|
|
|
TÍTULO |
AUTOR |
CLARA DE ASÍS, UN CANTO DE ALABANZA | Fr. Giacomo Bini, Ministro general o.f.m |
Conferencia Episcopal Umbra | |
Félix del Buey, o.f.m. | |
Laurence Deslauriers, o.s.c. | |
SANTA CLARA DE ASÍS Y LA EUCARISTÍA | René-Charles Dhont, o.f.m. |
Daniel Elcid, o.f.m. | |
Kajetan Esser, o.f.m. | |
LA LEGISLACIÓN DE LAS CLARISAS: ESTUDIO HISTÓRICO - JURÍDICO |
Antonio García y García, OFM |
José García Oro, OFM | |
Engelbert Grau, o.f.m. | |
La vida en pobreza de santa Clara de Asís en el ambiente cultural y religioso de su tiempo |
Engelbert Grau, o.f.m. |
EL «PRIVILEGIO DE LA POBREZA»DE SANTA CLARA DE ASÍS |
Engelbert Grau, o.f.m. |
SANTA CLARA DE ASÍS Virgen, fundadora de las clarisas,patrona de la televisión |
Julio Herranz, o.f.m. |
por la Conferencia Episcopal Umbra |
por Félix del Buey, o.f.m. |
por Laurence Deslauriers, o.s.c. |
SANTA CLARA DE ASÍS Y
LA EUCARISTÍA |
por Daniel Elcid, o.f.m. |
por Kajetan Esser, o.f.m. |
por Antonio García y García, OFM |
Este estudio pretende realizar un análisis de la legislación medieval de las clarisas. Para ello, trataremos, ante todo, de indicar los antecedentes históricos de la normativa de las clarisas. En segundo lugar intentaremos enmarcarla en el ambiente histórico en que surgió, subrayando los factores que más influyeron en su configuración. Por último, indicaremos cuáles son, a nuestro juicio, los elementos innovadores de esta legislación que más contribuyeron a propiciar la universalidad y la perpetuación de esta norma de vida en la Iglesia. No tratamos de ofrecer aquí un resumen o síntesis de la legislación medieval de las clarisas, por juzgarlo innecesario, ya que dicha síntesis ha sido realizada ya muchas veces y sería superfluo dedicar nuestro tiempo a repetir lo ya suficientemente expuesto. La historia de cada una de las órdenes religiosas fue realizada las más de las veces por autores pertenecientes a las mismas, por lo que el resultado final es más bien una historia interna y de puertas adentro de la respectiva familia religiosa, sin confrontarla suficientemente con el mundo y con la sociedad circundantes. Sería vano intento que yo pretendiera realizar en una simple exposición congresual esta ardua tarea de la historia de la legislación de las clarisas comparándola suficientemente con la normativa de derecho común y con la de las principales órdenes y movimientos religiosos de su tiempo. Mi intento es mucho más modesto, ya que sólo pretende enmarcar la legislación de las clarisas dentro de las coordenadas históricas de su época, de las del derecho canónico común sobre la vida religiosa y desde sus conexiones benedictinas y sobre todo franciscanas. Aunque tal vez no sea necesario, quisiera subrayar desde estas líneas proemiales que este estudio no pretende tratar de modo exhaustivo la identidad total histórica y actual de las clarisas, sino tan sólo los aspectos legales de la misma. Hay otros aspectos teológicos, ascéticos, espirituales, etc., a los cuales no se alude aquí para nada, ya que caen fuera del ámbito del tema que me ha sido encomendado.
1. ANTECEDENTES HISTÓRICO - JURÍDICOS ¿Cuál era la situación de la vida religiosa femenina en la Baja Edad Media y más en concreto en las últimas décadas del siglo XII y primera mitad del siglo XIII? La Orden cluniacense había servido de soporte a la reforma gregoriana que emerge a mediados del siglo XI. A principios del siglo XII, el monacato femenino, al igual que el masculino, ofrecía un vigor maravilloso, con sus innumerables y grandes monasterios esparcidos por todas las regiones de Europa. Pero dicha reforma se había eclipsado ya con el primer cuarto del siglo XII, pasando sus miembros de reformadores a reformandos. De esta relajación dan elocuente testimonio, entre otros, Ivo de Chartres y San Bernardo de Claraval. En torno al 1200, la decadencia del monacato benedictino en general era realmente abrumadora, y el femenino se encontraba todavía en estado más lamentable. Las causas de esta decadencia eran, entre otras, la mala situación económica, que conllevaba con frecuencia la necesidad de que cada monja viviera por su cuenta; la mala formación de las novicias, las hijas de familias nobles que buscaban en el claustro un modo de seguir llevando una vida mundana más que la propia santificación, y la consiguiente caída de la clausura. Los obispos gregorianos de los siglos XI-XII habían apostado por la revitalización de los canónigos regulares con preferencia a los monjes, por hallarse éstos más lejos de la vida urbana y por sus tradicionales enfrentamientos con los obispos a causa de la exención. Sin tratar por ello de suprimir los canónigos seculares inspirados en una normativa de la época carolingia, los gregorianos tratan de potenciar los cabildos regulares, que se inspiraban en la llamada regla de San Agustín, donde se preveía la vida en común, con renuncia a la propiedad privada por parte de cada canónigo, aparte de la permanencia en el claustro. A este género de vida le llamaban la "primitivae vitae forma" o "vita apostolica" y otros términos equivalentes con los que se aludía al tenor de vida de la Iglesia de Jerusalén. A lo largo del siglo XII se crearon numerosas fundaciones de este estilo, que a veces sólo constaban de un único monasterio, pero en otros casos tuvieron alguna difusión, como por ejemplo la Congregación del Santísimo Salvador de Letrán (1059), Congregación de San Víctor (1113), Canónigos de la Santa Cruz (crucíferos), etc. La fundación canonical más importante de esta época es sin duda alguna los premonstratenses (1019-1020), que constituyen la fundación de mayor impacto entre todas las canonicales. Sin negar a los canónigos regulares su importante influjo en la vida pastoral, de hecho no constituyeron la respuesta adecuada a los problemas de la reforma de la Iglesia en el siglo XII. Sin que se pueda llamar una rama femenina de los premonstratenses, sí es oportuno llamar aquí la atención sobre fundaciones de "canonesas" o canónigas, que en teoría se vinculan a la autoridad diocesana y sin ningún nexo especial con los monjes, que unos relacionan con las antiguas "diaconisas" de la primitiva Iglesia y otros con las "sanctimoniales" aisladas anteriores al establecimiento del monacato femenino. Uno de los códices más antiguos del concilio IV Lateranense de 1215, procedente del monasterio alemán de Weingarten y hoy conservado en la Landesbibliothek de Fulda, alude a ellas en estos términos [véase más adelante el sentido del texto latino]:
Otra familia monacal mucho más importante, surgida del viejo tronco benedictino fueron los cistercienses. Esta reforma iniciada en 1098, se formalizó sobre todo en tiempos del tercer abad Esteban Harding (1109-1134). Los cistercienses representan el movimiento monacal más actualizado al filo del concilio IV Lateranense de 1215, con el que Inocencio III acomete la reforma de la Iglesia, dictando el cuerpo de normas más sustancioso de todo el Medievo para este efecto. Las principales ramas monacales surgidas en los siglos XI-XII condicionan la aparición de otras tantas familias de monasterios femeninos, cada una de las cuales sigue una trayectoria familiar a la de los correspondientes monjes. Hay que subrayar que tanto los premonstratrenses y cistercienses como otras fundaciones de menor alcance viven en una cierta desconexión con la vida y con los problemas de la nueva sociedad del siglo XII, que se caracteriza por un cierto bienestar progresivo, por la introducción de la economía monetaria, por el incremento de la población urbana, por un cierto desarrollo industrial, por el incremento consiguiente de las relaciones comerciales, por el despertar intelectual potenciado por las primeras universidades, por el incremento del papel de la mujer en la sociedad, etc. Esta nueva situación estimula el surgimiento y la consolidación de una nueva conciencia con nuevos problemas morales y nuevas necesidades e ideales religiosos a los que no daba respuesta adecuada un clero diocesano generalmente de escasa calidad y formación, ni las mejores reformas monacales como Cîteaux, o canonicales como Prémontré, que, según queda dicho, a finales del siglo XII experimentaban ya un franco estancamiento. En líneas generales, los siglos XIII y XIV representan, en su conjunto, un progresivo declive del monacato, debido más que nada a su desfase con los signos de los tiempos, pese a que siguieron registrándose algunas fundaciones nuevas, como la de los silvestrinos (siglo XIII), celestinos (siglo XIII), olivetanos (siglo XIV), etc. Las causas concretas de este languidecimiento radican en una amplia gama de factores. Entre éstos hay que contar el auge de la vida urbana en el siglo XIII, que les deja un tanto aislados y desconectados de la vida real de las gentes. El sistema feudal, dentro de cuyo engranaje el abad es con frecuencia tan mundano como cualquier otro señor feudal, acaba por deteriorar el clima de la vida monacal. La preferencia por candidatos de la nobleza priva a los monasterios del aporte de las vocaciones venidas del pueblo llano. Los cambios socioeconómicos del siglo XIII influyen negativamente en la economía de los monasterios. El fiscalismo romano sobre los monasterios inclina las cosas en el mismo sentido. En el siglo XIV, los monasterios comparten la decadencia general condicionada por el destierro de Aviñón y por el Cisma de Occidente. Desde finales del siglo XIV, cunde también entre los monjes un movimiento de reforma paralelo del que alentaba en las órdenes mendicantes. Y aquí es donde surge un nuevo espacio eclesial y social para nuevos movimientos religiosos que no tardan en aparecer, en unos casos con signo heterodoxo -movimientos laicos anticlericales- y en otros dentro de la más fiel obediencia a la jerarquía -órdenes mendicantes-. Ambos movimientos coinciden en dos puntos de referencia, a saber, la práctica de la pobreza evangélica y la predicación itinerante. Esta afinidad se explica por el hecho de que entrambos tratan de dar respuesta a una misma problemática. Pero difieren diametralmente en sus relaciones con la jerarquía y con la Iglesia misma. La reforma gregoriana atacó duramente al clero indigno, acusándole con fundamento de simonía y nicolaísmo. En algunos ambientes de dicha reforma se llegó incluso a proyectar serias dudas sobre la validez de los sacramentos administrados por el clero indigno. Su argumentación consistía en algo tan simple como vincular la validez de los actos puestos por el ministro de la Iglesia a la santidad de su persona, punto de vista que reaparece con cierta frecuencia desde la primitiva Iglesia. De aquí sacaban la consecuencia de que los verdaderos ministros de la santificación de los hombres eran ellos y no la Iglesia y sus clérigos. En este contexto, la simonía llega a calificarse de herejía -"simoniaca haeresis"-. Por ello, no es extraño que los movimientos laicales anticlericales trataran de suplantar al clero, no bastando para evitarlo los esfuerzos del clero secular digno que aún quedaba ni por los monjes y canónigos regulares. Aunque algunos manuales de historia suelen hablar casi exclusivamente de cátaros y valdenses, lo cierto es que esta clase de movimientos laicales fueron mucho más numerosos, e incluso los aludidos cátaros y valdenses resultan difíciles de definir, dada la identidad cambiante que ofrecen a lo largo de su historia. Hasta 1140 estos movimientos laicales no llegaron a captar las masas. Pero a partir de esta fecha, los cátaros se encargan de convertir su herejía en un verdadero movimiento de masas. Algo parecido ocurrió con los valdenses, quienes al principio se habían opuesto a los cátaros y habían merecido los elogios de Alejandro III en el concilio III Lateranense de 1179, pero desde 1184 cayeron bajo la influencia de los susodichos cátaros. Los movimientos religiosos laicales de signo herético eran en la mayoría de los casos anticlericales, antisacramentarios y, a veces, también antisociales. Esta última connotación no sólo suscitaba la condenación por parte de la Iglesia, sino también la represión por parte de los poderes seculares. Hasta finales del siglo XII, los papas y la curia romana no adoptaron medidas de tipo universal contra la herejía. Alejandro III condenó varios herejes en un canon del sínodo de Montpellier (1162) y en el de Tours c. 4 (1162). En el concilio III Lateranense de 1179, c. 27, fueron condenados los herejes de la Gascuña. La decretal de Lucio III Ad abolendam menciona nominalmente a los cátaros, patarenos, humillados, pobres de Lyon, arnaldianos, etc., trazando el procedimiento que los obispos debían seguir contra ellos. Esta decretal es importante, porque en ella se recoge la doctrina anterior sobre el tema y porque sirve de fuente al futuro tratamiento de esta problemática por parte de Inocencio III en la decretal Vergentis y en el concilio IV Lateranense, c. 1-3, donde se formula una condenación mucho más universal, más razonada y con un procedimiento más elaborado contra los herejes, precedida de una exposición positiva de las verdades de la fe católica. Los antecedentes expuestos en este apartado permiten sin duda comprender mejor el hueco que la legislación de las clarisas viene a ocupar dentro del marco de la vida religiosa a principios del siglo XIII, los problemas a los cuales intenta responder y en qué medida lo consigue.
