana (1218-1219). El cardenal legado pontificio Hugolino de Segni, futuro papa Gregorio IX, redacta o hace redactar esta regla -Forma et modus vivendi- con la autorización del papa reinante Honorio III (27 de agosto de 1218) y la dirige durante los años 1218-1219 a varios monasterios. Esta es la primera regla propiamente dicha para las clarisas, que estará en vigor hasta 1247. En ella se manda observar la regla benedictina, menos en lo que se contiene en la presente regla hugoliniana. Es ésta una regla extremadamente austera sobre todo por cuanto se refiere a los ayunos y abstinencias, quizás porque en esta materia codifica las prácticas de las damianitas de los primeros tiempos. Se insiste en la pobreza, la clausura, y contiene una regulación de la vida de las clarisas más sencilla y menos prolija de lo que era la regla de San Benito.

6. Privilegium paupertatis de Gregorio IX (17 de septiembre de 1228). Aunque la pobreza no sólo individual sino también en común seguía en vigor con la regla hugoliniana, sólo diez años más tarde se iba debilitando en algunos monasterios el rigor de la pobreza, ya por iniciativa de las propias religiosas, ya por la del propio Hugolino, ahora papa con el nombre de Gregorio IX, que como romano pontífice había asignado a algunos monasterios diversas posesiones en común para evitar la ansiedad de las moradoras de dichos monasterios por carecer de lo que se creía necesario. Estas fueron las circunstancias en que Santa Clara no dudó en pedir al papa Gregorio IX la confirmación del privilegio concedido por Inocencio III en 1216. Gregorio IX extiende un nuevo documento en el que no alude para nada al de Inocencio III, pero respeta el contenido y accede así a la petición de Santa Clara, "ut recipere possessiones a nullo compelli possitis": «que nadie pueda constreñiros a recibir posesiones».

7. Regla inocenciana (1247). En esta Regla, promulgada por Inocencio IV, se recogen varias aspiraciones de las clarisas, como eran la cesación de la vigencia de la regla de San Benito para ellas, la incorporación de las austeridades exageradas de los primeros tiempos sobre todo por cuanto se refiere a los ayunos y abstinencias, el reconocimiento del compromiso de los religiosos de la Primera Orden como capellanes de las religiosas, y se recoge también otra aspiración contra la cual había luchado la propia Santa Clara, a saber, la facultad de poseer bienes en común.

8. Regla de Santa Clara (9 de agosto de 1253). Aprobada primero por el cardenal protector Rainaldo el 16 de septiembre de 1252 y luego por el papa Inocencio IV en la fecha indicada, esta Regla representa la reacción de Santa Clara contra las mitigaciones introducidas en la inocenciana de 1247 y contra la decisión de Inocencio IV del 23 de agosto de 1247 de exigir su aceptación por todos los monasterios de clarisas, pese a que dicha decisión no afectaba al monasterio de Santa Clara, por poseer el Privilegium paupertatis en su doble forma antes referida. En esta Regla, Santa Clara recoge las enseñanzas que San Francisco había impartido a las clarisas "de palabra y por escrito", y se basa en la regla bulada promulgada en 1223 por Honorio III para la Primera Orden franciscana que repite literalmente en muchos lugares. En general, Santa Clara no recoge los pasajes que se refieren al ministerio externo de los frailes, habida cuenta del carácter de orden contemplativa que tenían las clarisas. Curiosamente, el original de esta Regla, que Santa Clara recibió el día antes de su fallecimiento, fue depositado entre los pliegues del hábito de la Santa para que le acompañara al sepulcro, y sólo se reencontró en 1893.

9. Testamento de Santa Clara (1253). Al igual que el Testamento de San Francisco, el de Santa Clara carece de obligatoriedad jurídica, aunque ambos tengan el inmenso valor exhortatorio de ambos fundadores, que insisten de esta forma a sus seguidores a la fidelidad en la práctica de sus ideales más entrañables. No es admitida por todos la autenticidad del Testamento de Santa Clara. Están en pro de la misma su contenido enteramente conforme y coherente con el resto de los escritos de la Santa, y también la tradición franciscana, que lo ha recibido sin dificultad alguna. Está en contra la circunstancia de que no se habla del mismo en las primitivas fuentes, y Wadding al publicarlo, no indica de qué fuente lo toma.

10. Regla de la Beata Isabel de Longchamp, compuesta por la princesa de este nombre, hermana de San Luis, rey de Francia. Es posterior a la muerte de Santa Clara y está elaborada a base de una síntesis ecléctica de las reglas anteriores. Insiste en el ideal de Santa Clara de la vinculación con los franciscanos, pero se aparta del pensamiento de la Santa en cuanto admite la propiedad de los bienes en común para sustento de las religiosas. Esta regla tuvo escasa difusión.

11. Regla urbaniana (18 de octubre de 1263). Compuesta por el cardenal Gaetano, después papa con el nombre de Nicolao III, fue aprobada por Urbano IV en la fecha indicada. Dispone que bajo la denominación de "Orden de Santa Clara" se comprenda a todas las monjas que sigan cualquiera de las reglas mencionadas aprobadas para las clarisas, que puedan tener propiedades para su sustento, que dependan del cardenal protector, el cual nombrará visitadores idóneos, y la recepción de sacramentos y para el de la penitencia que se confía a los franciscanos, cuestión esta última que pasó por muchas vicisitudes cuya descripción cae ya fuera de mi tema.

* * * * *

4. CONCLUSIONES

De la exposición que antecede, creemos que se desprenden conclusiones como las siguientes:

1. Los ideales franciscanos, así como su constitución jurídica, se distinguen por su originalidad y su fuerza expresiva para dar una respuesta a los retos de su tiempo. Otro tanto se puede decir también de su formulación en un ordenamiento jurídico canónico. Pero esto no debe llevarnos a considerar el franciscanismo como una isla tan original y avulsa del mundo de su tiempo, donde todo es original. Por el contrario, dicha isla o continente tiene numerosas conexiones con el resto del mundo de entonces, no sólo desde el punto de vista normativo sino también bajo otros puntos de vista.

2. El monacato femenino altomedieval hasta el 1200 se acoge fundamentalmente a la regla de San Benito, escrita para varones, y que se feminiza de alguna manera, a veces sólo gramaticalmente. Aunque con grandes esfuerzos, las clarisas logran cambiar este signo de los tiempos, creando un vigoroso cuerpo legislativo concebido, redactado y puesto en vigor especialmente para ellas. El hecho de que una de las reglas de las clarisas, a saber, la de Santa Clara (1253), se base fundamentalmente en la de San Francisco de 1223 para varones, es una muestra de una adaptación a fondo para las religiosas, donde la Santa omitió y añadió aspectos importantes. En cambio, la regla de San Benito fue considerada siempre por las clarisas como un cuerpo extraño, por lo que acaban consiguiendo se elimine de su corpus normativo.

3. El monacato femenino en torno al 1200 vive demasiado lejos de las ciudades y con ello del mundo de entonces. Las clarisas, por el contrario, al igual que el resto de las órdenes mendicantes, viven una vida contemplativa y retirada, en torno a los centros urbanos. Están, por consiguiente, más cerca del pueblo y sus problemas.

4. Contrariamente a la mutua desconfianza entre el pontificado romano y los movimientos religiosos laicales del siglo XII, impresiona el diálogo espontáneo, confiado y constructivo por ambas partes, que reina entre los papas del siglo XIII con Francisco de Asís a propósito de sus tres reglas sucesivas, y con Santa Clara cuando presenta al pontífice de turno su propia Regla como superadora de las anteriores y reinvindicativa de la auténtica identidad de su fundación.

 

 

 

ORÍGENES DE LAS CLARISAS EN ESPAÑA

por José García Oro, OFM

Las monjas clarisas son el instituto femenino más difundido en la España del Antiguo Régimen. Tienen una presencia variada en ciudades y villas, en una rica tipología de monasterios de fundación real, señorial y municipal y con costumbres y tradiciones, rara vez codificadas, que desconcierta con frecuencia al historiador. Por otra parte han generado un riquísimo patrimonio documental, en gran parte conservado y hoy accesible, que invita al estudio no sólo institucional de los monasterios, sino también de las poblaciones y sociedades de su entorno. Estas y otras razones me han llevado a dedicar largas jornadas de estudio e interpretación de su proceso de instalación en España, cuyos resultados se ofrecen en el libro Francisco de Asís en la España Medieval, editado en 1988.

Esta experiencia historiográfica previa y la función introductoria de esta intervención dentro de la estructura del Congreso me obligarán a repetir algunas ideas entonces formuladas y a esquematizar tan sólo un tema tan amplio que podría ser de por sí tema de un Congreso.

1. LA INFORMACIÓN Y SU ALCANCE

- Las crónicas franciscanas, tanto generales como provinciales, dedican a la familia clarisana una parte amplia, en la que se relatan los orígenes siguiendo patrones hagiográficos bien conocidos, y ofreciendo la noticia sucinta de cada monasterio de la Segunda Orden. Excelente síntesis de sus informaciones es el cuadro institucional que ofrece el cronista Gonzaga en su obra clásica De origine seraphicae religionis (Roma, 1987).

- Muy superior en información y en criterios historiográficos es el analista Lucas Wadding, cuyos Annales Minorum (Quaracchi, 1886 y ss.) son la cantera obligada de la que los historiadores han extraído hasta el presente la información básica no sólo de la evolución de las instituciones franciscanas, sino también de buena parte de los cenobios sucesivamente fundados, de los cuales se ofrece la noticia precisa y con frecuencia la bula pontificia que lo autoriza.

- Las provincias franciscanas de España se han esforzado durante el siglo XX en conseguir estudio monográfico fiable de su pasado, en el cual no falta nunca la faceta clarisa. De hecho, sólo han conseguido esta meta las provincias de Cataluña y Santiago y está a punto de lograrla la Provincia de Cantabria. En estas obras se ofrece, sobre la pauta de Gonzaga, Wadding y las piezas documentales del Bullarium Franciscanum, el cuadro institucional de la presencia clarisa.

- Sección aparte forman las monografías históricas sobre diversos monasterios clarisanos españoles y portugueses, en algunas de las cuales se ofrecen regestos documentales o se editan por entero las colecciones medievales conservadas en los monasterios. Lógicamente, estas aportaciones son las que nos guían con mayor seguridad a la hora de trazar el cuadro evolutivo de la vida clarisa a nivel regional y local.

- Los documentos constitutivos de la vida clarisa española se encuentran en el Bullarium Franciscanum. Existen también bularios de las clarisas españolas, pero hasta el presente siguen inéditos, como es el caso del contenido en los dos volúmenes del Archivo Histórico Nacional, sección Códices, números 1.198 y 199B. A la par de los bularios hay que colocar las colecciones de los documentos reales: privilegios, cartas plomadas y abiertas, provisiones y cédulas reales que no cuentan con una edición orgánica y podrán ser el objeto de nuevas y grandes iniciativas historiográficas de las nuevas generaciones. Las grandes series archivísticas de la Corona de Aragón, del Archivo del Reino de Valencia y sobre todo del Archivo General de Simancas conservan este material histórico que muchos investigadores hemos utilizado para recomponer nuestra parcela historiográfica.

2. PRIMITIVA TIPOLOGÍA
DE LAS FUNDACIONES CLARISAS

Fundar monasterios femeninos era una de las formas tradicionales de mecenazgo en la historia cristiana. Lo era sobre todo en la Edad Media, en la que el asociacionismo femenino venía cristalizando en formas monacales o semimonacales. A la altura del siglo XIII existían monasterios reales y señoriales bajo las diversas reglas monásticas en vigor que convivían con pequeñas comunidades informales de tipo rural, muy arraigadas en los territorios al norte del río Duero, que perviven a lo largo de la Edad Media. Menos documentados están en cambio los beaterios u oratorios urbanos, muy numerosos desde los siglos XI-XII, que en la mayor parte de los casos terminan constituyéndose en monasterios canónicos y se afilian a una de las reglas monásticas aprobadas.

Crear monasterios y oratorios como los aludidos fue tarea de los reyes, nobles, municipios y burgueses. Conseguían con la iniciativa dar vida a una empresa familiar importante que en su momento resultaría fructífera para la educación y colocación de mujeres de la familia. La prevalencia de estas estirpes en los cargos directivos de los monasterios es un hecho bien documentado que seguirá repitiéndose en los mismos monasterios de clarisas, si bien con rasgos aristocráticos menos absolutos que en los monasterios benedictinos y cistercienses. Esta aristocratización casi automática de los monasterios femeninos tenía su excepción en los beaterios y oratorios, que se inspiraban en un modelo más familiar y popular, en el que la madre, hermana o priora ejercía una potestad doméstica y carecía de la autonomía económica y del acompañamiento y servicio que realzaban a la abadesa de un monasterio de dueñas.

Pues bien, los primeros monasterios de las clarisas españolas proceden de grupos religiosos urbanos que se sienten atraídos por el estatuto de vida religiosa femenina formulado por Gregorio IX y lo adoptan como forma de vida propia. En consecuencia, resalta en estas fundaciones una doble iniciativa: las iniciadoras del nuevo monasterio y los papas del siglo XIII, que acuden con disposiciones positivas, prácticamente imposiciones a las instituciones públicas, ordenándoles la aceptación, acomodo y protección a estas fundaciones.

Podemos documentar esta iniciativa ya en el decenio de 1220. María y sus compañeras de Pamplona son probablemente las pioneras, en 1227, solicitando del nuevo papa Gregorio IX el estatuto clarisano, que se les otorga por bula de 31 de marzo de 1228. Unos tres años más tarde, les siguen cuatro damas zaragozanas que ocultan o abrevian sus nombres con las letras R, M, V y V, en este caso tuteladas por una patrocinadora, doña Ermesenda de Celles, y con la oposición del obispo de la ciudad y reciben la aprobación buscada el 19 de abril de 1234. Al mismo tiempo lo hacían las burgalesas María Sánchez, María Míguez, Juliana y Toda, con mayor conocimiento de causa, pues se habían enterado de la nueva institución clarisa en una reciente peregrinación romana. Se adelantaban seis días a sus compañeras zaragozanas en sus conquistas, pues su bula fundacional y constitutiva lleva fecha de 13 de abril de 1234. Con más claridad todavía recorren este camino, en los mismos años treinta, doña Urraca y sus compañeras salmantinas de Santa María y Dominga y sus hermanas de Zamora, que nos han legado una luminosa documentación en la cual se comprueba la iniciativa personal del papa Gregorio IX a la vez que la colaboración de los frailes menores como administradores y limosneros. Cierran la galería de "fundadoras", el 18 de febrero de 1236 y a lo largo de 1237, las barcelonesas Berenguela de Antich, Guillerma de Poliñá y María de Pisa, seguidas por diez compañeras que presentan al obispo Berenguel de Palou y luego al papa Gregorio IX el plan completo de su nuevo monasterio, solar incluido, y lo negocian como una creación de la iglesia local que se muestra dispuesta a secundar con entusiasmo el proyecto pontificio.

Estas son las "discípulas" de Santa Clara en España: mujeres religiosas de iniciativa que conocen la novedad del estatuto clarisano por diversas vías, en la mayor parte de los casos por testimonio de los frailes menores, lo negocian para su grupo y son muy conscientes de la autonomía que el papa les ofrece. Quiere Gregorio IX que sean aceptadas y promovidas por la Iglesia local, los municipios y los señores, pero que se mantengan en la dependencia directa del pontificado.

Cualquiera de estas fundaciones ofrece un paradigma de "fundación de Santa Clara" y como tal serán asumidas por los cronistas franciscanos. Con algunas pinceladas más pueden efectivamente encarnar y simbolizar el primer proyecto de la Santa para España: compañeras de la fundadora, destino a España para las primeras fundaciones, tránsito milagroso del Mediterráneo en una frágil embarcación que encalla en alguna playa levantina, presentación a las autoridades en su veste religiosa nueva y extraña; acompañamiento franciscano; instalación primitiva en una ermita de la localidad que convierten en cita religiosa de gran atractivo; donación de nuevo solar por las autoridades y edificio conventual suntuoso haciendo juego con los mejores parajes urbanos de los reducidos recintos medievales.

Ninguna de las primeras fundaciones clarisas ofrecía mejor pantalla donde proyectar estas imágenes hagiográficas que la barcelonesa. Por ello los cronistas franciscanos, con Fr. Damián Cornejo a la cabeza, describen esta fundación como la primera y predilecta de Clara de Asís en España. Lo pedía el papel singularísimo de la Iglesia de Barcelona, presidida en aquellos años por el gran mecenas de las nuevas órdenes mendicantes y redentoras, Berenguer de Palou; el excelso mecenazgo de Jaime I, celebrado en toda la cristiandad; el recuerdo del paso de Juan Parenti y sobre todo la lápida sepulcral de la abadesa Inés, que había gobernado durante más de cuarenta y siete años el monasterio y, al morir, el 17 de septiembre de 1281, atraía a las gentes con sus milagros. Cornejo y sus seguidores tuvieron muy poco trabajo en hacer a esta abadesa sobrina de Santa Clara y darle una compañera en la persona de Sor Clara de Asís.

Una vez establecido el proceso fundacional, cabe establecer la nómina de cenobios clarisanos que van surgiendo en las diversas tierras españolas con sus peculiaridades:

- Santa María de las Vírgenes de Pamplona tiene la primacía cronológica, pues el 31 de marzo de 1228, fecha de su aprobación por Gregorio IX, es ya una comunidad estable e institucionalizada que decide por su propio aliento asumir el estatuto clarisano y llevar en adelante el nombre de "Santa Engracia". Ostenta también la primacía institucional en lo que se refiere a sede, asistencia religiosa con capellanía propia, visitación canónica y tutela jurídica, comunión interfranciscana, consolidación patrimonial, acomodación dentro de la Iglesia local de Pamplona e inserción en la alta sociedad pamplonesa. Su cristalización completa se realiza en la primera mitad del siglo XIII, concretamente en los decenios treinta y cuarenta. En la segunda parte del siglo ofrece ya la imagen de un monasterio mayor que se empeña sobre todo en confirmar y consolidar el esfuerzo fundacional ya realizado. Por suerte, este cenobio ha conservado su rica documentación, que es particularmente iluminadora a la hora de fijar el itinerario fundacional de las primeras clarisas españolas. En la segunda parte del siglo XIII la fundación pamplonesa puede haber servido de modelo y estímulo para otras fundaciones damianitas en el ámbito de influencia navarra, que alcanza a comunidades como las de Vitoria y Orduña.

- Santa Catalina de Zaragoza salta a la historia, en 1234, como un proyecto a realizar. Son cuatro damas que tienen muy claro su propósito y lo realizan con serias dificultades iniciales: necesitan un mecenas y lo consiguen; topan con dificultades canónicas y saben solventarlas recurriendo al papa Gregorio, que no vacila en dictar a las iglesias locales su deseo; consiguen en los años cuarenta consolidar su fundación con todas las características de las pamplonesas. En la segunda mitad del siglo XIII este monasterio, en conjunción con el de Barcelona y Tarragona, parece tener un papel importante a la hora de dar vida a otras fundaciones clarisanas que reciben modelos e incluso monjas de los grandes cenobios que abrieron el camino.

- Santa Clara de Burgos nace por las mismas fechas de 1234, pero por obra de un protagonismo femenino más nítido. Son las mismas fundadoras, María Sánchez, María Míguez, Juliana y Toda, las que gestionan el proyecto con el papa Gregorio IX y las emisarias del papa que portan la bula fundacional con el encargo para el obispo de Burgos de aceptarla y disponer los pasos que conducirán a la consolidación de un nuevo monasterio de damianitas autónomo. Como sus predecesores, ostenta en la segunda mitad del siglo un cierto halo de protomonasterio en la zona que puede tener mucho que ver con las fundaciones de Carrión y Medina del Campo. Como en los casos anteriores, no podemos olvidar que nos movemos en los "caminos de Santiago".

- Santa Clara de Barcelona ofrece el cuadro fundacional típico en una población mercantil, en la que las asociaciones femeninas pueden prosperar no sólo por propia iniciativa, sumando fortunas o actividades artesanas, sino también porque los gremios urbanos e incluso la corporación municipal acoge y favorece estas iniciativas. De ahí que Gregorio IX encomiende directamente a los "consellers y ciudadanos de Barcelona" la iniciativa de promover esta fundación, que tiene un proyecto muy maduro para acceder a la vida clarisa: tres promotoras -Berenguela Antich, Guillerma de Poliñá y María de Pisa- y diez compañeras; solar suficiente y bien situado y delimitado; exención diocesana, otorgada ya en los primeros momentos y negociada posteriormente con el obispo y cabildo barceloneses; categoría conventual del templo, con capacidad para aceptar enterramientos y en consecuencia las fundaciones pías y encargos correspondientes de los testadores; estatuto jurisdiccional privilegiado que les libera de la tributación eclesiástica y de las consecuencias de las censuras eclesiásticas y les otorga juez conservador propio; capacidad económica para formar su patrimonio monástico, recibiendo donaciones e incorporando dotes y limitando el número de candidatas a las posibilidades reales del monasterio.

Lo más relevante y precoz en esta fundación es el carácter "damianita" de cenobio que deja en sombra la obligatoriedad de la regla benedictina como norma monástica general, según había declarado Gregorio IX y reitera Inocencio IV el 5 de julio de 1245. Las clarisas de Barcelona conocen a Clara de Asís y saben de su entusiasmo franciscano y se consideran "discípulas" directas de las damianitas asisienses. Sus primeras educadoras son probablemente compañeras de Santa Clara. Una de ellas es seguramente María de Pisa, la primera abadesa conocida. San Antonio, desconocido en España hasta finales de la Edad Media, es su titular y se convierte en uno de los santos más realzados en el calendario litúrgico barcelonense. En los superiores franciscanos tienen también sus valedores obligados por expresa disposición pontificia en lo que se refiere a jurisdicción doméstica: disciplina de los "conversos" o hermanos legos franciscanos al servicio de la casa; absolución de censuras contraídas por incidentes domésticos; visita regular. A mediados del siglo el nuevo monasterio es ya un puntal religioso de Barcelona y de la misma corte aragonesa, que con aprobación pontificia mantiene con esta casa femenina los mejores tratos. Una cercanía que llevará muy pronto al parentesco real y a la creación del segundo gran monasterio damianita en Barcelona: Santa Clara de Pedralbes.

