Dedícate a la Contemplación.....y recibirás los dones del Espíritu Santo


Inicio

 

Vida

Vocación

Biblioteca

   INTRODUCCIÓN A LA VIDA DEVOTA         

SAN FRANCISCO DE SALES

 

 

Oraciones

Lectio Divina

Adoración

La Imagen del día

 

ÍNDICE

1ª Parte

Los  avisos y ejercicios que se requieren para  conducir al alma, desde su primer deseo de  la vida devota, hasta una entera resolución de  abrazarla

2ª Parte

Diferentes  avisos para elevación del alma a Dios,  mediante la oración y los  sacramentos

3ª Parte

Muchos  avisos sobre el ejercicio de las  virtudes 

4ª Parte

Los  avisos necesarios contra las tentaciones  más ordinarias

5ª Parte

Ejercicios  y avisos para renovar el alma y confirmarla en  la devoción

 

 

 

 

Primera parte de la Introducción

Los  avisos y ejercicios que se requieren para  conducir al alma, desde su primer deseo de  la vida devota, hasta una entera resolución de  abrazarla

Capítulo  I.- Descripción  de la verdadera devoción

Capítulo  II.- Propiedad  y excelencia de la devoción

 Capítulo III.- Que  la devoción es conveniente a toda clase de  vocaciones y profesiones

Capítulo  IV.- De la necesidad de un director para entrar y avanzar en la devoción

Capítulo  V.-Que es menester comenzar por la purificación del alma

Capítulo  VI.- De la primera purificación, que es la de los pecados mortales

Capítulo  VII.- De la segunda purificación, que es la del afecto al pecado

 Capítulo  VIII.- De cómo se ha de hacer esta segunda purificación

Capítulo  IX.- Meditación 1ª : De la creación

Capítulo  X.-Meditación 2ª : Del fin por el cual hemos sido creados

Capítulo  XI.- Meditación 3ª : De los beneficios de Dios

Capítulo  XII.- Meditación 4ª : De los pecados

Capítulo  XIII.- Meditación 5ª : De la muerte

Capítulo  XIV.-Meditación 6ª : Del juicio

Capítulo  XV.- Meditación 7ª : Del infierno

Capítulo  XVI.- Meditación 8ª : El paraíso

Capítulo  XVII.- Meditación 9ª : A manera de elección del paraíso

Capítulo  XVIII.- Meditación 10ª : A manera de elección que el alma hace de la vida devota

Capítulo  XIX.- Cómo se ha de hacer la confesión general

Capítulo  XX.- Promesa auténtica para grabar en el alma la resolución de servir a Dios y concluir los actos de penitencia

Capítulo  XXI.- Conclusión para esta primera purificación

Capítulo  XXII.- Qué es necesario purificarse del afecto al pecado venial

Capítulo  XXIII.- Qué hemos de purificarnos del afecto a las cosas inútiles y peligrosas

Capítulo  XXIV.- Qué hemos de purificarnos de las malas inclinaciones

 

 

Segunda  parte de la Introducción

Diferentes  avisos para elevación del alma a Dios,  mediante la oración y los  sacramentos

Capítulo  I._ De la necesidad de la oración

Capítulo  II.- Breve método para meditar y, primeramente de la presencia de Dios, primer punto de la preparación

Capítulo  III.- De la invocación, segundo punto de la preparación

Capítulo  IV.- De la proposición del misterio, tercer punto de la preparación

Capítulo  V.- De las consideraciones, segunda parte de la meditación

Capítulo  VI.- De los afectos y propósitos, tercera parte de la meditación

Capítulo  VII.- de la conclusión y ramillete espiritual

Capítulo  VIII.- Algunos avisos útiles sobre la meditación

Capítulo  IX.- de las saquedades que nos vienen en la meditación

Capítulo  X.- La oración de la mañana

Capítulo  XI.- de la oración de la noche y del examen de conciencia

Capítulo  XII.- El retiro espiritual

Capítulo  XIII.- de las aspiraciones, oraciones, jaculatorias y buenos pensamientos

Capítulo  XIV.- de la santa misa y cómo se ha de oir

Capítulo  XV.- De otros ejercicios públicos y en común

Capítulo  XVI.- Que es menester honrar e invocar a los santos

Capítulo  XVII.- Cómo se ha de escuchar y leer la palabra de Dios

Capítulo  XVIII.- Cómo se han de recibir las inspiraciones

Capítulo  XIX.- De la santa confesión

Capítulo  XX.- De la comunión frecuente

Capítulo  XXI.- Cómo se ha de comulgar

 

  

Tercera  parte de la Introducción

Muchos  avisos sobre el ejercicio de las  virtudes 

Capítulo  I .- De la elección que conviene hacer en cuanto al ejercicio de las virtudes

Capítulo  II.- Continuación del mismo razonamiento sobre la elección de las virtudes

Capítulo  III .- De la paciencia

Capítulo  IV .- De la humildad esterior

 Capítulo  V .-  de la humildad más interior

 Capítulo  VI .- Que la humildad hace que amemos nuestra propia abyección

 Capítulo  VII .- Cómo se ha de conservar el buen nombre prcticando, a la vez, la humildad

 Capítulo  VIII .- De la amabilidad para con el prójimo y de los remedios contra la ira

Capítulo  IX .- De la dulzura con nosotros mismos

Capítulo  X .- Que es menester tratar los negocios con cuidado, pero sin afán ni inquietud

Capítulo  XI.- De la obediencia

Capítulo  XII .- De la necesidad de la castidad

Capítulo  XIII .- Avisos para conservar la castidad

Capítulo  XIV .- De la pobreza de espíritu practicada

Capítulo  XV .- Cómo ha de practicar la pobreza real el que es rico de hecho

Capítulo  XVI .- Manera de practicar la pobreza de espíritu

Capítulo  XVII .- De la amistad y, en primer lugar, de la que es mala y frívola

Capítulo  XVIII .- Los amoríos

Capítulo  XIX .- De la verdadera amistad

Capítulo  XX .- De la diferencia entre la amistad verdadera y las amistades falsas

 Capítulo  XXI .- Advertencia y remedios contra las malas amistades

Capítulo  XXII .- Algunas otras advertencias sobre las amistades

Capítulo  XXIII .- De los ejercicios de la mortificación exterior

Capítulo  XXIV .- De las conversaciones y de la soledad

Capítulo  XXV .- De la decencia en los vestidos

Capítulo  XXVI .- Del hablar y, primeramente cómo hay que hablar con Dios

Capítulo  XXVII .- De la honestidad en las palabras y del repeto debido a las personas

Capítulo  XXVIII .- De los juicios temerarios

Capítulo  XXIX .- De la maledicencia

Capítulo  XXX .- Algunos otros avisos acerca del hablar

Capítulo  XXXI .- de los pasatiempos y recreaciones, y, en primer lugar, de las que son lícitas y laudables

Capítulo  XXXII .- De los juergos prohibidos

Capítulo  XXXIII .- De los bailes y pasatiempos que son peligrosos

Capítulo  XXXIV .- Cuándo se puede jugar y bailar

Capítulo  XXXV .- Que es necesario ser fiel en las ocasiones grandes y pequeñas

Capítulo  XXXVI .- Que es menester tener el criterio justo y razonable

Capítulo  XXXVII .- Los deseos

Capítulo  XXXVIII .- Aviso a las personas casadas

Capítulo  XXXIX .- De la honestidad del tálamo nupcial

Capítulo  XL .- Aviso a las viudas

Capítulo  XLI .- Una palabra a las vírgenes

 

Cuarta  parte de la Introducción

Los  avisos necesarios contra las tentaciones  más ordinarias

Capítulo  I .-  Que no hay que hacer caso de las palabras de los hijos del mundo

 Capítulo  II .- Que es menester tener buen ánimo

 Capítulo  III .- De la naturaleza de las tentaciones y de la diferencia que hay entre sentir la tentación y caer en ella

 Capítulo  IV .-  El sentir y el consentir; dos bellos ejemplos acerca de este punto

 Capítulo  V .- Aliento para el alma que se encuentra tentada

Capítulo  VI .- De qué manera la tentación y la delectación pueden ser pecado

Capítulo  VII .- Remedio contra las grandes tentaciones

Capítulo  VIII .- Que es menester resistir a las tentaciones pequeñas

Capítulo  IX .- Cómo se han de remediar las pequeñas tentaciones

Capítulo  X .- Cómo se ha de robustecer el coración contra las tentaciones

Capítulo  XI .- De la inquietud

Capítulo  XII .- De la tristeza

Capítulo  XIII .-De los  consuelos espirituales y sensibles y cómo hay que conducirse en ellos

Capítulo  XIV .- De las sequedades y esterilidades espirituales

Capítulo  XV .- Confirmación y aclaración de lo que hemos dicho, con un ejemplo notable

  

Quinta  parte de la Introducción 

Ejercicios  y avisos para renovar el alma y confirmarla en  la devoción

Capítulo  I .- Que cada año conviene renovar los buenos propósitos con los ejercicios siguientes

Capítulo  II .- Consideración sobre el inmenso beneficio que Dios nos hace al llamarnos a su servicio, según la promesa ya citada

 Capítulo  III .- Del examen de nuestra alma sobre el avance en la vida devota

 Capítulo  IV .-  Examen del estado de nuestra alma con relación a Dios

Capítulo  V .- Examen de nuestro estado en relación a nosotros mismos

 Capítulo  VI .- Examen del estado de nuestra alma con relación al prójimo

 Capítulo  VII .- Examen sobre los afectos de nuestra alma

Capítulo  VIII .- Afectos que es menester excitar después del examen

 Capítulo  IX .- Consideraciones oportunas para renovar nuestros buenos propósitos

 Capítulo  X .- Primera consideración: de la excelencia de nuestras almas

Capítulo  XI .- Segunda consideración: de la excelencia de las virtudes

Capítulo  XII .- Tercera consideración: del ejemplo de los santos

Capítulo  XIII .- Cuarta consideración: del amor que Jesucristo nos tiene

Capítulo  XIV .- Quinta consideración: del amor eterno de Dios a nosotros

 Capítulo  XV .- Afectos generales sobre las anteriores resoluciones, y conclusión del ejercicio

 Capítulo  XVI .- De los sentimientos que es menester conservar después de este ejercicio

 Capítulo  XVII .- Respuesta a dos objeciones que pueden hacerse acerca de esta << Introducción>>

 Capítulo  XVIII .- Tres  últimos e importantes avisos para esta  «Introducción»


 

 

 

 

 

  

CAPÍTULO  I .- DESCRIPCIÓN  DE LA VERDADERA DEVOCIÓN

         Tú  aspiras a la devoción, queridísima Filotea,  porque eres cristiana y sabes que es una virtud sumamente  agradable a la divina Majestad; mas, como sea que las  pequeñas faltas que se cometen al comienzo de una  empresa crecen infinitamente en el decurso de la misma y son  casi irreparables al fin, es menester, ante todo, que sepas  en qué consiste la virtud de la devoción, porque, no existiendo más que una verdadera y siendo  muchas las falsas y vanas, si no conocieses cuál es  aquélla, podrías engañarte y seguir  alguna devoción impertinente y supersticiosa.

         Aurelio  pintaba el rostro de todas las imágenes que  hacía según el aire y el aspecto de las  mujeres que amaba, y cada uno pinta la devoción  según su pasión y fantasía. El que es  aficionado al ayuno se tendrá por muy devoto si puede  ayunar, aunque su corazón esté lleno de  rencor, y -mientras no se atreverá, por sobriedad, a  mojar su lengua en el vino y ni siquiera en el agua-, no  vacilará en sumergirla en la sangre del  prójimo por la maledicencia y la calumnia. Otro  creerá que es devoto porque reza una gran cantidad de  oraciones todos los días, aunque después se  desate su lengua en palabras insolentes, arrogantes e injuriosas contra sus familiares y vecinos. Otro  sacará con gran presteza la limosna de su bolsa para  darla a los pobres, pero no sabrá sacar dulzura de su  corazón para perdonar a sus enemigos. Otro  perdonará a sus enemigos, pero no pagará sus deudas, si no le obliga a ello, a viva fuerza, la justicia.  Todos estos son tenidos vulgarmente por devotos y, no  obstante, no lo son en manera alguna. Las gentes de  Saúl buscaban a David en su casa; Micol metió  una estatua en la cama, cubrióla con las vestiduras  de David y les hizo creer que era el mismo David que  yacía enfermo. Así muchas personas se cubren  con ciertas acciones exteriores propias de la  devoción, y el mundo cree que son devotas y  espirituales de verdad, pero, en realidad, no son más  que estatuas y apariencias de devoción. 

         La  viva y verdadera devoción, ¡oh Filotea!,  presupone el amor de Dios; mas no un amor cualquiera,  porque, cuando el amor divino embellece a nuestras almas, se  llama gracia, la cual nos hace agradables a su divina  Majestad; cuando nos da fuerza para obrar bien, se llama  caridad; pero, cuando llega a un tal grado de  perfección, que no sólo nos hace obrar bien,  sino además, con cuidado, frecuencia y prontitud,  entonces se llama devoción. Las avestruces nunca  vuelan; las gallinas vuelan, pero raras veces, despacio, muy  bajo y con pesadez; mas las águilas, las palomas y  las golondrinas vuelan con frecuencia veloces y muy altas.  De la misma manera, los pecadores no vuelan hacia Dios por  las buenas acciones, pero son terrenos y rastreros; las  personas buenas, pero que todavía no han alcanzado la  devoción, vuelan hacia Dios por las buenas oraciones, pero poco, lenta y pesadamente; las personas devotas vuelan  hacia Dios, con frecuencia con prontitud y por las alturas.  En una palabra, la devoción no es más que una  agilidad y una viveza espiritual, por cuyo medio la caridad  hace sus obras en nosotros, o nosotros por ella, pronta y  afectuosamente, y, así como corresponde a la caridad  el hacernos cumplir general y universalmente todos los  mandamientos de Dios, corresponde también a la  devoción hacer que los cumplamos con ánimo pronto y resuelto. Por esta causa, el que no guarda todos  los mandamientos de Dios, no puede ser tenido por bueno ni  devoto, porque, para ser bueno es menester tener caridad y,  para ser devoto, además de la caridad se requiere una  gran diligencia y presteza en los actos de esta virtud. 

         Y,  puesto que la devoción consiste en cierto grado de  excelente caridad, no sólo nos hace prontos, activos  y diligentes, en la observancia de todos los mandamientos de  Dios, sino además, nos incita a hacer con prontitud y  afecto, el mayor número de obras buenas que podemos,  aun aquellas que no están en manera alguna mandadas,  sino tan sólo aconsejadas o inspiradas. Porque,  así como un hombre que está convaleciente anda  tan sólo el camino que le es necesario, pero lenta y  pesadamente, de la misma manera, el pecador recién  curado de sus iniquidades, anda lo que Dios manda, pero  despacio y con fatiga, hasta que alcanza la devoción,  ya que entonces, como un hombre lleno de salud, no  sólo anda sino que corre y salta «por los  caminos de los mandamientos de Dios», y, además,  pasa y corre por las sendas de los consejos y de las  celestiales inspiraciones. Finalmente, la caridad y la  devoción sólo se diferencian entre sí  como la llama y el fuego; pues siendo la caridad un fuego espiritual, cuando está bien encendida se llama  devoción, de manera que la devoción nada  añade al fuego de la caridad, fuera de la llama que hace a la caridad pronta, activa y diligente  no sólo en la observancia de los mandamientos de  Dios, sino también en la práctica de los  consejos y de las inspiraciones celestiales.

 

  

CAPÍTULO  II .- PROPIEDAD Y  EXCELENCIA DE LA DEVOCIÓN

         Los  que desalentaban a los israelitas, para que no fueran a la  tierra de promisión, les decían que era una  tierra que «devoraba a sus habitantes», es decir  que su ambiente era tan dañino, que era imposible  vivir allí mucho tiempo y que sus moradores eran  gentes tan monstruosas, que se comían a los  demás hombres como a las langostas. Así el  mundo, mi querida Filotea, difama tanto cuanto puede a la  devoción, pintando a las personas devotas con aire  sombrío, triste y melancólico, y diciendo que  la devoción comunica humores displicentes e  insoportables. Mas, así como Josué y Caleb  aseguraban que no sólo era buena y bella la tierra  prometida, sino también que su posesión  había de ser dulce y agradable, de la misma manera el Espíritu Santo, por boca de todos los santos y  Nuestro Señor por la suya propia, nos aseguran que la  vida devota es una vida dulce, feliz y amable.

          El  mundo ve que los devotos ayunan, oran, sufren las injurias,  cuidan a los enfermos, dominan su cólera, refrenan y  ahogan sus pasiones, se privan de los placeres sensuales y  practican éstas y otras clases de obras que de suyo y  en su propia substancia y calidad, son ásperas y  rigurosas. Mas el mundo no ve la devoción interior y  cordial, que hace que todas estas acciones sean agradables,  suaves y fáciles. Contemplad las abejas sobre el  tomillo: encuentran en él un jugo muy amargo, pero,  al chuparlo, lo convierten en miel, porque ésta es su  propiedad. ¡Oh mundanos!, las almas devotas encuentran,  es cierto, mucha amargura en sus ejercicios de  mortificación, pero, con sólo practicarlos,  los convierten en dulzura y suavidad. El fuego, las llamas,  las ruedas y las espadas parecían flores y perfumes a  los mártires, porque eran devotos; y, si la  devoción puede endulzar los más crueles  tormentos y la misma muerte ¿que no hará con los  actos de virtud?

        El  azúcar endulza los frutos verdes y hace que no sean  desagradables ni dañosos los excesivamente maduros.  Ahora bien, la devoción es el verdadero azúcar  espiritual, que quita la aspereza a las mortificaciones y el  peligro de dañar a las consolaciones; quita la  tristeza a los pobres y el afán a los ricos, la  desolación al oprimido y la insolencia al afortunado,  la melancolía a los solitarios y la disipación  a los que viven acompañados; sirve de fuego en  invierno y de rocío en verano; sabe vivir en la  abundancia y sufrir en la pobreza; hace igualmente  útiles el honor y el desprecio, acepta el placer y el  dolor con igualdad de ánimo, y nos llena de una  suavidad maravillosa. 

        Contempla  la escala de Jacob, que es una viva imagen de la vida  devota: los dos largueros por entre los cuales se sube y que sostienen los escalones, representan la oración, que  nos obtiene el amor de Dios y los sacramentos que lo  confieren; los escalones no son otra cosa que los diversos  grados de caridad, por los cuales se va de virtud en virtud,  ya sea descendiendo, por la acción, a socorrer y a  sostener al pobre, ya sea subiendo, por la  contemplación, a la unión amorosa con Dios. Te  ruego ahora que contemples quiénes están en la  escala; son hombres, con corazón de ángeles, o  ángeles con cuerpo humano; no son jóvenes,  pero lo parecen, porque están llenos de vigor y de  agilidad espiritual; tienen alas, para volar, y se lanzan  hacia Dios, por la santa oración, mas también  tienen pies, para andar entre los hombres, en santa y  amigable conversación. Sus rostros aparecen bellos y  alegres, porque todo lo reciben con dulzura y suavidad; sus  piernas, sus brazos y sus cabezas están enteramente  al descubierto, porque sus pensamientos, sus afectos y sus  actos no tienden a otra cosa que a complacer. Lo restante de  su cuerpo está vestido, pero con elegante y ligero  ropaje, porque es cierto que usan del mundo y de sus cosas, pero de una manera pura y sincera, tomando estrictamente lo  que exige su condición.

        Créeme,  amada Filotea, la devoción es la dulzura de las  dulzuras y la reina de las virtudes, porque es la  perfección de la caridad. Si la caridad es la leche,  la devoción es la nata; si es una planta, la  devoción es la flor; si es una piedra preciosa, la devoción es el brillo; si es un bálsamo  precioso, la devoción es el aroma,  el aroma de suavidad que conforta a los hombres y regocija a  los ángeles.

 

  

CAPÍTULO  III .- QUE  LA DEVOCIÓN ES CONVENIENTE A TODA  CLASE DE  VOCACIONES Y PROFESIONES

         En  la creación, manda Dios a las plantas que lleven sus  frutos, cada una según su especie; de la misma manera  que a los cristianos, plantas vivas de la Iglesia, les manda  que produzcan frutos de devoción, cada uno  según su condición y estado. De diferente  manera han de practicar la devoción el noble y el  artesano, el criado y el príncipe, la viuda, la  soltera y la casada; y no solamente esto, sino que es  menester acomodar la práctica de la devoción a  las fuerzas, a los quehaceres y a las obligaciones de cada  persona en particular. Dime, Filotea, ¿sería  cosa puesta en razón que el obispo quisiera vivir en  la soledad, como los cartujos? Y si los casados nada  quisieran allegar, como los capuchinos, y el artesano  estuviese todo el día en la iglesia, como los  religiosos, y el religioso tratase continuamente con toda  clase de personas por el bien del prójimo, como lo  hace el obispo, ¿no sería esta devoción  ridícula, desordenada e insufrible? Sin embargo, este  desorden es demasiado frecuente, y el mundo que no discierne  o no quiere discernir, entre la devoción y la  indiscreción de los que se imaginan ser devotos,  murmura y censura la devoción, la cual es enteramente  inocente de estos desórdenes.

        No,  Filotea, la devoción nada echa a perder, cuando es  verdadera; al contrario, todo lo perfecciona, y, cuando es  contraria a la vocación de alguno, es, sin la menor  duda, falsa. La abeja, dice Aristóteles, saca su miel  de las flores sin dañarlas y las deja frescas y  enteras, según las encontró; mas la verdadera  devoción todavía hace más, porque no  sólo no causa perjuicio a vocación ni negocio  alguno, sino, antes bien, los adorna y embellece. Las  piedras preciosas, introducidas en la miel, se vuelven más relucientes, cada una según su propio  color; así también cada uno de nosotros se  hace más agradable a Dios en su vocación,  cuando la acomoda a la devoción: el gobierno de la  familia se hace más amoroso; el amor del marido y de  la mujer, más sincero; el servicio del  príncipe, más fiel; y todas las ocupaciones,  más suaves y amables. 

        Es  un error, y aun una herejía, querer desterrar la vida  devota de las compañías de los soldados, del  taller de los obreros, de la corte de los príncipes y  del hogar de los casados. Es cierto, Filotea, que la  devoción puramente contemplativa, monástica y propia de los religiosos, no puede ser ejercitada en  aquellas vocaciones; pero también lo es que,  además de estas tres clases de devoción,  existen muchas otras, muy a propósito para  perfeccionar a los que viven en el siglo. Abrahán,  Isaac, Jacob, David, Job, Tobías, Sara, Rebeca y  Judit nos dan en ello testimonio en el Antiguo Testamento,  y, en cuanto al Nuevo, San José, Lidia y San  Crispín fueron perfectamente devotos en sus talleres;  las santas Ana, Marta, Mónica, Aquila, Priscila, en sus casas; Cornelio, San Sebastián, San Mauricio,  entre las armas, y Constantino, Santa Helena, San Luis, el  bienaventurado Amadeo y San Eduardo, en sus reinos.  Más aún: ha llegado a acontecer que muchos han  perdido la perfección en la soledad, con todo y ser  tan apta para alcanzarla, y otros la han conservado en medio  de la multitud, que parece ser tan poco favorable. Lot, dice  San Gregorio, que fue tan casto en la ciudad, se  mancilló en la soledad. Dondequiera  que nos encontremos, podemos y debemos aspirar a la  perfección.

 

  

CAPÍTULO  IV .- DE  LA NECESIDAD DE UN DIRECTOR PARA  ENTRAR Y  AVANZAR EN LA DEVOCIÓN

         Cuando  el joven Tobías recibió el encargo de ir a  Rages, dijo: «Yo no sé el camino».  «Ve, pues -replicó su padre-, y busca algún hombre que te guíe». Lo mismo te  digo yo, mi Filotea:¿Quieres emprender con seguridad el  camino de la devoción? Busca un hombre que te  guíe y acompañe. Esta es la advertencia de las  advertencias. «Por más que busques -dice el devoto Juan de Ávila-, jamás encontrarás  tan seguramente la voluntad de Dios como por el camino de  esta humilde obediencia, tan recomendada y practicada por  todos los antiguos devotos».

        La  bienaventurada madre Teresa, al ver que doña Catalina  de Cardona hacía grandes penitencias, deseó  mucho imitarla en esto, contra el parecer de su confesor,  que se lo prohibía y al cual estaba tentada de  desobedecer en este punto, y Dios le dijo: «Hija  mía, tienes un camino recto y seguro. ¿Ves la  penitencia que ella hace? Pues bien, yo hago más caso  de tu obediencia». Por su parte, gustaba tanto de esta  virtud, que, además de la obediencia que debía  a sus superiores, hizo un voto especial de obedecer a un  excelente varón, y se obligó a seguir su  dirección y guía, de lo que quedó  infinitamente consolada; cosa que, después de ella,  han hecho muchas almas buenas, las cuales, para mejorar  sujetarse a Dios, han sometido su voluntad a la de sus  siervos, lo que Santa Catalina de Sena alaba en gran manera  en sus Diálogos. La devota princesa Santa Isabel se  sujetó, con extremada obediencia, al doctor maestro  Conrado, y uno de los avisos que el gran San Luis dio a su  hijo, antes de morir, fue éste:  «Confiésate con frecuencia, elige un confesor  idóneo, que pueda enseñarte con seguridad las  cosas que te son necesarias». 

         «El  amigo fiel, dice la Sagrada Escritura, es una excelente  protección; el que lo ha encontrado, ha encontrado un  tesoro. El amigo fiel es una medicina de vida y de  inmortalidad; los que temen a Dios la encuentran».  Estas divinas palabras se refieren, principalmente, a la  inmortalidad, para alcanzar la cual es menester, ante todo  poseer este amigo fiel que guíe nuestras acciones con  sus avisos y consejos, y nos guarde, por este medio, de las  asechanzas y engaños del maligno. Este amigo  será, para nosotros, como un tesoro de  sabiduría en nuestras aflicciones, tristezas y  caídas; medicamento, que aliviará y  consolará nuestros corazones, en las dolencias del  espíritu; nos librará del mal y  procurará nuestro mayor bien, y, si alguna vez caemos en enfermedad, impedirá que sea mortal y nos  sacará de ella. 

        Mas,  ¿quién encontrará este amigo? Responde el  Sabio: «Los que temen a Dios»; es decir, los  humildes, que sienten grandes deseos de avanzar en la vida  espiritual. Pues, si es para ti cosa de tanta monta,  ¡oh Filotea!, caminar junto a un buen guía, durante este santo viaje hacia la devoción, pide a  Dios, con gran insistencia, que te procure uno según  su corazón, y no dudes; porque, aunque fuere menester  enviarte un ángel del cielo, como lo hizo con el  joven Tobías, te dará uno bueno y fiel. 

        Ahora  bien, este amigo ha de ser siempre para ti un ángel,  es decir, cuando lo hayas encontrado, no lo consideres como  un simple hombre, y no confíes en él ni en su  saber humano sino en Dios, el cual te favorecerá y te  hablará por medio de este hombre, en cuyo  corazón y en cuyos labios pondrá lo que fuere  necesario para tu bien. Debes, pues, escucharle como a un ángel, que desciende del cielo para conducirte a  él. 

        Háblale  con el corazón abierto, con toda sinceridad y  fidelidad, y manifiéstale claramente lo bueno y lo  malo, sin fingimiento ni disimulación, y, por este  medio, el bien será examinado, y quedará  más asegurado, y el mal será remediado y  corregido; te sentirás aliviada y regulada en los  consuelos. Ten, pues, en él una gran confianza y, a  la vez, una santa reverencia, de suerte que la reverencia no  disminuya la confianza, y la confianza no impida la  reverencia. Confía en él, con el respeto de  una hija para con su padre, y respétalo con la  confianza de un hijo para con su madre: en una palabra, esta  amistad ha de ser fuerte y dulce, toda ella santa, toda  sagrada, toda divina, toda espiritual. 

        Y,  para esto, escoge uno entre mil, dice Ávila, y  añado yo: entre diez mil, porque son muchos menos de  lo que parece los capaces de desempeñar bien este  oficio. Ha de estar lleno de caridad, de ciencia, de  prudencia: si le falta una sola de estas tres cualidades, es  muy grande el peligro. Pero, te lo repito de nuevo,  pídelo a Dios, y, una vez lo hayas alcanzado,  sé constante, no busques otros, sino camina con  sencillez, humildad y confianza, y tendrás un viaje  feliz.

 

 

CAPÍTULO  V .- QUE ES  MENESTER COMENZAR POR LA PURIFICACIÓN DEL  ALMA

         «Las  flores, dice el sagrado Esposo, apareen en nuestra tierra;  el tiempo de podar y cortar ha llegado».  ¿Qué son las flores de nuestros corazones,  ¡oh Filotea!, sino los buenos deseos? 

        Ahora  bien, en cuanto aparecen, es menester poner la mano a la  segur, para cortar, en nuestra conciencia, todas las obras muertas y superfluas. La doncella extranjera, para casarse  con un israelita, había de quitarse los vestidos de  cautiva, cortarse las uñas y rasurar los cabellos: y  el alma que aspira al honor de ser esposa del Hijo de Dios  debe «despojarse del hombre viejo y revestirse del  nuevo», dejando el pecado, cortando de raíz toda  clase de estorbos, que apartan del amor del Señor. El  comienzo de nuestra santidad consiste en purgar los malos  humores del pecado. 

        San  Pablo quedó enteramente purificado, en un instante, y  lo mismo le acaeció a Santa Catalina de  Génova, a Santa Magdalena, a Santa Pelagia y a  algunos otros santos; pero esta clase de purificación  es absolutamente milagrosa y extraordinaria, en el orden de  la gracia, como la resurrección de los muertos lo es  en el orden de la naturaleza, por lo que no hemos de  pretenderla. La purificación y la curación  ordinaria, así de los cuerpos como de las almas, no  se hace sino poco a poco, paso a paso, por grados, de  adelanto en adelanto, con dificultad y con tiempo. Los  ángeles de la escala de Jacob tienen alas, pero no  vuelan, sino que suben y bajan ordenadamente de grada en  grada. El alma que se remonta del pecado a la devoción, es comparada a la aurora, la cual, cuando  aparece, no disipa en un instante, las tinieblas, sino  lentamente. Dice un aforismo que cuanto menos precipitada es  la curación, es tanto más segura: las  enfermedades del corazón, como las del cuerpo, vienen  a caballo y al galope, pero se van a pie y al paso. 

        Conviene,  pues, ¡oh Filotea!, que seas animosa y paciente en esta  empresa. ¡Ah! qué pena da ver a ciertas almas  que, al sentirse todavía sujetas a muchas  imperfecciones, después de haberse ejercitado en la  devoción, se turban y desalientan y se dejan casi  vencer por la tentación de abandonarlo todo y de  volver atrás. Mas, por el contrario, ¿no es  también un peligro para las almas, el que, por una  tentación opuesta, lleguen a creer, el primer  día, que ya están purificadas de sus  imperfecciones y, teniéndose por perfectas, echen a  volar sin alas? ¡Oh Filotea, es demasiado grande el  peligro de caer, para desasirse tan pronto de las manos del  médico! ¡Ah!, «no os levantéis antes  de que llegue la luz -dice el profeta-; levantaos  después de haber descansado»; y él mismo,  después de haber practicado este consejo y de haberse  lavado y purificado, pide a Dios que le lave y purifique de  nuevo. 

        El  ejercicio de la purificación del alma no puede ni  debe acabarse sino con la vida. No nos turbemos, pues, por  nuestras imperfecciones, porque nuestra perfección  consiste precisamente en combatirlas, y no podremos  combatirlas sin verlas, ni vencerlas sin encontrarlas.  Nuestra victoria no estriba en no sentirlas, sino en no  consentir en ellas, y no es, en manera alguna, consentir el  sentirse por ellas acosado. Es muy provechoso, para el  ejercicio de la humildad, que, alguna vez, seamos heridos en  este combate espiritual; sin embargo, nunca somos vencidos,  sino cuando perdemos la vida o el valor. Ahora bien, las  imperfecciones y los pecados no pueden arrebatarnos la vida  espiritual, pues ésta sólo se pierde por el  pecado grave; importa, pues, que no nos desalienten:  «Líbrame, Señor -decía David-, de  la cobardía y del desaliento».  Es, para nosotros, una condición  ventajosa, en esta guerra, saber que siempre seremos  vencedores, con tal que queramos combatir.

 

  

CAPÍTULO  VI .- DE LA  PRIMERA PURIFICACIÓN, QUE ES LA DE LOS PECADOS  MORTALES

         La  primera purificación que se requiere es la del pecado  mortal; el medio para lograrla es el sacramento de la  Penitencia. Busca el confesor más digno que te sea  posible; toma en tus manos algunos de los libritos que se  han escrito para ayudar a las conciencias a confesarse bien,  como Granada, Bruno, Arias, Auger; léelos con  atención, y advierte punto por punto, en qué has pecado, desde que llegaste al uso de la razón  hasta la hora presente; si no te fías de la memoria,  escribe lo que hubieres notado. Después de haber  repasado y amontonado, de esta manera, los pecados de tu  conciencia, detéstalos y échalos lejos de ti,  por una contrición y un pesar tan grande como pueda  soportarlo tu corazón, considerando estas cuatro  cosas: que, por el pecado, has perdido la gracia de Dios,  has perdido el derecho a la gloria, has aceptado las penas  del infierno y has renunciado al amor eterno de Dios. 

        Ya  entiendes, Filotea, que me refiero a una confesión  general de toda la vida, la cual, si bien reconozco que no  siempre es absolutamente necesaria, con todo considero que  te será sumamente útil en los comienzos; por  lo mismo, te la aconsejo con gran encarecimiento. Acontece,  con harta frecuencia, que las confesiones ordinarias de las  personas que llevan una vida común y vulgar  están llenas de grandes defectos, porque, muchas  veces, la preparación es deficiente o nula, y falta  la contrición exigida; al contrario, suele acudirse a  la confesión con una voluntad tácita de volver  a caer en pecado y sin la resolución de evitar las  ocasiones y de poner los medios necesarios para la enmienda  de la vida; en todos estos casos, la confesión  general es necesaria para la tranquilidad del alma. Pero,  además, de esto, la confesión general nos  conduce al conocimiento de nosotros mismos, provoca en  nosotros una saludable confusión por nuestra vida  pasada, nos hace admirar la misericordia de Dios, que nos ha  aguardado con tanta paciencia; sosiega nuestros corazones,  alivia nuestros espíritus, excita en nosotros buenos  propósitos, da ocasión a nuestro padre  espiritual para que nos haga las advertencias que mejor  cuadran con nuestra condición, y nos abre el  corazón, para que nos manifestemos con toda  confianza, en las confesiones siguientes. 

        Tratando,  pues, ahora, de una renovación general de nuestro  corazón y de una conversión total de nuestra  alma a Dios, para emprender la vida devota, me parece,  ¡oh Filotea!, que tengo razón,  si te aconsejo esta confesión general.

 

  

CAPÍTULO  VII .- DE LA  SEGUNDA PURIFICACIÓN, QUE ES LA DEL AFECTO AL  PECADO

         Todos  los israelitas salieron de Egipto, pero no todos partieron  de corazón, por lo cual, cuando estaban en medio del desierto, muchos de ellos echaban de menos las cebollas y  los manjares de aquella tierra. De la misma manera, hay  penitentes que salen, en efecto, del pecado, pero no todos  dejan la afición a él; es decir, proponen no  pecar más, pero con cierta mala gana de privarse y  abstenerse de los deleites pecaminosos; su corazón  renuncia al pecado y se aleja de él, mas no por ello deja de volver, de vez en cuando, la cabeza hacia aquel  lado, como la volvió la mujer de Lot hacia Sodoma. Se  abstienen del pecado, como los enfermos de la fruta, que no  comen de ella porque el médico les amenaza con la  muerte sí no saben privarse; pero se inquietan,  hablan de ella y de la posibilidad de comer; quieren, a lo  menos, olfatearla y tienen por dichosos a los que la pueden  gustar. También estos débiles y cobardes  penitentes se abstienen, por algún tiempo, del  pecado, pero a regañadientes; quisieran poder pecar  sin condenarse, hablan con afecto y gusto del pecado, y  consideran felices a los que lo cometen. Un hombre decidido  a vengarse cambiará de resolución en la  confesión, pero enseguida se le verá entre los  amigos, complaciéndose en hablar de su querella,  diciendo que, si no hubiese sido por el temor de Dios  hubiera hecho esto o aquello y que el artículo de la  ley divina que nos manda perdonar, es difícil; que  ojalá fuese permitido vengarse. ¡Ah!  ¿quién no ve que este Pobre hombre, si bien  está libre del pecado, continúa encadenado por  el afecto al mismo, y que, hallándose fuera de Egipto, con el cuerpo, está todavía  allí, con el deseo, y suspira por los ajos y las  cebollas que allí solía comer? Tal hace también la mujer que habiendo detestado sus perversos  amores, gusta todavía de ser festejada y cortejada.  ¡Ah! ¡Qué peligro más grande no  corren estas personas! ¡Oh Filotea! puesto que quieres  emprender la vida devota, es necesario no sólo que  dejes el pecado, sino que purifíquese enteramente tu  corazón de todos los afectos que de él  dimanan, porque, aparte del peligro de reincidir, estas  desdichadas aficiones debilitarían continuamente tu  espíritu y lo gravarían de tal suerte, que no  podría hacer las buenas obras con aquella prontitud,  celo y frecuencia que constituyen la esencia de la  devoción. Las almas que, habiendo salido del pecado,  tienen todavía estos afectos y estas debilidades, se  parecen, a mi modo de ver, a las doncellas de pálido  color, cuyas acciones sin estar ellas enfermas son todas  enfermizas; comen sin gusto, duermen sin reposo, ríen  sin gozo, y andan a rastras, en vez de caminar. De la misma  manera hacen estas almas el bien, con una dejadez espiritual  tan grande, que quita toda la gracia a sus  buenos ejercicios, que son pocos en número y de muy  reducida eficacia.

 

  

CAPÍTULO  VIII .- DE COMO SE  HA DE HACER ESTA SEGUNDA  PURIFICACIÓN

        El  primer motivo para llegar a esta segunda purificación  es el vivo y fuerte conocimiento del gran mal que nos  acarrea el pecado, conocimiento que excita en nosotros una  profunda y vehemente contrición; pues, así  como la contrición, con tal que sea verdadera, por  pequeña que sea, sobre todo si se junta a la virtud  de los sacramentos, nos purifica suficientemente del pecado,  asimismo, cuando es grande y vehemente, nos purifica de  todos los afectos que del pecado se derivan. Un odio o un rencor flojo y débil nos hace antipática la  persona odiada y nos induce a evitar su  compañía; mas, cuando el odio es mortal y violento, no sólo huimos de la persona aborrecida,  sino que nos disgusta, y no podemos sufrir el trato de sus  compañeros, amigos y parientes y su imagen y todo  cuanto a ella se refiere. Así, cuando el penitente  odia el pecado, movido de una ligera, aunque verdadera  contrición, resuelve sinceramente no volver  más a pecar; pero cuando el aborrecimiento es fruto  de una contrición vigorosa y potente, no sólo  detesta el pecado, sino todos los afectos, relaciones y  caminos que a él conducen. Conviene, pues, Filotea,  que acrecentemos nuestra contrición y nuestro  arrepentimiento, a fin de que llegue a extenderse hasta las  más insignificantes manifestaciones del pecado.  Magdalena, en su conversión, de tal manera  perdió el gusto por el pecado y por los placeres que  en él había hallado, que jamás  Pensó en ellos; y David no sólo  aborreció el pecado, sino también todos sus  caminos y senderos: en esto consiste la renovación  del alma, que el mismo profeta compara con la  renovación del águila. 

        Ahora  bien, para llegar a este conocimiento y contrición,  es necesario que te ejercites en las siguientes  meditaciones, las cuales, bien practicadas,  desarraigarán de tu corazón, mediante la  gracia de Dios, el pecado y las principales aficiones al mismo; precisamente con este fin las he compuesto. Las  harás por el orden indicado, y solamente una cada  día, por la mañana, a ser posible, porque es  el tiempo más a propósito para todas las  actividades del espíritu, e irás  rumiándola durante todo el día. Y, si  todavía no estás acostumbrada  a meditar, atiende a lo que diremos en la segunda parte.

 

  

CAPÍTULO  IX .- Meditación  1ª : DE LA CREACIÓN

PREPARACIÓN.

 1.  Ponte en la presencia de Dios.

 2.  Pídele que te ilumine.

  CONSIDERACIONES.

 1.  Considera que sólo hace algunos años que no  estabas en el mundo y que tu ser era una verdadera nada.  ¿Dónde estábamos, ¡oh alma  mía!, en aquel tiempo? El mundo era ya de larga  duración, y de nosotros todavía no se  tenía noticia.

  2.  Dios te ha hecho salir de esta nada, para hacer de ti lo que  eres, sin que te hubiese menester, únicamente por su  bondad.

