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¿POR QUÉ SOY TODAVÍA CRISTIANO?

    

Hans Urs von Balthasar 

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La Imagen del día

 

 

1. Alfa
2. El desafío
3. Singularidades relativas
4. La realidad absolutamente singular

5. El peso escatológico: su forma

6. El peso escatológico: su contenido

7. La destrucción del peso escatológico

 
 
 

 

1. Alfa

        No es la primera vez que se habla de esta paradoja: en los siglos en que la iglesia estaba totalmente segura de su misión, de su doctrina y de su propia fuerza para conformar el mundo, no se ha preocupado jamás de reflexionar sobre sí misma ni de definirse teológicamente. Ni siquiera en Tomás de Aquino se encuentra un tratado «sobre la iglesia».

        Esta era considerada la forma definitiva tendiente a Dios -y proveniente de él- de toda la sociedad humana, idealmente reunida en el «imperio». Aunque ya en aquellos tiempos la actividad misionera estaba en crisis, sin embargo la iglesia continuaba siendo la «forma» que se trascendía a sí misma en la «materia» de la humanidad, así como en la parábola evangélica la levadura, que sola no se puede comer, revela su propia utilidad apenas es envuelta en la harina. Más tarde, al comienzo de la edad moderna, aumentó cada vez más la separación entre la esfera profana y la sagrada, hasta llegar a la doctrina de «dos sociedades perfectas», una temporal y otra espiritual, con intereses comunes sólo en las zonas de confín. Fue la época en que la iglesia empezó a considerarse a sí misma como objeto de reflexión, y del apogeo de una eclesiología con carácter marcadamente institucional. A primera vista este proceso parece tan necesario e irreversible como el que llevó a las ciencias profanas a desvincularse de la estrechez de la esfera sacral.

        Pero ahora reflexionando más atentamente sobre la misión original de los apóstoles enviados a todos los pueblos, sobre la función de levadura de la comunidad cristiana y sobre el ideal de la que fue en otro tiempo «cristiandad» temporal y espiritual, el concilio Vaticano II ha descubierto de nuevo la trascendencia esencial de la «iglesia» (como «forma») en función del mundo (como «materia»), ha abierto las puertas y ha propuesto nuevamente a los cristianos su fundamental deber apostólico. Querer volver al ideal medieval en una situación completamente diversa -un mundo desacralizado, animado por sentimientos de desconfianza e incluso de aversión hacia el fósil de la iglesia-, con un grupo de cristianos cada vez más débil y ralo, nos parece una romántica aventura de ensueño. Sin embargo, no fue menos inverosímil la empresa de los primeros discípulos que ante una floreciente civilización pagana, sólidamente establecida en todo el mundo a través de los poderes políticos y militares, fueron capaces de cristianizarla en poco más de dos siglos.

        Hemos de tener en cuenta además que entonces se puso en movimiento una fuerza pujante e invencible, plenamente consciente de su propia peculiaridad y de su propio empuje de penetración. En cambio, ¿con qué fuerza de convicción el último concilio envía de nuevo a los cristianos en medio del mundo? ¿Tienen el poder de transformación de los primeros cristianos? Por otra parte, ¿cómo es posible que esta fuerza sea tan pujante y concentrada, desde el momento que el mundo («materia» que la «forma» de la iglesia debe animar) es mucho más complejo, pluralista y contradictorio que cualquier civilización antigua? En realidad hoy se pide algo sobrehumano a los cristianos enviados al mundo: en vez de una comunidad estática y cerrada en sí misma se han de convertir en una iglesia dinámica y apostólica, dotada al mismo tiempo de la fuerza de la unidad -¿cómo podría de otro modo difundir la unidad entre los demás?- y de la multiplicidad, capaz de adaptarse a la variedad del mundo -¿cómo podría de otro modo penetrar en el mundo de hoy?

        Es un programa de superhombres, que parece desbordar desde todos los ángulos el modesto formato de los ciudadanos corrientes. Mucho más si se piensa que esta fuerza de unidad, de la que debe brotar todo, ha sido siempre y es la impotencia del crucificado, que renuncia a los medios del mundo, que siempre recurre a las fuerzas más poderosas y eficaces para resolver los problemas de la humanidad y llegar a la unidad de los hombres.

        Quizá en lugar de «superhombres» debiéramos hablar simplemente de «santos» y atribuirles nuevas dimensiones humanas: gozar de la fuerza y exuberancia de los comienzos y al mismo tiempo situarse en los límites de su irradiación-, estar muy cerca del Señor crucificado y de los hombres, por quienes él soportó la miseria y el abandono hasta identificarse con ellos. De este modo no deberían estar a la vez en dos sitios, sino en un único lugar, con tal de ser capaces de mantener su tensión y de habituarse a él. Y ya que esto constituiría la plena realización de la misión y de la existencia cristiana, no deberían ni siquiera preguntarse si es posible, o si un hombre puede llegar a realizarlo.

        Esto es importante porque así como la fe cristiana no puede jamás presentar a la razón la explicación última de la acción que Dios realiza en Cristo para salvar al mundo -si no fuese así yo comprendería y dominaría esta acción, que ya no sería acción de Dios para nosotros-, del mismo modo la existencia cristiana, que vive por la fe, no podrá jamás situarse a sí misma en relación con esta fe. La existencia cristiana tiene que ser expresión de la fe, es decir estar plasmada y guiada por ella.

        Por consiguiente no debo atormentarme con problemas insolubles, querer descubrir en que relación yo, pobre pecador, estoy con mi Señor, al que debo testimoniar y en cierto modo representar, y pretender saber sí le estoy cercano o lejano. Ni siquiera me debe inquietar el problema aún mayor, al que ha apuntado también Pablo, de determinar cuál debe ser mi puesto dentro de la realidad de Cristo, si antes de la cruz (hacia lo que tiendo siempre), en la cruz y en la muerte, o más bien después de la cruz en la resurrección, que es la única que hace posible mi participación en la realidad de Cristo. ¿A qué Señor soy asimilado al recibir la eucaristía? ¿Al que vive eternamente y que no muere ya o más bien a aquél que hasta el fin del mundo estará en agonía y cuya muerte anuncio en la celebración eucarística? ¿O quizás estas dos existencias se entremezclan una en la otra, desde el momento en que sobre el trono de Dios el Cordero está vivo y al mismo tiempo «como inmolado desde el comienzo del mundo»? Si se vive el misterio de la existencia cristiana con una fe verdadera en el misterio de Cristo, aquel permanece insondable y ningún cristiano auténtico puede tener interés en descubrirlo. Su vida está comprendida entre dos puntos; existe por uno y está en función del otro: el primero es Dios en Cristo y el segundo el prójimo. Su existencia es posible en la medida en que representa el movimiento del primero hacia el segundo: el Espíritu Santo es el encargado de impulsar y conducir este movimiento.

        Todo depende de tomar realmente el punto alfa. En él está concentrada toda la fuerza de fusión que se debe después distribuir en el pluralismo del mundo. Este alfa no está ciertamente en mí, ni en mi praxis, que sólo puede ser testimonio de lo que he experimentado.

        Las reflexiones que siguen están centradas en este punto alfa, en sus características y en la prueba que da de la propia autenticidad. De la seriedad y de la eficacia de esta prueba depende el que tenga o no razón para ser cristiano. El punto hacia el que dirigimos nuestra mirada es el «grano de mostaza» de la parábola, la más pequeña, modesta y pobre de todas las semillas, que «sembrada en la tierra» llega a ser espiga y fruto solamente a través de un proceso de muerte (descomposición) y de resurrección. Detrás del «drama» del grano de mostaza no se puede refugiar ninguna «estética» contemplativa: lo que «se» realiza entre Dios y el mundo es algo inmediato y primordial. Pero el sujeto principal de este «se» es Dios. Lo que él hace y padece es lo que «se» realiza: en el hombre Jesucristo y a través de él en todos y para todos.

        Este punto dramático debe tener primacía sobre todas las demás cuestiones, por importantes que sean, como consecuencias inmediatas de ese principio. No nos preguntamos, por consiguiente, qué relaciones existen entre el alfa cristiano y los demás principios de la historia humana que han pretendido ser también puntos de partida. Ni tampoco nos interesa saber por ahora por qué yo pertenezco a una determinada confesión cristiana en vez de a otra, ni cuáles deberían ser las condiciones de la iglesia y del mundo para que el grano de mostaza pueda dar fruto.

        Aquí afloran todos los problemas de la adaptación, del aggiornamento, de la hermenéutica, de la desmitificación del compromiso en la sociedad actual; pero por muy candentes que sean deben dar la primacía al interrogante del principio. En él no me pregunto cómo puedo ser hoy cristiano, sino por qué soy todavía cristiano. Es extremadamente importante que hoy respetemos la jerarquía de los problemas.

        La confusión de este período postconciliar es debida en parte a que el último concilio creyó poder dejar a un lado los problemas primarios -los «dogmas» de la trinidad y de la cristología, así como la cristología íntimamente ligada a la eclesiología- y afrontar en cambio inmediatamente las cuestiones «pastorales» derivadas. Tal procedimiento puede hacerse en muchas esferas profanas, pero no en el cristianismo; en él no podemos separar el río del manantial. Y todo beta sólo puede ser esclarecido a la luz de alfa. Este es el primero y no podemos dejarlo atrás como algo dado por descontado. Si obramos así nos encontraremos inmediatamente envueltos en una babélica confusión de lenguas, donde ya no se podrá hablar de algo conocido y de este modo la obra común, iniciada en un clima de diálogo, quedará paralizada y cada uno irá en solitario por su camino.

