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  POR EL CAMINO DEL SILENCIO    

JAUME BOADA I RAFÍ O.P

En esta meditación hablada a “corazón abierto”, intento explicar cómo el Señor y los hermanos me han enseñado a “orar la propia vida”, abandonándome en las manos del Padre y dejándome amar por Él.

Oraciones

Lectio Divina

Adoración

La Imagen del día

 

1.- A ti, que buscas a Dios: Quisiera mostrarte el camino que conduce a su encuentro. Es una invitación a emprender la ruta que te conduce a tu propia interioridad. Tú “haces el camino”, pero es Él quien te espera y sale a tu encuentro.
2.- He oído tu voz: Todo comienza con la llamada del Señor que te invita a un encuentro con Él. Es una vocación que da sentido a tu vida. Reconoces que, en realidad, “encontrar a Dios es buscarle sin cesar”.

3.- El don de un amor absoluto: Orar no es sólo “hablar con el Señor” o “dialogar con Él”… Para orar en verdad has de hacer en tu vida el don total de tu amor. Él, al llamarte, ya se ha convertido para ti en un “Don de Amor”.

4.- Padre, me abandono en tus manos: Esta súplica del Señor en la cruz refleja su actitud de obediencia y de amor ante la voluntad salvadora de Dios Padre. El orante vive la experiencia del abandono como “puerta de entrada” y cumbre de la contemplación.

5.- Yo te llevo en mis manos de Padre: Es la respuesta del Señor a tu vida de abandono. Dios Padre te lleva en sus manos. Vives en Él. Eres de Él. Dios te concede el don de sentirte y saberte amado. Esta convicción te ayudará a vivir en actitud orante.
6.- Jesús es mi perdón: Para orar necesitas estar en paz con el Señor, con los hermanos, contigo mismo. El perdón te lleva a encontrar esta paz. Vives a Jesús como “perdón”. Él también será tu oración.
7.- Sólo tengo el día y la noche: “La pobreza de alma” es una actitud imprescindible para todo aquel que quisiera encontrar a Dios y “vivir en Él”.María es el paradigma del pobre de alma, ya que Dios hizo “cosas grandes en Ella, porque vivió en actitud de esclava”: “Sí, que se haga en mí según tu palabra”.
8.Dios tiene un plan de amor para ti: En el conjunto de las meditaciones, ésta puede considerarse como la que da el sentido esencial a esta ruta del silencio. Todo camino de oración comienza a vivirse en profundidad cuando descubres que Dios te ama y tiene un plan de amor para tí.
9.- Pequeñas cosas: Es imposible encerrar las exigencias de respuesta orante al plan de amor del Padre. Por ello se indican estas “pequeñas cosas” como “señales de camino” que te ayudan a discernir si estás viviendo en el plan de amor del Padre.
10.- No oro porque soy bueno: oro porque soy pobre: Es la parábola de la mendiga. Dios le hace ver que para orar no puede presentarse ante e Señor con unas manos llenas de orgullo. Tampoco puede hacerlo con unas manos que se ofrecen con una humildad conseguida a base de “esfuerzos”. Él quiere nuestra “nada” porque desea ser nuestro “TODO”.
11.- Un corazón para la acogida: “Quien dice que ama a Dios y no ama a su hermano es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios a quien no ve, aquél que no es capaz de amar a su hermano?”. La capacidad de acogida posibilita el encuentro y el diálogo con Dios. Si acogemos al hermano en nuestra vida, la abrimos al encuentro orante con el Señor.
12.- Un corazón orante: El corazón acogedor es un corazón orante. A partir de este pensamiento ya explicado en la meditación anterior, se presentan los caminos que ayudan a plasmar en la propia vida una experiencia de oración.
13.- Palabras desde el silencio: Todo lo que he venido explicando a lo largo de este conjunto de meditaciones lo he podido vivir de una forma muy especial durante una larga experiencia de enfermedad, y en unos encuentros, muy breves, pero muy intensos, con Su Santidad el Papa Juan Pablo II. María ha sido el gran “descubrimiento” de mi enfermedad
En esta meditación hablada a “corazón abierto”, intento explicar cómo el Señor y los hermanos me han enseñado a “orar la propia vida”, abandonándome en las manos del Padre y dejándome amar por Él.

 

A TI, QUE BUSCAS A DIOS

Hermano: pon en descanso tu propio corazón.

Tú, que buscas a Dios; tú, que sientes en tu alma el deseo de orar; tú, que percibes la voz del Señor que te invita a un encuentro profundo con Él, no desoigas su voz. Ten la serenidad y la disponibilidad necesarias para “perder tu tiempo” con Dios. Renuncia por un momento a tu actividad. Deja este ritmo de vida marcado, inexorablemente, por las agujas del reloj.

Vive tu tiempo para Dios como “un tiempo fuera del tiempo”.

Está atento. No duermas, pero tampoco tengas prisa.

Piensa en ti. Busca recrear tu propio interior. No creas que esta actitud es egoísta.

Las personas que comparten tu vida no sólo necesitan de ti, o de tu servicio, o de tu disponibilidad. Esperan que tú les puedas decir con tu vida una palabra que nazca de dentro, una palabra del alma, una palabra que suene a silencio.

No vivas en actitud prescindente o alienada. Piensa que es necesario que renueves tu interioridad.

Para ello, dile al Señor un sí muy grande, muy sincero. Estás dispuesto a encontrarte con Él. Después, en la vida, tendrás que ser su testigo.

Ten en cuenta que en estos días te asediará la tentación de la actividad o de las prisas. Te molestará el recuerdo de las cosas que aún tienes por hacer. No te dejes vencer por estas preocupaciones. Ahora tienes un tiempo para renovarte a fondo, haciendo nuevo tu corazón, más disponible para amar y para darse.

Llora, sí, llora por ti. Reconoce tus pecados y, con ellos, el gran pecado de la superficialidad. Llora por tus egoísmos.

Deja a un lado el planteamiento activista de tu vida, la eficiencia, el “hacer por hacer” a cualquier precio, olvidando, incluso, lo más necesario, olvidando que eres tú y el Señor quienes hacen el camino.

Valora tu tiempo como un tiempo de Dios y para El. Busca hacer de tu vida una ofrenda de alabanza y de adoración al Padre por amor.

Pero, para ello, no puedes ignorar y desconocer la realidad del Señor vivo y presente en tu propio corazón, que llama sin cesar a la puerta de tu alma: “Estoy a la puerta y llamo -dice el Señor-. Si alguien me abre, cenaré con él y él conmigo”.

Vive siempre en Dios, plenamente arraigado en la vida y, desde ella, aprende a orar la Palabra. Aprende a orar la Palabra, es la Palabra del Señor, tu Dios, tu Señor, tu Amor, tu Vida. Y para ello, busca sin cesar caminos de oración en tu vida. Buscar es amar y amar es buscar, el Espíritu Santo guía tu ruta. Escúchalo.

Mete a Dios en tu vida. Libérate para conseguirlo de todas aquellas ataduras que te dificultan el camino para descender a tu propio corazón.

No dudes en guardar en tu vida espacios reservados a la soledad y al silencio. Este es un tiempo privilegiado para ello.

En la soledad y en el silencio comprenderás la verdad de las palabras de Guillermo de Saint-Thierry: “El que vive en Dios nunca se siente menos solo que cuando está solo”. Y Esto es así porque saborea su felicidad. Entonces es dueño de sí mismo, porque disfruta de Dios en él y de él en Dios.

Ama la soledad, donde el Señor te hablará al corazón para recordar su amor primero. Allí te capacitarás para acoger la Palabra, para orarla en tu vida.

“Una palabra habló el Padre -dice San Juan de la Cruz-, que fue su Hijo”. Y esta Palabra siempre habla en el eterno silencio. Y en silencio ha de ser oída del alma.

Reconoce que caminar por la ruta del corazón te exigirá subir a la montaña y al desierto con el Señor para orar y para ser tentado, para ser probado.

El Espíritu te conducirá hacia el Monte Sinaí para reconocer la trascendencia de Dios y la inmensidad inabarcable de su misterio.

Pero también tendrás que subir a la montaña, donde podrás contemplar el rostro transfigurado y luminoso del Señor. Recuerda, sin embargo, que para los discípulos predilectos de Jesús, fue una visión fugaz, como para darles a entender que “más estima Dios en ti el inclinarte a la sequedad y al padecer por su amor;dice, de nuevo, San Juan de la Cruz-, que todas las consolaciones y visiones espirituales y meditaciones que puedas tener”.

No dudes en mantener tu fidelidad al camino que has emprendido cuando la oscuridad o el desconcierto se adueñen de tu alma. Ten fe. Él te ha llamado. Vive con amor tu andar, pues no consiste el amor en sentir mucho, sino en experimentar gran desnudez y sufrimiento por alcanzar a contemplar el rostro del Señor a quien amas. Él te ha hecho caminar en el deseo de contemplar su rostro.

Que puedas decir, en verdad, con el apóstol Pablo: “Para mí, vivir es Cristo”, ya que, en encontrar esta vida has puesto tu empeño y tu vocación consagrada.

Conduce también tu corazón al Monte de los Olivos, que es el lugar donde aprenderás a vivir amorosamente y en cruz la voluntad del Padre. Desde este Monte verás ya el Calvario, el lugar de la Cruz.

No temas la Cruz, no la rehuyas. Para que tu alma pueda encontrarse cara a cara con el rostro del Señor, tendrás que poder decir, como Pablo, el apóstol a los Gálatas: “Estoy crucificado con Cristo. Vivo yo, más no soy yo, es Cristo quien vive en mí”.

También subirás al Monte de las Bienaventuranzas. Escucharás en tu alma las palabras de Jesús. Te encontrarás, cara a cara, con la Palabra, el Verbo. El Señor Jesús, que te dice con fuerza: “Ten la alegría que yo tengo, la alegría plena. Sé feliz. Bienaventurados los pobres de alma. Bienaventurados los limpios de corazón. Bienaventurados los que sufren persecución por causa de la justicia. Bienaventurados… bienaventurados…”.

Abandónate, para ello, al querer de Dios, aunque sea muchas veces un querer de Cruz.

“No te canses, que no entrarás en el sabor y la suavidad del Espíritu -dice Juan de la Cruz-, si no te dieres a la mortificación de todo esto que quieres”.

Que tu alimento sea el evangelio, y tu apoyo el libro de los Salmos, oración de la vida y de la fe.

Canta a la vida con gozo, pues el Señor está en ti, Salvador y Rey. Sí, Él se hará más cercano cuando más atrás dejes tu propio camino y vayas realizando lo que Él quiere para ti.

Conviértete en hombre nuevo creado a imagen y semejanza de Dios. Para ello reconoce tu pecado y canta su misericordia que no tiene fin.

Ábrete a la misericordia y déjate salvar por el amor.

Confía tu oración al viento del Espíritu. Reconoce para ello tu pobreza. Que la humildad, la pequeñez de alma te haga libre. Acéptate con tus pobrezas y con tus limitaciones. Haz como el niño que se deja llevar por la mano amorosa del Padre.

Busca la comunión interior en la paz contigo mismo, en la serenidad y docilidad con la que aceptas las manifestaciones de Dios, y en la caridad, el amor fraterno que es tu norma de vida entre los hermanos. Sé para todos ellos, sacramento del encuentro de todos con el Señor. Ámalos y acéptalos en tu vida.

No hagas tu camino en solitario. Vive en comunión con los que comparten tu vida. La soledad en la que haces tu camino hacia el corazón, hacia el encuentro con Dios, ha de ser una soledad en comunión.

Mira, desde la perspectiva que te ofrece el camino esencial de tu búsqueda de Dios, el rostro nuevo que adquieren los hermanos. Reconoce en los más pequeños y pobres, en los que más sufren, el rostro de Cristo herido.

No dudes en pasar del amor a la soledad contemplativa, al encuentro de comunión con los hermanos. Hazte presente en ellos y hazlos presente en este tiempo de silencio. Son siempre parte esencial de tu camino de encuentro con Dios.

Descubre las manos que se tienden ante ti pidiendo tu ayuda, tu pan, tu consuelo. No llegarás al templo de Dios si pasas de largo ante el hermano herido en el camino. Recuerda la parábola del Buen Samaritano.

Vive el amor con libertad. No te ates, no condiciones tu vida con una manera de amar que te aparte del camino. Aprende a amar y a escuchar, pero ama si ilusiones, ama a tus hermanos tal y como son. Que no te limite el amor si los encuentras manchados por el polvo de la vida o el sudor y las lágrimas del dolor.

Ten un corazón bueno y se testigo de la ternura de Dios.

Siéntate en la mesa de comunión que es la Trinidad Santa que habita en tu alma. Ella está en ti, hace camino contigo. Es una fiesta de comunión.

Encuéntrate con el rostro de Cristo grabado en la cruz. Vive con intensidad su presencia sacramental en el Sagrario. El Maestro está aquí y te espera.

Reconocerás, a lo largo de tu ruta, que lo que más buscas y deseas ya está en ti.

Vive la comunión con la presencia divina de la gracia que está en lo más profundo de tu ser y haz como María: sé dócil a la obra de Dios en ti. Magnifica la grandeza de su amor con la misma verdad con la que reconoces tus límites.

Acoge al Espíritu Santo. Guarda en ti la Palabra, vive en Cristo y, como María, canta su misericordia sin fin.

 

HE OÍDO SU VOZ

Dice el Profeta Oseas: “La llevaré al desierto, le hablaré al corazón… recordaremos nuestro amor primero”.

Es bueno recordar la “voz” del Señor que nos movió a iniciar este camino.

Era una llamada invitándome a tener una historia especial con Él. A buscarlo, consagrando todo mi ser al Señor, al Evangelio y al Reino.