  3.  Considera el ser que Dios te ha dado; el primer ser del  mundo visible capaz de vivir eternamente y de unirse  perfectamente a la divina Majestad.

  AFECTOS  Y RESOLUCIONES.

 1.  Humíllate profundamente delante de Dios y dile de  corazón con el salmista: «¡Oh  Señor!, soy una verdadera nada delante de Ti. Y,  ¿ cómo te has acordado de mí para  crearme?» ¡Ah!, alma mía, tú estabas  sumida en el abismo de esta antigua nada, y todavía  estarías allí, si Dios no te hubiese sacado de  ella; y ¿qué harías en esta nada?

  2.  Da las gracias a Dios. ¡Oh mi grande y buen Creador,  cuánto te debo, pues me has sacado de la nada, para  hacer de mí lo que soy por tu misericordia!  ¿Qué podré hacer jamás para  bendecir tu santo Nombre y agradecer tus inmensas bondades?

  3.  Confúndete. Pero, ¡oh Creador mío!, en  lugar de unirme a Ti por el amor y sirviéndote, me he  rebelado con mis desordenadas aficiones y me he separado y  alejado de Ti para juntarme con el pecado, dejando de honrar  a tu bondad, como si no fueses mi Creador.

  4.  Humíllate delante de Dios. «Has de saber, alma  mía, que el Señor es tu Dios; Él es  quien te ha hecho» y no tú. ¡Oh Dios mío!, soy obra de tus manos.

  5.  No quiero, en adelante, complacerme más en mí  misma, ya que, por mi parte, nada soy. ¿ De qué  te glorias, ¡oh! polvo y ceniza? O mejor dicho,  ¿de qué te ensalzas, ¡oh¡ verdadero  nada? Para humillarme, quiero hacer tal o cual cosa,  soportar este o aquel desprecio. Deseo cambiar de vida,  seguir, en adelante, a mi Creador, y honrarme con la  condición del ser que Él me ha dado,  empleándola toda en obedecer a su voluntad, por los  medios que me serán enseñados, acerca de los  cuales preguntaré a mi padre espiritual.

  CONCLUSIÓN.

 1.  Da  gracias a Dios. «Bendice, ¡ oh alma mía!, a  tu Dios y que todas mis entrañas alaben su santo  Nombre», porque su bondad me ha sacado de la nada y su  misericordia me ha creado.

  2.  Hazle ofrenda. ¡Oh Dios mío!, te ofrezco el ser  que me has dado, con todo mi corazón; te lo dedico y  te lo consagro.

  3.  Ruega. ¡Oh Dios mío!, robustéceme en  estos afectos y en estas resoluciones; ¡oh Virgen  Santísima!, recomiéndalas a la misericordia de  tu Hijo, con todos aquellos por quienes tengo  obligación de rogar, etc.

  Padrenuestro,  Avemaría.

  Al  salir de la oración, paseando un poco, haz un  pequeño ramillete con las  consideraciones que hubieres hecho, para olerlo durante todo  el día.

   

CAPÍTULO  X .- Meditación  2ª : DEL FIN PARA EL CUAL HEMOS SIDO  CREADOS

 

PREPARACIÓN.

 1.  Ponte en la presencia de Dios.

 2.  Pídele que te ilumine.

  CONSIDERACIONES.

 1.  Dios no te ha puesto en el mundo porque necesite de ti, pues  le eres bien inútil, sino únicamente para  ejercitar en ti su bondad, dándote su gracia y su  gloria. Y, así, te ha dado la inteligencia para  conocerle, la memoria para que te acuerdes de Él, la  voluntad para amarle, la imaginación para  representarte sus beneficios, los ojos para admirar las  maravillas de sus obras, la lengua para alabarle, y  así de las demás facultades.

  2.  Habiendo sido creada y puesta en este mundo con este  intento, todas las acciones que le sean contrarias han de  ser rechazadas y evitadas, y las que en manera alguna sirvan  para este fin, han de ser despreciadas como vanas y  superfluas.

  3.  Considera la desdicha del mundo, que no piensa en esto, sino  que vive como si creyese que no ha sido creado para otra  cosa que para edificar casas, plantar árboles,  atesorar riquezas y bromear.

  AFECTOS  Y RESOLUCIONES.

 1.  Confúndete echando en cara a tu alma su miseria, la  cual ha sido hasta ahora tan grande, que ni siquiera ha  pensado en todo esto. ¡Ah!, dirás, ¿en  qué pensaba, ¡oh Dios mío!, cuando no  pensaba en Ti? ¿De qué me acordaba, cuando me  olvidaba de Ti? ¿Qué amaba cuando no te amaba a  Ti? ¡Ah! había de alimentarme de la verdad y me  hartaba de vanidades, y era esclava del mundo, siendo  así que ha sido hecho para servirme.

  2.  Detesta la vida pasada. Pensamientos vanos, cavilaciones  inútiles, renuncio a vosotros: recuerdos detestables  y frívolos, os detesto-, amistades infieles y  desleales, servicios perdidos y miserables, correspondencias  ingratas, enfadosas complacencias, os desecho.

  3.  Conviértete a Dios. Tú, Dios mío y  Salvador mío, serás, en adelante, el  único objeto de mis pensamientos; jamás  aplicaré mi atención a pensamientos que te  sean desagradables: mi memoria, durante todos los  días de mi existencia, estará llena de la grandeza de tu bondad, tan dulcemente ejercida en mi vida;  Tú serás las delicias de mi corazón y  la suavidad de mis afectos.; ¡Ah, sí! ;  aborreceré para siempre tales y tales bagatelas y  diversiones a las cuales me entregaba, y a los ejercicios  vanos, en los cuales empleaba mis días, y a tales  afectos, que cautivaban mi corazón, y, para lograrlo,  emplearé tales y tales remedios.

  CONCLUSIÓN.

 1.  Da gracias a Dios que te ha creado para un fin tan  excelente. Tú, Señor, me has hecho para Ti,  para que goce eternamente de la inmensidad de tu gloria:  ¿Cuándo llegaré a ser digna de ello y  cuándo te bendeciré como es debido?

  2.  Ofrecimiento. Te ofrezco, ¡oh mi amado Creador!, todos  estos mismos afectos y resoluciones, con toda mi alma y con  todo mi corazón.

  3.  Pide. Te ruego, ¡oh Dios mío!, que te sean  agradables mis anhelos y mis propósitos, y que  concedas tu santa bendición a mi alma, para que pueda  cumplirlos, por los méritos de la sangre de tu Hijo,  derramada en la Cruz, etc.

  Padrenuestro,  etc.

  Haz  el ramillete de devoción.

  

 

CAPÍTULO  XI .- Meditación  3ª : DE LOS BENEFICIOS DE DIOS

 PREPARACIÓN.

 1.  Ponte en la presencia de Dios.

 2.  Pídele que te ilumine.

  CONSIDERACIONES.

 1.  Considera las gracias corporales que Dios te ha concedido:  este cuerpo, estas facilidades para sustentarlo, esta salud, estas satisfacciones lícitas, estos amigos, estos  auxilios. Mas considera esto, comparándote con tantas  otras personas que valen más que tú, las  cuales se ven privadas de estos beneficios: unas son  contrahechas, otras mutiladas, otras caree-en de salud;  otras son objeto de oprobios, de desprecios y de deshonra;  otras están abatidas por la pobreza; y Dios no ha  querido que tú fueses tan desgraciada.

  2.  Considera los dones del espíritu: cuantas personas  hay, en el mundo, imbéciles, furiosas, insensatas;  ¿y por qué no eres tú una de tantas?  Porque Dios te ha favorecido. ¡Cuántos han sido  criados groseramente y' en la mayor ignorancia, y la Providencia divina ha hecho que tú fueses educada con  urbanidad y con decoro!

  3.  Considera las gracias espirituales: ¡Oh Filotea!,  tú eres hija de la Iglesia; Dios te ha  enseñado a conocerle, desde tu juventud.  ¿Cuántas veces te ha dado sus sacramentos?  ¿Cuántas veces te ha ayudado, con inspiraciones,  luces interiores y reprensiones, para tu enmienda?  ¿Cuántas veces te ha perdonado tus faltas?

  ¿Cuántas  veces te ha librado de las ocasiones de perderte, a que te  habías expuesto? Y estos años pasados ¿no  te han ofrecido una oportunidad y una facilidad para avanzar  en el bien de tu alma? Examina en sus pormenores,  cuán suave y generoso ha sido Dios contigo.

  AFECTOS  Y RESOLUCIONES.

 1.  Admira la bondad de Dios.¡ Oh! ¡qué bueno  es Dios para conmigo! ¡Qué bueno es! y tu  Corazón, ¡oh Señor!, ¡cuán  rico es en misericordia y cuán generoso en bondad!  Cantemos eternamente, ¡oh alma!, la multitud de  mercedes que nos ha otorgado.

  2.  Admira tu ingratitud. Mas, ¿quién soy yo,  ¡oh Señor!, para que hayas pensado en mí?  ¡Oh, cuán grande es mi indignidad! ¡Ah! yo  he pisoteado tus beneficios, he deshonrado tus gracias,  convirtiéndolas en objeto de abuso y de menosprecio  de tu soberana bondad; he opuesto el abismo de mi ingratitud  al abismo de tu gracia y de tu favor.

  3.  Excítate a agrade cimiento. Arriba, pues ¡oh  corazón mío! ; no quieras ser infiel, ingrato  y desleal con este gran bienhechor. Y ¿cómo mi  alma no estará, de hoy en adelante, sometida a Dios,  que ha obrado, en mí y para mí, tantas gracias  y tantas maravillas?

  4.  ¡ Ah, por lo tanto, oh Filotea!, aparta tu  corazón de tales y tales placeres; procura tenerlo  sujeto al servicio de Dios, que tanto ha hecho por ti;  dedica tu alma a conocerle y reconocerle más y  más, practicando los ejercicios que para ello se requieren, y emplea cuidadosamente los auxilios que, para  salvarte y amar a Dios, posee la Iglesia. Sí,  frecuentaré la oración, los sacramentos;  escucharé la divina palabra y pondré en  práctica las inspiraciones y los consejos.

  CONCLUSIÓN.

 1.  Da gracias a Dios por el conocimiento que te ha dado de tus  deberes y por todos los beneficios que hasta ahora has recibido.

  2.  Ofrécele tu corazón con todas tus  resoluciones.

  3.  Pídele que te dé fuerzas, para  practicarlas fielmente, por los  méritos de la muerte de su Hijo: implora la  intercesión de la Virgen y de los santos.

   

CAPÍTULO  XII .- Meditación  4ª: DE LOS PECADOS

 

PREPARACIÓN.

 1.  Ponte en la presencia de Dios.

  2.  Pídele que te ilumine.

  CONSIDERACIONES.

 1.  Piensa en el tiempo que hace comenzaste a pecar y mira como,  desde entonces, has ido multiplicando los pecados en tu corazón, y como, todos los días, has  añadido otros nuevos contra Dios, contra ti mismo,  contra el prójimo, de obra, de palabra, de deseo, de  pensamiento.

  2.  Considera tus malas inclinaciones y las muchas veces que has  ido en pos de ellas. Estos dos puntos te  enseñarán que el número de tus culpas  es mayor que el de los cabellos de tu cabeza, tan grande  como el de las arenas del mar.

  3.  Considera aparte el pecado de ingratitud para con Dios,  pecado general que abarca todos los demás y los hace infinitamente más enormes.

  Mira  cuántos beneficios te ha hecho Dios y cómo has  abusado de todos ellos contra el Dador; singularmente,  cuántas inspiraciones despreciadas, cuántas  mociones saludables inutilizadas. Y más aún,  ¿cuántas veces has recibido los sacramentos y  con qué fruto? ¿Qué se han hecho las  preciosas joyas con que tu amado esposo te había  adornado? Todo ha quedado sepultado bajo tus iniquidades.  ¿Con qué preparación los has recibido?  Piensa en esta ingratitud, a saber, que, habiendo corrido  tanto Dios en pos de ti para salvarte, siempre has huido  tú de Él para perderte.

  AFECTOS  Y RESOLUCIONES.

 1.  Confúndete en tu miseria. ¡Oh Dios mío!,  ¿cómo me atrevo a comparecer ante tus ojos?  ¡Ah!, yo no soy más que una apostema del mundo y  un albañal. de ingratitud y de iniquidad. ¿Es  posible que haya sido tan desleal, que no haya dejado de viciar, violar y manchar uno solo de mis sentidos, una sola  de las potencias de mi alma, y que, ni un solo día de  mi vida haya transcurrido sin producir tan malos efectos?  ¿Es de esta manera como había de corresponder a  los beneficios de mi Creador y a la sangre de mi Redentor?

  2.  Pide perdón y arrójate a los pies del  Señor, como un hijo pródigo, como una  Magdalena, como una esposa que ha profanado el tálamo  nupcial con toda clase de adulterios. ¡Oh  Señor!, misericordia para esta pobre pecadora.  ¡Ay de mí! ¡Oh fuente viva de  compasión, ten piedad de esta miserable!

  3.  Propón vivir mejor. ¡Oh Señor!  jamás, mediante tu gracia, me entregaré al  pecado. ¡Ay de mí!, demasiado lo he querido. Lo detesto y me abrazo a Ti, ¡Oh Padre de misericordia!;  quiero vivir y morir en Ti.

  4.  Para borrar los pecados pasados, me acusaré de ellos  valerosamente y no dejaré de confesar uno solo.

  5.  Haré todo cuanto pueda, para arrancar enteramente las  malas raíces de mi corazón, particularmente  tales y tales, que son especialmente enojosas.

  6. Y  para lograrlo, echaré mano de los medios que me  aconsejen, y jamás creeré haber hecho lo  bastante para reparar tan grandes faltas.

  CONCLUSIÓN.

 1.  Da gracias a Dios, que te ha esperado hasta la hora presente  y te ha comunicado tan buenos afectos.

  2.  Ofrécele tu corazón, para llevarlos a la  práctica.

  3.  Pide que te robustezca, etc.

   

CAPÍTULO  XIII .- Meditación  5ª: DE LA MUERTE

 PREPARACIÓN.

 1.  Ponte en la presencia de Dios.

 2.  Pídele su gracia.

  3.  Imagínate que estás gravemente enferma, en el  lecho de muerte, sin ninguna esperanza de escapar de ella.

  CONSIDERACIONES.

 1.  Considera la incertidumbre del día de tu muerte.  ¡Oh alma mía!, un día saldrás de  este cuerpo. ¿ Cuándo será? ¿  Será en invierno o en verano? ¿En la ciudad o en  el campo? ¿De día o de noche? ¿De repente o  advirtiéndolo? ¿ De enfermedad o de accidente?  ¿Con tiempo para confesarte o no? ¿Serás  asistida por tu confesor o padre espiritual? ¡Ah! de  todo esto no sabemos absolutamente nada; únicamente  es cierto que moriremos y siempre mucho antes de lo que  creemos.

  2.  Considera que entonces el mundo se acabará para ti;  para ti ya habrá dejado de existir, se  trastornará de arriba abajo delante de tus ojos.  Sí, porque entonces los placeres, las vanidades, los  goces mundanos, los vanos afectos nos parecerán fantasmas y niebla. ¡Ah desdicha da!, ¿por  qué bagatelas y quimeras he ofendido a mi Dios?  Entonces verás que hemos dejado a Dios por la nada.  Al contrario, la devoción y las buenas obras te  parecerán entonces deseables y dulces. Y, ¿por  qué no he seguido por este tan bello y agradable  camino? Entonces los pecados, que parecían tan  pequeños, parecerán grandes montañas, y  tu devoción muy exigua.

  3.  Considera las angustiosas despedidas con que tu alma  abandonará a este feliz mundo: dirá  adiós a las riquezas, a las vanidades y a las vanas  compañías, a los placeres, a los pasatiempos,  a los amigos y a los vecinos, a los padres, a los hijos, al marido, a la mujer, en una palabra, a todas las criaturas;  y, finalmente, a su cuerpo, al que dejará  pálido, desfigurado, descompuesto, repugnante y mal  oliente.

  4.  Considera con qué prisas sacarán fuera el  cuerpo y lo sepultarán, y que, una vez hecho esto, el  mundo ya no pensará más en ti, ni se  acordará más, como tú tampoco has  pensado mucho en los otros. Dios le dé el descanso  eterno, dirán, y aquí se acabará todo.  ¡Oh muerte, cuán digna eres de  meditación; cuán implacable eres ¡

  5.  Considera que, al salir del cuerpo, el alma emprende su  camino, hacia la derecha o hacia la izquierda. ¡Ah!  ¿Hacia dónde irá la tuya?  ¿Qué camino emprenderá? No otro que el  que haya comenzado a seguir en este mundo.

  AFECTOS  Y RESOLUCIONES.

 1.  Ruega a Dios y arrójate en sus brazos. ¡Ah,  Señor!, recíbeme bajo tu protección, en  aquel día espantoso; haz que esta hora sea para  mí dichosa y favorable, y que todas las demás  de mi vida sean tristes y estén llenas de  aflicción.

  2.  Desprecia al mundo. Puesto que no sé la hora en que  tendré que dejarte, joh mundo!, no quiero aficionarme  a ti. ¡Oh mis queridos amigos!, mis queridos  compañeros, permitidme que sólo os ame con una  amistad santa que pueda durar eternamente. Porque ¿a  qué vendría unirme con vosotros con lazos que  se han de dejar y romper?

  3.  Quiero Prepararme para esta hora y tomar las necesarias  precauciones para dar felizmente este paso; quiero asegurar  el estado de mi conciencia, haciendo todo lo que esté  a mi alcance, y quiero poner remedio a éstos y a  aquellos defectos.

  CONCLUSIÓN.

 Da  gracias a Dios por estos propósitos que te ha  inspirado; ofrécelos a su divina Majestad;  pídele de nuevo que te conceda una muerte feliz, por  los méritos de la muerte de su Hijo.

  Padrenuestro,  etc.

  Haz  un ramillete de mirra.

 

 

CAPÍTULO  XIV .- Meditación  6ª: DEL JUICIO

 PREPARACIÓN.

 1.  Ponte en la presencia de Dios.

  2.  Pídele que te ilumine.

  CONSIDERACIONES.

 1.  Finalmente, después de transcurrido el tiempo  señalado por Dios a la duración del mundo y  después de una serie de señales y presagios  horribles, que harán temblar a los hombres de espanto  y de terror, el fuego, que caerá como un diluvio,  abrasará y reducirá a cenizas toda la faz de  la tierra, sin que ninguna de las cosas que vernos sobre  ella llegue a escapar.

  2.  Después de este diluvio de llamas y rayos, todos los  hombres saldrán del seno de la tierra,  excepción hecha de los que ya hubieren resucitado, y,  a la voz de¡ Arcángel, comparecerán en el  valle de Josafat. ¡Mas, ay, con qué diferencia!  Porque los unos estarán allí con sus cuerpos  gloriosos y resplandecientes y los otros con los cuerpos  feos y espantosos.

  3.  Considera la majestad, con la cual el soberano Juez  aparecerá, rodeado de todos los ángeles y  santos, teniendo delante su cruz, más reluciente que  el sol, enseña de gracia para los buenos y de rigor  para los malos.

  4.  Este soberano Juez, por terrible mandato suyo, que  será enseguida ejecutado, separará a los  buenos de los malos, poniendo a los unos a su derecha y a  los otros a su izquierda; separación eterna,  después de la cual los dos bandos no se encontrarán jamás.

  5.  Hecha la separación y abiertos los libros de las  conciencias, quedará puesta de manifiesto, con toda  claridad, la malicia de los malos y el desprecio de que  habrán hecho objeto a Dios; y, por otra parte, la  penitencia de los buenos y los efectos de la gracia de Dios  que, en vida, habrán recibido y nada quedará  oculto. ¡ Oh Dios, qué confusión para los  unos y qué consuelo para los otros!

  6.  Considera la última sentencia de los malos. «Id  malditos al fuego eterno, preparado para el diablo y sus  compañeros». Pondera estas palabras tan graves.  «Id», les dice. Es una palabra de abandono eterno,  con que Dios deja a estos desgraciados y los aleja para  siempre de su faz. Les llama « malditos ». ¡  Oh alma mía, qué maldición!  Maldición general, que abarca todos los males;  maldición irrevocable, que comprende todos los  tiempos y toda la eternidad. Y añade «al fuego  eterno». Mira, ¡oh corazón mío! esta  gran eternidad. ¡Oh eterna eternidad de las penas,  qué espantosa eres!

  7.  Considera la sentencia contraria de los buenos:  «Venid», dice el Juez. ¡Ah!, es la agradable  palabra de salvación, por la que Dios nos atrae hacia  sí y nos recibe en el seno de su bondad;  «benditos de mi Padre»: ¡oh hermosa  bendición, que encierra todas las bendiciones!  «tomad posesión del reino que tenéis  preparado desde la creación del mundo».  ¡Oh, Dios mío, qué gracia, porque este  reino jamás tendrá fin!

  AFECTOS  Y RESOLUCIONES.

 1.  Tiembla, ¡oh alma mía!, ante este recuerdo.  ¿Quién podrá, ¡oh Dios mío!,  darme seguridad para aquel día, en el cual temblarán de pavor las columnas del firmamento?

  2.  Detesta tus pecados, pues sólo ellos pueden perderte  en aquel día temible.

  3.  ¡Ah!, quiero juzgarme a mí mismo ahora, para no  ser juzgado después. Quiero examinar mi conciencia y  condenarme, acusarme y corregirme, para que el Juez no me  condene e aquel día terrible: me confesaré y  haré caso de los avisos necesarios, etc.

  CONCLUSIÓN.

 1.  Da gracias a Dios, que te ha dado los medios de asegurarte  para aquel día, y tiempo para hacer penitencia.

  2.  Ofrécele tu corazón para hacerla.

  3.  Pídele que te dé su gracia para llevarla a la  práctica.

  Padrenuestro,  etc.

  Haz  el ramillete espiritual.

   

CAPÍTULO  XV .- Meditación  7ª : DEL INFIERNO

 PREPARACIÓN.

 1.  Ponte en la presencia de Dios.

 2.  Humíllate y pídele su auxilio.

  3.  Imagínate que estás en una ciudad envuelta en  tinieblas, abrasada de azufre y pez pestilente, llena de  ciudadanos que no pueden salir de ella.

  CONSIDERACIONES.

 1.  Los condenados están dentro del abismo infernal como  en una ciudad infortunada, en la cual padecen tormentos  indecibles, en todos sus sentidos y en todos sus miembros,  pues, por haberlos empleado en pecar, han de padecer en  ellos las penas debidas al pecado: los ojos, en castigo de  sus ilícitas y perniciosas miradas, tendrán  que soportar la horrible visión de los demonios y del  infierno; los oídos, por haberse complacido en malas  conversaciones, no oirán sino llantos, lamentos de desesperación y así todos los demás  sentidos.

  2.  Además de todos estos tormentos, todavía hay  otro mayor, que es la privación y la pérdida  de la gloria de Dios, que jamás podrán  contemplar. Si a Absalón, la privación de la  amable faz de su padre le pareció más  intolerable que el mismo destierro, ¡oh Dios  mío, qué pesar, el verse privado para siempre  de la visión de tu dulce y suave rostro!

  3.  Considera, sobre todo, la eternidad de las llamas, que, por  sí sola hace intolerable el infierno. ¡ Ah!, si  un mosquito en la oreja, si el calor de una ligera fiebre es  causa de que nos parezca larga y pesada una noche corta,  ¡cuán espantosa será la noche de la  eternidad, en medio de tantos tormentos! De esta eternidad  nace la desesperación eterna, las blasfemias y la rabia infinita.

  AFECTOS  Y RESOLUCIONES.

 1.  Espanta a tu alma con estas palabras de Job: «Ah, alma  mía, ¿podrías vivir eternamente en estos  ardores eternos y en este fuego devorador?»  ¿Quieres dejar a Dios para siempre?

  2.  Confiesa que los has merecido y ¡cuántas veces!  Pero, de ahora en adelante, quiero andar por la senda  contraria; ¿ por qué he de descender a este  abismo?

  3.  Haré, pues, estos y aquellos esfuerzos para evitar el  pecado, que es la única cosa que puedo darme la  muerte eterna.

  Da  gracias, ofrece, ruega.

  

CAPÍTULO  XVI .- Meditación  8ª: EL PARAÍSO

 

PREPARACIÓN

 1.  Ponte en la presencia de Dios.

 2.  Haz la invocación.

  CONSIDERACIONES

 1.  imagina una hermosa noche muy serena, y piensa cuán  agradable es ver el cielo tachonado de esta multitud y  variedad de estrellas. Ahora añade esta belleza a la  de un buen día, de suerte que la claridad del sol no  impida la clara visión de la luna y de las estrellas,  y considera que esta hermosura nada es, comparada con la  excelencia del cielo. ¡Ah! ¡Qué deseable y  amable es este lugar y qué preciosa esta ciudad!

  2.  Considera la nobleza, la distinción y la multitud de  los ciudadanos y habitantes de esta bienaventurada  mansión; estos millones y millones de ángeles,  de querubines y de serafines; este ejército de  mártires, de confesores, de vírgenes, de  santas mujeres; la multitud es innumerable. ¡Oh!  ¡qué dichosa es esta compañía! El  menor de todos es más bello que todo el mundo, ¿qué será verlos a todos? Mas, i  olí Dios mío qué felices son! cantan,  sin cesar, el dulce himno del amor eterno; siempre gozan de  una perpetua alegría; se comunican, los unos a los  otros, consuelos indecibles y viven en el contento de una  dichosa e indisoluble compañía.

  3.  Considera, finalmente, la suerte que tienen de gozar de  Dios, que les recompensa eternamente con su amable mirada,  con la que infunde en sus corazones un abismo de delicias.  ¡Qué dicha estar siempre unido a su primer  principio! Son como aves felices, que andan volando y cantan  eternamente por los aires de la divinidad, que las envuelven  por todas partes con goces increíbles; allí,  todos, a cual mejor, y sin envidias, cantan las alabanzas  del Creador. Seas para siempre bendito, ¡oh dulce y soberano Creador y Salvador nuestro!, porque eres tan bueno  y porque nos comunicas tan generosamente tu gloria. Y, recíprocamente, Dios bendice, con bendiciones  perpetuas, a todos los santos: «Sed para siempre  benditas, les dice, mis amadas criaturas, porque me  habéis servido y me alabáis eternamente con  tan grande amor y valentía».

  AFECTOS  Y RESOLUCIONES

 1  Admira y alaba esta patria celestial. ¡Oh!  ¡Qué hermosa eres, mi amada Jerusalén, y  qué dichosos son tus adoradores!

  2.  Echa en cara a tu corazón el poco valor que ha tenido  hasta el presente y el haberse desviado del camino que  conduce a esta mansión gloriosa. ¿ Por  qué me he alejado tanto de mi suprema felicidad? i  Ah, miserable de mí! Por estos placeres tan enojosos  y vacíos, he renunciado mil veces a estas eternas e  infinitas delicias. ¿ Qué espíritu me ha  inducido a despreciar bienes tan deseables, a trueque de  unos deseos tan vanos y despreciables?

  3.  Aspira, sin embargo, con ardor a esta morada de delicias.  ¡Oh, mi bueno y soberano Señor puesto que os  habéis complacido en enderezar mis pasos por vuestros  caminos, jamás volveré atrás. Vayamos,  mi querida alma, hacia este reposo infinito, caminemos hacia  esta bendita tierra que nos ha sido prometida.  ¿Qué hacemos en este Egipto?

  4.  Me privaré, pues, de aquellas cosas que me aparten o  me retrasen en este camino.

  5.  Practicaré tales o cuales cosas, que puedan  conducirme a él.

  Da  las gracias, ofrece, ruega.

  

CAPÍTULO  XVII .- Meditación  9ª : A MANERA DE ELECCIÓN DEL  PARAÍSO

 PREPARACIÓN

 1.  Ponte en la presencia de Dios.

  2.  Humíllate en su presencia y pídele que te  ilumine.

  CONSIDERACIONES

 Imagina  que te encuentras en campo raso, sola con tu buen  ángel, como el jovencito Tobías cuando iba a  Rages, y que te hace ver: arriba el cielo, con todos los  goces representados en la meditación del  paraíso, que acabas de hacer, y, abajo, el infierno,  con todos los tormentos descritos en su correspondiente  meditación, arrodíllate delante de tu  ángel:

  1.  Considera que es una gran verdad el que tú te  encuentras entre el cielo y el infierno, y que uno y otro  están abiertos para recibirte, según la  elección que hubieres hecho.

  2.  Considera que la elección del uno o del otro, hecha  en este mundo, durará eternamente.

  3.  Aunque ambos están abiertos para recibirte,  según la elección que hicieres, es cierto que  Dios, que está presto a darte o el uno por su  misericordia o el otro por su justicia, desea, empero, con  deseo no igualado, que escojas el paraíso; y tu  ángel bueno te impele a ello, con todo su poder,  ofreciéndote, de parte de Dios, mil gracias y mil  auxilios, para ayudarte a subir.

  4.  Jesucristo, desde lo alto del cielo, te mira con bondad y te  invita amorosamente: «Ven, ¡oh alma querida!, al  descanso eterno: entre los brazos de mi bondad, que te ha  preparado delicias inmortales, en la abundancia de su  amor». Contempla, con los ojos del alma, a la  Santísima Virgen, que te llama maternalmente:  «Ánimo, hija mía, no desprecies los  deseos de mi Hijo, ni tantos suspiros que yo hago por ti,  anhelando con Él, tu salvación eterna».  Mira los santos que te exhortan y un millón de almas  que te invitan suavemente, y que otra cosa no desean que ver  tu corazón unido al suyo, para alabar a Dios eternamente, y que te aseguran que el camino del cielo no es  tan escabroso como el mundo lo presenta: «Seas  esforzada, querida amiga, te dicen ellas; el que considere  bien el camino de la devoción, por el cual nosotros  hemos trepado, verá que hemos alcanzado estas  delicias mediante otras delicias incomparablemente  más suaves que las del mundo».

  ELECCIÓN

 1.  ¡Oh infierno!, te detesto ahora y eternamente; detesto  tus tormentos y tus penas; detesto tu infortunada y  desdichada eternidad, y, sobre todo, las eternas blasfemias  y maldiciones que vomitas continuamente contra Dios. Y,  volviendo mi alma y nú corazón hacia ti,  ¡oh hermoso paraíso, oh gloria eterna, felicidad  perdurable!, escojo irrevocablemente y para siempre mi morada y mi estancia dentro de tus bellas y sagradas  mansiones, y en tus santos y deseables tabernáculos.  Bendigo, ¡oh Dios mío!, tu misericordia y acepto  el ofrecimiento que de ella te plazca hacerme. ¡Oh  Jesús, Salvador mío!, acepto tu amor eterno y  la adquisición, que para mí has hecho, de un  lugar en esta bienaventurada Jerusalén, más  que para otra cosa, para amarte y bendecirte eternamente,

  2.  Acepta los favores que la Virgen y los santos te hacen;  promételes que te encaminarás hacia ellos; da  la mano a tu buen ángel, para que te conduzca;  alienta a tu alma para esta elección.

   

CAPÍTULO  XVIII .- Meditación  l0ª : A MANERA DE ELECCIÓN QUE EL ALMA HACE DE  LA VIDA DEVOTA

  PREPARACIÓN

 1.  Ponte en la presencia de Dios.

 2.  Humíllate en su presencia y pide su auxilio.

  CONSIDERACIONES

 1.  Imagínate que te encuentras otra vez a campo raso,  sola con tu ángel bueno, y, al lado izquierdo, mira  al diablo sentado sobre un gran trono muy encumbrado,  rodeado de muchos espíritus infernales y de una gran  muchedumbre de mundanos, que, con la cabeza descubierta, le  rinden acatamiento, unos por un pecado y otros por otro.  Mira la actitud de estos desdichados cortesanos de tan  abominable rey, y verás cómo unos están  furiosos de rabia, de envidia y de cólera; otros se  matan mutuamente; otros andan demacrados, tristes y llenos  de angustia, en busca de las riquezas; otros entregados a la  vanidad, sin ninguna clase de goce, que no sea inútil  o vano; otros envilecidos, perdidos y corrompidos en sus  brutales afectos. Considera cómo todos viven sin  reposo, sin orden, sin continencia; cómo se  desprecian los unos a los otros y cómo no se aman sino con fingida apariencia. Finalmente verás una  desdichada nación, tiranizada por este rey maldito,  que te hará compasión.

  2. A  la derecha, contempla a Cristo crucificado, que, con un amor  cordial, ruega por estos pobres endiablados, para que salgan  de esta tiranía, y que los llama a sí, rodeado  de un gran ejército de devotos, juntamente con sus  ángeles. Contempla la belleza de este reino de  devoción. ¡Qué hermoso es ver este  cortejo de vírgenes, de hombres y mujeres más  blancos que los lirios; esta asamblea de viudas aureoladas  de una santa mortificación y humildad! Mira esa  hilera de personas casadas que viven tan dulcemente, unidas  por un mutuo respeto que no puede existir sino merced a una  gran caridad. Ve cómo estos devotos saben hermanar  los cuidados exteriores de su casa con los de la vida  interior, el amor al marido con el amor al Esposo Celestial.  Míralos en todas partes, y siempre los verás  con un porte santo, dulce, amable, escuchando a Nuestro  Señor al que quieren introducir dentro de su  corazón. Se alegran, pero con una alegría  graciosa, amorosa y bien ordenada; se aman los unos a los  otros, pero con un amor sagrado y enteramente puro. Los que,  en este pueblo devoto, están afligidos, no se atormentan excesivamente y no pierden la paz. En una  palabra: contempla los ojos del Salvador que los consuela, y  repara cómo todos juntos suspiran por Él.

  3.  Hasta ahora has dejado a Satanás, con su triste y  desgraciado séquito, gracias a los buenos afectos que  has concebido, pero, a pesar de ello, todavía no has  llegado al Rey Jesús, ni te has juntado a la  compañía santa y feliz de los devotos, sino que has fluctuado siempre entre uno y otro.

  4.  La Santísima Virgen, con San José, San Luis,  Santa Mónica y otros cien mil, que forman en el  escuadrón de los que han vivido en medio del mundo,  te invitan y te alientan.

  5.  El Rey crucificado te llama por tu propio nombre: «Ven,  mi bien amada, ven, que quiero coronarte. »

  ELECCIÓN

 1.  ¡ Oh mundo, oh legión abominable! ; no,  jamás me verás bajo tu bandera; por siempre  jamás he dejado tus locuras y tus vanidades. Rey de  orgullo, rey de desdicha, espíritu infernal, renuncio  a ti y a tus vanas pompas y te detesto con todas tus obras.

  2.  Y, al convertirme a Ti, dulce Jesús mío, Rey  de bienaventuranza y de gloria eterna, te abrazo, con todas  las fuerzas de mi alma, te adoro con todo mi corazón,  te elijo, ahora y para siempre, por mí Rey, y, con  inviolable fidelidad, te rindo homenaje irrevocable; me  someto a la obediencia de tus santas leyes y mandamientos.

  3.  ¡Oh Virgen santa, amada Señora mía!, te  elijo por mí guía, me pongo bajo tu  enseña, te ofrezco un particular respeto y una reverencia especial. ¡Oh mi santo ángel!,  preséntame a esta sagrada asamblea; no me dejes hasta  que llegue a esta dichosa compañía, con la  cual digo y diré, por siempre jamás, en  testimonio de mi elección: «Viva Jesús,  viva Jesús».

 

  

CAPÍTULO  XIX .- COMO SE HA  DE HACER LA CONFESIÓN GENERAL

 

        He  aquí, pues, amada Filotea, las meditaciones que se  requieren para nuestro objeto. Una vez hechas, ve, con  espíritu de humildad, a hacer tu confesión  general; pero te ruego que no te dejes perturbar por ninguna  aprensión. El escorpión, que nos ha herido, es  venenoso cuando nos pica, pero, una vez reducido a aceite,  es un remedio contra su propia picadura. Sólo cuando  lo cometemos, es vergonzoso el pecado, pero, al convertirse  en confesión y en penitencia, es honroso y saludable.  La confesión y la contrición son tan bellas y  de tan buen olor, que borran la fealdad y disipan el hedor  del pecado. Simón el leproso dijo que Magdalena era  pecadora, pero Nuestro Señor dijo que no, y ya no  habló de otra cosa sino de los perfumes que  derramó y de la grandeza de su amor. Si somos  humildes, Filotea, nuestro pecado nos desagradará  infinitamente, porque es ofensa de Dios; pero la  acusación de nuestro pecado nos será dulce y  amable, porque Dios es honrado en ella: decir al médico lo que nos molesta es, en cierta manera, un  alivio. Cuando llegues a la presencia de tu padre  espiritual, imagínate que te encuentras en la  montaña del Calvario, a los pies de Jesucristo  crucificado, destilando por todas partes su  preciosísima sangre, para lavar tus iniquidades;  porque, aunque no sea la propia sangre del Salvador, es,  empero, el mérito de su sangre derramada el que  rocía abundantemente a los penitentes, alrededor de  los confesionarios. Abre, pues, bien tu corazón, para que salgan de él los pecados, por la  confesión, porque, conforme vayan saliendo,  entrarán en él los méritos de la  pasión divina para llenarlo de bendiciones.

        Pero  dilo todo sencilla e ingenuamente, tranquilizando de una vez  tu conciencia. Y, hecho esto, escucha los avisos y lo que ordene el siervo de Dios, y di de todo corazón:  «Habla, Señor, que tu sierva escucha».  Sí, Fílotea, es Dios a quien escuchas, pues  Él ha dicho a sus representantes: «El que a  vosotros oye, a Mí me oye». Toma después,  en tu mano, la siguiente promesa, que es el remate de toda  tu contrición y que has de haber meditado y  considerado antes; léela atentamente y con todo el sentimiento que te sea posible.

 

  

CAPÍTULO  XX .- PROMESA  AUTÉNTICA PARA GRABAR EN EL ALMA LA RESOLUCIÓN  DE SERVIR A DIOS Y CONCLUIR LOS ACTOS DE  PENITENCIA

 

        Yo,  la que suscribe, puesta y constituida en la presencia de  Dios eterno y de toda la corte celestial, después de  haber considerado la inmensa misericordia de su divina  bondad para conmigo, indignísima y miserable criatura  que ella ha sacado de la nada, conservado, sostenido,  librado de tantos peligros y enriquecido de mercedes, y,  sobre todo, después de haber considerado esta  incomparable dulzura y clemencia, con que el  bondadosísimo Dios me ha soportado en mis  iniquidades, tan frecuente y tan amablemente inspirada,  invitándome a la enmienda, y con la que me ha  aguardado tan pacientemente para que hiciera penitencia y me  arrepintiese hasta este año de mi vida, a pesar de  todas mis ingratitudes, deslealtades e infidelidades, con  que, difiriendo mi conversión y despreciando sus  gracias le he ofendido tan desvergonzadamente después de haber considerado que, el día de mi santo  bautismo, fui tan feliz y santamente consagrada y dedicada a  Dios, por ser hija suya, y, que, contra la profesión  que entonces se hizo en mi nombre, tantas y tantas veces, de  una manera tan detestable y desgraciada, he profanado y  violado mi alma, empleándola y ocupándola  contra la divina Majestad; finalmente, volviendo ahora en  mí, postrada de corazón y espíritu ante  el trono de la justicia divina, me reconozco, acuso y  confieso por legítimamente culpable y convicta del  crimen de lesa majestad divina, y culpable también de  la muerte y pasión de Jesucristo, a causa de los  pecados que he cometido, por los cuales Él  murió y padeció el tormento de la cruz, por lo  que soy merecedora de ser eternamente perdida y condenada.

        Mas,  volviéndome hacia el trono de la misericordia  infinita de este mismo Dios eterno, después de haber  detestado con todo mi corazón y con todas mis fuerzas  las iniquidades de mi vida pasada, pido y suplico  humildemente gracia, perdón y misericordia y la  completa absolución de mis crímenes, en virtud  de la muerte y pasión de este mismo Señor y  Redentor de mi alma, sobre la cual apoyada, como sobre el  único fundamento de mi esperanza, confieso otra vez y  renuevo la sagrada profesión de fidelidad hecha a  Dios, en el bautismo, y renuncio al demonio, al mundo y a la  carne, detesto sus perversas sugestiones, vanidades y  concupiscencias, por todo el tiempo de mi vida presente y  por toda la eternidad. Y, convirtiéndome a mi Dios,  bondadoso y compasivo, deseo, propongo y resuelvo  irrevocablemente servirle y amarle, ahora y siempre,  dándole, para este fin, dedicándole y  consagrándole mi espíritu con todas sus  facultades, mi alma con todas sus potencias, mi  corazón con todos sus afectos, mi cuerpo con todos  sus sentidos; prometiendo no abusar jamás de ninguna  parte de mi ser contra su divina voluntad y soberana  Majestad, a la cual me sacrifico e inmolo en  espíritu, para serle, en adelante, siempre leal, obediente y fiel criatura, sin retractarme ni arrepentirme  jamás de ello. Mas, ¡ay de mi, si, por  sugestión del enemigo o por cualquier debilidad  humana, llegase a contravenir, en alguna cosa, esta mi  resolución y consagración, prometo desde ahora  y propongo, confiado en la gracia del Espíritu Santo,  levantarme, en cuanto me dé cuenta de ello, y  convertirme de nuevo, sin retrasos ni dilaciones.