 

2. El desafío

        Podemos resumir el cristianismo en una de esas expresiones en primera persona, que probablemente no fueron pronunciadas por Jesús mismo, pero en las que fue concentrado cuanto de más desafiante él dijo en su existencia: «Yo soy el camino ...». También Buda y Mahoma podrían haber dicho que eran el camino hacia una verdad desconocida gracias a una revelación particular y por ello podían enseñarla a los demás. Pero después sigue: «Yo soy la verdad». Es indiferente qué concepto de verdad queramos aplicar aquí, si el veterotestamentario y semítico o el concepto griego. Aquí se habla de algo que es superior a las verdades particulares del universo, que es más comprensivo que todas las afirmaciones de verdad que se puedan hacer sobre la realidad del mundo entero, algo que abarca todas las verdades posibles y de donde éstas extraen la propia verdad específica. Al hablar desde ese «yo», el que habla manifiesta no referirse a la simple «verdad de razón»; con esta afirmación suya él ha resuelto ya todo posible contraste entre verdad de hecho y verdad de razón. Pero al añadir «Yo soy la vida», supera cualquier declaración precedente. Se trata de una vida por excelencia, no del limitado principio vital que anima a todos los vivientes, sino de su inagotable y sublime fuente divina, a la que se llama también a veces luz -la luz de vida que según Platón y posteriormente Fichte brilla más allá de la zona del ser y de la verdad-, la meta que espera al fin de todo camino, la felicidad que apaga toda sed de sabiduría. El yo que aquí dice «yo soy» se eleva por encima de cualquier relación humana yo-tú, no como el que hace de simple «intermediario» en la libertad humana y en el diálogo, sino como el que une y trasforma los caminos que recorren dos seres en el camino de los dos y las verdades que captan entre ambos en la verdad de los dos.

        En todo esto se da un tremendo desafío, único en la historia humana y que raya con el absurdo porque ha sido lanzado por un solo hombre -parte minúscula de un universo que conoce millares de caminos y de verdades-, por un hombre que precisamente en la víspera de morir se atribuye a sí mismo una vida inmortal. Si por un momento le atribuimos toda la responsabilidad de semejante afirmación sin considerarla una afirmación entusiasta del cuarto evangelista, si la aceptamos como resultado final de una existencia que está llena de desafíos y que ha sido imposible encuadrar en un determinado esquema -incluso concibiéndola como la conclusión de las hazañas realizadas por Dios en favor de Israel-, comprenderemos en seguida que la sabiduría humana, que trata siempre de insertar los acontecimientos del mundo en un horizonte limitado, no pudo ni puede soportar semejante desafío. Así como para la mentalidad griega es simplemente ridículo que un producto de la naturaleza inabarcable pretenda identificarse con el seno que lo ha engendrado, y para el pensamiento judío es todavía más desatinado que una criatura se atribuya las propiedades del creador del mundo y del Señor de la alianza con Israel, así para una imagen del mundo moderna y evolucionista, de cualquier tendencia que sea, es sencillamente absurdo que una pequeña onda se quiera identificar con la propia corriente inmensa, que ha fluido antes de ella durante millones de años y después de ella ha continuado imperturbable su curso. Es absurdo, por tanto, que precisamente en el momento en que la humanidad entra en la época de su propia maduración y de la libre programación del futuro, un hombre afirme encerrar en sí todo el futuro imprevisible, la plenitud de los tiempos y el fin de éstos.

        Quien es capaz de captar el grado de desafío implícito en estas locas pretensiones comprende muy bien cómo cualquier forma de pensamiento religioso y filosófico, no pueda por menos de sentirse humillada por semejantes pretensiones y quede estupefacta ante otra expresión del mismo discurso: «Me odian sin motivo».

 

3. Singularidades relativas

        Una filosofía que tenga en cuenta toda la realidad no podrá jamás aceptar que la parte sea igual al todo; sin embargo, podría quizá comprender un poco tal pretensión pensando que en la parte contingente, siempre criticable a los ojos de la razón universal, se pudiesen concentrar de forma especial aspectos importantes de la verdad total, de manera que el acontecimiento histórico pudiera tener una gran incidencia. Por una parte no es difícil comprender cómo la vida y la predicación de Jesús han sido condicionadas por la situación histórica, como lo demuestra la investigación histórica moderna cada vez más obvia e irenista, que penetra siempre más en la mentalidad y en los hechos de la época.

        Además, las dificultades prácticas que todo programa de aggiornamento encuentra en el camino son una demostración clara de que las verdades del evangelio están ancladas en un tiempo particular y de que es difícil traducirlas a imágenes y categorías familiares a nosotros, aunque hayamos comprendido el verdadero significado, que a pesar de estar condicionado por el tiempo sin embargo es capaz de trascenderlo. Por otra parte, podemos resaltar con toda seguridad el aspecto universalmente válido del acontecimiento-Jesús -desde el momento de su irrupción en la historia- incluso para todas las épocas sucesivas, ya que Jesús invitó a su propio seguimiento, prometió su Espíritu divino a cuantos lo siguieran en la fe y, según Lucas, cumplió su promesa el día de pentecostés. Desde entonces la iglesia, comunidad de quienes son reconciliados con Dios en el Espíritu santo y gozan de su vida y de su luz, comunica al mundo entero lo que al principio fue una prerrogativa de Jesús. Esto nos sitúa en una analogía con otros hechos relativamente únicos de la historia.

        De momento conviene que reflexionemos sobre tres de estas singularidades relativas, que encontramos en el mundo de nuestra experiencia.

    a) La obra de arte famosa aparece en la historia como una creación primordial, como un milagro inexplicable. Ninguna ley sociológica puede prever el día de su llegada ni valorar después su existencia. Ciertamente hay condiciones preliminares, muy importantes, sin las que esa no se puede realizar. Sin embargo, estas condiciones no son suficientes para explicar su existencia y valor. Sin duda Shakespeare tuvo predecesores, contemporáneos y toda una atmósfera teatral que favorecieron su aparición: pero esto no basta para explicar su talento. Para componer La flauta mágica Mozart tuvo ciertamente a disposición una gran cantidad de motivos y modelos vieneses e italianos, pero quién puede explicar cómo la forma primordial y única ha sido impresa en esta materia. En el mejor de los casos se puede intuir y barruntar un «kairós», pero jamás lo que concretamente da forma definitiva. Apenas surge la obra de arte famosa asume inmediatamente la dirección; ella tiene la palabra. El lenguaje único que ella habla se convierte en seguida en lenguaje común. La obra de arte famosa no se comunica con el lenguaje habitual que ya existía; sólo la nueva lengua que nace con ella es capaz de interpretarla, de autoexplicarla. Al principio los contemporáneos están aturdidos, después comprenden de improviso y hablan el nuevo lenguaje (el siglo de Goethe) como si ellos mismos lo hubieran inventado. Incluso a un niño apenas capaz de tararear las arias más simples le gusta oír La flauta mágica; el oído musical más fino y exigente no se cansa tampoco de escucharla: el recital de Pamino, el aria de Tamina y el trío de adiós son un misterio inagotable. Todavía una última observación: la obra de arte famosa es comprendida en cierto modo por todos; pero se revela tanto más profundamente cuanto más atenta y delicada es la sensibilidad de quien la contempla. No todos son capaces de gustar el sonido particular del griego de Sófocles, el alemán del Fausto o el francés de las poesías de Valéry. Sin duda las disposiciones subjetivas tienen su influencia, pero es mucho más importante la comprensión objetiva y la capacidad de distinguir lo noble de lo vulgar. Las filosofías del arte (como la de Schelling y Hegel) tratarán de proyectar en un horizonte de comprensión común las imágenes irracionales y arbitrarias y el mundo en ellas contenido, quizá -por qué no- con un éxito parcial. Pero a pesar de todo el «milagro» de una obra de arte famosa permanece siempre inexplicable.

    b) El auténtico amor personal es quizá más raro de lo que se piensa, aunque la mayor parte de los hombres crea abrir su esfera y pueda incluso que por un instante penetre en ella. Pero también es raro como las grandes obras de arte. No se reduce a la pasión fatal que, como en las figuras de Tristán e Isolda de Goofried y de Wagner, concentran todo el mundo que les rodea en un único punto considerado absoluto para precipitarlo junto con éste en el abismo, sino a algo mucho más simple y que para florecer completamente tiene necesidad de estar precedido por una denominación cristiana: la donación total de la propia existencia a un Tú que siendo absoluto comprende en sí todo el mundo. Tal donación es un riesgo que sólo se puede correr en correspondencia a otro riesgo absoluto: la llamada por la que Dios elige a Israel entre los demás pueblos (Dt 7, 7); la invitación que hace Jesús a un hombre para que le siga en vez de a otros. El esplendor de la elección amorosa proveniente de las regiones de lo divino eleva al individuo perdido entre los demás a la unicidad de la persona. En este definitivo conocimiento de dos amantes, el eros puede no sólo hacer saltar la primera chispa, sino acompañar hasta el fin, con tal de que se deje purificar y trasfigurar más allá de sí mismo: Dante y Beatriz, Höderlin y Diotima, El zapato de raso de Claudel, los himnos de Teilhard a Beatriz. Ya en el Alcestes de Eurípides existen huellas significativas: la esposa muere en lugar del esposo, pero al despedirse sabe que éste «llevará una vida perdida», «pues si tú mueres, tampoco yo podré vivir más: para mí la vida y la muerte están junto a ti, porque tu amor es sagrado para mí». En El significado del amor sexual (1892-1894) Soloiev ha exaltado la insuperabilidad de este amor que ningún ardid de la razón puede explicar. A los ojos del mundo es una tontería, porque el curso de la vida prosigue (Hofmannsthal ha descrito varias veces la inmanente «sabiduría» de esta «infidelidad»); se opone con sabiduría y tenacidad a las leyes comunes de la vida y se interpreta a sí mismo en sentido escatológico: para este amor no sólo brilla un «instante» de eternidad en medio del tiempo, sino que también una fidelidad constantemente vivida se eleva continuamente más allá de la inmanencia.