Era la invitación a seguir de cerca de Jesús, de una forma radical; era la invitación a vivir el evangelio hasta las últimas consecuencias.

Y por esto me pregunto: “¿porqué, Señor, por qué me llamaste a mí, precisamente a mí? ¿Qué viste en mí, Señor, que te movió a llamarme, a escogerme? ¿Qué plan de amor pensaste para mi vida? Y hoy, ¿te hace feliz mi respuesta?”.

Son preguntas necesarias para revivir el don de Dios que es la vocación.

Nuestra oración consistirá fundamentalmente en dialogar con el Señor sobre la llamada para recordar “nuestro amor primero”.

La historia de cada una de nuestras vidas, la historia de nuestra vocación es, desde la fe, una historia de amor, del amor gratuito y generoso del Padre.

Son diversos los caminos que el Señor ha empleado para hacernos oír su voz: “En cuanto descubrí que existía Dios, comprendí que sólo podía vivir buscándolo”.

Entre nosotros, en nuestras comunidades, habrá quienes se han sentido atraídos por lo absoluto de Dios y por la necesidad irresistible de vivir la plena y total comunión con Él, de consagrar todas las energías de la vida a buscarlo y a anunciarlo.

Otros han encontrado de modo concreto la persona de Jesús en su vida. Literalmente Jesús se ha apoderado de su corazón después de cruzarse en su vida…

Empiezan a percibir el presentimiento de que un día deberán abandonarlo todo para seguirle sin reservas. Y así lo hicieron, o así lo he hecho.

Otros han descubierto la necesidad, la miseria, la enfermedad, la soledad, la marginación, la incultura o la pobreza en los hombres, en los niños … y a partir de este descubrimiento Dios hace nacer en su corazón el deseo de dedicar la vida a remediar, desde una consagración, estas carencias de los hombres, mujeres, hermanos.

Hay también quienes ya caminaban con Cristo pero de forma más bien solitaria o, quizá, marginada, desconocida, de incógnito. Y han sentido la necesidad de apoyarse en unos hermanos concretos y entrar en una “escuela espiritual” que alimente, apoye, proteja y favorezca este camino.

Otros, finalmente, han descubierto al Señor y al evangelio y han visto en ellos el único sentido de su vida. Y con una gran disponibilidad de corazón se han entregado al Señor para vivir con Él, hablar con Él, gozar de Él y ser testigos y profetas vivos del Señor que vive…

Cada una de nuestras vocaciones tiene una historia concreta: Dios se ha servido de personas, de acontecimientos, de circunstancias intranscendentes, aparentemente.

Todo ello constituye el hilo conductor con el que el Señor va tejiendo nuestra pobre y pequeña historia.

Mirando hacia atrás, es hermoso ver la mano de Dios, el Amor de Dios guiando con amor los pasos de nuestra vida.

Por esto, ahora, en este tiempo de Dios, en el diálogo orante con el Señor, yo te invito a preguntarte ante Él y en diálogo con Él: “Señor , ¿qué fue lo que me movió a decirte que sí?”.

Pregúntale también, pregúntate a ti mismo, “¿Qué fuerza tiene hoy en mí mi “sí” del primer día?”.

Es necesario dedicar un largo rato a recordar ante el Señor nuestro “amor primero” que siempre es nuevo cuando es un amor fiel. Como el olivo, que podrá tener un tronco centenario mientras que sus hojas siempre son nuevas.

No es una vuelta narcisista al pasado. Es importante recordar el comienzo como un punto de referencia ineludible. Y más aún cuando, con frecuencia, se da en nosotros una desviación del objetivo central de nuestra vida. Por esto, encierra una gran sabiduría el apotegma de San Antonio: “Cada día me digo: hoy comienzo”.

 

BUSCAR Y ENCONTRAR

Cada uno de nosotros podría decir: “He oído su voz y me he decidido a buscarle”.

Nuestra vida es un camino de oración y servicio, de trabajo y entrega, de tensión y distensión, de lucha y descanso.

Pero detrás de todo ello, como alma que da vida a todo, está el deseo de buscar y encontrar a Dios, de vivir a Dios, de vivir para Él, de Él y con Él.

Por ello quiero proponerte una serie de pequeños pensamientos para orar serenamente a los pies de Jesús:

“Oh Dios, Tú eres mi Dios, por ti madrugo,
mi alma tiene ansia de ti, mi carne tiene sed de ti,
como tierra reseca, agostada, sin agua”.
“Como suspira la cierva por los arroyos de agua,
así mi alma te busca a Ti, Dios mío”.

Para acabar este tiempo de meditación, quiero recordar unas palabras de San Gregorio de Nisa: “Encontrar a Dios consiste en buscarlo sin cesar”. En efecto, no son dos cosas distintas el buscar y el encontrar. Sino que el premio de la búsqueda está en la misma búsqueda. Así se ve satisfecho el deseo del alma aunque permanezca insaciable … pues “ver a Dios” es no estar nunca satisfecho de desearlo.

A causa de la trascendencia de los bienes que descubre el alma, a medida que progresa, tiene la impresión de sentirse en el inicio de la ascensión. Y es porque el Señor repite:“Levántate” a aquella persona que ya está levantada; y “ven” a quien ya sale al encuentro; y aquel que corre hacia el Señor nunca tendrá espacio suficiente para correr.

Así, aquel que busca no se detiene nunca, y va de comienzo en comienzo, a través de comienzos que nunca tienen fin.

 

EL DON DE UN AMOR ABSOLUTO

“Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir. Peleamos y fuiste más fuerte”, dice el profeta Jeremías.

Tu quieres hacer de tu vida un don de amor absoluto. Has oído su voz. Decidiste convertir tu vida en una búsqueda, y llegas a comprender que tu oblación sólo tiene sentido cuando la vives en toda su radicalidad, cuando es, en verdad, el don de un amor absoluto, de tu amor total.

Un día le dijiste al Señor con el profeta: “Me sedujiste y me dejé seducir; peleamos y fuiste más fuerte”. Pero la historia no termina con estas palabras. Simplemente, empieza. Su realización es consecuencia de una fidelidad constante y creciente en amor.

Por el contrario, en la medida en que vayas admitiendo en tu vida, consciente o inconscientemente, las pequeñas infidelidades, irás sintiendo, o no sentirás nada, lo que es aún peor, que tu vida va perdiendo el sentido. El misterio de nuestra vida en Dios está en el TODO. Sólo en el TODO.

Teresa del Niño Jesús lo comprendió con claridad y lo expresó con la sencillez que les característica: “Oh, Jesús, amor mío. Por fin he encontrado mi vocación. Mi vocación es el amor. Sí, he hallado mi propio lugar en la Iglesia. Y este lugar es el que tú me has señalado, Dios mío: en el corazón de la Iglesia, que es mi madre, yo seré el amor. De este modo lo seré todo y mi deseo se verá colmado”.

Teresa de Lisieux, es consciente de su pequeñez y de sus limitaciones, pero desde el principio de su vida busca convertirla en un don de su amor absoluto al Señor. Recordemos sus palabras: “Yo me considero como un pajarillo débil cubierto sólo de un ligero plumón. No soy águila. Sólo tengo de ella los ojos y el corazón. Pero, a pesar de mi extrema pequeñez, me atrevo a mirar al sol divino, sol de amor, y mi corazón siente en sí todas las aspiraciones del águila. El pajarillo quisiera volar hacia este brillante sol que fascina sus ojos. ¿Qué será de él?, ¿morirá de pena viéndose tan impotente?. ¡Oh, no! El pajarillo ni siquiera llega a afligirse. Con un abandono audaz quiere seguir mirando fijamente al divino Sol. Nada sería capaz de asustarle, ni el viento, ni la lluvia. Y si oscuras nubes vienen a ocultarle el Astro de Amor, el pajarillo no cambia de sitio. Sabe que, más allá de las nubes, su Sol sigue brillando y que su esplendor no podría eclipsarse ni un solo momento”.

Yo te invito hoy a mirar junto al Señor, con una gran pobreza de alma y serenidad confiada, tu vida de cada día, tus ilusiones, tu realidad. Hazlo con sinceridad. Dile al Señor que te ayude a mirar tu vida. No revises, pero mira con paz la realidad de tu vida.

Y te propongo una pregunta para acompañar tu oración: Mi vida de cada día, ¿es expresión de que la quiero vivir como donación de mi amor absoluto?, o también, estas otras pequeñas preguntas: en todo lo que hago ¿me dejo llevar por el amor?. El tono de mi entrega diaria, de mi modo concreto de vivir, ¿permite pensar que sólo me mueve el amor?.

Más aún: te sugiero que ahora hagas tu oración así: haz silencio. Después de un largo tiempo de silencio, después de tomar conciencia de que Él está, hazle esta pregunta:“Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo. Pero quiero preguntarte, ¿ves en vida el don absoluto de mi amor a ti y a los hermanos?”.

Después de esta viva oración, haz silencio y déjale hablar a Él.

Pienso, sinceramente, que te bastará con lo que te pueda decir el Señor. Si haces silencio, escucharás en verdad su voz.

Pero considero que es mi deber fraterno, sugerirte algunos caminos de reflexión y de oración.

Mira: en la vida importan siempre dos cosas: el amor que la mueve y los gestos concretos que lo expresas. Importa el momento de las grandes opciones y la pequeña vida de cada día en la que estas opciones se plasman. La oración, expresión de amor, y el servicio y entrega a los demás como compromiso de amor. La búsqueda sincera del Señor y la capacidad de olvido de ti mismo que esta búsqueda provoca. La globalidad de una vida y los pequeños momentos y pasos que la configuran.

Todo tiene su valor. Creo que no se puede decir que una cosa de estas que te acabo de señalar es más importante que otra. Mutuamente se complementan y se enriquecen, mutuamente se necesitan.

Por ello quiero decirte: tú, que buscas a Dios, deja que el amor mueva tu vida. Recuerda que te entregaste a Él. No olvides hacer de tu oración de cada día una expresión de tu amor. Haz de tu vida un don de tu amor absoluto. Que esto sea la raíz de lo que eres y de lo que haces.

Te has consagrado a Dios en virginidad, en el celibato. Eres de Él. Que tu donación sea signo de tu deseo de entrega sincera, constante, sin fin. Pero nunca olvides el camino necesario de todas las pequeñas cosas de cada día, y que el don de tu amor absoluto se pueda expresar en los hechos más habituales y corrientes de la vida diaria, esto es, tu trabajo, tu vida de relación fraterna, tu manera de hablar, de servir a los demás, toda tu manera de comportarte.

Como dice San Agustín: “Lo que es pequeño, es pequeño, pero la fidelidad a las cosas pequeñas por amor, es algo muy grande”. Porque la fidelidad es un camino.

Piensa, por otra parte, que bastará que tú pongas el uno por cien de buena voluntad. El noventa y nueve restante ya lo pondrá el Señor con su gracia.

En mi vida sacerdotal me he encontrado con personas que viven con preocupación su fidelidad. Viven inquietas, no tienen confianza en su propia capacidad. Desconfían de sus posibilidades, hasta que descubren que el Señor les dice: “Sé pobra de alma, vive el presente como un don de mi amor, compártelo con tus hermanos con amor, y confía. Nada más”.

En todo caso, siempre te basta su gracia.

Subsiste, sin embargo, una pregunta básica: Es hermoso decir “don de tu amor absoluto”, pero, ¿es posible realizarlo en la vida?, ¿acaso esto no será pretender demasiado, mirar demasiado alto?.

Hace un tiempo escuché como una parábola que creo nos puede ayudar a comprender el sentido que ha de tener la respuesta a estas preguntas.

En la vida del espíritu ocurre como en el viaje que un navegante hace por el mar. Cuando va solo en su barca puede escoger dos medios para avanzar: puede usar los remos, con su esfuerzo, su ritmo de marcha. De este modo, aunque camine a base de esfuerzo, va navegando a su aire. En una segunda opción, puede desplegar plenamente las velas de su barca y dejarse llevar por el viento. Nunca olvida los remos, tanto en la primera como en la segunda opción necesita poner algo de sí mismo. Sin embargo, es clara la diferencia: en la primera opción lo más importante son los remos. En la segunda el viento, el viento del Espíritu, sí.

Podrás encontrar un gran paralelismo, salvadas siempre las diferencias de toda comparación, entre esta pequeña parábola del navegante y tu vida de oración y entrega a Dios.

El que ora, el que busca a Dios, el que se ha consagrado a Él puede optar por dos caminos: el ir por sus pasos, a su ritmo, a su aire, con sus precauciones, sus miedos, sus reservas, y con las limitaciones del propio esfuerzo y de la propia capacidad. O puede, por otra parte, lanzar el corazón y abandonarse de lleno al viento de Dios, a su Gracia.

Si miramos atentamente la diferencia entre estos dos caminos, podremos decir que es fácil escoger. Parece más fácil dejarse llevar por el aire que navegar a base del esfuerzo que hacemos remando. Pero, ¿no has pensado que, de hecho, nos gusta más, nos resulta más cómodo caminar a nuestro aire, caminar a tu aire?, ¿no te parece que pesa mucho en tu vida el miedo a la hora de dejarte llevar por el viento del Espíritu?.

Mira: hay muchas pregunta que reflejan este miedo: ¿Qué me puede pedir el Señor?, ¿acaso yo no estoy respondiendo ya a lo que el Señor espera de mí?, ¿porqué tengo que preocuparme de buscar más, de dar más?. ¡Ya basta con caminar así!