        Esta  es mi voluntad, mi intención y mi resolución  inviolable e irrevocable, la cual confieso y confirmo sin  reserva ni excepción, en la misma sagrada presencia  de mi Dios y a la vista de la Iglesia militante, mi madre,  que oye esta declaración en la persona del que, como  ministro de Dios, me escucha en este acto.

        Que  sea de tu agrado, ¡oh mi eterno Dios, todo poderoso y  todo bondad, Padre, Hijo y Espíritu Santo!,  consolidar en mí esta resolución y aceptar  este mi sacrificio cordial e interior, en olor de suavidad,  y así como te has complacido en darme la inspiración y la voluntad de realizarlo, dame  también la fuerza y la gracia necesaria para llevarlo  a término. ¡Oh, Dios mío!, tú eres  mi Dios, Dios de mi corazón, Dios de mi alma, Dios de  mi espíritu; así te reconozco y adoro ahora y  por toda la eternidad. Viva Jesús.

  

CAPÍTULO  XXI .- CONCLUSIÓN  PARA ESTA PRIMERA  PURIFICACIÓN

        Hecha  esta promesa, está atenta y abre los oídos de  tu corazón para escuchar, en espíritu, las  palabras de tu absolución, que el mismo Salvador de  tu alma, sentado en el solio de su misericordia,  pronunciará, desde lo alto de los cielos, en  presencia de todos los ángeles y santos, al mismo  tiempo que, en su nombre, te absolverá el sacerdote  acá en la tierra. Entonces, toda esta asamblea de  bienaventurados, gozosos de tu felicidad, cantará el  himno espiritual de incomparable alegría, y todas  darán el beso de paz y de amistad a tu  corazón, que habrá vuelto a la gracia y  quedará santificado.

        ¡Oh  Dios! Filotea, he aquí un contrato admirable, por el  cual celebras una feliz alianza con su divina Majestad, pues  dándote a Él, le ganas, y te ganas a ti misma  para la vida eterna. Sólo falta que tomes la pluma en  tu mano y firmes de corazón el acta de tus promesas,  y que, después, vayas al altar, donde Dios, a su vez,  firmará y sellará tu absolución y la  promesa que te hará de darte su paraíso,  poniéndose Él mismo, por medio de su  sacramento, como un timbre y un sagrado sello sobre tu  corazón renovado.. De esta manera, bien me lo parece,  ¡oh Filotea!, tu alma quedará purificada del  pecado y de todo afecto pecaminoso.

        Pero,  como que estos afectos renacen fácilmente en el alma,  a causa de nuestra debilidad y de nuestra concupiscencia, la cual puede quedar adormecida, pero no puede morir en este  mundo, te daré algunos avisos, que sí los  practicas bien, te preservarán, en el porvenir, del  pecado mortal y de todos sus afectos, para que jamás  pueda éste entrar en tu corazón. Y, como que  los mismos avisos sirven también para una  purificación más perfecta, antes de  dártelos, quiero decir cuatro palabras acerca de esta  más absoluta pureza, a la cual  quiero conducirte.

   

CAPÍTULO  XXII .- QUE ES  NECESARIO PURIFICARSE DEL AFECTO AL PECADO  VENIAL

 

        Conforme  se va haciendo de día, vemos con mayor claridad, en  el espejo, las manchas y la suciedad de nuestro rostro; de  la misma manera, según la luz interior del  Espíritu Santo ilumina nuestras conciencias, vemos  más clara y distintamente los pecados, las  inclinaciones y las imperfecciones que pueden impedir en  nosotros la verdadera devoción; y la misma luz que  nos ayuda a ver nuestras manchas y defectos, enciende en  nosotros el deseo de lavarnos y purificarnos.

        Descubrirás,  pues, ¡oh amada Filotea¡, que además de los  pecados mortales y del afecto a los mismos, de todo lo cual  ya estás purificada por los ejercicios anteriormente  indicados, tienes todavía en tu alma muchas  inclinaciones y mucho afecto a los pecados veniales. No digo  que descubrirás pecados veniales, sino que  descubrirás inclinaciones y afecto a los pecados veniales; y una cosa es muy diferente de la otra, porque  nosotros no podemos estar siempre enteramente puros de  pecados veniales ni perseverar mucho tiempo en esta pureza,  pero podemos muy bien estar libres de todo afecto al pecado  venial. Ciertamente, una cosa es mentir una o dos veces,  para bromear y en cosas de poca importancia, y otra cosa es  complacerse en la mentira y tener afición a esta  clase de pecados.

        Y digo ahora que es menester purgar el alma de todo afecto al  pecado venial, es decir, que no conviene alimentar voluntariamente la voluntad de continuar y de perseverar en  ninguna especie de pecado venial, porque sería una  insensatez demasiado grande querer, con pleno conocimiento,  guardar en nuestra conciencia una cosa tan desagradable a  Dios como lo es la voluntad de querer desagradarle. El  pecado venial, por pequeño que sea, desagrada a Dios,  pero no hasta el extremo de que, por su causa, quiera  condenarnos y perdernos. Y, si el pecado venial le  desagrada, la voluntad y el afecto que tenemos al pecado  venial no es otra cosa que una resolución de querer  desagradar a la divina Majestad. ¿Es posible que una  alma bien nacida no sólo quiera desagradar a Dios,  sino también complacerse en desagradarle?

        Estos  afectos, Filotea, son directamente contrarios a la  devoción, como el afecto al pecado mortal es  contrario a la caridad: debilitan las fuerzas del  espíritu, impiden las consolaciones divinas, abren la  puerta a las tentaciones, y, aunque no matan al alma, la  ponen muy enferma. «Las moscas que mueren en él,  dice el Sabio, hacen que se pierda la suavidad del  ungüento», con lo que quiere decir que las moscas,  cuando apenas se posan sobre el ungüento de modo que  comen de él de paso, no contaminan sino lo que cogen,  y se conserva bien lo restante; pero, cuando mueren dentro  del ungüento le roban su valor y lo echan a perder.  Asimismo los pecados veniales; si se detienen poco tiempo en  una alma devota no le causan mucho mal; pero, si estos  mismos pecados establecen su morada en el alma, por el  afecto que en ellos se pone, hacen que pierda la suavidad  del ungüento, es decir, la santa devoción.

        Las  arañas no matan a las abejas, sino que echan a perder  y corrompen la miel y embrollan con sus telas los panales de  suerte que las abejas no pueden trabajar, pero esto ocurre  cuando las arañas se establecen allí. De la  misma manera, el pecado venial no mata a nuestra alma;  infecta, no obstante, la devoción, y enreda de tal  manera, con malos hábitos y malas inclinaciones, las  potencias del alma, que no puede ésta ejercitar con  presteza la caridad, en la cual consiste la esencia de la devoción; pero esto se entiende de cuando el pecado  venial habita en nuestra conciencia por el afecto que le  tenemos. No es nada, Filotea, decir. alguna mentirilla,  descomponerse un poco en las palabras, en las acciones, en  las miradas, en los vestidos, en ataviarse, en los juegos,  en los bailes, siempre que, al momento de entrar en nuestra  alma estas arañas espirituales, las rechacemos y las  echemos fuera, como lo hacen las abejas con las  arañas corporales. Pero, si permitimos que se  detengan en nuestros corazones, y no sólo esto, sino  que nos gusta retenerlas y multiplicarlas, pronto veremos  perdida nuestra miel y el panal de nuestra conciencia  apestado y deshecho. Pero repito: ¿qué  apariencias de sano juicio mostraría una alma  generosa, si se gozara desagradando a Dios, si gustase de  causarle molestia e intentase querer  aquello que sabe que le es enojoso?

 

  

CAPÍTULO  XXIII .- QUE HEMOS  DE PURIFICARNOS DEL AFECTO A LAS COSAS INÚTILES Y  PELIGROSAS

 

        Los  juegos, los bailes, los festines, las pompas, las comedias  no son esencialmente cosas malas, sino indiferentes, y  pueden ejecutarse bien o mal; pero siempre son peligrosas, y  aficionarse a ellas todavía lo es más. Por lo  tanto, Filotea, aunque sea lícito jugar, bailar,  adornarse, asistir a representaciones honestas y a  banquetes, si alguien llega a aficionarse a ello, es cosa contraria a la devoción y, en gran manera, peligrosa.  No está el mal en hacerlo, sino en aficionarse. Es un  mal sembrar de afectos inútiles y vanos la tierra de  nuestro corazón, pues ocupan el lugar de las buenas  impresiones e impiden que la savia de nuestra alma sea  empleada por las buenas inclinaciones.

        Así,  los antiguos nazarenos no sólo se privaban de todo lo  que podía embriagar, sino también de los  racimos y del agraz; no porque los racimos y el agraz  embriaguen, sino porque, comiendo agraz, hay peligro de  excitar el deseo de comer racimos y de provocar la  afición a beber mosto o vino. Ahora bien, no digo yo  que no podamos usar de estas cosas peligrosas; advierto, empero, que nunca podemos aficionarnos a ellas sin que se  resienta la devoción. Los ciervos, cuando conocen que  están demasiado gruesos, huyen y se retiran a sus  escondrijos, pues saben que su grasa les pesa tanto, que les  impediría correr, si se viesen atacados: el  corazón del hombre cargado de estos afectos  inútiles, superfluos y peligrosos, no puede,  ciertamente correr con prontitud, ligereza y facilidad hacia  su Dios, que es el verdadero término de la  devoción. Los niños corren y se cansan  detrás de las mariposas; a nadie parece mal, porque  son niños. Pero, ¿no es cosa ridícula y  muy lamentable ver cómo hombres hechos se aficionan e  impacientan por bagatelas tan indignas, como lo son las  cosas que acabo de enumerar, las cuales, además de  ser inútiles, nos ponen en peligro de desarreglarnos  y desordenarnos, cuando vamos en pos de ellas? Por esta  razón, amada Filotea, te digo que es menester  purificarse de estas aficiones, y, aunque  los actos no sean siempre contrarios a la devoción,  las aficiones, empero, le son siempre nocivas.

   

CAPÍTULO  XXIV .- QUE HEMOS  DE PURIFICARNOS DE LAS MALAS  INCLINACIONES

        Tenemos  también, Filotea, ciertas inclinaciones naturales,  las cuales, porque no tienen su origen en nuestros pecados particulares, no son propiamente pecado, ni mortal ni  venial, pero se llaman imperfecciones, y sus actos se llaman  efectos o faltas. Por ejemplo, Santa Paula según  refiere San Jerónimo, tenía una gran  inclinación a la tristeza y a la melancolía,  hasta el extremo de que, cuando murieron sus hijos y su  esposo, estuvo a punto de morir de pena. Esto era una  imperfección, pero no un pecado, pues ocurría  contra su deseo y voluntad. Hay personas que son  naturalmente ligeras, otras ásperas, otras contrarias  a aceptar fácilmente el parecer de los demás,  otras propensas a la indignación, otras a la  cólera, otras al amor, y, por decirlo en breves  palabras, son pocas las personas en las cuales no se pueda  echar de ver alguna imperfección. Ahora bien, aunque  estas imperfecciones sean propias y como connaturales a cada  uno de nosotros, no obstante, con el ejercicio y afición contraria, pueden corregirse y moderarse, y  aun puede el alma purificarse y librarse totalmente de  ellas. Y esto es, Filotea, lo que debes hacer. Se ha  encontrado la manera de endulzar los almendros amargos,  haciendo un corte al pie del tronco, para que salga la  savia. ¿ Por qué no hemos de poder nosotros  hacer salir de nuestro interior las inclinaciones perversas,  para llegar a ser mejores? No existe ningún natural  tan bueno que no pueda malearse con los hábitos  viciosos; tampoco hay un natural tan rebelde que, con la  gracia de Dios, ante todo, y después con trabajo y  diligencia, no pueda ser domado y superado. Ahora, pues, voy  a darte los avisos y proponerte los ejercicios, con los  cuales purificarás tu alma de las aficiones y de todo  afecto a los pecados veniales, y, de esta manera,  asegurarás más y más tu conciencia  contra todo pecado mortal. Dios te conceda la gracia de  practicarlos bien.

 


 

 

 

Introducción  a la vida devota

(Segunda  parte)

SEGUNDA  PARTE DE LA INTRODUCCIÓN

Diferentes  avisos para elevación del alma a Dios, mediante la  oración y los sacramentos

 

 

 

CAPITULO  I : DE LA  NECESIDAD DE LA ORACIÓN

 1.  La oración al llevar nuestro entendimiento hacia las  claridades de la luz divina y al inflamar nuestra voluntad  en el fuego del amor celestial, purifica nuestro  entendimiento de sus ignorancias, y nuestra voluntad de sus  depravados afectos; es el agua de bendición que, con  su riego, hace reverdecer y florecer las plantas de nuestros  buenos deseos, lava nuestras almas de sus imperfecciones y  apaga en nuestros corazones la sed de las pasiones.

2.  Pero, de un modo particular, te aconsejo la oración  mental afectuosa, especialmente la que versa sobre la vida y  pasión de Nuestro Señor. Contemplándole  con frecuencia, en la meditación, toda tu alma se  llenará de Él; aprenderás su manera de conducirse, y tus acciones se conformarán con el  modelo de las suyas. Él es la luz del mundo; es,  pues, en Él, por Él y para Él que hemos  de ser ilustrados e iluminados; es el árbol del  deseo, a cuya sombra nos hemos de rehacer; es la fuente viva  de Jacob, donde nos hemos de purificar de todas nuestras  fealdades. Finalmente, los niños, a fuerza de  escuchar a sus madres y de balbucir con ellas, aprenden a  hablar su lenguaje; así nosotros, permaneciendo cerca  del Salvador, por la meditación, y observando sus  palabras, sus actos y sus afectos, aprenderemos, con su  gracia, a hablar, obrar y a querer como Él.

        Conviene  que nos detengamos aquí Filotea, y, créeme, no  podemos ir a Dios Padre sino por esta puerta. Pues  así como el cristal de un espejo no podría  detener nuestra imagen si no tuviese detrás de  sí una capa de estaño o de plomo, de la misma  manera, la Divinidad no podría ser bien contemplada  por nosotros, en este mundo, si no se hubiese unido a la  sagrada Humanidad del Salvador, cuya vida y muerte son el  objeto más proporcionado, apetecible, delicioso y  provechoso, que podemos escoger para nuestras meditaciones  ordinarias. No en vano es llamado, el Salvador, pan bajado  del cielo; porque, así como el pan se ha de comer con  toda clase de manjares, de la misma manera el Salvador ha de  ser meditado, considerado y buscado en todas nuestras  acciones y oraciones. Muchos autores, para facilitar la  meditación, han distribuido su vida y su muerte en  diversos puntos: los que te aconsejo de un modo particular  son San Buenaventura, Bellintani, Bruno, Capilia, Granada y  La Puente.

  3.  Emplea, en la oración, una hora cada día,  antes de comer; pero, si es posible, mejor será  hacerlas a primeras horas de la mañana, porque, con  el descanso de la noche, tendrás el espíritu  menos fatigado y más expedito. No emplees más  de una hora, si el padre espiritual no te dice expresamente  otra cosa.

  4.  Si puedes practicar este ejercicio en la iglesia, y tienes  allí bastante quietud para ello, te será cosa  fácil y cómoda, porque nadie, ni el padre, ni  la madre, ni el esposo, ni la esposa, ni cualquier otro,  podrán impedirte que estés una hora en la  iglesia; en cambio, estando a merced de otros, no  podrás, en tu casa, tener una hora tan libre.

  5.  Comienza toda clase de oraciones, ya sean mentales ya  vocales, poniéndote en la presencia de Dios, y cumple  esta regla, sin excepción, y verás, en poco  tiempo, el provecho que sacarás de ella.

  6.  Si quieres creerme, di el Padrenuestro, el Avemaría y  el Credo en latín; pero, al mismo tiempo,  aplícate a entender, en tu lengua, las palabras que  contiene, para que, mientras las rezas en el lenguaje  común de la Iglesia, puedas, al mismo tiempo, saborear el admirable y delicioso sentido de estas  oraciones, que es menester decir fijando el pensamiento y  excitando el afecto sobre el significado de las mismas, y no  de corrida, para poder rezar más, sino procurando  decir lo que digas, de corazón, pues un solo  Padrenuestro dicho con sentimiento vale más que  muchos rezados de prisa y con precipitación.

  7.  El Rosario es una manera muy útil de orar, con tal  que se rece cual conviene. Para hacerlo así, procura  tener algún librito de los que enseñan la  manera de rezarlo. Es también muy provechoso rezar  las letanías de Nuestro Señor, de la  Santísima Virgen y de los santos, y todas las otras  preces vocales, que se encuentran en los manuales y Horas  aprobadas, pero ten bien entendido que, si posees el don de  la oración mental, para ésta ha de ser el  primer lugar; de manera que, si después de  ésta, ya sea por tus ocupaciones, ya por cualquier  otro motivo, no puedes hacer la oración vocal, no te  inquietes por ello y conténtate con decir  simplemente, antes o después de la meditación,  la oración dominical, la salutación  angélica o el símbolo de los apóstoles.

  8.  Si mientras haces la oración vocal, sientes el  corazón inclinado y movido a la oración  interior o mental, no te niegues a entrar en ella, sino deja  que ande tu espíritu con suavidad, y no te preocupe  el no haber terminado las oraciones vocales que te  habías propuesto rezar, pues la mental que  habrás hecho en su lugar, es más agradable a  Dios y más útil a tu alma. Exceptúo el  oficio eclesiástico, si estuvieses obligado a  rezarlo, pues, en este caso, hay que cumplir con la  obligación.

  9.  En el caso de transcurrir toda la mañana, sin haber  practicado este santo ejercicio de la oración mental,  debido a las muchas ocupaciones o a cualquiera otra causa  (lo cual, en lo posible, es menester procurar que no  ocurra), repara esta falta por la tarde, pero mucho  después de la comida, porque si hicieres la  oración en seguida y antes de que estuviese bastante adelantada la digestión, te invadiría un  fuerte sopor, con detrimento de tu salud. Y, si no puedes  hacerlo en todo el día, conviene que repares esta  pérdida, multiplicando las oraciones jaculatorias,  leyendo algún libro espiritual, haciendo alguna penitencia que impida la repetición de esta falta, y  con la firme resolución de volver a tu santa  costumbre el día siguiente.

 

  

CAPÍTULO  II : BREVE  MÉTODO PARA MEDITAR, Y PRIMERAMENTE DE LA PRESENCIA  DE DIOS, PRIMER PUNTO DE LA  PREPARACIÓN

 

        Tal  vez no sabes, Filotea, cómo se ha de hacer la  oración mental, porque es una cosa que, en nuestros  tiempos, son, por desgracia, muy pocos los que la saben. Por  esta razón, te presento un método sencillo y  breve, confiando en que, con la lectura de muchos y muy  buenos libros que se han escrito acerca de esta materia, y,  sobre todo, por la práctica, serás más ampliamente instruida. Te indico, en primer lugar, la  preparación, que consiste en dos puntos, el primero  de los cuales es ponerte en la presencia de Dios, y el  segundo, invocar su auxilio. Ahora bien, para ponerte en la  presencia de Dios, te propongo cuatro importantes medios, de  los cuales podrás servirte en los comienzos.

        El  primero consiste en formarse una idea viva y completa de la  presencia de Dios, es decir, pensar que Dios está en  todas partes, y que no hay lugar ni cosa en este mundo donde  no esté con su real presencia; de manera que,  así como los pájaros, por dondequiera que  vuelan, siempre encuentran aire, así también  nosotros, dondequiera que estemos o vayamos, siempre encontramos a Dios. Todos conocemos esta verdad, pero no  todos la consideramos con atención. Los ciegos, que  no ven al rey, cuando está delante de ellos no dejan  de tomar una actitud respetuosa si alguien les advierte su  presencia; pero, a pesar de ello, es cierto que, no  viéndole, fácilmente se olvidan de que  está presente y aflojan en el respeto y reverencia.  ¡Ay, FiIotea! Nosotros no vemos a Dios presente, y,  aunque la fe nos lo dice, no viéndole con los ojos,  nos olvidamos con frecuencia de Él y nos portamos  como si estuviese muy lejos de nosotros; pues, aunque  sabemos que está presente en todas las cosas, como quiera que no pensamos en Él, equivale a no saberlo.  Por esta causa, es menester que, antes de la oración,  procuremos que en nuestra alma se actúe,  reflexionando y considerando esta presencia de Dios. Este  fue el pensamiento de David, cuando exclamó: «Si  subo al cielo, ¡oh Dios mío!, allí  estás Tú; si desciendo a los infiernos,  allí te encuentro»; y, en este sentido, hemos de  tomar las palabras de Jacob, el cual, al ver la sagrada  escalera, dijo: «¡Oh! ¡Qué terrible es  este lugar! Verdaderamente, Dios está aquí y  yo no lo sabía». Al querer, pues, hacer  oración, has de decir de todo corazón a tu  corazón: « ¡Oh corazón mío,  oh corazón mío! Realmente, Dios está  aquí».

        El  segundo medio para ponerse en esta sagrada presencia, es  pensar que no solamente Dios está presente en el  lugar donde te encuentras, sino que está muy  particularmente en tu corazón y en el fondo de tu  espíritu, al cual vivifica y anima con su presencia,  y es allí el corazón de tu corazón y el  alma de tu alma; porque, así como el alma, infundida  en el cuerpo, se encuentra presente en todas las partes del  mismo, pero reside en el corazón con una especial  permanencia, así también Dios, que está  presente en todas las cosas, mora, de una manera especial,  en nuestro espíritu, por lo cual decía David:  «Dios de mi corazón», y San Pablo  escribía que «nosotros vivimos, nos movemos y  estamos en Dios». Al considerar, pues, esta verdad, excitarás en tu corazón una gran reverencia  para con Dios, que está en él  íntimamente presente.

        El  tercer medio es considerar que nuestro Salvador, en su  humanidad, mira desde el cielo todas las personas del mundo, especialmente los cristianos que son sus hijos, y  todavía de un modo más particular, a los que  están en oración, cuyas acciones y movimientos  contempla. Y esto no es una simple imaginación, sino  una verdadera realidad, pues aunque no le veamos, es cierto  que Él nos mira, desde arriba. Así le vio San  Esteban, durante su martirio. Podemos, pues, decir muy bien con la Esposa de los Cantares: «Vedle detrás de  la pared, mirando por las ventanas, a través de las  celosías».

        El  cuarto medio consiste en servirse de la simple  imaginación, representándonos al Salvador, en  su humanidad sagrada, como si estuviese junto a nosotros,  tal como solemos representarnos nuestros amigos, cuando  decimos: me parece que estoy viendo a tal persona, que hace  esto y aquello; diría que la veo, y así por el  estilo. Pero si el Santísimo Sacramento estuviese  presente en el altar, entonces esta presencia será  real y no puramente imaginaria, porque las especies y las  apariencias del pan serían tan sólo como un  velo, detrás del cual Nuestro Señor realmente  presente, nos vería y contemplaría, aunque  nosotros no le viésemos en su propia forma.

        Emplearás,  pues, uno de estos cuatro medios para poner tu alma en la  presencia de Dios antes de la oración, y no es  menester que uses a la vez de todos ellos, sino ora uno, ora  otro, y aun sencilla y libremente.

 

  

CAPITULO  III : DE LA  INVOCACION, SEGUNDO PUNTO DE LA  PREPARACION

        La  invocación se hace de esta manera: al sentirse tu  alma en la presencia de Dios, se postra con extremada  reverencia, reconociéndose indignísima de  estar delante de una tan soberana Majestad, y reconociendo,  no obstante, que esta misma bondad así lo quiere, le  pide la gracia de servirla y adorarla en esta  meditación. Si te parece podrás emplear  algunas palabras breves y fervorosas, como lo son  éstas de David: «Oh Dios mío, no me  apartes de delante de tu faz y no me quites tu santo Espíritu. Ilumina tu rostro sobre tu sierva, y  meditaré tus maravillas. Dame inteligencia y  consideraré tu ley, y la guardaré en mi  corazón. Yo soy tu sierva; dame el  espíritu». También te será  provechoso invocar a tu Ángel de la Guarda y a los  santos personajes que entran en el misterio que meditas:  como, en el de la muerte del Señor, podrás  invocar a la Madre de Dios, a San Juan, a la Magdalena y al  buen ladrón, para que te sean comunicados los  sentimientos y emociones interiores que ellos recibieron, y  en la meditación de tu muerte, podrás invocar  al Ángel de la Guarda, que estará allí  presente, para que te inspire las consideraciones oportunas,  y así en los demás misterios.

 

  

CAPÍTULO  IV : DE LA  PROPOSICIÓN DEL MISTERIO, TERCER PUNTO DE LA  PREPARACIÓN

        Después  de estos dos puntos ordinarios de la meditación,  sigue el tercero, que es común a toda clase de  meditaciones; es el que unos llaman composición de  lugar, y otros lección interior, y no consiste en  otra cosa que en proponer a la imaginación el cuerpo  del misterio que se quiere meditar, como si realmente y de  hecho ocurriese en nuestra presencia. Por ejemplo, si quieres considerar a Nuestro Señor en la cruz, te  imaginarás que estás en el monte Calvario y  que ves todo lo que se hizo y se dijo el día de la  pasión, o bien te imaginarás el lugar de la  crucifixión tal como lo describen los evangelistas.  Lo mismo digo acerca de la muerte, según ya lo he  indicado en la meditación correspondiente, como  también acerca del infierno y de todos los misterios  semejantes, en los cuales se trata de cosas visibles y  sensibles: porque, en cuanto a los demás misterios,  tales como la grandeza de Dios, la excelencia de las  virtudes, el fin para el cual hemos sido creados, que son  cosas invisibles, no es posible servirse de esta clase de  imaginaciones. Es cierto que se puede echar mano de  cualesquiera semejanzas o comparaciones, para ayudar a la  meditación; pero esto es muy difícil de  encontrar, y no quiero tratar contigo de estas cosas sino de  una manera muy sencilla, de suerte que tu espíritu no  se vea forzado a hacer invenciones. '

        Ahora  bien, por medio de estas imaginaciones, concentramos nuestro  espíritu en los misterios que queremos meditar, para que no ande divagando de acá para allá, de la  misma manera que enjaulamos un pájaro o sujetamos el  halcón con un cordel, para tenerlo sujeto en la mano.  Dirá, no obstante, alguno, que es mejor usar el  simple pensamiento de la f e o una simple aprensión  puramente mental y espiritual en la representación de  estos misterios, o bien considerar que las cosas ocurren en tu espíritu; pero esto es demasiado sutil para los  que comienzan, y, hasta que Dios no te lleve más  arriba, te aconsejo, Filotea, que permanezcas en el humilde  valle que te muestro.

 

  

CAPITULO  V : DE LAS  CONSIDERACIONES, SEGUNDA PARTE DE LA  MEDITACIÓN

        Después.  del acto de la imaginación, sigue el acto del  entendimiento, que llamamos meditación, la cual no es  otra cosa que una o varias consideraciones hechas con el fin  de mover los afectos hacia Dios y las cosas divinas: y, en  esto, la meditación se separa del estudio y de los  demás pensamientos y consideraciones, las cuales no  se hacen para alcanzar la virtud o el amor de Dios, sino  para otros fines e intenciones: para saber, o disponerse  para escribir o disputar. Teniendo, pues, como he dicho, tu espíritu concentrado dentro del círculo de la  materia que quieres meditar-por medio de la  imaginación si el objeto es sensible, o por la  sencilla proposición, si no es sensible-,  comenzarás a hacer consideraciones sobre el mismo, de  las cuales encontrarás ejemplos prácticos en  las meditaciones que te he propuesto. Y, si tu  espíritu encuentra suficiente gusto, luz y fruto en  una de las consideraciones, te detendrás en ella, sin  pasar adelante, haciendo como las abejas, que no dejan la  flor, mientras encuentran en ella miel que chupar. Pero, si  en alguna de las consideraciones, después de haber  ahondado un poco, no te encuentras a tu sabor,  pasarás a otra; pero, en esta labor anda despacio y  con simplicidad, sin  apresurarte.

 

 

CAPÍTULO  VI : DE LOS  AFECTOS Y PROPÓSITOS, TERCERA PARTE DE LA  MEDITACION

        La  meditación produce buenos movimientos en la voluntad  o parte afectiva de nuestra alma, como amor de Dios y del  prójimo, deseo del paraíso y de la gloria,  celo de la salvación de las almas, imitación  de la vida de Nuestro Señor, compasión, admiración, gozo, temor de no ser grato a Dios, del  juicio, del infierno, odio al pecado, confianza en la bondad  y misericordia de Dios, confusión por nuestra mala  vida pasada: y en estos afectos, nuestro espíritu se  ha de expansionar y extender, en la medida de lo posible. Y,  si, en esto, quieres ser ayudada, torna el primer volumen de  las Meditaciones de Dom Andrés Capilia, y lee el  prefacio, donde enseña la manera de explayar los  afectos. Lo mismo encontrarás más extensamente  explicado, en el Tratado de la Oración del Padre  Arias.

        No  obstante, Filotea, no te has de detener tanto en estos  afectos generales, que no los conviertas en resoluciones  especiales y particulares, para corregirte y enmendarte, Por  ejemplo, la primera palabra que Nuestro Señor dijo en  la cruz producirá seguramente en tu alma un buen  deseo de imitarle, es decir, de perdonar a los enemigos y de  amarles. Pues bien, te digo que esto es muy poca cosa, si no  añades un propósito especial de esta manera:  en adelante no me enojaré por las palabras injuriosas  que aquél o aquélla, el vecino o la vecina, mi  criado o la criada, dicen contra mí, ni tampoco por  tales o cuales desprecios, de que me ha hecho objeto  éste o aquél; al contrario, diré tal o  cual cosa, para ganarlos o suavizarlos, y así de los demás afectos. Por este medio, Filotea,  corregirás tus faltas en poco tiempo, mientras que,  con solos los afectos, lo conseguirías tarde y con  dificultad.

 

  

CAPÍTULO  VII : DE LA  CONCLUSIÓN Y RAMILLETE  ESPIRITUAL

        Finalmente,  la meditación se ha de acabar con tres cosas, que se  han de hacer con toda la humildad posible. La primera es la acción de gracias a Dios por los afectos y  propósitos que nos ha inspirado, y por su bondad y  misericordia, que hemos descubierto en el misterio meditado.  La segunda es el acto de ofrecimiento, por el cual ofrecemos  a Dios su misma bondad y misericordia, la muerte, la sangre,  las virtudes de su Hijo, y, a la vez nuestros afectos y  resoluciones. La tercera es la súplica, por la cual  pedimos a Dios, con insistencia, que nos comunique las  gracias y las virtudes de su Hijo y otorgue su bendición a nuestros afectos y propósitos,  para que podamos fielmente ponerlos en práctica.  Después hemos de pedir por la Iglesia, por nuestros  pastores, parientes, amigos y por los demás,  recurriendo, para este fin, a la intercesión de la  Madre de Dios, de los ángeles y de los santos.  Finalmente, ya he hecho notar que conviene decir el  Padrenuestro y el Avemaría, que es la plegaria  general y necesaria de todos los fieles.

        A  todo esto he añadido que hay que hacer un  pequeño ramillete de devoción. He aquí  lo que quiero decir: los que han paseado por un hermoso  jardín no salen de él satisfechos, si no se  llevan cuatro o cinco flores, para olerlas y tenerlas  consigo durante todo el día. Por la  meditación, hemos de escoger uno, dos o tres puntos,  los que más nos hayan gustado y los que sean  más a propósito para nuestro aprovechamiento,  para recordarlos durante todo el día y olerlos  espiritualmente. Y este ramillete se hace en el mismo lugar  donde hemos meditado, sin movernos, o bien paseando solos  durante un rato.

 

  

CAPÍTULO  VIII : ALGUNOS  AVISOS ÚTILES SOBRE LA  MEDITACIÓN

        Conviene,  sobre todo, Fílotea, que, al salir de la  meditación conserves las resoluciones y los  propósitos que hubieres hecho para practicarlos con  diligencia durante el día. Este es el gran fruto de  la meditación, sin el cual, ésta es, con  frecuencia, no sólo inútil sino perjudicial,  porque las virtudes meditadas y no practicadas hinchan y  envalentonan el espíritu, pues nos hacen creer que  somos en realidad, lo que hemos resuelto ser, lo cual es,  ciertamente, verdad cuando las resoluciones son vivas y sólidas; pero no lo son, sino que, al contrario, son  vanas y peligrosas, cuando no se practican. Conviene, pues,  por todos los medios, esforzarse en practicarlas y buscar  las ocasiones de ello, grandes o pequeñas. Por  ejemplo, si he resuelto ganar con la dulzura a los que me  han ofendido, procuraré, durante el día,  encontrarlos, para saludarlos con amabilidad, y, si no puedo encontrarlos, hablaré bien de ellos y los  encomendaré a Dios.

        Al  salir de esta oración afectiva, has de tener cuidado  de no sacudir tu corazón, para que no derrame el  bálsamo que la oración ha vertido en  él; quiero decir que hay que guardar, por espacio de  algún tiempo, el silencio y transportar suavemente el  corazón, de la oración a las ocupaciones,  conservando, todo el tiempo que sea posible, el sentimiento  y los afectos concebidos. El hombre que recibe en un  recipiente de hermosa porcelana un licor de mucho precio,  para llevarlo a su casa, anda con mucho tiento, sin mirar a  los lados, sino que ora mira enfrente, para no tropezar  contra alguna piedra, ora el recipiente, para evitar que se  derrame. Lo mismo has de hacer tú, al salir de la  meditación: no te distraigas enseguida, sino mira  sencillamente delante de ti, pero, si encuentras alguno, con  el cual hayas de hablar o al que hayas de escuchar, hazlo, pues no queda otro remedio, pero de manera que tengas  siempre la mirada puesta en tu corazón, para que el  licor de la santa oración no se derrame más de  lo que sea imprescindible.

        También  conviene que te acostumbres a saber pasar de la  oración a toda clase de acciones, que tu oficio o  profesión, justa y legítimamente, requieran,  por más que parezcan muy ajenas a los afectos que  hemos concebido en la oración. Por ejemplo: un abogado ha de saber pasar de la oración a los  pleitos; un comerciante, al tráfico; la mujer casada,  a las obligaciones de su estado y a las ocupaciones del  hogar, con tanta dulzura y tranquilidad, que no, por ello,  se turbe su espíritu, pues ambas cosas son  según la voluntad de Dios y en ambas hay que pensar  con espíritu de humildad y devoción.

        Te  ocurrirá, alguna vez, que, inmediatamente  después de la preparación, tu afecto se  sentirá en seguida movido hacia Dios. Entonces,  Filotea, conviene darle rienda suelta, sin empeñarte  en querer seguir el método que te he dado; porque, si  bien, por lo regular, la consideración ha de preceder  a los afectos y a las resoluciones, cuando, empero, el  Espíritu Santo te da los afectos antes de la  consideración, no has de detenerte en ésta  quieras o no, pues su fin no es otro que mover los afectos.  En una palabra, siempre que se despierten en ti los afectos,  debes admitirlos y hacerles lugar, ya sea antes ya  después de todas las consideraciones. Y, aunque yo he  puesto los afectos después de todas las  consideraciones, lo he hecho únicamente para distinguir bien las diferentes partes de la oración;  por otra parte, es una regla general que nunca hay que  cohibir los afectos, sino que es menester dejar que se  expansionen los que se presentan. Digo esto no sólo  con respecto a los demás afectos, sino también  con respecto a la acción de gracias, al ofrecimiento  ya la plegaria, que pueden hacerse entre las consideraciones, y que no se han de contener más que  los otros afectos, si bien, después, al terminar la  meditación, conviene repetirlos y continuarlos. Pero,  en cuanto a las resoluciones es menester hacerlas  después de los afectos y al fin de toda la meditación, antes de la conclusión, pues, como  quiera que las resoluciones traen a nuestra  imaginación objetos concretos y de orden familiar,  nos pondrían en el peligro de distraernos, si se  hiciesen en medio de los afectos.

        Entre  los afectos y las resoluciones, es bueno emplear el  coloquio, y hablar ora a Dios, ora a los ángeles, ora  a las personas que aparecen en los misterios, a los santos y  a sí mismo, al propio corazón, a los  pecadores, como vemos que lo hizo David en los Salmos, y  otros santos, en sus meditaciones y oraciones.

 

  

CAPÍTULO  IX : DE LAS  SEQUEDADES QUE NOS VIENEN EN LA  MEDITACIÓN

        Filotea,  si te acontece que no encuentras gusto ni consuelo en la  meditación, te conjuro que no te turbes, sino que,  antes bien, abras la puerta a las oraciones vocales:  quéjate de ti misma a Nuestro Señor; confiesa  tu indignidad, pídele que te ayude, besa su imagen,  si la tienes en la mano, dile estas palabras de Jacob:  «No, Señor, no te dejaré, si antes no me  das tu bendición»; o las de la Cananea:  «Sí, Señor, soy un perro.. pero los  perros comen las migajas de la mesa de sus  dueños». Otra vez, toma un libro en la mano y  léelo con atención, hasta que tu  espíritu se despierte y vuelva en sí:  estimula, alguna vez tu corazón mediante alguna  actitud o movimiento de devoción exterior, como  postrarte en tierra, juntar las manos sobre el pecho,  abrazar el crucifijo: todo ello si estás en  algún lugar a solas.

        Y,  si después de todo esto, todavía no te sientes  consolada, por grande que sea tu sequedad, no te aflijas,  sino sigue en devota actitud, delante de Dios.  ¡Cuántos cortesanos hay, que van cien veces al  año a la cámara de su príncipe, sin  ninguna esperanza de hablarle, únicamente para ser  vistos y rendirle homenaje! De esta manera, amada Filotea,  hemos de ir a la oración, pura y simplemente para  cumplir con nuestro deber y dar testimonio de nuestra  fidelidad. Y, si la divina Majestad se digna hablarnos y  conversar con nosotros con sus santas inspiraciones y  consuelos interiores, esto será ciertamente, para nosotros, un gran honor y motivo de gran gozo, pero, si no  quiere hacernos esta gracia, sino que quiere dejarnos  allí, sin decirnos palabra, como si no nos viese o no  estuviésemos en su presencia, no nos hemos de  retirar, sino, que al contrario, hemos de permanecer  allí, delante de esta soberana bondad, en actitud  devota y tranquila; y entonces, infaliblemente, Él se complacerá en nuestra paciencia y tendrá en  cuenta nuestra asiduidad y perseverancia, y, otra vez,  cuando volvamos a su presencia, nos hará mercedes y  conversará con nosotros con sus consolaciones,  haciéndonos ver la amenidad de la santa oración. Pero, si no lo hace, estemos, empero,  contentos, Filotea, pues harto honor es estar cerca de  Él y en su presencia.

 

  

CAPÍTULO  X : LA  ORACIÓN DE LA MAÑANA

 

        Además  de esta oración mental perfecta y ordenada y de las  demás oraciones vocales que has de rezar una vez al  día, hay otras cinco clases de oraciones más  breves, que son como efectos y renuevos de la otra  oración más completa; de las cuales la primera  es la que se hace por la mañana, como una  preparación general para todas las obras del  día. Las harás de esta manera:

  1.  Da gracias y adora profundamente a Dios por la merced que te  ha hecho de haberte conservado durante la noche anterior; y,  si hubieses cometido algún pecado, le pedirás  perdón.

  2.  Considera que el presente día se te ha dado para que,  durante el mismo puedas ganar el día venidero de la  eternidad, y haz el firme propósito de emplearlo con  esta intención.

  3.  Prevé qué ocupaciones, qué tratos y  qué ocasiones puedes encontrar, en este día de  servir a Dios, y qué tentaciones de ofenderle pueden  sobrevenir, a causa de la ira, de la vanidad o de cualquier  otro desorden; y, con una santa resolución, prepárate para emplear bien los recursos que se te  ofrezcan de servir a Dios y de progresar en el camino de la  devoción; y, al contrario, disponte bien para evitar,  combatir o vencer lo que pueda presentarse contrario a tu  salvación y a la gloria de Dios. Y no basta hacer  esta resolución, sino que es menester preparar la  manera de ejecutarla. Por ejemplo, si preveo que  tendré que tratar alguna cosa con una persona  apasionada o irascible, no sólo propondré no  dejarme llevar hasta el trance de ofenderla, sino que  procuraré tener preparadas palabras de amabilidad  para prevenirla, o procuraré que esté presente  alguna otra persona, que pueda contenerla. Si preveo que  podré visitar un enfermo, dispondré la hora y  los consuelos pertinentes que he de darle; y así de  todas las demás cosas.