    c) Lo que raramente florece en el amor es ofrecido como posibilidad en la propia muerte, es decir comprenderse a sí mismo no sólo como frágil individuo inmerso en la corriente incesante de la vida, en medio de la cual «gusta sumergirse», sino como una persona irrepetible que en el ámbito de un limitado y ni siquiera dominado horizonte futuro, debería cumplir una misión sólo suya, pero que no es capaz de cumplir. La nota característica es aquí la radical soledad de la muerte, ante la que cada individuo, a diferencia del animal, puede tomar conciencia de su propia irrepetibilidad personal. En esto Scheler y Heidegger tienen razón. La revelación bíblica subraya fuertemente la solidaridad espiritual de todos los hombres y llama de este modo la atención sobre la existencia de una historia humana común y de un tiempo supraindividual, aunque no cíclico-cósmico; sin embargo, tanto en el antiguo como en el nuevo testamento se tiene conciencia -en contraste con la solidaridad-, ante la soledad de la muerte personal, de la finitud de la vida de la persona.

        El paso de la comunidad de los vivientes por el juicio de Dios que elige y el fuego en el que se prueban los valores de la vida terrena y se demuestra si fue paja que se lleva el viento o metal resistente (1 Cor 3, 12s), es un paso que se da en la más absoluta soledad; aquí tiene toda validez el monos pro monon. No es posible apelar a los méritos de los demás. Nadie puede tomar mi defensa. «Tú pagas a cada uno según sus obras» (Sal 62, 13; Prov 24, 12; Eclo 35, 24; Mt 16, 27; Rom 2, 6; 1 Cor 4, 5; 2 Cor 5, 10). En el juicio sólo se puede hablar de «comunión de los santos» de modo dialéctico en relación a esta soledad profunda. Muerte y juicio son sobre todo la ruptura de toda situación horizontal y dialógica; más aún, aquella sólo puede ser tomada con sentido de responsabilidad partiendo de una situación no dialógica, que responde de sí solamente ante Dios. De esto se sigue lógicamente que el tiempo verdadero y auténtico es el de cada individuo, encaminado a la muerte y al juicio; mientras el tiempo común «histórico-mundano» que prescindiendo de la muerte personal es trasformado en un continuo cronológico, es sólo un fenómeno secundario, privado de ese momento que constituye la seriedad auténtica de la temporalidad. Una filosofía del futuro que comprometa todo el ethos del hombre en un tiempo en el que éste no existirá ya, solamente puede considerar la criatura humana como un individuo de la especie y jamás como una persona. El problema de cómo cada persona pueda inserir en su tiempo limitado la idea del futuro de la humanidad, sólo se resuelve de hecho cristológicamente.

        Hemos resaltado estos tres puntos que revelan cada uno por separado una singularidad, al menos relativa, en el vasto horizonte de la razón humana. No han sido ordenados de un modo sistemático, sino sólo desde un punto de vista sintomático. Hay en ellos algo común que merece la pena subrayar. El hombre se encuentra siempre ante determinados hechos de cuya aceptación depende la racionalidad de su actitud ante ellos. Para comprender y por tanto para juzgar la obra de arte, tiene que procurarse una receptividad adecuada. Para amar de modo auténticamente personal, debe abrirse a un valor ya existente en el amado, que quizá sólo él es capaz de ver y de acoger. Para vivir responsablemente en función de su propia muerte, debe aceptar este límite e inspirar en él su propia acción. En estos tres puntos se advierte el desafío de la singularidad: escapar al juicio de lo que nos aprisiona a nuestro alrededor. Como dice Pablo: «Pero para mí lo de menos es ser juzgado por vosotros o por un tribunal humano... porque el que me juzga es el Señor» (1 Cor 4, 3-4). A pesar de todo, estas tres situaciones llegan a una realidad humana general, ante la que asumen una actitud dialéctica, que muchas veces se expresa en el ocultamiento, la discreción y la renuncia a sobresalir. El verdadero artista, sabedor de su propio valor, no hace propaganda descarada de su obra, sino que la deja a su destino: quizá obtenga el éxito, o quizá quede en la sombra (Schubert) y sólo más tarde sea casualmente descubierta. Un gran amor personal puede permanecer totalmente oculto; y la responsabilidad alcanzada por el pensamiento de la muerte, será siempre silenciosa. Lo que tiene conciencia de ser singular, se abandona sin dudar de su valor en lo relativo.

 

4. La realidad absolutamente singular

        Esta actitud de modestia, propia de quien es superior, es abandonada por un hombre, Jesús de Nazaret, desde el momento que se proclama como el camino, la verdad y la vida. El hecho de que tal pretensión sea manifestada con modestia o, mejor dicho, con humildad -«yo soy manso y humilde de corazón»-, no disminuye su fuerza sino que la hace más desconcertante. El se presenta como lo absolutamente singular: «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el hijo del hombre» (Jn 3, 13). Y Pablo nos dice: «El hombre espiritual lo juzga todo, y él mismo no es juzgado por nadie» (1 Cor 2, 15). Se trata de afirmaciones claras y explícitas ¿qué sabio levantaría tan alta su propia voz? ¿no hablan los sabios de modo más sumiso?

        No olvidemos además la continua exaltación del propio yo: «Se dijo a vuestros padres... yo en cambio, os digo... ». En todo el evangelio resuena constantemente este yo. Muy gustosos haríamos de Jesús un apóstol del amor al prójimo, que interviene a favor de los pobres y de los oprimidos, que se declara solidario con los pecadores; pero tendríamos que olvidar todas estas alusiones desafiantes a su propia persona, este modo suyo de juzgar a los otros en relación con él -«si alguno se avergüenza de mí y de mis palabras... también el hijo del hombre se avergonzará de él, cuando venga en la gloria de su Padre» (Mc 8, 38); no importa que el «yo» se distinga o no del «hijo del hombre»-, el desafío de su pregunta: «¿quién dicen los hombres que soy yo?... vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mc 8, 27 s), el mandato de abandonar todo «por mi causa» (Mc 10, 29), en seguida y sin ningún recato por los deberes de la piedad más elemental (Mt 8, 21 s). Todo esto, palabras y obras, es de una dureza cortante en el tono y en la actitud, que no es parangonable con ninguna otra realidad de la historia humana que pretenda elevarse a tal grandeza.

        Quien se presenta de este modo debe saber el grado de su desafío. Las polémicas con los judíos que nos refiere Juan son una provocación única y violenta. Quien se da tanta importancia debe estar preparado a todo, tiene que disponer de las armas que le aseguren poder resistir a cualquier ataque, debe estar seguro de poder presentarse con toda autoridad ante la historia. «Antes de que existiese Abrahán existo yo»; «veréis llegar al hijo del hombre sobre las nubes del cielo»; «yo soy alfa y omega». Debe estar, en definitiva, convencido de que con él aparecen las realidades últimas, la escatología. Pero ¿cómo puede ser el último, si se presenta como un hombre mortal en medio de la historia, y si después de su muerte ésta continuará lo mismo? El deberá afirmar -¡pretensión que parece absurda!- que mientras camina hacia la muerte también la historia se dirige hacia su propio fin; deberá sostener que posee un tiempo mortal tan pleno e intenso que encierra en sí el futuro liberado de la muerte. Además, si él tiene razón, debe suceder también algo absurdo: que la totalidad de su vida y de su muerte se revelen como la realidad última y definitiva. La muerte es parte esencial de esta demostración, porque las palabras, las obras e incluso los sufrimientos no son aún suficientes para constituir toda la verdad de la existencia. Esta verdad para ser tal debe poseer un peso absolutamente más fuerte que cualquier otra realidad y ser capaz -ya que se trata de verdad- de demostrarlo. La pesa que está en un lado de la balanza debe ser tan pesada que sobre el otro se pueda poner todo lo que se quiera, todas las verdades, las religiones, las filosofías de este mundo y las acusaciones contra Dios, sin que se desequilibre lo más mínimo el fiel de la balanza. Solamente con esa condición vale la pena ser hoy todavía cristiano. Si uno conoce algún peso capaz de desequilibrar el lado cristiano y de alzarlo, entonces el cristianismo se convertiría en algo facultativo y secundario, contra el que debería tomar inmediatamente posición. Ya que estaría superado por otra cosa y sería perder el tiempo alimentar por él un interés distinto del histórico.

        El evangelio está lleno de milagros. Nos molestan. No es haciendo milagros como se demuestra la propia verdad. Esta debe demostrarse por sí sola. Pero ¿cómo podría la pretensión de Jesús demostrar su verdad sí él con su vida no ha llegado al fin del mundo y del tiempo, cuando tal demostración resulta evidente sólo después de que todo, vida y muerte, se ha cumplido? Los milagros por sí solos no dan la prueba decisiva; pero pueden ser «signos» en dos sentidos: que el objetivo inicial, el «milagro» escatológico de Dios, superior a los límites de la razón humana, ha comenzado a actuarse en Jesucristo, y además que cuando llegue a plenitud el acontecimiento, su fuerza de demostración tendrá que ser tal que supere toda sabiduría terrena y se le presente como un «milagro».