Cuando, en mi servicio sacerdotal y fraterno he tenido la ocasión de acercarme al camino interior de las almas, he podido comprobar que el Señor va llevando a cada una de ellas por un camino diferente. El viento y la fuerza del Espíritu son de una riqueza y variedad inimaginables. Pero siempre se da una realidad común: el que busca a Dios, el orante, el que ha consagrado su vida a Él, no estorba. Se abandona plenamente a la acción del Espíritu. A unos el Señor los llama por un camino de sufrimiento, de Cruz, de purificación constante. A otros, les señala el camino del amor y la ternura vividos y expresados en las pequeñas cosas. Para unos, el viento del Espíritu Santo es fuerte e impetuoso, como de tormenta. Para otros es una brisa suave.

Pero, en todo caso, piensa que si tú quieres pedir al Señor la gracia de poder hacer en tu vida el don absoluto de tu amor, tendrás que cuidar por tu parte la preparación para recibir esta gracia. Y esta preparación consiste en cuidad la pobreza de alma, el olvido de ti mismo. No permitas, hermano, que el egoísmo eche raíces en ti.

Vive, también, con delicadeza, tu vida espiritual. No se te pide que seas escrupuloso, pero sí delicado. Valora como un momento fuerte de esta delicadeza espiritual el sacramento de la reconciliación o de la penitencia.

Proponte hacerlo todo por amor, con amor desde el amor. Que este amor se concrete en su servicio y en tu entrega diaria a los hermanos. Pero piensa que si es una amor total, si es un amor evangélico, ha de ser un amor alegre, desinteresado, gratuito.

Vive despierto, atento. Que tu deseo de ser fiel al Señor pueda más que mil motivos de distracción que encuentres en tu vida.

Y, sobre todo, confía. Ten confianza, abandónate en las manos del Padre.

Tú quieres hacer de tu vida el don absoluto de tu amor. Convierte tu oración de hoy en súplica y en atención serena a la voz del Señor. Que Él te inunde con la iluminación del Espíritu Santo. Así podrás adquirir el conocimiento que ninguna palabra humana te puede dar.

Aprende de María el sí: Que se haga en mí según tu palabra. Él, el Señor, te ayudará siempre con su gracia.

 

PADRE, ME ABANDONO EN TUS MANOS

Hermano: cuanto más te adentras en el camino de la búsqueda de Dios percibes con más claridad la necesidad de vivir el abandono. Percibes que sólo abandonándote plenamente en sus manos puedes vivir buscando a Dios.

Vas haciendo camino, vas encontrando al Señor en la medida en que te vayas abandonando.

La búsqueda y el encuentro con Dios tiene su inicio y su culminación en el abandono. Esto lo verás muy claro si contemplas serena y pausadamente la vida del Señor Jesús y que él mismo expresa con fuerza en el Calvario al decir con todo el amor de su alma: “Padre, en tus manos pongo mi vida”.

Desde el momento en el que el Padre tanto amó al mundo que le mandó a su Hijo Unigénito, hasta la Resurrección y la Ascensión, toda la vida del Señor fue un camino de abandono, esto es: humildad, obediencia, adoración, alabanza, amor, aceptación sumisa de la voluntad del Padre hasta la muerte en cruz, pasando por el “Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz” del Huerto de los Olivos y por el “Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has abandonado?” que dice Jesús en la Cruz.

Él , Jesús, es el primer testigo que nos habla del camino del abandono para llegar al encuentro con Dios. Con su vida te dice a qué puede llevar a nivel de exigencia y cómo puede expresarse en la dimensión de ternura, amor, alabanza y adoración. Recuerda al respecto que Jesús siempre se dirige al Padre con el término “Abbá” que, literalmente, equivale a “papá” cariñoso y entrañable.

Será necesario, pues, que en tu oración de hoy dediques un tiempo, un largo rato si puede ser, a la contemplación orante de la vida de Jesús. Si partes de ella para meditar sobre el abandono llegarás a una conclusión: el abandono es camino de cruz y camino de amor.

Ciertamente, muchos intentos de vivir la espiritualidad del abandono quedaron a medio camino porque, inconscientemente, se buscaba romanticismo donde sólo hay amor y entrega, cruz y vida, adoración y alabanza y, sobre todo, una confianza ilimitada y alegre.

Tú, que buscas a Dios; tú, que has oído su voz; tú, que quieres hacer en tu vida el don de tu amor absoluto, recuerda: tu camino es el abandono, tu oración es la de Jesús: “Padre, me abandono en tus manos”. Tu vida sólo puede ser el “Haz de mi lo que quieras, cuando tú quieras y cómo tú quieras, porque te amo”.

Tu canción y tu alegría nacerán cuando puedas decir con gozo “Hagas lo que hagas de mí, te doy gracias, porque te amo”.

Seguramente te harás una pregunta: ¿qué es el abandono?, ¿qué puedo hacer para abandonarme?.

No olvides que entramos en uno de los aspectos de la vida espiritual que es menos fácil de expresar en palabras. Sólo el Espíritu Santo con su luz te puede manifestar el conocimiento del camino del abandono, y con la fuerza de su viento te puede conducir a abandonarte.

Más aún: irás comprendiendo qué es el abandono y cuáles son sus exigencias en la vida en la medida en que te vayas abandonando.

Por tu parte, sólo puedes poner la decisión de hacerte peregrino del camino del abandono. La invitación es un don de la gracia. Los pasos te los irá indicando el Señor, que también probará tu fidelidad de peregrino. Tú, lanza el corazón y déjate llevar.

Para explicarte esta actitud espiritual del abandono quiero compartir contigo algunos pensamientos sobre el abandono. Y lo voy a hacer comenzando con un conocido cuento oriental que expresa muy gráficamente uno de los aspectos esenciales del abandono: has de dar algo de ti mismo, has de darte si quieres conocer, has de abandonarte si quieres orar. Es el cuento de la muñeca de sal.

Una muñeca de sal, después de un largo peregrinar sobre la tierra seca, llegó a la orilla del mar y descubrió algo que nunca había visto y que, seguramente, ni siquiera podía imaginar. Ella, la pequeña muñeca de sal, estaba asentada sobre una tierra firme. y contemplaba que existía otra clase de tierra, que era una tierra movediza, insegura, ruidosa, azulada, extraña y desconocida. Era el mar.

Y se decidió a preguntarle:

- ¿Quién eres tú?.

El mar respondió:

- Yo soy el mar.

Y la muñeca insistió:

- ¿Y qué es el mar?.

La respuesta fue la misma:

- Soy yo.

Entonces dijo la muñeca:

- No lo puedo entender, pero deseo poder comprenderlo.

El mar le dijo entonces

- Si quieres conocerme, tócame.

Entonces la muñeca, tímidamente, alargó el pie y tocó el mar. Y tuvo la impresión extraña de que aquello era algo que empezaba a poder ser conocido y entendido. Pero, al retirar la pierna, vio que los dedos de su pie habían desaparecido. Se asustó y dijo

- ¿Dónde están mis dedos?, ¿qué me has hecho?.

El mar respondió con calma

- Diste algo de tí misma para poder conocer.

Poco a poco el agua se fue llevando pedazos de la muñeca de sal. Ella seguía penetrando más y más en el mar. Percibía a cada instante que iba comprendiendo mejor al mar, pero, no obstante, aún no era capaz de decir del todo qué es el mar.

A medida que iba introduciéndose en el agua se iba fundiendo y no cesaba de preguntar

- Pero, ¿qué es el mar?.

Finalmente, una ola disolvió lo que quedaba de ella y la muñeca acabó diciendo:

- El mar soy yo.

Había descubierto qué era el mar. El precio: fundir todo su ser de sal.

El cuento de la muñeca de sal, en su belleza poética, salvadas las distancias propias de toda comparación, puede ser una buena explicación del proceso interior que vive en su vida el orante, el que busca a Dios por el camino del abandono.

Procuraré explicarlo con sencillez y a partir de unos breves pensamientos para acompañar tu oración personal. No olvides, sin embargo, que es la oración de un consagrado, es tu oración, la que tú, que eres de Dios, le diriges a Él.

* El abandono exige un constante dar o darse para poder crecer en tu vida.

* Si te abandonas, has de abrir tu vida a una plena y progresiva desposesión de ti mismo. Es la pobreza de alma. Esta pobreza tiene una doble perspectiva: en un primer momento es una realidad ascética de esfuerzo, lucha y atención personales pero, fundamentalmente, es una obra de Dios en ti. Él la realiza siempre con gran amor, aunque a ti te pueda parecer costosa y de cruz.

* Con el crecimiento del abandono se irá produciendo en ti una gran libertad interior. Para entrar en tierra de Dios necesitas estar muy libre de ti mismo, con las velas de tu barca plenamente desplegadas al soplo del Espíritu Santo.

* El abandono te llevará a vivir de la fe. Teresa del Niño Jesús llegó a decir estas impresionantes palabras: “No deseo ver a Dios en la tierra. Prefiero vivir de la fe”. Por esto, si te abandonas, recuerda que tu luz, tu única luz en muchos momentos, será la fe. La fe desnuda y pobre. La fe llena de confianza en la misericordia de Dios.

* El abandono te conducirá a fundir en el mar de Dios todo lo que sean actitudes cerradas de autoprotección o defensa. Deberás dejar el orgullo, el egoísmo, el deseo de vivir para ti, la pereza en la disponibilidad o en el servicio a los hermanos. Deberás fundir tus miedos, tus tristezas, tus melancolías, tus desánimos, tus temores a las exigencias de Dios… o, como siempre, tus deseos de seguir siendo dueño de tu propia vida. Podrá llegar, incluso, el momento en que te hagas esta pregunta, o le hagas esta pregunta al Señor: “Pero, Señor, ¿qué queda de mí, qué queda para mí?”.

Me parece que Él, como el Padre del hijo pródigo, sólo te dará ésta escueta respuesta:“Quedas tú y quedo yo. Y todo lo mío es tuyo”. Es la conclusión a la que llegó Teresa de Jesús cuando concluía su conocida poesía “Nada te turbe” con estas palabras: “Sólo Dios basta”.

* El abandono te llevará a una aceptación plena y gozosa de la voluntad del Padre por incomprensible que ésta te parezca. Algunas veces sentirás a Dios cerca, cerca en tu vida, cerca en tu oración. Y en otras tendrás la impresión de que está muy lejos. Sin embargo, el que se ha abandonado cree estar en las manos del Padre y esto le basta.

Nuestra maestra del abandono, Teresa del Niño Jesús, lo expresaba con una imagen muy gráfica: “Soy una pequeña pelota. Jesús me puede dejar en cualquier rincón. A lo mejor me recoge diez años más tarde”.

* El abandono exige también confianza. Una confianza asentada en la firme convicción:“Dios es amor. Dios me ama. Dios me ama en la cruz. Dios me ama en el gozo”.

* Los barcos tienen el ancla con la que se afirman en la profundidad del inmenso mar. La confianza propia del abandono consiste en arrancar el ancla de la seguridad de tu propia vida, arrancarla de ti mismo y lanzarla, en un gesto de entrega y de amor, al corazón de Dios. O también, permitir que Dios con su mano derecha, o su mano izquierda, vaya haciendo el traslado del ancla de tu confianza. No te olvides de que la mano derecha de Dios es suave, pero la izquierda es terrible.

* El abandono te llevará a tener una gran fe en el perdón, en la bondad y en la misericordia de Dios Padre.

Desde esta misericordia reconocerás que tu pobreza, tu castidad, tu obediencia, vividas desde el abandono adquieren una dimensión de amor con un horizonte sin fin.

 

YO TE LLEVO EN MIS MANOS DE PADRE

Cuando vivas el abandono, recuerda siempre que Dios es Padre, pero no dejes de pensar que es Dios, el Dios misterio de fe, misterio de vida.

Recuerdo cómo me impresionó leer el testimonio de un monje cartujo que después de cerca de sesenta años de vida monástica manifestaba que los había vivido en el más silencioso abandono por parte de Dios.

Podemos también leer en los escrito autobiográficos de Teresa del Niño Jesús la clara certificación de este misterio de fe: “En los alegres días de Pascua Jesús me hizo comprender que hay almas que no tienen fe, que por los abusos de la gracia han perdido este hermoso tesoro, fuente de la única alegría pura y verdadera. Él permitió que mi alma fuese invadida por las tinieblas más espesas y que el pensamiento del cielo, tan dulce para mí, se convirtiera en objeto de lucha y de tormento. Esta prueba duró, no sólo algunos días, o algunas horas, o algunas semanas, sino que se extiende hasta la hora que Dios tiene designada, y esta hora no ha llegado todavía.

Quisiera poder expresar lo que siento, pero creo que es imposible. Se ha de haber viajado bajo un túnel sombrío para comprender lo que es la oscuridad. La aridez más absoluta y el abandono fueron mi patrimonio. Jesús, como siempre, continuaba dormido en mi barca. Puede ser que no despierte hasta mi gran retiro de la eternidad. Pero esto, en lugar de entristecerme, me causa un grandísimo consuelo”. Hasta aquí las palabras de Teresa de Lisieux.

Piensa, hermano, que el abandono tiene sus dimensiones de ternura inigualable por parte de Dios, pero tiene también sus exigencias de fe y de prueba. Tú, que has decidido buscar a Dios; tú, que quieres consagrar tu vida al Señor, has de aceptar por amor y por fidelidad esta dimensión de cruz del abandono. Porque el abandono es creer en el amor, dejarse llevar por el amor, hacerlo todo por amor. Y este amor ha de tener siempre forma de cruz.

Con una mano, la de la fe y de la oración, alcanzas a Dios. Con la otra sirves con amor a los hermanos.

Abandonarse en Dios te exigirá aceptar vivir a la intemperie, a no tener nada definitivo, a morir a todo lo que sea comodidad o instalación espiritual.

Dice Jesús: “Las raposas tienen cuevas, los pájaros nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar su cabeza”. Por ello, comprenderás que el abandono es una constante invitación a vivir la pobreza de alma y el camino de la infancia espiritual.