- Santa Clara de Salamanca y Santa Clara de Zamora tienen muy clara su fisonomía de fundación femenina y burguesa de los años treinta. En ambos casos se observa no sólo el camino institucional ya descrito que mira a consolidar la sede, la economía, la exención y la inserción en la Iglesia local, sino también la pertenencia franciscana, en forma de ayuda fraterna de frailes limosneros o administradores, y la estrategia fundacional. Santa Clara de Salamanca tuvo un protagonismo comprobado en la fundación de Astorga y Toro y Santa Clara de Zamora lo tendrá muy pronto en Porto y en Allariz.

- Santa Clara de Valladolid es el fruto maduro de una experiencia institucional consolidada. Se trata como en los casos precedentes de un beaterio preexistente que se dispone a dar un salto cualitativo transformándose en monasterio damianita en los años cuarenta. Por entonces sabe muy bien que no basta querer el proyecto y hacerlo aprobar con éxito en Roma. Se necesita un valedor que aporte el lote fundacional, que se encuentra en la persona de la vallisoletana doña Sol y sus hijos Martín, María y Sancha Fernández, y sobre todo abogados que aporten argumentos convincentes frente a una clerecía capitular y parroquial que se recela de la autonomía excesivamente privilegiada que están conquistando estos monasterios femeninos que se están multiplicando. Pero en la segunda parte del siglo estos obstáculos se superan con facilidad porque el Rey Sabio y su mujer doña Violante son los primeros promotores de la instalación mendicante y el crear y apadrinar monasterios femeninos y grabarles el sello de "reales" será en adelante una de las tradiciones reales de las cortes ibéricas.

2.1. EL PERFIL INSTITUCIONAL Y SU IMPACTO

Gregorio IX y sus sucesores en el pontificado aceptan el movimiento mendicante y ven en él una gran oferta de recursos y soluciones para el gobierno de la Iglesia. Una de ellas es el encuadramiento de los grupos religiosos femeninos dentro de la esfera del Derecho Canónico: un deseo siempre vivo en los papas reformadores. En tiempo de Francisco esta preocupación se hace más intensa a causa del gran número de estos grupos, asociados en casas y formas de vida semimonástica. Es un flujo religioso que nunca se agota a lo largo de la Edad Media e incluso se hace más visible en la España del siglo XVI, cuando los criterios tridentinos de reforma intentan reducir estos beaterios y oratorios a comunidades canónicas afiliadas a una de las órdenes mendicantes.

¿Qué ofrecían los papas del siglo XIII a los beaterios y oratorios femeninos españoles?

1. Ante todo, el estatuto mínimo de vida regular que les constituía monasterios canónicos que desde el esquema de la regla benedictina podía orientarse en varias direcciones, como ya se había practicado con los monasterios femeninos afiliados al Císter.

2. Lo específico de la nueva familia religiosa, llamada desde el primer momento Orden de San Damián, era el estatuto o Forma vitae, promulgado por el cardenal Hugolino, futuro Gregorio IX, para diversos monasterios italianos en los años 1218-1219, en el que se define el nuevo cuadro de la vida religiosa femenina en base a la reclusión perpetua, silencio perpetuo con sus excepciones minuciosamente reguladas, ayuno y penitencias corporales de tipo cisterciense, sumisión personal y comunitaria a los criterios y órdenes de la abadesa, práctica litúrgica monacal a base de las religiosas alfabetizadas y de las que pudieran ser educadas en su monasterio, y dependencia directa de la Santa Sede que se hará efectiva en la dependencia del cardenal protector y del visitador regular. Esta impronta ascética y comunitaria fue ciertamente la que dio la fisonomía a la institución.

3. Instalación en las poblaciones cristianas bajo el patrocinio de las iglesias locales y de las instituciones civiles, que deberán facilitar al nuevo monasterio solar, edificio conventual con casa, templo y cementerio, y facilitarles los recursos para la sustentación de la comunidad en formación.

4. Privilegios pontificios y reales que propicien la pronta consolidación de cada fundación: gracias espirituales a los bienhechores, gratificaciones especiales a los soberanos, nobles y prelados que hagan aportaciones decisivas a la nueva casa; exenciones fiscales de todo tipo para víveres, materiales constructivos, oficiales de la casa.

5. Normativa para la formación de un patrimonio monástico que asegure la permanencia de la vida religiosa de una comunidad reclusa: herencias y dotes de las monjas profesas, donaciones y fundaciones pías, adecuación entre rentas y número de moradoras, tutela jurídica de la propiedad monástica.

6. Exención canónica del derecho diocesano en lo que toca a derechos parroquiales, censuras canónicas y tributaciones ordinarias y extraordinarias, y dependencia directa del papa con la conocida fórmula "sub nostra et Beati Petri protectione".

7. Relación interfranciscana abierta a futuras decisiones, que de momento se concreta en encomiendas puntuales de asistencia religiosa, servicios domésticos a base de hermanos legos y limosneros, gestión externa de asuntos concretos, casi siempre relativos a obras en curso, y tiene manifestaciones más expresivas en el calendario litúrgico y en las preferencias devocionales por los nuevos santos franciscanos.

Este diseño de los nuevos monasterios resultó atrayente para los beaterios y oratorios que desde su forma de asociación y desde su extracción popular, escasamente aristocrática, podían entrar en la nueva institución religiosa urbana, satisfaciendo aspiraciones ascéticas, conquistando mayor estabilidad y solidez institucional, plena autonomía bajo los auspicios directos del pontificado, vinculación religiosa a la nueva familia religiosa de los frailes menores, que se estaban extendiendo con gran dinamismo por los ámbitos de la Cristiandad. Por otra parte, la oferta pontificia satisfacía muy particularmente a los nuevos mecenas religiosos de procedencia nobiliaria o burguesa que con menos esfuerzo podían dar vida a un nuevo monasterio urbano, en el cual su estirpe encontraría notables ventajas: colocación de familiares en la comunidad y sobre todo en los oficios monásticos, privilegios y gracias religiosos, sobre todo enterramientos y capillas, si bien no cabía un patronato beneficial ni una encomienda como los ejercidos tradicionalmente sobre los monasterios y beneficios eclesiásticos.

2.2. EL PATRIMONIO CONVENTUAL Y SUS ELEMENTOS

Las nuevas instituciones femeninas necesitaban recursos económicos suficientes, seguros y estables. Para cumplir la reclusión perpetua, debían constituir previamente un patrimonio y unas rentas capaces de asegurar el sustento comunitario. Allegar estos medios de subsistencia en las ciudades y villas no era tan arriesgado como en el ámbito rural. Pero resultaba siempre un gran reto. De ahí que se plantease con insistencia este problema en la documentación pontificia inicial que presentaba y definía la fisonomía de las damianitas.

Nada concreto se puede apuntar sobre la economía de los beaterios y oratorios que aceptaron la vida damianita. Cabe suponer que el reducido grupo que constituían se sustentase de su propio trabajo, probablemente pequeñas artesanías de la pañería, del producto de alguna propiedad aneja a la casa y sobre todo de la mendicidad. Una vez abrazada la clausura, los papas y los obispos se sienten obligados a promover una rápida dotación económica de la comunidad. Propician en los primeros momentos, mediante gracias espirituales, una lluvia de ayudas ocasionales que puedan conducir a asentar las bases de los monasterios: solar donde edificar que es ofrecido por las iglesias y los municipios, construcción de templo, casa y cementerio, que son las piezas imprescindibles del complejo monástico, limosnas y rentas fijas que aseguren la manutención. En esta campaña las damianitas reciben con frecuencia la ayuda de los frailes menores, que se encargan de gestionar sus fundaciones y sobre todo realizan con cierta intensidad el oficio de limosneros, como se evidencia en Salamanca, Zamora, Barcelona y más tarde en Compostela.

Sin embargo, estas ayudas ocasionales no resuelven el problema. Por ello se hace necesario el mecenazgo propiamente dicho. Y se encuentra ya en los primeros momentos. En Pamplona, la iglesia ofrece el solar y las estirpes de los Elías y Cruzat garantizan bienes y rentas suficientes para el sustento del monasterio de Santa Engracia. En Zaragoza es doña Ermesenda de Celles la que aporta "viñas, campos, huertos, frutales, eras, tanto pobladas como valdías". Estas conquistas tardan más en Burgos y en Valladolid, hasta el pontificado de Inocencio IV, cuando los burgaleses Bernardo y Escaramunda y los vallisoletanos doña Sol y sus hijos, ofrecen bienes y rentas que aseguran la marcha de los nuevos monasterios damianitas locales. En otros monasterios, sitos en la Provincia de Santiago, como los de Salamanca y Zamora, las conquistas son más tardías y difíciles, si bien llegan en el reinado del Rey Sabio.

Queda siempre patente, aunque peligroso, el recurso a la alta nobleza, sobre todo a la nobleza cortesana. De ésta se puede esperar que se contente con las gracias espirituales, sin mediatizar el monasterio. Por ello hay un recurso sistemático a la misma ya desde el pontificado de Urbano IV (1261-1264), como se comprueba en Aragón. La abundancia de favores de la alta nobleza sirvió de acicate ejemplarizador para los grupos populares y para los municipios, invitados desde el principio a esta acogida, pero siempre reticentes e incluso opuestos a que nuevas instituciones eclesiásticas privilegiadas se instalasen en sus apretados recintos y participasen de sus escasas rentas.

Las previsiones económicas no son estáticas. A los imprevisibles gastos fundacionales de la primera mitad del siglo se añadirán muy pronto otros más precisos de acomodación institucional. Se deja atrás la dieta cisterciense que tanto gustaba al papa Gregorio IX, reduciendo los días de ayuno y abstinencia, se atienden las necesidades higiénicas con ropa de recambio y alimentación condimentada. Hay además necesidades primarias apenas cubiertas a primera hora, como el suministro de agua y leña que han de facilitar los municipios, bajo la presión de los patronos y mecenas, entre los cuales figura en primer término el mismo papa Inocencio IV. Sin embargo, el desafío más grave camino de la segunda parte del siglo es el crecimiento espacial. Las comunidades crecen en volumen humano y espacial y todo resulta estrecho: la iglesia y el cementerio que deben atender a las fundaciones pías (capillas y enterramientos); las oficinas conventuales y el claustro interior. Todas estas demandas de espacio comportan necesariamente anexiones espaciales -casas, plazas, locales públicos- que sólo se consiguen por intervenciones autoritarias de soberanos y señores y escasamente por decisión de los municipios.

El elemento patrimonial más importante procede de las donaciones testamentarias y de las herencias familiares de las monjas. Las primeras aportan parcelas de inmuebles urbanos y cantidades en dinero y en especie. Las segundas traen a los conventos los bienes más sólidos: fincas y casas, rentas fijas, ajuar y joyas. De hecho, son las herencias de las damianitas las que aportan las piezas más importantes del patrimonio conventual y los papas son los primeros en establecer con garantía este cauce de consolidación económica de los nuevos monasterios, no obstante las previsibles objeciones de conciencia que las seguidoras de Clara de Asís opusieron a este tipo de capitalización.

La gestión de este patrimonio, tan vario y disperso, por una comunidad que practicaba la clausura canónica, forzaba a la creación de una oficialía conventual: mayordomos y síndicos que cobrasen rentas, y frailes legos franciscanos que realizasen los servicios domésticos externos de la casa. Es otro nuevo reto que los monasterios tienen a la vista: el control de esta oficialía y de su gestión en los bienes del monasterio, que muchas veces llevará a las mismas abadesas y vicarias a la intervención directa ante los notarios urbanos; la disciplina de los legos sirvientes, de procedencia franciscana, y de los capellanes que a veces quiebra y se hace preciso restablecerla con intervención de la autoridad eclesiástica; la consecución de exenciones fiscales para el avituallamiento de los conventos y de franquicias para el tráfico externo de bienes que llegan del exterior.

La economía conventual necesitaba una contabilidad y un cálculo veraz de sus posibilidades, sobre todo para prever el número de moradoras que cada convento podría sustentar. Se fijaron topes numéricos no sin graves dificultades. A esta limitación se oponían en primer término los fundadores y mecenas que pretendían tener siempre la puerta abierta para sus familiares. De ahí que se recurra a la autoridad del papa para dar firmeza a esta determinación necesaria, que sin embargo viene a quebrantarse apenas los poderosos hacen valer sus preferencias patronales. En el paso al siglo XIV, la señorialización de los monasterios y la irrupción de los privilegios personales, característica del conventualismo, hará todavía más dramática esta exigencia de numerus clausus.

La consolidación canónica y señorial de los monasterios clarisanos que comprobamos en el último cuarto del siglo XIII conlleva una actitud distinta de las relaciones de los monasterios con la sociedad. Los conventos necesitan privilegios pontificios y reales que consoliden sus concesiones, ahora combatidas a nivel parroquial, municipal y señorial, y también ejecutores de la tutela jurídica que les otorgan reyes y papas. Es la hora de los jueces conservadores y también de las concordias señoriales, que se configuran en formas de pactos y avenencias con señores. En los conocidos privilegios que el clerical Sancho IV otorga a todos los mendicantes y en las bulas privilegiadas de los papas de los siglos siguientes que la voz popular llamará "maremagnum" se contienen las mercedes y gracias que hacen de las antiguas "descalzas" o "menoretas" las nuevas dueñas de Santa Clara. En el nuevo lote de bienes materiales y jurisdiccionales están la participación directa en las rentas urbanas, por el sistema de "situados", o sea, la asignación de una cantidad de las rentas locales; porcentajes fijos y exclusivos de vituallas; exenciones fiscales y oficiales "excusados" para servicio del monasterio; privilegios pontificios especiales para cuantos se acojan a la intercesión de la comunidad o quieran enterrarse en el recinto del templo conventual.

2.3. EN LA COMUNIÓN FRANCISCANA

La confraternización entre frailes menores y damianitas nació del corazón de los fundadores, Francisco y Clara. Sin embargo, a la hora de institucionalizar esta comunión interfranciscana surgieron las dificultades de tipo jurídico, económico y disciplinar que son hoy bien conocidas. Estas dificultades constitucionales no impidieron una colaboración estrecha en el período de las primeras fundaciones que sin embargo apenas parece documentada más que en aspectos irrelevantes: encargos puntuales a determinados frailes, funciones auxiliares como la de limosneros, servicios domésticos de hermanos legos franciscanos en monasterios.

La iniciativa de encomendar a los frailes menores servicios pastorales y jurisdiccionales permanentes a sus hermanas clarisas nació con las mismas comunidades hispanas, como reconoce Gregorio IX en su bula de 23 de febrero de 1235, tratando de Santa Engracia de Pamplona. Por ello se convirtió muy pronto en un designio de los papas del siglo XIII, a partir del mismo papa Gregorio IX, que deseaba encomendar a los frailes menores funciones de capellanes y visitadores de las damianitas. El 14 de diciembre de 1237 el papa Gregorio encomendaba oficialmente al ministro general de la Orden el cuidado de las clarisas y, al tropezar con dificultades concretas, hacía el mismo encargo a ministros provinciales y a superiores locales, como acontecía en Aragón el 7 de junio de 1234 respecto a Zaragoza, y en Castilla en 1237 con relación a Santa Clara de Zamora. Sin embargo, no se atrevió el papa Gregorio a estampar en su Forma vitae para las damianitas este encargo como norma.

Existía pues una manifiesta contradicción entre el espíritu de comunión interfranciscana que frailes y monjas respiraban y la renuncia insistente, por sola razón disciplinar, a aceptar la jurisdicción y el servicio pastoral que los papas demandaban. Inocencio IV recoge y pretende superar esta antinomia. Por la bula de 17 de julio de 1245, dispone terminantemente que los ministros generales y provinciales sean titulares de la jurisdicción sobre las clarisas y que los frailes menores desempeñen el servicio ministerial completo en sus monasterios. Tras inculcarlo a nivel general y particular, como comprobamos en los documentos de Pamplona y Zaragoza, Inocencio IV lo hace ley en su conocida Regla, promulgada mediante la bula Cum omnis, de 6 de agosto de 1247.

Como era tradición en la experiencia franciscana, estas normas se diluyeron un tanto en la casuística que fue surgiendo. Seguía argumentando la Orden con la imposibilidad real de atender tantos monasterios como surgían y con la indisciplina de los capellanes, a lo que se replicaba todos los días con la práctica de que de hecho frailes y monjas mantenían plena comunión en el ordenamiento litúrgico, en la comunicación de los privilegios eclesiásticos y sobre todo en la dependencia jurisdiccional de los mismos superiores, los ministros generales y provinciales. Como la discusión no podía en modo alguno terminar en ruptura, se produjeron diversos documentos conciliadores que declaraban que el servicio ministerial a las clarisas no era una obligación jurídica sino un acto libre de caridad; que el cardenal protector de la Orden fuese el representante permanente de la Santa Sede en iniciativas relativas a las clarisas y para que arbitrase en cada caso las soluciones viables. Estos acuerdos se hicieron ley en la nueva Regla de Urbano IV, en realidad un texto elaborado por la beata Isabel de Francia y aprobado mediante la bula Religionis augmentum, de 1263. Como siguieran todavía los murmullos tardíos de la disputa, le tocó al inapelable Bonifacio VIII decidir con palabras de fuego el 4 de junio de 1296 que la norma de Urbano IV había de ser acatada sin vacilación.

En estas fechas finales del primer siglo franciscano, la familia de San Damián comparece ante el público con una identidad clara. Tiene el nombre oficial de Orden de Santa Clara y una designación popular de dueñas de Santa Clara. Posee también personalidad jurídica en su conjunto y en sus distritos, que corresponden a las provincias y custodias franciscanas. Está forjando aceleradamente una fisonomía señorial que le asemeja a otras instituciones monacales. La familia Clarisa crece imparablemente. Se interesan por fundaciones clarisas propias los reyes y los nobles, las ciudades y villas y también los obispos. Todos estos fundadores tienen un camino fácil para la iniciativa: la autorización del cardenal protector, siempre dispuesto a complacer a cuantos le piden estas aprobaciones. Es la hora de los monasterios señoriales, con sus características bien marcadas: lote fundacional ofrecido por el mecenas y compensado con la futura prevalencia de su linaje en el monasterio; autonomía ministerial del monasterio que institucionaliza su capellanía; señorialización de los oficios y formación de estamentos internos con economía propia; quiebra manifiesta de la igualdad comunitaria. Es el camino del conventualismo, que es particularmente craso en los monasterios femeninos y costará siglos superarlo.

En conclusión, la primera fase de la implantación de las clarisas en la sociedad española resulta muy aleccionadora porque evidencia el protagonismo de los grupos religiosos femeninos, que la historiografía tradicional deja en penumbra, el entusiasmo del pontificado y de las iglesias locales por encauzarlo durante el siglo XIII y la sintonía real, con frecuencia estridente, entre las dos instituciones hermanas de los frailes menores y de las damianitas, ya en vida de la misma fundadora, Santa Clara de Asís.

Ningún documento del período nos revela lo que más nos interesa saber: el estilo de vida de las comunidades. No cabe dudar de que estas primeras comunidades hispanas conocían a Clara de Asís y sabían de su empeño en construir una comunidad de tipo eremítico y confraternizador como la de San Damián, en la que la clausura era reclusión familiar y nunca alejamiento con el ambiente; la pobreza era redención por el trabajo; el silencio estaba en servicio de la paz y de la comunicación fraterna; la castidad era forma de comunión esponsal con Cristo; la penitencia no se cifraba en la maceración sino que expresaba la actitud de conversión; la comunión interfranciscana era dogma absoluto, porque Clara de Asís se llamaba la "plantecilla" de Francisco. Por los frailes menores y acaso directamente, este aliento franciscano, plasmado en el Testamento y en la Regla de Santa Clara de 1253, llegó a los primeros monasterios hispanos y fue su más firme reivindicación frente a la monaquización impuesta.

 

 

 

 

SANTA CLARA DE ASÍS Y SUS HERMANAS

por Engelbert Grau, o.f.m.

Con frecuencia se cita de un aliento a Francisco y a Clara, porque son la doble configuración de una única e idéntica presencia nueva y dinámica que la providencia de Dios quiso suscitar hace más de 750 años; la vida según el Evangelio, según el alegre mensaje de Cristo, nuestro Señor y hermano, y de Dios, a quien podemos llamar: ¡Abba, Padre! El Evangelio que Francisco no solamente oyó, no sólo conoció, sino que vivió e hizo realidad de nuevo hasta la más cabal ejecución interior y exterior posible: este Evangelio encuentra en Clara, por así decirlo, su configuración e irradiación femenina. En esto reside la validez perenne de esta vida, su fuerza evocadora y ejemplar incluso para el cristiano de nuestros días y especialmente para la mujer, sobre todo para aquellas que se han enrolado en el séquito de san Francisco en la Segunda y también en la Tercera Orden.

1. Vocación de Clara

La Santa nació en una casa noble de Asís. Ya desde la infancia se manifestó como una persona interiorizada. Cuando quisieron casarla, teniendo ella alrededor de dieciocho años, Clara se había encontrado ya algunas veces con Francisco, doce años mayor que ella, había escuchado su predicación y había abierto el propio corazón a su convocatoria para la causa de Cristo. En la noche del Domingo de Ramos de 1212, Clara forzó la puerta de su casa, no la entrada principal de la mansión paterna, sino un postigo retirado, obstruido por vigas y piedras. Abierta así la salida y junto con una compañera, acudió deprisa a Francisco que, con sus hermanos, las esperaba en la pobrecilla capilla de la Porciúncula, abajo en el valle. A la mañana siguiente, los familiares de Clara, consternados, se ponen en movimiento para buscar a la joven. La encuentran cerca de Asís en un monasterio de monjas benedictinas. Francisco la había hecho llevar allí y allí permanecería «hasta que el Altísimo dispusiera otra cosa» (LCl 8). Los familiares la asedian con halagos, consejos, promesas, lisonjas, y finalmente intentan hacerla regresar por la fuerza. Clara se refugia en la iglesia, se agarra a los manteles del altar y se descubre la cabeza cuyos cabellos habían sido cortados. Así es como la dejan.