2.
AMBIENTE HISTÓRICO EN QUE SURGE Lotario Segni, papa con el nombre de Inocencio III (1198-1216), llevó a cabo un amplio programa de reforma del monacato de su tiempo, por el cual demostró particular estima. Lotario había recibido buena parte de su formación en el monasterio de San Andrés del Monte Celio. Los Gesta Innocentii III afirman que incluso organizó la vida de sus familiares en el palacio de Letrán al estilo de una comunidad religiosa. La reforma del monacato preocupó de tal forma al papa Inocencio III, que incluso visitó personalmente los monasterios más cercanos a Roma, tales como Subiaco -donde por cierto se conservan los dos conocidos cuadros de San Francisco de Asís y de Inocencio III respectivamente-, Farfa, San Martín del Cimino, Montecassino. En otros territorios trató de realizarla a través de sus legados, como lo hizo por ejemplo en Inglaterra por medio del legado Juan de Ferentino. En otros casos, en fin, trató de coordinar la acción de los obispos locales en el mismo sentido. Para conseguir esta meta de la reforma monacal, potenció la institución de los capítulos, precedidos de las correspondientes visitas canónicas, fruto de cuyas experiencias será la constitución 12 del concilio IV Lateranense de 1215. Esta institución concebida para los monjes será puesta en práctica sobre todo por los mendicantes: de ahí que en los manuscritos del concilio se cambia paulatinamente la rúbrica de concilios monacales por la de capítulos provinciales. Los múltiples esfuerzos de reforma de la vida monacal llevados a cabo o alentados por Inocencio III se referían a órdenes masculinas. Pero tampoco faltó su preocupación por las femeninas, unas veces porque dichas órdenes masculinas tenían también rama femenina, y en un caso concreto se ocupa también en exclusiva del monacato femenino, como ocurrió en 1207, al tratar de reunir en un único monasterio romano, el de San Sixto, a las numerosas monjas que, bajo diferentes reglas y denominaciones, llevaban en la Urbe una lánguida vida regular. De hecho murió el papa sin que la construcción de este monasterio se hubiese concluido. El sucesor, Honorio III, tras un primer intento fallido, encomendó este asunto a Santo Domingo de Guzmán, quien consiguió tan pronto como en 1221 poner en funcionamiento el monasterio de San Sixto. Como era previsible, no llegó a reunir a todas las monjas romanas, pero sí constituyó el monasterio de San Sixto en un centro animado de un nuevo espíritu regular. De todas formas, el núcleo del "ius novum" formulado por Inocencio III, que afecta a todas las órdenes mendicantes, tanto masculinas como femeninas, es el c. 13 del concilio IV Lateranense de 1215. En dicha constitución se contienen cuatro normas: 1) Prohibición de fundar nuevas religiones; 2) Necesidad de acogerse a alguna regla e institución ya aprobadas para la fundación de una nueva casa religiosa; 3) Prohibición de que un mismo monje pertenezca a la vez a varios monasterios; y 4) Que una misma persona no sea simultáneamente abad de varios monasterios. La tercera y la cuarta de estas normas se refieren obviamente a los monjes y no a los mendicantes, por lo que no vamos a comentarlas aquí. Pero las dos primeras afectan a todo tipo de vida religiosa, ya fuera monástica ya mendicante. No es tan fácil como pudiera parecer a primera vista la interpretación de las dos primeras normas que vamos a comentar. De hecho, algunos historiadores recientes, como Grundmann, ven aquí una manifiesta ruptura con la línea seguida por Inocencio III a lo largo de su pontificado, particularmente en la aprobación oral que dio a la Orden franciscana. Otros, como Maccarrone, creen que las posturas de Inocencio III antes y en el concilio Lateranense c. 13 son coherentes. Veamos, ante todo, algunas interpretaciones de esta normativa de la constitución 13 del concilio IV Lateranense por parte de los canonistas medievales. Algunos, como La Glosa Ordinaria al Liber Extra de Gregorio IX y Juan de Andrés, entienden que las dos primeras normas se refieren a una misma cosa, es decir, a la prohibición de nuevas religiones. La diferencia entre las dos normas está en que la primera aborda el tema en relación con las personas y la segunda se refiere a los lugares. A mi juicio, habría que añadir que no sólo se trata de personas y lugares, sino que las dos normas se sitúan en momentos cronológicamente diferentes. La primera se refiere al momento en que uno quiere convertirse a la vida regular, y entonces se le manda que elija una de las religiones ya aprobadas, en vez de constituirse en fundador de una religión más. No cabe duda que, si tomamos esto a la letra, esta norma rompe ciertamente con la línea inocenciana anterior a la constitución conciliar. Pero quizás no sea ésa la interpretación que hay que dar a esta norma. Ahondando un poco más en el contexto histórico, no parece que se aluda aquí a fundaciones como la de San Francisco, que se presentó a la Santa Sede pidiendo aprobación para su tenor de vida, sino a la infinidad de grupúsculos que se decían regulares sin serlo, y no se preocupaban de normalizar su estado de vida a tenor de la normativa pontificia. Un ejemplo de esto eran las canonesas del antiguo códice del concilio Lateranense de la abadía de Weingarten -junto al Lago de Constanza-, que mencionamos más arriba, donde se habla de unos grupos de mujeres, instaladas en ciertas iglesias y que se autodenominaban canónigas o canonesas regulares, sin que se hubiesen acogido a ninguna regla ni institución, muy en contra de lo que ya había prescrito para ellas el concilio II Lateranense de 1139, c. 26. Para los varones no se había dado todavía norma alguna de derecho común en este sentido. Que estos grupos incontrolados siguieron abundando incluso después del concilio Lateranense de 1215, nos lo asegura, entre otros, el cronista franciscano Salimbene, quien escribía su crónica entre 1283 y 1288, y advierte sobre esta constitución 13 del concilio Lateranense:
Es obvio que Salimbene no tiene conciencia de que la norma lateranense de la constitución 13 pueda aplicarse o que se refiera a casos como el de la Primera o Segunda Orden franciscanas. La segunda norma de la constitución 13 lateranense, que prescribe la necesidad de acogerse a alguna regla e institución ya aprobadas para la fundación de una nueva casa religiosa, se sitúa en el momento en el cual los que querían convertirse a la vida regular intentaban materializar su propósito fundando la primera casa o casas. Este es el momento en que su propósito de convertirse a la vida regular se exterioriza plenamente y resulta controlable por parte de la Iglesia. Y es aquí donde se les exige la adoptación de una regla e institución ya aprobadas. Otra interpretación más sencilla de esta segunda norma consistiría en que aquí se trata de fundaciones que constaban de una única casa, mientras que la primera aludiría a religiones que constaban de varias. En todo caso, el sentido que la tradición canonística dio a las dos primeras normas, que aquí comentamos, está bien expresado en la rúbrica que en las ediciones de las Decretales de Gregorio IX se antepone a esta constitución lateranense: "Novam religionem non licet constituere sine auctoritate romani pontificis...": «No se puede constituir una nueva orden sin la aprobación del romano pontífice». En la tradición de rúbricas del texto conciliar sólo aparece esta idea en un códice tardío del siglo XIV: "Ne fiant noue religiones, nisi fuerint approbate": «No se funden nuevas órdenes, si no han sido aprobadas». Pero es bastante probable que en este caso la tradición del texto conciliar se inspira en la de las Decretales de Gregorio IX y no viceversa. En un registro de las rúbricas de los restantes códices del concilio IV Lateranense se anteponen al c. 13 las siguientes en el grupo de manuscritos más antiguos:
Contrariamente a lo que muchos opinan, la normativa del c. 13 del concilio IV Lateranense de 1215 no ha de ser considerada como un impedimento sino como una medida legal favorable al afianzamiento y progreso de las órdenes mendicantes. De hecho, las grandes órdenes mendicantes resultaron favorecidas, mientras que dicha normativa obstaculizó la proliferación de pequeñas fundaciones tradicionalmente tendentes por otra parte a escapar al control de la Iglesia. Que este abuso no se cortó de la noche a la mañana, aparece claro por el concilio II de Lyon (1274) c. 23, que ordena la supresión de todas las religiones aparecidas desde 1215 a espaldas de esta normativa lateranense que estamos comentando. El testimonio de Salimbene, que reproducimos más arriba, constata además la actuación de pequeños grupos que ni siquiera se habían presentado a la Iglesia en demanda de aprobación. Que no se dio una interpretación demasiado literalista a esta normativa del c. 13 del concilio IV Lateranense resulta evidente por la actuación de Inocencio III y de sus sucesores, quienes sin duda vieron en la redacción rigorista de este canon más las presiones de los obispos que la mente genuina de Inocencio III. Esta línea interpretativa pontificia se hizo patente en el caso de la aprobación de la Primera Orden franciscana por Inocencio III. Cuando en 1209 o 1210, San Francisco y sus primeros compañeros se presentaron a Inocencio III pidiéndole la aprobación, constituían una comunidad que, por el hábito y forma de vida, podía asemejarse a los grupos de penitentes al uso de entonces, pero carecían de toda aprobación, incluida la de su obispo. Por otra parte, eran laicos. No había, por consiguiente, estatuto alguno jurídico precedente que confirmar. Por ello, no parece que el papa Inocencio tomara al principio en consideración las peticiones de confirmación o creación "ex novo" de la orden religiosa que Francisco y los suyos solicitaban. Para obviar la principal dificultad, el cardenal Juan de San Pablo sugirió a Francisco la adopción de alguna regla ya aprobada. Pero Francisco insistió en pedir la aprobación de su género de vida por el papa, tal como él y sus compañeros lo habían concebido, sin acogerse a regla alguna de las precedentes. Francisco y los suyos habían adoptado como norma de vida los textos evangélicos sobre la misión de los apóstoles y sobre el seguimiento de Cristo desde la práctica de los consejos evangélicos, insistiendo particularmente en el de pobreza. Las fuentes posteriores nos informan, en mirada retrospectiva que, en lugar de adoptar una de las reglas aprobadas, se redactó lo que comúnmente se llama la Primera Regla o Regla Inocenciana. Esta Regla, que no se conserva, parece que constaba fundamentalmente de los textos evangélicos aludidos. Las mismas fuentes sostienen que el papa aprobó la nueva fundación a base de esta Primera Regla. Pero la aprobó de forma insólita, a saber, de viva voz, y con el asenso de los cardenales en consistorio, elevando así este "vivae vocis oraculum" a la categoría de publicidad y demostrabilidad como acto auténtico y autenticable de la Santa Sede. La aplicación del c. 13 del concilio IV Lateranense en general, y sobre todo en relación con la Primera Orden franciscana, permite comprender mejor lo que acaeció con la de la Segunda Orden o clarisas, asunto que vamos a examinar en el último apartado de esta exposición.