Abandonarte consiste en una disposición del corazón que te hace humilde y pequeño en los brazos de Dios, consciente de tu debilidad y confiado, con audacia, en la bondad amorosa del Padre.

El proceso espiritual de tu abandono será un camino de humildad y de pequeñez que te hará cada día más dependiente del Padre, más gozosamente en sus manos, más en su amor.

Dice Teresa del Niño Jesús “Ser pequeño es reconocer la propia nada, esperarlo todo de Dios como un niño lo espera todo de su Padre. No inquietarse por nada, no pretender nada”, como dice también el salmo 131.

Deseo recordarte unas hermosas palabras de Unamuno que expresan una súplica que puedes hacer también tú:

Agranda la puerta, Padre,
porque no puedo pasar. La hiciste para los niños;
yo he crecido, a mi pesar.
Si no me agrandas la puerta achícame, por piedad.
Vuélveme a la edad aquélla
en que vivir era soñar.

El abandono se concreta, finalmente, en adoración Una adoración silenciosa y constante del Padre en unión con Jesús, el que adora en espíritu y verdad.

Y vívelo todo, las pequeñas y las grandes cosas, como un gesto constante y continuado de adoración abandonada en amor.

Quiero compartir contigo, para sugerir tu oración personal, estas tres breves meditaciones con las que me obsequiaron unos amigos ermitaños y que hace tiempo vienen haciendo mucho bien. Escucha.

 

Ábrete al amor. Deja que te empape, te embeba y te envuelva como a la esponja el mar.

Más que amarme a mí deja que yo te ame a ti. Yo soy el Amor.

No pienses nada. No quieras sentir nada, recibir nada, disponer nada. Sólo goza el amor.

Yo te llevo en mis brazos de Padre. No temas. Déjate llevar.

Fíate de mi amor. Vuela sin miedo.

Ríe, canta, ama, goza.

Yo soy el amor y me doy a ti, y me daré siempre, aunque tú me rehúyas, me rechaces, me desprecies.

Mi amor es eterno, infinito. Nada puede impedir mi amor. Ni tú mismo.

Aunque no quieras te llenaré de mi amor. Serás mío y yo tuyo. Serás en mí, y yo viviré en tí. Como el hierro y el fuego, ¿quién es capaz de decir qué es hierro y qué es fuego cuando están en el crisol?.

No pienses más en ti. No te examines, no planifiques, no programes, ni siquiera para amarme más. Tu sólo ama y deja que te lleve yo.

Te formaré como el escultor hace la escultura. Te pintaré como el pintor pinta su tela. Déjate modelar. Déjate pintar. Como la estatua, golpe a golpe. Como la tela, pincelada a pincelada.

No importa qué es lo que quiero hacer de tu barro. Fíate de mí. Soy el artista. Si eres obra mía, serás obra de arte.

No te preocupe ser grande o pequeño. El tamaño no cuenta. Vale más una nota o un boceto de un gran maestro que una tela monumental de un artista vulgar. Tú serás obra mía, obra de Dios-Amor. Serás, por tanto, obra del Amor para el amor.

Que sea ésta tu gran ilusión: déjate amar por el amor.

 

No pienses nada. No quieras sentir nada, recibir nada, planificar nada, disponer nada. Sólo debes buscar estar siempre atento al amor. Fíate de mi amor.

No pienses nada. No quieras sentir nada, recibir nada, planificar nada, disponer nada. Sólo debes buscar estar siempre atento al amor. Fíate de mi amor.

Deja que yo haga mi obra en ti. Déjate modelar, Déjate pintar. Déjame reproducir en ti mi imagen. Serás en mí y yo en tí.

Ríe, ama, canta, goza. Vuela sin miedo.

Déjate pintar, pero mantén la tela siempre nítida, blanca, sin nada, despojada de todo.

No pienses nada. No te inquietes por nada. No temas.

Déjate pintar. Sé dócil. Fíate de mi amor y yo reproduciré en ti mi imagen. Poco a poco.

Yo pondré color en tu vida. La llenaré de luz. Tú está atento. Sé sensible a cada gesto de mi amor, pues cada uno de ellos tendrá un color diferente.

Ríe, canta, ama, goza sin miedo.

 

No pienses nada. No quieras nada. Fíate de mi. Sé muy transparente, muy claro y muy sencillo de alma. Así podré reproducir en ti, sin obstáculos, mi imagen, pincelada a pincelada.

Ten un alma pobre.

Cada pincelada es distinta: tiene su intensidad, su forma y su color.

Cada pincelada la doy con amor. Recíbela tú como un beso, aunque sea una sombra. Es una pincelada de mi amor que doy con toda la ilusión del artista que va creando su obra maestra.

Déjate que me muestre en el fondo de las criaturas. Todas son mi reflejo, reflejo de mi luz, de mi fuerza y de mi bondad.

En mí lo tienes todo.

No pienses nada. No busques nada. Tú ama y goza, goza sin fin.

Déjate llevar. Vive en mi amor.

Sí. Esto es el cielo. El cielo soy yo: el Amor, y estoy en ti.

Sé feliz en todo, en tu vida, en tu cruz, en tu esperanza, en todo estoy yo.

Abre tu vida al Amor.

 

JESÚS ES MI PERDÓN

Sí, hermano, Jesús es tu perdón.

Estas palabras con las que comienzo esta meditación tienen un profundo y hermoso significado que me es difícil de expresar, pero en el contexto en el que fueron dichas se puede encontrar su profundo significado.

Un monje contemplativo amigo, después de una larga y dolorosa enfermedad, agonizaba plenamente consciente del momento. El Abad, con la comunidad monástica, estaba en su celda para celebrar el sacramento de la unción de los enfermos. El Padre invitó al monje enfermo, según el ritual, a pedir perdón a Dios y a los hermanos. El enfermo contestó, con una gran serenidad: “Sí, pido perdón al Señor y a todos. Yo mismo perdono a todos, pero tengo una gran confianza: Jesús es mi perdón.”

Es reconfortante pensarlo: Jesús, más que perdonar, Él mismo es perdón, es comprensión, es cercanía, es bondad. Y en este camino de la búsqueda de Dios en el que estás orando estos días es bueno que recuerdes que Jesús es perdón. Más aún, necesitas pensar que Jesús es el rostro de perdón que tiene Dios cuando mira tu vida con tus pobrezas, tus limitaciones, tus pecados.

Tengo que decir, además, que he creído oportuno recordar esta gran verdad antes de invitarte a hacer esta pregunta: ¿buscas a Dios o huyes de Él?

Sí. Cuando en la anterior meditación te decía: “Yo soy el amor y me doy a ti, y me daré siempre. Aunque tú me rehuyas, me rechaces y me desprecies, aunque no quieras, te llenaré de mi amor” cuando escuchabas esto habrás podido pensar “¿Es posible, es posible que Dios me diga esto a mí?”.

Cuando vayas haciendo la ruta de la búsqueda de Dios, a medida que vayas descubriendo que Dios es amor, te darás cuenta del alcance y la importancia que tienen tus infidelidades, tus huidas, tus desconfianzas.

Te has consagrado a Dios en pobreza, castidad y obediencia. Eres todo de él. Por esto quiero proponerte unos breves pensamientos para orar y contemplar pausadamente, en tus diálogos serenos con el Señor.

Si siguiéramos en este camino de preguntas, podrías ver cómo no siempre tu respuesta es de amor al Señor que, según expresión de Francisco de Asís, “murió por amor de tu amor “,dio su vida buscando tu amor, porque quería tu amor.

Por ello yo te invito a decirle al Señor con todo el amor de tu alma: “Tú eres mi perdón, mi fuerza, mi vida. Tú eres la oración que yo quiero decirle al Padre. Tú eres mi hermano, el amigo cercano, el compañero de camino, Tú eres mi perdón. Tú eres mi oración, Señor Jesús”.

El Señor sabe, sin embargo y mejor que nadie, que no quieres huir de Él, que quieres o deseas que Él lo sea todo en tu vida. Por esto quiero sugerirte que hagas tu oración a partir de unas palabras del Evangelio. Dicen así: “Cuando Jesús llegó a la región de Cesarea de Filipo, preguntaba a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?” Ellos contestaron: “Unos dicen que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas”. Entonces Jesús les preguntó: “Y vosotros, quién decís que soy Yo?”.

Esta pregunta también es para ti: tú, ¿quién dices que es Jesús con tus palabras y con tu vida?.

Da una respuesta. Que sea la de tu vida o la de tu deseo, la de tu realidad o la de tu esperanza., pero que sea sincera. Y que sea oración. Ten presente, como trasfondo de todo, lo que hemos pensado y rezado sobre el abandono.

Quisiera ofrecerte, además, una serie de pensamientos para acompañar tu oración de hoy. Debes tener en cuenta que tu oración es imprescindible en la búsqueda de Dios por el camino del abandono. Y por esto te digo con sencillez:

* Que tu oración sea siempre silencio para escuchar al Señor que te habla, que te pregunta, que quiere llegar a ti.

* Que tus palabras sean pocas, sinceras, de respuesta y de amor.

* Lo esencial de la oración para ti ha de ser siempre la presencia del Señor. Él es amor, Él está, Él es fiel. Él es el primero que espera tu oración. Lo que importa es su presencia y tu presencia en Él.

* La presencia del Señor en tu vida y en tu oración a veces será elocuente, te será fácil orar. En otras ocasiones el Señor estará, pero su presencia será callada, silenciosa. Limítate entonces a estar, mirar y dejarte mirar por Él.

* Es bueno que aprendas a no querer hacer tu oración, la que a ti te gusta, sino busca más bien la oración que Él espera de ti.

* Vive, en todo caso, la oración con una dimensión de abandono.

* Tus súplicas han de ir acompañadas de una disponibilidad y servicio en relación con tus hermanos.

* Cuando te sea difícil orar o te cueste concentrarte, o te sea difícil hacer silencio, antes de analizar tu oración pregúntale al Señor y pregúntate a ti mismo por el amor a los hermanos. Hoy, antes de preguntarte quién es el Señor para ti., reconcíliate desde tu corazón con tus hermanos. Así tu respuesta será la verdad de tu vida.

* En tu oración, en tu deseo de buscar a Dios y de abandonarte en sus manos de Padre, procura preparar tu corazón para recibir al Señor, para hospedarlo, para que Él pueda habitar en ti.

* Deja entrar el amor del Padre en ti. Deja que Él transforme tu vida. Déjate llevar.

* Cuida que las actitudes de tu vida sean las de la arcilla blanda y dócil que el Padre va moldeando con sus manos amorosas. Que pueda reproducir en ti la imagen de su Hijo, que pueda cristificar tu vida, que, con pobreza de alma, te sientas invitado a abandonarte en sus manos, a dejarte llevar por Él, transformar por Él.

* En tu oración piensa que Él te puede dar vida con su amor, y puede dar vida a tu trabajo, a todo lo de cada día, a tu relación fraterna, a tus idas y venidas, a tus preocupaciones e inquietudes, a tus ilusiones y tus esperanzas.

* No te dejes llevar nunca por la tentación de pensar que lo que haces ya es oración. Si no buscas momentos explícitos para orar, como estás haciendo ahora, si no te preguntas qué es el Señor para ti, si no lo expresas con una respuesta sincera, no solamente no orarás con lo que haces, sino que hasta podrás perder el sentido y la vida que pueden tener en Dios todas tus obras, todas tus actividades.

* Vive tu oración como quien vive de la fe. Que tu oración sea hacer acto de presencia en la fe esperando el don de Dios.

* Cree en el amor que Dios te tiene. Cree que Él vive en ti y se ocupa de ti. Y, después, que tu oración te lleve a obrar, a responder con vida.

* Conviene que comprendas la importancia de “dejar de hacer” para “dejarle hacer”, “dejar de hablar” para “dejarle hablar”.

* Tu oración te llevará a reconocer el lenguaje con el que Dios te habla a través de los acontecimientos de tu vida. Que te ayude también a encontrar el hilo conductor con el que la providencia amorosa del Padre lo va llevando todo en tu vida.

* Aprenderás a orar cuando aprendas a llamar a Dios PADRE, cuando descubras en verdad que Él es el Padre, cuando veas que si no le dices Padre nuestro, pierdes buena parte de tus derechos de llamarle Padre.

* Aprenderás a orar cuando te sepas en las manos amorosas del Padre y cuando vivas el abandono en una disponibilidad sin límites.

* Hoy, que te invito a preguntarte quién es Cristo para ti, piensa que no es bueno que conviertas tu plegaria en una mera reflexión, por muy teológica o espiritual que sea. Tampoco sería válido que la convirtieras en un fervor meramente sensible.

* Los cristianos ortodoxos gustan decir que para orar es necesario que el pensamiento descienda al corazón. Podríamos decir que tu oración de hoy, y la de siempre, ha de consistir en poner la vida en tus manos, toda tu vida y, desde ella, hablar a Dios. No puedes hablar a Dios alejado de tu vida.

* En tu oración piensa siempre con intensidad que Él está.

* Déjate llevar por el Espíritu y dile con fuerza al Señor: “Señor, yo no tengo ya palabras. Sé tu mismo mi propia oración”.

 

SÓLO TENGO EL DÍA Y LA NOCHE

Dice María: “Porque ha mirado mi alma pobre de esclava”. Y Jesús, en el Evangelio: “Felices los que tienen el alma pobre”.

Ramón era un mendigo amigo que pedía limosna a la puerta de nuestra iglesia. La comunidad le ayudaba como sabía y podía. Frecuentemente se podía conversar con él, que tenía una filosofía de la vida muy especial. Era un mendigo con vocación de mendigo.

Un día me dijo las palabras que encabezan esta meditación de hoy: “Sólo tengo el día y la noche”.