Clara ha forzado la puerta de la casa paterna; pronto cerrará otra puerta, detrás de la cual se ha retirado, y la clausurará para siempre. Entre su futuro allí dentro y todo lo de afuera se yergue el muro del conventito de San Damián, cerca de Asís. Entonces empieza allí a bosquejarse e irradiarse algo de la aparente contradicción del Evangelio y del cristianismo: que una mujer viva alejada de todo cuanto se llama «el mundo» y que, sin embargo, esa mujer influya sobre este mundo con una fuerza espiritual asombrosa; que una mujer viva retirada y que, no obstante, esté presente, visible como la luz sobre el celemín; que una mujer viva callada y que, sin embargo, irrumpa con voz potente, la que clamó en el desierto; que Clara esté enferma 28 de los 59 años de su vida y que, no obstante, apure esta vida con toda la energía posible y la colme de cuanta grandeza cabía; que una mujer abrace una abnegación que afecta a la conducta entera de una vida normal, abnegación aparentemente inhumana y mortífera, y que, sin embargo, se desarrolle en una admirable grandeza de humanidad y de feminidad; que, como dice la bula de canonización, «cuanto más acerbamente ella maceraba el vaso de alabastro de su cuerpo en el estrecho encerramiento de su soledad, tanto más llenaba con el perfume de su santidad toda la casa de Dios, la Iglesia» (BulCan 3).

2. Hacia la plenitud de vida

Apartada de la ciudad, en el monasterio de San Damián, Clara estuvo encerrada toda su vida en la sobriedad insensible y dura de aquellos aposentos en los que se rezaba, se trabajaba y se descansaba; estaba enterrada, por así decirlo, entre aquellos ásperos muros y, al mismo tiempo, era luz para todos en medio del oscuro mundo, era la amabilidad inmutable y el foco de calor. En este conventito de San Damián, enseñoreado por la pobreza más extrema, Clara estaba muy lejos de ser una persona decrépita, atrofiada o marginada. Clara tiene un sentido exquisito de la belleza; el alba que confeccionó para el Padre Francisco es una de las piezas más preciosas del bordado medieval de ornamentos. En la misma estrechez del espacio al que ella misma se ha «desterrado», Clara es de una liberalidad asombrosa y, en su sorprendente amplitud de miras, sabe unir en tranquila e íntima armonía las dos cosas: para consigo misma, la austeridad extremada; para los demás, la indulgencia considerada. Tiene Clara la pureza de la compasión verdadera; es discreta en la corrección, moderada en los preceptos, y prefiere respetar a ser respetada. Junto a esto, Clara hace, risueña y alegre, una penitencia excepcional, y es necesario que el mismo san Francisco le ordene explícitamente que acepte algunos cuidados durante su enfermedad.

Las pocas cartas que conservamos de Clara manifiestan una profundidad madura y nada común, y lo que podría llamarse una elevación de espíritu francamente aristocrática. Vence por la amabilidad de su nobleza interior y asombra por la firmeza con que persigue su meta. «Cuando una vez el señor Papa Gregorio IX había prohibido que ningún hermano visitase sin su permiso los monasterios de las clarisas, Clara se entristeció, doliéndose de que las hermanas iban a tener con menos frecuencia el manjar de la doctrina sagrada, y dijo gimiendo: “¡Que nos quite a todos los hermanos después de habernos privado de los que nos administraban el alimento vital!” Y de inmediato hizo que todos los hermanos volvieran a sus ministros, porque no quería tener limosneros que les procuraban el pan para el cuerpo, una vez que las hermanas no iban a tener los limosneros del pan espiritual. Cuando el Papa se enteró, dejó inmediatamente tal prohibición bajo la potestad del ministro general» (LCl 37). Clara resistió al Papa que trataba de persuadirla de que asegurase a su monasterio los medios de subsistencia más necesarios mediante alguna pequeña posesión. «Si temes por el voto», le dijo el Papa, «Nos te dispensamos del mismo». A lo que respondió Clara con prontitud: «Santísimo Padre, de ninguna manera quiero jamás ser dispensada del seguimiento de Cristo» (LCl 14).

3. Plenitud humana y sobrenatural de Clara

De manera semejante a esta autenticidad inquebrantable como persona, se mostró también Clara en su comportamiento como mujer. Renuncia, es cierto, a la plenitud de la vida de mujer que la naturaleza le depara, pero lo hace ciertamente no por falta de espíritu de sacrificio ni tampoco porque su corazón ignorara lo que es el amor, sino por la fe, por una iluminación íntima, por el fuego del corazón de su Señor que le es tan familiar y cuyo amor, sabe ella, no tiene medida y quiere darse sin límites. Y por esto su feminidad se elevó a alturas de ejemplaridad. Su primer biógrafo no duda en decir: «Imiten las mujeres a Clara, vestigio de la Madre de Dios, nueva guía de las mujeres» (LCl Prólogo).

Clara es toda una mujer en su sensibilidad para con los hombres, para con todo lo que la conmueve interna y externamente, llenándola de pena o de alegría. Ella acoge a todos y a cada uno con profunda reverencia, y las cosas, en sus manos, bajo esta reverencia, se resuelven como milagrosamente; con esta reverencia acoge sobre todo a los hombres, acoge su individualidad particular, su conciencia, sus debilidades y su gracia. Es verdad que ha de dejarse llamar «abadesa», según las prescripciones eclesiásticas. Ella a sí misma se llama «humilde e indigna sierva y servidora»; así se llama y lo es. Lo único que ella sabe y quiere es: amar sirviendo y mandar amando. Su feminidad se consuma en un amor verdaderamente materno, incluso creador. Se refugia en la soledad, se retira del mundo, y es como si ese mismo mundo se sintiese atraído hacia ella. Como la mariposa errante aspira a la luz, así ese mundo se siente empujado hacia ella. Las gentes acuden a ella cargadas con las dificultades y preocupaciones de este mundo, le llevan a ella a los enfermos, a quienes muchas veces cura sólo con la señal de la Cruz. La gente busca su sabiduría, su consejo, sus instrucciones. Parece como verdaderamente simbólico el hecho de que cuando un buen día un ejército bárbaro y brutal ataca la ciudad de Asís, las tropas se desmoronan, no ante los muros ni las armas, sino por la fe, por la grandeza de una mujer indefensa, una Clara que reza en la soledad. Clara es como una torre de paz, como una roca, contra la cual se rompen las olas (LCl 21-23).

San Francisco había recibido y adquirido en el silencio de la soledad cuanto con su fuerza transformadora y creativa dio a aquel mundo desintegrado en su intimidad con Dios. Y siempre que se hallaba de camino para predicar la penitencia, para proclamar el Reino de Dios y su paz, le embargaba la nostalgia de la vocación a la soledad. Una vez, cautivado por esta nostalgia, mandó encomendar a Clara que deliberase con Dios si él, Francisco, no podría sumergirse para siempre en el silencio de la soledad, en el silencio continuo con su Señor. Pero Clara le hizo llegar este recado: esa no es la voluntad de Dios para contigo. Francisco debía anunciar el espíritu y la riqueza vital del silencio. Ella, con sus hermanas, se cuidaba de guardar este silencio.

Clara sabía, cuando entró en el silencio tan sobrio y nada romántico de San Damián, que no se trataba de ganar algo, sino todo. Entró en aquel silencio porque buscaba la proximidad de Dios. Dios no está en el estrépito ni en el ruido (cf. 1 Re 19,11ss); Él ama el silencio, la calma, en que se entra a un «mundo» del todo diferente. Sucede como con las vidrieras de colores de una iglesia. Miradas desde fuera, parecen sin vida y oscuras; pero vistas desde dentro, se iluminan y revelan un colorido y variedad insospechados. De manera semejante, en esos muros desnudos e insensibles de San Damián, se descubre todo un «mundo». El mundo que está fuera es también creación de Dios, es verdad: la belleza del paisaje umbro con sus líneas suaves que fluctúan y sus colores discretos. Clara, al igual que Francisco, conserva ante el mismo una mirada lúcida y embelesada. Pero el mundo de dentro es algo del mundo interior de Dios, que no se puede comparar con todo lo que da de sí la creación. Allí dentro hay otro mundo, el mundo inmediato de Dios. Dentro hay inmutabilidad e inmortalidad, hay verdad, espíritu y vida. Clara fue sumamente exigente, como sólo puede serlo un gran corazón, cuando se entregó incondicionalmente a ese mundo interior y silencioso. Y aquí sucede algo curioso que no se tiene bastante en cuenta y que quizá no quiera comprenderse: sobre este monasterio de monjas de San Damián, cerrado, ajeno en apariencia al mundo y a la vida, parece que está abierto el cielo; sobre esta parcela de tierra, el cielo de Dios, su gracia, su fidelidad, su longanimidad y su misericordia. En el silencio de esta casa sopla aquel viento suave (cf. 1 Re 19,12) que exhala la proximidad de Dios. En la tranquilidad de San Damián, Clara crea un espacio para la eternidad, crea, con sus hermanas, en medio del mundo y para el mundo, un lugar de paz de Dios y de su salvación. En un tejido enfermo que corre hacia la corrupción, ella preserva una célula que está enteramente sana y que actúa sanando.

Pues si queremos hablar de una enfermedad interna que aqueja al mundo, entonces como ahora, tendremos que referirnos a la agitación y al estrépito, al desasosiego sin razón que lo merezca, a la precipitación alocada, al proceder estruendoso. Y frente a este mundo está Clara, callada, sí, pero no menos exhortando y orientando; ahí está Clara recordando a todos muy especialmente que existe ese «otro mundo», esa tranquilidad silenciosa, esa quietud llenada en Dios y con Dios, esa posibilidad de callar y de escuchar. Cuando el hombre está envuelto en su ruido, no experimenta que Dios hace todavía más ruido para hacerse perceptible. Experimentará, sin embargo, que el Dios escondido se esconde aún más, que SU silencio viene a ser como una distancia insalvable y que su propio desasosiego se enfrenta a un enigma en el que Dios se aleja cada vez más. Quien ya no es capaz de callar, vive del aturdimiento y no ya de la reflexión, al menos según el sentido y valor que constituyen el núcleo y el corazón del silencio: la oración. Clara esconde toda una vida en la envoltura del silencio porque a ella lo que le importa es encontrar en la oración aquella manifestación primordial de la vida y aquel impulso originario del amor que lleva a Dios. La razón de esto es que Clara aspira a la intimidad y a la unión con su Señor. De ahí que la oración sea el corazón de su silencio.

4. Clara y sus hermanas en la oración

Y por esto Clara vive más de cuarenta años en el retiro silencioso. Durante largo rato, después de Completas, sigue orando con sus hermanas. Y cuando éstas se retiran a descansar, ella permanece en oración (LCl 19). Con frecuencia, Clara se levantaba antes que las demás hermanas para encender las lámparas, y se adelantaba aun a las jóvenes, a las que, con toda delicadeza, despertaba y llamaba al Oficio divino (cf. ibid.).

El trabajo también forma parte de la jornada, y a este respecto exhorta Clara expresamente en su Regla: «Las hermanas, a quienes el Señor dio la gracia de poder trabajar, trabajen, después de la hora de Tercia, con fidelidad y devoción...» (cap. 7). Por esto Clara, cuando estaba enferma, se hacía incorporar y recostar sobre almohadones, para poder ocuparse en labores de punto (cf. LCl 28). Pero también el trabajo debe estar envuelto en la oración. Sí, el trabajo ha de ser tal que «no apague el espíritu de la santa oración y entrega a Dios, pues a él deben servir todas las demás cosas temporales» (RCl 7). Así queda todo, incluso el trabajo, envuelto en la oración, de día y de noche. Y después que las otras hermanas se habían retirado a descansar, Clara permanecía aún largo tiempo en oración para, como dice tan acertadamente su biógrafo citando a Job (4,12), «percibir furtivamente el susurro divino» (LCl 19). El sentido, el secreto y el valor de su soledad y de su silencio es, pues, la oración; y ella es también el secreto de su comienzo, de su perseverancia y de su culminación.

5. La vida de «altísima pobreza»

Uno de los rasgos característicos de Clara y de sus hermanas es la pobreza estricta; precisamente aquí Clara ha comprendido a Francisco profundamente. Pudiera parecer que para Clara, como para Francisco, la pobreza constituía una forma de especialidad religiosa. También pudiera parecer que Clara había llevado hasta sus consecuencias máximas y sin aceptar compromiso alguno un ideal puramente personal. Así pudiera parecer cuando ella, para sí y para la comunidad en que vive, pone en práctica una pobreza lo más extremada posible, cuando excluye todo lo que de algún modo pudiese tener apariencia de propiedad. Pero lo que aparentemente pudiera tener quizás aspecto de mezquino y terco, no es, en realidad, su propia concepción de la pobreza ni la expresión vivida de la misma. Ante sus ojos, en su corazón, está erguido el Evangelio. Y este Evangelio proclama, página a página, la gracia y la verdad en Jesucristo, que reposa en el seno del Padre, que se hizo hombre y que vivió entre nosotros. Por medio del Evangelio, Clara encuentra en Él al Hijo de Dios vivo; y Él encuentra a ella, no envuelta en la grandeza que oprime ni en el esplendor que nos hace inaccesibles, sino en la pobreza y en la humildad.

Clara, al igual que Francisco, ha aprendido del Señor esta pobreza y humildad. Y la manera rigurosa en que Clara lleva a la práctica la pobreza no es, en el fondo, la renuncia por la renuncia misma: su pobreza y su renuncia a toda propiedad son la proclamación y la expresión de una dependencia absoluta de Dios, de una entrega total e incondicional a Él. Su pobreza no es sino la confianza radical en Dios, en su fidelidad y en su amor. La pobreza, tal como la concibe Clara y la vive con sus hermanas, es la renuncia incondicional a toda garantía natural y humana, una renuncia mediante la cual, creyendo y amando, desafía a la omnipotencia misericordiosa de Dios. Su «altísima pobreza», como ella la llama al igual que Francisco, es la esperanza perfectamente entendida y vivida, es la confesión cabal y sin reservas de que el ser humano es criatura y, como consecuencia de esta confesión, es la entrega sin límites a Él, Creador y Señor. Una vida en pobreza semejante se convierte en la realización maravillosa de estas palabras del Señor. «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,33).

Brotando del ser-pobre genuino de todo el hombre interior, crece en Clara aquella actitud de humildad que le da el valor para reconocer que el hombre es criatura y, como tal, esencialmente pobre. Tan sólo en esta verdad puede la criatura permanecer ante el Señor. Este ser-pobre fue la forma y la ley del ser- cristiano de santa Clara: servir con toda reverencia y tomar en serio al otro hombre, porque Dios lo toma en serio; amar con la entrega total de sí mismo y ser tan sincero en este amor, que hasta pueda el mismo originar dolor alguno a causa del querer del Señor; ser insobornable, olvidándose de sí mismo, y, sin embargo, guardar esa dignidad que se ha recibido de Dios; y estar firme ante este Dios en la plena y pura verdad y veracidad, según la expresión del Apóstol: «¿Qué tienes, hombre, que no hayas recibido? Y si de hecho lo has recibido, ¿de qué te glorías, como si no lo hubieras recibido?» (1 Cor 4,7).

La «verdadera y perfecta alegría» de Clara

Por dura, pesada y carente de todo romanticismo que fuese esta vida de santa Clara y de sus hermanas, nada tenía, sin embargo, de sombría: no se consumía en la tristeza o en el descontento. Antes al contrario, hacía crecer una alegría profunda y encantadora, aquella alegría del hombre redimido que puede considerarse «ayudante de Dios» en su obra de redención (3 CtaCl). También aquí Clara ha comprendido cabalmente a su padre espiritual, san Francisco, penetrando cada vez más en el secreto de la «perfecta alegría» que el mundo no conoce. Esta alegría alcanzó su expresión sin par en la muerte de la Santa.

Durante diecisiete días, Clara no había podido tomar alimento alguno. Sin embargo, se encontraba tan fuerte en la virtud del Señor que aún podía confortar en su santo servicio a todos los que acudían a ella y despedirlos consolados. En las últimas horas de su vida, yacía tendida, totalmente absorta, y se la oía hablar silenciosamente: «Anda segura», decía Clara a su alma, «porque llevas buena escolta para el viaje. Anda, porque Aquel que te creó te ha santificado; y, custodiándote siempre, como una madre a su hijo, te ha amado con amor tierno. ¡Tú, Señor –prosiguió–, bendito seas porque me has creado!» (LCl 46).

Estas son las palabras de Clara moribunda. Y esto lo dice ella después de una vida a la que había sido ajena todo cuidado acostumbrado y toda sonrisa amable del mundo. Lo dice ella después de una vida en la que había renunciado a cualquier boato exterior y a toda humana pretensión, después de una vida marcada por el sufrimiento y las enfermedades. Allí en San Damián, donde Clara vivió, podemos todavía verla y comprenderla hoy. La casa, estrecha y desnuda; el coro, donde las hermanas rezaban y oraban, sin ornamentación; la sala donde comían, con mesas rudas y piso basto; la otra sala, donde dormían, bajo el maderamen de la techumbre. Y como si todo esto no le hubiera bastado, Clara llevaba un sayal de penitencia confeccionado por ella misma. Su alimento era pan y agua. Dormía sobre el suelo desnudo y alguna vez sobre ramas secas; y un tarugo de madera le servía de almohada. Y esta Clara, en presencia de la muerte, risueño el semblante, se encuentra con estas palabras entre los labios: «¡Tú, Señor, bendito seas porque me has creado!».

Die heilige Klara von Assisi und ihre Schwestern, separata, publicada en 1976, del boletín semanal del Obispado de Münster.

[Selecciones de Franciscanismo, vol. VI, n. 18 (1977)240-247 begin_of_the_skype_highlighting              18 (1977)240-247      end_of_the_skype_highlighting]

 

 

 

 

La vida en pobreza de santa Clara de Asís
en el ambiente cultural y religioso de su tiempo

por Engelbert Grau, o.f.m.

 

El Autor comienza describiendo el contexto en que vivieron Clara y Francisco, la evolución socioeconómica y sus repercusiones en la mentalidad y estilo de vida, los desafíos a la Iglesia y a la vida religiosa. Expone luego la respuesta de Clara y de Francisco, para quienes la pobreza constituye una forma de vida, con dimensión a la vez exterior e interior, cuyo punto fundamental de referencia fueron siempre Cristo y su Madre.

a) Evolución del contexto en que vivió Clara

En los primeros siglos de su evolución, Occidente tuvo, desde el punto de vista económico, un sello perfectamente definido. La vida económica se desarrollaba dentro de unas formas probadas por larga experiencia, y casi exclusivamente dentro de los límites de una economía natural y de intercambio. El dinero era escaso y se empleaba muy poco. Según nuestros conceptos actuales, el dinero era improductivo, un mero objeto valioso, que apenas servía para la vida práctica. Cada explotación, que en aquella época podía ser una finca, una hacienda o un monasterio -pues no se conocían otras-, era autárquica; es decir, que producía y proporcionaba in situ casi todo lo necesario para vivir.

Las cosas cambiaron con las Cruzadas al poner en contacto cada vez mayor a los hombres occidentales con el Oriente, con los países del Levante mediterráneo. Ese contacto significó para Occidente -y la moderna investigación histórica lo pone cada vez más en claro- el principio de una revolución económica, como hasta entonces no se había conocido. A esa revolución económica siguió un cambio social, que originó más tarde una transformación religiosa. Cabe decir que en esa época -hacia finales del siglo XII y comienzos del XIII- la estructura económica de Occidente cambió de manera radical por lo que a la economía respecta.

Esos movimientos se desencadenaron, ante todo, debido al intenso comercio con Oriente, que tomó un incremento inesperado. Los tesoros de Oriente, que resultaban fabulosos para la mentalidad occidental, empezaron a llegar a las tierras del Oeste europeo. Algunos de los que se habían hecho ricos en Oriente regresaron a casa, siendo acogidos con la misma admiración con que en los viejos tiempos se acogía al germano que regresaba de Roma o como siglos más tarde se recibiría a los emigrantes de América. Poco a poco se fue desarrollando un comercio regular. Vocablos todavía en uso, como bazar, magacén, barraca, tara, tarifa, etc., certifican la huella profunda del mundo oriental en la vida comercial de Occidente. Y, naturalmente, con las palabras y conceptos, se aceptaron también las realidades e instituciones.

Occidente tomó de los árabes asimismo el nuevo sistema de numeración, que todavía se designa con su nombre. Con tal sistema de numeración y con el máximo invento del pensamiento matemático -el cero-, la contabilidad se liberó de las viejas y rígidas formas romanas de escribir los números. Con ello se hizo posible a su vez la contabilidad en sentido moderno. Todo lo cual influyó en el comercio y su desarrollo, que sólo ahora pudo llegar a una verdadera contabilidad que de hecho se impuso.

Con todo ello la economía del dinero experimentó naturalmente un desarrollo extraordinario. Sólo entonces llegó el dinero a ser un verdadero instrumento de pago, mientras que antes sólo había sido una medida de valor para el comercio de trueque. Ello constituye uno de los acontecimientos económicos decisivos de la época: la economía dineraria se impone cada vez más a la economía natural. Aunque no en todas partes con la misma fuerza ni la misma rapidez, y en las ciudades antes que en el campo; pero el desarrollo de la economía del dinero empieza y se impone poco a poco de manera inexorable. A la fuerza del suelo y del trabajo corporal del hombre hay que añadir la fuerza del capital cada vez más. El dinero se hace productivo; es decir, trabaja para el hombre y en lugar del hombre. El comercio se hace impersonal y la economía también. Se abre paso un tipo de ganancia totalmente nueva, haciendo trabajar al dinero. Se produce una nueva forma de riqueza, antes desconocida. Surgen las primeras sociedades comerciales, en las que se puede participar poniendo dinero. Documentos venecianos de la época testifican que tales participaciones producían normalmente ganancias del veinte y, muchas veces, hasta del cincuenta por ciento. Y mientras que el cristianismo había visto hasta entonces las ganancias obtenidas sin trabajo como incompatibles con los principios de la vida cristiana, ahora los teólogos se muestran mucho más comprensivos con esta nueva forma de adquirir riquezas. Así se fue acumulando el capital en pocas manos. Y quien tenía el dinero, tenía el poder; de él dependían los demás. Entonces se echó de ver, por primera vez, el cambio fundamental de las estructuras económicas. Hasta los grandes príncipes electores dependían ahora de los capitalistas; como el arzobispo de Colonia Konrad von Hochstaden (1238-1261), proyectista de su catedral, que durante años estuvo en una dependencia opresiva de la rica familia comerciante de los Piccolomini de Siena.