3. GÉNESIS DE LA LEGISLACIÓN DE LAS CLARISAS La legislación medieval de las clarisas, tal como hoy nos es conocida, se fue estructurando sucesivamente a base de los siguientes estratos que presentamos en su secuencia cronológica: 1) Regla benedictina; 2) Privilegium paupertatis de Inocencio III -16 de julio de 1216-; 3) Observancias primitivas del protomonasterio de San Damián; 4) Forma vitae de San Francisco; 5) Regla hugoliniana -1218-1219-; 6) Privilegium paupertatis de Gregorio IX -17 de septiembre de 1228-; 7) Regla inocenciana -1247-; 8) Regla de Santa Clara -1253-; 9) Testamento de Santa Clara -1253-; 10) Regla de la Beata Isabel de Longchamp; 11) Regla urbaniana del 18 de octubre de 1260. 1. Para poder dar cumplimiento a las dos primeras normas del concilio IV Lateranense de 1215 que comentamos más arriba, Santa Clara tiene que aceptar acogerse a una regla ya aprobada, y para este efecto se elige la de San Benito, sea porque le fue sugerida por tratarse de la regla más acreditada, sea porque la eligió la Santa por el conocimiento que personalmente había adquirido de la misma después de haber pasado por dos monasterios benedictinos. En todo caso, las clarisas o damianitas, como entonces se decía, no se convertían por esto en benedictinas, como los dominicos no se convirtieron en agustinos al adoptar la llamada regla de San Agustín. Sin embargo, quedan en la legislación de las clarisas algunos vestigios, muy pocos, de la regla benedictina, como es el título de abadesa para la superiora de cada convento o monasterio que Santa Clara recibe en 1212, a los tres años de su conversión, por voluntad del propio San Francisco. 2. El Privilegium paupertatis de Inocencio III del 16 de julio de 1216, pedido por Santa Clara a Inocencio III, permite a las clarisas entrar en un contacto más directo con la autoridad pontificia, e imprimir a su fundación una de sus connotaciones más características y vigorosas, a saber, la más rigurosa pobreza, no sólo individual sino también colectiva. No se conserva el texto de este documento, con el que se marcaba de modo significativo la diferencia entre la nueva fundación de Santa Clara y las benedictinas. En seguida, veremos cómo Gregorio IX renueva este privilegio que Inocencio III había otorgado poco antes de morir. 3. Observancias primitivas del protoconvento de San Damián. Con ellas se formalizaba y aplicaba la normativa de los dos números anteriores. Prueba de que había una forma de vida regular establecida en San Damián es que entre 1216 y 1218 hay noticias de grupos de mujeres que se retiraban del mundo y practicaban el género de vida de las religiosas de San Damián. De estas observancias del protoconvento forman parte sin duda varias de las exhortaciones de San Francisco a las que se refiere el número siguiente. 4. Forma vivendi de San Francisco. Santa Clara afirma en su Testamento que San Francisco les insistía en la práctica de la pobreza evangélica, y que las exhortó a lo largo del resto de su vida no sólo de palabra, sino también con sus escritos: "plura scripta nobis tradidit": «nos consignó muchos escritos». De estos escritos tan sólo se conserva la breve nota que les envió poco antes de su muerte, donde les insiste en la pobreza y les promete la asistencia suya y de sus frailes. 5. Regla hugoliniana (1218-1219). El cardenal legado pontificio Hugolino de Segni, futuro papa Gregorio IX, redacta o hace redactar esta regla -Forma et modus vivendi- con la autorización del papa reinante Honorio III (27 de agosto de 1218) y la dirige durante los años 1218-1219 a varios monasterios. Esta es la primera regla propiamente dicha para las clarisas, que estará en vigor hasta 1247. En ella se manda observar la regla benedictina, menos en lo que se contiene en la presente regla hugoliniana. Es ésta una regla extremadamente austera sobre todo por cuanto se refiere a los ayunos y abstinencias, quizás porque en esta materia codifica las prácticas de las damianitas de los primeros tiempos. Se insiste en la pobreza, la clausura, y contiene una regulación de la vida de las clarisas más sencilla y menos prolija de lo que era la regla de San Benito. 6. Privilegium paupertatis de Gregorio IX (17 de septiembre de 1228). Aunque la pobreza no sólo individual sino también en común seguía en vigor con la regla hugoliniana, sólo diez años más tarde se iba debilitando en algunos monasterios el rigor de la pobreza, ya por iniciativa de las propias religiosas, ya por la del propio Hugolino, ahora papa con el nombre de Gregorio IX, que como romano pontífice había asignado a algunos monasterios diversas posesiones en común para evitar la ansiedad de las moradoras de dichos monasterios por carecer de lo que se creía necesario. Estas fueron las circunstancias en que Santa Clara no dudó en pedir al papa Gregorio IX la confirmación del privilegio concedido por Inocencio III en 1216. Gregorio IX extiende un nuevo documento en el que no alude para nada al de Inocencio III, pero respeta el contenido y accede así a la petición de Santa Clara, "ut recipere possessiones a nullo compelli possitis": «que nadie pueda constreñiros a recibir posesiones». 7. Regla inocenciana (1247). En esta Regla, promulgada por Inocencio IV, se recogen varias aspiraciones de las clarisas, como eran la cesación de la vigencia de la regla de San Benito para ellas, la incorporación de las austeridades exageradas de los primeros tiempos sobre todo por cuanto se refiere a los ayunos y abstinencias, el reconocimiento del compromiso de los religiosos de la Primera Orden como capellanes de las religiosas, y se recoge también otra aspiración contra la cual había luchado la propia Santa Clara, a saber, la facultad de poseer bienes en común. 8. Regla de Santa Clara (9 de agosto de 1253). Aprobada primero por el cardenal protector Rainaldo el 16 de septiembre de 1252 y luego por el papa Inocencio IV en la fecha indicada, esta Regla representa la reacción de Santa Clara contra las mitigaciones introducidas en la inocenciana de 1247 y contra la decisión de Inocencio IV del 23 de agosto de 1247 de exigir su aceptación por todos los monasterios de clarisas, pese a que dicha decisión no afectaba al monasterio de Santa Clara, por poseer el Privilegium paupertatis en su doble forma antes referida. En esta Regla, Santa Clara recoge las enseñanzas que San Francisco había impartido a las clarisas "de palabra y por escrito", y se basa en la regla bulada promulgada en 1223 por Honorio III para la Primera Orden franciscana que repite literalmente en muchos lugares. En general, Santa Clara no recoge los pasajes que se refieren al ministerio externo de los frailes, habida cuenta del carácter de orden contemplativa que tenían las clarisas. Curiosamente, el original de esta Regla, que Santa Clara recibió el día antes de su fallecimiento, fue depositado entre los pliegues del hábito de la Santa para que le acompañara al sepulcro, y sólo se reencontró en 1893. 9. Testamento de Santa Clara (1253). Al igual que el Testamento de San Francisco, el de Santa Clara carece de obligatoriedad jurídica, aunque ambos tengan el inmenso valor exhortatorio de ambos fundadores, que insisten de esta forma a sus seguidores a la fidelidad en la práctica de sus ideales más entrañables. No es admitida por todos la autenticidad del Testamento de Santa Clara. Están en pro de la misma su contenido enteramente conforme y coherente con el resto de los escritos de la Santa, y también la tradición franciscana, que lo ha recibido sin dificultad alguna. Está en contra la circunstancia de que no se habla del mismo en las primitivas fuentes, y Wadding al publicarlo, no indica de qué fuente lo toma. 10. Regla de la Beata Isabel de Longchamp, compuesta por la princesa de este nombre, hermana de San Luis, rey de Francia. Es posterior a la muerte de Santa Clara y está elaborada a base de una síntesis ecléctica de las reglas anteriores. Insiste en el ideal de Santa Clara de la vinculación con los franciscanos, pero se aparta del pensamiento de la Santa en cuanto admite la propiedad de los bienes en común para sustento de las religiosas. Esta regla tuvo escasa difusión. 11. Regla urbaniana (18 de octubre de 1263). Compuesta por el cardenal Gaetano, después papa con el nombre de Nicolao III, fue aprobada por Urbano IV en la fecha indicada. Dispone que bajo la denominación de "Orden de Santa Clara" se comprenda a todas las monjas que sigan cualquiera de las reglas mencionadas aprobadas para las clarisas, que puedan tener propiedades para su sustento, que dependan del cardenal protector, el cual nombrará visitadores idóneos, y la recepción de sacramentos y para el de la penitencia que se confía a los franciscanos, cuestión esta última que pasó por muchas vicisitudes cuya descripción cae ya fuera de mi tema. * * * * * 4. CONCLUSIONES De la exposición que antecede, creemos que se desprenden conclusiones como las siguientes: 1. Los ideales franciscanos, así como su constitución jurídica, se distinguen por su originalidad y su fuerza expresiva para dar una respuesta a los retos de su tiempo. Otro tanto se puede decir también de su formulación en un ordenamiento jurídico canónico. Pero esto no debe llevarnos a considerar el franciscanismo como una isla tan original y avulsa del mundo de su tiempo, donde todo es original. Por el contrario, dicha isla o continente tiene numerosas conexiones con el resto del mundo de entonces, no sólo desde el punto de vista normativo sino también bajo otros puntos de vista. 2. El monacato femenino altomedieval hasta el 1200 se acoge fundamentalmente a la regla de San Benito, escrita para varones, y que se feminiza de alguna manera, a veces sólo gramaticalmente. Aunque con grandes esfuerzos, las clarisas logran cambiar este signo de los tiempos, creando un vigoroso cuerpo legislativo concebido, redactado y puesto en vigor especialmente para ellas. El hecho de que una de las reglas de las clarisas, a saber, la de Santa Clara (1253), se base fundamentalmente en la de San Francisco de 1223 para varones, es una muestra de una adaptación a fondo para las religiosas, donde la Santa omitió y añadió aspectos importantes. En cambio, la regla de San Benito fue considerada siempre por las clarisas como un cuerpo extraño, por lo que acaban consiguiendo se elimine de su corpus normativo. 3. El monacato femenino en torno al 1200 vive demasiado lejos de las ciudades y con ello del mundo de entonces. Las clarisas, por el contrario, al igual que el resto de las órdenes mendicantes, viven una vida contemplativa y retirada, en torno a los centros urbanos. Están, por consiguiente, más cerca del pueblo y sus problemas. 4. Contrariamente a la mutua desconfianza entre el pontificado romano y los movimientos religiosos laicales del siglo XII, impresiona el diálogo espontáneo, confiado y constructivo por ambas partes, que reina entre los papas del siglo XIII con Francisco de Asís a propósito de sus tres reglas sucesivas, y con Santa Clara cuando presenta al pontífice de turno su propia Regla como superadora de las anteriores y reinvindicativa de la auténtica identidad de su fundación. |
por José García Oro, OFM |
Las monjas clarisas son el instituto femenino más difundido en la España del Antiguo Régimen. Tienen una presencia variada en ciudades y villas, en una rica tipología de monasterios de fundación real, señorial y municipal y con costumbres y tradiciones, rara vez codificadas, que desconcierta con frecuencia al historiador. Por otra parte han generado un riquísimo patrimonio documental, en gran parte conservado y hoy accesible, que invita al estudio no sólo institucional de los monasterios, sino también de las poblaciones y sociedades de su entorno. Estas y otras razones me han llevado a dedicar largas jornadas de estudio e interpretación de su proceso de instalación en España, cuyos resultados se ofrecen en el libro Francisco de Asís en la España Medieval, editado en 1988. Esta experiencia historiográfica previa y la función introductoria de esta intervención dentro de la estructura del Congreso me obligarán a repetir algunas ideas entonces formuladas y a esquematizar tan sólo un tema tan amplio que podría ser de por sí tema de un Congreso.
1. LA INFORMACIÓN Y SU ALCANCE - Las crónicas franciscanas, tanto generales como provinciales, dedican a la familia clarisana una parte amplia, en la que se relatan los orígenes siguiendo patrones hagiográficos bien conocidos, y ofreciendo la noticia sucinta de cada monasterio de la Segunda Orden. Excelente síntesis de sus informaciones es el cuadro institucional que ofrece el cronista Gonzaga en su obra clásica De origine seraphicae religionis (Roma, 1987). - Muy superior en información y en criterios historiográficos es el analista Lucas Wadding, cuyos Annales Minorum (Quaracchi, 1886 y ss.) son la cantera obligada de la que los historiadores han extraído hasta el presente la información básica no sólo de la evolución de las instituciones franciscanas, sino también de buena parte de los cenobios sucesivamente fundados, de los cuales se ofrece la noticia precisa y con frecuencia la bula pontificia que lo autoriza. - Las provincias franciscanas de España se han esforzado durante el siglo XX en conseguir estudio monográfico fiable de su pasado, en el cual no falta nunca la faceta clarisa. De hecho, sólo han conseguido esta meta las provincias de Cataluña y Santiago y está a punto de lograrla la Provincia de Cantabria. En estas obras se ofrece, sobre la pauta de Gonzaga, Wadding y las piezas documentales del Bullarium Franciscanum, el cuadro institucional de la presencia clarisa. - Sección aparte forman las monografías históricas sobre diversos monasterios clarisanos españoles y portugueses, en algunas de las cuales se ofrecen regestos documentales o se editan por entero las colecciones medievales conservadas en los monasterios. Lógicamente, estas aportaciones son las que nos guían con mayor seguridad a la hora de trazar el cuadro evolutivo de la vida clarisa a nivel regional y local. - Los documentos constitutivos de la vida clarisa española se encuentran en el Bullarium Franciscanum. Existen también bularios de las clarisas españolas, pero hasta el presente siguen inéditos, como es el caso del contenido en los dos volúmenes del Archivo Histórico Nacional, sección Códices, números 1.198 y 199B. A la par de los bularios hay que colocar las colecciones de los documentos reales: privilegios, cartas plomadas y abiertas, provisiones y cédulas reales que no cuentan con una edición orgánica y podrán ser el objeto de nuevas y grandes iniciativas historiográficas de las nuevas generaciones. Las grandes series archivísticas de la Corona de Aragón, del Archivo del Reino de Valencia y sobre todo del Archivo General de Simancas conservan este material histórico que muchos investigadores hemos utilizado para recomponer nuestra parcela historiográfica.
2.