  4.  Hecho esto, humíllate delante de Dios y reconoce que,  por ti misma, no podrás hacer nada de lo que has  resuelto, ya sea para evitar el mal, ya sea para practicar  el bien. Y, como si tuvieses el corazón en las manos,  ofrécelo, con todas tus buenas resoluciones, a la  divina Majestad y suplícale que lo tome bajo su  protección y que lo robustezca, para que salga airoso  en su servicio, con estas o semejantes palabras interiores:  «Señor, he aquí este pobre y miserable  corazón que, por tu bondad, ha concebido muchos y muy  buenos deseos. Pero, ¡ay!, es demasiado débil e  infeliz para realizar el bien que desea, si no le otorgas tu  celestial bendición, la cual, con este fin, yo te  pido, ¡oh Padre de bondad!, por los méritos de  la pasión de tu Hijo, a cuyo honor consagro este  día y el resto de mi vida». Invoca a Nuestra  Señora, a tu Ángel de la Guarda y a los  Santos, para que te ayuden con su asistencia.

  Mas  estos actos, si es posible, se han de hacer breve y  fervorosamente, antes de salir de la habitación, a  fin de que, con este ejercicio, quede ya rociado con las  bendiciones de Dios, todo cuanto hagas durante el  día. Lo que te ruego, Filotea, es que jamás  dejes este ejercicio.

 

 

CAPÍTULO  XI : DE LA  ORACIÓN DE LA NOCHE Y DEL EXAMEN DE  CONCIENCIA

        Así  como antes de la comida temporal, haces la comida  espiritual, por medio de la meditación, de la misma  manera, antes de la cena, has de hacer una breve cena o, al  menos, una colación, devota y espiritual. Procura,  pues, tener un rato libre antes de la hora de cenar, y,  postrado delante de Dios, recogiendo tu espíritu en  la presencia de Cristo crucificado (que te representarás con una sencilla consideración o  mirada interior), aviva en tu corazón el fuego de la  meditación de la mañana, con algunas  fervorosas aspiraciones, actos de humildad y amorosos  suspiros inspirados en este divino Salvador de tu alma, o bien repitiendo los puntos que más hayas saboreado en  dicha meditación, o bien excitándote con  alguna otra consideración, como más te plazca.

  En  cuanto al examen de conciencia, que siempre has de hacer  antes de acostarte, todos sabemos cómo se ha de  practicar.

  1.  Demos gracias a Dios por habernos conservado durante el  día.

  2.  Examinemos cómo nos hemos portado en cada hora, y,  para hacerlo con mayor facilidad, consideremos dónde,  con quiénes y en qué ocupaciones nos hemos  empleado.

  3.  Si descubrimos que hemos hecho alguna obra buena, demos  gracias a Dios; si, al contrario, hemos hecho algún  mal, de pensamiento, palabra u obra, pidamos perdón a  su divina Majestad, con el propósito de confesarnos,  en la primera ocasión, y de enmendarnos con  diligencia.

  4.  Después de esto, encomendemos a la Providencia divina  nuestro cuerpo, nuestra alma, la Iglesia, los padres, los  amigos; pidamos a Nuestra Señora, al Ángel de  la Guarda y a los santos, que velen por nosotros, y, con la  bendición de Dios, vayamos a tomar el descanso, que  Él ha querido que nos sea necesario.

  Este  ejercicio, lo mismo que el de la mañana, nunca se ha  de omitir; porque, con el de la mañana, abres las  ventanas de tu alma al Sol de justicia, y, con el de la  noche, las cierras a las tinieblas del infierno.

 

  

CAPÍTULO  XII : EL RETIRO  ESPIRITUAL

 En  este punto, amada Filotea, es donde deseo que sigas mi  consejo; porque es aquí donde se encuentra uno de los  recursos más seguros para tu aprovechamiento  espiritual.

        Pon,  cuantas veces puedas, durante el día, tu  espíritu en la presencia de Dios, por alguna de las  cuatro maneras más arriba indicadas; considera lo que  hace Dios y lo que haces tú, y verás  cómo sus ojos te miran y están perpetuamente  fijos en ti, con un amor incomparable. i Oh Dios!,  dirás, ¿por qué no te miro yo siempre  como Tú me miras a mí? ¿Por qué  piensas en mí con tanta frecuencia, y yo pienso tan  poco en Ti? ¿ Dónde estamos, alma mía?  Nuestra verdadera morada es Dios, y ¿dónde nos encontramos?

        Así  como los pájaros tienen sus nidos en los  árboles, para retirarse a ellos cuando tienen  necesidad, y los ciervos sus escondrijos y sus defensas,  donde se ocultan y se amparan y donde toman el fresco de la  sombra en el verano, de la misma manera, Filotea, nuestros  corazones han de escoger, cada día, algún  lugar, en la cima del Calvario, en las llagas de Nuestro Señor o en cualquiera otro sitio cercano a Él,  donde guarecernos en toda clase de ocasiones, donde  rehacernos y recrearnos en medio de las ocupaciones  exteriores, y para estar allí, como en una fortaleza,  para defendernos contra las tentaciones. Bienaventurada el  alma que podrá decir con verdad al Señor:  «Tú eres mi casa de refugio, mi firme defensa,  mi techo contra la lluvia, mi sombra contra el calor».

        Acuérdate,  pues, Filotea, de hacer siempre muchos retiros en la soledad  de tu corazón, mientras corporalmente te encuentras  en medio de las conversaciones y quehaceres, y esta soledad  mental no puede ser, en manera alguna, impedida por la  multitud de los que nos rodean, porque ellos no están  alrededor de tu corazón, sino alrededor de tu cuerpo,  de tal manera que tu corazón permanece solo en la  presencia de Dios. Es el ejercicio que practicaba David, en  medio de sus muchas ocupaciones, según lo afirma en  muchos pasajes de sus salmos, como cuando dice: « i Oh  Señor!, yo siempre estoy contigo. Veo siempre a mi  Dios delante de mí. Levanto mis ojos a Tí,  ¡ oh Dios mío!, que habitas en los cielos. Mis  ojos siempre están puestos en Dios».  Además, las conversaciones no son ordinariamente tan  importantes, que no sea posible, de cuando en cuando,  apartar de ellas el corazón, para ponerlo en esta  divina soledad.

        A  Santa Catalina de Sena, a quien su padre y su madre  habían privado de toda comodidad y ocasión  para poder orar y meditar, inspirándole Nuestro  Señor que hiciese un pequeño oratorio en su  espíritu, al cual pudiese retirarse mentalmente, para  entregarse a esta santa soledad espiritual, en medio de las  ocupaciones exteriores. Y, desde entonces, cuando el mundo la acometía, no recibía de ello ninguna  molestia, porque, como ella misma decía, se encerraba  en su celda interior, donde se consolaba con su celestial  esposo.

        Así,  aconsejaba a sus hijos espirituales que edificasen una celda  en su corazón y que se retirasen a ella.

        Encierra,  pues, algunas veces tu espíritu en tu corazón,  donde, separada de todos, pueda tu alma comunicarse  íntimamente con Dios, para decirle con David:  «He estado en vela y me he hecho semejante al  pelícano del desierto. Estoy como el búho o la  lechuza en las hendiduras de la pared o como el ave  solitaria en la techumbre». Estas palabras, aparte de  su sentido literal (que demuestra cómo este gran rey  se tomaba algunas horas para vivir en la soledad y  entregarse a la contemplación de las cosas  espirituales), nos muestran, en su sentido místico,  tres excelentes lugares de retiro y como tres ermitas, donde podamos ejercitar nuestra soledad, a imitación de  nuestro Salvador, que, en la cima del Calvario, fue como el  pelícano de la soledad, que con su sangre da vida a  sus polluelos muertos; en su Natividad en un establo  abandonado, fue como el búho en las hendiduras de la  pared, lamentando y doliéndose de nuestras culpas y  pecados, y, el día de la Ascensión, fue como  el ave solitaria que se retira y vuela hacia el cielo que es  como el techo del mundo. El bienaventurado EIzeario, conde  de Arián, en Provenza, habiendo estado mucho tiempo  ausente de su devota y casta Delfina, recibió de ella  un propio, que fue a enterarse de su salud, al cual  respondió: «Me encuentro muy bien, amada esposa;  si quieres verme, búscame en la llaga del costado de nuestro dulce Jesús, pues es allí donde yo  habito y allí me encontrarás; en balde me buscarás en otra parte». ¡He aquí un caballero cristiano de verdad!

 

  

CAPÍTULO  XIII : DE LAS  ASPIRACIONES, ORACIONES, JACULATORIAS Y BUENOS  PENSAMIENTOS

 

        Nos  retiramos en Dios porque aspiramos a Él, y aspiramos  a Él para retirarnos en Él, de manera que la  aspiración a Dios y el retiro espiritual son dos  cosas que se completan mutuamente y ambas proceden y nacen  de los buenos pensamientos. Levanta, pues, con frecuencia el  corazón a Dios, Filotea, con breves pero ardientes  suspiros de tu alma. Admira su belleza, invoca su auxilio,  arrójate, en espíritu, al pie de la cruz,  adora su bondad, pregúntale, con frecuencia, sobre tu  salvación, ofrécele, mil veces al día,  tu alma, fija tus ojos interiores en su dulzura,  alárgale la mano, como un niño pequeño  a su padre, para que te conduzca, ponlo sobre tu  corazón, como un ramo delicioso, plántalo en  tu alma, como una bandera, y mueve de mil diversas maneras  tu corazón, para entrar en el amor de Dios y excitar  en ti una apasionada y tierna estimación a este  divino esposo.

        Así  se hacen las oraciones jaculatorias, que el gran San  Agustín, aconseja con tanto encarecimiento a la  devota dama Proba. Filotea, nuestro espíritu,  entregándose al trato, a la intimidad y a la  familiaridad con Dios, quedará todo él  perfumado de sus perfecciones; y, ciertamente, este  ejercicio no es difícil, porque puede entrelazarse  con todos los quehaceres y ocupaciones, sin estorbarlas en  manera alguna, porque, ya en el retiro espiritual, ya en  estas aspiraciones interiores, no se hacen más que  pequeñas y breves digresiones, que, no impiden, sino  que ayudan mucho a lograr lo que pretendemos. El caminante  que bebe un sorbo de vino, para alegrar su corazón y  refrescar su boca, aunque para ello se detiene unos momentos, no interrumpe el viaje, sino que toma fuerzas para  llegar más pronto y con más alientos, no  deteniéndose sino para andar mejor.

        Muchos  han reunido varias aspiraciones vocales, que,  verdaderamente, son muy útiles; pero, si quieres  creerme, no te sujetes a ninguna clase de palabras, sino  pronuncia, con el corazón o con los labios, las que  el amor te dicte, ya que él te inspirará todas  cuantas quieras. Es verdad que hay ciertas palabras que, en  este punto, tienen una fuerza especial para satisfacer al corazón-, tales son las aspiraciones tan  abundantemente sembradas en los salmos de David, las  diversas invocaciones del nombre de Jesús y las  expresiones amorosas escritas en el Cantar de los Cantares.  Los cánticos espirituales también sirven para  este fin, con tal que se canten con atención.

        Finalmente,  así como los que están enamorados con un amor  puramente humano y natural, tienen siempre fijos sus pensamientos en el ser querido, su corazón lleno de  afectos para con él, su boca llena de sus alabanzas  y, durante su ausencia, no pierden coyuntura de manifestar  su amor por cartas, y no encuentran árbol en cuya  corteza no graben el nombre del ser amado; de la misma  manera, los que aman a Dios no pueden dejar de pensar en  Él, suspirar por Él, aspirar a Él,  hablar de Él, y querrían, si posible fuese,  imprimir sobre el pecho de todas las personas del mundo el  santo y sagrado nombre de Jesús. Y a esto les invitan  todas las cosas, y no hay criatura que no les anuncie las  alabanzas de su amado, y, como dice San Agustín,  sacándolo de San Antonio, todo cuanto hay en el mundo  les habla un lenguaje mudo, pero muy inteligible, en alabanza de su amor; todas las cosas les inspiran buenos  pensamientos, de los cuales nacen, después, muchos  movimientos y aspiraciones hacia Dios. He aquí  algunos ejemplos.

        San  Gregorio, obispo de Nacianzo, según refería  él mismo a los fieles, mientras paseaba por la playa  miraba cómo las olas se extendían sobre la  arena y cómo dejaban conchas y caracoles marinos,  hierbas pequeñas, ostras y otras parecidas menudencias, que el mar echaba, o, por mejor decir,  escupía hacia fuera; después, otras olas  volvían a engullir y a coger de nuevo una parte de  aquello, mientras que las rocas de aquellos contornos  permanecían firmes e inmóviles, por más  que las aguas las azotasen fuertemente. Pues bien, acerca de  esto tuvo este hermoso pensamiento, a saber, que los  débiles, imitando a las conchas, a los caracoles y a  las hierbas, ora se dejan llevar de la aflicción, ora  de la consolación, hechos juguete de las olas y del  vaivén de la fortuna, mientras que las almas fuertes  permanecen firmes e inmóviles a toda clase de  vientos, y estos pensamientos le hicieron repetir estas  aspiraciones de David: « ¡ Oh Señor,  sálvame, porque las aguas han entrado hasta mi alma!  ¡ Oh Señor, líbrame del abismo de las  aguas! Me he hundido hasta lo más profundo del mar y  la tempestad me ha sumergido». Y es que entonces estaba  afligido por la injusta usurpación que de su obispado  había intentado Máximo.

        San  Fulgencio obispo de Ruspa, encontrándose en una  asamblea general de la nobleza romana, a la que Teodorico,  rey de los godos, arengaba, al ver el esplendor de tantos  magnates, cada uno de los cuales asistía según  su categoría, exclamó: « ¡ Oh Dios,  qué hermosa debe ser la Jerusalén celestial,  si acá abajo aparece tan brillante la Roma terrenal!  Y, si, en este mundo, andan en medio de tantos esplendores  los amadores de la vanidad, ¡qué gloria debe  estar reservada, en el otro mundo, a los contempladores de  la verdad!».

        Se  dice que San Anselmo, arzobispo de Canterbery, cuyo  nacimiento ha honrado en gran manera a nuestras  montañas, era admirable en esta práctica de  los buenos pensamientos. Una liebre acosada por los perros  corrió a refugiarse bajo el caballo de este santo  prelado, que entonces iba de viaje, como a un refugio que le  sugirió el inminente peligro de muerte; y los perros,  ladrando alrededor, no se atrevían a violar la  inmunidad del lugar, donde su presa se había  refugiado; espectáculo verdaderamente extraordinario,  que causaba risa a toda la comitiva, mientras el gran  Anselmo, llorando y gimiendo, decía: « i Ah!,  vosotros reís, pero el pobre animal no ríe;  los enemigos del alma, perseguida y extraviada por los  senderos tortuosos de toda clase de vicios, la acechaban en  el trance de la muerte, para arrebatarla y devorarla, y  ella, llena de miedo, busca por todas partes auxilio y  refugio, y, si no lo encuentra, sus enemigos se burlan y se  ríen». Y, dicho esto, se alejó  suspirando.

        Constantino  el Grande honró a San Antonio, escribiéndole,  cosa que dejó admirados a los religiosos que estaban  a su alrededor, a los cuales dijo: « ¿ Por  qué os admiráis de que un rey escriba a un  hombre? Admirad más bien que el Dios eterno haya  escrito su ley a los mortales, y más aún que  les haya hablado de tú a tú, en la persona de  su Hijo».

        San  Francisco al ver a una oveja sola, en medio de un  rebaño de cabras: «Mira -dijo a su  compañero-, qué mansa está esta ovejita  entre todas las cabras: También Nuestro Señor  andaba manso y humilde entre los fariseos». Y, al ver,  en otra, ocasión, a un corderito devorado por un  cerdo: « i Ah, corderito-exclamó-, cómo  me recuerdas al vivo la muerte de mi Salvador!»

        Este  gran personaje de nuestros tiempos, Francisco de Borja,  cuando todavía era duque de Gandía e iba de  caza, se entretenía en mil devotos pensamientos:  «Me maravillaba -decía después él  mismo-, de cómo los halcones vuelven a la mano, se  dejan tapar los ojos y atar a la percha, y los hombres son  tan rebeldes a la voz de Dios».

        El  gran San Basilio dice que la rosa entre las espinas sugiere  esta reflexión a los hombres: «Lo más  agradable de este mundo, ¡oh mortales!, anda mezclado  de tristeza; nada hay que sea enteramente puro: el dolor  siempre acompaña a la alegría, la viudez al  matrimonio, el trabajo a la fertilidad, la ignominia a la  gloria, la injuria a los honores, el tedio a las delicias y  la enfermedad a la salud. La rosa-dice este personaje-, es  una flor, pero me causa una gran tristeza, porque me  recuerda el pecado, por el cual la tierra ha sido condenada  a producir espinas».

        Una  alma devota, al ver un riachuelo y al contemplar en  él el cielo reflejado con sus estrellas, en una noche  serena, decía: « ¡ Oh, Dios mío!,  estas mismas estrellas estarán bajo tus pies, cuando  me hayas recibido en tus santos tabernáculos; y,  así como las estrellas se reflejaban en la tierra,  así también los hombres de la tierra  están reflejados en el cielo, en la fuente viva de la  caridad divina».

        Otro,  al ver la corriente de un río, exclamaba: «Mi  alma jamás tendrá reposo hasta que se haya  abismado en el mar de la Divinidad, que es su origen».  Y San Francisco, mientras contemplaba un hermoso riachuelo,  en cuya orilla se había arrodillado, para orar, fue  arrebatado en éxtasis y repetía muchas veces  estas palabras: «La gracia de mi Dios se desliza dulce  y suavemente como este pequeño riachuelo».

        Otro,  al ver cómo florecían los árboles,  suspiraba: « ¿ Por qué soy yo el  único que no florezco en el jardín de la  Iglesia?» Otro, al ver los polluelos cobijados bajo su  madre: « ¡ Oh Señor! -decía-,  guárdanos bajo la sombra de tus alas». Otro, al  ver el girasol, preguntaba. «¿Cuándo  será, mi Dios, que mi alma seguirá los  atractivos de tu bondad?» Y, al contemplar los pensamientos del jardín, hermosos a la vista, pero  sin perfume, decía: « ¡ Ah! así son  mis pensamientos, hermosos en la forma, pero sin  fruto».

        He  aquí, mi Filotea, cómo se sacan los buenos  pensamientos y las santas inspiraciones de ;as cosas que se  nos ofrecen, en medio de la variedad de esta vida mortal.  Desgraciados los que alejan a las criaturas del Creador,  para convertirlas en instrumento de pecado; bienaventurados  los que se sirven de ellas para la gloria de su Creador y  hacen que su vanidad redunde en honor de la verdad.  «Ciertamente -dice San Gregorio Nacianzeno-, me he  acostumbrado a referir todas las cosas a mi provecho  espiritual». Lee el epitafio que escribió San  Jerónimo acerca de Santa Paula, porque es bella cosa  ver cómo todo él está lleno de santas  inspiraciones y pensamientos que ella hacía en todas  las ocasiones.

        Pues  bien, en este ejercicio del retiro espiritual y de las  oraciones jaculatorias estriba la gran obra de la  devoción. Este ejercicio puede suplir el defecto de  todas las demás oraciones, pero su falta no puede ser  reparada por ningún otro medio. Sin él, no se  puede practicar bien la vida contemplativa, ni tampoco, cual  conviene, la vida activa; sin él, el descanso es ociosidad, y el trabajo, estorbo. Por esta causa te  recomiendo muy encarecidamente que lo abraces con todo el  corazón, sin apartarte jamás de él.

 

  

CAPÍTULO  XIV : DE LA SANTA  MISA Y CÓMO SE HA DE  OÍR

 1.  Todavía no te he hablado del sol de las  prácticas espírituales, que es el  santísimo, sagrado y muy excelso sacrificio y sacramento de la Misa, centro de la religión  cristiana, corazón de la devoción, alma de la  piedad, misterio inefable, que comprende el abismo de la  caridad divina, y por el cual Dios, uniéndose  realmente a nosotros, nos comunica magníficamente sus  gracias y favores.

  2.  La oración, hecha en unión de este divino  sacrificio, tiene una fuerza indecible, de suerte, Filotea,  que, por él, el alma abunda en celestiales favores,  porque se apoya en su Amado, el cual la llena tanto de  perfumes y suavidades espirituales, que la hace semejante a  una columna de humo de leña aromática, de  mirra, de incienso y de todas las esencias olorosas, como se dice en el Cantar de los Cantares.

  3.  Haz, pues, todos los esfuerzos posibles, para asistir todos  los días a la santa Misa, con el fin de ofrecer.. con  el sacerdote, el sacrificio de tu Redentor a Dios, su Padre,  por ti y por toda la Iglesia. Los ángeles, como dice  San Juan Crisóstomo, siempre están allí  presentes, en gran número, para honrar este santo  misterio; y nosotros, juntándonos a ellos y con la  misma intención, forzosamente hemos de recibir muchas  influencias favorables de esta compañía. Los  coros de la Iglesia militante, se unen y se juntan con  Nuestro Señor, en este divino acto, para cautivar en  Él, con Él y por Él, el corazón  de Dios Padre, y para hacer enteramente nuestra su  misericordia. ¡ Qué dicha para el alma aportar  devotamente sus afectos para un bien tan precioso y  deseable!

  4.  Si forzosamente obligada, no puedes asistir a la  celebración de este augusto sacrificio, con una  presencia real, es menester que, a lo menos' lleves  allí tu corazón, para asistir de una manera  espiritual. A cualquiera hora de la mañana ve a la iglesia en espíritu, si no puedes ir de otra manera;  une tu intención a la de todos los cristianos, y, en  el lugar donde te encuentres, haz los mismos actos  interiores que harías, si estuvieses realmente  presente a la celebración de la santa Misa en alguna  iglesia.

  5.  Ahora bien, para oír, real o mentalmente, la santa  Misa, cual conviene: 1.º Desde que llegas, hasta que el  sacerdote ha subido al altar, haz la preparación  juntamente con él, la cual consiste en ponerte en la  presencia de Dios, en reconocer tu indignidad y en pedir  perdón por tus pecados, 2º Desde que el  sacerdote sube al altar hasta el Evangelio, considera la  venida y la vida de Nuestro Señor en este mundo, con  una sencilla y general consideración. 3º Desde  el Evangelio hasta después del Credo, considera la  predicación de nuestro Salvador, promete querer vivir  y morir en la fe y en la obediencia de su santa palabra y en  la unión de la santa Iglesia católica. 4º  Desde el Credo hasta el Pater Noster, aplica tu  corazón a los misterios de la muerte y pasión  de nuestro Redentor, que están actual y esencialmente  representados en este sacrificio, el cual, juntamente con el  sacerdote y el pueblo, ofrecerás a Dios Padre, por su  honor y por tu salvación. 5º Desde el Pater  Noster hasta la comunión, esfuérzate en hacer  brotar de tu corazón mil deseos, anhelando  ardientemente por estar para siempre abrazada y unida a  nuestro Salvador con un amor eterno. 6º Desde la  comunión hasta el fin, da gracias a su divina  Majestad por su pasión y por el amor que te  manifiesta en este santo sacrificio, conjurándole por  éste, que siempre te sea propicio, lo mismo a ti que  a tus padres, a tus amigos y a toda la Iglesia, y,  humillándote con todo tu corazón recibe  devotamente la bendición divina que Nuestro  Señor te da por conducto del celebrante.

        Pero,  si, durante la Misa, quieres meditar los misterios que hayas  escogido para considerar cada día, no será  necesario que te distraigas en hacer actos particulares,  sino que bastará que, al comienzo, dirijas tu  intención a querer adorar a Dios y ofrecerle este  sacrificio por el ejercicio de tu meditación u  oración, pues en toda meditación se encuentran  estos mismos actos o expresa, o tácita o  virtualmente.

 

  

CAPÍTULO  XV : DE OTROS  EJERCICIOS PÚBLICOS Y EN  COMÚN

        Además  de esto, Filotea, los domingos y días de fiesta,  asistirás al oficio de las Horas y de las  Vísperas, si puedes buenamente; porque estos  días están dedicados a Dios, y han de hacerse  más actos en honor y gloria suya, que los  demás días. Si así lo hicieres,  sentirás mil dulzuras de devoción, como le  ocurría a San Agustín, el cual afirma en sus  confesiones que, al oír los divinos oficios, en los  comienzos de su conversión, se derretía su  corazón de suavidad y se arrasaban sus ojos de  lágrimas de piedad. Aparte (para decirlo de una vez  por todas) de que se siente más consuelo en los  ejercicios públicos de la Iglesia, que en los actos  particulares, pues Dios ha dispuesto que la comunidad sea  preferible a cualesquiera singularidades.

        Entra  de buen grado en las cofradías del lugar donde  resides, especialmente en aquellas cuyos ejercicios producen  más fruto de edificación; porque, en esto,  practicarás una especie de obediencia muy agradable a  Dios, pues si bien no está mandado el ingreso en las  cofradías, no obstante está muy recomendado  por la Iglesia, la cual, para demostrar que es su deseo el  que muchos se alisten en ellas, concede indulgencias y otros  privilegios a los cofrades. Además, siempre es cosa  muy caritativa concurrir y cooperar a los buenos intentos de  otros. Y, aunque pueda darse el caso de que alguno haga, en  particular, los mismos actos de piedad que, en las  cofradías, se hacen en común, y aunque  encuentre más gusto en hacerlos privadamente, Dios,  empero, es más glorificado en la unión de  nuestras buenas obras con las de nuestros hermanos.

        Lo  mismo digo de toda clase de preces y devociones  públicas, a las cuales, en la medida de lo posible,  hemos de aportar nuestro buen ejemplo, para la  edificación del prójimo, y nuestro celo por la  gloria de Dios y por las intenciones de la comunidad.

 

  

CAPÍTULO  XVI : QUE ES  MENESTER HONRAR E INVOCAR A LOS  SANTOS

        Puesto  que, con mucha frecuencia, nos envía Dios sus  inspiraciones, por medio de sus ángeles,  también nosotros hemos de hacer llegar a Él  nuestras aspiraciones por el mismo camino. Las almas santas  de los difuntos, que están en el paraíso con  los ángeles, y que, como dice Nuestro Señor,  son iguales y semejantes a los ángeles,  desempeñan el mismo oficio: el de inspirarnos y el de  suspirar por nosotros con sus santas oraciones. Filotea,  unamos nuestros corazones a estos celestiales espíritus y almas bienaventuradas, y, así como  los pequeños ruiseñores aprenden a cantar de  los que son mayores, de la misma manera, por la sagrada  amistad que entablaremos con los santos, sabremos orar y  cantar mejor las divinas alabanzas: «Cantaré  salmos -decía David-en presencia de los  ángeles>.

        Honra,  venera y reverencia, de un modo especial, a la sagrada y  gloriosa Virgen María: ella es la Madre de nuestro  Padre, que está en los cielos y, por consiguiente, es  nuestra gran Madre. Acudamos, pues, a ella y, como hijitos  suyos, lancémonos a su regazo con una perfecta  confianza; en todo momento y en todas las ocasiones,  acudamos a esta Madre, invoquemos su amor maternal,  procuremos imitar sus virtudes y tengamos para con ella un  verdadero corazón de hijo.

        Familiarízate  mucho con los ángeles; contémplalos con  frecuencia, invisiblemente presentes en tu vida, y, sobre  todo, estima y venera el de la diócesis a la cual  perteneces, a los de las personas con quienes convives, y,  especialmente, al tuyo; suplícales con frecuencia,  alábales siempre y sírvete de su ayuda y  auxilio en todos los negocios, espirituales y temporales,  para que cooperen a tus intenciones .

        El  gran Pedro Fabro, primer sacerdote, primer predicador,  primer lector de teología de la  Compañía de Jesús y primer compañero de San Ignacio, fundador de la misma, al  regresar de Alemanía, donde había prestado  grandes servicios a la gloria de Nuestro Señor,  pasó por esta diócesis, lugar de su  nacimiento, y contó que, habiendo atravesado muchas  regiones de herejes, había recibido mil consuelos,  por haber saludado, al llegar a cada parroquia, a sus  ángeles protectores, y había experimentado  sensiblemente que éstos le habían sido  propicios, en su defensa contra las asechanzas de los  herejes y le habían ayudado a amansar a muchas almas  y a hacerles dóciles a la doctrina de  salvación. Y decía esto con tanto entusiasmo, que una señora, entonces joven, que se lo oyó  referir, le explicaba hace sólo cuatro años,  es decir, sesenta años después, muy emocionada. El año pasado, tuve el consuelo de  consagrar un altar en el mismo lugar donde Dios hizo nacer a  este santo varón, en el pueblo de Villaret, dentro de  nuestras más escarpadas montañas.

        Elige  algunos santos particulares, cuya vida puedas saborear e  imitar mejor, y en cuya intercesión tengas una  especial confianza; el santo de tu nombre te ha sido  señalado ya desde el Bautismo.

 

  

CAPITULO  XVII : COMO SE HA  DE ESCUCHAR Y LEER LA PALABRA DE  DIOS

        Seas  devota de la palabra de Dios. Tanto si la escuchas en las  conversaciones familiares con tus amigos espirituales, como  si la escuchas en el sermón, hazlo siempre con  atención y reverencia; saca de ella provecho, y no  permitas que caiga en tierra, sino recíbela en tu  corazón, como un bálsamo precioso, a  imitación de la Santísima Virgen, que guardaba  cuidadosamente en el suyo todas las palabras que se  decían en alabanza de su Hijo. Y recuerda que Nuestro  Señor recoge las palabras que nosotros le dirigimos  en nuestras plegarias, a proporción de como nosotros  recogemos las que Él nos dice por medio de la predicación.

        Ten  siempre cerca de ti, algún libro de devoción,  como lo son los de San Buenaventura, Gerson, Dionisio,  Cartusiano, Luis de Blo,is, Granada, Estella, Arias,  Pinelli, La Puente, Ávila, el Combate espiritual, las  Confesiones de San Agustín, las cartas de San  Jerónimo, y otros semejantes; y cada día lee  un fragmento, con gran devoción, como si leyeses  cartas enviadas a ti por los santos, desde el cielo, para  enseñarte el camino y alentarte a llegar a él.

        Lee  también las historias y las vidas de los santos, en  las cuales, como en un espejo, contemplarás la imagen  de la vida cristiana, y ajusta sus actos a tu  aprovechamiento, según tu profesión. Porque,  aunque muchos actos de los santos no son absolutamente  imitables por los que viven en medio del mundo, todos,  empero, pueden ser seguidos de cerca o de lejos. La soledad  de San Pablo, primer ermitaño, puede ser imitada en  tus retiros espirituales o reales, de los cuales hablaremos  y hemos tratado más arriba; la extremada pobreza de  San Francisco puede ser imitada mediante las  prácticas de pobreza que indicaremos después,  y así de las demás virtudes. Es verdad que hay  ciertas historias que dan más luz que otras, para la dirección de nuestra conducta, como la vida de Santa  Teresa de Jesús, la cual es admirable en este  aspecto; las vidas de los primeros jesuitas, la de San  Carlos Borromeo, arzobispo de Milán; la de San Luis,  la de San Bernardo, las Crónicas de San Francisco, y  otras semejantes. Otras hay, en las cuales se encuentra  más materia de admiración que de  imitación, como la de Santa María Egipciaca,  la de San Simeón Estilita, las de las dos santas  Catalinas, de Sena y de Génova, de Santa Agueda, y otras por el estilo, que no dejan, no obstante, de producir,  en general, un grato gusto de santo amor de Dios.

 

  

CAPÍTULO  XVIII : COMO SE HAN  DE RECIBIR LAS INSPIRACIONES

        Entendemos  por inspiraciones todos los atractivos, movimientos,  reconvenciones y remordimientos interiores, luces y conocimientos que recibimos de Dios, el cual previene  nuestro corazón con sus bendiciones, con cuidado y  amor paternal, para despertarnos, excitarnos, empujarnos y  atraernos a las santas virtudes, al amor celestial, a los  buenos propósitos, en una palabra, a todo lo que nos  encamina hacia nuestro bien eterno. Es lo que el Esposo  entiende por llamar a la puerta y hablar al corazón  de la Esposa, despertarla cuando duerme, llamarla y  reclamarla cuando está ausente, invitarla a gustar la  miel y a coger las manzanas y las flores de su jardín  y a cantar y hacer resonar su dulce voz en sus oídos.

        Para  ajustar perfectamente un casamiento, se requieren tres actos  de parte de la doncella que quiere casarse: porque, primeramente, se le propone el partido; en segundo lugar  acepta la propuesta, y finalmente, consiente. Asimismo,  Dios, cuando quiere hacer en nosotros, por nosotros y con  nosotros un acto de gran caridad, primero nos lo propone por  medio de sus inspiraciones; después nosotros lo  aceptamos, y, por último, consentimos en él;  porque, así como para descender hasta el pecado, hay  que pasar por tres grados; la tentación, la  delectación y el consentimiento, de la misma manera,  hay tres para subir hasta la virtud: la inspiración,  que es contraria a la tentación; la  delectación en la inspiración, que es  contraria al deleite en la tentación, y el  consentimiento en la inspiración, que es contrario al  consentimiento en la tentación.

        Aunque  la inspiración se prolongase durante todo el tiempo  de nuestra vida no seríamos, sin embargo, agradables  a Dios, si no nos deleitásemos en ella; al contrario:  su divina Majestad ::>e ofendería, como se  ofendió contra los israelitas, con los cuales, como  Él mismo nos lo dice, estuvo por espacio de cuarenta  años exhortándoles a que se convirtiesen, sin  que jamás hubiesen querido saber nada de ello, por lo  que juró, en su ira, que no entrarían en el  lugar de su reposo. Así, el galán que hubiese estado, durante mucho tiempo, haciendo la corte a una  doncella, quedaría después muy ofendido, si  ella no quisiera saber nada del casamiento.

        El  placer que encontramos en las inspiraciones nos acerca mucho  a la gloria de Dios, con lo que ya comenzamos a ser agradables a la divina Majestad, pues, aunque esta  complacencia no sea un verdadero consentimiento, es una  cierta disposición. Y, si es muy buena señal y  cosa muy útil complacerse en oír la palabra de  Dios, que es como una inspiración interior, es  también cosa buena y agradable a Dios complacerse en  la inspiración interior; ésta es aquella  complacencia de la cual habla la Esposa, cuando dice:  «Mi alma se ha derretido de gozo, cuando ha hallado a  mi muy amado». Así, el galán está muy contento de la damisela a quien sirve, cuando ve que es  correspondido y que ella se complace en su servicio.

        Finalmente,  es el consentimiento el que perfecciona el acto virtuoso,  porque, si estando inspirados y habiéndonos  complacido en la inspiración, no obstante negamos a  Dios el consentimiento, somos en gran manera desagradecidos  y hacemos gran agravio a su divina Majestad, pues entonces  parece que es mayor el desprecio. Esto es lo que  ocurrió a la Esposa, pues, aunque la voz del amado  estremeció su corazón de santa alegría,  no obstante no le abrió la puerta, sino que se  excusó con un frívolo pretexto, lo cual dio  lugar a que el Esposo se indignase justamente y, pasando de  largo, la dejase. Así el galán, que,  después de haber suspirado mucho por una joven y de  haberle prestado agradables servicios, se viese al fin  rechazado y despreciado, tendría muchos más  motivos de disgusto que si su requerimiento no hubiese sido  aceptado y correspondido. Resuélvete, pues, Filotea,  a aceptar con todo el afecto todas las inspiraciones que a  Dios pluguiere enviarte, y, cuando las sientas,  recíbelas como mensajeras del Rey celestial, que  desea desposarse contigo. Escucha de buen grado sus  propuestas; considera el amor con que te las ha inspirado y  fomenta la santa inspiración. Consiente, pero con un  consentimiento pleno, amoroso y constante, a la santa  inspiración, porque, de esta manera, Dios, a quien no  puedes obligar, se tendrá por muy obligado a tu  afecto. Pero antes de consentir en las inspiraciones de  cosas importantes y extraordinarias, aconséjate, para  no ser engañada, con tu confesor, a fin de que 61  examine si la inspiración es falsa o verdadera; pues  ocurre que el enemigo, cuando ve un alma pronta en dar  consentimiento a las inspiraciones, le sugiere, con  frecuencia, cosas falsas, para engañarla, lo cual  nunca podrá lograr mientras ella obedezca con  humildad al director.

        Una  vez dado el consentimiento, es menester procurar, con mucha  diligencia, llevar a la práctica y ejecutar la  inspiración, en lo cual consiste la perfección  de la verdadera virtud; porque tener el consentimiento en el  corazón sin realizarlo, sería lo mismo que  plantar una viña sin querer que diese fruto.

        Ahora  bien, para ello es muy útil el «ejercicio del  cristiano» de la mañana y el retiro espiritual,  de que hemos hablado más arriba, pues, de esta  manera, nos preparamos para hacer el bien, con una  preparación, no sólo general, sino,  además, particular.

 

  

CAPÍTULO  XIX : DE LA SANTA  CONFESIÓN

        Nuestro  Salvador ha dejado a su Iglesia el sacramento de la  Penitencia y la confesión para que en él nos  purifiquemos de nuestras iniquidades, siempre que por ellas  seamos mancillados. No permitas, pues, Filotea, que tu  corazón permanezca mucho tiempo manchado por el  pecado, pues tienes un remedio tan a mano y tan  fácil. La leona que se ha acercado al leopardo, corre presto a lavarse, para sacar de sí el mal olor que  este contacto ha dejado en ella, a fin de que, cuando llegue  el león no se sienta, por ello, ofendido e irritado;  el alma que ha consentido en el pecado ha de tener horror de  sí misma y ha de lavarse cuanto antes, por el respeto  que debe a la divina Majestad, que le está mirando.  ¿Por qué pues, hemos de morir de muerte espiritual, teniendo, como tenemos, un remedio tan  excelente?

        Confiésate  devota y humildemente cada ocho días, aunque la  conciencia no te acuse de ningún pecado mortal; de  esta manera, en la confesión, no sólo  recibirás la absolución de los pecados  veniales que confieses, sino también una gran fuerza para evitarlos en adelante, una gran luz para saberlos  conocer bien y una gracia abundante para reparar todas las  pérdidas por ellos ocasionados. Practicarás la  virtud de la humildad, de ¡a obediencia, de la  simplicidad y de la caridad, y, en este solo acto de la  confesión, practicarás más virtudes que  en otro alguno.

        Ten  siempre un verdadero disgusto por los pecados confesados,  por pequeños que sean, y haz un firme  propósito de enmendarte en adelante. Muchos confiesan  los pecados veniales por costumbre y como por cumplimiento,  sin pensar para nada en su enmienda, por lo que andan,  durante toda su vida, bajo el peso de los mismos, y, de esta  manera, pierden muchos bienes y muchas ventajas  espirituales. Luego, si confiesas que has mentido aunque sea  sin daño de nadie, o que has dicho alguna palabra  descompuesta, o que has jugado demasiado,  arrepiéntete y haz el propósito de enmendarte;  porque es un abuso confesar un pecado mortal o venial sin  querer purificarse de él, pues la confesión no  ha sido instituida más que para esto.

        No  hagas tan sólo ciertas acusaciones superfluas, que  muchos hacen por rutina: no he amado a Dios como  debía; no he rezado con la debida devoción; no  he amado al prójimo cual conviene; no he recibido los  sacramentos con la reverencia que se requiere, y otras cosas  parecidas. La razón es, porque, diciendo esto, nada  dices, en concreto, que pueda dar a conocer a tu confesor el  estado de tu conciencia, pues todos los santos del cielo y  todos los hombres de la tierra podrían decir lo  mismo, si se confesaran. Examina, pues, de qué cosas,  en particular, hayas de acusarte, y, cuando las hubieres  descubierto, acúsate de las faltas cometidas, con  sencillez e ingenuidad. Te acusas, por ejemplo, de que no  has amado al prójimo como debías; ¿lo haces porque has encontrado un pobre necesitado, al cual  podías socorrer y consolar, y no has hecho caso de  él? Pues bien, acúsate de esta particularidad  y di: he visto un pobre necesitado, y no lo he socorrido  como podía, por negligencia, o por dureza de  corazón, o por menosprecio, según conozcas  cuál sea el motivo del pecado. Asimismo, - no te  acuses, en general, de no haberte encomendado a Dios con la  devoción que debías; sino que, si has tenido  distracciones voluntarias o no has tenido cuidado en elegir  el lugar, el tiempo y la compostura requerida para estar  atento en la oración, acúsate de ello  sencillamente, según sea la falta, sin andar con  vaguedades, que nada importan en la confesión.