 

5. El peso escatológico: su forma

        Se podría hacer un experimento: tomar como punto de partida el acontecimiento de Cristo, considerarlo como la fórmula clave de todo el sistema y explicar con él toda la realidad hasta en los mínimos detalles. En esta fórmula se debería encontrar todo: Dios y el mundo. El mundo encontraría su última identidad trascendiéndose a sí mismo en el hijo de Dios, y Dios se revelaría como todo en todo, situándose más allá del hijo de Dios -cabeza del «cuerpo de la iglesia» y en el fondo del mundo entero como principio de todo devenir y realizador de todas sus posibilidades creadoras.

        Nada podría quedar fuera de este principio, la verdad absoluta sería definida como identidad de la identidad (Dios) y de la no identidad (el mundo, distinto de Dios) y se podría estar seguros de que sólo quedaría evidentemente excluida de está fórmula la nada, es decir nada. Tomando como punto de partida el acontecimiento de Cristo, por muy «libremente» que se conciba la automanifestación de Dios en él, este Dios resulta la verdad absoluta, hecha visible, reconocible, pensable y realizable. Pero quien comprende con su pensamiento el absoluto, comprende fundamentalmente todo.

        Sabemos que ante la pretensión de Hegel apareció la sonrisa irónica de dos pensadores: de Kierkegaard, que en su «paradoja absoluta» comprendió a la manera protestante el axioma patrístico «si comprendes, no es Dios», y de Marx, que partiendo del hecho de que Dios es un ser pensado concluye acertadamente: por tanto todo se ha desarrollado en la mente del que piensa, todo es pura especulación; pero ésta se anula a sí misma ya que la verdad no está en el pensamiento, sino en la acción transformadora del mundo que recupera al hombre de la alienación de sus propios razonamientos. Los dos pensadores tienen razón: la filosofía absoluta no posee el peso absoluto, ha pensado a Dios y no ha trasformado el mundo.

        Para tener el peso escatológico determinante, el cristianismo debe mostrarse tal que no necesite «explicar» el misterio de Dios, sino trasformar activamente el mundo en su aspecto decisivo. En lo que se refiere a la primera condición, la provocación de la frase «yo soy el camino, la verdad y la vida» no es disminuida con intentos de mediación. Desde ningún lado nos podemos acercar a ella; está solitaria en medio de la historia. Todo se apoya sobre este vértice irreconstruible. No se «deriva» de la combinación y síntesis de las esperanzas judías o helenistas. Está más allá de todo lo que se puede esperar. Cuando aparece de improviso, exige inmediatamente, sin ninguna reserva, la fe. «Yo soy la resurrección y la vida... ¿crees esto?» (Jn 11, 25 s). La respuesta es sí. La fe tiene que haber reconocido la verdad de lo que se le pide, de tal modo que pueda aceptarlo; pero no sería fe si pudiese desarrollar tal verdad en un sistema racional o explicarla de modo exhaustivo. Siempre debe escapársele algo, incluso cuando cree poder identificar las condiciones de la verdad que se le presenta.

        Afirmando «yo soy la verdad», «yo soy la resurrección», Jesús dice que Dios está presente en él. Pero «si comprendes, no es Dios».

        Dios se manifiesta en Jesucristo, pero también para esta manifestación vale la fórmula que Anselmo aplica a Dios: «id quo maius co itari non potest». Vista en su contexto ésta no indica ni un conocimiento total y exhaustivo, como si el máximun que abraza toda la verdad pudiese ser pensado, ni un conocimiento dinámico y comparado, como si a la siempre mayor grandeza objetiva de Dios correspondiese una siempre mayor capacidad subjetiva de pensar. En cambio el maius del Dios que se ofrece al hombre supera de tal modo su cogitatio, que ésta al confesar su propia derrota e inferioridad, exalta la perfecta victoria de la verdad inagotable de Dios.

        Otras fórmulas de Anselmo confirman esta explicación: «videt se non plus posse videre», el ojo no puede encerrar en sí el verse, que supera como «quiddam maíus quam cogitari possit». La vista por tanto se pierde en un ser que la trasciende, sin ser capaz de abarcarlo: «evidentissíme comprehendi potest, ab humana scíentia comprehendi non posse». Y con otros términos: «ratíonabiliter comprehendit incomprehensibíle esse». Para comprender mejor estas fórmulas podemos referirnos a las tres «aproximaciones a lo singular». ¿Qué ojos u oídos son capaces de captar totalmente una obra de arte famosa? Esta se presenta ante la inteligencia, pero al mismo tiempo escapa a una comprensión exhaustiva. Lo mismo ocurre de modo más palpable con el ser amado: se abre al otro en un acto libre de entrega, pero precisamente en él permanece inalcanzable, Y ¿Quién conoce la muerte, que ilumina con luz definitiva todos nuestros días dándoles una fisonomía precisa?

        Estas tres experiencias demuestran de diversa manera lo que significa la «gracia»: dicen que existe algo maravilloso como la obra de arte, que se me ofrece abierta y desinteresadamente, que se hace comprensible por ella misma, aunque teniendo en cuenta mis categorías intelectuales; confirman que existe algo tan inverosímil como un tú, que por razones desconocidas, entre todos los seres me ha elegido precisamente a mí como objeto de su amor y entrega; recuerdan que existe un inexorable fin de la existencia, que por un favor incomprensible me da la posibilidad de estar aún hoy entre los vivientes.

        Siempre lo esencial es esto: lo que me es dado como gracia sólo puede ser comprendido como tal, pero no puede ser construido después por el entendimiento.  

        No puedo decir: esto es lo que «realmente» siempre había esperado, aquello hacia lo que se dirigían mi pensamiento y mi sentimiento, de tal manera que fue suficiente un pequeño impulso desde fuera para que cristalizase mi vaga intuición en una visión plena. Lo que se ofrece con el carácter fundamental de gracia libre no puede ser captado racionalmente jamás sin destruir su propiedad más auténtica. Y precisamente en cuanto no puede ser captado jamás, es para quien lo recibe una bienaventuranza continua. Lo «dado» como gracia no se da jamás del todo, sino que permanece continuamente en su acto de donación; por eso se trata de algo que engendra incesantemente sentido y que obliga al entendimiento a no cerrarse sobre el sentido ya adquirido. Al contrario, cuanto más accesible se muestra este sentido tanta más le puede tener quien lo recibe en quien se lo da.

        Llegados a este punto dejemos las aproximaciones para volver a nuestro verdadero objeto. Este encierra en sí algo de las tres experiencias, anteriormente citadas, pero es más que la simple suma de ellas. Es lo «maravilloso», que sin ser esperado, se presta benévolamente a ser compartido. Es el don que jamás nadie ha merecido y que, sin embargo, se me da con amor absoluto. Y es la gracia de una generosa paciencia en los límites del juicio sobre mí vida. Pero todo esto son sólo aspectos formales, que es necesario verificar y llenar de contenido.

 

6. El peso escatológico: su contenido

        Hemos partido de la pretensión arrogante de Jesús. Esta pretensión es como la piedra que se tira al agua y forma entorno a sí numerosos círculos concéntricos; el último círculo, siempre claramente unido con el centro inicial, debe abrazar el horizonte más amplio posible. Es suficiente con tener en cuenta tres círculos: el acontecimiento de Jesús mismo, inserto en el círculo de la revelación bíblica, que a su vez está abarcado por el círculo de toda la historia humana. «Seréis testigos míos en Jerusalén y en toda Judea y Samaria, y hasta lo último de la tierra» (Hech 1, 8). 12

        Pero entonces ¿habremos de concluir que nosotros, los que nos encontramos en el tercer círculo, sólo tenemos acceso al mensaje original a través de un gran número de mediaciones alienantes y que hemos de emprender una larga serie de manipulaciones hermenéuticas, para llegar después de muchas trasposiciones a entrever el significado primordial de Cristo? Si fuese así, su pretensión de poseer un peso escatológico -naturalmente para todo tiempo y lugar- estaría ya impugnada suficientemente. Esta pretensión, con todo el escándalo implícito en ella, debe tener la fuerza (que es el Espíritu santo) de hacerse comprensible «a todos los pueblos... todos los días, hasta el fin del mundo». Sin duda esto no hace superflua la contribución de la hermenéutica («seréis testigos míos», «enseñadles todo» así como a entenderlo), pero la pretensión de Jesús, supuesto que sea válida, no está ligada a sus técnicas.

    a) El primer círculo: el acontecimiento-Cristo

    Todo deriva de la pretensión a la que hemos aludido. Cristo no es interpretado desde fuera por los textos. Su humildad subraya aún más el aspecto desconcertante de tal pretensión. Por eso sólo podía sonar como un desafío y como tal fue aceptado. Ya en Mc 3 es juzgado por unos, sus parientes, como un loco, y por otros, los escribas, como un poseso (21-22) y la muerte de este hombre inútil era algo ya decidido (3, 6). A los ojos de los expertos su pretensión se resumía en hybris, aunque sus discursos y milagros arrastrasen las masas y aunque identificase su destino con el de los profetas hasta el bautista (Mt 5, 12). Pero el escándalo de su «yo» soy..., es distinto al de otros profetas. La cruz hace justicia a su presunción, y el abandono de Dios, sentido como condena el ambicioso acercamiento de su «yo» al yo de Yahvé es castigado con esta extrema lejanía-, confirma la exactitud de la sentencia. En estos dos puntos decisivos parece que el destino del Galileo ha sido definitivamente zanjado. Pero después, a partir del «tercer día» de ser sepultado, el muerto se presenta a sus discípulos como viviente. Nadie se lo podía esperar, ni siquiera en una época en que se creía en la resurrección de los muertos al fin del mundo, que se consideraba cercano.