PRIMITIVA TIPOLOGÍA Fundar monasterios femeninos era una de las formas tradicionales de mecenazgo en la historia cristiana. Lo era sobre todo en la Edad Media, en la que el asociacionismo femenino venía cristalizando en formas monacales o semimonacales. A la altura del siglo XIII existían monasterios reales y señoriales bajo las diversas reglas monásticas en vigor que convivían con pequeñas comunidades informales de tipo rural, muy arraigadas en los territorios al norte del río Duero, que perviven a lo largo de la Edad Media. Menos documentados están en cambio los beaterios u oratorios urbanos, muy numerosos desde los siglos XI-XII, que en la mayor parte de los casos terminan constituyéndose en monasterios canónicos y se afilian a una de las reglas monásticas aprobadas. Crear monasterios y oratorios como los aludidos fue tarea de los reyes, nobles, municipios y burgueses. Conseguían con la iniciativa dar vida a una empresa familiar importante que en su momento resultaría fructífera para la educación y colocación de mujeres de la familia. La prevalencia de estas estirpes en los cargos directivos de los monasterios es un hecho bien documentado que seguirá repitiéndose en los mismos monasterios de clarisas, si bien con rasgos aristocráticos menos absolutos que en los monasterios benedictinos y cistercienses. Esta aristocratización casi automática de los monasterios femeninos tenía su excepción en los beaterios y oratorios, que se inspiraban en un modelo más familiar y popular, en el que la madre, hermana o priora ejercía una potestad doméstica y carecía de la autonomía económica y del acompañamiento y servicio que realzaban a la abadesa de un monasterio de dueñas. Pues bien, los primeros monasterios de las clarisas españolas proceden de grupos religiosos urbanos que se sienten atraídos por el estatuto de vida religiosa femenina formulado por Gregorio IX y lo adoptan como forma de vida propia. En consecuencia, resalta en estas fundaciones una doble iniciativa: las iniciadoras del nuevo monasterio y los papas del siglo XIII, que acuden con disposiciones positivas, prácticamente imposiciones a las instituciones públicas, ordenándoles la aceptación, acomodo y protección a estas fundaciones. Podemos documentar esta iniciativa ya en el decenio de 1220. María y sus compañeras de Pamplona son probablemente las pioneras, en 1227, solicitando del nuevo papa Gregorio IX el estatuto clarisano, que se les otorga por bula de 31 de marzo de 1228. Unos tres años más tarde, les siguen cuatro damas zaragozanas que ocultan o abrevian sus nombres con las letras R, M, V y V, en este caso tuteladas por una patrocinadora, doña Ermesenda de Celles, y con la oposición del obispo de la ciudad y reciben la aprobación buscada el 19 de abril de 1234. Al mismo tiempo lo hacían las burgalesas María Sánchez, María Míguez, Juliana y Toda, con mayor conocimiento de causa, pues se habían enterado de la nueva institución clarisa en una reciente peregrinación romana. Se adelantaban seis días a sus compañeras zaragozanas en sus conquistas, pues su bula fundacional y constitutiva lleva fecha de 13 de abril de 1234. Con más claridad todavía recorren este camino, en los mismos años treinta, doña Urraca y sus compañeras salmantinas de Santa María y Dominga y sus hermanas de Zamora, que nos han legado una luminosa documentación en la cual se comprueba la iniciativa personal del papa Gregorio IX a la vez que la colaboración de los frailes menores como administradores y limosneros. Cierran la galería de "fundadoras", el 18 de febrero de 1236 y a lo largo de 1237, las barcelonesas Berenguela de Antich, Guillerma de Poliñá y María de Pisa, seguidas por diez compañeras que presentan al obispo Berenguel de Palou y luego al papa Gregorio IX el plan completo de su nuevo monasterio, solar incluido, y lo negocian como una creación de la iglesia local que se muestra dispuesta a secundar con entusiasmo el proyecto pontificio. Estas son las "discípulas" de Santa Clara en España: mujeres religiosas de iniciativa que conocen la novedad del estatuto clarisano por diversas vías, en la mayor parte de los casos por testimonio de los frailes menores, lo negocian para su grupo y son muy conscientes de la autonomía que el papa les ofrece. Quiere Gregorio IX que sean aceptadas y promovidas por la Iglesia local, los municipios y los señores, pero que se mantengan en la dependencia directa del pontificado. Cualquiera de estas fundaciones ofrece un paradigma de "fundación de Santa Clara" y como tal serán asumidas por los cronistas franciscanos. Con algunas pinceladas más pueden efectivamente encarnar y simbolizar el primer proyecto de la Santa para España: compañeras de la fundadora, destino a España para las primeras fundaciones, tránsito milagroso del Mediterráneo en una frágil embarcación que encalla en alguna playa levantina, presentación a las autoridades en su veste religiosa nueva y extraña; acompañamiento franciscano; instalación primitiva en una ermita de la localidad que convierten en cita religiosa de gran atractivo; donación de nuevo solar por las autoridades y edificio conventual suntuoso haciendo juego con los mejores parajes urbanos de los reducidos recintos medievales. Ninguna de las primeras fundaciones clarisas ofrecía mejor pantalla donde proyectar estas imágenes hagiográficas que la barcelonesa. Por ello los cronistas franciscanos, con Fr. Damián Cornejo a la cabeza, describen esta fundación como la primera y predilecta de Clara de Asís en España. Lo pedía el papel singularísimo de la Iglesia de Barcelona, presidida en aquellos años por el gran mecenas de las nuevas órdenes mendicantes y redentoras, Berenguer de Palou; el excelso mecenazgo de Jaime I, celebrado en toda la cristiandad; el recuerdo del paso de Juan Parenti y sobre todo la lápida sepulcral de la abadesa Inés, que había gobernado durante más de cuarenta y siete años el monasterio y, al morir, el 17 de septiembre de 1281, atraía a las gentes con sus milagros. Cornejo y sus seguidores tuvieron muy poco trabajo en hacer a esta abadesa sobrina de Santa Clara y darle una compañera en la persona de Sor Clara de Asís. Una vez establecido el proceso fundacional, cabe establecer la nómina de cenobios clarisanos que van surgiendo en las diversas tierras españolas con sus peculiaridades: - Santa María de las Vírgenes de Pamplona tiene la primacía cronológica, pues el 31 de marzo de 1228, fecha de su aprobación por Gregorio IX, es ya una comunidad estable e institucionalizada que decide por su propio aliento asumir el estatuto clarisano y llevar en adelante el nombre de "Santa Engracia". Ostenta también la primacía institucional en lo que se refiere a sede, asistencia religiosa con capellanía propia, visitación canónica y tutela jurídica, comunión interfranciscana, consolidación patrimonial, acomodación dentro de la Iglesia local de Pamplona e inserción en la alta sociedad pamplonesa. Su cristalización completa se realiza en la primera mitad del siglo XIII, concretamente en los decenios treinta y cuarenta. En la segunda parte del siglo ofrece ya la imagen de un monasterio mayor que se empeña sobre todo en confirmar y consolidar el esfuerzo fundacional ya realizado. Por suerte, este cenobio ha conservado su rica documentación, que es particularmente iluminadora a la hora de fijar el itinerario fundacional de las primeras clarisas españolas. En la segunda parte del siglo XIII la fundación pamplonesa puede haber servido de modelo y estímulo para otras fundaciones damianitas en el ámbito de influencia navarra, que alcanza a comunidades como las de Vitoria y Orduña. - Santa Catalina de Zaragoza salta a la historia, en 1234, como un proyecto a realizar. Son cuatro damas que tienen muy claro su propósito y lo realizan con serias dificultades iniciales: necesitan un mecenas y lo consiguen; topan con dificultades canónicas y saben solventarlas recurriendo al papa Gregorio, que no vacila en dictar a las iglesias locales su deseo; consiguen en los años cuarenta consolidar su fundación con todas las características de las pamplonesas. En la segunda mitad del siglo XIII este monasterio, en conjunción con el de Barcelona y Tarragona, parece tener un papel importante a la hora de dar vida a otras fundaciones clarisanas que reciben modelos e incluso monjas de los grandes cenobios que abrieron el camino. - Santa Clara de Burgos nace por las mismas fechas de 1234, pero por obra de un protagonismo femenino más nítido. Son las mismas fundadoras, María Sánchez, María Míguez, Juliana y Toda, las que gestionan el proyecto con el papa Gregorio IX y las emisarias del papa que portan la bula fundacional con el encargo para el obispo de Burgos de aceptarla y disponer los pasos que conducirán a la consolidación de un nuevo monasterio de damianitas autónomo. Como sus predecesores, ostenta en la segunda mitad del siglo un cierto halo de protomonasterio en la zona que puede tener mucho que ver con las fundaciones de Carrión y Medina del Campo. Como en los casos anteriores, no podemos olvidar que nos movemos en los "caminos de Santiago". - Santa Clara de Barcelona ofrece el cuadro fundacional típico en una población mercantil, en la que las asociaciones femeninas pueden prosperar no sólo por propia iniciativa, sumando fortunas o actividades artesanas, sino también porque los gremios urbanos e incluso la corporación municipal acoge y favorece estas iniciativas. De ahí que Gregorio IX encomiende directamente a los "consellers y ciudadanos de Barcelona" la iniciativa de promover esta fundación, que tiene un proyecto muy maduro para acceder a la vida clarisa: tres promotoras -Berenguela Antich, Guillerma de Poliñá y María de Pisa- y diez compañeras; solar suficiente y bien situado y delimitado; exención diocesana, otorgada ya en los primeros momentos y negociada posteriormente con el obispo y cabildo barceloneses; categoría conventual del templo, con capacidad para aceptar enterramientos y en consecuencia las fundaciones pías y encargos correspondientes de los testadores; estatuto jurisdiccional privilegiado que les libera de la tributación eclesiástica y de las consecuencias de las censuras eclesiásticas y les otorga juez conservador propio; capacidad económica para formar su patrimonio monástico, recibiendo donaciones e incorporando dotes y limitando el número de candidatas a las posibilidades reales del monasterio. Lo más relevante y precoz en esta fundación es el carácter "damianita" de cenobio que deja en sombra la obligatoriedad de la regla benedictina como norma monástica general, según había declarado Gregorio IX y reitera Inocencio IV el 5 de julio de 1245. Las clarisas de Barcelona conocen a Clara de Asís y saben de su entusiasmo franciscano y se consideran "discípulas" directas de las damianitas asisienses. Sus primeras educadoras son probablemente compañeras de Santa Clara. Una de ellas es seguramente María de Pisa, la primera abadesa conocida. San Antonio, desconocido en España hasta finales de la Edad Media, es su titular y se convierte en uno de los santos más realzados en el calendario litúrgico barcelonense. En los superiores franciscanos tienen también sus valedores obligados por expresa disposición pontificia en lo que se refiere a jurisdicción doméstica: disciplina de los "conversos" o hermanos legos franciscanos al servicio de la casa; absolución de censuras contraídas por incidentes domésticos; visita regular. A mediados del siglo el nuevo monasterio es ya un puntal religioso de Barcelona y de la misma corte aragonesa, que con aprobación pontificia mantiene con esta casa femenina los mejores tratos. Una cercanía que llevará muy pronto al parentesco real y a la creación del segundo gran monasterio damianita en Barcelona: Santa Clara de Pedralbes. - Santa Clara de Salamanca y Santa Clara de Zamora tienen muy clara su fisonomía de fundación femenina y burguesa de los años treinta. En ambos casos se observa no sólo el camino institucional ya descrito que mira a consolidar la sede, la economía, la exención y la inserción en la Iglesia local, sino también la pertenencia franciscana, en forma de ayuda fraterna de frailes limosneros o administradores, y la estrategia fundacional. Santa Clara de Salamanca tuvo un protagonismo comprobado en la fundación de Astorga y Toro y Santa Clara de Zamora lo tendrá muy pronto en Porto y en Allariz. - Santa Clara de Valladolid es el fruto maduro de una experiencia institucional consolidada. Se trata como en los casos precedentes de un beaterio preexistente que se dispone a dar un salto cualitativo transformándose en monasterio damianita en los años cuarenta. Por entonces sabe muy bien que no basta querer el proyecto y hacerlo aprobar con éxito en Roma. Se necesita un valedor que aporte el lote fundacional, que se encuentra en la persona de la vallisoletana doña Sol y sus hijos Martín, María y Sancha Fernández, y sobre todo abogados que aporten argumentos convincentes frente a una clerecía capitular y parroquial que se recela de la autonomía excesivamente privilegiada que están conquistando estos monasterios femeninos que se están multiplicando. Pero en la segunda parte del siglo estos obstáculos se superan con facilidad porque el Rey Sabio y su mujer doña Violante son los primeros promotores de la instalación mendicante y el crear y apadrinar monasterios femeninos y grabarles el sello de "reales" será en adelante una de las tradiciones reales de las cortes ibéricas.