        No  te limites a decir los pecados veniales en cuanto al hecho;  antes bien, acúsate del motivo que te ha inducido a  cometerlos. No te contentes con decir que has mentido sin  dañar a nadie; di si lo has hecho por vanagloria,  para excusarte o alabarte, en broma o por terquedad. Si has  pecado en las diversiones, di si te has dejado llevar del  placer en la conversación, y así de otras  cosas. Di si has persistido mucho en la falta, pues,  generalmente, la duración acrecienta el pecado,  porque es mucha la diferencia entre una vanidad pasajera,  que se habrá colado en nuestro espíritu por  espacio de un cuarto de hora, y aquella en la cual se  habrá recreado nuestro corazón, durante uno,  dos o tres días. Por lo tanto, conviene decir el  hecho, el motivo y la duración de los pecados, pues,  aunque, ordinariamente, no tenemos la obligación de  ser tan meticulosos en la declaración de los pecados  veniales, ni nadie está obligado a confesarlos, no  obstante, los que quieren purificar bien sus almas, para  llegar más fácilmente a la santa  devoción, han de ser muy diligentes en dar a conocer  al médico espiritual el mal, por pequeño que sea, del cual desean ser curados.

        No  dejes de decir nada de lo que sea conveniente para dar a  conocer la calidad de la ofensa, como el motivo por el cual  te has puesto airada o por el cual has permitido que alguna  persona perseverase en su vicio. Por ejemplo, un hombre que  me es antipático me dice en broma, alguna ligereza;  yo lo llevo a mal y me pongo airada; en cambio, si otro, con  quien simpatizo, me dice algo peor, lo recibiré bien.  No me olvidaré, pues, de decir: he pronunciado  algunas palabras airadas contra una persona, porque me ha  enojado por una cosa que me ha dicho, mas no por la clase de  palabras, sino porque me es antipática. Y, si es necesario particularizar las frases que hubieses dicho, para  explicarte mejor, harás bien en decirlas, porque,  acusándote ingenuamente, no sólo descubres los  pecados cometidos, sino también las malas  inclinaciones, las costumbres, los hábitos y las  demás raíces del pecado, con lo que el padre  espiritual adquiere un conocimiento más perfecto del  corazón que trata y de los remedios que necesita.  Conviene, empero, en cuanto sea posible, no descubrir la  persona que haya cooperado a tu pecado.

        Vigila  sobre una infinidad de pecados que, con mucha frecuencia,  viven y se enseñorean insensiblemente de la  conciencia, porque así los confesarás mejor y  te purificarás de ellos; con este objeto, lee  atentamente los capítulos VI, XXVII, XXVIII, XXIX,  XXXV y XXXVI de la tercera parte y el capítulo VIII  de la cuarta parte.

        No  cambies fácilmente de confesor, sino, una vez hayas  elegido uno, continúa dándole cuenta de  conciencia, los días destinados a ello,  confesándole ingenua y francamente los pecados que  hubieres cometido, y, de vez en cuando, por ejemplo cada  mes, o cada dos meses, dale también cuenta del estado  de tus inclinaciones, aunque no te hayan inducido a pecado, como si te sientes atormentado por la tristeza o por el  tedio, o si te dejas dominar por la alegría, por los  deseos de adquirir riquezas o por otras parecidas  inclinaciones.

 

  

CAPÍTULO  XX : DE LA  COMUNIÓN FRECUENTE

        Se  cuenta de Mitrídates, rey del Ponto, que, habiendo  inventado el «mitrídato», de tal manera  reforzó con él su cuerpo, que como hubiese  intentado más tarde suicidarse, para no caer en la  servidumbre de los romanos, nunca pudo lograrlo. El Salvador  ha instituido el augustísimo sacramento de la  Eucaristía, que contiene realmente su carne y su  sangre, para que quien le coma viva eternamente; por esta  causa, el que usa de él con frecuencia y con  devoción, de tal manera robustece la salud y la vida  de su alma, que es casi imposible que sea envenenado por  ninguna clase de malos efectos. Es imposible alimentarse de  esta carne y vivir con afectos de muerte. Porque, así  como los hombres del paraíso terrenal podían  no morir, por la fuerza de aquel fruto de vida que Dios  había puesto allí, de la misma manera pueden  no morir espiritualmente, por la virtud de este sacramento  de vida. Si los frutos más tiernos y más  sujetos a la corrupción, como las cerezas, los  albaricoques y las fresas, fácilmente se conservan  todo el año confitados con azúcar y con miel,  no es de maravillar que nuestros corazones, aunque flacos y  miserables, sean preservados de la corrupción del  pecado, cuando están azucarados y dulcificados con la  carne y la sangre del Rijo de Dios. ¡Oh Filotea! los  cristianos que serán condenados no sabrán  qué responder, cuando el imparcial Juez les haga ver  que, por su culpa, han muerto espiritualmente, siendo  así que era una cosa muy sencilla conservar IP vida y  la salud, con sólo comer su Cuerpo, que Él les  había dado con este fin: «Miserables -les  dirá-, ¿por qué habéis muerto,  habiéndoos mandado comer del fruto y del manjar de  vida?»

        «En  cuanto a recibir la comunión eucarística todos  los días, ni lo alabo ni la repruebo; en cuanto a  comulgar a lo menos todos los domingos, lo aconsejo y  exhorto a todos a que lo hagan, con tal que el alma  esté libre de todo afecto al pecado». Así habla San Agustín, por lo cual no alabo ni vitupero  absolutamente el que se comulgue diariamente, sino que lo  dejo a la discreción del padre espiritual de cada  uno, ya que, siendo menester las disposiciones debidas para  la comunión frecuente, no es posible dar un consejo  general; y, como que estas disposiciones pueden encontrarse  en muchas almas, no sería acertado aconsejar de una  manera absoluta el alejamiento y la abstención de la  comunión diaria, pues es una cuestión que se  ha de resolver teniendo en cuenta el estado interior de cada  uno en particular. Sería imprudente aconsejar a todos  indistintamente esta práctica; pero seria igualmente  imprudente censurar a los que la siguen, sobre todo si obran  aconsejados por algún digno director. Fue muy  graciosa le respuesta de Santa Catalina de Sena, a la cual,  mientras hablaba de la comunión frecuente, le opusieron que San Agustín no alababa ni vituperaba el  comulgar cada día: «Pues bien-replicó  ella-, puesto que San Agustín no lo reprueba, os  ruego que tampoco lo reprobéis vosotros, y esto me  basta».

        Filotea,  has visto cómo San Agustín exhorta y aconseja  que no se deje de comulgar cada domingo; hazlo siempre que  te sea posible. Puesto que, como creo, no tienes  ningún afecto al pecado mortal, ni tampoco al pecado  venial, ya estás en la verdadera disposición  que San Agustín exige, y aún en una  disposición más excelente, pues ni siquiera  tienes afecto al pecado; por lo tanto, cuando le parezca  bien a tu padre espiritual, podrás comulgar, con  provecho, más de una vez cada semana.

        Es  posible, empero, que sobrevengan algunos impedimentos,. no  precisamente de tu parte, sino de parte de aquellos con quienes convives, impedimentos que, en alguna  ocasión, pueden aconsejar a un. director prudente el  que te diga que no comulgues con tanta frecuencia. Por  ejemplo, si estás sujeto a alguien, y las personas a  las cuales debes obediencia y sujeción están  tan poco instruidas, o están tan pegadas a su  parecer, que se inquietan o enojan al ver que comulgas con  tanta frecuencia, quizás, bien consideradas todas las  cosas será mejor condescender un poco con su  debilidad y comulgar menos. Pero esto únicamente se  entiende del caso en el cual la dificultad no pueda ser  superada de otra manera. Mas, como quiera que esto no se  puede precisar de una manera general, será  conveniente atenerse, en cada caso a lo que diga el padre espiritual. Lo que puedo asegurarte es que no pueden distar  mucho unas de las otras las comuniones de los que quieren  servir devotamente a Dios.

        Si  eres prudente, no habrá ni padre, ni esposa, ni  marido, que te impida comulgar frecuentemente; porque el ir  a comulgar no será ningún estorbo para el  cumplimiento de los deberes propios de tu condición;  más aún, como que, comulgando, serás  cada día más dulce y más amable con  ellos y no les negarás ningún servicio, no  habrá por qué temer que se opongan a la  práctica de este ejercicio, que no les  acarreará ninguna molestia, a no ser que obren  movidos por un espíritu en extremo quisquilloso e incomprensivo; en este caso, el director, como ya te lo he  dicho, te aconsejará cierta condescendencia.

        Es  conveniente, ahora, decir cuatro palabras a los casados. En  la Ley antigua, no era cosa bien vista que los acreedores exigiesen el pago de las deudas en día festivo, pero  aquella Ley nunca reprobó que los deudores cumpliesen  sus obligaciones y pagasen a los que lo exigían. En  cuanto a los derechos conyugales, si bien es de alabar la  moderación, no es pecado hacer uso de los mismos los  días de comunión, y el pagarlos no sólo  no es reprobable, sino que es justo y meritorio. Así,  pues, nadie que tenga obligación de comulgar se ha de  privar de la comunión a causa de las relaciones  conyugales. En la primitiva Iglesia, los cristianos  comulgaban cada día, aunque estuviesen casados y  tuviesen fruto de bendición; por esto te he dicho que  la comunión frecuente no ocasiona ninguna molestia ni  a los padres, ni a las esposas, ni a los maridos con tal que  el alma que comulga sea prudente y discreta. En cuanto a las  enfermedades corporales, ninguna puede ser legítimo  obstáculo para esta santa participación, a no  ser que provocase con mucha frecuencia el vómito.

        Para  comulgar con frecuencia basta con estar libre de pecado  mortal y tener un recto deseo de hacerlo. Siempre, empero,  es mejor que pidas el parecer al padre  espiritual.

 

 

CAPÍTULO  XXI : COMO SE HA  DE COMULGAR

        La  noche anterior, comienza a prepararte para la Sagrada  Comunión, con muchas aspiraciones y deseos amorosos,  y acuéstate a la hora conveniente, para que puedas  levantarte temprano. Y, si, durante la noche te despiertas,  llena enseguida tu corazón o tu boca de palabras  olorosas, con las cuales sea tu alma perfumada para recibir  al Esposo, el cual, en vela, mientras tú duermes, se  prepara para traerte mil gracias y favores, si tú,  por tu parte, estás en disposición de  recibirlos. Por la mañana, levántate con gran  alegría, por la bienaventuranza que esperas, y una  vez confesada, ve con gran confianza, mas también con gran humildad, a recibir este pan celestial, que te alimenta  para la inmortalidad. Y, después que hubieres dicho  estas palabras: «Señor, yo no soy digna»,  no muevas más la cabeza ni los labios, ni para rezar  ni para suspirar, sino que, abriendo con suavidad la boca y  levantando lo necesario la cabeza, para que el sacerdote  pueda ver lo que hace, recibe, llena de fe, de esperanza y  de caridad, a Aquel, en el cual, por el cual y para el cual,  crees, esperas y amas. ¡Oh Filotea! imagínate  que, así como la abeja, después de haber  chupado de las flores el rocío del cielo y el  néctar más exquisito de la tierra, y,  después de haberlo convertido en miel, lo lleva a su  panal, de la misma manera, el sacerdote, después de  haber tomado del altar el Salvador del mundo, verdadero Hijo  de Dios, que, como rocío, desciende del cielo, y  verdadero Hijo de la Virgen, que, corno una flor, ha brotado  de la tierra de nuestra humanidad, lo pone, como manjar de  suavidad, en tu boca y en tu corazón. Una vez lo  hayas recibido, mueve tu corazón a rendir homenaje a  este Rey Salvador; habla con Él de tus  interioridades, contémplalo dentro de ti, donde ha  entrado para tu felicidad; finalmente, hazle tan buena  acogida como puedas y pórtate de manera que, en todos  los actos, se conozca que Dios está en ti.

        Pero,  cuando no puedas tener el gozo de comulgar realmente en la  santa Misa, comulga, a lo menos, de corazón y en  espíritu, uniéndote, con fervoroso deseo, a  esta carne vivificadora del Salvador.

        Tu  gran anhelo, en la comunión, ha de ser avanzar,  robustecerte y consolarte en el amor de Dios, ya que por  amor, debes recibir al que, sólo por amor, se da a  ti. No, el Salvador no puede ser considerado en una  acción ni más amorosa ni más tierna que  ésta, en la cual podemos afirmar que se anonada y  convierte en manjar, para penetrar en nuestras almas y  unirse íntimamente al corazón y al cuerpo de  sus fieles.

        Si  los mundanos te preguntan por qué comulgas con tanta  frecuencia, diles que lo haces para aprender a amar a Dios,  para purificarte de tus imperfecciones, para consolarte en  sus aflicciones, para apoyarte en tus debilidades. Diles que  son dos las clases de personas que han de comulgar con  frecuencia: las perfectas, porque, estando bien dispuestas,  faltarían, si no se acercasen al manantial y a la  fuente de perfección, y las imperfectas, precisamente  para que puedan aspirar a ella; las fuertes, para no  enflaquecer, y las débiles, para robustecerse; las  enfermas, para sanar, y las que gozan de salud, para no caer  enfermas; y tú, como imperfecta, débil y  enferma, tienes necesidad de unirte, con frecuencia, con tu  perfección, con tu fuerza y con tu médico.  Diles que los que no están muy atareados han de  comulgar con frecuencia, porque tienen tiempo para ello, y  que los que tienen mucho trabajo también, porque lo  necesitan, pues los que trabajan mucho y andan cargados de penas, han de tomar manjares sólidos y frecuentes.  Diles que recibes el Santísimo Sacramento para  aprender a recibirlo bien, porque no se hace bien lo que no  se hace con frecuencia.

        Filotea,  comulga mucho, tanto cuanto puedas, con el parecer de tu  padre espiritual; y, créeme, las liebres de nuestras montañas, en invierno, se vuelven blancas porque no  ven ni comen más que nieve; y tú, a fuerza de  adorar y comer la belleza, la bondad y la pureza misma, en  este divino Sacramento, llegarás a ser toda hermosa,  toda buena y toda pura.

 

 


 

 

 

 

TERCERA  PARTE DE LA INTRODUCCIÓN

 Muchos  avisos sobre el ejercicio de las virtudes

 

 

 

CAPÍTULO  I : DE LA  ELECCIÓN QUE CONVIENE HACER EN CUANTO AL EJERCICIO DE  LAS VIRTUDES

 

        El  rey de las abejas nunca penetra en los campos si no va  rodeado de su pequeño pueblo, y la caridad nunca  entra en un corazón si no lleva consigo todo el  séquito de las demás virtudes, a las que  ejercita y hace trabajar, como un capitán a sus soldados; pero no las pone en acción ni  súbitamente, ni de la misma manera, ni siempre, ni en  todas partes. El justo es «como el árbol  plantado junto a la corriente de las aguas' que lleva su  fruto a su tiempo», porque la caridad, al rociar una  alma, produce en ella las obras de virtud, y cada una a su  debido tiempo. «La música -dice el Proverbio-,  es inoportuna en un duelo». Muchos padecen de un  defecto, a saber, que cuando emprenden la práctica de  una virtud particular, se obstinan en hacer actos de la  misma en toda clase de ocasiones, y, como aquellos antiguos  filósofos, quieren o siempre reír o siempre llorar; y aun se conducen peor cuando censuran o critican a  los que no practican siempre aquellas mismas virtudes tal  como ellos lo hacen. «Hay que alegrarse con los que  están alegres y llorar con los que lloran», dice  el Apóstol, y «la caridad es paciente,  benigna», generosa, prudente, condescendiente.

        Hay,  no obstante, algunas virtudes que tienen un alcance casi  universal, que no han de hacer sus actos aisladamente, sino  que han de derramar sus cualidades sobre los actos de las  demás virtudes. No son muy frecuentes las ocasiones  de practicar la fortaleza, la magnanimidad, la  magnificencia; pero la dulzura, la templanza, la honestidad  y la humildad son unas virtudes que han de informar todas  las acciones de nuestra vida. Hay virtudes más  excelentes que éstas: el uso, empero, de éstas  es más necesario. El azúcar es más  excelente que la sal; pero el uso de la sal es más  frecuente y más general. Por esta causa, es conveniente tener siempre dispuesta una buena  provisión de esas virtudes generales, pues es  menester servirse de ellas casi continuamente.

        Entre  los ejercicios de las virtudes, hemos de escoger el que  cuadre mejor con nuestro cargo, y no el que es más  conforme a nuestro gusto. Santa Paula sentía mucho  placer en las asperezas de las mortificaciones corporales,  para gozar más fácilmente de las dulzuras  espirituales, pero mayor era el deber de obediencia a sus  superiores, por lo cual reconoce San Jerónimo que era  merecedora de reprensión, porque, contra el parecer  de su obispo, hacía abstinencias inmoderadas. Por el contrario, los apóstoles, encargados de predicar el  Evangelio por todo el mundo y de distribuir el pan del cielo  a las almas, creyeron, muy acertadamente, que habrían  obrado mal si se hubiesen distraído de este santo  ejercicio para practicar la virtud de socorrer a los pobres,  aunque esta virtud sea muy excelente. Cada vocación  tiene necesidad de practicar alguna especial virtud: unas  son las virtudes del prelado, otras las del príncipe,  otras las del soldado, otras las de una mujer casada, otras  las de una viuda; y, aunque todos han de tener todas las  virtudes, no todos, empero, las han de practicar igualmente, sino que cada uno ha de ejercitarse, particularmente, en  aquellas que exige el género de vida a que ha sido  llamado.

        Entre  las virtudes que no afectan a nuestros deberes particulares,  hemos de preferir las más excelentes a las más  vistosas. Los cometas nos parecen, por lo regular, mayores  que las estrellas, y, aparentemente, lo son; no obstante, ni  en grandeza ni en calidad pueden compararse con ellas; nos  parecen mayores únicamente porque están  más cerca de nosotros, y en un medio más  denso, comparado con el de las estrellas. De la misma  manera, hay ciertas virtudes que, por estar más cerca  de nosotros, porque son sensibles, y por decirlo así,  materiales, son muy apreciadas y siempre preferidas por el  vulgo, el cual tiene en más la limosna material que  la espiritual, el cilicio, el ayuno, el despojo, la  disciplina y las mortificaciones del cuerpo, que la dulzura,  la benignidad, la molestia y otras mortificaciones del  corazón, que, no obstante, son mucho más  excelentes. Escoge, pues, Filotea, las virtudes mejores y no  las más apreciadas; las más excelentes y no  las más vistosas, las más buenas y no las de  más relumbrón.

        Es  muy útil que cada uno elija un ejercicio particular  de alguna virtud, no para olvidar las demás, sino  para tener el espíritu más ajustadamente  ordenado y ocupado. Una hermosa doncella, más  resplandeciente que el sol, regiamente adornada y embellecida y coronada de olivo, se apareció a San  Juan, obispo de Alejandría, y le dijo: «Yo soy  la hija del gran rey; si tú puedes tenerme por amiga,  te conduciré a su presencia». Entendió el  santo cue era la misericordia con los pobres lo que Dios le  recomendaba, y, en adelante, se consagró totalmente  al ejercicio de esta virtud, por lo que, en todas partes, se  le llamaba San Juan el Limosnero. Eulogio Alejandrino,  deseando hacer algún particular servicio a Dios, y no  sintiéndose bastante fuerte ni para emprender la vida  solitaria, ni para ponerse bajo la obediencia de otro,  cogió en su casa a un pobre todo él lleno de  lepra y deshecho, para ejercitar la caridad y la  mortificación, y para practicarlo más  dignamente, hizo voto de honrarle, tratarle y servirle como  un criado a su amo y señor. Tentados el leproso y  Eulogio de separarse el uno del otro, consultaron al gran  San Antonio, el cual les dijo: «Guardaos, hijos  míos, de separaros, porque teniendo ambos muy cerca vuestro fin, si el ángel no os encuentra juntos,  correréis gran peligro de perder vuestras  coronas».

        El  rey San Luis visitaba, como por voto, los hospitales, y  servía a los enfermos con sus propias manos. San  Francisco amaba, sobre todo, la pobreza, a la que llamaba su  dama; Santo Domingo se entregó a la  predicación, de la cual tomó el nombre su Orden. A San Gregorio el Grande le gustaba tratar con  delicadeza a los peregrinos, a ejemplo del gran  Abralián, y, como éste hospedó al Rey  de la gloria, bajo la forma de un peregrino. Tobías  practicaba la caridad enterrando a los difuntos; santa Isabel, a pesar de ser tan gran princesa, amaba mucho la  propia abyección; Santa Catalina de Génova  habiendo quedado viuda, se consagró al servicio del  hospital. Cuenta Casiano que una devota doncella, que  deseaba ser ejercitada en la virtud de la paciencia,  acudió a San Atanasio, el cual, para complacerla, le  envió una pobre viuda malhumorada, irascible, quejumbrosa e insoportable, la cual, regañando  siempre a esta devota joven, le dio ocasión de  practicar dignamente la dulzura y la condescendencia.

        Así,  entre los siervos de Dios, unos se consagran al servicio de  los enfermos, otros a socorrer a los pobres, otros a  enseñar la doctrina cristiana a los niños,  otros a guiar a las almas perdidas y extraviadas, otros a  cuidar de las iglesias y a adornar los altares, y otros a  fomentar la concordia y la paz entre los hombres. Imitan, en  esto, a los bordadores, los cuales, sobre diversos fondos,  combinan, con hermosa variedad, las sedas, el oro y la plata  para hacer toda clase de flores; así, estas almas  piadosas que emprenden algún ejercicio particular de  devoción, se sirven de él, como de un fondo,  para su bordado espiritual, sobre el cual practican la  variedad de todas las demás virtudes, y tienen, de  esta manera, sus acciones y afectos muy unidos y ordenados,  porque los relacionan con su ejercicio principal, y  así hacen que sea más hermosa su alma, con su vistoso tejido de oro ataviada, y con todas las filigranas  bien bordada.

        Cuando  somos combatidos por algún vicio, es preciso, en la  medida de lo posible, emprender la práctica de la  virtud contraria, haciendo que todas las demás  cooperen, pues así venceremos a nuestro enemigo y no  dejaremos de avanzar en todas las virtudes.

        Si  me siento combatido por el orgullo o por la ira, será  menester que, en todas las cosas, me incline y me doblegue  del lado de la humildad y de la mansedumbre, y que, hacia  este fin, enderece los demás ejercicios de la  oración, de los sacramentos, de la prudencia, de la  constancia, de la sobriedad. Porque así como los  jabalíes para afilar sus defensas, las frotan y  afirman con los demás dientes, los cuales, a su vez,  quedan con ello muy finos y cortantes, así el hombre  virtuoso, después de haber cometido la empresa de  perfeccionarse en la virtud que le es más necesaria  para su defensa, la ha de pulir y limar con el ejercicio de  las demás virtudes, las cuales, a la vez afilan  aquélla, se hacen ellas mismas más excelentes  y perfectas, como le ocurrió a Job, que, al  practicar, de un modo especial, la paciencia, contra las  tentaciones que le acometieron, se hizo santo y virtuoso en  toda suerte de virtudes. Y aún ha ocurrido que, como  dice San Gregorío Nacianceno, por un solo acto de  virtud, practicado con perfección, una persona ha  llegado a la cumbre de la santidad, y pone como ejemplo  Rahab, el cual, por haber practicado de una manera perfecta  la hospitalidad, llegó a una gloria suprema; pero  esto se entiende de cuando el acto se hace de una manera  excelente, con gran fervor y caridad.

 

  

CAPÍTULO  II : CONTINUACIÓN  DEL MISMO RAZONAMIENTO SOBRE LA ELECCIÓN DE LAS  VIRTUDES

        Dice  muy bien San Agustín que los que comienzan a  ejercitarse en la devoción cometen ciertas faltas,  que, si atendemos al rigor de las leyes de la  perfección, han de ser castigadas, pero que, no  obstante, son loables por el buen presagio que revelan de  una futura excelencia en la piedad, para la cual incluso  sirven de disposición. Aquel servil y vulgar temor  que engendran los excesivos escrúpulos en las almas  recién salidas del camino del pecado, es una virtud  recomendable en los que comienzan, y augurio seguro de una  futura pureza de conciencia; pero este mismo temor  sería vituperable en los que están muy adelantados, en cuyo corazón ha de reinar el amor,  que, poco a poco, aleja esta clase de temor servil.

        San  Bernardo era, al principio, muy riguroso y muy áspero  con los que se acogían a su dirección, a los  cuales decía, sin preámbulos, que  habían de dejar el cuerpo e ir a él solamente  con el espíritu. Cuando oía sus confesiones,  reprendía con una severidad extraordinaria toda  suerte de faltas, por pequeñas que fuesen, y de tal  manera movía a los pobres principiantes hacia la  perfección, que, a fuerza de empujarlos, más  bien los alejaba de ella; porque perdían el  ánimo y el aliento al sentirse con tanta violencia  arrastrados por una subida tan alta y tan empinada. Como  ves, Filotea, era el celo ardentísimo de una perfecta  pureza lo que inducía a aquel gran santo a seguir  este método, y aquel celo era una gran virtud, pero  virtud que no dejaba de ser reprensible. Por esto, el mismo  Dios, por medio de una sagrada aparición, le  corrigió, y derramó sobre su alma un  espíritu dulce, suave, amable y delicado, merced al  cual, fue todo otro, se acusó de haber sido tan  exigente y severo, y llegó a ser tan afable y  condescendiente con cada uno, que se hizo «todo» a  todos para ganarlos a todos.

         San  Jerónimo, después de haber referido que Santa  Paula, su amada hija espiritual, era, no sólo  excesiva, sino pertinaz en sus mortificaciones, de suerte  que no quería someterse a la orden en contra que su  obispo, San Epifanio, le había dado en este punto, y  que, además de esto, de tal manera se dejaba dominar  por la tristeza, cuando moría alguno de los suyos,  que siempre estaba en peligro de muerte, añade:  «Dirán que, en lugar de escribir las alabanzas  de esta santa, escribo las censuras y vituperios. Pongo por  testigo a Jesús, a quien ella ha servido, y al cual  yo quiero servir, que no miento, ni por exceso ni por  defecto, sino que escribo ingenuamente lo que ella es, como  un cristiano debe escribir de una cristiana, es decir, que  escribo la historia, y no un panegírico, y que sus  vicios son las virtudes de los demás». Quiere  decir que las imperfecciones y los defectos de Santa Paula,  serían virtudes en un alma menos perfecta, como, en  efecto, hay actos que son considerados como imperfecciones  en los que son perfectos, los cuales actos serían  tenidos como grandes perfecciones en los que son  imperfectos. Es muy buena señal, en un enfermo, la  hinchazón de las piernas durante su convalecencia,  porque ella revela que la naturaleza, al ser reforzada,  elimina los malos humores, que en ella están de  más; pero esta misma señal sería mala,  en quien no estuviese enfermo, porque denotarla que la  naturaleza no tiene la fuerza suficiente para hacer  desaparecer y resolver los humores. Filotea, hemos de tener  buen concepto de aquellos que practican las virtudes, aunque  sea con imperfecciones, pues los mismos santos las  practicaron, con frecuencia, de esta manera; pero, en cuanto  a nosotros, hemos de tener cuidado de practicarlas, no  sólo con fidelidad, sino también con  prudencia, y, con este objeto, hemos de observar con todo  rigor la advertencia del Sabio: «no estribes en tu  propia prudencia», sino en la de aquellos que Dios nos  ha dado por directores.

        Hay  muchas cosas que se toman por virtudes y que no lo son en  manera alguna. Acerca de ellas quiero decirte cuatro palabras: tales son los éxtasis, los arrobamientos,  las insensibilidades, las uniones deificadas, las  elevaciones, las transformaciones y otras perfecciones por  el estilo, de que tratan algunos libros, los cuales ofrecen  elevar al alma hasta la contemplación puramente  intelectual, a la aplicación esencial del  espíritu y a la vida supereminente. Pues bien,  Filotea, estas perfecciones no son virtudes, sino más  bien recompensas que Dios otorga por las virtudes, o, mejor  aún, una muestra de los goces de la vida futura, que  alguna vez se concede a los hombres, para hacerles desear su  total posesión, que sólo se encuentra en el  cielo. Por lo mismo, no hay que aspirar a estas gracias,  pues no son, en manera alguna, necesarias para servir bien y  amar a Dios, lo cual ha de ser nuestro único anhelo.  Además, con mucha frecuencia, son gracias que no  podemos alcanzar con nuestro esfuerzo y trabajo, ya que  más bien son pasiones que acciones, que podemos  recibir, pero no producir en nosotros. Añado que no  nos hemos de proponer otra cosa que llegar a ser personas de  bien, devotas, hombres piadosos, mujeres piadosas; en esto,  pues, hemos de trabajar; y si Dios quiere elevarnos a estas  perfecciones angélicas, también seremos buenos  ángeles; pero, entretanto, ejercitémonos  sencilla, humilde y devotamente en las pequeñas  virtudes, cuya adquisición ha propuesto Nuestro  Señor a nuestro esfuerzo y trabajo; como la  paciencia, la bondad, la mortificación del corazón, la humildad, la obediencia, la pobreza, la  castidad, la amabilidad con el prójimo, el sufrir sus  imperfecciones, la diligencia, el santo fervor.

        Dejemos,  pues, de buen grado, las sublimidades a las almas muy  encumbradas: nosotros no merecemos un lugar tan alto en el servicio de Dios; dichosos seremos, si le servimos en la  cocina, en la despensa, de lacayos, de mozos de cuerda, de  camareros; es cosa de su incumbencia, si le parece bien  llamarnos a su cámara y a su consejo privado.  Sí, Filotea, porque este Rey de la gloria, no  recompensa a sus servidores según la dignidad del  cargo que ocupan, sino según el amor y la humildad  con que los desempeñan. Saúl, mientras iba en  busca de los asnos de su padre, encontró el reino de  Israel; Rebeca, mientras daba de beber a los camellos de  Abrahán, llegó a ser esposa de su hijo; Rut,  cogiendo espigas, detrás de los segadores de Booz, y recostándose a sus pies, fue llamada a su lado y fue  hecha esposa suya. Ciertamente, las pretensiones muy  elevadas de cosas extraordinarias están, en gran  manera, expuestas a ilusiones, engaños y falsedades,  y ocurre algunas veces que los que se imaginan ser  ángeles, no son ni siquiera hombres de bien, y que,  en realidad, hay más grandeza en las palabras y en  los términos que emplean, que en el sentimiento y en  las obras. No obstante, nada hemos de despreciar ni censurar temerariamente, sino que, sin dejar de bendecir a Dios por  el encumbramiento de los demás, permanezcamos  humildemente en nuestro camino, más bajo, pero  más seguro, menos excelente, pero más de  acuerdo con nuestra insuficiencia y pequeñez, y, si  perseveramos humilde y fielmente en él, Dios nos  levantará a grandezas más sublimes.

 

  

CAPÍTULO  III : DE LA  PACIENCIA

        «Es  menester que tengáis paciencia, para que, cumpliendo  la voluntad,, de Dios, alcancéis su promesa»,  dice el Apóstol. Sí, porque, como había  dicho el Salvador, «en vuestra paciencia,  poseeréis vuestras almas». Este es el gran bien  del hombre, Filotea: poseer su alma; y, conforme es  más perfecta nuestra paciencia, más  perfectamente también poseemos nuestras almas.  Recuerda, con frecuencia, que Nuestro Señor nos ha  salvado sufriendo y aguantando, y que, así mismo,  nosotros hemos de conseguir nuestra salvación con los  sufrimientos y aflicciones, aguantando las injurias,  contradicciones y penas, con toda la suavidad que nos sea  posible.

        No  limites tu paciencia a tal o cual clase de injurias y de  aflicciones, sino extiéndela universalmente a todas  las que Dios te envíe o permita que te sobrevengan.  Algunos hay que sólo quieren sufrir las tribulaciones  que son honrosas, como, por ejemplo, ser heridos o caer  prisioneros en la guerra, ser maltratados a causa de su fe,  empobrecerse por algún pleito después de  haberlo ganado; mas éstos no aman la  tribulación, sino la honra que acarrea. El verdadero  paciente y siervo de Dios, de la misma manera sufre las  tribulaciones vinculadas a la ignominia, que las honrosas.  Ser despreciado, reprendido y acusado por los malos, no es  sino dulzura para un hombre de carácter; pero ser  reprendido, acusado y maltratado por las personas de bien,  por los amigos, por los padres, he aquí donde  está el mérito. Es más digna de estima  la mansedumbre con que San Carlos Borromeo soportó,  durante mucho tiempo, las públicas reprensiones que  un gran pecador, de una Orden extremadamente reformada,  lanzaba contra él desde los púlpitos, que la  paciencia con que toleró los ataques de todos los  demás. Porque, así como las picaduras de  abejas escuecen más que las de las moscas, así  el daño que recibimos de las personas buenas y la contradicción de que éstas nos hacen objeto,  son más insoportables que las de los demás, y  ocurre, con frecuencia, que dos hombres de bien, llenos de  buena intención, con motivo de diversidad de  opiniones, se causan mutuamente grandes contradicciones y  persecuciones.

        Seas  paciente, no sólo en lo más grande y principal  de las aflicciones que te sobrevengan, sino también  en lo accesorio y accidental que de ellas se deriva. Muchos  querrían soportar algún mal, pero sin sentir  la molestia. «Poco me importaría, dice uno,  haberme empobrecido, si no fuese porque esto me  privará de servir a mis amigos, de educar a mis hijos  y de vivir de una manera honrosa, según  quisiera». Y otro dirá: «Yo no me  apuraría, si no fuese porque el mundo creerá  que esto ha ocurrido por mi culpa». Otro  fácilmente se conformaría con paciencia, que  hablasen mal de él, con tal que nadie creyese al calumniador. Otros quisieran sufrir algunas molestias del  mal, pero no todas; no se impacientan, dicen, porque  están enfermos, sino porque no tienen recursos para  hacerse cuidar, o bien por las molestias que causan a los  que les rodean. Mas yo digo, Filotea, que hay que tener  paciencia, no sólo para estar enfermo, sino  también para tener la enfermedad que Dios quiere,  donde quiere, entre las personas que quiere y con las  incomodidades que quiere, y así de todas las otras  tribulaciones.

        Cuando  te sobrevenga algún mal, procura combatirlo,  según la voluntad de Dios, porque obrar de otra  manera sería tentar a su divina Majestad; pero,  después, espera con entera resignación el  resultado que Dios permita. Si Él quiere que los  remedios venzan al mal, le darás las gracias con  humildad; pero, si le place que el mal sea más fuerte  que los remedios, bendícelo también con  paciencia. Soy del parecer de San Gregorio: si eres acusada  justamente, por alguna culpa que hayas cometido, humíllate mucho, reconócete merecedora de la  acusación que contra ti se ha hecho. Si la  acusación es falsa, excúsate con dulzura,  negando que seas culpable, porque te obliga a ello la  reverencia a la verdad y la edificación del  prójimo; pero, si después de tu verdadera y  legítima excusa, persiste la acusación, no te  perturbes en manera alguna, ni te esfuerces en hacer aceptar  tus razones, porque, una vez hayas cumplido tu deber con la  verdad, has de cumplirlo con la humildad.

        Quéjate  tan poco como puedas de las injurias que te hagan, porque es  cosa cierta que, ordinariamente, el que suele quejarse peca,  porque el amor propio siempre exagera las injurias; pero,  sobre todo, no te lamentes en presencia de personas inclinadas a indignarse y a pensar mal. Y, si fuese  conveniente desahogarte con alguien, ya para poner remedio a  la ofensa, ya para calmar tu espíritu, hazlo con  almas tranquilas y que amen mucho a Dios, porque de otra  manera, en lugar de dar descanso a tu corazón,  provocarán mayores inquietudes; en lugar de arrancar  la espina que te hiere, la clavarán más fuertemente en tu pie.

        Muchos,  cuando están enfermos, o cuando han sido afligidos o  agraviados por alguien, se guardan mucho de quejarse y de mostrarse resentidos, porque les parece (y es cierto) que  esto denota evidentemente una gran falta de energía y  de generosidad; pero desean, en gran manera, y buscan, con  mil rodeos, que todos les compadezcan, que tengan mucha  lástima de ellos y que se les considere, no solamente  afligidos, sino también pacientes y animosos. Claro  está que esto es paciencia, pero es una paciencia  falsa, la cual bien considerada, no es más que una  muy delicada y muy fina ambición y vanidad:  «Estos tienen gloria -dice el Apóstol---, pero  no delante de Dios». El verdadero paciente no se queja  del mal, ni desea que le compadezcan; habla de él con  ingenuidad, verdad y sencillez, sin lamentarse, sin  quejarse, sin exagerar, y, si le compadecen, lo tolera  pacientemente, a no ser que le compadezcan de un mal que no  tiene; porque, entonces, declara modesta-rente que no padece  mal, y, si lo tiene, permanece con aire tranquilo entre la  verdad y la paciencia, reconociéndolo, pero sin  quejarse.

        En  las contradicciones que sobrevendrán en el ejercicio  de la devoción (porque no faltarán),  acuérdate de las palabras de Nuestro Señor:  «La mujer, cuando está de parto padece grandes  angustias; pero, al ver a su hijo nacido, las olvida, porque  ha dado un hombre al mundo>. Tú has concebido en  tu alma al más digno hijo del mundo, que es  Jesucristo. Antes de que se forme del todo, forzosamente  sentirás angustias: pero ten valor, porque, una vez  pasados estos sufrimientos, te -quedará el gozo  eterno de haber dado a luz un tal hombre; Él  permanecerá enteramente formado en tu corazón  y en tus obras por la imitación de su vida.

Cuando  estés enferma, ofrece todos tus dolores, penas, y  angustias al servicio de Nuestro Señor, y  suplícale que los una a los tormentos que  sufrió por ti. Obedece al médico: toma los  medicamentos, los alimentos y los otros remedios por amor de  Dios y acuérdate de la hiel que tomó por amor  nuestro. Desea curarte para servirle; pero no rehúses  agravarte para obedecerle, y disponte a morir, si así  le place, para alabarle y gozarle. Acuérdate de que  las abejas, cuando fabrican la miel, viven y se alimentan de  cosas muy amargas y que, de la misma manera, nosotros nunca  podemos hacer actos de mayor dulzura y paciencia, ni  arreglar mejor la miel de las más excelentes  virtudes, que comiendo el pan de amargura y viviendo de  angustias. Y, así como la miel extraída de la  flor del tomillo, hierba pequeña y amarga, es la  mejor de todas, así la virtud, que se ejercita en las  amarguras de las más viles, bajas y abyectas  tribulaciones, es la más excelente de todas.

        Contempla,  con frecuencia, con los ojos interiores, a Jesucristo  crucificado, despojado, blasfemado, calumniado, abandonado,  y, finalmente, saturado de toda clase de angustias, de  tristezas y de trabajos, y considera que todos tus sufrimientos, ni en calidad, ni en cantidad, no pueden, en  manera alguna, compararse con los suyos, y que jamás  padecerás tú por Él cosa alguna, que  equivalga a lo que Él ha sufrido por ti. Considera  las penas que sufrieron los mártires y las que sufren tantas personas, más graves, sin comparación,  que las que a ti te afligen, y di: « ¡ Ah,  Señor!, mis trabajos son consuelos y mis penas son  rosas, comparadas con las de aquellas personas que viven en  una muerte continua, sin socorro, sin asistencia, sin alivio, cargadas de aflicciones infinitamente mayores».

 

  

CAPÍTULO  IV : DE LA  HUMILDAD EXTERIOR

        «Pide  prestado -dijo Eliseo a una pobre viuda- y toma muchas  jarras vacías y llénalas de aceite». Para  recibir la gracia de Dios en nuestros corazones, es menester  tenerlos vacíos de nuestra propia gloria. El  cernícalo, chillando y mirando de prisa las aves, las  espanta, por una propiedad y virtud secreta que tiene; por  esto las palomas lo aprecian más que a todas las  otras aves y viven seguras cerca de él. Así la  humildad ahuyenta a Satanás, y, por esto, todos los  santos, y, particularmente el Rey de los santos y su Madre,  siempre han honrado y amado esta digna virtud más que  ninguna otra entre todas las virtudes morales.

        Dicen  que es vana la gloria que el hombre se da a sí mismo,  o porque no está en nosotros, o porque está en  nosotros, pero no es nuestra; o porque está en  nosotros y es nuestra, pero no merece la pena de que nos  gloriemos de ella. La nobleza del linaje, el favor de los  magnates, el aura popular, son cosas que no están en  nosotros, sino en nuestros antepasados. Algunos se muestran  orgullosos y arrogantes, porque cabalgan sobre un bravo  corcel, o porque llevan un penacho de plumas en su sombrero,  o porque visten lujosamente; mas, ¿quién no ve  que esto es una locura? Porque, si en estas cosas hay  gloria, ésta pertenece al caballo, al ave o al  sastre; y ¿qué mezquindad no supone tomar  prestada la estima a un caballo, a unas plumas o a unos  adornos? Otros presumen y se contemplan por unos bigotes muy  afilados, por una barba bien cortada, por unos cabellos ondulados, porque tienen las manos finas, porque saben  bailar, jugar y cantar; pero, ¿no supone mucha pobreza  de carácter el querer aumentar el propio valer y  acrecentar la propia reputación con cosas tan  frívolas y vanas? Otros, por un poco de ciencia que  poseen, quieren ser honrados y respetados de todos, como si  todos hubiesen de ir a su escuela y tenerlos por maestros;  por esto les llaman pedantes. Otros se pavonean, al  considerar su hermosura, y creen que todo el mundo les hace  la corte. Todo esto es extremadamente vano, necio e  impertinente, y la gloria, que estas cosas tan  frívolas reportan, se llama vana, estúpida,  frívola.