Me hicieron pensar mucho y me ayudaron a descubrir la auténtica dimensión de la pobreza de alma.

Yo no sabría decirte si la pobreza de alma es consecuencia o es raíz del abandono. Me inclinaría a decir que es el primer fruto del abandono. En todo caso, es una actitud esencial en el camino de la búsqueda de Dios.

Jesús, en el Sermón del Monte, síntesis y programa de su Buena Noticia, quiere empezar sus palabras con las que hacen referencia a la pobreza de alma: “Bienaventurados los pobres de alma”.

María tuvo un alma pobre de esclava, el Señor la miró en su pequeñez, y fue escogida para realizar en ella «cosas grandes».

«Sólo tengo el día y la noche… » Y yo me decía a mí mismo: «Escogí ser pobre como Jesús y, sinceramente, yo, seguidor de Jesús, no puedo decir que sólo tengo el día y la noche. Y no es problema de «cosas», de tener más o menos, es cuestión de actitudes interiores, consecuencia de mi abandono en las manos del Padre y condición imprescindible para buscar a Dios en verdad.»

¿No lo crees tú así, hermano? ¿Tú puedes decir que sólo tienes el día y la noche?

Yo te invito a recorrer, en actitud orante, los rasgos que configuran la pobreza de alma.

Al pobre de alma se le conoce por su paz. Su paz de alma, su paz de dentro. Y tiene paz porque no tiene nada que perder:

– No se tiene a sí mismo y ni siquiera desea «tenerse».

– No se aferra a la voluntad de querer tener la razón, y menos cuando para ello debe faltar al amor.

– No da ni un paso por «poseer» y aún menos por «poseerse».

– Vive con sencillez, sin decirlo, el mandato de Jesús: «Si quieres seguirme, niégate, olvídate de ti mismo.»

– Renuncia al comparativo, a comparar y a compararse. Descubrirás que comparar te quita la paz.

– Acepta con sencillez las limitaciones propias. El pobre sabe reconocer que son suyas. No cae en la fácil excusa de echar la culpa a los demás por ellas. Será capaz hasta de sonreír cuando los demás se las descubren o hablan de ellas, y será capaz de sonreír porque las asume con paz.

Por todo ello la pobreza de alma da una gran paz interior. ¡Es tan grande, tan necesaria esta libertad para poder buscar a Dios sin nada que se interponga!.

A partir de estas actitudes ya podrías empezar a decir que sólo tienes el día y la noche.

Pero es bueno que profundicemos en esta descripción.

El pobre vive intensamente el presente como un regalo de Dios. Y lo vive con paz de alma, pues sabe que el futuro es cuestión de confianza.

El pobre de alma es generoso al dar y amplio al recibir.

Porque la paz de la pobreza de alma le da un corazón nuevo se puede decir que el pobre tiene un corazón simple como de niño, un corazón grande y fuerte como de madre. Tiene un corazón bondadoso como el cielo que a todos acoge, y un corazón cálido como el sol del invierno.

Una de las consecuencias más palpables de la pobreza de alma es la sensibilidad espiritual que lleva al pobre que vive su búsqueda de Dios a dar valor a las pequeñas cosas como una sonrisa, una mirada amable, un pequeño gesto de servicio, una palabra sincera y oportuna. Esta sensibilidad le lleva también a descubrir y reconocer con gratitud todos los gestos de generosidad de Dios y de los hermanos.

El pobre de alma tiene una especial capacidad para la alabanza y la acción de gracias.

Te decía que el pobre de alma no se tiene a sí mismo, y es cierto. Esto le lleva a entregar la propia voluntad y a vivir en una disponibilidad de servicio y de amor, sin límite alguno, sin cálculos egoístas, en una actitud sencilla de gratuidad. Lo da y lo recibe todo con la libertad y amplitud de quien está convencido de que nadie le debe nada.

El pobre de alma tiene la alegría de poder decir al Señor con toda la sinceridad de su corazón: “Tú eres Señor, mi único bien”. Y vive la paz interior de quien se apoya en Dios de verdad, y sabe que sin Él no es nada. Y esto, en lugar de inquietarle, le alegra, pues le permite depender de aquel a quien ama.

Quien vive la pobreza de alma siente la necesidad de ser de todos y de multiplicarse para llegar a todos sin mirar, por supuesto, lo que queda para él. No se contenta con dar un pedazo de pan a quien lo pide: si pudiera, hasta se haría él mismo pan. Sabe ser corazón cuando el hermano precisa amor; sabe ser sonrisa cuando hay tristeza en el hermano, y sabe ser oído cuando el hermano precisa hablar, decir o decirse, desahogarse. En este caso se olvida, incluso, del tiempo.

La oración es una semilla que encuentra la tierra más apropiada en el pobre de alma, pues la pobreza le lleva a confiar en la bondad de Dios y en su providencia. Y esta confianza, es tan grande y tan arraigada en su vida, que confía también en la bondad de los hermanos, sí, en la bondad escondida, en el corazón de todo hermano, incluso del hermano a quien conoce tanto que le es difícil descubrir su rostro de bondad.

El pobre de alma sabe ser abierto. Busca y ama la sencillez, la simplicidad y la transparencia. El pobre no se permite el lujo de tener, ni siquiera, dobles intenciones. Tiene la mirada limpia, no oculta nada. Por ello mira siempre a los ojos.

El pobre de alma es buen oyente de la Palabra; como María, sabe que todo canto de alabanza y acción de gracias nace de la contemplación silenciosa. El Magnificat nació en el alma pobre de esclava de María.

La pobreza de alma da a quien la vive la “lengua de discípulo”. La humildad en el hablar no tiene necesidad de levantar la voz; no quiere imponer, porque prefiere escuchar.

Sí, el pobre es interiormente libre, no se ata a respetos humanos porque no tiene nada que temer.

Te he hablado mucho, hermano, de la paz de alma que tiene el pobre. La razón última de esta paz está en que la única riqueza que tiene es Cristo y, ¿quién será capaz de arrebatarle el amor de Cristo?.

Por otra parte, la paz es consecuencia del amor que siempre ahuyenta al miedo y al temor.

El pobre de alma siente la necesidad ineludible de orar, porque descubre a Dios como sentido de todo lo que dice y hace. Y algo muy importante: está convencido de que la eficacia de todo lo que hace no viene de sus manos de alfarero, sino de la bondad de Dios, que quiere dar vida al barro. Por ello, remite toda muestra de gratitud al Señor, dador de todo bien. Y no lo hace por compromiso, sino por convicción sincera.

Se da una profunda relación entre pobreza y súplica, entre alma pobre y contemplación: cuanto más pobre, más orante; cuanto más orante, más pobre.

El pobre vive feliz en su pobreza, vive su vida en alegría y serenidad de alma, porque tiene como única seguridad el saberse en las manos del Padre, el recordar que su rostro está grabado en ellas y es mirado constantemente con amor.

El pobre de alma suplica y reza con una gran confianza. Sabe esperar. Sólo los pobres, sólo los que se sienten inseguros de sí mismos, sólo quienes se saben ante Dios sin derecho a nada, saben esperar cuando suplican, pues recuerdan que Dios es siempre gratuito, y tan gratuito como generoso en sus dones.

Quien está en camino de vivir la pobreza de alma aprende a borrarse y a desaparecer para valorar a los demás porque, es cierto, no valoramos a los demás, incluso se llega a prescindir de Dios porque nos creemos más y cuando nos creemos más.

El pobre de alma es feliz tanto cuando ha de asumir papeles protagónicos, como cuando está en un papel secundario, es tan feliz cuando puede ser rama con flores y frutos, como cuando ha de ser raíz. Entonces descubre que no pierde el tiempo: en su vida oculta, da vida a la planta.

El pobre de alma se apoya en Dios en todo momento, en toda circunstancia y en todo lugar y lo expresa espontáneamente, invocándolo con amor y esperanza, con la sencillez y la naturalidad más claras.

María es el testigo fundamental del pobre de alma. Ella vivió su pobreza como disponibilidad y como docilidad. El ser dócil a los deseos o a las sugerencias de los demás, manifestados o no, es una manera de ser pobres.

El pobre entiende que “pobreza de alma” equivale a sentido de servicio, como María, la de la visitación. María – Camino. Es de pobres ir a servir y no esperar a que el servicio nos sea exigido.

El pobre vive todo con alegría y paz de alma. Aprendió a dar y a recibir sonriendo. Comprendió que detrás de todo lo bueno y lo malo que vive hay una sola y gran verdad: se sabe amado por Dios con ternura.

Enrique, “el caminante”, es un pequeño hermano de Jesús, amigo. Desde el año 1950, al acabar su noviciado, fue enviado por sus superiores a integrarse en el mundo de los mendigos. Vivir como uno de ellos, vestir como ellos y dormir donde duermen los mendigos. Tiene una mirada limpia, se le ve feliz. Un día le dije: «Hermano Enrique, con este aspecto, aunque seas religioso, en algunos lugares te recibirán bien y en otros te cerrarán la puerta”. Su respuesta fue muy de pobre de alma: «Si me reciben bien, está bien; si me reciben mal, está bien. Solo soy un pobre».

Hermano, que en tu camino de búsqueda de Dios, que en tu deseo de ser fiel al Señor, puedas decir también que tú eres pobre.

DIOS TIENE UN PLAN DE AMOR PARA TI

Teresa de Jesús, en su conocida poesía Vivo sin vivir en mí, nos da una hermosa, sencilla y profunda definición de la vida contemplativa. Ella dice: “Porque vivo en el amor que me quiso para sí”. Y en otra poesía titulada En las manos de Dios dice: “Pues por vuestra me ofrecí, ¿qué mandáis hacer de mí?. Decid, dulce amor, decid, ¿qué queréis hacer de mí?”.

Hermano, eres de Dios, porque él te ha llamado. Te has abandonado en sus manos de Padre. Sientes tu pobreza, tus limitaciones. No dejas de ser consciente de tus pecados. Pues bien: en medio de esta pobreza puedes pensar que vives en el amor que te quiso para sí, o que deseas vivir en el amor que te quiso para sí. Porque Dios tiene un Plan de Amor para ti.

Muy pronto, al comenzar mi interés por el camino de la oración, descubrí la realidad del Plan de Amor del Padre. No me atrevía a hablar de él. Me parecía algo tan profundo y tan difícil de expresar en palabras que no podía ni escribir, ni decir nada del Plan de Amor del Padre.

Pero el Señor me lo hizo conocer poco a poco, a medida que iba entrando en el camino interior de las almas, consagradas o no.

Dios tiene un plan de Amor para ti.

 

¿Qué es el Plan de Amor?

Voy a intentar responder con unas palabras sencillas y, créeme, unas palabras pobres. Siempre quedarán lejos de poder definir y de poder explicar en su plenitud la realidad del Plan de Amor del Padre.

Pues bien, el Plan de Amor es una fuerza interior que invita, atrae y arrastra. Empiezas a sentir que el Señor te invita a un camino interior. Después, sientes una fuerte atracción a realizar la voluntad del Padre, hasta que llega un momento en que no puedes decir que no. Dices un  incondicional.

El Plan de Amor es un sello que marca nuestra vida. Se vive con la convicción de que solamente respondiendo a este don podrás ser plenamente fiel y feliz.

El Plan de Amor es una manera de ser y de entender la vida en Dios. Una sensibilidad espiritual especial que percibes que es de Dios, que va definiendo tu vida y orientando las opciones interiores concretas que la conforman.

El Plan de Amor es un camino interior que vas haciendo en Dios, hasta que descubres que es el Señor quien lo hace en ti.

Ya que eres consagrado te diré que, más que la vocación, el Plan de Amor es el alma que da sentido a tu vocación.

Es un Plan de Amor, sí, concreto, personal, radical que Dios Padre ha pensado, con amor, perdona la reiteración, lo ha pensado con amor para ti.

 

¿Cómo se manifiesta el Plan de Amor?

Pienso que empieza a manifestarse como un deseo interior, una sed del alma que te hace percibir que Dios quiere algo concreto de ti. Se manifiesta también como una inquietud por buscar: yo, penosa y calladamente, busco y descubro que es Dios quien me está buscando a mí, que es Dios quien, con amor, sembró en mi corazón el deseo de buscar, de buscarle solo a Él.

A veces, el Plan de Amor se manifiesta como una luz: veo claro lo que Dios quiere de mí. Pero en otras ocasiones es, ciertamente, una noche. Y entonces preguntas, necesitas preguntar: ¿Señor, qué quieres de mí? ¿Porqué no me lo dices con claridad? ¿Dónde estoy? ¿Porqué, Señor, esto en mi vida? ¿Porqué sembraste este deseo en mi alma?

Y antes de recibir una respuesta, te darás cuenta de que no hay luz sin una entrega previa en la más absoluta oscuridad.

Se manifiesta también como algo interior, a veces inexpresable, casi siempre indecible. Es un misterio de amor en Dios que todos tenemos y que, en la vida de fraternidad, hemos de respetar.

Se manifiesta como un camino de amor en el que experimentas, de verdad, que Dios te ama y que Dios te ama en la alegría, pero que también te ama en la cruz: cuando sufres te sientes, te sabes amado por Dios.

Dios te ama, sí, y quiere de ti una respuesta concreta de amor.

Finalmente, te diré que se manifiesta como un don especial del amor de Dios en ti.

En todo caso, puedes percibir que estás respondiendo, que ya estás en el Plan de Amor del Padre cuando tienes paz de alma y un fuerte deseo de ser fiel: la paz de alma, la fidelidad son signos que manifiestan claramente que tu vida está en la onda del Plan de Amor del Padre.

 

¿Cuál es el objetivo del Plan de Amor?

Creo que el objetivo del Plan de Amor es único y múltiple a la vez.