2.1. EL PERFIL INSTITUCIONAL Y SU IMPACTO Gregorio IX y sus sucesores en el pontificado aceptan el movimiento mendicante y ven en él una gran oferta de recursos y soluciones para el gobierno de la Iglesia. Una de ellas es el encuadramiento de los grupos religiosos femeninos dentro de la esfera del Derecho Canónico: un deseo siempre vivo en los papas reformadores. En tiempo de Francisco esta preocupación se hace más intensa a causa del gran número de estos grupos, asociados en casas y formas de vida semimonástica. Es un flujo religioso que nunca se agota a lo largo de la Edad Media e incluso se hace más visible en la España del siglo XVI, cuando los criterios tridentinos de reforma intentan reducir estos beaterios y oratorios a comunidades canónicas afiliadas a una de las órdenes mendicantes. ¿Qué ofrecían los papas del siglo XIII a los beaterios y oratorios femeninos españoles? 1. Ante todo, el estatuto mínimo de vida regular que les constituía monasterios canónicos que desde el esquema de la regla benedictina podía orientarse en varias direcciones, como ya se había practicado con los monasterios femeninos afiliados al Císter. 2. Lo específico de la nueva familia religiosa, llamada desde el primer momento Orden de San Damián, era el estatuto o Forma vitae, promulgado por el cardenal Hugolino, futuro Gregorio IX, para diversos monasterios italianos en los años 1218-1219, en el que se define el nuevo cuadro de la vida religiosa femenina en base a la reclusión perpetua, silencio perpetuo con sus excepciones minuciosamente reguladas, ayuno y penitencias corporales de tipo cisterciense, sumisión personal y comunitaria a los criterios y órdenes de la abadesa, práctica litúrgica monacal a base de las religiosas alfabetizadas y de las que pudieran ser educadas en su monasterio, y dependencia directa de la Santa Sede que se hará efectiva en la dependencia del cardenal protector y del visitador regular. Esta impronta ascética y comunitaria fue ciertamente la que dio la fisonomía a la institución. 3. Instalación en las poblaciones cristianas bajo el patrocinio de las iglesias locales y de las instituciones civiles, que deberán facilitar al nuevo monasterio solar, edificio conventual con casa, templo y cementerio, y facilitarles los recursos para la sustentación de la comunidad en formación. 4. Privilegios pontificios y reales que propicien la pronta consolidación de cada fundación: gracias espirituales a los bienhechores, gratificaciones especiales a los soberanos, nobles y prelados que hagan aportaciones decisivas a la nueva casa; exenciones fiscales de todo tipo para víveres, materiales constructivos, oficiales de la casa. 5. Normativa para la formación de un patrimonio monástico que asegure la permanencia de la vida religiosa de una comunidad reclusa: herencias y dotes de las monjas profesas, donaciones y fundaciones pías, adecuación entre rentas y número de moradoras, tutela jurídica de la propiedad monástica. 6. Exención canónica del derecho diocesano en lo que toca a derechos parroquiales, censuras canónicas y tributaciones ordinarias y extraordinarias, y dependencia directa del papa con la conocida fórmula "sub nostra et Beati Petri protectione". 7. Relación interfranciscana abierta a futuras decisiones, que de momento se concreta en encomiendas puntuales de asistencia religiosa, servicios domésticos a base de hermanos legos y limosneros, gestión externa de asuntos concretos, casi siempre relativos a obras en curso, y tiene manifestaciones más expresivas en el calendario litúrgico y en las preferencias devocionales por los nuevos santos franciscanos. Este diseño de los nuevos monasterios resultó atrayente para los beaterios y oratorios que desde su forma de asociación y desde su extracción popular, escasamente aristocrática, podían entrar en la nueva institución religiosa urbana, satisfaciendo aspiraciones ascéticas, conquistando mayor estabilidad y solidez institucional, plena autonomía bajo los auspicios directos del pontificado, vinculación religiosa a la nueva familia religiosa de los frailes menores, que se estaban extendiendo con gran dinamismo por los ámbitos de la Cristiandad. Por otra parte, la oferta pontificia satisfacía muy particularmente a los nuevos mecenas religiosos de procedencia nobiliaria o burguesa que con menos esfuerzo podían dar vida a un nuevo monasterio urbano, en el cual su estirpe encontraría notables ventajas: colocación de familiares en la comunidad y sobre todo en los oficios monásticos, privilegios y gracias religiosos, sobre todo enterramientos y capillas, si bien no cabía un patronato beneficial ni una encomienda como los ejercidos tradicionalmente sobre los monasterios y beneficios eclesiásticos.
2.2. EL PATRIMONIO CONVENTUAL Y SUS ELEMENTOS Las nuevas instituciones femeninas necesitaban recursos económicos suficientes, seguros y estables. Para cumplir la reclusión perpetua, debían constituir previamente un patrimonio y unas rentas capaces de asegurar el sustento comunitario. Allegar estos medios de subsistencia en las ciudades y villas no era tan arriesgado como en el ámbito rural. Pero resultaba siempre un gran reto. De ahí que se plantease con insistencia este problema en la documentación pontificia inicial que presentaba y definía la fisonomía de las damianitas. Nada concreto se puede apuntar sobre la economía de los beaterios y oratorios que aceptaron la vida damianita. Cabe suponer que el reducido grupo que constituían se sustentase de su propio trabajo, probablemente pequeñas artesanías de la pañería, del producto de alguna propiedad aneja a la casa y sobre todo de la mendicidad. Una vez abrazada la clausura, los papas y los obispos se sienten obligados a promover una rápida dotación económica de la comunidad. Propician en los primeros momentos, mediante gracias espirituales, una lluvia de ayudas ocasionales que puedan conducir a asentar las bases de los monasterios: solar donde edificar que es ofrecido por las iglesias y los municipios, construcción de templo, casa y cementerio, que son las piezas imprescindibles del complejo monástico, limosnas y rentas fijas que aseguren la manutención. En esta campaña las damianitas reciben con frecuencia la ayuda de los frailes menores, que se encargan de gestionar sus fundaciones y sobre todo realizan con cierta intensidad el oficio de limosneros, como se evidencia en Salamanca, Zamora, Barcelona y más tarde en Compostela. Sin embargo, estas ayudas ocasionales no resuelven el problema. Por ello se hace necesario el mecenazgo propiamente dicho. Y se encuentra ya en los primeros momentos. En Pamplona, la iglesia ofrece el solar y las estirpes de los Elías y Cruzat garantizan bienes y rentas suficientes para el sustento del monasterio de Santa Engracia. En Zaragoza es doña Ermesenda de Celles la que aporta "viñas, campos, huertos, frutales, eras, tanto pobladas como valdías". Estas conquistas tardan más en Burgos y en Valladolid, hasta el pontificado de Inocencio IV, cuando los burgaleses Bernardo y Escaramunda y los vallisoletanos doña Sol y sus hijos, ofrecen bienes y rentas que aseguran la marcha de los nuevos monasterios damianitas locales. En otros monasterios, sitos en la Provincia de Santiago, como los de Salamanca y Zamora, las conquistas son más tardías y difíciles, si bien llegan en el reinado del Rey Sabio. Queda siempre patente, aunque peligroso, el recurso a la alta nobleza, sobre todo a la nobleza cortesana. De ésta se puede esperar que se contente con las gracias espirituales, sin mediatizar el monasterio. Por ello hay un recurso sistemático a la misma ya desde el pontificado de Urbano IV (1261-1264), como se comprueba en Aragón. La abundancia de favores de la alta nobleza sirvió de acicate ejemplarizador para los grupos populares y para los municipios, invitados desde el principio a esta acogida, pero siempre reticentes e incluso opuestos a que nuevas instituciones eclesiásticas privilegiadas se instalasen en sus apretados recintos y participasen de sus escasas rentas. Las previsiones económicas no son estáticas. A los imprevisibles gastos fundacionales de la primera mitad del siglo se añadirán muy pronto otros más precisos de acomodación institucional. Se deja atrás la dieta cisterciense que tanto gustaba al papa Gregorio IX, reduciendo los días de ayuno y abstinencia, se atienden las necesidades higiénicas con ropa de recambio y alimentación condimentada. Hay además necesidades primarias apenas cubiertas a primera hora, como el suministro de agua y leña que han de facilitar los municipios, bajo la presión de los patronos y mecenas, entre los cuales figura en primer término el mismo papa Inocencio IV. Sin embargo, el desafío más grave camino de la segunda parte del siglo es el crecimiento espacial. Las comunidades crecen en volumen humano y espacial y todo resulta estrecho: la iglesia y el cementerio que deben atender a las fundaciones pías (capillas y enterramientos); las oficinas conventuales y el claustro interior. Todas estas demandas de espacio comportan necesariamente anexiones espaciales -casas, plazas, locales públicos- que sólo se consiguen por intervenciones autoritarias de soberanos y señores y escasamente por decisión de los municipios. El elemento patrimonial más importante procede de las donaciones testamentarias y de las herencias familiares de las monjas. Las primeras aportan parcelas de inmuebles urbanos y cantidades en dinero y en especie. Las segundas traen a los conventos los bienes más sólidos: fincas y casas, rentas fijas, ajuar y joyas. De hecho, son las herencias de las damianitas las que aportan las piezas más importantes del patrimonio conventual y los papas son los primeros en establecer con garantía este cauce de consolidación económica de los nuevos monasterios, no obstante las previsibles objeciones de conciencia que las seguidoras de Clara de Asís opusieron a este tipo de capitalización. La gestión de este patrimonio, tan vario y disperso, por una comunidad que practicaba la clausura canónica, forzaba a la creación de una oficialía conventual: mayordomos y síndicos que cobrasen rentas, y frailes legos franciscanos que realizasen los servicios domésticos externos de la casa. Es otro nuevo reto que los monasterios tienen a la vista: el control de esta oficialía y de su gestión en los bienes del monasterio, que muchas veces llevará a las mismas abadesas y vicarias a la intervención directa ante los notarios urbanos; la disciplina de los legos sirvientes, de procedencia franciscana, y de los capellanes que a veces quiebra y se hace preciso restablecerla con intervención de la autoridad eclesiástica; la consecución de exenciones fiscales para el avituallamiento de los conventos y de franquicias para el tráfico externo de bienes que llegan del exterior. La economía conventual necesitaba una contabilidad y un cálculo veraz de sus posibilidades, sobre todo para prever el número de moradoras que cada convento podría sustentar. Se fijaron topes numéricos no sin graves dificultades. A esta limitación se oponían en primer término los fundadores y mecenas que pretendían tener siempre la puerta abierta para sus familiares. De ahí que se recurra a la autoridad del papa para dar firmeza a esta determinación necesaria, que sin embargo viene a quebrantarse apenas los poderosos hacen valer sus preferencias patronales. En el paso al siglo XIV, la señorialización de los monasterios y la irrupción de los privilegios personales, característica del conventualismo, hará todavía más dramática esta exigencia de numerus clausus. La consolidación canónica y señorial de los monasterios clarisanos que comprobamos en el último cuarto del siglo XIII conlleva una actitud distinta de las relaciones de los monasterios con la sociedad. Los conventos necesitan privilegios pontificios y reales que consoliden sus concesiones, ahora combatidas a nivel parroquial, municipal y señorial, y también ejecutores de la tutela jurídica que les otorgan reyes y papas. Es la hora de los jueces conservadores y también de las concordias señoriales, que se configuran en formas de pactos y avenencias con señores. En los conocidos privilegios que el clerical Sancho IV otorga a todos los mendicantes y en las bulas privilegiadas de los papas de los siglos siguientes que la voz popular llamará "maremagnum" se contienen las mercedes y gracias que hacen de las antiguas "descalzas" o "menoretas" las nuevas dueñas de Santa Clara. En el nuevo lote de bienes materiales y jurisdiccionales están la participación directa en las rentas urbanas, por el sistema de "situados", o sea, la asignación de una cantidad de las rentas locales; porcentajes fijos y exclusivos de vituallas; exenciones fiscales y oficiales "excusados" para servicio del monasterio; privilegios pontificios especiales para cuantos se acojan a la intercesión de la comunidad o quieran enterrarse en el recinto del templo conventual.