         El  bien verdadero se conoce como el verdadero bálsamo;  el bálsamo se prueba echándolo al agua; si va  al fondo y queda debajo, señal es de que es  más fino y de más precio. Así, para  conocer si un hombre es de verdad prudente, sabio, generoso, noble, se ha de ver si estas virtudes tienden a la humildad,  a la modestia y a la sumisión, porque entonces son  verdaderos bienes; pero, si sobrenadan y quieren aparecer,  serán bienes tanto menos verdaderos, cuanto  más aparentes. Las perlas que se forman o se  crían en medio de los vientos y del ruido de los  truenos sólo tienen la corteza de perlas y  están vacías de substancia; así  también las virtudes y las buenas cualidades de los  hombres, forjadas y alimentadas en el orgullo, en la soberbia y en la vanidad, no tienen sino una apariencia de  bien y carecen de substancia, de meollo y de solidez.

        Los  honores, las categorías y las dignidades son -como el  azafrán, que se hace mejor y más abundante,  cuanto es más pisoteado. Cuando el hombre se  contempla pierde el honor de la belleza; la hermosura, para  ser graciosa, ha de ser descuidada; la ciencia nos deshonra,  cuando nos hincha y cuando degenera en pedantería. Si  somos exigentes en lo que se refiere a las  categorías, a las procedencias, a los títulos,  además de exponer nuestras cualidades al examen, a la  discusión y a la contradicción, las  envilecemos y las hacemos despreciables, porque el honor,  que es una gran cosa cuando es recibido como un don,  degenera cuando es exigido, buscado o mendigado. Cuando el  pavo real se hincha, para verse, y levanta sus hermosas  plumas, se eriza, y muestra por todas partes lo que tiene de  poco honroso; las flores, que plantadas en tierra son bellas, se marchitan si son manoseadas. Y, así como  aquellos que huelen la mandrágora de lejos y como de  paso, perciben mucha suavidad, pero si la huelen de cerca y  durante mucho rato, e adormecen y enferman, así los  honores comunican un dulce consuelo al que los huele a  distancia y a la ligera, sin entretenerse ni pararse en  ello; pero los que se aficionan y se recrean en ellos son en  gran manera dignos de censura y vituperio.

        El  deseo y el amor de la virtud comienza a hacernos virtuosos;  pero el deseo y el amor de los honores comienza a hacernos despreciables y vituperables. Los espíritus nobles no  se entretienen en estas pequeñeces de lugares, de  honores, de reverencias; tienen otras cosas en qué  ocuparse; esto es propio de espíritus  frívolos. El que puede tener perlas no se carga de conchas, y los que aspiran a la virtud no se desviven por  los honores. Claro está que todos pueden permanecer  en su categoría y mantenerse en ella, sin faltar a la  humildad; pero esto se ha de hacer con descuido y sin  exigencias, porque, así como los que vienen del  Perú, además de oro y plata traen monos y  papagayos, porque son baratos y no pesan mucho en la nave; asimismo los que aspiran a la virtud, han de mantenerse en  la categoría y en los honores que les corresponden,  con tal, empero, que esto no sea a costa de demasiados  cuidados y atenciones, ni nos llene de turbaciones o  inquietudes, ni sea causa de disensiones o riñas. No  hablo de aquellos cuya dignidad es pública, ni de  ciertas circunstancias particulares de las que pueden  seguirse notables consecuencias, porque, en esto, es  menester que cada uno conserve lo que le pertenece, pero con una prudencia y discreción que esté hermanada  con la caridad y la cortesía.

 

  

CAPÍTULO  V : DE LA  HUMILDAD MÁS INTERIOR

        Pero  tú, Filotea, deseas que te conduzca más  adelante por el camino de la humildad, pues todo lo que te  he dicho es más bien prudencia que humildad; ahora,  pues, iremos más allá. Muchos no quieren ni se  atreven a pensar y a considerar las gracias que Dios les ha  hecho en particular, temerosos de sentir vanagloria y  complacencia, en lo cual, ciertamente, se engañan,  porque, corno dice el gran Doctor Angélico, el  verdadero medio para alcanzar el amor de Dios, es la  consideración de sus beneficios; cuanto más  los conozcamos, más le amaremos; y como que los  beneficios particulares mueven más que los comunes,  deben ser considerados con más atención.

        A la  verdad, nada Puede humillarnos tanto delante de la  misericordia de Dios como la consideración de sus  beneficios, ni nada puede humillarnos tanto delante de su  justicia como la multitud de nuestros pecados. Consideremos  lo que Él ha hecho por nosotros y lo que nosotros  hemos hecho contra Él, y, así como pensamos  minuciosamente en nuestros pecados, pensemos también  minuciosamente en sus gracias. No hemos de temer que lo que  Dios ha puesto de bueno en nosotros nos hinche, mientras  tengamos bien presente esta verdad: que nada de cuanto hay  en nosotros es nuestro. ¡Ah, Señor! ¿Dejan  los mulos de ser animales pesados y mal olientes, por el  hecho de llevar a cuestas los muebles preciosos y perfumados  del príncipe? ¿Qué tenemos de bueno, que  no hayamos recibido? Y, si lo hemos recibido, ¿por  qué nos hemos de ensoberbecer? Al contrario, la  consideración viva de las gracias recibidas nos  humilla, pues el conocimiento engendra el reconocimiento.  Pero, si, al recordar las gracias que Dios nos ha hecho, nos  halaga cierta vanidad, el remedio infalible será  acudir a la consideración del nuestras ingratitudes,  de nuestras imperfecciones, de nuestras miserias. Si  meditamos lo que hemos hecho cuando Dios no ha estado con  nosotros, harto veremos que lo que hemos practicado cuando  ha estado con nosotros no es según nuestra manera de  ser ni de nuestra propia cosecha; mucho nos alegraremos  ciertamente de poseerlo, pero no glorificaremos por ello  más que a Dios, porque Él es el único  autor. Así la Santísima Virgen confiesa que  Dios ha hecho en ella cosas grandes, pero lo reconoce  únicamente para humillarse y glorificar a  Dios:«Mi alma, dice, glorifica al Señor, porque  ha hecho en mí cosas grandes».

        Decimos  muchas veces que no somos nada, que somos la misma miseria y  el desecho del mundo, pero mucho nos dolería que alguien hiciese suyas nuestras palabras y anduviese diciendo  de nosotros lo que somos. Al contrario, hacemos como quien huye y se esconde, para que vayan en pos de nosotros y nos  busquen: fingimos que queremos ser los últimos y que  queremos ocupar el postrer lugar en la mesa, pero con el fin  de pasar honrosamente al primero. La verdadera humildad no  toma el aire de tal y no dice muchas palabras humildes,  porque no sólo desea ocultar las otras virtudes, sino  también y principalmente desea ocultarse ella misma,  y, si le fuese lícito mentir, fingir o escandalizar  al prójimo, haría actos de arrogancia y de soberbia, para esconderse y vivir totalmente desconocida y a  cubierto.

        He  aquí, pues, mi consejo, Filotea: o no digamos  palabras de humildad, o digámoslas con un verdadero  sentimiento interior, de acuerdo con lo que pronunciamos  exteriormente; no bajemos nunca nuestros ojos, si no es  humillando nuestro corazón; no aparentemos que  deseamos ser los últimos, si no lo queremos ser de  verdad. Conceptúo tan general esta regla, que no hago ninguna excepción, únicamente añado  que, a veces, exige la cortesía que demos la  preferencia a aquellos que evidentemente no la  tendrían, pero esto no es ni doblez ni falsa  humildad, porque entonces el solo ofrecimiento del lugar  preferente es un comienzo de honor, y, puesto que no es  posible darlo todo entero, no es ningún mal darles su  comienzo. Lo mismo digo de algunas palabras de honor o de  respeto, que, en rigor, no parecen verdaderas, pero lo son,  con tal que el corazón de aquel que las pronuncia  tenga intención de honrar y respetar a aquel a quien  las dice; porque, aunque ciertas palabras signifiquen con algún exceso lo que decimos, no faltamos, al  decirlas, cuando la costumbre lo requiere. Es verdad que,  además de esto, quisiera yo que nuestras palabras se  ajustasen, en la medida de lo posible, a nuestros afectos,  para practicar siempre, en todo, la humildad y el candor del  corazón. El hombre humilde preferirá que otro  diga de él que es miserable, que no es nada, que no  vale nada, a decirlo él de sí mismo; o, a lo  menos, cuando sepa que lo dicen, procurará no  desvanecerlo, y consentirá en ello de buen grado;  porque, puesto que él así lo cree firmemente,  está contento de que los demás sean del mismo  parecer.

        Muchos  dicen que dejan la oración mental para los perfectos,  porque no son dignos de ella; otros dicen que no se atreven  a comulgar con frecuencia, porque no se sienten lo bastante  puros; otros añaden que a causa de su miseria y  fragilidad, temen deshonrar la devoción si la  practican; otros se niegan a emplear sus talentos en el  servicio de Dios, porque, según afirman, conocen su  flaqueza y tienen miedo de ensoberbecerse si son  instrumentos de algún bien, y temen quedarse a  obscuras, mientras iluminan a los demás. Todas estas  cosas no son sino artificios y una especie de humildad no  solamente falsa, sino además, maligna, con la cual  pretenden, tácita y sutilmente, desacreditar las  cosas de Dios, o, a lo menos, cubrir, con la capa de  humildad el amor propio que hay en su parecer, en su  carácter y en su indolencia. «Pide al  Señor una señal de lo alto de los cielos o de  lo profundo del mar», dijo el Profeta al desdichado  Acaz, y él respondió: «No la  pediré ni tentaré al Señor». *¡Oh, el malvado! Finge una gran reverencia a Dios, y,  con el pretexto de humildad, se excusa de aspirar a la  gracia, a la cual le invita la divina bondad. Pero,  ¿quién no ve que, cuando Dios quiere hacernos  mercedes, es orgulloso el rehusarlas?; ¿que los dones  de Dios nos obligan a aceptarlos y que la humildad consiste  en obedecer y en seguir tan de cerca, como es posible, sus deseos? Pues bien, el deseo de Dios es que seamos perfectos,  uniéndonos a Él e imitándole cuanto  podamos. El orgulloso que se fía de sí mismo,  tiene mucha razón cuando no quiere emprender nada;  pero el humilde es tanto más animoso, cuanto  más impotente se reconoce, y, cuanto más  miserable se considera, tanto más valiente es, porque  tiene puesta toda su confianza en Dios, que se complace en  hacer resplandecer su omnipotencia en nuestra debilidad y  levantar su misericordia sobre el pedestal de nuestra  miseria. Conviene, pues, que nos atrevamos humilde y  santamente a hacer todo lo que aquellos que dirigen a  nuestra alma creen conforme con nuestro aprovechamiento.

        Pensar  que sabemos lo que ignoramos, es una necedad evidente;  querer sentar plaza de sabios, en lo que no conocemos, es  una vanidad intolerable; en cuanto a mí, no quisiera  hacer el sabio en lo que sé, ni tampoco hacer el  ignorante. Cuando la caridad lo exige, se ha de comunicar  sinceramente y con dulzura al prójimo, no sólo  lo que necesita para su instrucción, sino  también lo que le es útil para su consuelo;  porque la humildad que esconde y encubre las virtudes, para  conservarlas, las hace, no obstante, aparecer, cuando la  caridad lo exige, para aumentarlas, engrandecerlas y  perfeccionarlas. En esto, se parece a aquel árbol de  la isla de Tilos, que, por la noche, oprime y mantiene  cerradas sus bellas flores rojas, y no las abre hasta que sale el sol, de manera que los habitantes de aquella  región dicen que estas flores duermen de noche.  Asimismo, la humildad cubre y oculta todas nuestras virtudes  y perfecciones humanas, y nunca las deja entrever, si no es  obligada por la caridad, la cual, siendo, como es, una  virtud no humana, sino celestial, no moral, sino divina, es  el verdadero sol de todas las virtudes, sobre las cuales  siempre ha de dominar, por lo que la humildad que  daña a la caridad es indudablemente falsa.

        Yo  no quiero ni hacer el necio ni hacer el sabio, porque si la  humildad me impide hacer el sabio, la simplicidad y la  sinceridad me impiden hacer el necio; y, si la vanidad es  contraria a la humildad, el artificio, la afectación  y la ficción son contrarias a la simplicidad y a la  sinceridad. Y, si algunos siervos de Dios se han fingido  locos, para hacerse más abyectos a los ojos del mundo, es menester admirarles, pero no imitarles, pues ellos  han tenido motivos para llegar a estos excesos, los cuales  son tan particulares y extraordinarios, que nadie ha de  sacar de ello consecuencias para sí. Y, en cuanto a  David, si bien danzó y saltó delante del Arca  de la Alianza algo más de lo que convenía a su  condición, no lo hizo porque quisiera parecer loco,  sino que, sencillamente, y sin artificio, hizo aquellos  movimientos exteriores, en consonancia con la extraordinaria  y desmesurada alegría que sentía en su  corazón. Es verdad que, cuando Micol, su esposa, se  lo echó en cara, como si fuese una locura, él  no se afligió al verse humillado, sino que,  perseverando en la ingenua y verdadera demostración  de su gozo, dio testimonio de que estaba contento de recibir  un poco de oprobio por su Dios. Por lo tanto, te digo que,  si por los actos de una verdadera e ingenua devoción,  te tienen por vil, abyecta o loca, la humildad hará  que te alegres de este feliz oprobio, la causa del cual no serás tú, sino los que te lo infieran.

 

  

CAPÍTULO  VI : QUE LA  HUMILDAD HACE QUE AMEMOS NUESTRA PROPIA  ABYECCIÓN

        Voy  más lejos, Filotea, y te digo que, en todo y por  todo, ames tu propia abyección. Pero me dirás:  ¿qué significa esto: ama tu propia  abyección? En latín, abyección quiere  decir humildad, y humildad quiere decir abyección, de  manera que, cuando Nuestra Señora, en su sagrado  cántico, dice: «porque el Señor ha visto  la humildad de su sierva, todas las generaciones me llamarán bienaventurada », quiere decir que el  Señor ha visto de buen grado su abyección,  vileza y bajeza, para colmarla de gracias y favores. Con  todo hay mucha diferencia entre la virtud de la humildad y  la abyección, porque la abyección es la pequeñez, la bajeza y la vileza que hay entre  nosotros, sin que nosotros pensemos en ello; pero la virtud  de la humildad es el verdadero conocimiento y voluntario  reconocimiento de nuestra abyección. Ahora bien, el  punto más encumbrado de esta humildad consiste, no  sólo en reconocer voluntariamente nuestra  abyección, sino en amarla y en complacernos en ella,  y no por falta de ánimos y de generosidad, sino para  más ensalzar a la divina Majestad y más amar  al prójimo en comparación con nosotros mismos.  Esta es la cosa a la cual te exhorto, y, para que lo  entiendas mejor, sepas que entre los males que padecemos  unos son abyectos y otros honrosos. Muchos se conforman con  los honrosos, pero nadie quiere acomodarse a los abyectos.  He aquí un devoto ermitaño harapiento y  tiritando de frío: todos honran su hábito  deshecho y compadecen su austeridad; pero si se trata de un  pobre obrero, de un pobre joven, de una pobre muchacha, son  despreciados, objeto de burla; su pobreza es abyecta. Un  religioso recibe resignadamente una áspera  reprensión de su superior, o un hijo la recibe de su  padre: todo el mundo llamará a esto  mortificación, obediencia y prudencia; un caballero o  una dama sufrirán lo mismo de parte de otra persona,  y, aunque la soporten por amor de Dios, todos les  motejarán de cobardía y poquedad de  espíritu. Una persona tiene un cáncer en un  brazo y otra en la cara: aquélla sólo tiene el  mal, pero ésta, además del mal, padece el menosprecio, el desdén y la abyección. Pues  bien, te digo ahora que no sólo hemos de apreciar el  mal, lo cual se hace con la virtud de la paciencia, sino  también la abyección, lo cual se hace con la  virtud de la humildad.

        También  hay virtudes abyectas y virtudes honrosas: la paciencia, la  mansedumbre, la simplicidad y la humildad son virtudes que  los mundanos tienen por viles y abyectas; al contrario,  tienen en mucha estima la prudencia, el valor, la  liberalidad. Y, aun entre los actos de una misma virtud,  unos son objeto de desprecio y otros de honra: dar limosna y  perdonar las injurias son actos de caridad; el primero es  honrado por todos, y el segundo despreciable a los ojos del  mundo. Un joven noble o una doncella que no se entreguen al  desorden de una pandilla desenfrenada en el hablar, en el  jugar, en el bailar, en el beber, en el vestir, serán  criticados o censurados por los demás y su modestia  será calificada de hipocresía o  afectación: pues bien, amar esto es amar la propia  abyección. He aquí otra manera de amarla:  vamos a visitar a los enfermos; si soy enviado al más miserable, esto será para mi un motivo de  abyección, según el mundo, y, por esto mismo  la amaré; si me envían a visitar a los de  categoría, será una abyección  según el espíritu, porque en ello no hay tanta  virtud ni mérito ' y por lo tanto, amaré esta abyección. El que cae en medio de la calle,  además del daño que se hace, es objeto de  burla; es menester querer esta abyección. Hay faltas  en las cuales no se encuentra otro mal que la  abyección; la humildad no nos exige que las cometamos expresamente, pero exige que no nos inquietemos cuando las  hayamos cometido: tales son ciertas ligerezas, faltas de educación, descuidos, las cuales hay que evitar, por  razones de buena educación y de prudencia, antes de  que se cometan; pero una vez cometidas, hay que aceptar la  abyección que de ellas proviene, y hay que aceptarla  de buen grado, para practicar la santa virtud de la  humildad. Más aún: si me he dejado llevar de  la ira o de la disolución, hasta decir palabras inconvenientes, que han redundado en ofensa de Dios o del  prójimo, me arrepentiré vivamente y  estaré afligido de la ofensa, la cual  procuraré reparar de la mejor manera que me sea  posible; pero no dejaré de aceptar la  abyección y el desprecio que de ello me sobrevengan,  y, si una cosa pudiese separarse de la otra,  rechazaría enérgicamente el pecado y me  quedaría humildemente con la abyección.

        Pero,  aunque amemos la abyección que proviene del mal, es  menester que, con recursos apropiados y legítimos,  pongamos remedio al mal que la ha causado, sobre todo cuando  el mal acarrea consecuencias. Si tengo en el rostro  algún mal repugnante, procuraré su  curación, pero sin olvidar la abyección que  trae consigo. Si he hecho alguna cosa que no of ende a nadie, no me disculparé de ella, porque, aunque esta  cosa sea algún defecto, no es permanente, y no  podría excusarme de ella sino por la abyección  que de la misma procede y esto es lo que la humildad no  puede permitir; mas, si, por descuido o por dejadez, he  ofendido o escandalizado a alguno, repararé la ofensa  con alguna excusa, verdadera, porque el mal es permanente y  la caridad obliga a borrarlo. Por lo demás, suele  ocurrir, alguna vez, que la caridad exija que pongamos  remedio a la abyección, por el bien del  prójimo, al cual es necesaria nuestra  reputación; mas en este caso, una vez quitada nuestra abyección de los ojos del prójimo para evitar  el escándalo, conviene guardarla y ocultarla dentro  del corazón, para que se edifique de ello.

        Pero  tú, Filotea, quieres saber cuáles son las  mejores abyecciones. Te digo claramente que las más  provechosas al alma y las más agradables a Dios son  las que nos vienen al azar o por la condición de  nuestra vida, porque éstas no son escogidas por nosotros, sino que se reciben tal como las envía  Dios, cuya elección siempre es mejor que la nuestra.  Y, si hay que escoger, las más grandes son las  mejores, y son más grandes las contrarías a  nuestras inclinaciones, con tal que cuadren con nuestra profesión, porque, digámoslo de una vez para  siempre, nuestra elección echa a perder y disminuye  casi todas nuestras virtudes. ¡Ah! ¿Quién  nos hará la gracia de que podamos decir con aquel  gran rey: «He preferido ser abyecto en la casa del Señor a habitar en los palacios de los  pecadores?». Nadie puede decirlo, amada Filotea, fuera  de Aquel que, para ensalzarnos, vivió y murió  de manera que fue «el oprobío de los hombres y  la abyección de la plebe».

        Te  he dicho muchas cosas que te parecerán duras cuando  las consideres; pero, créeme: cuando las practiques,  serán para ti más agradables que el  azúcar y la miel.

 

  

CAPÍTULO  VII : COMO SE HA DE CONSERVAR EL BUEN NOMBRE PRACTICANDO, A LA VEZ, LA HUMILDAD

 La  alabanza, el honor y la gloria no se tributan a un hombre  por una simple virtud, sino por una virtud excelente.  Porque, por la alabanza, queremos persuadir a los  demás que aprecien la excelencia de alguien; por el  honor, significamos que le apreciamos nosotros mismos, y la  gloria, a mi modo de ver, no es otra cosa que cierto  resplandor de la reputación, que irradia del conjunto  de muchas alabanzas y honores; de manera que las alabanzas y  los honores son como las piedras preciosas, de cuyo conjunto  Irradia la gloria como un brillo. Ahora bien, la humildad,  que no puede sufrir que nosotros nos creamos más encumbrados o que hemos de ser preferidos a los otros,  tampoco puede permitir que busquemos la alabanza, el honor y  la gloria, que se deben a la sola excelencia. Con todo, la  humildad está conforme con la advertencia del Sabio,  el cual nos dice que «tengamos cuidado de nuestra  fama», porque el buen nombre es la estima, no de  excelencia alguna, sino de una simple y común  probidad e integridad de vida, cuyo conocimiento en nosotros  no impide la humildad como tampoco impide que deseemos la  reputación de ello. Es verdad que la humildad  despreciaría la buena fama, si la caridad no tuviese  necesidad de ella; mas, porque ella es uno de los  fundamentos de la sociedad humana, y porque, sin ella, no  sólo somos inútiles sino también perjudiciales al público, por este motivo, a causa  del escándalo que aquel recibiría, exige la  caridad, y la humildad admite, que deseemos y conservemos  cuidadosamente la buena fama.

        Además,  así como las hojas de los árboles, que de suyo  no son muy apreciables, no obstante sirven mucho, no  sólo para embellecerlos, sino también para  conservar los frutos mientras son tiernos; de la misma  manera, la buena fama, que, de suyo no es cosa muy deseable,  no deja de ser muy útil, no solamente para el ornato  de nuestra vida, sino también para la conservación de nuestras virtudes, especialmente de  las virtudes todavía tiernas y débiles: la  obligación de conservar nuestra reputación y  de ser tales cuales se nos reputa, nos obliga a un esfuerzo  generoso, a una firme y dulce violencia. Conservemos nuestras virtudes, mi querida Filotea, porque son agradables  a Dios, grande y soberano objeto de nuestras acciones; mas,  así como los que quieren guardar los frutos no se  contentan con confitarlos, sino que los ponen en recipientes  propios para la conservación de los mismos, de la  misma manera, aunque el amor divino sea el principal  conservador de nuestras virtudes, podemos, no obstante,  emplear el buen nombre, como muy útil y propicio para  dicha conservación.

        No  es menester, empero, que seamos demasiado celosos, exactos y  puntillosos en esta conservación, porque los que son demasiado delicados y sensibles en lo tocante a su  reputación, se parecen a los que toman medicamentos  para toda clase de pequeñas molestias: éstos,  al querer conservar su salud, lo pierden todo, y aquellos,  queriendo conservar tan delicadamente la reputación,  la pierden completamente, ya que con este desasosiego se  vuelven extraños, quejumbrosos, insoportables, y provocan la malicia de los murmuradores.

        El  disimular y el despreciar la injuria y la calumnia es  ordinariamente un remedio mucho más saludable que el  resentimiento, la contestación y la venganza: el  desprecio esfuma aquellas ofensas; pero el que se enoja,  parece que las confiesa. Los cocodrilos no dañan sino  a los que los temen, y la maledicencia, únicamente a  los que la llevan a mal.

        El  temor excesivo de perder la fama arguye una gran  desconfianza del fundamento de la misma, que es la verdad de  una vida buena. Los pueblos que, sobre los grandes  ríos, sólo tienen puentes de madera, temen que  se los lleve la corriente, al sobrevenir cualquiera  inundación; pero los que tienen los puentes de  piedra, sólo temen las inundaciones extraordinarias. Asimismo los que tienen una alma sólidamente  cristiana desprecian, ordinariamente, los desbordamientos de  las lenguas injuriosas; pero los que se sienten  débiles, se inquietan por cualquier cosa. Es cierto,  Filotea, que el que quiere tener buena reputación  delante de todos, la pierde totalmente, y merece perder el  honor el que quiere recibirlo de los que están verdaderamente infamados y deshonrados por los vicios.

        La  reputación es como una señal que da a, conocer  donde habita la virtud; la virtud, por lo tanto, ha de ser,  en todo y por todo, preferida. Por esto, si alguien te dice:  eres un hipócrita, porque practicas la  devoción, o bien te tiene por persona apocada, porque  has perdonado una injuria, ríete de todo esto.  Porque, aparte de que estos juicios los hacen personas  necias y estúpidas, aunque hubieses de perder la fama  no deberías dejar la virtud ni desviarte de su  camino, porque se ha de preferir el fruto a las hojas, es  decir el bien interior y espiritual a todos los bienes  exteriores. Hemos de ser celosos, pero no idólatras  de nuestro buen nombre, y, si no conviene ofender el ojo de  los buenos, tampoco hay que desear contentar el de los malos. La barba es un adorno en el rostro del hombre, y los  cabellos en la cabeza de la mujer; si se arranca del todo el  pelo de la cara y el cabello de la cabeza,  difícilmente volverán a aparecer; pero, si tan  sólo se corta el cabello y se afeita la barba, pronto  el pelo volverá a crecer y saldrá más  fuerte y más áspero. De la misma manera,  aunque la fama sea cortada, o del todo afeitada, por la  lengua de los maldicientes, que, como dice David, «es  una navaja afilada», no es menester inquietarse, porque  pronto volverá a salir, no sólo tan bella como  antes, sino mucho más fuerte. Pero, si nuestros  vicios, nuestras felonías, nuestra mala vida, nos  quitan la reputación, será difícil que  jamás vuelva, porque ha sido arrancada de  raíz. Y la raíz de la buena fama es la bondad  y la probidad, la cual, mientras permanece en nosotros,  puede reproducir siempre el honor que le es debido.

        Es  menester dejar aquella mala conversación, aquella  práctica inútil, aquella amistad  frívola, esta loca familiaridad, si esto perjudica a  la buena fama, porque vale más ésta que todas  cualesquiera vanas complacencias; pero, si, a causa del  ejercicio de la piedad, del adelanto en la perfección  y de la marcha hacia el bien eterno, murmuran, reprenden o  calumnian, dejemos que los mastines ladren contra la luna,  porque, si pueden levantar algún concepto  desfavorable a nuestra reputación y, de esta manera,  cortar a rape los cabellos y la barba de nuestra fama,  pronto renacerá ésta, y la navaja de la  maledicencia servirá a nuestro honor, como a la  viña sirve la podadera, por la cual aquélla  crece y ve multiplicados sus frutos.

        Tengamos  siempre los ojos fijos en Jesucristo crucificado; caminemos  en su servicio, con confianza y simplicidad, pero prudente y  discretamente: Él será el protector de nuestra  reputación, y, si permite, que nos sea arrebatada,  será para procurarnos otra mejor o para hacernos  avanzar en la santa humildad, una sola onza de la cual vale  más que cien libras de honor. Si se nos recrimina  injustamente, opongamos tranquilamente la verdad a la  calumnia; si ésta persiste, perseveremos nosotros en  la humildad; dejando de esta manera nuestra  reputación, juntamente con nuestra alma, en manos de  Dios, no podremos asegurarla mejor. Sirvamos a Dios  «con buena o mala fama» a ejemplo de San Pablo,  para que podamos decir con David: « ¡ Oh Dios  mío !, por Ti he soportado el oprobio, y la  confusión ha cubierto mí faz».  Exceptúo, no obstante, ciertos crímenes tan  horribles e infames, cuya calumnia nadie debe tolerar,  cuando justamente puede disiparse, y también se han  de exceptuar ciertas personas de cuya buena  reputación depende la edificación de muchos,  pues, en estos casos, como enseñan los  teólogos, se ha de procurar, con sosiego, la  reparación de la injuria recibida.

 

  

CAPITULO  VIII : DE LA  AMABILIDAD PARA CON EL PRÓJIMO Y DE LOS REMEDIOS  CONTRA LA IRA

        Él  santo Crisma, que, por tradición apostólica,  emplea la Iglesia en las confirmaciones y bendiciones,  está compuesto de aceite de olivo mezclado con  bálsamo, y representa las dos virtudes más  apreciadas que resplandecen en la sagrada persona de Nuestro  Señor, y que Él nos recomendó  singularmente, como si, por ellas, nuestro corazón  hubiese de estar especialmente consagrado a su servicio y  aplicado a su imitación: «Aprended de Mí,  que soy manso y humilde de corazón». La humildad  nos perfecciona con respecto a Dios, y la amabilidad con  respecto al prójimo. El bálsamo, que, como he  dicho, queda siempre debajo de todos los demás  licores, representa la humildad, y el aceite de oliva, que  siempre queda encima, representa la dulzura y la benignidad,  que sobrepuja todas las cosas y predomina entre las  demás virtudes, como flor que es de la caridad, la  cual, según San Bernardo, es perfecta cuando no  sólo es paciente, sino también amorosa y  benigna. Pero procura , Filotea, que este crisma  místico, compuesto de amabilidad y de humildad,  esté dentro de tu corazón; porque es uno de  los grandes artificios del enemigo ha cer que muchos se  complazcan en las palabras y en los modales exteriores de  estas dos virtudes, y que, dejando de examinar sus afectos  interiores, se imaginen que son humildes y amorosos, sin que  lo sean en realidad, lo cual se conoce, porque, a pesar de  su ceremoniosa humildad y dulzura dulzura, a la menor  palabra molesta que se les diga, a la menor injuria que  reciban, se yerguen con una arrogancia sin igual. Se dice  que los que han tomado el preservativo, vulgarmente llamado  «gracia de San Pablo», no se hinchan, aunque sean  mordidos o picados por la víbora, con tal que la «gracia» sea de buena calidad. De la misma manera,  cuando la humildad y la dulzura son buenas y verdaderas, nos  inmunizan contra la hinchazón y contra el ardor que  las injurias suelen provocar en nuestros corazones. Y, si  después de haber sido picados o mordidos por los  maldicientes o por los enemigos, nos sentimos alterados,  hinchados o despechados, señal es de que nuestra  humildad y amabilidad no son verdaderas y francas, sino  artificiosas y aparentes.

        Aquel  santo e ilustre patriarca José, cuando envió a  sus hermanos de Egipto a la casa de su, padre, sólo  les hizo esta advertencia: «No os enojéis por el  camino». Lo mismo te digo, Filotea: esta miserable vida  no es más que un camino hacia la bienaventuranza; no  nos enojemos, pues, los unos con los otros, en este camino;  andemos siempre agrupados con nuestros hermanos y  compañeros, dulcemente, pacíficamente,  amigablemente. Advierte que te digo con toda claridad y sin  excepción alguna, que, a ser posible, no te enojes  nunca, ni tomes pretexto alguno, sea cual fuere, para abrir  la puerta de tu corazón a la ira, porque dice  Santiago, sin ambages ni reservas, que «la ira del  hombre no obra la justicia de Dios».

        Es  menester, ciertamente, oponerse al mal y reprimir los vicios  de los que están bajo nuestro cuidado, con constancia  y con tesón, pero dulce y suavemente. Nada sosiega  tanto al elefante airado como la vista de un corderito, ni  nada para con más facilidad el golpe de los  cañonazos como la lana. La corrección que  procede de la pasión, aunque vaya acompañada  de la razón, nunca es tan bien recibida como la que  no tiene otro origen que la razón sola; porque el  alma racional, por estar naturalmente sujeta a la  razón, sólo se sujeta a la pasión por  la tiranía, por lo cual, cuando la razón anda  acompañada de la pasión, se hace odiosa, pues  su justo dominio queda envilecido al asociarse con la  tiranía. Los príncipes honran y consuelan infinitamente a los Pueblos cuando los visitan en son de  paz, pero cuando llegan al frente de los ejércitos,  aunque sea para el bien público, su presencia siempre  es desagradable y dañosa, porque, por más que  se esfuercen en hacer observar exactamente' la disciplina  militar entre los soldados, nunca pueden, empero, evitar  algún desorden, por el que los hombres de bien son  atropellados. Así, cuando reina la razón y  ejecuta serenamente los castigos, las correcciones y las  reprensiones, aunque lo haga con rigor y exactitud, todos la  aprecian y la aprueban; pero cuando va acompañada de  la ira, de la cólera y M enojo, que, como dice San  Agustín, son sus soldados, se hace más  espantosa que amable, su propio corazón queda siempre pisoteado y maltratado: «Vale más, dice el mismo  santo escribiendo a Profuturo, cerrar las puertas a la ira  justa y equitativa, que abrírselas, por  insignificante que sea, porque, una vez ha entrado, es  difícil hacerla salir, ya que entra como  pequeño retoño y, en un momento, crece y se  convierte en tronco». Si el enojo puede llegar a la  noche y el sol se pone sobre nuestra ira (cosa que el  Apóstol prohíbe), se convierte en odio, y casi  no hay manera de deshacerse de ella, porque se alimenta de  mil persuasiones falsas, ya que jamás el hombre  airado cree que sea injusta su ira.

        Es,  pues, mejor esforzarse a saber vivir sin ira que querer  emplearla con moderación y prudencia, y, cuando, por  imperfección o debilidad, nos vemos sorprendidos por  la misma, es preferible rechazarla enseguida a querer pactar  con ella, pues por poco cumplimiento que se le dé, se  hace dueña de la plaza, y hace como la serpiente,  que, con facilidad, logra meter todo el cuerpo allí  donde ha podido meter la cabeza. Pero me dirás:  ¿cómo la rechazaré? Es preciso, Filotea,  que, al advertir el primer resentimiento, reúnas tus  fuerzas con presteza, pero sin brusquedad ni ímpetu,  sino dulce y seriamente a la vez; porque, así como en  'los senados y en los parlamentos, meten más ruido  los oficiales gritando: « ¡ Silencio! », que  aquellos a los cuales quieren hacer callar, de la misma  manera, al querer reprimir nuestra ira con impetuosidad, se  causa en nuestro corazón más turbación  de la que ella hubiera causado, y, entretanto, el  corazón, turbado de esta manera, no puede ser  dueño de sí mismo.

        Después  de este suave esfuerzo, practica el consejo que San  Agustín, cuando ya era viejo, daba al joven obispo  Auxilio: «Haz, le decía, lo que un hombre ha de  hacer; que si te ocurre lo que el hombre de Dios dice en el  salmo: mi ojo he ha turbado con gran cólera, acudas a  Dios y exclames: ¡Señor, ten misericordia de  mí, para que extienda su mano y reprima tu enojo». Quiero decir que cuando nos veamos agitados por  la cólera, invoquemos el auxilio de Dios, a  imitación, de los Apóstoles cuando se vieron  en peligro de zozobrar, por el viento y la tempestad, en  medio de las olas; pues Él mandará a nuestras  pasiones que se calmen, y se seguirá una gran  bonanza. Pero te advierto que la oración que se hace  contra la ira impetuosa del momento, ha de ser suave y  tranquila, jamás violenta; cosa que es menester  observar en cualesquiera remedios que se empleen contra este  mal. Después, enseguida que te des cuenta de que has  cometido un acto de cólera, repara la falta con un  acto de dulzura, hecho inmediatamente con respecto a aquella  persona contra la cual te hayas irritado. Porque, así como es un excelente remedio contra la mentira, retractarse  enseguida, así también es un buen remedio  contra la cólera repararla inmediatamente, con un  acto de amabilidad; porque, como suele decirse, las heridas  se curan con más facilidad cuando están  frescas.

        Además,  cuando te sientas sosegada y libre de cualquier motivo de  ira, haz gran provisión de dulzura y de bondad,  diciendo todas las palabras y haciendo todas las cosas,  grandes y pequeñas, de la manera más suave que  te sea posible, recordando que la Esposa, en el Cantar de  los Cantares, no sólo tiene la miel en sus labios y  en la punta de la lengua, sino también debajo de la  lengua, es decir, en el pecho, y no solamente tiene miel,  sino también leche, porque además de tener  palabras dulces con el prójimo, conviene tener dulce  todo el pecho, es decir, todo el interior de nuestra alma. Y  es menester tener, no solamente la dulzura de la miel, que  es aromática y olorosa, es decir, la suavidad en el  trato con los extraños, sino también la dulzura de la leche con los familiares y con los más  cercanos a nosotros, contra lo cual faltan en gran manera  aquellos que en la calle parecen ángeles, y en casa  parecen demonios.

 

  

CAPÍTULO  IX : DE LA  DULZURA CON NOSOTROS MISMOS

        Una  de las mejores prácticas de la dulzura, en la cual  nos deberíamos ejercitar, es aquella cuyo objeto  somos nosotros mismos, de manera que nunca nos enojemos  contra nosotros ni, contra nuestras imperfecciones, pues si  bien la razón quiere que, cuando cometemos faltas,  sintamos descontento y aflicción, conviene, no  obstante, que evitemos un descontento agrio, malhumorado,  despechado y colérico. En esto cometen una gran falta  muchos que, después de haberse encolerizado, se enojan de haberse enojado, se desazonan de haberse  desazonado, y sienten despecho de haberlo sentido; porque,  por este camino, tienen el corazón amargado y lleno  de malestar, y si bien parece que el segundo enfado ha de  destruir el primero, lo cierto es que sirve de entrada y de  paso a un nuevo enojo, en cuanto la primera ocasión  se presente; aparte de que estos disgustos, despechos y  asperezas contra sí mismo, tiende hacia el orgullo y  no tienen otro origen que el amor propio, el cual se turba y  se impacienta al vernos imperfectos.

        Por  lo tanto, el disgusto por nuestras faltas ha de ser  tranquilo, sereno y firme; porque, así como un juez  castiga mejor a los malos dictando sus sentencias,  según razón y con ánimo tranquilo, que  dictándolas con impetuosidad y pasión, pues  entonces no castiga las faltas por lo que éstas son,  sino por lo que es él mismo; así nosotros nos  castigamos mejor con arrepentimientos tranquilos y  constantes, que con arrepentimientos violentos, agrios y  coléricos, pues los arrepentimientos violentos no son proporcionados a la gravedad de nuestras culpas, sino a  nuestras inclinaciones. Por ejemplo, el que ama la castidad  se revolverá con mayor amargura contra la más  leve falta cometida en esta materia, y, en cambio, se  reirá de una grave murmuración en la que  hubiere incurrido. Al contrario, el que detesta la  maledicencia se atormentará por haber murmurado levemente, y no hará caso de una falta grave contra  la castidad, y así de las demás faltas; y ello  no es debido a otra cosa sino a que el juicio que forman en  su conciencia no es obra de la razón, sino de la  pasión.

        Créeme,  Filotea, así como las reprensiones de un padre,  hechas dulce y cordialmente, tienen más eficacia para  corregir que los enfados y los enojos; así  también, cuando nuestro corazón ha cometido  alguna falta, si le reprendemos con advertencias dulces y  tranquilas, llenas más de compasión que de  pasión contra él, y le animamos a enmendarse,  el arrepentimiento que concebirá entrará mucho  más adentro y le penetrará mejor que no lo  haría un arrepentimiento despechado, airado y tempestuoso.

        En  cuanto a mí, si, por ejemplo, tuviese en grande  estima, el no caer en el vicio de la vanidad, y, no  obstante, hubiese caído en una gran falta, no  quisiera reprender a mi corazón de esta manera:  « ¡Qué miserable y abominable eres, porque  después de tantas resoluciones, te has dejado vencer  por la vanidad! Muere de vergüenza; no levantes los  ojos al cielo, ciego, desvergonzado, traidor y desleal a tu  Dios», y otras cosas parecidas, sino que  preferiría corregirle de una manera razonable y por  el camino de la compasión: «Ánimo, pobre  corazón mío. He aquí que hemos  caído en el precipicio que tanto habíamos querido evitar. ¡Ah!, levantémonos y salgamos de  él para siempre; acudamos a la misericordia de Dios y  confiemos en que ella nos ayudará, para ser  más resueltos en adelante, y emprendamos el camino de  la humildad. ¡Valor! seamos, desde hoy, más vigilantes; Dios nos ayudará y podremos hacer muchas  cosas». Y, sobre esta reprensión, quisiera  levantar un sólido y firme propósito de no  caer más en falta y de emplear los recursos  convenientes según los consejos del director.