La unidad proviene de la inserción en Cristo, en su misterio salvador, en su amor por los hombres, en su deseo de hacer cercana y visible la verdad del amor del Padre. Yo veo resumida esta realidad en las palabras que ya te cité del Apóstol Pablo a los Gálatas: “Estoy crucificado con Cristo. Vivo yo, más no soy yo. Es Cristo quien vive en mí”. La unidad, pues, viene de este objetivo, es común para todos: la inserción en el misterio de Cristo, la cristificación de cada una de nuestras vidas.

La diversidad está en los diferentes caminos y senderos que Dios tiene designados para cada uno de nosotros, hasta poder llegar a este objetivo, centro único y radical de toda vida cristiana y, por lo tanto, de la vida consagrada.

Precisamente, los consagrados tenemos en la Iglesia un camino muy concreto: el seguimiento radical y significativo del Señor Jesús. Y cada Institución de vida consagrada, de acuerdo con su carisma propio, asume unas connotaciones peculiares. Dentro de cada familia diremos que cada comunidad debe buscar su camino concreto hasta poder llegar al camino personal, único e irrepetible que Dios ha pensado, con amor, para ti, para mí, para cada uno de nuestros hermanos.

En este contexto cristiano y eclesial, el Plan de Amor del Padre queda insertado en el misterio salvador de Cristo en la Iglesia. Diré más: es un peldaño necesario -Dios lo dispuso así- de la Historia de la Salvación.

Todo ello me hace pensar en la gran responsabilidad que supone para ti, para mí, para todos, la fidelidad al Plan de Amor personal que el Padre pensó para nosotros.

El Apóstol Pablo era muy consciente de ello y, en una ocasión, dijo: “Suplo en mi cuerpo lo que falta a la pasión de Cristo”.

Nuestra fidelidad al Señor no es cosa nuestra, como si fuera algo exclusivamente personal que sólo nos compete a cada uno de nosotros. La fidelidad, nuestra fidelidad, entra a formar parte del conjunto del Plan Salvador de Dios Padre en Cristo Jesús.

¿Te das cuenta de la importancia y de la responsabilidad que tienes a la hora de conocer y responder al Plan de Amor del Padre?

 

¿Qué exigencias comporta?

Yo las resumiría en estas pocas palabras.

La primera exigencia, la cruz. Para Cristo fue un elemento esencial y el discípulo no es mayor que el Maestro. María, la Virgen María, Madre del Silencio, Madre de la Oración, en su fidelidad al Plan de Amor del Padre vivió fuertes momentos de cruz. Pablo llega a declarar con fuerza y entusiasmo: “Lejos de mí el gloriarme de otra cosa que no sea la Cruz de Cristo. En Él está la salvación, la vida, la resurrección. Él nos ha salvado y nos ha liberado”.

La fidelidad al Plan de Amor se manifestará, se manifiesta siempre -créeme, es así-, con la presencia de la cruz en la vida: la presencia de la cruz en el cuerpo o en el alma.

Una segunda exigencia: la disponibilidad de vida. Cuando, entre los consagrados hablamos de disponibilidad, pensamos muchas veces en la obediencia, esto es, la disponibilidad para hacer, para ir, para volver, para obedecer, en una palabra.

El Plan de Amor exige una disponibilidad radical en la vida, una vida disponible, plenamente abierta a la voz, a la voluntad de Dios, plenamente libre para responder al viento del Espíritu Santo.

Una tercera exigencia: la fidelidad. Es una exigencia fundamental. Se te pide, se nos pide, una fidelidad total, que se manifestará en las grandes opciones de la vida y en las pequeñas cosas que la conforman. A mi entender se trata de una fidelidad sencilla, fidelidad delicada, fidelidad profunda, fidelidad alegre. Es importante que sea una fidelidad alegre, pues en la fidelidad está nuestra felicidad.

Una nueva exigencia: la entrega. Es la oblación total de tu vida al Padre en Cristo Jesús. Una oblación que, en algunos casos, Dios hace ver que quiere que sea un ofrecimiento victimal. Pero en todo caso, esta oblación te lleva a no anteponer nada al amor de Cristo, como manda San Benito en su Regla monástica.

Otra exigencia: la pobreza, la pobreza de alma, de la que te hablé. En palabras de los místicos, sin embargo, la pobreza como exigencia del Plan de Amor del Padre es el abismo de la pobreza, o el despojo, que es una obra de Dios en nosotros. Es una pobreza que tú no puedes conseguir con tus propios medios por mucho interés que tengas en desposeerte de todo o en desposeerte de ti mismo. Es el abismo de la pobreza, es la pobreza obra de Dios en ti cuando te despoja de todos y de todo.

Y, finalmente, como exigencia, repito e insisto: el abandono. El Plan de Amor del Padre te exige que vivas el abandono con amor, pero que lo vivas con gozo y con confianza porque sabes que Él te ama.

Por ello, pones con ilusión todas tus cosas, tus deseos, tus esperanzas, tus proyectos, la cruz y el gozo de tu vida de cada día, en una palabra todo, absolutamente todo, lo pones en las manos del Padre porque sabes que así está, estás tú mismo, en las mejores manos.

 

¿Qué actitudes comporta?

La actitud radical del Plan de Amor del Padre pide que vivas el silencio y la escucha. No el silencio exterior ni el silencio-acto, sino la actitud de silencio y la actitud de escucha desde una vida de oración y de encuentro contemplativo con el Señor. Cada uno de nosotros tendrá que intentar descubrir cuál es la voluntad de Dios concreta sobre su vida.

Piensa, ahora que estás haciendo este camino del silencio, cuál es la voluntad de Dios concreta para ti, qué es lo que espera el Señor de ti. Tendrás que hacer, que suplicar, con el profeta: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”.

La actitud básica será la búsqueda llena de esperanza, pero también con una pacífica inquietud; sí, es importante que vivas en una actitud de deseo de responder, pero ha de ser una inquietud con paz. No tengas prisa, pero tampoco te detengas en el camino.

Ten en cuenta también que toda búsqueda comporta, al mismo tiempo, una aceptación, por adelantado y sin condiciones, del Plan de Amor del Padre, de lo que Dios quiera para ti: antes de entrar en este camino del Plan de Amor del Padre has de estar dispuesto a asumir y aceptar por adelantado todo lo que Dios te pueda pedir o todo lo que Dios te vaya a pedir, porque sabes bien que pide, pide como un mendigo, como dice San Agustín, pero pide.

La actitud que comporta el Plan de Amor del Padre también es la actitud de disponibilidad, pero la disponibilidad de vivir el Plan de Amor del Padre hasta las últimas consecuencias. Pero piensa que esto no es posible sin una actitud orante en la vida. El que quiera ser fiel al Plan de Amor del Padre no puede contentarse con hacer oración: ha de ir viviendo la vida en una actitud orante, contemplativa. Se tendría que poder decir de él que es un orante, un contemplativo. Todo consagrado, por su vocación, yo diría como una exigencia de su virginidad, ha de ser orante, ha de ser contemplativo.

El Plan de Amor de Dios para nosotros presupone una vida de constante comunión con Él, un vivirlo todo en Dios y, al mismo tiempo, este Plan de Amor, pasa a ser el elemento esencial del encuentro, del diálogo, de la comunión y de la vida en Dios. Y por esto podrás comprender la gran verdad de las palabras de Teresa de Jesús: Porque vivo en el amor que me quiso para sí.

Pienso que Dios Padre te manifestará el Plan de Amor del Padre cuando encuentre en tu vida un corazón sencillo y amante, un corazón pobre y disponible.

En todo caso quiero recordarte que ni el Plan de Amor, ni el poderlo conocer, ni el intentarlo vivir puede ser obra nuestra. Es siempre un don de la gracia del Padre en Cristo Jesús.

 

PEQUEÑAS COSAS

Es imposible, hermano, encerrar todo un plan de amor, sus exigencias, sus implicaciones, en unas pocas palabras. Lo que he venido diciendo es sólo indicativo, lejano indicio de una realidad profunda y amplia.

Yo quisiera ahora hablarte de “pequeñas cosas”, sí. Son cosas significativas, son propuestas de camino y las hago en forma de admonición fraterna. Con estas “pequeñas cosas” quiero invitarte a descubrir el plan de amor y a vivirlo con fidelidad. Comprenderás que es una invitación que hago con toda humildad.

 

Pequeñas cosas

 

NO ORO PORQUE SOY BUENO: ORO PORQUE SOY POBRE

Parábola de la mendiga: Manos vacías

Para encontrar a Dios renuncié al mundo. Años de penitencia encorvaron mi cuerpo, horas de meditación surcaron de arrugas mi frente. Mis ojos se hundieron a fuerza de no mirar. Y, por fin, me atreví a llamar a las puertas del templo, a extender delante de Dios mis manos cansadas de pedir limosna a los hombres, mis manos vacías.

¿Vacías? ¡Pero si estaban llenas de orgullo!.

Y volví a salir del templo en busca de humildad.

Era verdad, era verdad, yo había llevado una vida de penitencia. Los hombres lo sabían y me honraban, y a mí me complacía.

Ahora procuré hacerme despreciar de todos. Busqué humillaciones sin cuento, hice que me trataran como al polvo del camino.

Me presenté de nuevo en el templo y dije al Señor: “Mira mis manos” y el Señor me responde “Todavía están llenas, llenas de tu humildad. No quiero ni tu humildad ni tu orgullo. Quiero tu nada”.

Y volví a salir del templo para desprenderme de mi humildad. Y ando por el mundo tratando de aprender la lección de mi nada. Entonces, cuando mis manos estén vacías de todo, sí, de todo, vacías de mí misma, volveré al templo y Dios depositará en mis manos, verdaderamente vacías, la limosna infinita de su divinidad.

Intento explicarte el camino del silencio, el camino de la oración, el encuentro con Dios y con los hermanos. Y en este camino es importante la enseñanza que contiene esta parábola hindú: “Quiero tu nada”.

Si quieres orar, si quieres hacer de tu vida un camino de contemplación, si quieres responder al Plan de Amor del Padre, ábrela plenamente a la gratuidad de un Dios que se te da como don. A ti sólo se te pide tu silencio, tu pobreza, tu nada, porque Dios quiere ser tu todo.

Búscalo y haz camino, pero recuerda que quien, en realidad, hace el camino es Él, el Señor, en ti.

Cuanto más te adentres en el camino del silencio orante percibirás que está lleno de actitudes que, en un primer momento pueden parecer pasivas, aunque no lo son. Por ejemplo:

En realidad, todo proceso orante exige una transformación radical de tu vida. En ella vas dejando el protagonismo al Señor, a su Plan de Amor en ti, a la realización explícita y concreta de su voluntad.

No se trata tan sólo de dejar a un lado el orgullo, el egoísmo, el amor propio, sino que debes dejar a la vera del camino tu propia humildad. Diré aún más: llegarás a abandonar tu propia oración, porque te abrirás plenamente al Espíritu Santo que es quien, de verdad, hace la oración en ti.

Para explicitar más concretamente este pensamiento, que considero muy importante para toda experiencia orante en la vida consagrada, te propongo una serie de “pequeñas señales de camino” para que vayas meditando con calma:

 

UN CORAZÓN PARA LA ACOGIDA

“Queridos: amaos mutuamente, porque el amor viene de Dios y todo aquel que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios”, dice San Juan en su primera Carta.

Tú, que buscas a Dios, piensa que la sinceridad de tu búsqueda estará contrastada por la verdad del amor a tus hermanos.

En realidad, sólo existe una verdad: la del Amor.

En tu camino hacia el encuentro con Dios, en tu ruta del silencio, has hecho el don de tu amor absoluto, has comprendido la necesidad de abandonarte en las manos del Padre. Descubriste que Dios tiene un Plan de Amor para ti y vives en Dios, que te da un corazón para la acogida capaz de descubrir y recibir el rostro del hermano en tu vida.

Precisamente tú, que has podido experimentar la bondad, la comprensión y la acogida de Dios que te lleva en sus manos de Padre, quieres corresponder con un amor sin medida, como el que tú recibes, en tu relación con los hermanos.

Hoy debes sentirte invitado a dialogar con el Señor y a contemplar, serenamente, junto a Él, el amor al hermano.

Lo primero que deberás pedirle al Señor es que te ayude a ver a cada hermano con el amor acogedor y la paz confiada de su mirada y de su amor.

Quiero compartir contigo una hermosa experiencia personal que podrá ayudarte a comprender el alcance de estas últimas palabras. Mis hermanos, los dominicos de Chile, me ofrecieron la oportunidad de tener una breve e intensa experiencia contemplativa en un monasterio trapense de Chile. Recuerdo aquellos días, al pie del Manqueue y con la nieve de los Andes como telón de fondo, con un gran cariño.

Me impresionó mucho la vida de los monjes, su sencillez, la austeridad y, al mismo tiempo, la extraordinaria ternura de su celebración litúrgica. Recuerdo, de un modo especial, el canto de la Salve por la noche.

Me impresionó su silencio. El silencio, que daba a todas sus cosas, a todos los momentos de su vida, un aire especial, muy de Dios.

Tenía una curiosidad: unos hombres tan amantes y tan rigurosos en el silencio, que muchas veces -todos los sabemos-, usan de signos con las manos para comunicarse, ¿cómo se darán la paz en la Eucaristía?. Es una pregunta que me hice con interés.

El primer día, en la primera Eucaristía, lo pude comprobar, valía la pena verlo: en el momento de la paz estábamos todos los concelebrantes y los monjes no sacerdotes, rodeando el altar. Con la invitación del celebrante principal, los monjes se ponían uno frente al otro, se miraban durante un pequeño tiempo a los ojos, decían simplemente el nombre del hermano y, después, se daban el abrazo de paz. Cuando había concluido este gesto ritual entre los monjes, el presidente de la concelebración, juntaba sus manos y miraba con una sonrisa en los labios y con una gran calma a todos los que estábamos alrededor del altar, uno a uno. Cada uno de nosotros recibía su mirada. Ahí concluía el rito de la paz. Después de esto ya estábamos en condiciones de acoger al Señor en la Eucaristía.