2.3. EN LA COMUNIÓN FRANCISCANA La confraternización entre frailes menores y damianitas nació del corazón de los fundadores, Francisco y Clara. Sin embargo, a la hora de institucionalizar esta comunión interfranciscana surgieron las dificultades de tipo jurídico, económico y disciplinar que son hoy bien conocidas. Estas dificultades constitucionales no impidieron una colaboración estrecha en el período de las primeras fundaciones que sin embargo apenas parece documentada más que en aspectos irrelevantes: encargos puntuales a determinados frailes, funciones auxiliares como la de limosneros, servicios domésticos de hermanos legos franciscanos en monasterios. La iniciativa de encomendar a los frailes menores servicios pastorales y jurisdiccionales permanentes a sus hermanas clarisas nació con las mismas comunidades hispanas, como reconoce Gregorio IX en su bula de 23 de febrero de 1235, tratando de Santa Engracia de Pamplona. Por ello se convirtió muy pronto en un designio de los papas del siglo XIII, a partir del mismo papa Gregorio IX, que deseaba encomendar a los frailes menores funciones de capellanes y visitadores de las damianitas. El 14 de diciembre de 1237 el papa Gregorio encomendaba oficialmente al ministro general de la Orden el cuidado de las clarisas y, al tropezar con dificultades concretas, hacía el mismo encargo a ministros provinciales y a superiores locales, como acontecía en Aragón el 7 de junio de 1234 respecto a Zaragoza, y en Castilla en 1237 con relación a Santa Clara de Zamora. Sin embargo, no se atrevió el papa Gregorio a estampar en su Forma vitae para las damianitas este encargo como norma. Existía pues una manifiesta contradicción entre el espíritu de comunión interfranciscana que frailes y monjas respiraban y la renuncia insistente, por sola razón disciplinar, a aceptar la jurisdicción y el servicio pastoral que los papas demandaban. Inocencio IV recoge y pretende superar esta antinomia. Por la bula de 17 de julio de 1245, dispone terminantemente que los ministros generales y provinciales sean titulares de la jurisdicción sobre las clarisas y que los frailes menores desempeñen el servicio ministerial completo en sus monasterios. Tras inculcarlo a nivel general y particular, como comprobamos en los documentos de Pamplona y Zaragoza, Inocencio IV lo hace ley en su conocida Regla, promulgada mediante la bula Cum omnis, de 6 de agosto de 1247. Como era tradición en la experiencia franciscana, estas normas se diluyeron un tanto en la casuística que fue surgiendo. Seguía argumentando la Orden con la imposibilidad real de atender tantos monasterios como surgían y con la indisciplina de los capellanes, a lo que se replicaba todos los días con la práctica de que de hecho frailes y monjas mantenían plena comunión en el ordenamiento litúrgico, en la comunicación de los privilegios eclesiásticos y sobre todo en la dependencia jurisdiccional de los mismos superiores, los ministros generales y provinciales. Como la discusión no podía en modo alguno terminar en ruptura, se produjeron diversos documentos conciliadores que declaraban que el servicio ministerial a las clarisas no era una obligación jurídica sino un acto libre de caridad; que el cardenal protector de la Orden fuese el representante permanente de la Santa Sede en iniciativas relativas a las clarisas y para que arbitrase en cada caso las soluciones viables. Estos acuerdos se hicieron ley en la nueva Regla de Urbano IV, en realidad un texto elaborado por la beata Isabel de Francia y aprobado mediante la bula Religionis augmentum, de 1263. Como siguieran todavía los murmullos tardíos de la disputa, le tocó al inapelable Bonifacio VIII decidir con palabras de fuego el 4 de junio de 1296 que la norma de Urbano IV había de ser acatada sin vacilación. En estas fechas finales del primer siglo franciscano, la familia de San Damián comparece ante el público con una identidad clara. Tiene el nombre oficial de Orden de Santa Clara y una designación popular de dueñas de Santa Clara. Posee también personalidad jurídica en su conjunto y en sus distritos, que corresponden a las provincias y custodias franciscanas. Está forjando aceleradamente una fisonomía señorial que le asemeja a otras instituciones monacales. La familia Clarisa crece imparablemente. Se interesan por fundaciones clarisas propias los reyes y los nobles, las ciudades y villas y también los obispos. Todos estos fundadores tienen un camino fácil para la iniciativa: la autorización del cardenal protector, siempre dispuesto a complacer a cuantos le piden estas aprobaciones. Es la hora de los monasterios señoriales, con sus características bien marcadas: lote fundacional ofrecido por el mecenas y compensado con la futura prevalencia de su linaje en el monasterio; autonomía ministerial del monasterio que institucionaliza su capellanía; señorialización de los oficios y formación de estamentos internos con economía propia; quiebra manifiesta de la igualdad comunitaria. Es el camino del conventualismo, que es particularmente craso en los monasterios femeninos y costará siglos superarlo. En conclusión, la primera fase de la implantación de las clarisas en la sociedad española resulta muy aleccionadora porque evidencia el protagonismo de los grupos religiosos femeninos, que la historiografía tradicional deja en penumbra, el entusiasmo del pontificado y de las iglesias locales por encauzarlo durante el siglo XIII y la sintonía real, con frecuencia estridente, entre las dos instituciones hermanas de los frailes menores y de las damianitas, ya en vida de la misma fundadora, Santa Clara de Asís. Ningún documento del período nos revela lo que más nos interesa saber: el estilo de vida de las comunidades. No cabe dudar de que estas primeras comunidades hispanas conocían a Clara de Asís y sabían de su empeño en construir una comunidad de tipo eremítico y confraternizador como la de San Damián, en la que la clausura era reclusión familiar y nunca alejamiento con el ambiente; la pobreza era redención por el trabajo; el silencio estaba en servicio de la paz y de la comunicación fraterna; la castidad era forma de comunión esponsal con Cristo; la penitencia no se cifraba en la maceración sino que expresaba la actitud de conversión; la comunión interfranciscana era dogma absoluto, porque Clara de Asís se llamaba la "plantecilla" de Francisco. Por los frailes menores y acaso directamente, este aliento franciscano, plasmado en el Testamento y en la Regla de Santa Clara de 1253, llegó a los primeros monasterios hispanos y fue su más firme reivindicación frente a la monaquización impuesta.
|
por Engelbert Grau, o.f.m. |
La vida en pobreza de santa Clara de Asís por Engelbert Grau, o.f.m. |
EL «PRIVILEGIO DE LA POBREZA» por Engelbert Grau, o.f.m. |
SANTA CLARA DE ASÍS por Julio Herranz, o.f.m. |
Una lectura críticamente afinada de las fuentes biográficas y de los escritos de Clara de Asís, nos permite definir a grandes rasgos la personalidad de esta mujer, a quien los Ministros generales de la familia franciscana describían así, en su carta «Clara de Asís, mujer nueva», escrita con ocasión del octavo centenario del nacimiento de la Santa: «De personalidad fuerte, valerosa, creativa, fascinante, dotada de extraordinaria afectividad humana y materna, abierta a todo amor bueno y bello, tanto hacia Dios como hacia los hombres y hacia las demás criaturas. Persona madura, sensible a todo valor humano y divino, que está dispuesta a conquistarlo a cualquier precio» (5). Añádase a ello su honda experiencia espiritual, su condición de fundadora -por la que ha dejado a la Iglesia la Orden de las Hermanas Pobres o clarisas, presente en los cinco continentes y formada en la actualidad por unas 18.000 hermanas- y que es la primera mujer en conseguir, tras una larga lucha, la aprobación pontificia de una Regla propia y el insólito «privilegio de la pobreza». Todo ello nos permite pensar que nos hallamos ante una mujer y Santa de talla excepcional. Es verdad que históricamente Santa Clara ha quedado en segundo plano frente a la figura descollante de San Francisco de Asís -a quien ella reconoce como padre, «fundador y plantador» de su orden, y del que se considera a sí misma «pequeña planta» (Testamento, 48-49)-, y que a ello ha contribuido también la gran discreción y humildad de la Santa; «pero los otros -como decía Paul Sabatier- no han tenido con ella la debida consideración, tal vez por una inútil prudencia, o por cierta rivalidad entre las varias fundaciones franciscanas... Sin estas reticencias, Clara se encontraría entre las más grandes figuras femeninas de la historia» (P. Sabatier: Études inédites, París, 1932, 12). INFANCIA Y PRIMERA JUVENTUD Clara nació en Asís, pequeña ciudad italiana de la Umbría, en el año 1193 ó 1194, en el seno de una de las familias de la nobleza ciudadana, del matrimonio Favarone de Offreduccio y Ortolana. El domicilio familiar, el espacio propio de la vida de la mujer de la aristocracia, se encontraba en el corazón de la ciudad: la plaza de la catedral de San Rufino. De su educación humana y religiosa se hizo cargo su madre, una mujer fuerte que lograba integrar la gestión de la casa con sus peregrinaciones -una de las expresiones del resurgir religioso de los siglos XII y XIII- a Roma, Tierra Santa, Santiago de Compostela y diversos santuarios de Italia; que cuida personalmente la atención a los numerosos pobres existentes en una población de rápido crecimiento demográfico, por el gran flujo migratorio que surge del paso de los señores feudales a las ciudades libres, del campo a la ciudad. De su madre recibe Clara su espíritu emprendedor, su delicadeza y sensibilidad, su preocupación religiosa y por los pobres, y el gusto por la oración, ya en su juventud, como se desprende del testimonio de los testigos del Proceso de canonización de la Santa. Las fuentes biográficas guardan silencio sobre todo lo que se refiere a la formación recibida en el hogar familiar o fuera de él. Cabe suponer que, dado su origen noble, su formación cultural iría más allá de lo que era habitual, especialmente para una mujer, cosa que parecen corroborar sus escritos, aunque es evidente la presencia en ellos de la mano de colaboradores. Es de suponer también que, según las costumbres de la época, fuera educada en las tareas de hilar y tejer, arte que cultivó especialmente la Santa en sus últimos años, cuando la enfermedad la mantuvo postrada, «confeccionando corporales para las iglesias del valle y de los montes de Asís» (Proceso 1,11). Y hay que pensar asimismo que recibiría una educación en las formas y la cultura cortesanas, y por ello en las gestas de los héroes y los santos, y que, llegada la edad oportuna, sería preparada para el matrimonio con algún otro miembro de la nobleza, y que, desde los ideales de la mujer-esposa, tratarían de inculcar en ella actitudes como el sometimiento, la prudencia, el silencio, la reserva y la humildad. Siendo todavía niña, la guerra en Asís entre pueblo y burguesía contra la vieja nobleza feudal obligó a la familia de Clara a exiliarse, hacia 1201 ó 1202, en la vecina ciudad de Perusa, siendo ello ocasión para que el pueblo y la burguesía de Asís le declararan la guerra. El ejército asisiense fue derrotado en la batalla de Collestrada, y Francisco de Bernardone (Francisco de Asís) hecho prisionero, siendo liberado un año más tarde, después del pago de su rescate. Firmada la paz entre Asís y Perusa, la familia de Clara regresa a Asís, hacia 1205. A su vuelta Clara hubo de hacerse poco a poco a su ciudad, que tanto había cambiado en los últimos años. En seguida comenzó a oír hablar de algo que iba a influir de manera decisiva en su vida: la conversión del joven Francisco, «el rey de la juventud de Asís», hijo del rico comerciante Pedro Bernardone, exponente significativo de la burguesía naciente: renunciando a su vida fácil, había comenzado una vida de penitencia, retiro y oración, conviviendo con los pobres y leprosos, a los que ayudaba generosamente con los bienes de su familia. Poco después de su llegada, la propia Clara oyó, y hasta tal vez fue testigo en la plaza donde se alzaba el domicilio familiar, de la renuncia de Francisco ante el obispo a todos los bienes e incluso a sus vestidos en manos de su padre. Recluida en el hogar familiar, según era propio de las jóvenes de la aristocracia, Clara siguió siempre con un secreto interés los rumores populares sobre los pasos del joven convertido. A sus oídos llegó la noticia, que ella recuerda más tarde en su Testamento, de que restaurando la ermita de San Damián había dicho a los que por allí estaban: «Venid y ayudadme en la obra del monasterio de San Damián, porque en él vivirán unas señoras, con cuya famosa y santa vida religiosa será glorificado nuestro Padre celestial» (Testamento, 13-14). Supo también Clara que inmediatamente se habían unido a Francisco algunos otros jóvenes de la ciudad: unos, miembros de la vieja nobleza, otros, de la nueva burguesía, y otros, finalmente, gentes del campo, artesanos..., y que, conseguido del papa Inocencio III el reconocimiento oficial de su forma de vida y regla, se habían establecido en la ermita de Santa María de los Ángeles, actuando como predicadores pobrísimos itinerantes, predicando en iglesias y plazas, y viviendo del trabajo de sus manos y de la limosna. De la vida de Clara en estas fechas da fe en el Proceso de canonización uno de los sirvientes de la casa paterna, quien dice que, «aunque la corte de su casa era una de las mayores de la ciudad y en ella se hacían grandes dispendios, los alimentos que le daban como en gran casa para comer, ella los reservaba y ocultaba, y luego los enviaba a los pobres... Y ella llevaba bajo los