        Confrontada con la vida de los otros, para quienes continúa e tiempo común, la resurrección de uno que llega al fin del mundo, rompió y rompe aún todo concepto de tiempo, incluso el apocalíptico. No se puede dar crédito a los propios ojos y se piensa en la aparición de un espíritu. Es posible que las predicciones tan exactas de su propia resurrección, hechas por Jesús, sean anotaciones posteriores a ella. Sin embargo, este acontecimiento, tal como sucedió, no era esperado por nadie; como se puede deducir de que se buscase sobre todo inserirlo en la mentalidad entonces corriente: si uno había llegado al fin del mundo, era síntoma evidente que este fin del mundo estaba ya iniciado y que pronto llegaría la resurrección de los demás, o lo que es lo mismo el retorno del «Señor» resucitado para el juicio. Pero este pensamiento resultó ser una ilusión.

        Para el hombre Jesús de Nazaret el horizonte del tiempo no era evidentemente el mismo que para los demás hombres. Su misión -y de ahí su pretensión- era la de «poner fin» a la historia del mundo incluso dentro de una existencia humana para la muerte. Su vida limitada contenía, sin dividirse por ello, todas las vidas de los mortales pasados y venideros: en él se identificó, por única vez, el tiempo personal primario con el tiempo futuro de la historia del mundo. Pero ¿quién podía entonces darse cuenta de esto? Lucas echa por tierra todo intento de comprensión: «No es cosa vuestra conocer las épocas u ocasiones que el Padre ha fijado con su propio poder» (Hech 1, 7). La prolongación del tiempo cronológico hace que el acontecimiento pascual se aleje cada vez más de la concepción apocalíptica de entonces.

        Pero desde el principio -así lo confirma jn 16, 8ss entiende que Dios, al resucitar al condenado, se ha puesto de su parte con su justicia (Hech 2, 36). Su ambiciosa pretensión es, por tanto, justificada y respaldada; pero con ella es también justificada la cruz desde el momento que Jesús tenía conciencia de que sus palabras le costarían el rechazo de Israel y un fracaso total. El hombre Jesús completo -y pertenece tanto al hombre la búsqueda de la vida como el fracaso de la muerte-. fue acogido en la vida eterna de Dios. Y esto significa que para Dios no sólo tiene valor la actividad que produce, sino también la pasividad que sufre. El hombre no necesita ser purificado de la vergüenza de su impotencia y caducidad para conseguir su situación definitiva, sino que es acogido tal como es, miserable y abandonado por Dios. Sus llagas no son solamente un testimonio, sino una posibilidad.

        Los evangelios se han formado a la luz del acontecimiento pascual; todo ha sido interpretado y descrito partiendo de la meta final, por eso la vida de Jesús ha estado desde el principio inmersa en el esplendor de la pascua y su pretensión se ha convertido en palabra de Dios comprensible, es decir teo-logía. La legitimidad de esto no es disminuida porque los medios usados sean humanos y estén condicionados por el tiempo. Cuanto más profundamente se reflexiona sobre el punto de partida -resucitando a Jesús, Dios ha confirmado su palabra como la única palabra tanto más el origen de la pretensión de Jesús desaparece en el pasado y en futuro de Dios. En caso de que su pretensión hubiese sido válida debía serlo siempre de una manera definitiva.

        Pero esta singular constelación -pretensión, muerte, resurrección- ¿no permanece quizá suspendida en el horizonte de la historia humana como un aerolito solitario?

¿Qué interés tiene para nosotros? ¿Qué cambios ha aportado a la situación de los hombres? Solamente encontraremos una respuesta positiva si examinamos el acontecimiento Cristo en el ámbito del mundo bíblico. Si olvidamos el ejemplo de Pablo que se dirigió a los «gentiles» sólo después de haber asimilado las categorías bíblicas esenciales, no podremos entender nada de este acontecimiento. De aquí nace el peligro mortal que corre el cristianismo cada vez que contrapone antigua y nueva alianza como «ley y evangelio». Antes de nada no se ha de olvidar un dato muy simple: la teología contenida en la pretensión de Jesús ha sido formulada casi totalmente con el lenguaje, el alfabeto, las imágenes, los jeroglíficos, los títulos y los nombres de la antigua alianza.

        El choque de la claridad pascual ha puesto en movimiento todos los fríos tesoros almacenados en el antiguo testamento; todas las imágenes y todos los títulos que habían quedado incumplidos -el mesías, el mediador, el siervo de Yahvé que lleva los pecados, el profeta, el sacerdote junto con los animales del sacrificio, el hijo del hombre que baja sobre las nubes del cielo, la justicia presente en el mundo, la sabiduría y la gloria de Dios, su palabra, etc.- encuentran finalmente su compleción, su auténtico sentido y su identidad en Jesús resucitado. ¿Por qué?

 

    b) El segundo círculo: el acontecimiento bíblico

        El acontecimiento-Cristo es comprendido como el cumplimiento de «todas las promesas de Dios» (2 Cor 1, 19; Heb 1, 1-2), precisamente porque desde el principio todas las promesas y la fe en ellas fueron centradas en la resurrección de los muertos. El primero que creyó en la promesa fue Abrahán porque tuvo fe en «el Dios que da vida a los muertos y llama a ser lo que no es» (Rom 4, 17); de este modo su acto y la dinámica implicada en él traspasaron el premio simbólico con el que Dios confirmó su acto de: recibiría el hijo de la promesa cuando «su cuerpo estaba ya como muerto (tenía unos 100 años) y lo mismo el vientre de Sara» (Rom 4, 19). Esta fe en el Dios que resucita a los muertos está presente en cada una de las promesas de Israel como una constante, de la que si no en su materialidad, sí al menos en su exactitud formal, brota la más antigua fórmula de fe cristiana: «Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras», «fue sepultado y resucitó al tercer día, según las Escrituras» (1 Cor 15, 3-4). Toda la fe de Israel es un único y violento asalto a las barreras de la muerte, con una dinámica que, a diferencia de los demás pueblos contemporáneos, combatió la muerte no como una potencia va afirmada que convenía neutralizar en cierto modo por medios religiosos -a pesar de la aparente y pasajera resignación del antiguo testamento- sino como una potencia que a toda costa había que quebrar.

        La mejor prueba de todo esto puede ser el pensamiento judío de hoy; considerado atentamente se comprende la actualidad de este segundo círculo -la dinámica trascendente antiguo-nuevo testamento- para la historia humana. Como condición preliminar nos encontramos con la misteriosa relación entre la magnitud de la «ley» y de la «muerte» (cf. Rom 7), ya que estas dos barreras caen y se relativizan al mismo tiempo. Pablo ha subordinado la ley «puesta en medio» a la fe de Abrahán y de este modo ha establecido una meta ideal más allá de la ley y de la muerte.      Pero también esta fe debe superarse a sí misma y someterse, pues su objeto es trascendente, como demuestra la carta a los hebreos subrayando la superioridad de Melquisedec, inmortal «rey de paz», «hecho semejante al Hijo de Dios» (Heb 7, 2-3). Israel ha rechazado siempre pagar el diezmo a este rey misterioso y ha escogido tres caminos para arrancar las odiadas puertas de la muerte y del infierno.

 

1. El camino platónico, traspasando la muerte y la ley, se alza verticalmente hacia lo espiritual, lo contemplativo o lo ético. Es el camino de Josefo, de Filón de Alejandría y de un cierto judaísmo de tipo idealista-liberal presente aún hoy (Cohen, Brunschwicg). Pero esto es un refugiarse en lo «general», como vemos en Hegel (el antisemita): la muerte es considerada como un momento necesario del devenir dialéctico, contra el que es una locura rebelarse. Algo parecido veremos reflejado con más profundidad en las otras dos tentativas.

2. Israel debe sus propios orígenes a las «maravillas de Dios», en las que también él tuvo una parte activa. Los profetas proyectaron materialmente en el futuro las imágenes de los comienzos (éxodo), haciendo que también el pueblo se sintiese responsable de la venida del reino final en un tiempo venidero. Los escritores apocalípticos ven a Dios -en las figuras de sus Mesías y fuerzas angélicas- combatir junto a Israel en la lucha de liberación contra los demás pueblos; la batalla que salvará a Israel de toda decadencia, esclavitud y autoalienación, es descrita minuciosamente en los manuscritos de Qumran, como la «lucha de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas». Este pathos profético-apocalíptico de pasar de la opresión a la libertad revive hoy en el marxismo. (Podríamos citar la «filosofía de la obra común» de Nicolai Fedorow, 1906: resurrección de las generaciones pasadas a través de todas las fuerzas elementales y técnicas de la tierra, para que también ellas puedan formar parte del mundo redimido). Esta es la concepción zelota y sionista de la llegada del reino, que ha de ser realizada por y a través de Israel, 3.Pero quizá no sea necesario proyectar las imágenes materiales, en el fondo siempre limitadas y legalistas, en las que los profetas tradujeron el dinamismo de su fe llena de esperanza en el futuro: quizá todas las imágenes son, como la ley que fue «puesta en medio», proyecciones transitorias y superables del impulso vacío y formal que arrastra hacia adelante, siendo él quien crea los obstáculos para después sentirse y demostrarse a sí mismo más fuerte en el acto de eliminarlos. Este pensamiento está presente en a) la «filosofía de la vida» de Bergson, posteriormente desarrollada por Simmel; b) en la filosofía del instinto de Freud y de todos sus seguidores hasta Marcuse, en abierto contraste con la relación que Pablo establece entre epithymia (libido), pecado y muerte bajo el estímulo de la ley; c) en la filosofía de la esperanza de Ernst Bloch, para quien el impulso absoluto hacia adelante se rebela contra el principio (Dios) de dominio por la ley, que viene de arriba. Se trata de una posibilidad fundada en la rebeldía de Job contra la injusticia de un Dios que carga sobre la existencia más sufrimientos de los que puede merecer por sus faltas y que ante este Dios apela a una instancia supradivina. En este contexto se sitúan las acusaciones que Kafka dirige contra la ley, así como el desprecio por cualquier pasado o presente en favor de la única y verdadera realidad, que es la futura: la apocalíptica que permanece siempre. (G. Landauer: "No existe nada; nosotros somos quienes hacemos todo").