Una terrible sed de dinero se apoderó de la gente. Lo acaparaban porque representaba el mejor seguro para una vida sin riesgo. El dinero era un valor permanente y del que se podía disponer en cualquier momento. En la posesión del dinero se vio de repente la base y garantía de la felicidad en la tierra. Dicho brevemente: nacía el sistema económico del capitalismo, en forma gradual, pero a escala cada vez mayor.

El dinero trajo la industria. Los mercaderes se procuraban las materias primas y las hacían elaborar. Junto a la artesanía autónoma nació la empresa industrial y, sobre todo, la textil y la metalúrgica. Con razón se ha señalado aquí la fecha de aparición del proletariado en Occidente, aquella clase de hombres que, por dinero, trabajan para un empresario. El trabajador aparece ahora al lado de los criados de las fincas y de los artesanos autónomos de las ciudades. Francisco, en su Regla no bulada (1 R 23,7), menciona, por ejemplo, a los «reyes y príncipes», a los «agricultores, siervos y señores», y también a los «laboratores», los «obreros». Éstos nacen como un nuevo estado de vida, entre los príncipes y los campesinos. [N. del T.- El texto latino de 1 R 23,7 dice: «reges et principes, laboratores et agrícolas, servos et dominos...». En castellano, tanto la ed. preparada por J. A. Guerra (BAC) como la de L. Iriarte (Valencia), traducen: «reyes y príncipes, artesanos y agricultores, siervos y señores...». O sea, traducen el laboratores por artesanos. En cambio, por el discurso del P. Grau se ve claro que el laboratores estaría en oposición a los artesanos y agricultores, y significaría los trabajadores de la nueva clase entonces surgida, los obreros, que trabajaban por cuenta de otro, el empresariado, y que, con el tiempo, vendrían a formar el proletariado.]

Como consecuencia de la economía dineraria, y en un campo completamente distinto, podemos observar un movimiento paralelo: esa economía impersonal hace posible el Estado moderno de funcionarios, en el que el rey puede recompensar a sus empleados con dinero, sin que tenga ya que hacerlo con bienes raíces. El empleado está por ello mucho más ligado a la voluntad de su rey, ya que puede perder más rápidamente su empleo. No es casual que encontremos por vez primera en la Sicilia de Federico II (1212-1250) ese Estado de funcionarios con todas sus ventajas y desventajas. Así, la economía dineraria condiciona dos nuevos estados sociales de la cristiandad: los obreros y los funcionarios.

El mentado desarrollo es mucho más intenso en las populosas ciudades del Sur de Francia, en el valle del Rhin y en Flandes, así como en el Norte y Centro de Italia, más expuestas a las nuevas influencias por obra de los comerciantes.

Se puede decir que en esas ciudades nace un estado totalmente nuevo. Aparte del clero y de la aristocracia -que en el fondo eran lo mismo, ya que las personas importantes del clero salían de la aristocracia-, y a su lado, surge el nuevo estado de la burguesía con plena conciencia de su poder e importancia. Con el nacimiento de las ciudades mercantiles e industriales llega la burguesía, tan desunida entre sí como compacta frente a los otros dos estados. En las ciudades se reúne el mundo de los comerciantes y de los artesanos, de los industriales y de los empleados, que desarrollan un género de vida totalmente nuevo. Es el pueblo para el que el trabajo y el negocio determinan el sentido de la vida. Es la gente que no necesita seguir trabajando, porque ya ha trabajado en demasía; la gente a la que había que animar a tomar conciencia de sí misma y de su vida religiosa.

Ahora el trabajo se valora de forma muy distinta a como se hacía antes. Si hasta entonces se había trabajado para conservar la vida, para sobrevivir, ahora se trabaja para ganar más. El comerciante que, con riesgo de su vida, viaja por distintos países, sólo sabe una cosa: aumentar sus ganancias y elevar así su existencia. El trabajo adquiere así una categoría mucho mayor en la vida del hombre, llenándolo todo. En la existencia de los ciudadanos alcanza una posición, a la que se subordina todo lo demás, incluida la vida religiosa.

Esta breve descripción de un determinado aspecto de la situación coetánea, debe recordarnos que un mundo viejo, perfectamente ordenado, entraba en crisis, mientras que en muchos campos se iniciaba un orden de vida completamente nuevo.

Vamos a resumir, una vez más, las ideas de mayor importancia, que condicionan el futuro: comienza entonces para Occidente, y sobre todo en las ciudades comerciales de Italia que primero entraron en relación directa con el comercio de Oriente, una economía marcadamente capitalista. Pero, con el capitalismo inicial, se rompen por primera vez en Occidente también las ligaduras beneficiosas para el individuo en la economía y la sociedad. Como consecuencia de la economía capitalista, nace la industria y, con ella, la clase de los trabajadores, a la vez que se hace posible el Estado absolutista para con sus empleados. Florecen el comercio, la economía y la industria, y aportan prestigio y poder a la burguesía. Nace un nuevo tipo de hombre: el hombre que trabaja para obtener ganancias. Y, con ello, hasta el cristianismo corre un grave peligro en Occidente.

1. El Occidente cristiano tomó, en efecto -y ya hemos hablado de ello-, las formas externas de su pensamiento y actuación económicos de una cultura totalmente opuesta al cristianismo. Esas formas externas que entonces adoptaron la vida y la economía, no eran en modo alguno cristianas, sino que habían sido creadas por el mundo y la cultura del Islam; es decir, por un mundo y cultura marcadamente vitalistas y sensuales, y con un sentido de afirmación de la realidad mundana, ajeno por completo al cristianismo. Para el Occidente cristiano el peligro consistía en que, con las formas externas de la economía y el comercio, asumió también un espíritu extraño, que era el de la cultura islámica. El gran peligro estaba en que el desarrollo incipiente de la economía, el comercio y la industria, tenía que desviar, dado su origen, del espíritu cristiano.

2. El intenso contacto con otro mundo espiritual, con otras formas religiosas, trajo al Occidente una primera «Ilustración». Aunque entonces el peligro para nuestros conceptos fuera pequeño, no dejaba de existir. Los típicos representantes de esta nueva actitud fueron el Hohenstaufe Federico II y su Estado siciliano de funcionarios. Pronunciara o no la frase sobre los tres grandes embusteros, en su corte de Palermo judíos y musulmanes tenían la misma importancia que los cristianos. Tampoco podemos saber si sintió un profundo respeto hacia las cosas religiosas; pero lo que hizo en política, secularizándola en todos los aspectos y sin someterla en modo alguno a la religión, también lo llevó a cabo en la burguesía del comercio y de la industria, que se hacen cada vez más autónomos y con sus propias leyes. También se secularizaron. Justamente el ansia de seguridad económica por parte del individuo intensificó ese desarrollo, que de necesidad secularizó a su vez todo el campo de la vida pública.

3. En las ciudades italianas de la época empiezan a formarse partidos, que ya no dependen sólo de sus jefes religiosos o políticos, sino que se caracterizan pura y simplemente por la perspectiva económica del tener o no-tener. Así surgieron, por primera vez en el Occidente cristiano y de un modo frontal, las antítesis entre ricos y pobres. Los habientes, que eran los grandes mercaderes, la aristocracia y el clero alto, forman un partido. Se les llama «maiores», los grandes señores. El otro partido se compone de artesanos, pequeños comerciantes, trabajadores y, pronto, se les une también el clero bajo. Se llama «minores», la pequeña gente. Entre uno y otro estallaron terribles luchas partidistas, alentadas por la envidia y el odio. ¿Qué postura adoptará en semejante trance el cristianismo del amor al prójimo?

4. Otro peligro para el cristianismo occidental fue la inmoralidad creciente que comportaba la riqueza. Dejando aparte todo lo demás que llegaba de Oriente como un lastre terrible, la codicia y la preocupación por las cosas terrenas se acentúan. La gente aprende a pensar sobre todo en la ganancia, el dinero y el provecho terrenal, y muy a menudo lo hace al margen de su existencia cristiana. En la vida de la gente prevalece el problema típicamente egoísta, y por tanto ajeno por completo a la mentalidad cristiana, de las ganancias materiales. Se puede renunciar a todo menos al dinero y a la ganancia que produce. En la cuarta Cruzada (1202-1204), tan importante para las arcas de los mercaderes venecianos, se echa de ver bien a las claras cómo prevalecen las miras egoístas de la economía y se aprovecha sin reparos hasta lo religioso como negocio. Ya el hecho de que se acometiera tal empresa es bien sintomático. Cuando la ética y la conducta moral de los cristianos empiezan a depender de las ganancias materiales, del provecho y ventajas que se pueden medir y contar, la vida interna de tales cristianos se divide con toda naturalidad en dos esferas distintas: la religioso-cristiana y la que nada tiene que ver con esa mentalidad. Las más de las veces es la última la que predomina, por lo que bien se podía ver con toda claridad el peligro que tal evolución suponía para el cristianismo.

b) Repercusión en la Iglesia y movimientos de pobreza

Ese estado de cosas representa una situación muy peligrosa para el modo de ser cristiano. ¿Estarán en sus puestos los que han sido llamados para ser los vigías? ¿Ve especialmente el clero el peligro que ello supone para la Iglesia y la vida cristiana? Jacobo de Vitry (ha. 1170-1240), que fue cardenal y amigo de los Hermanos Menores, escribe a sus amigos de Lüttich en una carta de 1216: «Después de pasar un tiempo en la curia (papal), he visto muchas cosas que me disgustaron profundamente. Estaban tan preocupados con las cosas terrenas y temporales, con los reyes y reinos, los procesos y querellas, que casi no fue posible conversar un poco sobre las cosas espirituales».

No se puede negar que en la propia Iglesia se extiende la solicitud por lo externo y mundano. Ahora bien, esa exterioridad y mundanidad son los mayores estorbos para la penetración honda del cristianismo en las almas de los hombres. Facilísimamente ocupan todo el espacio del alma humana, de modo que casi es imposible «conversar un poco sobre las cosas espirituales». De ahí que también en la Iglesia se pueda observar el ansia de bienes materiales, de dinero y del mayor número posible de empleos lucrativos. La economía de la Curia romana, además, adquiere una intensidad y volumen cada vez mayores. En apenas cien años llega a su máximo desarrollo. La economía de la Cámara Apostólica -como se llamaba al ministerio papal de finanzas- aparece en todo Occidente como el prototipo, en especial para las curias menores. La Cámara Apostólica llega a ser temporalmente la primera potencia económica, que financia las guerras y se preocupa por la política. Con una mirada retrospectiva podemos decir que en el cristianismo penetró un espíritu que le era totalmente extraño y que a la larga podía matar lo que le era más esencial y propio.

Aquí surge toda una serie de cuestiones graves: ¿Logrará imponerse este espíritu nuevo y anticristiano al cristianismo occidental en todos los campos? ¿Reducirá de antemano al cristianismo a la impotencia en todo lo que a la economía se refiere? ¿Quién prevalecerá en estas nuevas luchas en busca del triunfo? ¿El cristianismo con su doctrina de la igualdad de todos delante de Dios y con su exigencia de un amor al prójimo incondicional? ¿Prevalecerá la exigencia cristiana de la responsabilidad de todos por todos? ¿O se afirmará más bien el nuevo espíritu con todo su afincamiento en el egoísmo del individuo y, por ende, en su descristianización? Tan graves preguntas atormentaban por entonces a muchas personas que venteaban el peligro que se cernía y que querían combatirlo.

Nunca hasta entonces en Occidente la vida y la enseñanza de la Iglesia se habían hecho tan problemáticas. Fueron sobre todo los círculos de vida religiosa los que más dolorosamente advirtieron el abismo entre la vida de la Iglesia y la doctrina de Cristo tanto en los fieles como en el clero. Esos hombres y mujeres se convirtieron en los portadores vivientes del movimiento religioso a finales de la Edad Media. Y, habida cuenta de la situación descrita, ese movimiento se transformó de modo espontáneo y hasta casi podríamos decir que de necesidad en un movimiento religioso de pobreza. Aquellos hombres y mujeres descubren que un cristianismo con tales tensiones ya no es cristianismo; que cuando la vida de los cristianos y la doctrina de Cristo discrepan tan abiertamente, se han perdido unos valores esenciales.

Ahora bien, en medio de la contradicción entre la doctrina de Cristo y la vida de los cristianos coetáneos, el movimiento de pobreza no se presenta con un programa reformista, sino con la exigencia de una vida nueva y, en definitiva, con el empeño por formar a un hombre nuevo, porque si el hombre no cambia, tampoco cambiarán las relaciones humanas en ningún tiempo ni lugar. De ahí, la llamada a una vida evangélica, al seguimiento de Cristo, que aquí era el seguimiento de Cristo pobre. En opinión de aquellos hombres y mujeres, lo cristiano sólo se podía salvar si los cristianos volvían a tener el coraje de vivir como Cristo y sus apóstoles.

Ahora bien, el movimiento de pobreza no se puso en marcha por obra de hombres y mujeres originarios de las clases inferiores y más pobres del pueblo, sino por gentes nobles y ricas; lo cual se refiere no sólo a los varones, sino también y de manera muy especial a las mujeres. A este respecto observa H. Grundmann: «La opinión, expresada a menudo, de que este movimiento religioso femenino del siglo XIII tiene su origen en la difícil situación económica y social de las mujeres de las clases populares bajas y pobres, y que habría arrancado ante todo de las mujeres que, por falta de varones, no podían llegar al matrimonio y habían de buscar otro "acomodo", es una opinión que no sólo contradice a los datos todos de las fuentes, sino que, además, confunde por completo el sentido de la religiosidad» (Religiöse Bewegungen, p. 188). No fue la carencia de bienes, sino la huida de las riquezas y del bienpasar la que determinó su decisión por la pobreza voluntaria.

Cierto que en la realización de ese ideal muchos grupos del movimiento religioso en el siglo XII y principios del XIII entraron en roces y conflictos con la Iglesia oficial -¡y no siempre por su propia culpa!-. También Francisco de Asís oyó la llamada de seguir a Cristo pobre. Y, en una mirada retrospectiva, podemos decir que entre todos los hombres de aquel movimiento religioso fue el que lo siguió del modo más radical. Pero en todas las fases de este su género de vida se mantuvo a su vez con una seguridad de soñador en una entrega fiel y constante y no menos radical a la Iglesia y a su jerarquía.

c) La vocación de Clara a la vida en pobreza

También a Clara le llegó la llamada a esa vida nueva a través sobre todo de Francisco, con su ejemplo y su palabra (LCl 5). El biógrafo de ambos, Tomás de Celano, autor asimismo de una trilogía sobre Francisco, escribe a este propósito una palabra memorable: «Oyó (Clara) hablar por entonces de Francisco, cuyo nombre se iba haciendo famoso y quien, como hombre nuevo -y lo que hemos dicho anteriormente sobre el «hombre nuevo» se aplica aquí formalmente-, renovaba con nuevas virtudes el camino de la perfección, tan borrado en el mundo. De inmediato quiere verlo y oírlo...» (LCl 5). Y poco después se dice en la misma Leyenda: «El padre Francisco la exhorta al desprecio del mundo» (LCl 5). «Desprecio del mundo» (mundi contemptus) no puede significar aquí, evidentemente, un «desprecio de la creación de Dios», idea absurda para el poeta del Cántico del Hermano Sol, ya que para él todas las criaturas, animadas e inanimadas, eran hermanos y hermanas por haber sido creadas por Dios. «Despreciar el mundo» significa para Francisco (como en el Nuevo Testamento para Juan y Pablo) tomar distancias frente al mundo por cuanto que ha roto su vinculación con Dios. La situación histórica antes descrita bastaría para probarlo. Y al final del párrafo siguiente dice Celano, en su Vida de Clara: «Soporta con molestia la pompa y ornamento secular, y desprecia como basura todo lo que aplaude el mundo, a fin de poder ganar a Cristo (cf. Flp 3,8)» (LCl 6). «Mundo» se entiende aquí en el sentido joánico-paulino. Lo importante es el final: ¡a fin de poder ganar a Cristo!

Y Clara lo abandona realmente todo: la seguridad de la familia, las riquezas y privilegios de un linaje noble y acomodado, la posibilidad de un matrimonio congruente, la inminente herencia paterna, y hasta la posibilidad de ayudar generosamente a los pobres y necesitados, como lo había venido haciendo hasta entonces (LCl 3). Y la lista podría fácilmente alargarse. Como de un plumazo tachó Clara y renunció a todas las cosas, cuando en la noche del Domingo de Ramos de 1212 abandonó la casa paterna, corrió a la Porciúncula y recibió de Francisco el vestido de penitencia. «Dio al mundo el "libelo de repudio"», dice su biógrafo (LCl 8), y no con cara triste, cual si perdiera algo, sino con una alegría y alborozo que nacían del conocimiento de que estaba a punto de ganar una riqueza nueva y superior, más aún, de ganarlo todo. No se hizo pobre por no poseer nada, sino, más bien, por no querer poseer nada.

Aquella noche, una doncella noble, rica y educada, se convirtió en una pordiosera, que de un modo consciente se enrola en el ejército de los pobres y desheredados. Quiere vivir conforme al Evangelio, como se lo había escuchado a Francisco. De ahí que, de una manera consecuente, quiera cumplir la exhortación del mismo Evangelio: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y da el dinero a los pobres; así tendrás un tesoro permanente en el cielo» (Mt 19,21). El asunto de la parte de su herencia no lo abandona sin más en manos de la familia, de modo que ésta pudiera disponer de ella. En su proceso de canonización, tres hermanas declaran sobre el particular cómo Clara se impuso contra la voluntad de sus parientes, a fin de cumplir la palabra del Señor. Así, la hermana Cristiana, decimotercera testigo: «También, sobre la venta de su herencia, la testigo dijo que los parientes de madonna Clara habían querido dar más cantidad que ninguno de los otros, pero que ella no había querido vendérsela a ellos, sino a otros, para que no quedasen defraudados los pobres» (Proceso 13,11; cf. 3, 31; LCl 13). Lo cual significa, sin duda, que o bien Clara temió algún engaño por parte de los parientes, o bien que quiso evitar la apariencia de no haberlo vendido todo. Y continúa la hermana Cristiana: «Y todo lo que recibió de la venta de la herencia lo distribuyó a los pobres» (Proceso 13,11). Aquí se echa ya de ver la rectitud y la decisión que se manifiestan a lo largo de la vida de ambos santos cuando se trataba de vivir la pobreza.

De cuanto llevamos dicho se deduce que Clara se sintió impulsada en lo más profundo a buscar la pobreza y su valor. Quiere ser pobre, porque Cristo había vivido pobre sobre la tierra. La pobreza es para ella una parte esencial del seguimiento de Cristo, con una visión que casi le impuso necesariamente la situación de aquellos días. La palabra de la Sagrada Escritura: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Mt 8,20), la impresionó hondamente de por vida (Carta I, 3). El Cristo moribundo en la cruz, víctima del abandono y humillación más profundos, y por tanto de la pobreza, es la imagen de la vida de Cristo que más honda influencia ejerció sobre Clara y su vida (cf. LCl 30-32). En los escasos escritos de Clara que se han conservado así lo expresa de forma directa o indirecta frecuentemente. En la Carta II a la beata Inés de Praga escribe, por ejemplo: «Abraza como virgen pobre a Cristo pobre. Míralo hecho despreciable por ti, y síguelo, hecha tú despreciable por Él en este mundo. ¡Oh reina nobilísima!, observa, considera, contempla con el anhelo de imitarle, a tu Esposo..., hecho por tu salvación el más vil de los varones: despreciado, golpeado, azotado de mil formas en todo su cuerpo, muriendo entre las atroces angustias de la cruz» (Carta II, 4).

Mas no sólo Cristo moribundo en la cruz impresionó tan profundamente a Clara; también el Hijo de Dios hecho hombre y nacido en un pesebre cual niño pobre, y la vida entera de Jesús, «que se humilló y se hizo como un esclavo» (Flp 2,7), fueron otras tantas «imágenes» que le sirvieron de continuo y fuerte acicate para seguir al Señor en su humillación. Por ello, al final de su vida, escribe a las hermanas en el Testamento: «Pido al dicho cardenal (protector de la Orden) que, por amor de aquel Señor que fue recostado pobremente en el pesebre, pobremente vivió en el mundo y desnudo permaneció en el patíbulo, vele siempre para que esta pequeña grey, que Dios Padre engendró en su santa Iglesia por medio de la palabra y ejemplo de nuestro bienaventurado padre san Francisco y por la pobreza y humildad que practicó en seguimiento de la del amado Hijo de Dios y de la gloriosa Virgen María su Madre, observe la santa pobreza que prometimos a Dios y a nuestro beatísimo padre Francisco y tenga a bien animar a las mencionadas hermanas y conservarlas en ella» (TestCl 7; cf. Carta I, 3).