otros vestidos una áspera estameña de color blanco. Dijo también que ayunaba y permanecía en oración, y hacía otras obras piadosas, como él había visto» (Proceso 10,1-5). Entre los pobres a los que llega su solidaridad están también Francisco y sus primeros compañeros en Santa María de los Ángeles. Entretanto, la familia de Clara pretende unirla en matrimonio «según su nobleza, con hombres grandes y poderosos. Pero la joven, que tendría entonces aproximadamente 18 años, no pudo ser convencida de ninguna manera, porque quería permanecer virgen y vivir en pobreza» (Proceso 19,2). TRAS LOS PASOS DE FRANCISCO DE ASÍS Clara quedó fuertemente impresionada por la «conversión» de Francisco, cuya forma de vida le interrogaba profundamente, y, poco a poco, durante unos cinco años, fue madurando en ella la idea de compartir su «forma de vida y pobreza». Con este fin se encontró en varias ocasiones con el Santo, haciéndolo a escondidas, dadas las lógicas resistencias del ambiente familiar y la necesidad de mantener a salvo la «buena fama» de una mujer de su clase. Clara le informó de su propósito, que Francisco alentó; por lo que, en la noche del Domingo de Ramos de 1212, después de haber vendido los bienes de su dote para el matrimonio y distribuido lo recabado entre los pobres [?], Clara se fugó de la casa paterna, y, en Santa María de los Ángeles, donde la esperaban Francisco y sus compañeros, el Santo aceptó su consagración a Dios. Francisco la llevó seguidamente al monasterio benedictino de San Pablo de las Abadesas, en Bastia Umbra, uno de los más importantes y ricos de la comarca, con el fin de defenderla frente a la más que probable ira de la familia, y a la espera de clarificar cuál había de ser su forma de vida y su participación en la vida de su fraternidad. Conocedores de su paradero, los familiares -que, tal vez, hubieran podido aceptar de ella una opción por la vida monástica, pero que considerarían, sin lugar a dudas, una bajeza inaceptable su opción «franciscana»- quisieron sacarla por la fuerza del monasterio, cosa que no lograron tanto por la firmeza de Clara y el hecho de hacer constar su consagración a Dios, como por el derecho de asilo de que gozaba el monasterio. Después de una breve estancia en San Pablo, Clara pasó a la comunidad de Santo Ángel de Panzo, a las puertas de Asís, donde un grupo de mujeres religiosas vivían vida común. Buscaba con ello una forma de vida más conforme a la que llevaban Francisco y sus hermanos. Estando en Santo Ángel se le unió su hermana Inés, Santa Inés de Asís, que, en las manos de Francisco, se consagró también a Dios. En breve se les unieron otras compañeras, y, según el testimonio de la Santa en su Testamento, todas ellas prometieron voluntariamente obediencia a Francisco (Testamento 24-25). Pocas fechas más tarde Clara y sus primeras hermanas se establecieron en San Damián -por lo que se las conocerá en seguida como damianitas-, y recibieron de Francisco la «Forma vitae», con la que tenía lugar su plena incorporación a la fraternidad franciscana, después de sus tanteos monásticos y penitenciales. De ello da fe la propia Clara en su Regla, cuando dice: «Y considerando el bienaventurado padre [Francisco] que no temeríamos pobreza alguna, ni trabajo, ni tribulación, ni afrenta, ni desprecio del mundo, sino que, al contrario, todas estas cosas las tendríamos por grandes delicias, movido a piedad escribió para nosotras la forma de vida» (RCl 6,2-3), «con el propósito, sobre todo -añade la Santa en su testamento- de que perseveráramos siempre en la santa pobreza» (TestCl 33). LA LARGA LUCHA POR «EL PRIVILEGIO DE LA POBREZA» Aunque en los últimos decenios habían comenzado a surgir en Italia y otros lugares del mundo cristiano comunidades de mujeres religiosas con ideales más o menos similares a los de las hermanas de San Damián, la forma de vida de éstas chocaba con los modelos preexistentes y comúnmente aceptados de vida religiosa. Por esto, es más que probable que se vieran rodeadas durante algún tiempo de una cierta incomprensión general, así como de la actitud prudente y recelosa de la autoridad eclesiástica que, en el Concilio Lateranense IV (1215), prohibía nuevas formas y comunidades religiosas al margen de las reglas tradicionales, teniendo en el punto de mira, sobre todo, las nuevas comunidades religiosas femeninas, que no raras veces habían ido surgiendo sin una regla precisa y hasta sin el reconocimiento del obispo respectivo. Como consecuencia de ello, Clara y sus hermanas se vieron obligadas a aceptar la Regla benedictina, poco acorde con la forma de vida y pobreza de San Damián. Pero la Santa no se resignó a ello, y para salvaguarda de la originalidad de su inspiración y de las peculiaridades de su vida religiosa en pobreza-minoridad, fraternidad y contemplación, solicitó y consiguió del papa Inocencio III, salvadas las lógicas resistencias, el insólito privilegio, llamado Privilegio de la pobreza, de poder vivir sin privilegios, sin rentas ni posesiones, siguiendo las huellas de Cristo pobre. Entretanto Francisco dejó totalmente en manos de Clara el gobierno de su comunidad, pasando a ser su abadesa, cargo que ella asumió, según escribe su primer biógrafo, «porque la obligó el bienaventurado Francisco» (Leyenda 12). La decisión del Lateranense IV no fue óbice, sin embargo, para que algunos eclesiásticos siguieran alentando las nuevas comunidades religiosas femeninas, como es el caso del cardenal Hugolino, quien consiguió poner bajo la protección de la Santa Sede a algunas de estas comunidades, a las que ayudó para que consiguieran terrenos en los que construir sus casas-monasterios, y rentas con las que asegurar su vida. El mismo Hugolino redactó para ellas unas «Constituciones» como legislación propia al lado de la Regla benedictina, con las que se trataba de salvaguardar su inspiración, al tiempo que insistía en su opción de clausura. Aunque las diferencias existentes entre estas comunidades y la de San Damián eran claras, comenzando por el aspecto exterior del lugar donde habitaban Clara y sus hermanas -más parecido a los eremitorios de los hermanos de Francisco que a un sólido monasterio-, en 1219, estando Francisco en Oriente, el cardenal Hugolino puso a la comunidad de San Damián bajo las Constituciones por él elaboradas. Pero la Santa no se sintió a gusto con ellas, pues aunque en temas de pobreza podía hacerse fuerte con su Privilegio de la pobreza, no le bastaba esto para hacer valer la originalidad franciscana de su inspiración. En el Proceso de canonización (6,6; 7,2) leemos un particular relativo a estas fechas, de excepcional importancia a la hora de entender la novedad del ideal de vida religiosa de Clara y sus hermanas: cuando se enteró del martirio de los primeros Hermanos Menores en Marruecos (año 1220, 16 de enero), expresó su deseo de ir allí para sufrir también ella el martirio en testimonio de la fe. El 29 de noviembre de 1223, el papa Honorio III aprobaba, mediante bula, la Regla de Francisco para los Hermanos Menores, con lo que Clara comenzó a soñar con acogerse a ella, liberándose de la Regla benedictina y las Constituciones hugolinianas. Pero por el momento hubo de soportar la tensión de la espera, al tiempo que veía a Francisco aquejado por un sinnúmero de dolencias y, lo que para él y ella era peor, abatido y angustiado porque una parte de sus hermanos parecía haber olvidado la primitiva radicalidad evangélica de la pobreza y la humildad. En los primeros meses de 1225, antes de emprender viaje a Rieti en busca de cuidados médicos, el Santo quiso despedirse de las hermanas de San Damián. El agravarse de sus muchas dolencias le obligó a permanecer allí algunas semanas, circunstancia que ofreció a Clara la oportunidad de ayudar a Francisco a liberarse de las garras de la noche de su espíritu. «Por una de esas intuiciones, propias y frecuentes en las mujeres más entusiastas y más puras -escribe Paul Sabatier-, Clara había penetrado hasta el fondo en el corazón de Francisco, y se había sentido arrebatada por la misma pasión que él; lo fue hasta el fin de su vida. No sólo defendió a Francisco y su inspiración frente a los demás, lo defendió frente a él mismo. En esas horas sombrías del desaliento, que turban tan profundamente las almas más bellas, y esterilizan los más grandes esfuerzos, Clara se encontró a su lado para mostrarle el camino seguro» (P. Sabatier, Francisco de Asís, Barcelona, 1986, 154). Y recobrada la paz de su espíritu, Francisco, hecho físicamente todo él una llaga y casi ciego, compuso entonces la primera parte del Cántico de las criaturas y su Exhortación cantada para Clara y sus hermanas, invitándolas a perseverar, con gozo y alegría, en su forma de vida y pobreza. En la tarde del 3 de octubre de 1226, moría Francisco en Santa María de los Ángeles. Al día siguiente tuvo lugar el traslado de su cuerpo a la iglesia de San Jorge. A su paso por San Damián, Clara y sus hermanas pudieron darle su último adiós. La muerte del «padre Francisco», a quien Clara había considerado siempre su «columna», su «único consuelo después de Dios» y su «apoyo» (TestCl 38), supuso para ella un gran vacío; pero lejos de alejarla de su propósito, avivó en ella el fuego de la fidelidad al camino evangélico franciscano.
LA PRIMERA MUJER FUNDADORA, AUTORA DE UNA REGLA El 16 de julio de 1228, el cardenal Hugolino, ahora papa Gregorio IX, presidió en Asís la ceremonia de canonización de San Francisco, aprovechando la ocasión para visitar a Clara, a quien profesaba una profunda estima. Quiso urgirla para que aceptara propiedades con las que asegurar la vida del monasterio; pero «Clara se le resistió con ánimo esforzado y de ningún modo accedió. Y cuando el pontífice le responde: "Si temes por el voto, nos te desligamos del voto". Le dice ella: "Santísimo padre, a ningún precio deseo ser dispensada del seguimiento indeclinable de Cristo"» (Leyenda 14). Y la Santa consiguió arrancar entonces del Papa la confirmación del privilegio de la pobreza, que más tarde extendió a otros de los monasterios surgidos según el modelo y la inspiración de San Damián. En los años siguientes, Clara tuvo que asumir una cierta soledad en su lucha, agudizada por el sufrimiento de ver divididos a los Hermanos Menores en la interpretación de los ideales de Francisco, que, en la complementariedad de su vocación, eran también los suyos. Pero la fe de Clara y su amor inquebrantable a la herencia de Francisco hizo que San Damián se convirtiera en el santuario de la fidelidad a los orígenes franciscanos, y Clara en la mejor intérprete del franciscanismo. La enfermedad apareció en seguida en el horizonte de la Santa, y se hizo su compañera de camino en medio de la monotonía de lo cotidiano, rota ocasionalmente por algún que otro suceso excepcional, como el ingreso en San Damián, hacia 1229, de Beatriz, la hermana pequeña de Clara, y, poco después, de su madre Ortolana; o el asalto a San Damián, en 1240, de las tropas sarracenas, pagadas por el emperador Federico II, que pretendía imponer su autoridad en Asís: Clara «manda, pese a estar enferma, que la conduzcan a la puerta y la coloquen frente a los enemigos, llevando ante sí la caja de plata donde se guardaba con suma devoción el Cuerpo del santo de los santos... Y de inmediato los enemigos se escaparon deprisa por los muros que habían escalado» (Leyenda 22). Al año siguiente, un nuevo suceso bélico vino a turbar la paz de San Damián: Asís era asediado por Vital de Aversa, al frente de las tropas imperiales; y la ciudad se vio liberada del asedio por la oración de Clara y sus hermanas. Imperturbablemente fiel, con el ardor del enamorado, a su forma de vida evangélica y pobreza, tras las huellas de Cristo Siervo, Clara siguió anhelando poder acogerse a la Regla de Francisco, cosa que consiguió parcialmente en 1247, con la Regla o forma de vida dada por Inocencio IV para la Orden de San Damián, por la que la Regla de San Benito era sustituida por la de San Francisco en la fórmula de la profesión, al tiempo que pasaban a ser norma legal las modificaciones autorizadas hasta entonces a las damianitas en relación con las Constituciones hugolinianas. Mas tampoco pudo Clara quedar satisfecha con la nueva regla, que no recogía adecuadamente su ideal evangélico franciscano, y autorizaba la posesión de toda clase de bienes en común; por lo que las hermanas de San Damián, haciendo valer su privilegio de la pobreza, no se sintieron obligadas a su observancia. La Regla de Inocencio IV encontró también fuertes resistencias en algunos otros monasterios, por lo que, tres años más tarde, el mismo papa declaraba que no era su intención imponerla, ocasión que aprovechó Clara para presentar a la aprobación pontificia su propia Regla franciscana, redactada teniendo como base la Regla de Francisco y los escritos del Santo para las hermanas de San Damián. En septiembre de 1252, el cardenal Rainaldo, en su condición de cardenal protector de la Orden de los Hermanos Menores y de la Orden de San Damián, aprobó en nombre del papa, para el solo monasterio de San Damián, la Regla de Clara. Desde hacía algunos meses la enfermedad mantenía postrada en el lecho a la Santa; haciendo temer en más de una ocasión su próxima muerte, Clara dictó su Testamento. En el proceso de canonización, las hermanas de San Damián narran un hecho prodigioso que habría tenido lugar en la nochebuena de ese mismo año: forzada la Santa a permanecer en cama, no pudo participar de la liturgia de la nochebuena; lamentándose afectuosamente de ello ante el Señor, pudo ver desde su propio lecho a los Hermanos Menores que celebraban la Eucaristía en la basílica de San Francisco en Asís, y unirse a su celebración. Es ésta la razón por la