        La presencia y la actualidad de este impulso único e insaciable hacia adelante, que tiene su origen en el mundo bíblico y que rechaza encontrar su satisfacción en el acontecimiento-Cristo, son la confirmación permanente de la actualidad de la pretensión de Jesús de ser el sentido último de esta dinámica. Es, por tanto, lógico e incluso constituye una prueba de la legitimidad de tal pretensión, el que los cristianos que contestan a la pretensión de Jesús su peso escatológico, se vean envueltos en esa dinámica bíblica: Jesús se convierte en un teólogo político, que tolera a los zelotas entre sus discípulos y que se ve obligado por la opinión del pueblo a hacer todo lo humanamente posible para cumplir su propia misión, es decir la venida del reino de Dios sobre la tierra. Pero en realidad, el sentido último de esta dinámica y el ser consciente de ello, significa que en su marcha hacia la muerte (que es al mismo tiempo el fin del mundo) estaba animado por una pasión absoluta; en su oración al Padre: «venga tu reino» se concentraba hasta el extremo su entrega: que venga el reino a través de la entrega de mi existencia y de todo mi ser, a través de la consumación de mi vida hasta las últimas gotas de sudor de sangre. Ciertamente el reino llega y es actuado por el combate decisivo de la muerte y resurrección de Jesús, sin embargo en ningún modo Jesús se limita a esperar pacientemente la acción de Dios, sino que por el contrario se dirige impacientemente hacia el cumplimiento de su propia obra, que consiste en el sacrificio total de sí mismo: «Fuego vine a echar sobre la tierra... Tengo que recibir un bautismo y ¡cómo me angustio hasta que se lleve a cabo!» (Lc 12, 49-50). «Ya verás que echo demonios y hago curaciones hoy y mañana, y al tercer día llego a mi término. Pero es necesario que camine hoy y mañana, y al otro» (Lc 13, 32-33). Aunque la resurrección no es obra del mismo que ha muerto -en realidad es el Dios viviente, Padre y Espíritu, quien lo resucita-, sin embargo su más íntima acción y su donación ofrecen la materia única y digna de ser resucitada para la vida eterna de Dios. «Por su propia sangre entró de una vez para siempre en el santuario» (Heb 9, 12).

        La dificultad de ser cristiano, bien sea como seguimiento de Cristo o como fe en él, consiste en el hecho de que los cristianos deben hacer propio y realizar el apasionado lanzarse hacia adelante de los judíos tal como fue cumplido por Jesús.

        Por eso el deseo utópico de la venida del reino de Dios «así en la tierra como en el cielo», debe ser asumido incluso hasta la entrega completa de la propia vida (pues mientras el hombre no entrega su propia muerte, no se ha entregado totalmente).

        En la entrega de la propia vida para ser acogido en Dios se da la última renuncia a disponer de sí mismo para abandonarse a la voluntad de Dios; tal entrega eleva el cumplimiento de la pretensión a un plano que trasciende la vida y la muerte. Pero entonces ¿para el cristiano desaparece todo en lo invisible y su esfuerzo creador para construir el mundo es inútil? Para un pensamiento puramente inmanente, que no considera el cristianismo como el sentido último, sino como brusca ruptura del movimiento y traición a la tierra, parece algo inevitable. Pero el pensamiento judío - profético y apocalíptico- ha remontado siempre la pura inmanencia; es esencialmente utópico. Esta utopía, tanto como proyección material o como dinamismo formal, se pierde en el vacío. Sólo la llegada a la meta, es decir la resurrección de Cristo, da a tal esperanza en lo por venir una base real, una «garantía» o unas «arras», como dice Pablo. El cristianismo no es menos utópico que el judaísmo, pero es una utopía real.

        Si el cumplimiento de la misión de Jesús hace coincidir en él la propia muerte personal y la llegada del fin del mundo, esto significa que ha llevado consigo hasta la salvación definitiva, la miseria y la muerte de todos los hombres pasados y venideros. La categoría veterotestamentaria «pro nobis» (Is 53) se presenta inmediatamente -antes de Pablo- en la interpretación del acontecimiento de la cruz.

Pero solamente la reflexión sobre el acontecimiento-Cristo pone en evidencia quién y cómo ha sido el que fue capaz de realizar este «pro nobis». En la pretensión que aísla su «yo» de los otros «yo» humanos radica lo que le autoriza a llevar este peso tan desmesurado. Y esto explica el carácter singular de su abandono por parte de Dios. Este abandono no es sólo la suma, sino la superación de todos los abandonos de los hombres. Pues solamente el yo que estaba tan cercano al yo de Dios -«la Palabra estaba junto a Dios»; «el Padre ama al Hijo y le revela todo lo que él hace»; «mi comida es hacer la voluntad de quien me ha enviado»- puede haber experimentado hasta el fondo qué significa ser abandonado por Dios. Lo que la antigua alianza llama «fosa», «reino de la sombra», «sheol», ha sido asumido para expresar el estado de perdición por lo que el nuevo testamento designa como «infiernos», a donde Jesús ha descendido «pro nobis». c) El tercer círculo: el acontecimiento de la humanidad La lucha histórica del mundo para descubrir el sentido de la existencia y de la historia se lleva a cabo, en el mundo bíblico, a derecha e izquierda de la cruz. Esto significa que Jesús de ser, en relación al todo, el camino, la verdad y la vida. Israel permanece en la paradoja de ser el único pueblo que, en su elección, está destinado a tener un significado salvífico escatológico para todos los pueblos, El vive esta paradoja (que ningún proselitismo puede superar) trasmitiendo al mundo su propia inquietud apocalíptica. El evangelio, sin embargo, en virtud de su propia naturaleza supera el universo bíblico para penetrar en la ecumene pagana. La pretensión implícita en él de poder anunciar toda la verdad se traduce en seguida orgánicamente en las demostraciones de los apologetas, como la de que los diversos logoi-semillas esparcidos en las religiones y filosofías son integrados en la síntesis escatológica de Cristo.

        Hemos de resaltar, por tanto, cómo la pretensión de Cristo lanza un desafío a todas las cosmovisiones -sean o no de carácter religioso- para medirse con ellas y ver cuáles sean los criterios para juzgar unas en relación a otras y sus respectivas pretensiones. Pero para tratar este tema detalladamente se necesitaría todo un libro; aquí solamente daremos algunas indicaciones.

        La resurrección de Cristo de entre los muertos toca en su centro al hombre como ser individual y social, porque cambia completamente los valores relativos a la vida humana individual y a la historia de la humanidad, desde el momento que se cumple el fin de la historia en la muerte de Jesús. Esto es así solamente porque en lo acaecido en Cristo, Dios aparece como Padre en su Hijo y en la comunicación del Espíritu divino, dando origen de este modo a una nueva imagen de Dios, a partir de la cual la imagen del hombre, condicionada por ella, debe adquirir su valor.

        La imagen cristiana de Dios ha sido determinada por las afirmaciones conclusivas de Pablo y Juan, que interpretan teo-lógicamente el acontecimiento-Cristo y que se refieren a los grandes textos veterotestamentarios sobre la elección (como Os 11, 8 s; Jer 31, 20 s; Dt 6-7): «Dios ha amado tanto al mundo ... »; «Dios es amor ... ».

Ninguna religión, excepto la cristiana, ha tenido el valor de hacer una afirmación de este tipo ante la situación de este mundo. A lo sumo Dios podría ser la paz más allá de las discordias mortales, el «no-ser» más allá de una existencia insoportable y absurda, el mundo de las ideas por encima de sus imágenes decadentes. A lo más podría inclinarse, lleno de compasión y de gracia, sobre la criatura sufriente; pero ¿cómo puede responder de todos los dolores de ésta como creador? Hay dos cosas que no son suficientes: enseñar, incluso con ayuda del arte, a superar por sí solos el sufrimiento, porque queda siempre un gran número de gente que no conoce estos caminos misteriosos y que no pueden recorrerlos; y, por otra parte, pensar en el poder de Dios, a quien se le reconoce capaz de preservar a la criatura, que ha creado libre, de la culpa y de la condenación que le sigue, por una intervención de su gracia todopoderosa.

        Tal Dios no habría osado o no habría sido capaz de tomar verdaderamente en serio la libertad dada a su criatura. El padre no responde con una negativa al hijo más joven, que le pide la parte de herencia correspondiente para marchar a un país lejano. Entonces ¿tiene Dios alguna posibilidad de que no se pierda el conjunto de su creación, aunque el ser creado libre se pierda? Sólo queda una posibilidad muy misteriosa de la que podemos tener una cierta precomprensión humana, pero de la que solamente en la gratuidad de la fe se nos puede dar su último misterio: unirse en silencio a la propia criatura acompañándola con bondad en el mismo camino de la perdición. En la parábola del hijo pródigo falta la figura de quien la cuenta, del mismo Jesús. El Padre no espera sin más que el hijo vuelva espontáneamente o movido por la necesidad, sino que envía su amor en la persona de su Hijo, para que penetre en ese estado de perdición. Hace que su Hijo se identifique con el hermano perdido.