Y cuando en el capítulo 2 de su Regla, exhorta Clara a las hermanas a contentarse con un vestido pobre, remite directamente en ese texto al Niño del pesebre: «Y por amor del santísimo y amadísimo Niño, envuelto en pobrísimos pañales y reclinado en el pesebre, y de su santísima Madre, amonesto, ruego y exhorto a mis hermanas que se vistan siempre de vestiduras viles» (RCl 2,6). En esa palabra de la Regla sorprende una cosa: Clara no sólo se refiere a la pobreza de Cristo, sino que destaca a la vez la vida pobre de María al lado de su Hijo. Cierto que también Francisco lo hace en algunas ocasiones (cf. 2CtaF 5; 1 R 9,5; UltVol 1), pero Clara, dentro del número mucho menor de sus escritos conservados, recuerda con mucha mayor frecuencia a María participando en el seguimiento de Cristo pobre (cf. RCl 2,6; 6,18; 8,20; 12,31; TestCl 7; Carta III, 4; etc.). Clara se sabe también alentada y hasta obligada por María a emprender el camino de la pobreza de Cristo. Ese camino la conduce asimismo hasta «los misterios de la cruz» (Carta V) y le permite participar en «los dolores que sufrió su santísima Madre al pie de la cruz», como la propia Clara manifiesta en su carta a Ermentrudis de Brujas (Carta V).

La vida del hombre nuevo, que tan apremiantemente reclamaba aquella época, la realiza Clara en toda su radicalidad cristiana: por amor de Cristo no tener nada, no desear nada, no entristecerse ni turbarse por ninguna pérdida. Ese fue su ser-pobre sin reservas; su vida, todo cuanto los hombres de su tiempo perseguían en las cosas y valores terrenales considerándolo como necesario, lo arrincona Clara como inútil y baladí, porque su vida estaba transida e informada por ese nuevo ideal del seguimiento de Cristo en pobreza total. Esa vida significaba -como queda expuesto- una ruptura con todo el pasado. Significaba empezar de nuevo, sin ninguna de las seguridades que la vida había tenido hasta entonces.

Por ello Clara rechazó con resolución a lo largo de su vida cualquier aceptación de propiedades, incluso para la comunidad como tal, haciendo que el papa Inocencio III se lo confirmara solemnemente mediante el denominado Privilegio de la pobreza: nadie podrá obligarla a recibir propiedades. Fue éste un privilegio tan singular y único como jamás antes ni después se solicitó a la Curia romana. Aunque, como ya se ha dicho, todo el movimiento religioso de la baja Edad Media haya sido un auténtico movimiento de pobreza, lo cierto es que un «caso» así todavía no se le había sometido a la Curia romana. Esto se puso de manifiesto en el otorgamiento del «privilegio»: al no existir ningún «caso precedente», tampoco en la cancillería papal existía un formulario adecuado. Por lo que refiere el biógrafo: «Para corresponder a la insólita petición con un favor insólito, el Pontífice personalmente, con mucho gozo, redactó de propia mano el primer esbozo del pretendido privilegio» (LCl 14). Así, pues, fue el papa personalmente quien elaboró el borrador de privilegio tan singular. La renuncia a toda propiedad por parte de las Hermanas la subraya claramente Inocencio como un aspecto del seguimiento de Cristo. Sin duda, en el texto se han incorporado algunos pasajes de la petición de Clara. En la introducción del privilegio se dice efectivamente: «Es cosa ya patente que, anhelando vivir consagradas para sólo el Señor, abdicasteis de todo deseo de bienes temporales; por esta razón, habiéndolo vendido todo y distribuido a los pobres, os aprestáis a no tener posesión alguna en absoluto, siguiendo en todo las huellas de aquel que por nosotros se hizo pobre, camino, verdad y vida (Jn 14,6). De esta resolución no os arredráis ni ante la penuria, y es que el Esposo celestial ha reclinado vuestra cabeza en su brazo izquierdo (cf. Ct 2,6; 8,3) para sostener vuestro cuerpo desfallecido, que, con reglada caridad, habéis sometido a la ley del espíritu».

Como se ve en el texto de dicho privilegio de pobreza, para Clara no se trata sólo de que cada hermana, por amor del Señor, viva personalmente pobre y sin posesiones; tampoco la comunidad, el monasterio, tiene que disponer de posesiones. Así lo había querido Francisco para sus hermanos (2 R 6,1-6), y así lo quiere Clara para sí y sus hermanas.

Que en Clara la no-posesión no representaba una extremosidad de su ideal, sino el puro seguimiento de Cristo, «que por nosotros se hizo pobre» (2 Cor 8,9), se advierte de modo patente en otra ocasión. A pesar del privilegio de pobreza, otorgado por la más alta instancia eclesiástica, Clara tuvo que seguir preocupándose y luchando por la pobreza. La amenaza no llegó por parte de Honorio III (1216-1227), sucesor de Inocencio III, sino por parte del sucesor de aquél, Gregorio IX (1227-1241), que antes fuera el cardenal Hugolino, muy afecto a Clara (LCl 14; cf. BulCan 3 y 13). En su solicitud por el bienestar físico de las hermanas de San Damián, y con ocasión de una visita al monasterio, quiso persuadir a Clara para que aceptase alguna posesión, que él le ofrecía generosamente. Celano refiere en su Vita (o Leyenda) lo que el papa dijo literalmente a Clara: «Si temes por el voto; Nos te desligamos del voto». Con firmeza inconmovible, aunque con toda su amabilidad femenina -rasgos que mantuvo a lo largo de su vida-, Clara le replicó sin titubeos: «Santísimo Padre, a ningún precio deseo ser dispensada del seguimiento de Cristo por toda la eternidad» (LCl 14; esta conversación tuvo lugar entre mayo y julio de 1228). Y ante tal argumentación, el papa ya no tuvo nada que oponer. A la impresionante respuesta de Clara, que no dejó de influir en Gregorio IX, se debe sin duda que el propio papa renovase solemnemente mediante una bula, de 17 de septiembre de 1228, el privilegio otorgado por Inocencio III. El original se conserva hasta hoy en el monasterio de Santa Clara de Asís.

La vida de Clara y de sus hermanas obtuvo, con esa pobreza radical, una característica que iba a ser decisiva para la vida nueva: la inseguridad, o mejor, la carencia de seguridad. Cabe suponer razonablemente que Clara, ya en su misma familia, rica y opulenta, tuvo conocimiento de que los bienes y posesiones facilísimamente conducen a lamentables disputas y procesos, que muy a menudo destruyen el amor de Dios y del prójimo, como en cierta ocasión le dijera Francisco expresamente al obispo de Asís (TC 35). Sabía, además, por numerosos ejemplos de su tiempo, lo peligrosa que resulta para una auténtica vida cristiana el ansia de bienes, de posesiones y de seguridad, cuando la esencia de la vida cristiana está precisamente en el amor de Dios y del prójimo. Sabía también que lo esencial del cristianismo corría peligro frente al egoísmo humano en sus diferentes formas de ansia de riquezas. El ideal de la pobreza absoluta se mantiene puro y a buen recaudo con la falta de seguridad, que se confía a la bondad de Dios y de los semejantes. Por ello renuncia Clara a todas las exigencias y derechos que le habrían garantizado a ella y a su comunidad una seguridad terrena. Le hubiera sido fácil obtener tales privilegios de la Sede Apostólica; pero ella sólo quiso tener un único privilegio: el de la pobreza. Pero este privilegio no debía procurarle una seguridad, como hacen casi sin excepción los privilegios, sino todo lo contrario: la inseguridad que contiene en sí todo aquello que el hombre natural rehuye.

Pese a lo cual, la inseguridad externa no garantiza por sí sola la pobreza absoluta, tal como la exige el seguimiento de Cristo; no pasa de ser la cáscara externa del verdadero meollo, que consiste en la inseguridad interna. La verdadera relación entre ambas podría expresarse así: una pobreza exterior sin un desprendimiento, un ser-pobre, sin reservas, no dice nada o no dice mucho, porque también la pobreza puede cambiarse en «posesión». El pobre voluntario siempre corre el peligro de mirar con cierta soberbia y arrogancia a quienes no son capaces de realizar las «proezas» que él lleva a cabo. Sólo el «pobre de espíritu» (Mt 5,3), que nada puede exhibir ante Dios y que, por eso, lo espera todo de Él, es consciente de que todo bien es, sin excepción, un don de Dios. La visión profunda de tales relaciones permite a Francisco, en su «Saludo a las virtudes», llamar a la humildad hermana protectora de la pobreza, y presentar a la pobreza y la humildad como una pareja de hermanas inseparables (SalVir 2). Por la misma razón también Clara las ve formando una sola cosa, porque sólo unidas salvaguardan el ideal de la altísima pobreza: la humildad es la actitud interior que debe corresponder a la pobreza exterior. En esta línea, ya el biógrafo de santa Clara introduce el capítulo «De la santa y verdadera pobreza» de Clara con estas palabras: «Con la pobreza de espíritu, que es la verdadera humildad, armonizaba (Clara) la pobreza de todas las cosas» (LCl 13). Con ello interpreta atinadamente el biógrafo la pobreza exterior de Clara, señalando de inmediato su núcleo: la «pobreza de espíritu», de la cual debía derivar consecuentemente para Clara en su seguimiento de Cristo la «pobreza de todas las cosas». Por ser inseparables pobreza y humildad, en la Regla redactada por ella, exhorta Clara a sus hermanas con las palabras de la Regla bulada de san Francisco: «Y, cual peregrinas y forasteras (1 Pe 2,11) en este siglo, sirvan al Señor en pobreza y humildad... » (RCl 8,20; cf. 2 R 6,2). Y en el último párrafo de la misma Regla aflora una vez más ese deseo de Clara con una exhortación en la que vuelve a utilizar las palabras de san Francisco, añadiéndoles su ampliación típica sobre María, a la que ya nos hemos referido y que subraya de nuevo la importancia de la amonestación: las hermanas «guardemos la pobreza y humildad de nuestro Señor Jesucristo y de su santísima Madre» (RCl 12,31; 2 R 12,4). También en su Testamento recuerda Clara, entre otras varias amonestaciones, la de guardar siempre fidelidad a la pobreza en todas las circunstancias, refiriéndose a la palabra y ejemplo del bienaventurado Francisco en seguir la pobreza y humildad de Cristo y de su Madre (cf., entre otros, TestCl 7).

El grado último y supremo de inseguridad que reclama la pobreza es la inseguridad frente a Dios. Todo el bien procede de Dios y a Él solo pertenece -idea esta que ocupa un amplio espacio en los escritos de san Francisco (cf., por ejemplo: 1 R 17,17-18; 23,9; AlHor 11)-; de ahí que el hombre no pueda exhibir pretensión alguna al respecto ni pueda alardear de hacer algo bueno, delante de Dios. Ante Dios, el hombre no goza de derechos ni puede plantear exigencias porque haya hecho algún bien: «Cuando hayáis hecho todo lo que se os mandó, decid: Siervos inútiles somos; sólo hemos hecho lo que debíamos hacer» (Lc 17,10).

d) La vida en pobreza según los escritos de Clara

En los pocos escritos que se conservan de Clara, esta idea no alcanza el desarrollo que tiene en Francisco. Pero leyendo atentamente su Testamento (TestCl), por ejemplo, uno se sorprende de la frecuencia con que Clara expresa la idea de que todo en su vida ha sido obra y don del Señor. Ya en la introducción al dicho Testamento, confiesa Clara la grandeza de su vocación, que recibió de Dios, «que lo otorga todo abundantemente» (TestCl 1). La «copiosa bendición de Dios» (TestCl 3) para ella y sus hermanas irradia directa e indirectamente de casi todos los párrafos de ese documento espiritual. El Señor le dio las primeras hermanas e hizo crecer su número en un corto espacio de tiempo (TestCl 4). A la sola misericordia y gracia de Dios tiene que agradecer el que pudiera iniciar su vida de penitencia, y ello según el ejemplo y enseñanza de san Francisco (TestCl 4). El propio Señor le dio a Francisco como «fundador, plantador y ayuda» (TestCl 7). Fue el Señor quien llamó a su «pequeña grey» a una nueva vida en la Iglesia (TestCl 7). Su sucesora en el cargo de abadesa deberá proveer a las hermanas «de las limosnas que el Señor les diere según las necesidades de cada una» (TestCl 10). Incluso acerca de las cosas materiales que el hombre necesita para vivir, piensa Clara en Dios, el dador de todo bien, sin que reciba las limosnas de Dios como algo natural y debido. En todo da gloria a Dios, sabiéndose por completo abandonada a su bondad, misericordia y compasión.

De ese modo, la pobreza abarca en Clara a toda la persona por entero. No consiste sólo en la renuncia a la posesión de todas las cosas terrenas, sino que incluye también la renuncia a todo cuanto puede proporcionar seguridad al hombre, seguridad en lo terreno y seguridad también delante de Dios, esto sobre todo. Porque la pobreza así entendida abarca a todo el hombre, constituye para Clara una forma de vida, una actitud vital.

En los escritos de santa Clara hay una serie de pasajes que se refieren precisamente a la pobreza como forma y actitud de toda la persona. Por supuesto, hay que leer y meditar cuidadosamente esos pasajes, porque a primera vista podría parecer que se refieren sólo a la pobreza exterior.

De paso podemos referirnos a una frase de la bula de Inocencio IV (1243-1254), con la que la Regla de santa Clara obtuvo la confirmación pontificia; la frase se encontraba ya, por lo demás, en el escrito confirmatorio del cardenal Rainaldo (de 1252), que Inocencio IV incorpora a su bula: «Vosotras, amadas hijas en Cristo, despreciasteis las pompas y placeres de este mundo y decidisteis seguir las huellas del mismo Cristo y de su santísima Madre. Por ello, elegisteis vivir encerradas y servir al Señor en suma pobreza para daros a Él con plena libertad de espíritu» (RCl Pról.). La expresión «suma pobreza», aquí utilizada, no se puede restringir a la renuncia de las cosas terrenas y de las posesiones; no sólo lo prohíbe el adjetivo «suma» (summa paupertas), sino que también la frase final que sigue: «para daros a Él con plena libertad de espíritu». La renuncia a los bienes materiales no hace al hombre absolutamente libre para servir al Señor. El corazón del hombre sólo se libera mediante la pobreza interior, mediante la pobreza delante de Dios. De esta manera, en la frase de la bula se expresa la pobreza total, la pobreza como forma de vida.

En el mismo sentido entiende Clara la «pobreza» cuando escribe en el capítulo 2 de su Regla: «Y, cumplido el año de la probación, sea recibida a la obediencia, prometiendo guardar siempre esta vida y forma de nuestra pobreza» (RCl 2,5).

El capítulo 6 de la Regla de Clara se refiere casi en exclusiva a la pobreza. No hay que dejarse confundir por el título -«No tengan posesiones»- y pensar que se trata únicamente de la renuncia a los bienes externos. Aquí se trata de algo más. Tras un párrafo introductorio, en el que se habla brevemente de los comienzos de la segunda Orden, escribe Clara: «Y viendo el bienaventurado padre (Francisco) que no nos arredraban la pobreza, el trabajo, la tribulación, la afrenta, el desprecio del mundo, antes, al contrario, que considerábamos todas esas cosas como grandes delicias [ya en esta enumeración se advierte claramente que no se trata sólo de la pobreza material, sino de la pobreza interior], movido a piedad, nos redactó la forma de vida en estos términos: "Ya que, por divina inspiración, os habéis hecho hijas y siervas del altísimo sumo Rey, el Padre celestial, y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio [«vivir según la perfección del santo Evangelio» era una expresión típica del movimiento religioso coetáneo y significaba todo el complejo de vida conforme al Evangelio, cuya componente más importante era para Clara la pobreza absoluta por amor de Cristo], quiero y prometo dispensaros siempre, por mí mismo y por medio de mis hermanos, y como a ellos, un amoroso cuidado y una especial solicitud"» (RCl 6,17). «Y para que ni nosotras, ni cuantas nos habrían de suceder -continúa Clara- nos separásemos jamás de la pobreza que abrazamos, poco antes de su muerte nos volvió a escribir su última voluntad diciendo: "Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre y perseverar en ella hasta el fin; y os ruego, mis señoras, y os aconsejo que viváis siempre en esta santísima vida y pobreza. Y estad muy alerta para que de ninguna manera os apartéis jamás de ella por la enseñanza o consejo de quien sea"» (RCl 6,18). Estas palabras de apremio y hasta de conjuro del fundador de la Orden siguieron siendo para Clara y sus hermanas una suprema obligación de proseguir fielmente el camino de la pobreza y perseverar en él. Y ya hemos visto hasta qué grado de la jerarquía eclesiástica puede estar comprendido en ese «por consejo de quien sea»: ¡ni siquiera por consejo del vértice supremo, ni siquiera por consejo del papa!

Que la pobreza era para Clara y sus hermanas una forma de vida aparece, entre otras cosas, en el capítulo 8 de la Regla de Clara, con las palabras de san Francisco: «Y cual peregrinas y forasteras en este siglo, sirvan al Señor en pobreza y humildad y vayan por limosna confiadamente» (RCl 8,20; 2 R 6,2). Justamente en la petición de limosna demuestra quien se ha hecho pobre por Cristo que no quiere ni puede hacer valer pretensión ni derecho alguno, sino que en actitud de mendigo, con una genuina postura de humildad, espera lo que el amor de Dios quiera darle por medio de los hombres. Dos son los motivos que se señalan en éste y en el texto inmediato siguiente, y que Clara vuelve a tomar de Francisco: primero, el ejemplo de Jesucristo -«pues el Señor se hizo pobre por nosotros en este mundo» (RCl 8,20; 2 R 6,3)-; y, segundo, el carácter escatológico de la pobreza. Clara es también aquí la discípula aprovechada del fundador de la Orden. Ser «peregrinas y forasteras» significa estar en camino, vivir de la esperanza y, en definitiva, de la esperanza en la perfección y consumación del futuro reino de Dios. Ahora bien, la señal externa del cristiano que espera es la pobreza, «que conduce a la tierra de los vivientes» (2 R 6,5; RCl 8,20). Por ello, las hermanas y los hermanos, «adheridos enteramente a esa pobreza, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo [Clara agrega: «y de su santísima Madre»], jamás deben querer tener ninguna otra cosa bajo el cielo» (2 R 6,6; RCl 8,20).

Las cartas de santa Clara bien pueden considerarse, a grandes rasgos, como un himno y canto de alabanza a la pobreza, como una exhortación y estímulo a vivirla fielmente. Se advierte aquí, una vez más, hasta qué punto la pobreza se había convertido para la Santa en una forma de vida. Sus palabras entusiastas y entusiasmadoras nos permiten barruntar algo del encendido amor con que vivió ese ideal, algo del amor con que, por el camino de la pobreza, siguió a Cristo pobre. En su carta I a Inés de Praga, escribe: «Así, pues, hermana carísima..., pues sois esposa y madre y hermana de mi Señor Jesucristo, adornada esplendorosamente con el estandarte de la virginidad inviolable y de la santísima pobreza: ya que vos habéis comenzado con tan ardiente anhelo del Pobre Crucificado, confirmaos en su santo servicio» (Carta I, 2). Y el párrafo que sigue en la misma carta es un verdadero cantar de los cantares de la pobreza: «¡Oh pobreza bienaventurada, que da riquezas eternas a quienes la aman y abrazan! ¡Oh pobreza santa, por la cual, a quienes la poseen y desean, Dios les promete el reino de los cielos y, sin duda alguna, les ofrece la gloria eterna y la vida bienaventurada! ¡Oh piadosa pobreza, a la que se dignó abrazar con predilección el Señor Jesucristo, el que gobernaba y gobierna cielo y tierra, y lo que es más, lo dijo y todo fue hecho!... Pues si un Señor tan grande y de tal calidad, encarnándose en el seno de la Virgen, quiso aparecer en este mundo como un hombre despreciado, necesitado y pobre, para que los hombres, pobrísimos e indigentes, con gran necesidad de alimento celeste, se hicieran en él ricos por la posesión del reino de los cielos, alegraos vos y saltad de júbilo, colmada de alegría espiritual y de inmenso gozo... Pues creo firmemente que vos sabéis cómo el reino de los cielos se compromete y se da por el Señor sólo a los pobres. En la medida en que se ama algo temporal, se pierde el fruto de la caridad. No se puede servir a Dios y al dinero, porque se amará a uno y se aborrecerá al otro, o se entregará a uno y despreciará al otro (Mt 6,24)... Es un gran negocio, y loable, dejar lo temporal por lo eterno, ganar el cielo a costa de la tierra, recibir el ciento por uno (Mt 19,29), y poseer a perpetuidad la vida feliz» (Carta I, 3-4).

Cabe aquí tal vez una pregunta: ¿Puede alguien hablar con mayor entusiasmo y amor de la conquista y posesión de una joya preciosa que como lo hace aquí Clara de la pobreza? Clara ama la pobreza no por sí misma, sino por Cristo. Con su vida pobre, con su «vaciamiento», su kénosis, Cristo ha redimido a la humanidad; y mediante esa pobreza, los hombres «se hacen ricos por la posesión del reino de los cielos» (Carta I, 3). Esa pobreza redentora es la que Clara quiere llevar a cabo, y por ello quiere vivir pobre. Y por ello también sus hermanas han de conservar viva en la Iglesia esa pobreza redentora, sin apartarse jamás de la misma, porque tampoco «quiso nunca el Hijo de Dios separarse de la misma santa pobreza» (TestCl 5).

Y hay otra idea en el elogio de Clara a la pobreza que no debemos pasar por alto. Es la frase siguiente: «En la medida en que se ama algo temporal, se pierde el fruto de la caridad» (Carta I, 4). El sentido de esta frase es el siguiente: sola la entrega indivisa a Dios, como la que se vive en la pobreza y por la pobreza, conduce al amor, a la unidad con Dios. ¡En la vida de pobreza se trata únicamente de ese amor! Por ello escribe Clara en la Carta II a Inés: «Abraza como virgen pobre a Cristo pobre» (Carta II, 4).