        Pero,  si alguno advierte que su corazón no se conmueve con  estas suaves correcciones, podrá echar mano de los  reproches y de la reprensión dura y severa, para  excitarlo a una profunda confusión, con tal que,  después de haberlo amonestado y fustigado  enérgicamente, acabe aliviándole, conduciendo  su pesar y su cólera a una tierna y santa confianza  en Dios, a imitación de aquel gran arrepentido, que,  al ver a su alma afligida, la alentaba de esta manera:  «¿Por qué te entristeces, alma mía,  y por qué te conturbas? Espera en Dios, que yo  todavía le alabaré como la salud de mí  rostro y mi verdadero Díos».

        Luego,  cuando tu corazón caiga, levántalo con toda  suavidad, y humíllate mucho delante de Dios por el  conocimiento de tu miseria, sin maravillarte de tu  caída, pues no nos ha de sorprender que la enfermedad  esté enferma, ni que la debilidad esté débil, ni que la miseria sea miserable. Detesta,  pues, con todas tus fuerzas, las ofensas que Dios ha  recibido de ti, y, con gran aliento y confianza en su  misericordia, emprende de nuevo el camino de la virtud, del  que te habías alejado.

 

  

CAPÍTULO  X : QUE ES  MENESTER TRATAR LOS NEGOCIOS CON CUIDADO, PERO SIN  AFÁN NI INQUIETUD

        El  cuidado y la diligencia que hemos de poner en nuestros  asuntos son cosas muy diferentes de la preocupación,  de la inquietud y del afán. Los ángeles tienen  cuidado de nuestra salvación y nos la procuran con  diligencia, mas no por ello sienten inquietud, desasosiego,  ni ansia; porque el cuidado y la diligencia son propios de  su caridad, pero la inquietud, el desasosiego y el  afán serían del todo contrarios a su  felicidad, pues el cuidado y la tranquilidad, y la paz del  espíritu, pero no el afán, ni la inquietud, ni  mucho menos la obsesión. Seas, pues, Filotea,  cuidadosa y diligente en todos los asuntos que tuvieres a tu cargo, porque Dios te los ha confiado y quiere que los  trates cual conviene; pero, si te es posible, no andes  solícita ni ansiosa, es decir, no los emprendas con  inquietud, angustia y afán. No te apresures en tu  cometido, porque toda precipitación turba la razón y el juicio, y nos impide también hacer  las cosas por las cuales nos afanamos.

         Cuando  Nuestro Señor reprende a Santa Marta, le dice:  «Marta, Marta, andas muy solícita y te turbas  por muchas cosas». ¿Ves? Si hubiese sido  simplemente cuidadosa, no se hubiera perturbado; pero, como  que andaba preocupada e inquieta, se precipita y se turba,  por lo que Nuestro Señor la reprende. Los ríos  que se deslizan suavemente por la llanura, conducen grandes  navíos y ricas mercancías, y las lluvias que  caen suavemente en los campos, los fecundan y los llenan de  hierbas y de mieses; pero los torrentes y los ríos  que corren tumultuosamente por la tierra, arruinan sus  cercanías y son inútiles para el tráfico, de la misma manera que las lluvias violentas  y tempestuosas llevan la desolación a los campos y a  las praderas. Jamás trabajo alguno, hecho con  impetuosidad y con prisas, ha llegado a feliz  término; es menester apresurarse lentamente, como lo  dice el viejo adagio: «El que corre, afirmaba  Salomón, está en peligro de chocar y  tropezar». Siempre obramos de prisa, cuando obramos  bien. Los moscardones meten mucho ruido y andan más  afanosos que las abejas, pero sólo fabrican cera y no miel. Así los que se afanan con un afán  torturador y con una inquietud ruidosa, nunca hacen mucho  bien.

            Las  moscas no nos molestan por su fuerza sino por su multitud.  De la misma manera los grandes quehaceres no turban tanto como los pequeños, cuando éstos son muy  numerosos. Recibe con paz todo el trabajo que venga sobre  ti, y procura atender a él ordenadamente, haciendo  unas cosas después de las otras; pero si quieres  hacerlas todas a un tiempo y con desorden, tendrás  que hacer esfuerzos que fatigarán y agotarán  tu espíritu, y, por lo regular, quedarás  deshecha por la angustia, y sin ningún provecho.

        Y,  en todos tus negocios, estriba únicamente en la  providencia de Dios, pues sólo por ella  tendrán éxito tus designios; trabaja, empero,  por tu parte, suavemente, para cooperar con la Providencia,  y después, cree que, si confías en Dios, el resultado que obtengas siempre será el más  provechoso para ti, ya te parezca bueno, ya malo,  según tu particular juicio.

        Haz  como los niños, que dan una de sus manos a su padre,  y, con la otra, cogen fresas o moras junto a los cercados;  asimismo, mientras vas reuniendo y manejando los bienes de  este mundo con una de tus manos, coge siempre, con la otra,  la mano del Padre celestial, y vuélvete de vez en  cuando hacia Él, para ver si está contento de  tu trabajo o de tus ocupaciones, y, sobre todo,  guárdate de soltarle la mano y de sustraerte a su  protección, pensando que cogerás y  allegarás más, porque, si Él te abandonase, no darías un paso sin caer de bruces en  tierra. Quiero decir, Filotea, que cuando estés en  medio de las ocupaciones naturales y quehaceres comunes, que  no exigen una atención demasiado fuerte ni  absorbente, pienses más en Dios que en el trabajo, y,  cuando éste sea de tanta importancia que exija toda  tu atención para ser bien hecho, fija, de vez en  cuando, la vista en Dios, como lo hacen los que navegan por  el mar, los cuales, para ir al lugar que desean, miran  más al cielo que abajo por donde andan remando.  Así Dios trabajará contigo, en ti y por ti, y  tu trabajo irá acompañado de consuelo.

  

 

CAPÍTULO  XI : DE LA  OBEDIENCIA

        Sólo  la caridad nos eleva hasta la perfección, pero la  obediencia, la castidad y la pobreza son los tres grandes  medios para alcanzarla. La obediencia consagra nuestro  corazón, la castidad nuestro cuerpo y la pobreza  nuestros bienes, al amor y al servicio de Dios; son las tres  ramas de la cruz espiritual, pero las tres fundadas en la  cuarta, que es la humildad. Nada diré de estas tres  virtudes consideradas como objeto del voto solemne, porque  esto sólo corresponde a los religiosos, ni tampoco en  cuanto son materia del voto simple, porque, aunque el voto  confiere muchas gracias y gran mérito a todas las  virtudes, no obstante, para que nos hagan perfectos, no se  requiere el voto, con tal que se practiquen. Porque, si bien  haciendo voto de estas virtudes, sobre todo, si el voto es  solemne, llevan al hombre al estado de perfección,  con todo, para conducirlo a ésta, basta que sean  observadas, pues existe mucha diferencia entre el estado de  perfección y la perfección, ya que todos los religiosos y todos los obispos se hallan en este estado, y,  no obstante, no todos son perfectos, como harto lo muestra  la experiencia. Esforcémonos, pues, Filotea, en  practicar estas tres virtudes, cada uno según su  vocación, porque, aunque no puedan constituirnos en  estado de perfección, nos darán, sin embargo,  la perfección misma; todos estamos obligados a la práctica de estas tres virtudes, aunque no todos  debamos practicarlas de la misma manera..

        Hay  dos clases de obediencia: una obligatoria, y otra  voluntaria. En cuanto a la obligatoria, es necesario que  obedezcas humildemente a tus superiores  eclesiásticos, como al Papa, a los obispos, al  párroco y a todos los que de ellos tienen autoridad  delegada; has de obedecer también a tus superiores  políticos, es decir: a tu príncipe o gobierno  y a los magistrados que hayan designado para tu  región; finalmente, has de obedecer a tus superiores  domésticos, es decir: a tu padre, a tu madre, a tu  maestro, a tu maestra. Ahora bien, esta obediencia se llama  necesaria, porque nadie puede eximirse del deber de obedecer  a dichos superiores, investidos por Dios de autoridad, para  mandar y gobernar a cada uno, según el cargo que  tienen sobre nosotros. Cumple, pues, sus mandatos, porque  esto es necesariamente obligatorio, y, para ser perfecta,  sigue también sus consejos y aun sus deseos e  inclinaciones, mientras la caridad y la prudencia te lo  permitan. Obedece, cuando te mandan alguna cosa agradable,  como comer, tener recreación, porque, aunque te  parezca que no hay gran virtud en estos casos, sin embargo,  sería vicioso desobedecer; obedece en las cosas  indiferentes, como en llevar éste o aquél  vestido, ir a éste o aquél camino, en cantar o  callar, y ésta será ya una obediencia muy  recomendable; obedece en cosas difíciles,  ásperas y duras, y esto será una obediencia  perfecta. Finalmente, obedece con dulzura, sin  réplica, pronto y sin dilación, con  alegría y sin malhumor; y, sobre todo, obedece  amorosamente, por amor a Aquel que, por nuestro amor,  «se hizo obediente hasta la muerte y muerte de  cruz», y el cual, como dice San Bernardo,  prefirió perder la vida que la obediencia.

        Para  aprender a obedecer con facilidad a tus superiores,  condesciende de buen grado con tus iguales, cediendo a su  parecer en lo que no sea malo, sin ser disputadora ni terca;  acomódate suavemente a los deseos de tus inferiores,  tanto cuanto la razón te lo permita, sin ejercer  sobre ellos tu autoridad de una manera imperiosa, siempre  que sean buenos.

        Es  una equivocación creer que si una persona fuese  religiosa obedecería fácilmente, cuando es  difícil y rebelde en prestar obediencia a los que  Dios ha puesto sobre nosotros.

        Llamamos  obediencia voluntaria a aquella a la cual nos obligamos por  nuestra propia elección y que por nadie nos ha sido impuesta. Nadie escoge voluntariamente a su príncipe  o a su obispo, a su padre o a su madre, y, con frecuencia,  tampoco al esposo, pero es de libre elección el  confesor, el director. Pues bien, tanto si, al escogerlo, se  hace voto de obedecerle (como se cuenta de Santa Teresa, la  cual, además del voto solemne de obediencia debido al  superior de su orden, se obligó, con voto simple, a  obedecer al padre Gracián, como si se le obedece sin  voto, siempre esta obediencia se llama voluntaria, por razón de su fundamento, que depende de nuestra  voluntad y elección.

        Es  menester obedecer a todos los superiores, pero a cada uno en  aquello de lo cual tiene cargo sobre nosotros; de la misma manera que, en lo que concierne a la policía y a las  cosas públicas, hay que obedecer a los  príncipes; a los prelados, en todo lo que se refiere  a la disciplina eclesiástica; en las cosas  domésticas, al padre, a la madre, al marido; en el  gobierno particular del alma, al director y al confesor  particular.

    Haz  que tu padre espiritual te ordene los actos de piedad que  has de practicar, porque así saldrán mejorados  y será doble su gracia y su bondad: una, por  razón de si mismos, por ser actos piadosos; otra, por  razón de la obediencia, que los habrá dispuesto, y por la cual habrán sido hechos.  Bienaventurados los obedientes, porque jamás  permitirá Dios que se extravíen.

 

  

CAPÍTULO  XII : DE LA  NECESIDAD DE LA CASTIDAD

        La  castidad es el lirio de las virtudes; ella hace a los  hombres iguales a los ángeles; nada es bello sino por  la pureza, y la pureza de los hombres es la castidad. La  castidad se llama honestidad, y su profesión, honra;  también se llama integridad, y su contrario,  corrupción; resumiendo, ella tiene la gloria  particular de ser la bella y blanca virtud del alma y del  cuerpo.

  Nunca  es lícito permitirse cualquier placer impúdico  de nuestro cuerpo, sea cual fuere.

  El  corazón casto es como la madreperla, que no puede  recibir ninguna gota de agua que no baje del cielo.

        Por  el primer grado de esta virtud, guárdate, Filotea, de  admitir ninguna clase de delectación, que esté  prohibida y vedada. Por el segundo grado, huye, cuanto te  sea posible, de las delectaciones inútiles y  superfluas, aunque sean lícitas y estén permitidas. Por el tercero, no pongas afecto en los placeres  y deleites.

        Las  vírgenes necesitan una castidad en extremo simple y  delicada, para alejar de su corazón toda suerte de  pensamientos curiosos y para despreciar, con desdén  absoluto, toda clase de placeres inmundos, los cuales,  ciertamente, no merecen ser deseados por los hombres, puesto  que los jumentos y los cerdos son más capaces de  ellos. Guárdense, pues, mucho, las almas puras, de  poner jamás en duda que la castidad es  incomparablemente mejor que todo cuanto le es incompatible,  porque, como dice San Jerónimo, el enemigo, empuja  con violencia a las vírgenes al deseo de probar las  delectaciones, representándoselas como infinitamente  más agradables y sabrosas de lo que son, cosa que,  con frecuencia, las perturba en gran manera, porque, como  añade este Santo Padre, creen que es más  delicioso lo que desconocen. Porque, así como la  mariposa al ver la llama, anda revoloteando curiosamente en  torno de ella, para ver si es tan deliciosa como hermosa, y  empujada por esta ilusión, no cesa, hasta que perece  en la primera prueba, de' mismo modo, los jóvenes, de  tal manera se dejan cautivar por la falsa y necia  afición al placer de las llamas voluptuosas, que,  después de muchos pensamientos curiosos, acaban por  perderse y arruinarse en ellas, y, en esto, son más  necios que las mariposas, puesto que éstas tienen  algún motivo para creer que el fuego es delicioso,  porque es tan bello, mientras que ellos, sabiendo que lo que  buscan es extremadamente deshonesto, no por ello dejan de  tener en más estima la loca y brutal  delectación.

        Ves,  pues, que la castidad es necesaria. «Procurad la paz  con todos, dice el Apóstol, y la santidad, sin la  cual nadie verá a Dios». Ahora bien, por la  santidad entiende la castidad, como dice San Jerónimo  y hace notar San Crisóstomo. No, Filotea, «nadie  verá a Dios sin la castidad, nadie habitará en  su santo tabernáculo, si, no es limpio de  corazón»; y, como dice el mismo Salvador,  «los perros y los impúdicos serán  ahuyentados», y « bienaventurados los limpios de  corazón, porque ellos verán a Dios».

 

  

CAPÍTULO  XIII : AVISOS PARA  CONSERVAR LA CASTIDAD

        Seas  extremadamente pronta en alejarte de todos los senderos y de  todos los incentivos de la impureza, porque este mal obra  insensiblemente, Y, de comienzos muy insignificantes, va a  parar a grandes catástrofes; siempre es más  fácil huir que curarse.

        Los  cuerpos humanos son corno los vasos de cristal, que no se  pueden llevar de manera que f roten los unos con los otros,  sin peligro de que se rompan, y como la fruta, que, por  entera y sazonada que esté, se avería, si toca  la una con la otra. La misma agua, por fresca que sea dentro  de un vaso, no puede conservar la frescura durante mucho  tiempo, si es tocada por algún animal de la tierra.  No permitas jamás, Filotea, que nadie te toque, ni  para bromear ni para acariciarte, porque, aunque, por casualidad, se pudiera conservar la castidad en medio de  estas acciones, antes ligeras que maliciosas, no obstante,  la frescura y la flor de la castidad reciben de ellas  detrimento y pérdida; pero dejarse tocar  deshonestamente es la ruina completa de la castidad.

        La  castidad brota del corazón como de un manantial, pero  se refiere al cuerpo como a su materia; por esto se pierde  por todos los sentidos del cuerpo y por los pensamientos y  deseos del corazón. Es impúdico mirar,  oír, hablar, oler, tocar cosas deshonestas, cuando el  corazón se entretiene y se complace en ellas. San  Pablo dice sin ambajes: «La fornicación ni  siquiera se nombre entre nosotros». Las abejas no  solamente no quieren tocar las cosas podridas, sino que  huyen y aborrecen en extremo toda suerte de malos olores que  de ellas emanan. La sagrada Esposa, en el Cantar de los  Cantares, tiene las manos que destilan mirra, licor que  preserva de la corrupción; sus labios están  protegidos por una cinta carmesí, símbolo del  pudor en las palabras; sus ojos son de paloma, a causa de su  nitidez; sus orejas llevan pendientes de oro, señal  de pureza; su nariz está siempre entre los cedros del  Líbano, madera incorruptible. Tal ha de ser el alma  devota: casta, pura, honesta de manos, de labios, de  oídos, de ojos y de todo su cuerpo.

        A  este propósito, te repito las palabras que el antiguo  padre Juan Casiano refiere como salidas de labios del gran  San Basilio, el cual, hablando de sí mismo, dijo un  día: «Yo no sé lo que son las mujeres y,  no obstante, no soy virgen». Ciertamente, la castidad  puede perderse de tantas maneras cuantas son las clases de  lascivias y de impurezas, las cuales, según sean  grandes o pequeñas, unas debilitan, otras hieren y  otras dan muerte al instante. Hay ciertas familiaridades y pasiones indiscretas, frívolas y sensuales, las  cuales, propiamente hablando, no violan la castidad y, no  obstante, la debilitan, la enflaquecen y empañan su  hermosa blancura. Hay otras libertades y pasiones, no  sólo indiscretas, sino viciosas; no sólo frívolas, sino deshonestas; no sólo sensuales,  sino carnales, y de éstas, la castidad sale, a lo  menos, malparada y comprometida. Digo «a lo  menos», porque muere y sucumbe del todo, cuando las  ligerezas y la lascivia producen en la carne el último efecto del placer voluptuoso, pues entonces la  castidad sucumbe más indigna, vi¡ y  desgraciadamente que cuando perece por la  fornicación, el adulterio o el incesto, porque estas  últimas especies de vileza son tan sólo  pecado, mientras que las demás, como dice Tertuliano  en su libro De pudicitia, son monstruos de iniquidad y de  pecado. Ahora bien, Casiano no cree, ni yo tampoco, que San  Basilio se refiera a un tal desorden, cuando se acusa de no  ser virgen, porque, sin duda, se refiere tan sólo a  los malos y voluptuosos pensamientos, los cuales, aunque no  hubiesen maculado su cuerpo, podían, no obstante,  haber contaminado el corazón, de cuya castidad las  almas santas son en extremo celosas,

        No  trates, en manera alguna, con personas impúdicas,  sobre todo si, además, son desvergonzadas, como  suelen serlo casi siempre; porque así como los machos  cabríos, al lamer los almendros dulces, los  convierten en amargos, así también estas almas  malolientes y estos corazones infectos no hablan con persona  alguna, del mismo o de diferente sexo, a cuyo pudor no causen algún detrimento: tienen el veneno en los ojos  y en el aliento, como el basilisco. Al contrario, trata con  personas castas y virtuosas; piensa y lee con frecuencia las  cosas sagradas, porque «la palabra de Dios es  casta» y hace castos a los que se dan a ella, por lo  que David la compara con el topacio, piedra preciosa que  tiene la propiedad de adormecer el ardor de la  concupiscencia.

        Procura  estar siempre cerca de Jesucristo crucificado,  espiritualmente por la meditación, y realmente por la  sagrada Comunión, porque, así como los que  duermen sobre la hierba llamada agnus-castus, se hacen  castos y honestos, de la misma manera, si tu corazón  descansa sobre Nuestro Señor, que es el verdadero  Cordero casto e inmaculado, verás presto tu alma y tu  corazón purificado de toda mancha y lubricidad.

 

  

CAPÍTULO  XIV : DE LA  POBREZA DE ESPÍRITU PRACTICADA EN MEDIO DE LAS  RIQUEZAS

         «  Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de  ellos es el reino de los cielos» ; luego, desgraciados  los ricos de espíritu, porque de ellos es la  desgracia del infierno. Es rico de espíritu aquel que  tiene las riquezas en su espíritu o su  espíritu en las riquezas; aquel es pobre de  espíritu, que no tiene las riquezas en su  espíritu ni su espíritu en las riquezas. Los  halcones construyen sus nidos en forma de pelota y  sólo dejan en ellos una abertura en la parte  superior; los dejan en la orilla, junto al mar, y los hacen  tan fuertes e impenetrables, que, aunque se los lleven las  olas, nunca puede entrar en ellos el agua, sino que siempre  flotan, y permanecen en medio del mar, sobre el mar y como  señores del mar. Tu corazón, querida Filotea,  ha de ser como estos nidos, abierto solamente al cielo e  impenetrable a las riquezas y a las cosas perecederas; si  posees alguna de estas cosas, guarda tu corazón libre  de todo afecto a ellas; haz que siempre se mantenga por  encima de todo y que, en medio de las riquezas, permanezca  sin riquezas y sea señor de las riquezas. No, no  pongas este espíritu celestial en las riquezas de la  tierra; haz que se conserve siempre superior, sobre ellas y  no debajo de ellas.

        Hay  mucha diferencia entre poseer venenos y ser envenenados.  Así todos los farmacéuticos tienen venenos,  para servirse de ellos en diversas ocasiones, pero no, por  ello, están envenenados, porque no tienen el veneno  en su cuerpo, sino en sus tiendas. De la propia manera  puedes tú tener riquezas sin ser emponzoñada  por ellas; así ocurrirá si las tienes en tu  bolsillo o en tu casa, pero no en tu corazón. Ser  rico de hecho y, a la vez, pobre de espíritu, he  aquí la gran felicidad del cristiano, porque, de esta  manera, goza de las ventajas de la riqueza en este mundo y  del mérito de la pobreza en el otro.

        ¡Ali  Filotea! Jamás confesará nadie que es avaro;  todos quieren ser tenidos por libres de esta bajeza y vileza  del corazón. Unos dan por excusa la pesada carga de  los hijos; otros dicen que la prudencia exige allegar  recursos; nunca hay bastante, y siempre se descubren  necesidades para tener más; aun los más avaros  no sólo no confiesan que lo son, pero ni siquiera lo creen en su conciencia; porque la avaricia es una fiebre  prodigiosa, que se vuelve más insensible cuanto es  más violenta y ardorosa. Moisés vió,  que el fuego sagrado quemaba una zarza y no la  consumía; el fuego profano de la avaricia quema y devora al avariento, pero no le consume; al contrario, el  avaro, en medio de los ardores y calores más  excesivos, se gloria de sentir el fresco más  agradable del mundo y cree que su sed insaciable es una sed  enteramente natural y ligera.

        Si  durante mucho tiempo, apeteces, con ardor e inquietud, los  bienes que no posees, aunque andes diciendo que no los  quieres poseer injustamente, no por ello dejas de ser avaro  de verdad. El que ardorosamente, durante mucho tiempo y con  inquietud, desea beber, aunque sólo quiera beber  agua, da pruebas de que tiene calentura.

        ¡  Filotea ! No sé si es un deseo justo el desear poseer  justamente lo que otros justamente poseen; pues parece que,  con este deseo, lo que quisiéramos sería  acomodarnos mediante la incomodidad del prójimo.  Cuando alguno posee un bien justamente, ¿no es  más justo que él lo guarde justamente, que  desear nosotros poseerlo aunque sea con justicia? ¿Por  qué, pues, hacemos recaer nuestros deseos sobre el  bien de los demás, para privarles de él?  Ciertamente, aunque fuese justo este deseo, no sería caritativo, porque nosotros no quisiéramos que nadie  desease, aunque fuese justamente, lo que justamente queremos conservar. Tal fue el pecado de Acab, el cual quiso poseer,  sin injusticia, la viña de Nabot, quien, más  justamente todavía, deseaba conservarla; la  deseó con ardor, durante mucho tiempo, y con  afán, con lo cual ofendió a Dios.

        Antes  de desear los bienes del prójimo, amada Filotea,  aguarda que comience a querer desprenderse de ellos, pues  entonces su deseo hará que el tuyo no sólo sea  justo, sino también conforme a la caridad. Y digo  esto, porque deseo que te preocupes de acrecentar tus bienes  y caudales, con tal que lo hagas, no sólo  según justicia, sino también con dulzura y  caridad.

        Si  sientes gran afecto a los bienes que posees, si te traen muy  atareada y pones en ellos el corazón, esclavizando a  ellos tu pensamiento y temiendo perderlos, con un miedo  intenso e impaciente, ello es debido a que padeces  todavía cierta fiebre; porque los calenturientos  suelen beber el agua que les dan con una avidez, con una  especie de atención y presteza, que no tienen los que  están sanos; no es posible complacerse mucho en una  cosa, sin ponerle mucho afecto. Si te acontece que, al perder alguno de tus bienes, sientes que tu corazón  queda muy desolado y afligido, créeme, Filotea, ello  es debido a que le tenías mucha afición,  porque no hay señal mayor del afecto a una cosa  perdida que la aflicción causada por su  pérdida.

        No  desees, pues, con un deseo completo y formal el bien que no  posees; no introduzcas muy adentro de tu corazón el  que ya tienes; no te aflijas por las pérdidas que  puedan sobrevenir, y entonces tendrás motivos para  creer que, siendo rica de hecho, no lo eres de afecto, sino  que eres pobre de espíritu, y, por lo tanto,  bienaventurada, porque «tuyo es el reino de los  cielos».

 

  

CAPÍTULO  XV : CÓMO  HA DE PRACTICAR LA POBREZA REAL EL QUE ES RICO DE  HECHO

         El  pintor Parrasio pintó al pueblo ateniense de una  manera muy ingeniosa, representándolo con un  carácter diverso y variable, colérico,  injusto, inconstante, cortés, clemente,  misericordioso, altivo, glorioso, humilde, valiente y  pusilánime y todo esto en un conjunto; pero yo, amada  Filotea, quisiera poner juntas en tu corazón la  riqueza y la pobreza, un gran cuidado y un gran desprecio de  las cosas temporales.

        Has  de tener mucho más interés del que tienen los  mundanos en hacer que tus bienes sean útiles y  fructuosos. Dime: los jardineros de los grandes  príncipes ¿no son mucho más  solícitos y diligentes en cultivar y embellecer los  jardines que tienen bajo su cuidado, que si fuesen de su  propiedad? ¿Por qué esto? Sin duda, porque  consideran aquellos jardines como jardines de  príncipes y de reyes, a los cuales desean hacerse  gratos por estos servicios. Ahora bien, Filotea, los bienes  que tenemos no son nuestros: Dios nos los ha dado y quiere  que los hagamos útiles y fructuosos, por lo que le  prestamos un servicio agradable cuando tenemos este cuidado.

        Pero  conviene que sea un cuidado más grande y más  sólido que el que tienen los mundanos de sus bienes,  porque éstos sólo trabajan por amor de  sí mismos, y nosotros hemos de trabajar por amor de  Dios; ahora bien, así como el amor de sí mismo  es un amor violento, turbulento e inquieto, así  también el cuidado que produce está lleno de  turbación, de tristeza y de inquietud; y, así  como el amor de Dios es dulce, apacible y tranquilo,  así la solicitud que de él se deriva, aunque  se trate de los bienes de la tierra, es amable, dulce y  graciosa. Tengamos, pues, este cuidado amable de la  conservación, y aun del aumento, de nuestros bienes  temporales, cuando se ofrezca ocasión justa para ello  y en cuanto lo exija nuestra condición, ya que Dios  quiere que así lo hagamos por su amor.

        Pero  procura que el amor propio no te engañe, porque, a  veces, de tal manera remeda el amor de Dios, que se corre el  riesgo de creer que ambos son una misma cosa. Ahora bien,  para impedir que te engañe y que este cuidado de los  bienes temporales degenere en avaricia, además de lo  que te he dicho en el capítulo precedente, es  menester practicar con mucha frecuencia la pobreza real y  efectiva, en medio de todos los bienes y riquezas que Dios  nos haya dado.

        Despréndete  siempre de alguna parte de tus haberes, dándolos de  corazón a los pobres; porque dar de lo que se posee  es empobrecerse algún tanto, y, cuanto más  des, más pobre serás. Es cierto que Dios te lo  devolverá, no sólo en el otro mundo, sino  también en éste, porque nada ayuda tanto a  prosperar como la limosna; siempre serás pobre de  ello. ¡ Oh! ¡Santa y rica pobreza la que nace de  la limosna!

        Ama  a los pobres y a la pobreza, porque, mediante este amor,  llegarás a ser verdaderamente pobre, porque, como  dice la Escritura, nosotros nos volvemos como las cosas que  amamos. El amor hace iguales a los amantes.  ¿Quién es débil -dice San Pablo-, que yo  no lo sea con él?» Y hubiera podido decir:  «¿Quién es pobre, que yo no lo sea con  él?» porque el amor le hacía ser como  aquellos a quienes amaba. Si, pues, amas a los pobres,  serás verdaderamente amante de su pobreza, y pobre  como ellos. Ahora bien, si amas a los pobres, has de andar  con frecuencia entre ellos; complácete en hablarles;  no te desdeñes de que se acerquen a ti en las  iglesias, en las calles y en todas partes. Seas con ellos  pobre de palabra, hablándoles como una amiga, pero  seas rica de manos, dándoles de tus bienes, ya que  eres poseedora de riquezas.

        ¿Quieres  hacer más, Filotea? No te contentes con ser pobre con  los pobres, sino procura ser más pobre que los  pobres, ¿De qué manera? «El siervo es menos  que su señor». Hazte, pues, sierva de los  pobres. Sírveles en el lecho cuando están  enfermos, con tus propias manos; seas su cocinera a costa  tuya; seas su costurera y su lavandera. ¡Oh,  Fílotea! este servicio es más glorioso que una  realeza.

        Nunca  he admirado lo bastante el fervor con que este consejo fue  practicado por San Luis, uno de los grandes reyes que ha habido en el mundo -gran rey, digo; rey de toda clase de  grandezas- Servía con frecuencia a los pobres, a  quienes sustentaba, y, casi todos los días,  hacía sentar tres a su mesa; con frecuencia  comía de sus sobras, con un amor sin igual. Cuando  visitaba los hospitales (cosa que hacía muy a  menudo), solía servir a los que padecían los  males más horribles, como a los leprosos, a los  cancerosos y a otros semejantes, y les servía con la  cabeza descubierta y de rodillas, respetando, en su persona,  al Salvador del mundo, y amándolos con un afecto tan  tierno como el de una dulce madre para con su hijo. Santa Isabel, hija del rey de Hungría, estaba  ordinariamente entre los pobres ' y, a veces, se  complacía en aparecer en medio de sus damas vestida  como una mujer pobre, y les decía: «Si fuese  pobre, vestiría así». ¡Ah, amada  Fílotea! ¡Qué pobres eran este  príncipe y esta princesa, en medio de sus riquezas, y  que ricos en su pobreza!

         «Bienaventurados  los que son pobres de esta manera, porque de ellos es el  reino de los cielos». «Tenía hambre, y  vosotros me disteis de comer; tenía frío, y  vosotros me cubristeis; tomad posesión del reino que  os ha sido preparado desde la creación del  mundo», dirá el Rey de los pobres y Rey de los  reyes en su gran juicio.

        Nadie  hay que, alguna vez, no tenga alguna privación o  alguna falta de comodidades. A veces acontece que llega un  huésped, al que quisiéramos y  deberíamos agasajar, y no hay manera de hacerlo en  aquel momento; que tenemos los buenos trajes en otra parte,  y nos hacen falta para acudir a donde hay que ir por  compromiso; que todos los vinos de la bodega se han echado a  perder y están agrios: los únicos que tenemos  son malos y recientes; que estamos en el campo, en una mala  choza, sin cama ni habitación, ni mesa, ni servicio.  Finalmente, por rica que sea una persona, es muy  fácil que, con frecuencia, le falte alguna cosa  necesaria; ésta es, pues, la manera de ser pobre en  las cosas que nos faltan. Filotea, alégrate de estas  ocasiones, acéptalas de buen grado y súfrelas  gozosamente.

        Cuando  te sobrevengan contratiempos, que te empobrezcan poco a  poco, como tempestades, fuego, inundaciones, esterilidades,  hurtos, pleitos, ¡ah!, entonces tienes buena coyuntura  para practicar la pobreza, recibiendo con dulzura estas disminuciones de intereses y adaptándote con  paciencia y constancia a este empobrecimiento. Esaú  se presentó a su padre con las manos cubiertas de  pelo, y Jacob hizo lo mismo; mas, como quiera que el pelo  que estaba en las manos de Jacob no era de su propia piel,  sino de los guantes, se le podía arrancar, sin  incomodarle ni martirizarle; por el contrario, como la piel de las manos de Esaú era naturalmente peluda, si le  hubiesen querido arrancar el pelo, le hubieran causado  dolor; él hubiera gritado y se hubiera enardecido  para defenderse. Cuando tenemos nuestros bienes en el  corazón, si el mal tiempo, o los ladrones, o  algún tramposo nos arrebata una parte de ellos,  ¡qué quejas, qué turbaciones, qué  impaciencias no sentimos! Pero, cuando nuestros bienes no  nos preocupan más de lo que Dios quiere, y no los  tenemos en el corazón, si acontece que nos los arrancan ' no perdemos, por ello el juicio ni la  tranquilidad. Es la misma diferencia que existe entre las  bestias y el hombre en cuanto al vestir: el ropaje de las  bestias está adherido a la carne; el de los hombres  es tan sólo postizo, y pueden quitárselo o  ponérselo, según les plazca.

 

  

CAPÍTULO  XVI : MANERA DE  PRACTICAR LA POBREZA DE ESPÍRITU EN MEDIO DE LA  POBREZA REAL

         Pero,  si eres realmente pobre, queridísima Filotea, por  Dios, procura serlo también de espíritu; haz  de la necesidad virtud, y emplea esta piedra preciosa de la  pobreza en lo que ella vale: su brillo no es conocido en  este mundo, a pesar de que es extremadamente hermoso y rico.

        Ten  paciencia, pues andas en buena compañía:  Nuestro Señor, Nuestra Señora, los  Apóstoles y otros muchos santos y santas que fueron  pobres, y aun 'pudiendo ser ricos, menospreciaron el serlo.  ¡Cuántos grandes del mundo, viniendo las mayores contradicciones, han ido, con diligencia no igualada, a  buscar la santa pobreza en los claustros y en los  hospitales! Mucho se han afanado para encontrarla, como lo  atestiguan San Alejo, Santa Paula, San Paulino, Santa  Ángela y tantos otros. Mas, he aquí Filotea,  que la pobreza, más amable contigo, se presenta en tu  casa; la has encontrado sin buscarla y sin trabajo; abrázala, pues, como a una amiga muy querida de  Jesucristo, que nació, vivió y murió en  la pobreza, la cual fue su alimento durante toda su vida.

        Tu  pobreza, Filotea, tiene dos grandes ventajas, merced  á las cuales pueden acrecentarse en gran manera tus  méritos. La primera es que no te ha sobrevenido por  propia elección, sino por la sola voluntad de Dios,  que te ha hecho pobre, sin cooperación alguna por  parte de tu voluntad. Ahora bien, lo que recibimos puramente  de la voluntad de Dios siempre le es más agradable,  con tal que lo aceptemos de corazón y por amor a su  voluntad divina: donde hay menos de nuestra parte, hay  más de parte de Dios. La simple y pura  aceptación de la voluntad de Dios, purifica  extraordinariamente el sufrimiento.

         La  segunda ventaja de esta pobreza es el ser una pobreza  verdaderamente pobre. Una pobreza alabada, halagada,  socorrida y ayudada, participa de la riqueza; a lo menos no  es enteramente pobre; pero una pobreza despreciada,  rechazada, vilipendiada y abandonada, es pobre de verdad.  Ahora bien, tal suele ser ordinariamente la pobreza de los  seglares, porque, puesto que no son pobres por propia  elección, sino por necesidad, no se hace gran caso de  ella; y, porque se hace poco caso, su pobreza es más  pobre que la de los religiosos, aunque ésta tenga,  bajo otro concepto, una muy grande excelencia y sea mucho  más recomendable, por razón del voto y de la  intención por la cual ha sido escogida.

        No  te quejes, pues, amada Filotea, de tu pobreza, porque  sólo nos quejamos de lo que nos desagrada, y si te  desagrada la pobreza, no eres pobre de espíritu, sino  rica de afecto.

        No  te desconsueles si no te ves socorrida cual  convendría, pues precisamente en esto consiste la  excelencia de la pobreza. Querer ser pobre sin ninguna  incomodidad, supone una ambición muy grande, porque  esto es querer el honor de la pobreza y la comodidad de las  riquezas.

        No  te avergüences de ser pobre ni de pedir limosna por  caridad; recibe la que te den, con humildad, y acepta, con  dulzura, las repulsas. Acuérdate con frecuencia del  viaje de la Santísima Virgen a Egipto, llevando  allí a su querido Hijo y de los muchos desprecios,  pobreza y miseria que hubo de soportar. Si vives como ella,  serás muy rica en medio de tu pobreza.

 

  

CAPÍTULO  XVII : DE LA  AMISTAD Y, EN PRIMER LUGAR, DE LA QUE ES MALA Y  FRÍVOLA

        El  amor ocupa el primer lugar entre las pasiones del alma; es  el rey de todos los movimientos del corazón;  transforma en sí mismo todas las demás cosas y  nos hace tales cuales son los objetos amados. Ten, pues,  gran cuidado, Filotea, en que tu amor no sea malo, porque,  enseguida, serías tú mala con-lo él.  Ahora bien, la amistad es el más peligroso de todos  los amores, porque los demás pueden darse sin  comunicación alguna; pero en cuanto a la amistad, por  estribar esencialmente en aquélla, es imposible  tenerla con una persona sin participar de sus cualidades.

        No  todo amor es amistad, porque puede el hombre amar sin ser  amado, y, entonces, hay amor, pero no amistad, ya que la amistad es un amor mutuo, y sin amor mutuo no puede existir;  además, no basta que sea mutuo, sino que es menester  que las partes que se aman conozcan su recíproco  afecto, porque, si. lo ignoran, habrá amor, mas no  amistad; en tercer lugar, es también necesario que  exista alguna clase de comunicación que sea el  fundamento de la amistad.

        Según  sea la diversidad de trato, la amistad es también  diversa, y el trato es diverso, según sean los bienes  que los amigos se comunican mutuamente; si son bienes falsos  y vanos, la amistad es falsa y vana; si son bienes  verdaderos, la amistad es verdadera, y, cuanto más  excelentes sean los bienes, más excelente será  la amistad. Porque, así como la miel es más excelente cuando es chupada de las flores más  exquisitas, así el amor fundado en la más  exquisita comunicación es también el  más excelente; y así como la miel de Heraclea  del Ponto es venenosa y vuelve locos a los que la comen,  porque está sacada del acónito, que abunda en  aquella región, de la misma manera, la amistad  fundada en la comunicación de bienes falsos y viciosos, es del todo falsa y mala.

        La  comunicación de los placeres carnales es una mutua  inclinación y un cebo brutal, que no merece el nombre  de amistad entre los hombres, más de lo que merece  entre los jumentos y caballos.

        La  amistad fundada en la comunicación de los placeres  sensuales es grosera e indigna del nombre de amistad, como  lo es también la que se funda en virtudes  frívolas y vanas, porque estas virtudes dependen  también de los sentidos. Llamo placeres sensuales a  los que se refieren inmediata y principalmente a los  sentidos externos, como el placer de contemplar la belleza, de oír una dulce voz, de tocar, y otros semejantes.  Entiendo por virtudes frívolas ciertas habilidades y  cualidades vanas, que los espíritus débiles  llaman virtudes y perfecciones. Si oyes hablar a la mayor  parte de las doncellas, de las mujeres y de los jóvenes, advertirás que no se recatan de  decir: aquel joven es muy virtuoso, posee muchas  perfecciones porque baila bien, juega bien a toda clase de  juegos, viste bien, es galante, tiene hermosas facciones, y  los charlatanes tienen por más virtuosos a los que  son más chistosos. Ahora bien, como que todo esto  sólo mira a los sentidos, también las  amistades que de aquí nacen se llaman sensuales,  vanas y frívolas, y más merecen el nombre de  vanidad que el de amistad. Tales son ordinariamente las amistades de la gente moza, que se enamora de unos bigotes,  de unos cabellos, de unas miradas, de un vestido, del porte,  de la verbosidad: amistades propias de la edad de los  enamorados, cuya virtud está en ciernes y cuyo juicio  está en capullo. Por lo mismo, estas amistades no son  más que pasajeras, y se derriten, como la nieve al  sol.