Piensa que si quieres acoger al hermano en tu corazón, si quieres amar a tu hermano, has de empezar por poder mirarle a los ojos con calma y con paz, con mirada limpia y acogedora que llega al fondo del corazón. Porque sólo vemos bien con el corazón.

Tu manera de ver y de mirar al hermano dará a entender, mejor que muchas palabras, la hospitalidad de tu corazón. Difícilmente podrás decir que amas a quien no has sido capaz de acoger y de recibir con tu mirada.

Pero hay algo más: es necesario que tengas ojos para ver. Sí, para ver detrás de cada rostro humano a tu hermano; para ver dentro del rostro de quien vive contigo, al compañero de camino querido y aceptado; y para reconocer, en el rostro del compañero de camino, a Aquel que es parte esencial en tu vida.

Pero en tu vida hay una dimensión esencial: tú buscas a Dios, quieres abandonarte en su manos de Padre, te sientes invitado a fiarte de su amor. Y desde esta tu perspectiva de fe, has de tener también ojos para ver, detrás del rostro de cada hermano, el rostro de Cristo. Y para ver detrás del rostro de tu hermano en Cristo, al compañero de camino que comparte tu búsqueda de Dios, que anima tu decisión de abandonarte en sus manos de Padre y de fiarte de su amor.

Yo creo que entenderás que te diga que no puedes saltar este proceso de hospitalidad de corazón que acabo de describir, porque será imposible que puedas ver en alguien y reconocer en él el rostro de Cristo, si antes no has sido capaz de descubrirlo como hermano, compañero de camino querido y aceptado en tu vida.

Quiero, además, añadirte, que la hospitalidad de corazón no es cuestión de ascesis, de mortificación o de capacidad de tolerar, de aguantar o de soportar. La hospitalidad de corazón requiere pobreza de alma. Sólo la tierra sin las piedras, grandes o pequeñas, del egoísmo o del orgullo, es capaz de acoger la semilla del amor al hermano, es capaz de acogerla para que pueda germinar.

La hospitalidad de corazón también te exige olvido de ti mismo, espíritu abierto, posibilidad de suprimir los filtros y los estrechos cedazos analíticos con los que, muchas veces, miras y juzgas a los hermanos.

Tu corazón acogedor te pedirá una mínima sensibilidad humana, una delicadeza de espíritu, un respeto, una generosidad.

La hospitalidad también requiere buena voluntad y comprensión, al menos, la que tú mismo pides a los demás para ti.

Has de pensar que, necesariamente, un corazón abandonado, un corazón que responde al Plan de Amor del Padre con esta paz, que nada ni nadie puede arrebatar, de saberse amado por el Amor, sólo puede tener una consecuencia inmediata en la hospitalidad de corazón.

En todo caso, es necesario que le pidas al Señor que despierte en ti la disponibilidad interior para la acogida, que te conceda este don, que conceda este don a todos los hermanos de tu comunidad.

Porque es necesaria la ascesis, es necesario que te exijas tolerar e intentar llevar con más o menos amor a tu hermano. Pero, amarlo de verdad en Dios, para acogerlo plenamente en tu vida, sólo lo conseguirás a partir de una sinceridad en tu abandono y después de haber recibido el don del Señor de la disponibilidad de tu corazón para la acogida.

La disponibilidad del corazón, en todo caso, ha de “nacer” en tu vida. No la podrás “hacer”, y resulta del todo inútil intentar aparentarla.

Será necesario que intente concretar la manifestación del corazón acogedor. Lo haré a través de una larga enumeración que visualice, al máximo las posibilidades concretas de vivir el amor fraterno.

La hospitalidad, la acogida, pide, ante todo, recibir. Y recibir es abrir las puertas de par en par, invitar a pasar, invitar a entrar y a quedarse.

Hay mucha maneras de recibir: recibimos en el recibidor, y recibimos también en casa, en el corazón de la casa. Recibimos a una persona de pie, con prisas, diciéndole con gestos nerviosos que esperamos que la visita sea breve; o recibimos con calma, con paz, con gusto, haciendo ver que acogemos de verdad.

Hay palabras amables que reciben, pero la verdad de la acogida se dice con gestos y , fundamentalmente, con la mirada, la mirada cálida, espontánea, natural.

Para recibir al hermano en verdad, es necesario que se pueda sentir esperado, que pueda percibir que era, incluso, esperada su visita, su encuentro; que él no sólo no me molesta, sino que deseo, en verdad, que se quede.

La hospitalidad en el recibir requiere, imperiosamente, la gratuidad, porque quien recibe en verdad no juzga, no analiza, no hace pasar, al que llama a la puerta, por el tamiz de un análisis meticuloso ni por un recuerdo de cuentas pendientes.

Recibes, sencillamente, porque tienes la gracia de ser hermano de quien llama a tu puerta. Y recibes porque vives esta gracia como un don.

Recibir es algo más que esperar y abrir la puerta. Es salir al encuentro, tener también la sencillez de llamar a la puerta y dar al hermano la posibilidad de recibirte.

Como verás, seguimos en la dinámica del amar y dejarse amar, recibir y permitir al hermano la posibilidad de recibirte. Eres hermano cuando recibes, cuando sales al encuentro. Pero la acogida de tu corazón no es completa hasta que tú, con sencillez y simplicidad, no sientas también la necesidad de llamar a su puerta y de ser recibido.

La acogida y el amor fraterno, también los vives en tu oración. Es una oración muy sencilla, la oración de los nombres. Me la enseñó un sacerdote dominico, hermano mío enfermo, que no tenía posibilidades para pensar mucho. Cuando rezaba por los demás decía, simplemente, sus nombres. El Señor ya sabía qué tenía que dar a cada uno de ellos.

Tú puedes hacer esto: recuerda profundamente que Él está en tu vida, en ti, hoy, ahora. Dile pausadamente los nombres de tus hermanos. De todos y de cada uno de ellos. No pidas nada. El Señor ya sabe. Limítate a pensar en ellos junto al Señor. Él te ayudará a recibirlos a todos con hospitalidad de corazón y a no poner límites a tu amor.

 

UN CORAZÓN ORANTE

Vive intensamente la comunión con Dios desde tu corazón orante. Que cuando tus manos estén ocupadas en el trabajo, que tu pensamiento y tu corazón estén en Dios.

Cuando tus manos y tus pensamientos estén al servicio de tus hermanos, que en tu corazón puedas vivir en Dios.

Porque has convertido tu interioridad en un espacio de silencio y de encuentro, de intimidad y de amistad, de hospitalidad y cercanía, en un lugar donde la oración es constante.

Recuerda que necesitas orar. Necesitas convertir toda tu vida en una oración.

Has de aprender caminos nuevos para hacer realidad en tu vida el mandato del Apóstol:“orad sin cesar”, y el deseo de una oración continua en cuyo silencio tú te identificas con Cristo y vas adquiriendo un corazón que sabe escuchar.

Busca mantener vivo en ti el recuerdo de Dios. Haz en tu quehacer diario frecuentes referencias a su presencia y, en todo momento, piensa que puedes mirarle y sentirte mirado por Él con amor.

Procura invocar su nombre. Cuando puedas con los labios, con el pensamiento y con el corazón. Las tres cosas juntas. Pero cuando tus labios estén ocupados en el diálogo con tus hermanos o en tu trabajo, que tu corazón permanezca unido a Dios, porque lo amas, porque quieres hacerlo presente en tu vida y porque Él es, al fin y al cabo, el PORQUÉ radical, de lo que tú eres, de lo que tú vives y de lo que tú haces.

Busca la paz, síguela e intenta crear espacios de silencio en tu interior que posibiliten tu intimidad con Cristo. Valora, para ello, los momentos de silencio.

Cuando tengas la ocasión llénate del silencio y de la paz de la naturaleza, en un día de retiro o en tu semana anual de ejercicios espirituales. Pero procura también tiempos gratuitos en la casa de oración, ante la presencia sacramental del Señor en el sagrario o en tu propia habitación.

En la liturgia procura llenarte de la palabra de Dios. Es una buena oportunidad para hablar con Él por medio de los Salmos y para escuchar lo que Él quiere decirte a través de las lecturas. Con estas expresiones resume San Agustín el sentido de la liturgia: “Que la palabra de Dios, acogida, contemplada y celebrada en la liturgia, te acompañe durante todo el día”.

Cuida vivir la liturgia con atención y deseo de encuentro con Dios y con la comunidad que celebra. Es una pena que de la lluvia de palabra de Dios que cae sobre ti, que cae sobre tus hermanos, que vosotros mismo pronunciáis con vuestros labios, a veces no haya ni una sola gota que llegue a vuestro corazón.

En la liturgia busca siempre una palabra de vida para tu camino, o una palabra de amor para dar gracias al Padre por el día que acaba.

Haz siempre ofrenda de todo en la Eucaristía, y que tu encuentro con Cristo Jesús, el Señor, y con tus hermanos en la comunión y en la escucha atenta de la palabra, mantenga viva en vuestra vida la oración.

Valora tu encuentro diario de oración silenciosa como un momento fuerte en tu día.

Procura no dejar tu oración por nada. Y cuando te ocurra que, por servir a tus hermanos, no hayas encontrado el momento de orar, no dejes de estar un largo rato consciente y explícitamente en la presencia del Señor. Pero, a lo mejor, te vence el cansancio y el sueño. Piensa entonces que tu gesto y tu volunta de presencia, tu deseo de orar, vale más que la mejor oración.

Procura que sea un encuentro cara a cara en la fe. No es el momento de tener un libro en tus manos. Es la gran ocasión que tienes para pensar con amor en quien sabes que te ama. Es la oportunidad del día para mirarle con paz y calma y para dejarte mirar por Él con amor, o para vivir la gratuidad de estar sentado a los pies del Señor ofreciendo el don de tu atención silenciosa.

No pretendas “aprovechar” el tiempo de tu oración. Acepta con paz, con amor, desde luego, que sea un tiempo “inútil”.

Seguramente, cuando vayas a orar, te vendrá a la memoria lo que has hecho o lo que has de hacer después. Aparta con calma estos pensamientos distorsionadores y vuelve a vivir conscientemente la comunión con el Señor.

Vive con gratuidad tu oración. No pretendas hacer nada. Deja hacer a Dios. Deja de lado esquemas, fórmulas, resultados, eficacia, utilidades…

En tu tiempo de ración busca sólo lo que Dios quiere de ti. Abandónate en sus manos, piensa que Él te lleva en sus brazos de Padre. Y llena tu vida de estos pensamientos. Así tu corazón seguirá rezando durante todo el día cuando tú debes estar ocupado en otras cosas. Todo lo que te diga para invitarte a cuidar este encuentro diario de intimidad y de diálogo con el Señor será poco.

No te olvides de que es Él y tu deseo de servir humildemente a los hermanos los que mantienen vivo el sentido de tu vida.

Intenta no abusar de palabras en tu oración. Te darás cuenta de que, a medida que crece tu intimidad con el Señor, serán menos necesarias las palabras, hasta que el Señor te conceda el don de contemplarlo y mantener durante el día la fe alegre y comunicativa que ha sido iluminada en la oración.

Busca en tu oración sólo lo que Él quiera, sólo lo que Él desee, sólo lo que Él espera de ti. El Señor te concederá el don interior de un corazón que no saborea los propios gozos ni se detiene en sus propias tristezas, sino que busca a Dios en todas las cosas en un movimiento de alabanza.

Experimentarás, al mismo tiempo, que un corazón lleno de vida orante sólo puede ser bueno, y que tu vida se irá decantando en una ofrenda cordial y alegre, gratuita y delicada en servicio y atención a tus hermanos.

Reconoce la presencia amorosa de Dios en ti. Recuerda al espíritu que habita en ti y responde afirmativamente a la pregunta que te hace el Señor por medio de su Apóstol Pablo: “¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo recibido de Dios que habita en vosotros?”.

Responde a la presencia de Dios en tu vida explicitada en tu encuentro diario de oración con la súplica, la alabanza, la acción de gracias y, sobre todo y siempre, el amor.

En tu oración intercede por la Iglesia, por las necesidades de todos los hombres, de los pobres, de los enfermos, de los parados, de los drogadictos, de los presos, de todos aquellos que sufren en su cuerpo o en su alma. Es verdad: puedes llegar a todos desde el corazón de Dios.

Intercede intensamente por tus hermanos concretos, los de tu comunidad. En tu oración estás contribuyendo a construir la comunión fraterna. Ora por tus hermanos con amor. Orando por ellos aprenderás a amarlos y a asumir sus limitaciones.

La oración también te hará a ti más pobre y más capaz de asumir tus límites.

Piensa que tu deseo de orar ya es oración. Pero orando aprenderás a orar. Solo la perseverancia y la paciencia en buscar la comunicación con Dios te abrirá la puerta para alcanzarla.

Y si Dios quiere manifestarse con silencio, o con la aridez, o con la oscuridad, si Dios quiere probar tu fidelidad callando, mantén tu presencia constante y fiel. Dile al Señor que llamas a su puerta porque quieres orar, y espera, no abandones tu fidelidad. Que tu oración sea hacer acto de presencia en la fe esperando el don de Dios. Que, en todo caso, el Señor te encuentre a su puerta, llamando.

Es bueno también que aprendas a orar a María, con María y como María. Ella es maestra de oración en la escuela del silencio. Ella te enseñará a mirar, observar, acoger la obra de Dios y dejarla realizar en tu vida.