En algunos pasajes de sus escritos, emplea Clara como metáfora la palabra «espejo». Así, por ejemplo, en el Testamento «espejo» significa lo mismo que «modelo» o «ejemplo» (TestCl 3). Un sentido similar, aunque un poco más lejano, es el que tiene la palabra en la Carta III a la beata Inés, cuando Clara le escribe: «Fija tu mente en el espejo de la eternidad, fija tu alma en el esplendor de la gloria, fija tu corazón en la figura de la divina sustancia, y transfórmate toda entera, por la contemplación, en imagen de su divinidad» (Carta III, 3). Hay aquí ciertas resonancias de la antigua concepción religiosa de que «el hombre, cuando se convierte a Dios y se contempla (se refleja) en Él, se le asemeja y se ilumina, mientras que al apartarse de Él, se hace tenebroso» (R. Reitzenstein). Esa concepción también está viva en Pablo, cuando dice: «Y todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu» (2 Cor 3,18).

Cierto que tales pasajes, introducidos con la metáfora del «espejo», no tienen nada que ver directamente con la pobreza; pero los adelantamos como premisa para entender otro pasaje, que se encuentra en la Carta IV a Inés de Praga y en el que juega un papel destacado la pobreza. He aquí la argumentación de Clara: «Dichosa realmente tú, pues se te concede participar de este connubio (con Cristo) y adherirte con todas las fuerzas del corazón a Aquel cuya hermosura admiran sin cesar todos los bienaventurados ejércitos celestiales; cuyo amor aficiona, cuya contemplación nutre, cuya benignidad llena, cuya suavidad colma..., a su perfume revivirán los muertos, su vista gloriosa hará felices a todos los ciudadanos de la Jerusalén celestial, porque Él es esplendor de la eterna gloria (cf. Heb 1,3), reflejo de la luz perpetua y espejo sin mancilla (cf. Sab 7,26). Tú, ¡oh reina, esposa de Jesucristo!, mira diariamente este espejo y observa constantemente en él tú rostro: así podrás vestirte hermosamente y del todo, interior y exteriormente, y ceñirte de preciosidades (cf. Sal 44,10), y adornarte juntamente con las flores y las prendas de todas las virtudes, como corresponde... Ahora bien, en este espejo resplandecen la bienaventurada pobreza, la santa humildad y la inefable caridad, como lo podrás contemplar con la gracia de Dios en todo el espejo. Mira, te digo, al comienzo de este espejo, la pobreza de Aquel que yace en el pesebre, envuelto en pañales (cf. Lc 2,7). ¡Oh maravillosa humildad, oh estupenda pobreza! El Rey de los ángeles, el Señor de cielo y tierra es reclinado en un pesebre. Y en el centro del espejo considera la humildad: a lo menos, la bienaventurada pobreza, los múltiples trabajos y penalidades que soportó por la redención del género humano. Y en lo más alto del mismo espejo contempla la inefable caridad con que quiso padecer en el leño de la cruz y morir en él con la muerte más infamante» (Carta IV, 3-4).

En esta visión mística de santa Clara se echa de ver hasta qué punto el hombre se conforma a Cristo, y hasta se «diviniza» y llega a la comunión más íntima con Dios por la pobreza, la humildad y el amor. El texto hace patente la hondura con que Clara penetró en el misterio de la pobreza, y los estrechos lazos que en su visión median entre pobreza, humildad y caridad. En la secuencia «comienzo-medio-fin» de la imagen del espejo hay que ver sin duda una gradación, una intensificación ascendente: pobreza con humildad - humildad con pobreza - caridad. A la pobreza siempre se la mira unida a la humildad, y, a la inversa, la humildad no se da sin la pobreza; y ambas conducen al amor, son el camino del amor; el amor, a su vez, es la meta suprema y, por tanto, la culminación de ese camino. Y en todo ello puede verse que Clara no practica ningún «culto» de la pobreza por la pobreza, sino que más bien la pobreza y la misma humildad tienen carácter de servicio. Por la pobreza y la humildad el hombre se libera para el amor, se hace libre para Dios, liberándose de todos los impedimentos que le cierran el camino hacia Dios, hacia el Dios que es amor (cf. 1 Jn 4,8).

El ideal de la altísima pobreza, tal como Francisco lo entendió y vivió, lo lleva a la práctica santa Clara con el mismo espíritu en su dimensión interior y exterior, y con el mismo sentido radical, aunque de una manera genuinamente femenina. Nadie entendió con tanta hondura el espíritu de san Francisco, y especialmente su ideal de pobreza, como esta mujer.

[Selecciones de Franciscanismo, vol. XIV, n. 40 (1985) 83-102 begin_of_the_skype_highlighting              40 (1985) 83-102      end_of_the_skype_highlighting]

 

 

 

EL «PRIVILEGIO DE LA POBREZA»
DE SANTA CLARA DE ASÍS
Historia y significado

por Engelbert Grau, o.f.m.

 

I. HISTORIA

Nadie suele tratar de la pobreza religiosa sin tener en cuenta a Francisco de Asís. Está fuera de toda duda y discusión que Francisco ha sido quien, en el seguimiento de Cristo, ha penetrado más profundamente en el misterio de la pobreza. Pero al hablar de esta cuestión se olvida casi siempre que en la gran familia franciscana, junto a Francisco, hubo una mujer que vivió la vida «sin nada propio», como dicen Francisco y Clara, casi con un radicalismo aun mayor. Y cuando digo que la vivió «junto a Francisco», debería decir, para ser más exacto, que ella realizó este ideal «juntamente con Francisco». Clara no queda como eclipsada por Francisco; ella hace realidad una vida de pobreza que tiene no sólo una dimensión externa, sino que es ante todo espiritual e interna; más aún, es enteramente peculiar y de forma realmente femenina. Ciertamente, nadie como esta mujer entendió y adoptó tan en profundidad el espíritu de Francisco y, en especial, su ideal de pobreza.

Clara nació en Asís en 1194, en el seno de una familia noble. Cuando a la joven, instruida y experimentada en los quehaceres femeninos y domésticos, se la quería casar, ella se había encontrado ya algunas veces con Francisco, doce años mayor que ella, y había escuchado su predicación que la llamaba al seguimiento radical de Cristo pobre y crucificado. Esta llamada ya nunca se acalló en ella. Clara se dirigió a Francisco, por medio de quien se sentía llamada por Dios. Y ambos llegaron a la conclusión de que Clara debía dar el paso a la pobreza radical. Cómo tenía que realizarse esto, sin embargo, todavía no les constaba con claridad. Con la aprobación ciertamente del obispo de Asís, Guido II, Clara abandonó en secreto la casa paterna el Domingo de Ramos por la noche (18/19 de marzo de 1212), bajando apresuradamente al valle, camino de la capilla de la Porciúncula, entonces solitaria en medio del bosque, donde la esperaban Francisco y sus hermanos. Allí recibió, de manos de Francisco, el vestido gris de penitencia, el velo y la cuerda. A la mañana siguiente, sus familiares, consternados, se dieron a la búsqueda de la joven, y encontraron a Clara en el monasterio de las Benedictinas de Bastia, cuatro kilómetros al oeste de Asís, adonde Francisco la había llevado y donde Clara debía permanecer hasta que el Señor «dispusiera otra cosa», como nos dice la «Leyenda de santa Clara» (n. 8). Los familiares trataron de persuadir a Clara con consejos, promesas, adulaciones, y, finalmente, quisieron conseguir su retorno a casa por la violencia. Clara entonces corrió hacia el altar, se agarró a los manteles del mismo y descubrió su cabeza tonsurada. Ante esta postura, sus familiares la dejan.

Pronto acaecerá algo sorprendente: 16 días después, su hermana Inés, más joven que ella, se le une. ¡La familia se subleva!

Entre tanto, Clara se había dirigido al monasterio de Benedictinas de S. Angelo de Panso, situado más abajo de las Cárceles. Su tío Monaldo, cabeza de familia, enfurecido, se dirigió allá con un grupo de hombres. Con violencia y malos modos intenta llevarse a Inés. ¡Todo en vano! Las oraciones de Clara son más fuertes. Poco tiempo después, también Inés recibe de manos de Francisco el hábito penitencial de la pobreza. Ante los temores de las Benedictinas de S. Angelo a nuevas desavenencias con los familiares, Francisco lleva a las dos hermanas a San Damián de Asís, lugar que pertenecía al obispo. Aquí nació el primer convento de mujeres dentro del movimiento franciscano. Otras muchas mujeres se unieron a Clara, incluso su otra hermana Beatriz y, finalmente, su madre Ortulana.

Clara fue hasta su muerte no sólo la superiora oficial del monasterio, sino también el centro espiritual de la comunidad. Mantuvo siempre con tenacidad la aventura de la más estrecha pobreza, emprendida al principio de la Semana Santa de 1212. Sólo quien amaba esta pobreza tenía cabida en San Damián. Además, semejante pobreza, con su dura experiencia, donde muchas veces faltaba incluso lo necesario, nada tenía de romántico ni de placentero. Únicamente se podía soportar y vivir porque, como decía Clara, en la comunidad reinaba la alegría a causa de ella y de las riquezas que comporta, y todas se sabían envueltas en el amor mutuo.

Por esta pobreza tuvo que luchar Clara durante toda su vida. Tres años después de la fundación de su comunidad, el Concilio Lateranense IV (1215) decretó que todas las Ordenes aún no aprobadas debían tomar la Regla de una Orden ya aprobada. San Damián quedó bajo tal cláusula, ya que sólo tenía una pequeña «forma de vida» escrita por san Francisco, pero que no había recibido la aprobación oficial de la Iglesia. De este modo, las hermanas de San Damián se vieron obligadas a tomar la Regla benedictina. En esta Regla no se hablaba de la pobreza tal cual la entendían Clara y sus hermanas. Por esta razón, Clara trató de obtener del Papa un privilegio que le permitiera permanecer fiel a esta pobreza. Privilegio ciertamente único y peculiar este Privilegium paupertatis, el «Privilegio de la pobreza». Aunque el gran movimiento religioso de la alta Edad Media, en cuya panorámica puede situarse a Francisco y a Clara, pudo haber sido un movimiento ortodoxo de pobreza, de ello hablaremos luego: jamás un caso semejante se le había presentado todavía a la Curia romana. Esto se puso de manifiesto en la concesión del privilegio por Inocencio III. En la cancillería pontificia no había precedentes de un caso semejante y, consiguientemente, tampoco disponían del formulario adecuado. El Papa mismo tuvo que elaborar de propia mano el borrador para este privilegio extraordinario. El texto del privilegio es el siguiente:

«Inocencio, obispo, siervo de los siervos de Dios, a las amadas hijas en Cristo, Clara y demás siervas de Cristo de la iglesia de San Damián, en Asís, tanto presentes como futuras, que han profesado la vida regular, para siempre.

»1. Como es manifiesto, deseando consagraros únicamente al Señor, renunciasteis a todo deseo de cosas temporales; por lo cual, habéis vendido todas las cosas y las habéis repartido a los pobres, y os proponéis no tener posesión alguna, siguiendo en todo las huellas de Aquel que por nosotros se hizo pobre, camino, verdad y vida.

»2. Ni la penuria de las cosas os hace huir temerosas de un tal propósito, porque el brazo izquierdo del Esposo celestial está bajo vuestra cabeza para sostener las flaquezas de vuestro cuerpo, que habéis ordenado y sujetado a las leyes del espíritu.

»3. Finalmente, quien alimenta a las aves del cielo y viste los lirios del campo, no os faltará en cuanto al sustento y al vestido, hasta que, pasando Él, se os dé a sí mismo en la eternidad, cuando su diestra os abrace más felizmente en la plenitud de su visión.

»4. Así, pues, como nos lo habéis suplicado, con benignidad apostólica confirmamos el propósito de la altísima pobreza, concediéndoos, por la autoridad de las presentes Letras, que no podáis ser obligadas por nadie a recibir posesiones.

Cuando, sin embargo, alguna mujer no quisiera o no pudiera observar tal propósito, no debe permanecer entre vosotras, sino que debe ser trasladada a otro lugar», es decir, debe pasar a una de las antiguas Ordenes monásticas.

Al final del texto, que no leo, se amenaza con duras sanciones a las que obren de otra manera. Señalemos de pasada que muchos investigadores pusieron en duda que este privilegio fuera realmente dado primero por Inocencio III. Pero no puede dudarse de ello. El inventario de manuscritos que he confeccionado recientemente es una prueba más de su autenticidad.

Para Clara, pues, la pobreza consiste no sólo en que cada hermana viva personalmente pobre y sin posesiones, sino que además la comunidad, el monasterio, no debe poseer bien alguno. Así lo había querido Francisco para sus hermanos y así lo quiso Clara para sus hermanas.

A pesar de este privilegio concedido por la suprema autoridad eclesiástica, Clara tuvo que seguir luchando tenazmente por su pobreza. El peligro surgió, no del sucesor de Inocencio III, Honorio III, sino del sucesor de éste, Gregorio IX (1227-1241), antes Cardenal Hugolino, que tan adicto había sido a Clara. En sus preocupaciones por Clara y su comunidad, trató de persuadir a Clara, en una visita que hizo a San Damián, de que aceptara poseer lo que él mismo generosamente le ofrecía. Según la Leyenda, el Papa dijo textualmente a Clara: «Si tienes miedo por el voto, Nos te desligamos del voto». Con firmeza inconmovible y con toda amabilidad femenina, replicó de inmediato Clara al Papa: «Santo Padre, de ningún modo deseo ser dispensada del seguimiento perpetuo de Cristo» (n. 14). Ante tal argumento, Gregorio IX no pudo oponer nada. Y así, el 17 de septiembre de 1228, segundo año de su pontificado, el Papa confirmó de nuevo el Privilegio de la pobreza. El original lo conservamos todavía. Su texto es esencialmente el mismo de Inocencio III.

Clara, sin embargo, no había logrado con ello todavía sus propósitos. Quería una Regla que tuviese el espíritu de san Francisco. Tras el obligado experimento de las Constituciones del Cardenal Hugolino (1218-1219) y el fracasado intento de una nueva Regla en 1247 por parte de Inocencio IV, Clara comenzó la elaboración de una Regla propia. La Regla de Clara, que tiene como modelo inconfundible la Regla definitiva de la Orden de los Hermanos Menores, fue confirmada por primera vez el 16 de septiembre de 1252 por el Cardenal Rainaldo de Segni, Protector de la Orden. En esta Regla se afirma de forma expresa, en los capítulos 6 y 8, la absoluta desposesión, tal como se encontraba en el «Privilegio de la pobreza». No sin razón la Leyenda (n. 40) llama a esta Regla Privilegium paupertatis.

Clara no descansó ni se quedó tranquila hasta que obtuvo para su Regla la confirmación papal, cuya extraordinaria historia es ésta: Inocencio IV visitó a Clara en San Damián días antes de su muerte. El Papa, que residía en el convento de S. Francisco en Asís, confirmó de palabra la Regla y ordenó que se redactase inmediatamente la Bula en su cancillería. La fecha de su redacción es el 9 de agosto de 1253. Al día siguiente, 10 de agosto, el Papa envió la Regla por medio de uno de los Hermanos Menores a Clara, quien, al otro día, 11 de agosto, murió. Se conservan todavía el original de la Bula papal y la Regla íntegra. Hasta aquí hemos visto la historia del Privilegium paupertatis.

II. SIGNIFICADO

¿Qué se proponía concretamente Clara con su inquebrantable empeño de una mayor pobreza? ¿Qué pretende con este desmesuramiento, con esta que casi podríamos llamar terquedad? ¿Se trata aquí de una forma de especialización religiosa o más bien, detrás de todo esto, se oculta algo completamente diferente?

Para obtener una respuesta satisfactoria, debemos analizar la situación de aquel entonces bajo un determinado aspecto. Durante el siglo XII y comienzos del siglo XIII se produjo en Occidente una revolución económica de incalculable magnitud, ocasionada especialmente por las Cruzadas, que nos trajeron un contacto comercial intenso con Oriente. Esta revolución económica llevó consigo una clasificación social que, a su vez, trajo como consecuencia una ruptura en el campo religioso. El entramado del mundo occidental se vio transformado totalmente. La economía del dinero experimentó un auge espectacular, convirtiéndose el dinero en el verdadero medio de pago. La economía del dinero se impuso definitivamente a la economía natural. Quien tenía el dinero, tenía el poder. Un auténtico afán de dinero se apoderó de los hombres. Acumulaban dinero porque éste era y suponía la mayor seguridad en la vida. El dinero era un valor estable y del que se podía disponer en todo momento. De esta manera fue surgiendo poco a poco, pero cada vez en mayores proporciones, el sistema económico del capitalismo. El dinero, por otra parte, trajo la industria. Los comerciantes importaban materias primas y las hacían elaborar. Al lado de la artesanía privada, fue tomando cuerpo la iniciativa industrial, comenzando por la industria textil y la del metal. Surge entonces en Occidente el estado de «trabajador»: hombre que ejerce su oficio para el industrial percibiendo por ello un sueldo. El trabajador viene a equipararse a los siervos, ya sea en provincias, ya sea trabajando con los artesanos independientes en la ciudad. Nace en las ciudades un estado muy especial: junto a los intelectuales y a la nobleza surge la burguesía muy consciente de sí misma: está compuesta de comerciantes y artesanos, de industriales, que se reúnen en las ciudades y desarrollan un estilo de vida totalmente nuevo. El trabajo y el negocio determinan el sentido de la vida de estas gentes. No hace falta que se las estimule a trabajar, ya de por sí trabajan en demasía; lo que necesitan, más bien, es que se las estimule a la autorreflexión. Hay todavía otra cosa: el trabajo es valorado ahora de forma muy distinta a como se había valorado hasta entonces. Antes se trabajaba para subsistir, ahora se trabaja para aumentar los beneficios. El comerciante, por ejemplo, que recorre el país arriesgando su vida, sólo tiene una idea: aumentar sus beneficios y así elevar su nivel de vida. El trabajo adquiere un valor superior en la vida del hombre, que queda dominada y planificada por aquél. En la vida del burgués el trabajo ocupa una posición tal que todo lo demás, incluida la vida religiosa, pasa a segundo término.

Consecuencia de este desarrollo es el enraizamiento profundo en este hombre de la codicia y preocupación por lo material. El hombre se habitúa a pensar, en primer lugar y sobre todo, en el lucro, en el dinero, en las ventajas terrenas; y esto, muy frecuentemente, con total independencia de su vida cristiana. De repente, la cuestión terrena, típicamente egoísta y, en el fondo, totalmente acristiana, es la que decide el actuar de los hombres. Estos pueden renunciar a todo menos al dinero, al lucro de su trabajo. Hasta qué punto el criterio económico llega a ser decisivo e incluso se utiliza lo religioso sin escrúpulo alguno como causa justificante, nos lo demuestra el desarrollo de la cuarta Cruzada (1202-1204), llevada a cabo en favor de los intereses económicos de los comerciantes de Venecia. Es muy significativo que se llegara hasta este extremo.

De esta forma surge para el cristianismo y para la vida cristiana una situación harto peligrosa. ¿Se encuentran los guardianes vigilantes en sus puestos? ¿El clero, ante todo, se da cuenta del peligro?

Para comprender mejor la situación de entonces, quiero presentar un segundo ejemplo. Jacobo de Vitry, más tarde Cardenal, cuenta a sus amigos en una carta escrita en 1216: «Cuando residí por un cierto tiempo en la Curia Romana, observé muchas cosas que no me agradaron. Se estaba tan ocupados con quehaceres temporales y terrenos, con reyes y reinados, con procesos y reclamaciones, que apenas era posible charlar un poco sobre asuntos espirituales». No se puede negar: dentro de la misma Iglesia estaban muy extendidos el afán de medrar y la preocupación por lo terreno. Observamos de repente un desmesurado deseo de posesión, de dinero, de cargos remunerativos. Con ello, el cristianismo se encuentra cautivo de un espíritu tan extraño a su propia esencia que, con el tiempo, podría acabar con lo esencialmente cristiano.

En este contexto surgen preguntas de trascendental importancia: ¿este espíritu nuevo, tan extraño al cristianismo, será capaz de destruir interna y externamente el cristianismo occidental? ¿Quién saldrá victorioso de la lucha entablada? ¿Será el cristianismo, con su doctrina de la unión de todos en Dios, con su exigencia del precepto ineludible del amor al prójimo, con su enseñanza de la responsabilidad de todos para con todos? ¿O se impondrá más bien el espíritu nuevo afincado en el egoísmo del individuo y en su postura anticristiana? Tales preguntas nos acosan al contemplar la situación descrita, aunque no haya sido en todo su detalle. Pero preguntas semejantes asediaron mucho más a cuantos experimentaban en aquel entonces el peligro amenazante y querían combatirlo.

Con un rigor casi desconocido hasta entonces, se cuestionó en Occidente la vida y la doctrina de la Iglesia. Especialmente los núcleos religiosos vivos experimentaban de forma muy dolorosa el abismo existente entre la vida de la Iglesia y la doctrina de Cristo, y esto sucedía tanto entre el clero como entre los fieles. Estos hombres y mujeres se constituyeron en los exponentes vivos del movimiento religioso de la floreciente Edad Media. Y este movimiento, ante la situación descrita, se convierte por sí mismo, incluso por necesidad, en un movimiento religioso de pobreza. Todos perciben que un cristianismo resquebrajado de aquella forma ya no es el cristianismo; experimentan que se pierden los valores fundamentales del cristianismo allá donde la vida de los cristianos y la doctrina de Cristo se contradicen tan abiertamente. Notemos, sin embargo, un pensamiento que distingue a aquellos «reformadores» de nosotros: frente a la contradicción entre la doctrina de Cristo y la vida de los cristianos, el movimiento de pobreza no se alza con un programa de reforma, sino con la exigencia de una vida nueva, con el deseo de formar un hombre nuevo, ya que cuando el hombre no cambia, nunca ni en ninguna parte cambian las relaciones humanas. El hombre nuevo se constituye únicamente por el seguimiento de Cristo y, más concretamente aquí, por el seguimiento de Cristo pobre. Según la mente de estos hombres y mujeres, lo cristiano únicamente puede salvarse si los cristianos tienen de nuevo el valor de vivir como Cristo, que fue pobre; de vivir como los apóstoles, que fueron pobres y vivieron del trabajo de sus manos. Así surgió, en esta situación histórica de Occidente, la llamada cada vez más apremiante e ineludible a una vida según el Evangelio, según los apóstoles.