        Precisamente en esta capacidad de identificarse con el más opuesto a él –sin guardar la distancia debida a su rango- Dios Padre reconoce la «identidad de naturaleza», la divinidad de quien ha mandado al mundo como su palabra de salvación; reconoce que esta palabra, hecha hombre, ha sido capaz de realizar lo que se había propuesto en el momento de pronunciarla: hacerse de nuevo entender y comprender de quien no quería oír hablar más de Dios. En otros términos, haciéndose hermano de «los más pequeños» y de los más miserables Jesús demuestra, más con las obras que con las palabras, que Dios en cuanto omnipotencia es amor, y que en cuanto amor es omnipotencia, y todo esto en sí mismo, es decir en el misterio de la trinidad, el único que puede explicar la compleja oposición en el seno de Dios mismo, entre estar-junto-a Dios y ser abandonado por él. Este misterio sólo se puede revelar en su plena realidad como compañía del pecador sub contrario, en el ocultamiento, porque de otro modo no sería manifestado como realidad. Pero ya que en esto Dios ( y Dios es sólo Dios como eterno y viviente) se revela como amor, no puede llegar a ser amor sólo después de haber liberado a la criatura, ni tiene necesidad del mundo ni de su evolución para llegar a ser sí misino, sitio que precisamente en la cruz de Cristo, en el abandono de Dios y en su descenso a los infiernos se muestra tal como ha sido desde siempre: amor eterno.

        En tanto que trinidad, Dios es de tal manera amor eterno que en el seno de esta plenitud de vida incluso la muerte temporal y la perdición en el infierno de la criatura, si son asumidas con amor, pueden trasformarse en expresión de amor. (Debemos añadir aún que el ocultamiento necesario con que Dios acompañó al ser perdido en su perdición tuvo como consecuencia también un cierto ocultamiento de la resurrección ante el mundo: el sufrimiento divino que sólo puede ser aceptado en un acto pasivo de fe, no podía en su resultado final convertirse en un hecho neutro manifestado en la historia del mundo). El peso escatológico de la imagen cristiana de Dios no consiste solamente en el hecho de que Dios sea inmanente a todas las realidades históricas y humanas en su sentido filosófico general ya que es el trascendente (sin una medida común con el mundo) -quien no tiene contrario (non-19 aliud): el totalmente distinto a todos los otros seres que tienen un contrario, sino también en que realiza esta relación con el mundo de un modo inexplicable para el mundo, inconcebible y perfectamente libre, revelándose como el Dios que es el amor absoluto (y por tanto trinidad). Ninguna gnosis puede reconstruir este amor: todo lo que podamos «entender» de él nos sitúa de modo siempre nuevo ante el «amor de Dios en Cristo que supera toda ciencia» (Ef 3, 19).

        La imagen del hombre en el cristianismo se puede delinear así: el hombre ha recibido como don de Dios la responsabilidad y la libertad auténticas en vistas a una acción que consiste en transformarse a sí mismo y al mundo de una manera digna del hombre, siendo al mismo tiempo obra propia del hombre y colaboración (creadora) en la obra de Dios creador. Por una parte, el hombre se encuentra fuera del control de una «providencia» natural, inmanente o trascendente, que ordenaría sus acciones y decisiones hacia una neta desconocida para él. Esto pone los límites a todo optimismo que concibe una instancia superior superadora en sentido evolucionista y dialéctico de las libertades humanas. Pueden existir en la especie leyes que hagan oscilar de un extremo a otro ciertas tendencias perjudiciales, determinando las condiciones preliminares más o menos favorables, pero sin determinar jamás de manera definitiva la decisión personal. No se puede uno fiar del progreso técnico, aunque signifique un aumento del poder del hombre, porque este poder puede ser usado para bien o para mal. Por otra parte, el poder adquirido instiga demoníacamente al abuso. Incluso el principio dialógico y las mediaciones entre las diversas libertades personales que se esperan de él, no representan una salida para la soledad inserta en toda elección libre. El diálogo entre los diversos hombres comienza siempre de nuevo, desde las mismas opciones y preguntas fundamentales. La libertad en cuanto tal no es perfeccionable; todos los medios pedagógicos para favorecer una elección buena y justa pueden ayudar, pero nunca obligar; todas las estructuras sociológicas son ambivalentes: la injusticia evidente de una no demuestra aún que otra, que podría remediar tal injusticia, no vaya a producir una nueva y quizá mayor injusticia. Si un sistema político necesita para sobrevivir cientos de campos de concentración con millones de detenidos, difícilmente puede presentarse como un camino hacia la libertad.

        Sólo se puede uno fiar del hombre y de su libertad. Pero el hombre estaría perdido sí esta libertad fuese una realidad absoluta, en virtud de la cual él pudiese hacer de sí y de su propia nada tanto un «dios» como un «demonio». Esta concepción de la libertad es ya un síntoma de «pérdida de lugar». La libertad humana tiene su «lugar» preciso en la libertad que Dios tiene en Jesucristo de ayudar y acompañar al hombre en todos los caminos de su perdición. Externamente puede aparecer esto únicamente como «humanitarismo», y lo es, pero al mismo tiempo es algo mucho más grande, porque este «humanitarismo» se revela totalmente eficaz en virtud del Dios-con-nosotros. El nos ayuda cuando el simple humanitarismo no puede más: en la soledad de la muerte, en el abandono de Dios y en el abismo de la perdición definitiva. La ayuda de Jesús no empieza por ser simplemente terrena o humanitaria, para convertirse en el estadio final en eucarística; es eucarística desde el principio: sobre la cruz, en el abandono de Dios, el cuerpo destrozado y la sangre derramada están a disposición de los hombres. Como consecuencia de esto la asistencia cristiana dada a los hermanos debe tener cuenta de todas las provisionalidades de esta vida según los principios de la justicia social –aceptando expresamente las exigencias éticas del antiguo testamento-; sin embargo siempre tiende a superar los puntos de vista de la utilidad y del éxito para estar cercana en la obscuridad de lo absurdo de este mundo, Cuando la caridad cristiana ha sido auténtica siempre ha seguido los mismos caminos: asistir a los moribundos, a los indigentes, a los leprosos, a los marginados... Pero la co-humanidad cristiana no debe comenzar sólo por ahí -dejándose de este modo superar por las instituciones, cada vez más organizadas, de la beneficencia no cristiana-, ha de centrarse en el núcleo de las preocupaciones sociales de la comunidad humana, pero debe tender sobre todo partiendo del conocimiento de los últimos caminos seguidos por Dios con el hombre- a un acompañamiento del hombre en silencio, principalmente allí donde los demás se paran. El motivo que mueve al cristiano para ir más allá, es el conocimiento de que todo lo absurdo y puramente negativo de la vida humana ha recibido un sentido en Cristo porque Dios ha seguido este camino. Pues el amor de Dios en Cristo ha sido capaz de cambiar la soledad de la muerte y del diálogo roto entre Dios y el hombre, así como la absoluta pasividad del ser abandonado, en una expresión de la extrema actividad del abandonarse. Esto es algo único dentro del pensamiento y conducta humanos, ya que presupone una fe precisa en la obra llevada a cabo por la trinidad en la cruz y en la resurrección de Cristo. Por eso en el cristianismo la máxima profundización de la imagen del hombre es correlativa a la máxima profundización de la imagen de Dios en la trinidad y en la cristología.

        Por esta razón no hemos de tener en cuenta el reproche que hacía Nietzsche al cristianismo de que era una religión de débiles, que cambiaba los valores positivos en negativos. Más bien el cristianismo es la religión de aquellos que incluso tienen por positivo lo que todos los demás dan por negativo. Por eso mismo tampoco hemos de dar demasiada importancia a ese pensamiento de Bonhoeffer según el cual el cristianismo no debe dirigirse al hombre sobre todo en la debilidad de las situaciones-límites, sino en la fuerza global de su existencia. Pues el cristianismo sólo se dirigirá al hombre en su plenitud de fuerza cuando al mismo tiempo sea capaz de dirigir una mirada a los límites de su existencia y afronte también libre y positivamente cualquier situación de angustia, de enfermedad, de impotencia, de soledad o de oscurecimiento espiritual. Hoy tenemos conciencia de estas situaciones-límites de un modo colectivo: un afán de huida anárquico, unos paraísos artificiales de drogas, un exagerado apego a los valores materiales con el consiguiente desprecio por la libertad personal, un silencio sobre la muerte, la destrucción de la infancia, mientras el hombre aún «niño» necesita una comprensión amorosa. Tiene razón Teilhard de Chardin cuando dice que sólo los cristianos pueden presentar motivos para continuar viviendo en un mundo que desespera de poder conseguir con sus propios medios la paz y la serenidad y que está a punto de abandonar toda esperanza a pesar de los discursos histéricos sobre la esperanza.