que el papa Pío XII la nombró, en 1958, patrona de la televisión. En los primeros días de agosto de 1253, el papa Inocencio IV visitó a la Santa en su lecho de muerte, ocasión que aprovechó ella para pedir la aprobación pontificia de su Regla para la Orden de Hermanas Pobres, cosa que le fue concedida, mediante bula, el 9 de agosto. En el pergamino original, en la parte superior del mismo, se lee, escrito por el propio papa: «Hágase según se pide»; y al final del mismo: «Por las razones conocidas por mí y por el [cardenal] protector del monasterio, hágase según se pide». En el exterior del mismo pergamino puede leerse también: «Clara la tocó y la besó muchas veces». MUERTE Y GLORIFICACIÓN Ahora sí podía descansar en paz: paz para su débil y frágil cuerpo, y paz para su vigoroso espíritu, que buscó siempre, por encima de todo, «seguir la pobreza y humildad de nuestro Señor Jesucristo» (RCl 12), y tuvo como su mayor delicia el encuentro con Aquel de quien dice, en su última carta a Santa Inés de Praga, que «su amor enamora, su contemplación reanima, su benignidad llena, su suavidad colma, su recuerdo ilumina suavemente, su perfume hace revivir a los muertos y su visión gloriosa hace dichosos a todos los ciudadanos de la Jerusalén celestial» (4 CtaCl 11-13). En su serena y confiada agonía, se le oyó decir, refiriéndose a sí misma: «Ve segura, porque llevas buena escolta para el viaje. Ve, porque aquel que te creó te santificó, y, guardándote siempre, como la madre al hijo, te ha amado con amor tierno. Bendito seas, Señor, porque me creaste» (Leyenda 46). Dos días más tarde, el 11 de agosto de 1253, moría Clara en San Damián, y al día siguiente era enterrada en la iglesia de San Jorge en Asís. Presidió los funerales el papa Inocencio, quien «en el momento en que iban a comenzar los oficios divinos y los hermanos iniciaban el de difuntos..., dice que debe rezarse el oficio de vírgenes, y no el de difuntos, como si quisiera canonizarla aún antes de que su cuerpo fuera entregado a la sepultura»; intervino entonces el cardenal Rainaldo invitando a la prudencia, y se dijo la misa de difuntos (Leyenda 47). A la muerte de la Santa eran numerosos los monasterios de la Orden de San Damián -no menos de veinte en la península Ibérica-, que con la Regla de Urbano IV (1263) será en adelante reconocida como «Orden de Santa Clara». Pocas semanas después de su muerte comenzó en Asís la recogida de testimonios para su canonización. Hasta nosotros han llegado las actas del proceso, que fueron la fuente principal para la redacción de la biografía oficial de la Santa (Leyenda de Santa Clara), atribuida al franciscano Tomás de Celano, primer biógrafo de San Francisco. En agosto de 1255 tuvo lugar la canonización de Clara de Asís en la catedral de Anagni: era la primera mujer que sin ser de estirpe regia, subía desde hacía siglos al honor de los altares. En 1260 se efectuó el traslado de sus restos a la basílica que lleva su nombre en Asís. ESCRITOS: PROYECTO DE VIDA Y ESPIRITUALIDAD Hasta nosotros han llegado, además de su Regla, otros escritos de Clara en su calidad de «abadesa y madre» y fundadora, como son: el Testamento, y la Bendición a sus hermanas. Se conservan también cuatro Cartas, de lo que parece que fue su numerosa correspondencia epistolar, destinadas a Santa Inés de Praga o de Bohemia, hija del rey Otocar, la cual, después de renunciar al matrimonio con el emperador Federico II, en 1234 se hizo damianita en el monasterio de San Francisco por ella misma fundado en Praga. Aunque tradicionalmente se ha atribuido también a Clara una carta destinada a Ermentrudis de Brujas -quien, conocedora de la forma de vida de las hermanas de San Damián, habría viajado hasta Italia con el propósito de encontrarse con ellas, y fundado después un monasterio bajo la Regla de Santa Clara-, la crítica actual mantiene serias dudas sobre su autenticidad, al menos en su forma actual. Aunque se trata, evidentemente, de un conjunto breve de escritos, que tal vez no sea tal en relación con su contexto histórico, es suficientemente significativo y plural, hasta el punto de permitir introducirnos en la experiencia humana y espiritual de esta mujer excepcional. En su Regla se sirve como base, incluso literalmente, de la Regla de Francisco, sin que por ello sea, en modo alguno, una copia de la misma, como tampoco lo es su proyecto y forma de vida. Y así, si por una parte, en dependencia directa de Francisco, encontramos definida en ella, la identidad franciscana de su proyecto y forma de vida: el seguimiento, en fraternidad, de la pobreza y humildad de Cristo, en el recinto de la familia franciscana y en la comunión eclesial; por otra parte, la Regla define también con especial acierto la originalidad e incluso audacia evangélica, la singularidad y complementariedad de la Orden de Hermanas Pobres: la vida franciscana en el marco de una comunidad monástica, igualitaria y fraterna, en la acogida, el silencio y la oración, como María, la Virgen creyente, mujer y madre. Escrita al final de sus días, la Regla de Clara es un reflejo de su larga y probada experiencia de vida religiosa franciscana, y rezuma un profundo humanismo y discreción. Sus Cartas a Inés de Praga -a quien la Santa considera como «la mitad de su alma», pues en ella ardió la misma pasión por el seguimiento franciscano de Cristo en la pobreza incondicional, y sostuvo idéntica lucha por el «privilegio de la pobreza»- están cargadas de afecto y confianza, como expresión del papel determinante que el amor fraterno tiene en el proyecto de vida contemplativa de Clara, y son, al mismo tiempo, un eco fiel de la hondura excepcional de su experiencia espiritual y mística. Ésta encuentra su clave en la contemplación del «pobre y humilde» Jesucristo, y en el seguimiento alegre e incondicional de «sus huellas y pobreza»: «Míralo [a Cristo] hecho despreciable por ti -escribe en la segunda carta- y síguelo, hecha tú despreciable por él en este mundo. Reina nobilísima, mira atentamente, considera, contempla, con el anhelo de imitarle, a tu Esposo, el más bello de los hijos de los hombres, hecho para tu salvación el más vil de los varones» (2 CtaCla 19-20). Y como no podía ser menos, en su experiencia interior y mística tiene un protagonismo único la afectividad y el amor esponsal, de lo que dan fe las mismas cartas; como ejemplo, baste esta especie de grito que brota del corazón y la pluma de Clara en su última carta a Inés: «Dichosa en verdad, aquella a la que se ha dado gozar de este sagrado banquete [los desposorios con Cristo] y apegarse con todas las fibras del corazón a aquel cuya belleza admiran sin cesar todos los bienaventurados ejércitos celestiales» (4 CtaCla 9-10). Un último bloque de sus escritos lo forman el Testamento y la Bendición a sus hermanas. El primero, un escrito personalísimo y en cierto sentido autobiográfico, destinado a sus «queridísimas y amadísimas hermanas, presentes y futuras», es, en primer lugar, un memorial estimulante y agradecido al «Padre de las misericordias», por la vocación y elección, y por la vida evangélica de las hermanas de San Damián; y es también la expresión de su legado: deja su gratitud a Dios y al padre San Francisco, su amor apasionado a Cristo pobre y a las hermanas de San Damián, su profunda fe y amor a la santa madre Iglesia. La Bendición, que es prácticamente un unicum en la historia del cristianismo al estar escrito por una mujer, recoge la bendición de la Santa en su lecho de muerte a las hermanas de San Damián y a «todas las demás hermanas, presentes y futuras, que perseverarán hasta el fin en todos los demás monasterios» de su Orden. Su lucha por el seguimiento radical de la pobreza y humildad de Cristo fue tan ardiente e inquebrantable, que fácilmente lleva al observador superficial a hacer de ella el centro polarizador y la clave única de comprensión de su experiencia humana y espiritual, y de su proyecto y forma de vida, en el que la pobreza-minoridad se integra, en equilibrio armónico e interdependencia, con la contemplación, la fraternidad y la misión-evangelización por el testimonio de vida y la acogida. Pobre y humilde, Clara es también, y de manera determinante, una mujer de intensa oración, oración contemplativa, oración de escucha de la Palabra de Dios, a la que ella, convertida por la predicación de Francisco, concede un protagonismo excepcional en su experiencia religiosa; y para que nada obstaculice la escucha atenta de la palabra, prohíbe incluso el canto de la Liturgia de las Horas, para que la preocupación estética no sustituya nunca la escucha fiel de la palabra. «Era vigilante en la oración -dicen en el proceso de canonización las hermanas que convivieron con ella-, sublime en la contemplación, hasta el punto de que alguna vez, volviendo de la oración, su rostro aparecía más claro de lo acostumbrado y de su boca se desprendía una cierta dulzura» (Proceso 6,3). Clara es también una mujer de la penitencia, en un contexto en el que hay una verdadera «cultura de la penitencia». En esto su palabra no siguió a su ejemplo, pues si para con las hermanas y en la Regla relativiza la praxis penitencial en relación con el monaquismo tradicional, por considerar que la primera y principal forma de penitencia de las hermanas es la radicalidad de forma de vida y pobreza, sin embargo, sus penitencias fueron tales que el propio San Francisco, mediando el obispo de Asís, la obligó a la moderación, que más tarde ella aconsejó a Inés de Praga: «Mas, como nuestra carne no es de bronce, ni nuestra resistencia es la de las piedras, sino que, por el contrario somos frágiles y débiles corporalmente, te ruego y suplico en el Señor, queridísima, que desistas, sabia y discretamente, del indiscreto e imposible rigor de las abstinencias que te has propuesto, para que viviendo alabes al Señor y le ofrezcas tu culto espiritual» (3 CtaCla 38-41). Con todo, porque la penitencia brota para ella del amor a Cristo y es, sobre todo, una dimensión del seguimiento de su pobreza y humildad, del compartir sus sufrimientos y su cruz, la penitencia, esto la mantuvo al reparo de todo perfeccionismo ascético y de todo desprecio de lo material. Clara es además una mujer de exquisita y tierna caridad, cargada de afecto para con sus hermanas, lo que, sin duda, contribuyó grandemente a aliviar el peso de la pobreza común. Siguiendo a Francisco escribe en la Regla: «Y manifieste confiadamente la una a la otra su necesidad, porque si la madre ama y nutre a su hija carnal, ¡cuánto más amorosamente debe cada una amar y nutrir a su hermana espiritual!» (RCla 8,15-16). Pero así como su clausura no es puro cerramiento y aislamiento, y su comunidad no es un gueto, sino, muy al contrario, un espacio abierto en la acogida de los de fuera, también lo es su caridad, como lo prueba el hecho de ser éstos los destinatarios de una gran parte de los «milagros» que los testigos del Proceso de canonización atribuyen a Clara. Como verdadera seguidora de Francisco vive la verdadera alegría en medio de la pobreza, y ambas, alegría y pobreza, son dos de las grandes constantes de sus cartas a Inés de Praga: la alegría que brota de la identificación afectiva y efectiva con Cristo pobre y humilde en Belén y en la cruz, la alegría de las bienaventuranzas. Porque entró en lo hondo del misterio humano y en el corazón del Evangelio, Clara de Asís es una llamada permanente a correr la aventura de la fe, viviendo el radicalismo evangélico con alegría y sencillez; su lucha respetuosa pero tenaz por el reconocimiento de la originalidad de su vida y misión, es un estímulo para vivir creativa y responsablemente la propia comunión eclesial; su fraternidad y minoridad proclaman la urgencia de recrear los modelos de vida eclesiales y sociales, impregnándolos de un verdadero espíritu fraterno, y de una verdadera igualdad; el mismo signo profético de la clausura de Clara es una llamada al cristiano de hoy a reconocer la propia necesidad de concentrarse en Dios y en Cristo; y su «altísima pobreza» nos habla del primado del Dios Altísimo, no menos que de la comunión en la justicia y la solidaridad con la humanidad doliente y desgarrada por el hambre, la guerra, la marginación. BIBLIOGRAFÍA: I. Omaechevarría, Escritos de Santa Clara y documentos complementarios, Madrid, BAC, 20004; J. Herranz - J. Garrido - J. A. Guerra, Los escritos de Francisco y Clara de Asís. Texto y comentario, Oñati (Guipúzcoa), 2001; M. Bartoli, Clara de Asís, Oñati (Guipúzcoa), 1992; F. Aizpurúa, El camino de Clara de Asís. Vida, escritos y espiritualidad de Clara, Ávila, 19932; AA. VV., Chiara di Assisi, Atti del XX Convegno della Società internazionale di studi francescani, Spoleto, 1993. ICONOGRAFÍA: Se la representa siempre vestida con hábito franciscano de color ceniza o marrón, al que se añade frecuentemente también un manto del mismo color, ceñida con el cordón, la cabeza cubierta con un velo blanco sobre el que va otro de color negro, y los pies descalzos o con sandalias. En la iconografía clariana de la primera hora los atributos característicos de la Santa son siempre los de abadesa y fundadora: la cruz o el báculo y el libro de la regla. En seguida se abrió paso el lirio, símbolo de la pureza y la virginidad, y en el siglo XIV comenzó a representársela llevando en la mano una custodia o un copón. Éstos serán en adelante los elementos que caracterizarán la figura de Santa Clara, privilegiando unos u otros según los lugares, el interés devocional y las corrientes artísticas. [Julio Herranz, O.F.M., Santa Clara de Asís. Virgen, fundadora de las clarisas, patrona de la televisión, en J. A. Martínez Puche (Director), Nuevo Año Cristiano - 8. Agosto. Madrid, Edibesa, 20012, pp. 253-269] |