Esta llamada fue escuchada también por Francisco y, a través de él, por Clara. Pero, ¿cuál fue en última instancia la causa decisiva para ellos? Frente a la contradicción entre la doctrina de Cristo y la vida de los cristianos, Francisco y Clara tampoco oponen un programa: ellos no tienen ningún programa de reforma frente a la Iglesia de su tiempo que desea el poder temporal y las posesiones terrenas; tampoco tienen ningún programa de reforma para el mundo occidental que comienza a dividirse en profundos antagonismos sociales, los «mayores» y los «menores»; ni tienen programa alguno para la reforma de la vida económica de su tiempo que, al lado del cristianismo y alejándose de él, comienza a desarrollarse. Francisco y Clara ni tan siquiera tienen nuevos y extraordinarios pensamientos que ofrecer a su tiempo. Tienen, sin embargo, algo decisivo: la acción, la vida. Ellos dan en su ideal de «altísima pobreza» la respuesta de la acción, la respuesta de la vida. Viven de forma llana y sencilla como seguidores de Cristo pobre. Pero viven este seguimiento de Cristo pobre con tal radicalidad, que se convierten en los hombres nuevos, los hombres radicalmente cristianos, que debieran ser patrón y guía para su tiempo y también para el nuestro, para nosotros. Ellos ven una única posibilidad de vencer el espíritu de craso egoísmo existente en su tiempo y, con él, el materialismo reinante: contraponer a las negaciones que implica el espíritu de este tiempo los valores positivos del Evangelio.

Ser totalmente pobre significa para ellos desprenderse de toda posesión, de todo bien. Ellos no viven esta pobreza para, mediante su ejemplo, allanar los antagonismos entre ricos y pobres; tampoco como fruto de una renuncia cansina que hace de la necesidad virtud. No. Ellos quieren ser pobres porque Cristo, el Señor, fue pobre en la tierra. La pobreza es para ellos una parte esencial del seguimiento de Cristo, y así debía verse en su tiempo, casi por necesidad, debido a la situación que hemos descrito someramente. Pocas palabras de Cristo impresionaron tan profundamente a Francisco como éstas: «Las zorras tienen madriguera, los pájaros del cielo, nido; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza» (Mt 8,20). No es, pues, de extrañar que Clara, en la primera carta a Inés de Praga, donde canta las alabanzas de la pobreza, cite esta misma frase bíblica. No tener nada por amor de Cristo, no desear nada, no quedar desilusionado ante pérdida alguna, esto es ser totalmente pobre.

Esto supone, además, abandonar todas las seguridades que la vida nos ha dado hasta el momento presente. La inseguridad, la desinstalación, pero no en un mundo teórico, sino en la realidad concreta y de hecho, es una característica determinante de la nueva vida a la que Francisco y Clara se consagran. Ser dependiente, estar confiado a la bondad de Dios y de los hombres, ahí radica el ser pobre con todas sus consecuencias. Y lo decisivo es que ambos, Francisco y Clara, quisieron y buscaron esta inseguridad de hecho, inseguridad que implica todavía más consecuencias: el hombre debe renunciar, en favor de los demás hombres, a todos los derechos y aspiraciones. Aquí se funda la actitud de renuncia de Francisco y de Clara a toda exigencia de salario, a casas e iglesias.

Con todo, la inseguridad real externa todavía no garantiza por sí sola el ser-pobre absoluto. En efecto, tal inseguridad o desinstalación no dice gran qué si no va acompañada de la ausencia de garantías o apoyaturas internas. La pobreza podría incluso convertirse en una posesión, en algo de lo que el hombre se siente orgulloso, de lo que se envanece. Por esto, Francisco y Clara, con profundo conocimiento de todo el conjunto, ponen repetidamente la humildad junto a la pobreza. Sólo entonces, cuando se unen pobreza y humildad, queda garantizado el ideal de la altísima pobreza, ya que la humildad es en verdad la pobreza consumada, cosa que los fanáticos de la pobreza no han sabido captar en la mayoría de los casos a lo largo de la historia, provocando así su propia ruina. En la Regla definitiva de los Hermanos Menores (cap. 12) y en la Regla de santa Clara (cap. 12) se afirma al unísono que los hermanos o las hermanas «deben seguir la pobreza y humildad de nuestro Señor Jesucristo».

Francisco y Clara exigen todavía un último y más alto grado de ausencia de seguridades humanas y terrenas a quien quiera ser totalmente pobre. El hombre debe ser pobre también ante Dios, es decir, debe permanecer sin apoyaturas, desinstalado e inseguro, sin garantías. El hombre religioso, precisamente, tiende con excesiva frecuencia a buscar en Dios, en el Inconcebible e Incomprensible, su seguridad: practica el bien, actúa de forma meritoria y por ello se siente asegurado ante Dios, al que cree tener obligado. Contra tal actitud se levantan decididamente Francisco y Clara: el hombre, incluso por el bien que realiza, no puede tener pretensión alguna ante Dios; de su obrar no puede deducir derecho alguno frente a Dios. Quien de veras quiere ser pobre, ha de saberse siempre pobre ante Dios. No tiene méritos ni buenas acciones de las que pueda alardear ante Dios. El que es verdaderamente pobre ante Dios está totalmente convencido de su condición de mendigo. Todo pertenece a Dios, incluso aquello que realiza el hombre. De aquí, la tan repetida exhortación de Francisco: devolver al Señor Dios todo bien, reconocerlo como posesión suya y darle gracias por él.

La realidad más profunda de la pobreza reside en esta pobreza interior, de tal suerte que toda pobreza exterior -y aquí viene al caso recordar el privilegio de la pobreza de santa Clara- es sola y únicamente una imagen, un reflejo de esta pobreza interior. Desde esta perspectiva interior podemos incluso analizar en su totalidad los hechos: donde falta la pobreza interior ante Dios, la pobreza exterior no es ya un reflejo, una imagen visible de la actitud interior, y fácilmente se transforma en caricatura, en fanatismo, en justicia propia, desembocando, con ello, en una postura totalmente anticristiana.

A modo de conclusión, quisiera plantear, a fin de poner de manifiesto el sentido del «privilegio de la pobreza» para el hombre de nuestros días, la siguiente cuestión: ¿es lícito convertir la categoría de ser-pobre en un valor?, ¿puede convertirse en ideal algo negativo, algo que amenaza en profundidad la existencia humana?, ¿no nos falta a nosotros comprender que la pobreza es un estado ideal deseable?, ¿qué respuesta nos dan Francisco y Clara a estas cuestiones?

Si un ideal es verdaderamente un ideal y, por tanto, significativo y deseable para el hombre, lo ha de demostrar en sí y por sí mismo. Su validez no depende de la opinión de los hombres ni de las circunstancias peculiares de una época. Pretender negar su valor al ideal de pobreza no es una novedad de nuestro tiempo. Ya se intentó en tiempo de san Francisco. Precisamente, en su primer encuentro con la Curia Romana, esta cuestión fue vivamente debatida (LM 3,9). La asamblea de Cardenales se dio pronto cuenta de que este ideal, pese a lo temerario y revolucionario que pudiera parecer, pertenece de algún modo al orden de los valores cristianos, ya que no se podía negar que fue formulado y llevado a la práctica por el mismo Cristo, quien afirma: «Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres... y luego ven y sígueme» (Mt 19,21). La pobreza como ideal es parte integrante del seguimiento de Cristo, y así también la pobreza absoluta de S. Francisco y de Sta. Clara. Y para una mejor comprensión de la pobreza, nos seguimos preguntando: ¿qué fue lo que motivó la pobreza, ese ser-totalmente-pobre en las vidas de Francisco y de Clara? La pobreza, para ellos, jamás fue un valor supremo, deseable por sí mismo y en el que detenerse. Únicamente las luchas posteriores por la pobreza en nuestra Orden desfiguraron la imagen espiritual de la pobreza, especialmente la imagen que le diera Francisco; tal es el caso de las Florecillas o del Espejo de Perfección en sus diferentes redacciones. Para Francisco como para Clara el amor es, sin lugar a dudas, el centro. Por amor se hicieron ellos pobres, o sea, que para ellos la pobreza tiene un carácter totalmente de servicio. La pobreza es camino para el amor. Mediante la voluntad absoluta de ser totalmente pobre, el hombre queda liberado de todas las ataduras y obstáculos que le impiden el acceso al Dios que es amor. Esta es la función de la pobreza: crear en el hombre un espacio para el «Espíritu del Señor», como repiten constantemente Francisco y Clara. Donde está ese Espíritu del Señor, allí existe en el hombre espacio para Dios, allí el hombre es libre, libre para Dios.

Esta libertad para Dios, para el Espíritu del Señor, la libertad frente a todo lo terreno, libertad que elimina todo obstáculo de modo que Dios pueda actuar libremente, es regalada al hombre a través de la pobreza, de la desapropiación, de la kénosis (anonadamiento).

Quien se ha hecho así verdaderamente libre a través de la pobreza, será también verdaderamente alegre. Por ello, no es de extrañar que la alegría jugara siempre un papel tan importante tanto en Francisco y sus hermanos como en Clara y sus hermanas. Tenemos que afirmar abiertamente: la alegría sólo puede darse a aquél que se ha hecho pobre para, mediante su pobreza, estar abierto al reino de Dios.

Tal vez podamos ahora formular la cuestión sobre el sentido más profundo, sobre el valor más interno e intrínseco del ser-pobre, según el pensamiento de Francisco y de Clara, en los siguientes términos: la pobreza, el ser-pobre es condición indispensable para toda persona religiosa, porque el hombre a través de la pobreza entra en la libertad para Dios y alcanza la alegría en Dios. Sólo en esa libertad y en esa alegría está el hombre capacitado para el amor.

Este es el sentido perenne e imperecedero de la pobreza. Esto es lo que fundamenta su carácter de ideal en el orden de los valores cristianos. Y está fuera de toda duda que fue mérito de Francisco y de Clara haber abierto los ojos al hombre de su tiempo y de todos los tiempos para este mysterium paupertatis, para este «secreto de la pobreza».

[Cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. VII, n. 20 (1978) 233-242 begin_of_the_skype_highlighting              20 (1978) 233-242      end_of_the_skype_highlighting]

 

 

 

 

SANTA CLARA DE ASÍS
Virgen, fundadora de las clarisas, patrona de la televisión

por Julio Herranz, o.f.m.

 

Una lectura críticamente afinada de las fuentes biográficas y de los escritos de Clara de Asís, nos permite definir a grandes rasgos la personalidad de esta mujer, a quien los Ministros generales de la familia franciscana describían así, en su carta «Clara de Asís, mujer nueva», escrita con ocasión del octavo centenario del nacimiento de la Santa: «De personalidad fuerte, valerosa, creativa, fascinante, dotada de extraordinaria afectividad humana y materna, abierta a todo amor bueno y bello, tanto hacia Dios como hacia los hombres y hacia las demás criaturas. Persona madura, sensible a todo valor humano y divino, que está dispuesta a conquistarlo a cualquier precio» (5).

Añádase a ello su honda experiencia espiritual, su condición de fundadora -por la que ha dejado a la Iglesia la Orden de las Hermanas Pobres o clarisas, presente en los cinco continentes y formada en la actualidad por unas 18.000 hermanas- y que es la primera mujer en conseguir, tras una larga lucha, la aprobación pontificia de una Regla propia y el insólito «privilegio de la pobreza». Todo ello nos permite pensar que nos hallamos ante una mujer y Santa de talla excepcional.

Es verdad que históricamente Santa Clara ha quedado en segundo plano frente a la figura descollante de San Francisco de Asís -a quien ella reconoce como padre, «fundador y plantador» de su orden, y del que se considera a sí misma «pequeña planta» (Testamento, 48-49)-, y que a ello ha contribuido también la gran discreción y humildad de la Santa; «pero los otros -como decía Paul Sabatier- no han tenido con ella la debida consideración, tal vez por una inútil prudencia, o por cierta rivalidad entre las varias fundaciones franciscanas... Sin estas reticencias, Clara se encontraría entre las más grandes figuras femeninas de la historia» (P. Sabatier: Études inédites, París, 1932, 12).

INFANCIA Y PRIMERA JUVENTUD

Clara nació en Asís, pequeña ciudad italiana de la Umbría, en el año 1193 ó 1194, en el seno de una de las familias de la nobleza ciudadana, del matrimonio Favarone de Offreduccio y Ortolana. El domicilio familiar, el espacio propio de la vida de la mujer de la aristocracia, se encontraba en el corazón de la ciudad: la plaza de la catedral de San Rufino.

De su educación humana y religiosa se hizo cargo su madre, una mujer fuerte que lograba integrar la gestión de la casa con sus peregrinaciones -una de las expresiones del resurgir religioso de los siglos XII y XIII- a Roma, Tierra Santa, Santiago de Compostela y diversos santuarios de Italia; que cuida personalmente la atención a los numerosos pobres existentes en una población de rápido crecimiento demográfico, por el gran flujo migratorio que surge del paso de los señores feudales a las ciudades libres, del campo a la ciudad. De su madre recibe Clara su espíritu emprendedor, su delicadeza y sensibilidad, su preocupación religiosa y por los pobres, y el gusto por la oración, ya en su juventud, como se desprende del testimonio de los testigos del Proceso de canonización de la Santa.

Las fuentes biográficas guardan silencio sobre todo lo que se refiere a la formación recibida en el hogar familiar o fuera de él. Cabe suponer que, dado su origen noble, su formación cultural iría más allá de lo que era habitual, especialmente para una mujer, cosa que parecen corroborar sus escritos, aunque es evidente la presencia en ellos de la mano de colaboradores. Es de suponer también que, según las costumbres de la época, fuera educada en las tareas de hilar y tejer, arte que cultivó especialmente la Santa en sus últimos años, cuando la enfermedad la mantuvo postrada, «confeccionando corporales para las iglesias del valle y de los montes de Asís» (Proceso 1,11). Y hay que pensar asimismo que recibiría una educación en las formas y la cultura cortesanas, y por ello en las gestas de los héroes y los santos, y que, llegada la edad oportuna, sería preparada para el matrimonio con algún otro miembro de la nobleza, y que, desde los ideales de la mujer-esposa, tratarían de inculcar en ella actitudes como el sometimiento, la prudencia, el silencio, la reserva y la humildad.

Siendo todavía niña, la guerra en Asís entre pueblo y burguesía contra la vieja nobleza feudal obligó a la familia de Clara a exiliarse, hacia 1201 ó 1202, en la vecina ciudad de Perusa, siendo ello ocasión para que el pueblo y la burguesía de Asís le declararan la guerra. El ejército asisiense fue derrotado en la batalla de Collestrada, y Francisco de Bernardone (Francisco de Asís) hecho prisionero, siendo liberado un año más tarde, después del pago de su rescate. Firmada la paz entre Asís y Perusa, la familia de Clara regresa a Asís, hacia 1205.

A su vuelta Clara hubo de hacerse poco a poco a su ciudad, que tanto había cambiado en los últimos años. En seguida comenzó a oír hablar de algo que iba a influir de manera decisiva en su vida: la conversión del joven Francisco, «el rey de la juventud de Asís», hijo del rico comerciante Pedro Bernardone, exponente significativo de la burguesía naciente: renunciando a su vida fácil, había comenzado una vida de penitencia, retiro y oración, conviviendo con los pobres y leprosos, a los que ayudaba generosamente con los bienes de su familia. Poco después de su llegada, la propia Clara oyó, y hasta tal vez fue testigo en la plaza donde se alzaba el domicilio familiar, de la renuncia de Francisco ante el obispo a todos los bienes e incluso a sus vestidos en manos de su padre.

Recluida en el hogar familiar, según era propio de las jóvenes de la aristocracia, Clara siguió siempre con un secreto interés los rumores populares sobre los pasos del joven convertido. A sus oídos llegó la noticia, que ella recuerda más tarde en su Testamento, de que restaurando la ermita de San Damián había dicho a los que por allí estaban: «Venid y ayudadme en la obra del monasterio de San Damián, porque en él vivirán unas señoras, con cuya famosa y santa vida religiosa será glorificado nuestro Padre celestial» (Testamento, 13-14). Supo también Clara que inmediatamente se habían unido a Francisco algunos otros jóvenes de la ciudad: unos, miembros de la vieja nobleza, otros, de la nueva burguesía, y otros, finalmente, gentes del campo, artesanos..., y que, conseguido del papa Inocencio III el reconocimiento oficial de su forma de vida y regla, se habían establecido en la ermita de Santa María de los Ángeles, actuando como predicadores pobrísimos itinerantes, predicando en iglesias y plazas, y viviendo del trabajo de sus manos y de la limosna.

De la vida de Clara en estas fechas da fe en el Proceso de canonización uno de los sirvientes de la casa paterna, quien dice que, «aunque la corte de su casa era una de las mayores de la ciudad y en ella se hacían grandes dispendios, los alimentos que le daban como en gran casa para comer, ella los reservaba y ocultaba, y luego los enviaba a los pobres... Y ella llevaba bajo los otros vestidos una áspera estameña de color blanco. Dijo también que ayunaba y permanecía en oración, y hacía otras obras piadosas, como él había visto» (Proceso 10,1-5). Entre los pobres a los que llega su solidaridad están también Francisco y sus primeros compañeros en Santa María de los Ángeles.

Entretanto, la familia de Clara pretende unirla en matrimonio «según su nobleza, con hombres grandes y poderosos. Pero la joven, que tendría entonces aproximadamente 18 años, no pudo ser convencida de ninguna manera, porque quería permanecer virgen y vivir en pobreza» (Proceso 19,2).

TRAS LOS PASOS DE FRANCISCO DE ASÍS

Clara quedó fuertemente impresionada por la «conversión» de Francisco, cuya forma de vida le interrogaba profundamente, y, poco a poco, durante unos cinco años, fue madurando en ella la idea de compartir su «forma de vida y pobreza». Con este fin se encontró en varias ocasiones con el Santo, haciéndolo a escondidas, dadas las lógicas resistencias del ambiente familiar y la necesidad de mantener a salvo la «buena fama» de una mujer de su clase. Clara le informó de su propósito, que Francisco alentó; por lo que, en la noche del Domingo de Ramos de 1212, después de haber vendido los bienes de su dote para el matrimonio y distribuido lo recabado entre los pobres [?], Clara se fugó de la casa paterna, y, en Santa María de los Ángeles, donde la esperaban Francisco y sus compañeros, el Santo aceptó su consagración a Dios.

Francisco la llevó seguidamente al monasterio benedictino de San Pablo de las Abadesas, en Bastia Umbra, uno de los más importantes y ricos de la comarca, con el fin de defenderla frente a la más que probable ira de la familia, y a la espera de clarificar cuál había de ser su forma de vida y su participación en la vida de su fraternidad. Conocedores de su paradero, los familiares -que, tal vez, hubieran podido aceptar de ella una opción por la vida monástica, pero que considerarían, sin lugar a dudas, una bajeza inaceptable su opción «franciscana»- quisieron sacarla por la fuerza del monasterio, cosa que no lograron tanto por la firmeza de Clara y el hecho de hacer constar su consagración a Dios, como por el derecho de asilo de que gozaba el monasterio.

Después de una breve estancia en San Pablo, Clara pasó a la comunidad de Santo Ángel de Panzo, a las puertas de Asís, donde un grupo de mujeres religiosas vivían vida común. Buscaba con ello una forma de vida más conforme a la que llevaban Francisco y sus hermanos. Estando en Santo Ángel se le unió su hermana Inés, Santa Inés de Asís, que, en las manos de Francisco, se consagró también a Dios. En breve se les unieron otras compañeras, y, según el testimonio de la Santa en su Testamento, todas ellas prometieron voluntariamente obediencia a Francisco (Testamento 24-25).

Pocas fechas más tarde Clara y sus primeras hermanas se establecieron en San Damián -por lo que se las conocerá en seguida como damianitas-, y recibieron de Francisco la «Forma vitae», con la que tenía lugar su plena incorporación a la fraternidad franciscana, después de sus tanteos monásticos y penitenciales. De ello da fe la propia Clara en su Regla, cuando dice: «Y considerando el bienaventurado padre [Francisco] que no temeríamos pobreza alguna, ni trabajo, ni tribulación, ni afrenta, ni desprecio del mundo, sino que, al contrario, todas estas cosas las tendríamos por grandes delicias, movido a piedad escribió para nosotras la forma de vida» (RCl 6,2-3), «con el propósito, sobre todo -añade la Santa en su testamento- de que perseveráramos siempre en la santa pobreza» (TestCl 33).

LA LARGA LUCHA POR «EL PRIVILEGIO DE LA POBREZA»

Aunque en los últimos decenios habían comenzado a surgir en Italia y otros lugares del mundo cristiano comunidades de mujeres religiosas con ideales más o menos similares a los de las hermanas de San Damián, la forma de vida de éstas chocaba con los modelos preexistentes y comúnmente aceptados de vida religiosa. Por esto, es más que probable que se vieran rodeadas durante algún tiempo de una cierta incomprensión general, así como de la actitud prudente y recelosa de la autoridad eclesiástica que, en el Concilio Lateranense IV (1215), prohibía nuevas formas y comunidades religiosas al margen de las reglas tradicionales, teniendo en el punto de mira, sobre todo, las nuevas comunidades religiosas femeninas, que no raras veces habían ido surgiendo sin una regla precisa y hasta sin el reconocimiento del obispo respectivo.

Como consecuencia de ello, Clara y sus hermanas se vieron obligadas a aceptar la Regla benedictina, poco acorde con la forma de vida y pobreza de San Damián. Pero la Santa no se resignó a ello, y para salvaguarda de la originalidad de su inspiración y de las peculiaridades de su vida religiosa en pobreza-minoridad, fraternidad y contemplación, solicitó y consiguió del papa Inocencio III, salvadas las lógicas resistencias, el insólito privilegio, llamado Privilegio de la pobreza, de poder vivir sin privilegios, sin rentas ni posesiones, siguiendo las huellas de Cristo pobre. Entretanto Francisco dejó totalmente en manos de Clara el gobierno de su comunidad, pasando a ser su abadesa, cargo que ella asumió, según escribe su primer biógrafo, «porque la obligó el bienaventurado Francisco» (Leyenda 12).