 

7. La destrucción del peso escatológico

Ser cristiano sólo tiene sentido si se conserva el peso escatológico determinante de la acción de Dios en Jesucristo; sería sin embargo absurdo si tal peso fuese relativizado y si otra instancia fuese igual o superior a él. Hoy muchos no tienen en cuenta esto; se dejan arrastrar, por razones de propaganda ante el mundo, hacia compromisos que parecen aceptables pero que en realidad suprimen la pretensión indivisible incluida en el acontecimiento-Cristo. En cuanto se comienza a manipular el dato Primordial, es decir la pretensión de Cristo, la cruz en el abandono de Dios y la resurrección, son muy delicados los matices entre la «nueva formulación» actualizante y la falsificación de esta pretensión. La decisión sobre el acontecimiento habrá de tomarse teniendo conciencia del peso escatológico que no puede ser valorado por ninguna balanza científica de este mundo, sino que para que sea utilizable es necesaria una reflexión que asuma toda la existencia y una fe vigilante. Pero ¿quién es un auténtico creyente? Muchos falsificadores involuntarios de ese peso pueden considerarse tales con una conciencia pura; otros que lo falsifican intencionadamente intentarán por todos los medios ser considerados como creyentes a pesar de sus convicciones íntimas; su interés consiste frecuentemente en privar a los verdaderos creyentes de la base escatológica, dejándolos en suspenso, entre la indiferencia y la incertidumbre, entre la fe y la increencia, estado en que se encuentran ellos mismos. Para desintegrar el «átomo» pretensión-cruz-resurrección hay que comenzar por el elemento más flojo de la cadena, partiendo de la «experiencia» pascual de los discípulos, que no es verificable y que reposa en el simple testimonio de algunas personas y que sin duda ha influido en la interpretación del valor de la cruz y de la vida de Jesús. Tampoco el pro nobis de la cruz, el significado salvífico que tiene la humanidad es concretamente verificable. Es necesario que la pretensión de Jesús - en caso de que los otros dos elementos desaparezcan y que se la quisiera considerar de buena fe- sea puesta fuertemente en evidencia en un segundo momento.

        De este modos sus palabras y sus actos pierden importancia, sus milagros son fácilmente vaciados de sentido, la espera cercana del reino de Dios se explica por la atmósfera contemporánea; puede ser que haya existido una gran conciencia profética o mesiánica, aunque la historia redaccional de los textos revela muchas tendencias de acentuarla. La mayor parte de los títulos veterotestamentarios, si no todos, sólo han sido atribuidos a Jesús después de pascua; algunas combinaciones de estos títulos están más o menos claramente individualizadas en la literatura judía contemporánea. En una palabra, la síntesis fundamental «Jesús -el hombre de Nazaret- es Cristo» (el ungido de Dios y por tanto el cumplimiento de todas las promesas escatológicas veterotestamentarias hechas por Dios a Israel y a la humanidad) es una afirmación sintética a posteriori (Bultmann).

        Ante todo esto es necesario decir abiertamente que tales conclusiones están en contradicción con la fe central de la iglesia primitiva, cuyos principios teológicos convergen en la proposición «Jesús (es) Cristo» y todos ellos están apoyados internamente en esta dinámica de la que no se pueden separar; también están en contradicción con todo el evangelio de Pablo que, por una parte, se apoya en la fe ya existente y, por otra, partiendo de su propia experiencia de Cristo resucitado, consolida esta fe de nuevo, especialmente sobre las dos columnas de la cruz y de la resurrección, mientras que la pretensión del Jesús histórico es un presupuesto obvio que permanece en segundo plano. Con todo esto está claro que quien pone en discusión estos fundamentos de la fe cristiana, relativizándola formalmente, debe lógicamente renunciar al nombre de «cristiano», dado a los discípulos precisamente porque creían que Jesús era el Cristo. Este podría llamarse a lo sumo «jesuano» en función de un Jesús de Nazaret al que puede hipotéticamente reconstruir, cuya naturaleza y doctrina permanece en sombras, pero difícilmente podrá demostrar que esta persona y esta doctrina, prácticamente imposible de establecer, sean capaces de mover aún el mundo, dándole un peso escatológico determinante. «Aut Christus aut nihil».

        Otro camino, totalmente diferente, de plantear la cuestión es el que parte de las formas y de las realidades históricas del cristianismo. Este es mucho más eficaz que el primero porque pone el dedo en la llaga. El problema está en cómo el Uno incomparable (que es también el Ultimo) puede ser imitado por muchos y hacerse presente a través del tiempo. Tanto en el plano supraindividual (institucional) como en el individual permanece problemática la cuestión e ilumina los orígenes con una luz falsa. Los cristianos deberían aparecer más salvados, la iglesia debe ser más conforme a Cristo. Además se puede decir con cierta ironía que de cualquier modo que se comporte, la iglesia no llegará a representar de modo plenamente creíble su propio origen con su peso escatológico. Podemos responder: la realidad de la Iglesia no debe ocultar la de Cristo. Todos sus esfuerzos por imitarlo y hacerlo presente son una indicación hacia él. Todo esto debe hacerlo a través de una multiplicidad de carismas que no se pueden hacer coincidir: unos, volcados en el presente, trabajan en él y para él; otros, mirando hacía el futuro, anuncian el reino escatológico de Dios, presente de modo escondido. Sin estos últimos, los primeros correrían el peligro de atarse a este mundo; sin los primeros, los otros se verían tentados a huir de las exigencias de este mundo. Solamente en el prisma de una comunidad eclesial pueden los cristianos difundir la luz de su origen; pero en este prisma cada color debe fundirse con los demás: esta cohesión de amor, el salir de sí mismo cada carisma para reconocer el valor de los demás, el brotar de dones espirituales (1 Cor 12) en la caridad que es su fin y fundamento (1 Cor 13), autentifican la función de la iglesia como indicación hacia su origen.

        Quizá solamente determinadas personas -los «santos» en el sentido especial del término- pueden a través de toda su existencia hacer creíble esta indicación. Sin embargo, serán los primeros en admitir que sin el testimonio de fe de la iglesia –que trasmite las palabras y los sacramentos de Jesús- no podrían dar su propio testimonio. Quienes protestan contra la iglesia porque no vive de modo suficientemente creíble el testimonio que ofrece en la palabra y en los sacramentos, no pueden arrancarle ni hacer propio lo que solamente le ha sido confiado a ella. No es su pretendida ortopraxia la que engendra sin más al Señor de la iglesia en medio de ellos -esto sería magia-; esta ortopraxia sólo puede ser una respuesta obediente a la palabra preexistente, realizada definitivamente en Jesús y confiada a la iglesia para que ella la trasmita, por tanto únicamente puede ser una emanación de la ortodoxia.

        Todo lo dicho requeriría una profundización que no podemos dar aquí. Por eso concluiremos volviendo a nuestro tema del peso escatológico absoluto. La impotencia de nuestra época está en que se ve amenazada con la pérdida de la sensibilidad y el interés por tal peso y de contentarse con aquello que lleva entre manos. Un síntoma -nada más de esta impotencia es la incapacidad de los cristianos para valorar lo que efectivamente pierden a causa de las llamadas «reducciones» críticas del fenómeno cristiano. No comprenden ya la singularidad absoluta de la afirmación «Jesús es Cristo» con todo lo que ella implica; se inclinan ante una razón universal que engloba esta singularidad y que pretende hacer lógico cuanto se afirma del misterio de Cristo, sujetándolo a leyes no conciliables con el amor de Dios, que se revela en una libertad absoluta y que se humilla hasta el extremo de acompañar al hombre en su estado de perdición. Venden lo específicamente cristiano a precio rebajado, creyendo que así tendrán más compradores, sin darse cuenta de que en la operación no sólo han rebajado el precio sino que le han dejado sin ningún valor. Sin darse cuenta siguen los pasos del gran inquisidor que ha rebajado el cristianismo al nivel de las masas a quienes hay que dar pan y quitar la libertad para inducirles a aceptar la fe -pero ¿qué fe?-. El gran inquisidor es un falsificador consciente. Muchos de sus imitadores son inconscientes. Pero no aprenden la lección del evangelio, que no exige sólo alguna cosa de sus seguidores, sino todo. Quien exige que uno para convertirse en pescador de hombres deje todo y se abandone completamente en sus manos será probablemente, sociológicamente hablando y en todos los tiempos, un loco. Pero no puede exigir menos ni ahorrar a alguien un compromiso total y difícil, si no quiere renegar de ser «lo que es»: el camino, la verdad y la vida.

        Lo más exigente es también lo más bello. Lo más pesado, el amor, se muestra como una «carga ligera, yugo suave», como aquello que hacemos más complacidos a pesar de todas las resistencias. Desde el punto de vista humano el amor es una de las múltiples posibilidades de la libertad. Desde el punto de vista divino el amor es la manifestación de la libertad divina revelada en la pretensión, la cruz y la resurrección de Jesús. Solamente aquí el ser puede ser amado como amor. Por ese amor este ser abarca al hombre tanto en su desarrollo como en su aniquilamiento, tanto la fuerza como la debilidad del hombre se convierten igualmente en dignas de amor y plenas de significado.

        Abordemos una última reflexión: el punto desde el que se irradia toda esa luz es el lugar del encuentro entre Dios y el mundo y se llama Jesucristo. No es sólo el motivo inspirador, más o menos casual, de una doctrina y conocimiento universales, sino el acontecimiento permanente que revela al amor de Dios y amor de los hombres, la concreción de este doble amor, su punto focal en el sentido más pleno del término. El Espíritu santo puede sumergir nuestra existencia en este punto, pero nuestra identificación con él nunca será tal que nos impida poderlo considerar siempre como el máximo objeto de nuestro amor, como un tú que diáfanamente se desdobla en el tú inalcanzable del Dios trinitaria del amor y en el tú siempre nuevo del «más pequeño de mis hermanos.