Por el camino del silencio, como María, vivirás siempre presente en Dios y Él estará siempre presente en ti. Y a través de ti, presente entre tus hermanos y en todo el mundo.

 

PALABRAS DESDE EL SILENCIO

Hermano: hemos hecho juntos un largo camino, el camino del silencio. Lo hemos hecho pensando que nos lleva al templo del encuentro, o a la tienda del encuentro.

Tú y yo, todos nuestros hermanos, tenemos nuestra experiencia de Dios. Sin duda alguna cuando hablamos de Él en nuestras predicaciones, en nuestro apostolado, en nuestra vida, hablamos desde lo que nosotros conocemos de Él o lo que nosotros hemos vivido con Él.

Todas estas palabras que han ido precediendo este final de ruta son, en verdad, palabras de vida. Pero ahora es necesario que diga unas palabras desde el silencio.

El Señor me hizo el don de una larga enfermedad. La presentía. Presentía que el Señor me iba a pedir algo, pero nunca pensé que me llevara al silencio y al desierto de la enfermedad.

Cuando pasó la parte más fuerte de la tormenta, cuando ya me sentía con ánimo y con fuerzas, decidí resumir en unas palabras todo lo que había sido mi experiencia de Dios en la enfermedad.

Sí, ha sido una enfermedad muy acompañada, muy compartida por todos mis hermanos. Me he sentido acogido, aceptado, acompañado y ayudado por todos y cada uno de mis hermanos. Los de mi comunidad, los más cercanos, y los que quizá hacía tiempo que ni siquiera había visto.

Pero a pesar de esta compañía, han sido palabras vividas, pensadas, oradas, desde el silencio.

He aprendido que una larga enfermedad vivida como experiencia espiritual es una gran riqueza para quien la sufre y, como consecuencia, para los demás.

Todo lo que vivimos en Dios se convierte, desde la palabra o el silencio, en un bien para los hermanos. Es el gran misterio, la gran realidad del Cuerpo Místico de Cristo, de la Iglesia Comunión de amor y de vida.

Este es el sentido que quiero dar a estas palabras escuchadas, oídas, dichas o gritadas;algunas han sido gritadas-, en estos largos meses de silencio y enfermedad que he recibido como un gran don del Padre. Siento que Él quiere que las diga, y que las diga, no para hablar de mi, sino para hablar de Él. De alguna manera, para que el testimonio de su obra en mi, pueda confirmar, aunque sea con pobreza, todo lo que he intentado explicar en este largo camino de silencio.

Son palabras, sí, sólo palabras. Pero expresan distintos momentos interiores de ánimo y de espíritu. Deben entenderse en el marco de estas diversas situaciones espirituales por las que uno pasa cuando una enfermedad es dura y, además, larga.

Muy pronto escuché interiormente esta palabra: “Tu enfermedad es un don de Dios. Para ti será una escuela de oración. También una escuela de humildad y de silencio, de alabanza y de fe confiada en el amor”.

Un día, cuando un amigo me llamó por teléfono para preguntarme qué podía decir a un grupo de amigos que preguntaban por mí, yo le respondí con sinceridad estas palabras:“Diles que soy muy feliz. Estoy contento con el don que Dios me ha hecho. Es mío. Quiero compartirlo, de verdad, quiero que lo que vivo pueda llegar a los demás. Pero la cruz que Dios da no se puede pasar a nadie. Es mía. ¡Gracias Señor!”.

Una monja amiga me mandó una pequeña tarjeta escrita con su propia mano. Me llegó a los pocos días de caer enfermo. Desde aquel momento estuvo siempre junto a mi cama. Decía las palabras del Salmo XII: “Recordando que me amas tengo plena confianza”.

“Siento la paz que me da tu amor -respondí muy pronto-. ¡Es tan grande esta paz! Yo te amo, Señor. Tú eres mi fortaleza, ahora más que nunca”.

Un día recibí una visita muy breve. Quizá fue la visita más breve que he tenido durante mi enfermedad. Era un sacerdote que se limitó a decirme estas palabras del poeta Verdaguer:“Cuando Jesús quiere hacer un alma suya, graba la cruz en su frente y dice a los ángeles: guardádmela. Esta alma es mía”.

Yo había hablado mucho del abandono, pero en la enfermedad oraba, oraba mi abandono de esta manera: “Padre, me abandono en tus manos. Haz de mi lo que quieras, cuando tú quieras y como tú quieras. Me da miedo decirte esto, Señor. ¿Comprendes mi miedo?. Hagas lo que hagas de mi, te doy gracias, porque te amo”.

Dada la índole de mi enfermedad existía el riesgo de quedar paralítico. Me inquietaba. Algunas veces me llegó a angustiar el pensar que podía quedar paralítico. Preguntaba con frecuencia a los médicos, a las enfermeras: “¿Puedo quedar paralítico?” Hasta que un día la religiosa responsable de la clínica, ante mi pregunta, me preguntó con otra: “Y si quedas paralítico, ¿qué pasa? ¿No hay pobres paralíticos, no hay padres de familia imposibilitados?, ¿porqué tú no puedes ser uno de ellos?”. Y ante estas preguntas, sólo pude responder: “¡Confío en ti, Señor!”. Nunca más volví a preguntar si quedaría paralítico.

Me dice María, la Madre, el rostro materno de Dios: “Hijo mío, no tengas miedo. Tú te curarás y después aún serás más útil a la Iglesia y a tus hermanos”.

María ha sido el gran descubrimiento de mi enfermedad. Yo he amado a María, yo le he rezado, he enseñado a orar como María. Pero nunca la había sentido, vivido tan cercana, tan tierna, tan amorosa conmigo.

Un día sentí en mi interior esta pregunta: “¿Qué estás dispuesto a dar por la comunidad de tus hermanos, por tu Orden, por tus hermanos?”. Mi respuesta fue esta: “Señor, Dios mío: ¡todo!”. Recuerdo muy bien que di esta respuesta cuando estaba en la UVI, lleno de electrodos, de sueros, de sondas. En la UVI también se puede rezar.

El abandono en las manos del Padre no es solo una actitud espiritual, interior. Llega un momento en el que el Espíritu Santo te lleva a un abandono-dependencia, total, física, en las manos del Padre, mientras la vida te hace vivir la pobreza-dependencia de los hermanos.

Y aquí aprendí el valor de la comunidad, el valor del hermano. Él es sacramento, ha de ser, y lo es, sacramento del amor y de la bondad del Padre.

Un día alguien me dijo con sencillez, no pienso que fuera con ironía,: “Ahora es el momento de tu vida en el que puedes hacer verdad todo lo que predicas cuando hablas de la oración”.

Tengo que decir que, en algunos momentos, he perdido los papeles, me ha vencido la preocupación o la intranquilidad. He vivido muy palpablemente mi pobreza y he reconocido, una vez más, que todo, absolutamente todo lo que soy, lo que tengo y lo que puedo decir es un don de Dios. Y después de esto, como nuestro padre, mi padre Santo Domingo exclamaba: “Dios mío, ¡misericordia!”.

Es el Señor quien hiere. Él mismo venda las heridas, leemos en la Sagrada Escritura. Como también las palabras que siguen: “En mi angustia el Señor me salvó”. Pero Domingo de Guzmán me enseñó a añadir: “Dios mío, mi misericordia, ¿qué será de los pecadores? Señor, acuérdate de tu pueblo”.

He hablado en mi predicación de la mística de cruz, del Plan de Amor del Padre que se manifiesta en la cruz, que pasa siempre por la dura experiencia ascética de la cruz. Es una nueva forma de orar: orar viviendo la cruz. Es una nueva forma de testificar el amor del Padre y su bondad.

A las pocas semanas de caer enfermo comprendí que Dios quería para mí una larga etapa de silencio, de soledad, de pobreza. Me condujo, creo que puedo decirlo, al abismo de la pobreza. Me sentí nada. Comprendí que era una nueva manera de descender a los infiernos. Pero vi que siempre estaba a mi lado Cristo ya resucitado y María, la Madre, que ruega por nosotros ahora -sí, ahora, en cada momento- y en la hora de nuestra muerte.

El dolor, el sufrimiento intenso y largo nunca puede convertirse en amargura cuando lo vives en Dios. Con el don de Dios es para ti una fuerte invitación a ser cada día más fiel, más entregado, más abandonado. No te aparta de Él, que es quien hiere o quien permite que la enfermedad te hiera. Es una atracción irresistible, obra del Espíritu Santo hacia la donación total a Él, para ser más de Él y poderlo anunciar con más verdad.

La palabra de Dios, cuando la lees o la escuchas desde el don del sufrimiento, adquiere una resonancia espiritual en tu alma. Cuando rezas los Salmos sientes que es tu misma experiencia de Dios la que se expresa en sus palabras.

Comprendí también que, hasta el momento presente, había hecho muchas cosas por el Señor. Quizá hacía falta que me dejara atrapar por Él, que le diera el tiempo que necesitaba para ello.

El ofrecimiento victimal no tiene otra exigencia que dejarse inundar por el Amor, que Él lo sea todo en ti. Tu misa ahora estará en el altar de tu enfermedad. En algún momento he gritado con angustia: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿porqué me has abandonado?”. La enfermedad te acerca a Cristo. Cristifica tu vida.

Cuando me he desesperado por la lentitud de la curación, siempre he escuchado la voz amiga de Jesús que me decía: “Hermano, ¿porqué no me das unas semanas más de tiempo?”. Y a esta pregunta, ¿qué otra respuesta cabe si no es un inmenso y agradecido “¡Sí, de acuerdo!”?

Cuando entras en la misteriosa nube del sufrimiento descubres que, desde ella, puedes vivir en una constante intercesión. He sentido, con mucha intensidad, la realidad de formar parte viva de la Iglesia, de la Orden de Predicadores.

He intercedido, creo que debo decirlo, por la fidelidad de los sacerdotes y de las almas consagradas. Por la fidelidad en el amor de los matrimonios, por la vocación a la vida cristiana, por las vocaciones sacerdotales y a la vida consagrada. He pedido por mi comunidad, por mis hermanos concretos, y por todos aquellos que se han acercado a mi lecho para pedirme una oración.

Creo que debo decirlo: he pedido también por el reconocimiento en el número de los Santos, de un fraile dominico mártir, a quien me encomendé con confianza. Él había muerto en los primeros días de la guerra civil. Se encontraba en su casa para celebrar su primera misa, que fue también su última misa.

Y una palabra final (¡cabrían tantas más…!).

Dios es Amor. Dios es bueno. Todos los gestos de bondad que recibes en esta situación de enfermedad, de pobreza, de silencio, los ves como un sacramento de la bondad del Dios a quien anuncias en tu servicio evangelizador. Desde entonces me siento libre para evangelizar. Lo hago con la fuerza de la gracia y del Amor de Dios. Se que Él quiere que siga viviendo para anunciarlo.

Para acabar quiero dar el testimonio de oración que he podido vivir y experimentar en algunos encuentros que Dios me ha concedido con el Papa Juan Pablo II. He podido orar con él, concelebrar con él en su capilla privada del Vaticano.

Me ha impresionado la intensidad de su oración. Ora con el cuerpo, con las manos, con la mirada. A veces se ve con claridad que sus labios se mueven en actitud de súplica. Me impresionó ver cómo oraba mirando la imagen de Cristo crucificado que preside el altar.

También me emocionó ver que miraba con ternura el cuadro de la Virgen de Chestokova que él ha mandado poner a los pies de la imagen del crucificado.

La primera vez que estuve con el Papa fue en la Sala de Audiencias. Después de su catequesis habitual, bajó a saludar a los peregrinos y pude hablar con él, pude estrechar sus manos y sentir que él me abrazaba con afecto de padre. Y le dije: “Santo Padre, quiero pediros que recéis por tres intenciones: rece, Santo Padre, por mi comunidad dominicana; rece también por mí, para que sea fiel a mi consagración; y rece, por favor, por mi madre, que en estos momentos está enferma”.

Después de saludar a otros peregrinos, volvió hacia donde estaba yo, me agarró fuertemente de lo codos y me dijo: “Padre, piense que voy a recordar todo lo que me ha dicho”.

Al día siguiente, después de la primera vez que concelebré con él, el Papa se acercó a mí y me dijo: “Padre, usted ayer, en la Sala de Audiencias, me pidió que rezara por su madre. Déle por favor este rosario de mi parte y dígale que sí, que el Papa va a rezar por ella, pero pídale también que ella ofrezca sus oraciones y el sacrificio de su enfermedad por el Santo Padre”.

Todos sabemos que el Papa ama a María y reza el rosario. Todos sabemos que el Papa siente una especial predilección por las madres, por los padres de los sacerdotes de la Iglesia. Pero comprenderás que, para mí, fue un detalle inolvidable y de gran valor, porque supe por la prensa que aquel día había recibido a Gromiko y, después, tuvo el detalle de acordarse de que yo le había pedido que rezara por mi madre.

Un día, después de haber orado con el Papa, después de haber concelebrado con él la Eucaristía, cuando me recibió y me acogió, me dijo estas palabras. Yo quise arrodillarme para besar el anillo del Pescador, pero él me cogió con fuerza de los brazos y me dijo:“¡Levántate!. Tú eres sacerdote de Jesucristo. Yo soy sacerdote de Jesucristo. Tú y yo somos hermanos”. Y después, cuando le expliqué que dedicaba mi vida a predicar la oración, me dijo: “Bendigo su trabajo, pero cuando hable de la oración, no olvide hablar también de la adoración. La adoración -me dijo-, es una dimensión esencial de la oración cristiana: es la oración más gratuita. Es la oración más llena de amor”.

Por esto hermano, que has querido hacer conmigo este Camino del Silencio, adora al Señor y que tu gesto de adorar esté siempre lleno de amor.