La decisión del Lateranense IV no fue óbice, sin embargo, para que algunos eclesiásticos siguieran alentando las nuevas comunidades religiosas femeninas, como es el caso del cardenal Hugolino, quien consiguió poner bajo la protección de la Santa Sede a algunas de estas comunidades, a las que ayudó para que consiguieran terrenos en los que construir sus casas-monasterios, y rentas con las que asegurar su vida. El mismo Hugolino redactó para ellas unas «Constituciones» como legislación propia al lado de la Regla benedictina, con las que se trataba de salvaguardar su inspiración, al tiempo que insistía en su opción de clausura. Aunque las diferencias existentes entre estas comunidades y la de San Damián eran claras, comenzando por el aspecto exterior del lugar donde habitaban Clara y sus hermanas -más parecido a los eremitorios de los hermanos de Francisco que a un sólido monasterio-, en 1219, estando Francisco en Oriente, el cardenal Hugolino puso a la comunidad de San Damián bajo las Constituciones por él elaboradas. Pero la Santa no se sintió a gusto con ellas, pues aunque en temas de pobreza podía hacerse fuerte con su Privilegio de la pobreza, no le bastaba esto para hacer valer la originalidad franciscana de su inspiración.

En el Proceso de canonización (6,6; 7,2) leemos un particular relativo a estas fechas, de excepcional importancia a la hora de entender la novedad del ideal de vida religiosa de Clara y sus hermanas: cuando se enteró del martirio de los primeros Hermanos Menores en Marruecos (año 1220, 16 de enero), expresó su deseo de ir allí para sufrir también ella el martirio en testimonio de la fe.

El 29 de noviembre de 1223, el papa Honorio III aprobaba, mediante bula, la Regla de Francisco para los Hermanos Menores, con lo que Clara comenzó a soñar con acogerse a ella, liberándose de la Regla benedictina y las Constituciones hugolinianas. Pero por el momento hubo de soportar la tensión de la espera, al tiempo que veía a Francisco aquejado por un sinnúmero de dolencias y, lo que para él y ella era peor, abatido y angustiado porque una parte de sus hermanos parecía haber olvidado la primitiva radicalidad evangélica de la pobreza y la humildad. En los primeros meses de 1225, antes de emprender viaje a Rieti en busca de cuidados médicos, el Santo quiso despedirse de las hermanas de San Damián. El agravarse de sus muchas dolencias le obligó a permanecer allí algunas semanas, circunstancia que ofreció a Clara la oportunidad de ayudar a Francisco a liberarse de las garras de la noche de su espíritu. «Por una de esas intuiciones, propias y frecuentes en las mujeres más entusiastas y más puras -escribe Paul Sabatier-, Clara había penetrado hasta el fondo en el corazón de Francisco, y se había sentido arrebatada por la misma pasión que él; lo fue hasta el fin de su vida. No sólo defendió a Francisco y su inspiración frente a los demás, lo defendió frente a él mismo. En esas horas sombrías del desaliento, que turban tan profundamente las almas más bellas, y esterilizan los más grandes esfuerzos, Clara se encontró a su lado para mostrarle el camino seguro» (P. Sabatier, Francisco de Asís, Barcelona, 1986, 154). Y recobrada la paz de su espíritu, Francisco, hecho físicamente todo él una llaga y casi ciego, compuso entonces la primera parte del Cántico de las criaturas y su Exhortación cantada para Clara y sus hermanas, invitándolas a perseverar, con gozo y alegría, en su forma de vida y pobreza.

En la tarde del 3 de octubre de 1226, moría Francisco en Santa María de los Ángeles. Al día siguiente tuvo lugar el traslado de su cuerpo a la iglesia de San Jorge. A su paso por San Damián, Clara y sus hermanas pudieron darle su último adiós. La muerte del «padre Francisco», a quien Clara había considerado siempre su «columna», su «único consuelo después de Dios» y su «apoyo» (TestCl 38), supuso para ella un gran vacío; pero lejos de alejarla de su propósito, avivó en ella el fuego de la fidelidad al camino evangélico franciscano.

LA PRIMERA MUJER FUNDADORA, AUTORA DE UNA REGLA

El 16 de julio de 1228, el cardenal Hugolino, ahora papa Gregorio IX, presidió en Asís la ceremonia de canonización de San Francisco, aprovechando la ocasión para visitar a Clara, a quien profesaba una profunda estima. Quiso urgirla para que aceptara propiedades con las que asegurar la vida del monasterio; pero «Clara se le resistió con ánimo esforzado y de ningún modo accedió. Y cuando el pontífice le responde: "Si temes por el voto, nos te desligamos del voto". Le dice ella: "Santísimo padre, a ningún precio deseo ser dispensada del seguimiento indeclinable de Cristo"» (Leyenda 14). Y la Santa consiguió arrancar entonces del Papa la confirmación del privilegio de la pobreza, que más tarde extendió a otros de los monasterios surgidos según el modelo y la inspiración de San Damián.

En los años siguientes, Clara tuvo que asumir una cierta soledad en su lucha, agudizada por el sufrimiento de ver divididos a los Hermanos Menores en la interpretación de los ideales de Francisco, que, en la complementariedad de su vocación, eran también los suyos. Pero la fe de Clara y su amor inquebrantable a la herencia de Francisco hizo que San Damián se convirtiera en el santuario de la fidelidad a los orígenes franciscanos, y Clara en la mejor intérprete del franciscanismo.

La enfermedad apareció en seguida en el horizonte de la Santa, y se hizo su compañera de camino en medio de la monotonía de lo cotidiano, rota ocasionalmente por algún que otro suceso excepcional, como el ingreso en San Damián, hacia 1229, de Beatriz, la hermana pequeña de Clara, y, poco después, de su madre Ortolana; o el asalto a San Damián, en 1240, de las tropas sarracenas, pagadas por el emperador Federico II, que pretendía imponer su autoridad en Asís: Clara «manda, pese a estar enferma, que la conduzcan a la puerta y la coloquen frente a los enemigos, llevando ante sí la caja de plata donde se guardaba con suma devoción el Cuerpo del santo de los santos... Y de inmediato los enemigos se escaparon deprisa por los muros que habían escalado» (Leyenda 22). Al año siguiente, un nuevo suceso bélico vino a turbar la paz de San Damián: Asís era asediado por Vital de Aversa, al frente de las tropas imperiales; y la ciudad se vio liberada del asedio por la oración de Clara y sus hermanas.

Imperturbablemente fiel, con el ardor del enamorado, a su forma de vida evangélica y pobreza, tras las huellas de Cristo Siervo, Clara siguió anhelando poder acogerse a la Regla de Francisco, cosa que consiguió parcialmente en 1247, con la Regla o forma de vida dada por Inocencio IV para la Orden de San Damián, por la que la Regla de San Benito era sustituida por la de San Francisco en la fórmula de la profesión, al tiempo que pasaban a ser norma legal las modificaciones autorizadas hasta entonces a las damianitas en relación con las Constituciones hugolinianas. Mas tampoco pudo Clara quedar satisfecha con la nueva regla, que no recogía adecuadamente su ideal evangélico franciscano, y autorizaba la posesión de toda clase de bienes en común; por lo que las hermanas de San Damián, haciendo valer su privilegio de la pobreza, no se sintieron obligadas a su observancia.

La Regla de Inocencio IV encontró también fuertes resistencias en algunos otros monasterios, por lo que, tres años más tarde, el mismo papa declaraba que no era su intención imponerla, ocasión que aprovechó Clara para presentar a la aprobación pontificia su propia Regla franciscana, redactada teniendo como base la Regla de Francisco y los escritos del Santo para las hermanas de San Damián. En septiembre de 1252, el cardenal Rainaldo, en su condición de cardenal protector de la Orden de los Hermanos Menores y de la Orden de San Damián, aprobó en nombre del papa, para el solo monasterio de San Damián, la Regla de Clara.

Desde hacía algunos meses la enfermedad mantenía postrada en el lecho a la Santa; haciendo temer en más de una ocasión su próxima muerte, Clara dictó su Testamento. En el proceso de canonización, las hermanas de San Damián narran un hecho prodigioso que habría tenido lugar en la nochebuena de ese mismo año: forzada la Santa a permanecer en cama, no pudo participar de la liturgia de la nochebuena; lamentándose afectuosamente de ello ante el Señor, pudo ver desde su propio lecho a los Hermanos Menores que celebraban la Eucaristía en la basílica de San Francisco en Asís, y unirse a su celebración. Es ésta la razón por la que el papa Pío XII la nombró, en 1958, patrona de la televisión.

En los primeros días de agosto de 1253, el papa Inocencio IV visitó a la Santa en su lecho de muerte, ocasión que aprovechó ella para pedir la aprobación pontificia de su Regla para la Orden de Hermanas Pobres, cosa que le fue concedida, mediante bula, el 9 de agosto. En el pergamino original, en la parte superior del mismo, se lee, escrito por el propio papa: «Hágase según se pide»; y al final del mismo: «Por las razones conocidas por mí y por el [cardenal] protector del monasterio, hágase según se pide». En el exterior del mismo pergamino puede leerse también: «Clara la tocó y la besó muchas veces».

MUERTE Y GLORIFICACIÓN

Ahora sí podía descansar en paz: paz para su débil y frágil cuerpo, y paz para su vigoroso espíritu, que buscó siempre, por encima de todo, «seguir la pobreza y humildad de nuestro Señor Jesucristo» (RCl 12), y tuvo como su mayor delicia el encuentro con Aquel de quien dice, en su última carta a Santa Inés de Praga, que «su amor enamora, su contemplación reanima, su benignidad llena, su suavidad colma, su recuerdo ilumina suavemente, su perfume hace revivir a los muertos y su visión gloriosa hace dichosos a todos los ciudadanos de la Jerusalén celestial» (4 CtaCl 11-13). En su serena y confiada agonía, se le oyó decir, refiriéndose a sí misma: «Ve segura, porque llevas buena escolta para el viaje. Ve, porque aquel que te creó te santificó, y, guardándote siempre, como la madre al hijo, te ha amado con amor tierno. Bendito seas, Señor, porque me creaste» (Leyenda 46).

Dos días más tarde, el 11 de agosto de 1253, moría Clara en San Damián, y al día siguiente era enterrada en la iglesia de San Jorge en Asís. Presidió los funerales el papa Inocencio, quien «en el momento en que iban a comenzar los oficios divinos y los hermanos iniciaban el de difuntos..., dice que debe rezarse el oficio de vírgenes, y no el de difuntos, como si quisiera canonizarla aún antes de que su cuerpo fuera entregado a la sepultura»; intervino entonces el cardenal Rainaldo invitando a la prudencia, y se dijo la misa de difuntos (Leyenda 47).

A la muerte de la Santa eran numerosos los monasterios de la Orden de San Damián -no menos de veinte en la península Ibérica-, que con la Regla de Urbano IV (1263) será en adelante reconocida como «Orden de Santa Clara».

Pocas semanas después de su muerte comenzó en Asís la recogida de testimonios para su canonización. Hasta nosotros han llegado las actas del proceso, que fueron la fuente principal para la redacción de la biografía oficial de la Santa (Leyenda de Santa Clara), atribuida al franciscano Tomás de Celano, primer biógrafo de San Francisco. En agosto de 1255 tuvo lugar la canonización de Clara de Asís en la catedral de Anagni: era la primera mujer que sin ser de estirpe regia, subía desde hacía siglos al honor de los altares. En 1260 se efectuó el traslado de sus restos a la basílica que lleva su nombre en Asís.

ESCRITOS: PROYECTO DE VIDA Y ESPIRITUALIDAD

Hasta nosotros han llegado, además de su Regla, otros escritos de Clara en su calidad de «abadesa y madre» y fundadora, como son: el Testamento, y la Bendición a sus hermanas. Se conservan también cuatro Cartas, de lo que parece que fue su numerosa correspondencia epistolar, destinadas a Santa Inés de Praga o de Bohemia, hija del rey Otocar, la cual, después de renunciar al matrimonio con el emperador Federico II, en 1234 se hizo damianita en el monasterio de San Francisco por ella misma fundado en Praga. Aunque tradicionalmente se ha atribuido también a Clara una carta destinada a Ermentrudis de Brujas -quien, conocedora de la forma de vida de las hermanas de San Damián, habría viajado hasta Italia con el propósito de encontrarse con ellas, y fundado después un monasterio bajo la Regla de Santa Clara-, la crítica actual mantiene serias dudas sobre su autenticidad, al menos en su forma actual.

Aunque se trata, evidentemente, de un conjunto breve de escritos, que tal vez no sea tal en relación con su contexto histórico, es suficientemente significativo y plural, hasta el punto de permitir introducirnos en la experiencia humana y espiritual de esta mujer excepcional.

En su Regla se sirve como base, incluso literalmente, de la Regla de Francisco, sin que por ello sea, en modo alguno, una copia de la misma, como tampoco lo es su proyecto y forma de vida. Y así, si por una parte, en dependencia directa de Francisco, encontramos definida en ella, la identidad franciscana de su proyecto y forma de vida: el seguimiento, en fraternidad, de la pobreza y humildad de Cristo, en el recinto de la familia franciscana y en la comunión eclesial; por otra parte, la Regla define también con especial acierto la originalidad e incluso audacia evangélica, la singularidad y complementariedad de la Orden de Hermanas Pobres: la vida franciscana en el marco de una comunidad monástica, igualitaria y fraterna, en la acogida, el silencio y la oración, como María, la Virgen creyente, mujer y madre. Escrita al final de sus días, la Regla de Clara es un reflejo de su larga y probada experiencia de vida religiosa franciscana, y rezuma un profundo humanismo y discreción.

Sus Cartas a Inés de Praga -a quien la Santa considera como «la mitad de su alma», pues en ella ardió la misma pasión por el seguimiento franciscano de Cristo en la pobreza incondicional, y sostuvo idéntica lucha por el «privilegio de la pobreza»- están cargadas de afecto y confianza, como expresión del papel determinante que el amor fraterno tiene en el proyecto de vida contemplativa de Clara, y son, al mismo tiempo, un eco fiel de la hondura excepcional de su experiencia espiritual y mística. Ésta encuentra su clave en la contemplación del «pobre y humilde» Jesucristo, y en el seguimiento alegre e incondicional de «sus huellas y pobreza»: «Míralo [a Cristo] hecho despreciable por ti -escribe en la segunda carta- y síguelo, hecha tú despreciable por él en este mundo. Reina nobilísima, mira atentamente, considera, contempla, con el anhelo de imitarle, a tu Esposo, el más bello de los hijos de los hombres, hecho para tu salvación el más vil de los varones» (2 CtaCla 19-20). Y como no podía ser menos, en su experiencia interior y mística tiene un protagonismo único la afectividad y el amor esponsal, de lo que dan fe las mismas cartas; como ejemplo, baste esta especie de grito que brota del corazón y la pluma de Clara en su última carta a Inés: «Dichosa en verdad, aquella a la que se ha dado gozar de este sagrado banquete [los desposorios con Cristo] y apegarse con todas las fibras del corazón a aquel cuya belleza admiran sin cesar todos los bienaventurados ejércitos celestiales» (4 CtaCla 9-10).

Un último bloque de sus escritos lo forman el Testamento y la Bendición a sus hermanas. El primero, un escrito personalísimo y en cierto sentido autobiográfico, destinado a sus «queridísimas y amadísimas hermanas, presentes y futuras», es, en primer lugar, un memorial estimulante y agradecido al «Padre de las misericordias», por la vocación y elección, y por la vida evangélica de las hermanas de San Damián; y es también la expresión de su legado: deja su gratitud a Dios y al padre San Francisco, su amor apasionado a Cristo pobre y a las hermanas de San Damián, su profunda fe y amor a la santa madre Iglesia. La Bendición, que es prácticamente un unicum en la historia del cristianismo al estar escrito por una mujer, recoge la bendición de la Santa en su lecho de muerte a las hermanas de San Damián y a «todas las demás hermanas, presentes y futuras, que perseverarán hasta el fin en todos los demás monasterios» de su Orden.

Su lucha por el seguimiento radical de la pobreza y humildad de Cristo fue tan ardiente e inquebrantable, que fácilmente lleva al observador superficial a hacer de ella el centro polarizador y la clave única de comprensión de su experiencia humana y espiritual, y de su proyecto y forma de vida, en el que la pobreza-minoridad se integra, en equilibrio armónico e interdependencia, con la contemplación, la fraternidad y la misión-evangelización por el testimonio de vida y la acogida.

Pobre y humilde, Clara es también, y de manera determinante, una mujer de intensa oración, oración contemplativa, oración de escucha de la Palabra de Dios, a la que ella, convertida por la predicación de Francisco, concede un protagonismo excepcional en su experiencia religiosa; y para que nada obstaculice la escucha atenta de la palabra, prohíbe incluso el canto de la Liturgia de las Horas, para que la preocupación estética no sustituya nunca la escucha fiel de la palabra. «Era vigilante en la oración -dicen en el proceso de canonización las hermanas que convivieron con ella-, sublime en la contemplación, hasta el punto de que alguna vez, volviendo de la oración, su rostro aparecía más claro de lo acostumbrado y de su boca se desprendía una cierta dulzura» (Proceso 6,3).

Clara es también una mujer de la penitencia, en un contexto en el que hay una verdadera «cultura de la penitencia». En esto su palabra no siguió a su ejemplo, pues si para con las hermanas y en la Regla relativiza la praxis penitencial en relación con el monaquismo tradicional, por considerar que la primera y principal forma de penitencia de las hermanas es la radicalidad de forma de vida y pobreza, sin embargo, sus penitencias fueron tales que el propio San Francisco, mediando el obispo de Asís, la obligó a la moderación, que más tarde ella aconsejó a Inés de Praga: «Mas, como nuestra carne no es de bronce, ni nuestra resistencia es la de las piedras, sino que, por el contrario somos frágiles y débiles corporalmente, te ruego y suplico en el Señor, queridísima, que desistas, sabia y discretamente, del indiscreto e imposible rigor de las abstinencias que te has propuesto, para que viviendo alabes al Señor y le ofrezcas tu culto espiritual» (3 CtaCla 38-41). Con todo, porque la penitencia brota para ella del amor a Cristo y es, sobre todo, una dimensión del seguimiento de su pobreza y humildad, del compartir sus sufrimientos y su cruz, la penitencia, esto la mantuvo al reparo de todo perfeccionismo ascético y de todo desprecio de lo material.

Clara es además una mujer de exquisita y tierna caridad, cargada de afecto para con sus hermanas, lo que, sin duda, contribuyó grandemente a aliviar el peso de la pobreza común. Siguiendo a Francisco escribe en la Regla: «Y manifieste confiadamente la una a la otra su necesidad, porque si la madre ama y nutre a su hija carnal, ¡cuánto más amorosamente debe cada una amar y nutrir a su hermana espiritual!» (RCla 8,15-16). Pero así como su clausura no es puro cerramiento y aislamiento, y su comunidad no es un gueto, sino, muy al contrario, un espacio abierto en la acogida de los de fuera, también lo es su caridad, como lo prueba el hecho de ser éstos los destinatarios de una gran parte de los «milagros» que los testigos del Proceso de canonización atribuyen a Clara.

Como verdadera seguidora de Francisco vive la verdadera alegría en medio de la pobreza, y ambas, alegría y pobreza, son dos de las grandes constantes de sus cartas a Inés de Praga: la alegría que brota de la identificación afectiva y efectiva con Cristo pobre y humilde en Belén y en la cruz, la alegría de las bienaventuranzas.

Porque entró en lo hondo del misterio humano y en el corazón del Evangelio, Clara de Asís es una llamada permanente a correr la aventura de la fe, viviendo el radicalismo evangélico con alegría y sencillez; su lucha respetuosa pero tenaz por el reconocimiento de la originalidad de su vida y misión, es un estímulo para vivir creativa y responsablemente la propia comunión eclesial; su fraternidad y minoridad proclaman la urgencia de recrear los modelos de vida eclesiales y sociales, impregnándolos de un verdadero espíritu fraterno, y de una verdadera igualdad; el mismo signo profético de la clausura de Clara es una llamada al cristiano de hoy a reconocer la propia necesidad de concentrarse en Dios y en Cristo; y su «altísima pobreza» nos habla del primado del Dios Altísimo, no menos que de la comunión en la justicia y la solidaridad con la humanidad doliente y desgarrada por el hambre, la guerra, la marginación.

BIBLIOGRAFÍA:

I. Omaechevarría, Escritos de Santa Clara y documentos complementarios, Madrid, BAC, 20004; J. Herranz - J. Garrido - J. A. Guerra, Los escritos de Francisco y Clara de Asís. Texto y comentario, Oñati (Guipúzcoa), 2001; M. Bartoli, Clara de Asís, Oñati (Guipúzcoa), 1992; F. Aizpurúa, El camino de Clara de Asís. Vida, escritos y espiritualidad de Clara, Ávila, 19932; AA. VV., Chiara di Assisi, Atti del XX Convegno della Società internazionale di studi francescani, Spoleto, 1993.

ICONOGRAFÍA:

Se la representa siempre vestida con hábito franciscano de color ceniza o marrón, al que se añade frecuentemente también un manto del mismo color, ceñida con el cordón, la cabeza cubierta con un velo blanco sobre el que va otro de color negro, y los pies descalzos o con sandalias. En la iconografía clariana de la primera hora los atributos característicos de la Santa son siempre los de abadesa y fundadora: la cruz o el báculo y el libro de la regla. En seguida se abrió paso el lirio, símbolo de la pureza y la virginidad, y en el siglo XIV comenzó a representársela llevando en la mano una custodia o un copón. Éstos serán en adelante los elementos que caracterizarán la figura de Santa Clara, privilegiando unos u otros según los lugares, el interés devocional y las corrientes artísticas.

[Julio Herranz, O.F.M., Santa Clara de Asís. Virgen, fundadora de las clarisas, patrona de la televisión, en J. A. Martínez Puche (Director), Nuevo Año Cristiano - 8. Agosto. Madrid, Edibesa, 20012, pp. 253-269]