 

  

CAPÍTULO  XVIII : LOS  AMORÍOS

        Cuando  estas amistades frívolas se entablan entre personas  de diferente sexo y sin mirar al matrimonio, se llaman  amoríos, porque, no siendo abortos, o mejor dicho,  fantasmas de la amistad, no pueden llevar el nombre de  amistad ni de amor, a causa de su incomparable vanidad e  imperfección. Por ellas, pues, los corazones de los  hombres y de las mujeres quedan aprisionados, esclavos y  encadenados los unos con los otros, con vanos y locos  afectos, fundados en estas frívolas comunicaciones y  placeres ruines de que acabamos de hablar. Y aunque estos  necios amores acaban, ordinariamente, por fundirse y  precipitarse en carnalidades y lascivias feas, no es,  empero, éste el primer intento de los que se  entretienen en ellos; de lo contrario ya poseerían  amoríos, sino manifiestas torpezas. En algunos casos,  podrán pasar aun muchos años, sin que, entre  los tocados de esta locura, ocurra alguna cosa, directamente  contraria a la castidad del cuerpo, porque se contentan  únicamente con desahogar su corazón con  deseos, anhelos, suspiros, galanterías y otras  necesidades y vanidades parecidas, y esto con diversas  pretensiones.

        Unos  no intentan otra cosa que satisfacer a su corazón,  dando y recibiendo amor, guiados en esto por su  inclinación amorosa, y éstos cuando escogen  sus amores, sólo tienen en cuenta si son o no de su  agrado y según sus instintos, de manera que, al encontrarse con una persona que les place, sin examinar el  interior y el comportamiento de la misma, dan comienzo a  este cambio de amoríos, y se enredan en la miserable  red de la cual a duras penas podrán salir. Otros  obran movidos por la vanidad, pues creen que es una cosa muy  gloriosa cautivar y ligar los corazones con el amor; y  éstos, como que andan en pos de la gloria, ponen sus  trampas y tienden sus redes en lugares de relumbrón,  distinguidos, raros e ilustres. A otros les guía la inclinación amorosa y, a la vez, la vanidad, pues,  aunque su corazón se inclina al amor, no se entregan  a éste si, al mismo tiempo, no pueden lograr alguna  ventaja gloriosa.

        Tales  amistades son todas malas, locas y vanas: malas, porque  conducen y acaban, al fin, en el pecado de la carne, y roban  el amor y, por consiguiente, el corazón, a Dios, a la  esposa y al marido, a los cuales se deben; locas, porque  carecen de fundamento y de motivo; vanas porque no producen  ningún provecho, ni honor ni contento. Al contrario,  malbaratan el tiempo, son un estorbo para el honor, y no dan  otro placer que el de un desazonado querer y esperar, sin  saber lo que se pretende ni lo que se quiere. Porque a estos  desdichados y débiles espíritus les parece que  siempre hay un no sé qué envidiable en las manifestaciones de amor que se les hacen, y no saben  precisar en qué consiste; y, así, su deseo  nunca se ve saciado, sino que siempre anda en desasosiego su  corazón, con perpetuas desconfianzas, celos e  inquietudes.

        San  Gregorio Nacianceno, escribiendo contra las mujeres vanas,  dice maravillas en esta materia. He aquí una muestra, dirigida a las mujeres, pero, aplicable también a los  hombres: «Tu natural belleza basta para tu marido;  pero, si es para varios hombres, como una red para una  bandada de pájaros, ¿qué ocurrirá?  Aquél te será agradable, a quien haya sido agradable tu belleza, y le devolverás mirada por  mirada; en seguida acudirán las sonrisas y las  palabritas de amor, encubiertas al principio, mas pronto te  familiarizarás con ellas, y pasarás a la  galantería manifiesta. Guárdate bien, lengua mía, de decir lo que ocurrirá después,  pero quiero añadir otra verdad: nada de cuanto los  jóvenes y las muchachas dicen o hacen, en medio de  estas necias complacencias, está exento de grandes  aguijones. En todo este fárrago de amoríos,  unos se embrollan con otros, y unos atraen a otros, como el  hierro atraído por un imán arrastra consigo,  consecutivamente, a otros hierros».

        ¡Oh!  ¡Y qué bien habla este gran obispo!  ¿Qué piensas hacer? Dar amor, ¿no es  verdad? Pero nadie da voluntariamente amor sin que, a la  vez, lo reciba; en este juego, el que coge es cogido. La  hierba aproxis recibe y toma el fuego en cuanto lo ve; lo mismo hacen nuestros corazones: en cuanto ven una alma  inflamada de amor, al instante son abrasados por ella. Yo  quiero recibir amor, dirá alguno, pero no quiero ir  tan lejos. ¡Ah!, te engañas: este fuego del amor  es mas vivo y penetrante de lo que te imaginas;  procurarás no recibir más que una chispa, y  quedarás maravillada al ver, en un momento, abrasado  tu corazón reducidas a ceniza todas tus resoluciones  y a humo tu buen nombre. Exclama el Sabio:  «¿quién tendrá compasión de  un fascinador mordido por una serpiente?» Y yo exclamo  con él: ¡Oh!, locos e insensatos,  ¿queréis fascinar el amor, para poderlo manejar  a vuestro sabor? Queréis jugar con él, y  él os picará y morderá traidoramente, y  ¿sabéis lo que dirán de ello? Todo el  mundo se burlará de vosotros y se reirá de  vuestra pretensión de querer encantar el amor y de  haber querido, con necia presunción, introducir en  vosotros una peligrosa serpiente que os ha echado a perder y  ha perdido vuestra alma y vuestro honor.

        ¡  Dios mío, qué ceguera es ésta, jugar  así al fiado, sobre prendas tan livianas, con el  principal tesoro de nuestra alma! Sí, Filotea, puesto  que Dios no quiere al hombre, sí no es por el alma;  ni el alma, si no es por la voluntad; ni la voluntad, si no  es por el amor. ¡ Ah, Señor! Nuestro amor no  llega, ni de mucho, al grado que requiere; quiero decir que  nos falta infinitamente para tener el que se necesita para  amar a Dios, y, no obstante, miserables de nosotros, lo  prodigamos y lo, malbaratamos en cosas vanas, vacías  y frívolas, como si nos sobrase. ¡Ah!, este gran  Dios, que se había reservado el amor de nuestras  almas, en reconocimiento de su creación,  conservación y redención, exigirá una  cuenta muy estrecha por estas locas sustracciones que de  él le hacemos; porque si, con tanto rigor, ha de  examinar las palabras ociosas, ¿qué no  hará con las amistades vanas, inconvenientes, locas y  perniciosas?

        El  nogal es muy dañoso a las viñas y a los campos  en los cuales está plantado, pues, siendo tan grande,  absorbe todo el jugo de la tierra, la cual se hace impotente  para alimentar a las otras plantas; su follaje es tan  tupido, que hace una sombra muy grande y muy espesa, bajo la  cual son atraídos los viandantes, quienes, para coger  el fruto, destrozan y pisotean cuanto hay alrededor. Estos  amoríos causan los mismos daños al alma, pues  la absorben de tal manera y atraen tan fuertemente sus movimientos, que no puede, después, llegar a hacer  ninguna obra buena: las hojas, es decir, las conversaciones,  los juegos, los requiebros son tan frecuentes, que  malbaratan todo el tiempo, y, finalmente, son causa de  tantas tentaciones, distracciones, sospechas y otras  consecuencias, que todo el corazón queda pisoteado y  deshecho. Resumiendo, estos amoríos ahuyentan, no sólo el amor celestial, sino también el temor  de Dios, enervan el espíritu, debilitan la  reputación: son, en una palabra, el juguete de las  cortes, pero la peste de los corazones.

 

  

CAPÍTULO  XIX : DE LA  VERDADERA AMISTAD

        ¡  Oh, Filotea!, ama a todo el mundo con amor de caridad, pero  no tengas amistad sino con aquellos que pueden comunicar contigo cosas virtuosas; y cuanto más exquisitas sean  las virtudes, más perfecta será la amistad. Si  la comunicación tiene por objeto las ciencias, tu  amistad es, ciertamente, muy loable; y lo es todavía  más, si la comunicación se refiere a las  virtudes de la prudencia, discreción, fortaleza y  justicia. Pero, si vuestra mutua y recíproca  comunicación es acerca de la caridad, de la  devoción, de la perfección cristiana, ¡oh  Dios mío!, qué preciosa será esta  amistad. Será excelente, porque vendrá de  Dios; excelente, porque tenderá a Dios; excelente,  porque durará eternamente en Dios. ¡Qué  bueno es amar en la tierra como se ama en el cielo y  aprender a amarse los unos a los otros, en este mundo, de la  misma manera que nos amaremos eternamente en el otro!

         No  hablo ahora del simple amor de caridad, porque esta virtud  hemos de tenerla con respecto a todos los hombres; sino que hablo de la amistad espiritual, por la que dos, o tres o  más almas se comunican su devoción, sus  afectos espirituales, y forman como un solo espíritu.  Con cuánta razón pueden cantar estas  bienaventuradas almas: « i Oh, cuán bueno y  agradable es el que los hermanos vivan unidos!»  Sí, porque el bálsamo delicioso de la  devoción destila de un corazón a otro por una continua participación, de suerte que se puede  afirmar que Dios hace mover-sobre esta amistad su  bendición y la vida por los siglos de los siglos.

        Me  parece que todas las demás amistades no son sino  sombras, en comparación de aquélla, y que sus  lazos no son más que cadenas de vidrio, en  comparación con este gran vínculo de la santa  devoción, todo él de oro.

        No  quieras trabar otra clase de amistades, se entiende de las  amistades buscadas por ti; porque claro está que no  se pueden dejar ni despreciar las amistades que la  naturaleza y los deberes preexistentes nos obligan a  cultivar: con los padres, los parientes, los bienhechores,  los vecinos y otros; hablo de las que tú misma  escoges.

        Quizás  muchos te dirán que no hay que tener ninguna clase de  particular afecto y amistad, porque esto ocupa el  corazón, distrae el espíritu y engendra  envidias; pero se equivocan en sus consejos. Por haber  leído en los escritos de muchos santos y en devotos  autores, que las amistades particulares y los afectos  extraordinarios son infinitamente perjudiciales a los religiosos, creen que lo mismo se ha de entender con  respecto a todo el mundo; pero, acerca de esto, hay mucho  que decir. Porque, considerando que, en un monasterio bien  ordenado, el fin común a todos es encaminarse a la  verdadera devoción, será fácil de  entender que no son necesarias estas particulares  comunicaciones, por temor de que, al buscar en particular lo  que es común, no se pase de las particularidades a  las parcialidades; pero, en lo que atañe a los que  viven entre los mundanos y abrazan la verdadera virtud,  necesitan unirse unos con otros con una santa y sagrada  amistad, ya que, merced a ésta, se alientan, ayudan y  estimulan mutuamente a obrar bien. Y, así como los  que andan por la llanura no necesitan darse la mano, pero  los que andan por caminos escabrosos y resbaladizos se cogen  los unos a los otros, para caminar con más seguridad;  de la misma manera, los que viven en las comunidades  religiosas no tienen necesidad de amistades particulares,  pero los que están en el mundo necesitan de ellas  para apoyarse y socorrerse los unos a los otros, en medio de  los parajes difíciles que han de atravesar. En el  mundo, no todos conspiran al mismo fin, ni todos tienen el  mismo espíritu; se impone, pues, la separación  y la amistad, según las aspiraciones de cada uno; y  esta separación crea, ciertamente, una parcialidad,  pero una parcialidad santa, que no produce otra  división que la del bien y el mal, la de los corderos  y los cabritos, la de las abejas y los moscardones,  separaciones de todo punto necesarias.,

        A la  verdad, no me atrevería a negar que Nuestro  Señor amó con más particular y  más dulce amistad a San Juan, a Lázaro, a Marta y a Magdalena, pues la Escritura da testimonio de  ello. Sabemos que San Pedro amó tiernamente a San  Marcos y a Santa Petronila; como San Pablo, a Timoteo y a  Santa Tecla. San Gregorio Nacianceno se gloria cien veces de  la amistad incomparable que profesó al gran San  Basilio, y la describe de esta manera: «Parecía  que en nosotros no había más que una sola alma  en dos cuerpos». Y, aunque no hemos de creer a los que  afirman que todas las cosas están en todas las cosas,  hemos de creer, empero, que nosotros éramos dos en  cada uno de nosotros, el uno en el otro; los dos  teníamos una sola aspiración: cultivar la  virtud y ajustar los designios de nuestra vida a las  esperanzas venideras, saliendo así de esta tierra  mortal antes de morir en ella. San Agustín atestigua  que San Ambrosio amaba a Santa Mónica  únicamente por las virtudes que veía en ella, y que ella, recíprocamente, le amaba como a un  ángel de Dios.

        Pero  me equivoco al entretenerte en una cosa tan clara. San  Jerónimo, San Agustín, San Gregorio, San  Bernardo y todos los más grandes siervos de Dios, han  tenido amistades muy particulares, sin menoscabo de su  perfección. San Pablo, al censurar los vicios de los  gentiles, les acusa de que son personas sin afecto; es  decir, que no tienen ninguna amistad. Y Santo Tomás, como todos los buenos filósofos, afirma que la  amistad es una virtud: y nótese que habla de la  amistad particular, pues, como él mismo dice, la  verdadera amistad no puede extenderse a muchas personas.  Luego la perfección no consiste en no tener amistades, sino en tenerlas únicamente buenas, santas  y sagradas.

 

  

CAPÍTULO  XX : DE LA  DIFERENCIA ENTRE LA AMISTAD VERDADERA Y LAS AMISTADES  FALSAS

        He  aquí, pues, la gran advertencia, Filotea. La miel de  Heraelea, que es tan venenosa, es parecida a la otra ' que  es tan saludable: es un gran peligro tomar la una por la  otra, o tomarlas mezcladas, porque la bondad de la una no  impide el daño de la otra. Es menester andar muy  alerta para no ser engañado por estas amistades,  tanto más cuando se entablan entre personas de  diferente sexo, sea cual fuere el pretexto, pues  Satanás engaña, con frecuencia, a los que  aman. Se comienza por el amor virtuoso, pero, si no se es  muy discreto, pronto se mezclará el amor  frívolo, después el amor sensual,  después el amor carnal. Si no se anda con mucho  cuidado, también hay peligro en el amor espiritual,  aunque en éste, es más difícil ser engañado, porque su pureza y blancura ponen  más de manifiesto las fealdades que Satanás  quiere mezclar; por esta causa, cuando lo intenta, lo hace  con más disimulo, y procura introducir las impurezas  casi insensiblemente.

        La  amistad mundana se distingue de la santa y virtuosa, como la  miel de Heraclea se distingue de la otra; la miel de  Heraclea es más dulce al paladar que la miel  ordinaria, a causa del acónito, que le da un exceso  de dulzura, y la amistad mundana suele producir una serie de  palabras almibaradas, una sarta de frases apasionadas y de  alabanzas inspiradas en la belleza, en la gracia y en las  dotes sensuales; en cambio, la amistad sagrada usa de un  lenguaje sencillo y franco, sólo alaba la virtud y la gracia de Dios, único fundamento sobre el cual  estriba. La miel de Heraclea, una vez engullida, produce  vértigos, y la falsa amistad provoca trastornos en el  espíritu, que hacen titubear a la persona en la  castidad y devoción, induciéndola a miradas afectadas, halagadoras e inmoderadas, a caricias sensuales,  a suspiros desordenados, a ligeras quejas de no sentirse  amada, a suaves, pero rebuscadas y cautivadoras  exterioridades, a la galantería, a los besos y a  otras familiaridades e intimidades indecorosas, presagios  ciertos e indudables de una próxima ruina de la  honestidad; al contrario, la amistad santa tiene los ojos  simples y castos, sus caricias son puras y francas,  sólo suspira por el cielo, sus intimidades son para  el espíritu, únicamente se queja cuando Dios  no es amado, señales infalibles de la honestidad. La  miel de Heraclea perturba la vista, y esta amistad mundana  perturba el juicio hasta el extremo de que los que  están tocados de ella creen que obran bien cuando obran mal, y tienen por razones sólidas sus excusas,  sus pretextos y sus palabras; temen la luz y aman las  tinieblas; pero la amistad santa tiene los ojos claros y no  se esconde, sino que gusta de aparecer ante las personas de  bien. Finalmente, la miel de Heraclea llena la boca de  amargura; de la misma manera, las falsas amistades se  convierten y acaban en palabras y en demandas carnales y  malolientes, y, si no son aceptadas, en injurias, calumnias,  imposturas, tristezas, confusiones y celos, que degeneran,  muchas veces, en embrutecimiento y locura; pero la amistad  casta siempre es honesta, cortés y amable por igual,  y nunca se muda, si no es en una más perfecta y pura  unión de espíritu, imagen de la amistad  bienaventurada que se vive en los cielos.

        Dice  San Gregorio Nacianceno que el pavo real, cuando chilla y  abre la rueda con las plumas extendidas, excita mucho la lubricidad de las parejas que le oyen. Cuando un hombre  comienza a pavonearse, a engalanarse, a halagar, a silbar y  a murmurar a los oídos de una mujer, sin miras al  santo matrimonio, ¡oh! indudablemente no pretende otra  cosa más que provocarla a alguna acción  impúdica; y la mujer, si es honrada, tapará  sus orejas, para no oír el grito de este pavo real ni  la voz del fascinador que quiere encantarla; porque, si le  escucha, ¡oh Dios mío, qué mal augurio de  la futura pérdida del corazón!

        El  joven que hace ademanes, gestos y caricias, o bien dice  palabras en las cuales no quisiera ser sorprendido por su  padre, madre, esposa o confesor, da, con ello, pruebas de  que se trata de otra cosa que del honor y de la conciencia.  La Santísima Virgen se turbó al ver un  ángel en forma humana, porque estaba sola y le  tributaba muy grandes elogios, aunque celestiales. ¡Oh  Salvador del mundo!, la pureza teme a un ángel en  figura humana, y ¿por qué, pues, la impureza no  temerá a un hombre, aunque sea en figura de  ángel, cuando le dirige alabanzas sensuales y  humanas?

 

 

CAPÍTULO  XXI : ADVERTENCIA  Y REMEDIOS CONTRA LAS MALAS  AMISTADES

        Mas  ¿qué remedios hay contra la peste y podredumbre  de locos amores, necedades e impurezas? Enseguida que  sientas sus primeros síntomas, vuélvete del  otro lado, y, con una absoluta detestación de estas  vanidades, corre a la cruz del Salvador y toma su corona de  espinas, para cercar con ella tu corazón, a fin de  que estas pequeñas zorras no se le acerquen.  Guárdate bien de dar beligerancia a este enemigo; no  digas: «le escucharé, pero nada haré de  cuanto me diga; le escucharé, pero le negaré  el corazón». ¡Ah Filotea!, por Dios,  sé muy rigurosa en tales ocasiones; el corazón  y el oído se complacen mutuamente, y, así como  es imposible detener un torrente que ha empezado a  precipitarse por la vertiente de una montaña,  así también es difícil impedir que el  amor que se ha deslizado por el oído, no penetre en  el corazón. Según Alemeón, las cabras  respiran por el oído; Aristóteles lo niega, y  yo no sé lo que en ello hay de verdad; pero una cosa  sé, y es que nuestro corazón alienta por los  oídos, y que, así como aspira y exhala sus  pensamientos por la lengua, así también  respira por los oídos, por los cuales recibe los  pensamientos de los demás. Guardemos, pues, con mucho  cuidado, nuestros oídos del aire de las palabras  necias; porque, de lo contrario, nuestro corazón  quedará, con frecuencia, apestado. No escuches  ninguna clase de proposiciones, sea cual sea el pretexto con  que te sean hechas; solamente en este caso, no hay peligro  de que seas descortés y huraña.

        Recuerda  que has consagrado tu corazón a Dios, y que,  habiéndole sacrificado tu amor, sería un  sacrilegio robarle una sola brizna; al contrario,  sacrifícaselo de nuevo, con mil resoluciones y  protestas, y permaneciendo en medio de éstas como un ciervo en su refugio, acude a Dios; Él te  socorrerá, y su amor tomará el tuyo bajo su  protección, para que viva únicamente por Él.

        Pero,  si ya has quedado cogida en las redes de estos locos amores,  ¡Dios mío, que dificultad en desprenderte de  ellas! Ponte delante de su divina Majestad; reconoce, en su  presencia, la grandeza de tu miseria, tu flaqueza y tu  vanidad; después, con el mayor esfuerzo de tu  corazón que te sea posible, detesta estos amores  comenzados; abjura la vana profesión que de ellos hubieres hecho; renuncia a todas las promesas recibidas, y,  con una muy grande y decidida voluntad recoge tu  corazón y resuelve nunca más expansionarte con  estos juegos y entretenimientos de amor.

        Si  puedes alejarte de la ocasión, te lo aprobaré  infinito, porque así como los que han sido mordidos  de la serpiente no pueden fácilmente curarse en  presencia de los que, en otra ocasión, han sido  picados por el mismo animal, así la persona que ha  sido mordida por el amor, difícilmente curará  de esta pasión, mientras esté cerca de la otra  que haya recibido la misma mordedura. El cambio de lugar es  el gran sedante para calmar los ardores y las inquietudes,  así de] amor como del dolor. El jovencito del  cual habla San Ambrosio, en el libro segundo de La  Penitencia, después de haber hecho un largo viaje se  sintió completamente libre de los locos amores que  había tenido, y quedó tan trocado, que, al  encontrarle su loca enamorada y al decirle: «¿No  me conoces? Soy la misma», respondió él:  «Sí, ciertamente, pero yo no soy el mismo»;  la ausencia había producido, en él, esta  mudanza. Y San Agustín afirma que, para calmar el  dolor que sintió a la muerte de su amigo,  salió de Tagaste, donde éste había  muerto, y se fue a Cartago.

        Mas  ¿qué ha de hacer el que no puede ausentarse? Es  menester que rompa absolutamente con toda  conversación particular, con todo trato secreto, con  las miradas dulces, con las sonrisas y, en general, con toda  clase de comunicación y cebo que puedan alimentar  este fuego maloliente y humeante; o, en último  extremo, si es imprescindible hablar con el cómplice,  que sea para declarar, con una atrevida, breve y severa  protesta, el eterno divorcio que se ha jurado. A todos los  que han caído en estas redes les digo a veces:  «Cortad, rasgad, romped»; no es caso de  entretenerse en descoser estas locas amistades, es menester  rasgarlas; no es caso de deshacer los nudos, es menester  romperlos o cortarlos; por otra parte, se trata de unas cuerdas y ataduras que no tienen valor alguno. No se ha de  remendar un amor que es tan contrario al amor de Dios.

        Pero,  después que haya roto las cadenas de esta infamante  esclavitud, ¿quedará todavía en mí  algún resabio de ella? ¿ Las marcas y los trazos  de los hierros dejarán también señales  en mis pies, es decir, en mis afectos? De ninguna manera,  Filotea, si concibes el aborrecimiento que tu mal merece;  porque, supuesto que dejase rastro en ti, no serías  agitada por ningún movimiento que no fuese el de un  gran horror al amor infamante y a todo cuanto de él  se deriva. y permanecerías libre de todo otro afecto  hacia el objeto abandonado, que no fuese una purísima  caridad para con Dios. Pero, si por la imperfección de tu arrepentimiento, quedan todavía en ti algunas  malas inclinaciones, procura a tu alma una soledad mental,  según lo que te he enseñado más arriba,  y recógete en ella cuanto puedas, y, con mil  reiterados impulsos de tu espíritu, renuncia a todas tus inclinaciones; abjúralas con todas tus fuerzas;  lee, más de lo que sueles, libros santos;  confiésate y comulga con más frecuencia que de  ordinario; trata humilde e ingenuamente con tu director  acerca de todas las sugestiones y tentaciones que te  sobrevengan en ese punto, si te es posible, o, a lo menos,  con alguna alma fiel y prudente, y no dudes de que Dios te  librará de toda pasión, mientras perseveres  fiel a estos ejercicios.

 

 «¡Ah!  -me dirás- pero, ¿no será una ingratitud  romper tan despiadadamente una amistad?» ¡Oh!  ¡Dichosa ingratitud la que nos hace agradables a Dios!  No, por Dios, Filotea, esto no será ingratitud, sino  un gran beneficio que harás al amante, porque, al romper tus lazos, rompes los suyos, pues eran comunes a  ambos, y, aunque, de momento, no se dé, cuenta del  beneficio, no tardará en reconocerlo, y como  tú cantará en acción de gracias: «  ¡ Oh Señor!, has roto mis ataduras; yo te  inmolaré la hostia de alabanza e invocaré tu  santo Nombre».

 

  

CAPÍTULO  XXII : ALGUNAS  OTRAS ADVERTENCIAS SOBRE LAS  AMISTADES

        La  amistad requiere una gran comunicación entre los  amigos; de lo contrario, no puede nacer ni subsistir. Por  esta causa, ocurre que, con la comunicación propia de  la amistad, se deslizan y pasan insensiblemente de  corazón a corazón otras comunicaciones, por  una mutua infusión y recíproco cambio de  afectos, de tendencias e impresiones. Pero, de un modo particular, ocurre esto cuando tenemos en grande aprecio a  aquel a quien amamos, porque, entonces, de tal manera  abrimos el corazón a la amistad, que, con ella,  fácilmente entran todas sus inclinaciones y afectos,  tanto si son buenos como si son malos. Es cierto que las  abejas que hacen la miel de Heraclea no buscan sino la miel,  pero con la miel chupan insensiblemente las cualidades  venenosas del acónito, entre el cual hacen su  cosecha. Pues bien, Filotea, en este punto, es menester  practicar las palabras que el Salvador de nuestras almas  solía decir, como nos lo enseñan los antiguos:  «Sed buenos cambistas y buenos negociantes de  moneda», es decir, no aceptéis la moneda falsa  junto a la buena, ni el oro de baja ley con el oro fino; separemos lo precioso de lo ruin, porque nadie hay que no  tenga alguna imperfección. Y ¿qué  razón hay para recibir mezcladas las taras y las  imperfecciones del amigo, junto con su amistad? Ciertamente,  es menester amarle, a pesar de su imperfección, pero  sin amar ni recibir ésta, porque la amistad supone la  comunicación del bien, mas no la del mal. Así  como los que extraen las arenas del río, las dejan en  la ribera después de haber separado el oro, para  llevárselo, de la misma manera los que gozan de la  comunicación de alguna buena amistad, han de separar  de ella la arena de las imperfecciones, y no dejarla  penetrar en el alma. Cuenta San Gregorio, que muchos amaban  y admiraban tanto a San Basilio, que se dejaban llevar hasta  el extremo de imitarle aun en sus imperfecciones exteriores  «en su hablar lento, en su espíritu abstracto y pensativo, en la forma de su barba y en su porte». Y  conocemos a maridos, esposas, hijas, amigos que, por tener  en grande estima a sus amigos, a sus padres, a sus maridos,  a sus esposas, adquieren, por condescendencia o por  imitación, mil pequeños defectos, con el trato  amistoso que sostienen. Ahora bien, esto en manera alguna se  ha de hacer, pues cada uno harto y demasiado tiene con sus  malas inclinaciones, sin necesidad de echar sobre sí  las de los demás; y la amistad, no sólo no  exige esto, sino que, al contrario, nos obliga a ayudarnos  los unos a los otros, para librarnos mutuamente de toda  clase de imperfecciones. Es indudable que se han de soportar  pacientemente, en el amigo, sus imperfecciones, pero no nos  hemos de inclinar a ellas ni mucho menos trasladarlas a  nosotros.

        Y no  hablo sino de las imperfecciones, porque, en cuanto a los  pecados, ni los hemos de admitir, ni los hemos de soportar  en el amigo. Es una amistad débil o mala, ver al  amigo en peligro y no socorrerle, verle morir de una  apostema y no atreverse a clavarle el bisturí de la  corrección para salvarle. La verdadera y viva  amistad, no puede conservarse entre los pecados. Se dice de  la salamandra que apaga el fuego sobre el cual se acuesta, y  el pecado destruye la amistad, porque no puede subsistir si  no es sobre la verdadera virtud. j Cuánto menos,  pues, hay que pecar por motivos de amistad! El amigo es  enemigo, cuando quiere inducirnos al pecado, y merece perder  la amistad, cuando pretende perder y condenar al amigo; y  una de las señales más seguras de la falsa  amistad es verla sostenida con una persona viciada por el  pecado, sea cual sea éste. Si la persona a quien  amamos es viciosa es sin duda nuestra amistad, porque, no  pudiendo referirse a la virtud verdadera, forzosamente ha de  tomar pie de alguna virtud frívola o de alguna  cualidad sensual.

        La  sociedad formada entre comerciantes con miras al provecho  temporal, no tiene más que la apariencia de verdadera amistad, porque se inspira, no en el amor a las personas,  sino en el amor al lucro.

        Finalmente,  estas dos divinas afirmaciones son dos grandes columnas para  asegurar bien la vida cristiana. Una es del Sabio: «El  que teme a Dios siempre tendrá buena amistad»;  la otra es de Santiago Apóstol: «La amistad de  este mundo es enemiga de Dios».

 

  

CAPÍTULO  XXIII : DE LOS  EJERCICIOS DE LA MORTIFICACIÓN  EXTERIOR

        Los  que entienden en cosas rústicas y campestres aseguran  que si se escribe una palabra sobre una almendra bien  entera, y después se encierra ésta de nuevo en  la cáscara, bien colocada y cerrada con todo cuidado,  y se planta de esta manera, todo el fruto que el  árbol producirá después, llevará  igualmente escrito y grabado el mismo nombre, En cuanto a  mí, Filotea, nunca he podido aprobar el método  de aquellos que, para reformar al hombre, empiezan por el  exterior, por el porte, por los vestidos, por los cabellos.

        Muy  al contrario, me parece que es menester comenzar por el  interior: «Convertios a Mí de todo  corazón», nos dice Dios: «Hijo mío,  dame tu corazón»; porque así, siendo el  corazón la fuente de los actos, son éstos lo  que aquél es. El divino Esposo, al convidar al alma,  le dice: «Ponme un sello sobre tu corazón, como  un sello como sobre tu brazo». Sí, ciertamente,  pues cualquiera persona que tenga a Jesucristo en su  corazón, lo tiene también en todas sus  acciones exteriores.

        Por  esto, amada Filotea, he querido, ante todo, grabar y  escribir en tu corazón este santo y sagrado: VIVA  JESÚS, bien convencido de que, después de  esto, tu vida, que proviene de tu corazón, como el  almendro de la almendra, producirá todos los actos,  que son sus frutos, escritos y grabados con el mismo nombre  de salvación, y que, tal como vivirá  Jesús en tu corazón, vivirá  también en todas tus exterioridades, y se  manifestará en tus ojos, en tu boca, en tus manos y  aun en tus cabellos, y podrás decir santamente, a  imitación de San Pablo: «Vivo yo, mas no soy yo  quien vivo, sino que Jesucristo vive en mí». En  una palabra: el que ha ganado el corazón del hombre  ha ganado a todo el hombre. Pero este mismo corazón,  por el cual queremos comenzar, requiere que se le instruya  acerca de cómo ha de regular su manera de conducirse  y su porte exterior, a fin de que, no sólo se vea en  él la santa devoción, sino también una  gran prudencia y discreción. Con este fin, voy a hacerte algunas advertencias.

        Si  puedes soportar el ayuno, harás bien en ayunar  algunos días, además de los prescritos por la  Iglesia; porque, aparte del efecto ordinario del ayuno, que  es elevar el espíritu, refrenar la carne, practicar  la virtud y alcanzar una mayor recompensa en el cielo, es un  gran bien conservar el propio dominio sobre la  glotonería, y tener el instinto sexual y el cuerpo  sujetos a la ley del espíritu, y, aunque no sean  muchos los ayunos, no obstante el enemigo nos teme  más cuando conoce que sabemos ayunar. Los  miércoles, viernes y sábados son los  días en los cuales los antiguos cristianos más  se ejercitaban en la abstinencia; escoge, pues, algunos de  estos días para ayunar, según te lo aconsejen  tu devoción y la discreción de tu director.

        De  buen grado diré aquello que San Jerónimo  decía a la buena dama Leta: «Mucho me desagradan  los ayunos largos e inmoderados, sobre todo en aquellos que  se hallan en edad todavía tierna. He aprendido, por  experiencia, que el potro, cuando está cansado de  andar, busca la manera de escabullirse»; es decir, el  joven debilitado por el exceso en los ayunos, fácilmente degenera en la molicie. En dos ocasiones  corren mal los ciervos: cuando están demasiado  cargados de grasa y cuando están demasiado flacos.  Nosotros estamos muy expuestos a las tentaciones, cuando  nuestro cuerpo está demasiado nutrido y cuando  está demasiado débil, porque lo primero lo  vuelve insolente a causa de su vigor, y lo segundo lo vuelve desesperado a causa de su flaqueza; y, así como  nosotros a duras penas podemos llevar el cuerpo cuando  está demasiado grueso, tampoco él puede  llevarnos a nosotros cuando está demasiado flaco. La  falta de esta moderación en los ayunos, disciplinas,  cilicios y austeridades inutiliza para el servicio de la  caridad los mejores años de muchos, como  sucedió al mismo San Bernardo, que, después,  se arrepintió de haber sido demasiado austero; y, en  el mismo grado en que han maltratado el cuerpo en los  comienzos, se ven obligados a halagarlo después.  ¿No sería mejor darle un trato justo y  proporcionado a las cargas y trabajos a que esté  obligado por su condición?

        El  ayuno y el trabajo rinden y abaten la carne. Si el trabajo  que haces te es muy necesario o es muy útil para la  gloria de Dios, prefiero que sufras la penalidad del trabajo  que la del ayuno; éste es el sentir de la Iglesia, la  cual, por consideración a los trabajos útiles  al servicio de Dios y del prójimo, exime a los que  los hacen aun del ayuno de precepto. Uno se mortifica ayunando, otro sirviendo a los enfermos, visitando a los  presos, confesando, predicando, asistiendo a los desolados,  orando y con otros ejercicios semejantes; esta  mortificación vale más que aquélla,  porque, además de refrenar, como ella, produce frutos  mucho más deseables. Por lo tanto, en general, es  preferible guardar las fuerzas corporales más de lo  necesario, que agotarlas más de lo que conviene, pues  podemos abatirlas siempre que queremos, mas no repararlas  siempre que es necesario.

        Me  parece que hemos de sentir mucha reverencia por el aviso que  nuestro Salvador y Redentor Jesús dio a sus  discípulos: «Comed lo que os pongan  delante». Creo que es mayor virtud comer, sin elegir lo  que te presenten y por el mismo orden que te lo den, ya sea  de tu agrado, ya no lo sea, que escoger siempre lo peor.  Porque, aunque esta manera de vivir parece más austera, no obstante la otra exige más  resignación, pues, por ella, no sólo se  renuncia al propio gusto, sino también a escoger, y,  ciertamente, no es pequeña austeridad doblegar  siempre el propio gusto al gusto de los demás y  tenerlo sujeto a las circunstancias, tanto más cuanto  que esta clase de mortificación no es aparatosa, ni  molesta para nadie, y muy apropiada a la vida social.  Rechazar unos manjares para tomar otros, picar y gustarlo  todo, no encontrar nunca cosa alguna bien hecha ni limpia,  quejarse a cada momento.... todo esto delata un  corazón goloso y demasiado atento a los platos y a  los manjares. Más dice en favor de San Bernardo que  bebiese, sin darse cuenta, aceite en lugar de agua o vino,  que si, a sabiendas, hubiese bebido agua de ajenjos; porque  era señal de que no pensaba en lo que bebía.  Y, en este descuido de lo que se ha de comer o beber,  consiste la práctica perfecta de esta sagrada  advertencia: «Comed lo que os pongan delante>. No  obstante, exceptúo los manjares que perjudican a la  salud o que ponen enfermizo al espíritu, como son,  para muchos, los manjares calientes o picantes,  alcohólicos o flatulentos, y exceptúo  también algunas ocasiones en las cuales la naturaleza  necesita ser recreada o alentada, para poder soportar  algún trabajo para la gloria de Dios.

        Una  constante y moderada sobriedad vale más que las  abstinencias violentas, hechas de tarde en tarde y con  treguas de gran relajación.

        La  disciplina posee una virtud maravillosa para despertar el  deseo de la devoción, si se toma de una manera  moderada. El cilicio refrena poderosamente el cuerpo, pero  su uso no es indicado para los casados ni para las  complexiones delicadas, ni para los que han de soportar  grandes calamidades. Es verdad que, en los días  más indicados para la penitencia, se puede hacer uso  de él, pero siempre con el consejo de un confesor  discreto.

        Es  menester emplear la noche en dormir, tanto como sea  necesario, para poder velar muy útilmente de  día, cada uno según su complexión. Y,  como quiera que la Sagrada Escritura, en muchos lugares, el  ejemplo de los santos y la razón natural nos recomiendan, en gran manera, el madrugar, por ser este  tiempo el mejor y el más fructuoso de nuestro  día, y el mismo Nuestro Señor es llamado sol  naciente, y la Santísima Virgen alba del día,  creo que es una virtud acostarse temprano, por la noche,  para poder despertarse y levantarse muy de mañana.  Ciertamente, esta hora es la más agradable, la  más dulce y la menos embarazosa; aun los  pájaros, en ella, nos invitan a despertarnos y a  alabar a Dios: así, pues, el madrugar es útil  a la salud y a la santidad.

        Balaán  iba, montado en su asna, al encuentro de Balac. Mas, como  que no obraba con rectitud de intención, le  esperó en el camino el ángel con una espada  para matarle. La asna, que veía al ángel, se  detuvo pertinazmente por tres veces; Balaán no cesaba  de golpearla cruelmente a bastonazos, para obligarla a  andar, hasta que, a la tercera vez, la asna,  agachándose, con Balaán montado encima, le  habló, por un milagro, y le dijo: «¿  Qué te he hecho yo? ¿Por qué me has  golpeado ya tres veces?» Y enseguida se le abrieron a  Balaán los ojos, y vio al ángel el cual le  dijo: «¿Por qué has pegado a tu asna? Si  ella no hubiese retrocedido delante de mí, yo te  hubiera muerto y hubiera salvado a ella». Entonces dijo  Balaán al ángel: «Señor, he  pecado, porque no sabía que te hubieses puesto frente  a mí, en el camino». ¿Lo ves Filotea?  Balaán es la causa del mal, pega y da de bastonazos a  la pobre asna, que no tiene ninguna culpa.

        Así  ocurre, con frecuencia, en nuestras cosas: porque tal esposa  ve a su marido o a su hijo enfermo, acude, al instante, al ayuno, al cilicio, a la disciplina, como lo hizo David en  semejante ocasión. ¡Ah querida amiga! tú  azotas a la pobre asna, castigas tu cuerpo, y él no  es responsable de tu mal, ni de que Dios tenga la espada  desenvainada contra ti; castiga tu corazón, que es  idólatra de este esposo, y que tolera mil defectos en  el hijo y le induce al orgullo, a la vanidad y a la ambición. Tal hombre ve que, con frecuencia, cae en  la bajeza del pecado de lujuria: el remordimiento interior  se pone delante de su conciencia, con la espada en la mano,  para atravesarlo con un santo temor; y, al momento,  reaccionando en su corazón, exclama: « ¡ Ah  carne envilecida! ¡Ah cuerpo desleal! ¡  Cómo me habéis hecho traición! » y  he aquí que, enseguida, comienza a mortificar a esta  carne con ayunos inmoderados, con  disciplinas excesivas, con  cilicios insoportables. ¡Ah pobre alma! Si tu carne  pudiese hablar, como la burra de Balaán, te  diría: ¿ Por qué me pegas, miserable? Es  sobre ti, alma mía, que Dios descarga su ira; eres  tú la criminal. ¿Por qué me induces a  malas conversaciones? ¿Por qué aplicas mis ojos,  mis manos, mis labios a las deshonestidades? ¿Por  qué me perturbas con imaginaciones perversas? Ten  pensamientos buenos, y yo no tendré movimientos  malos; trata con personas honestas, y yo no seré  excitada por su concupiscencia. ¡Ah! eres tú la  que me arrojas al fuego, y, después, quieres que no  arda; tiras pavesas a los ojos, y no quieres que se  inflamen». Y Dios te dice, indudablemente, en estas  ocasiones: «Castiga, rompe, acuchilla, despoja  principalmente tu corazón, ya que es contra él  que se ha encendido mi enojo». Es cierto que para curar  la comezón no es tan necesario lavarse y  bañarse como purificar la sangre y refrescar el  hígado; así también, para curar  nuestros defectos, bueno es mortificar la carne, pero, ante  todo, es necesario purificar nuestros afectos y refrescar  nuestros corazones. Ahora bien, en todo y por todas partes,  de ninguna manera se han de emprender austeridades  corporales sin el consejo de nuestro  guía.

 

 

CAPÍTULO  XXIV : DE LAS  CONVERSACIONES Y DE LA SOLEDAD

        En  la devoción de los seglares, de la cual vamos  tratando, el buscar las conversaciones y el huir de ellas  son dos extremos censurables. El rehuirlas implica  desdén y menosprecio del prójimo, y el  buscarlas es cosa que se resiente de ociosidad e inutilidad.  Hemos de amar al prójimo como a nosotros mismos: para  demostrar que le amamos, es menester no huir de su compañía, y, para probar que nos amamos a  nosotros mismos, hemos de permanecer con nosotros, cuando  con nosotros nos encontremos. Ahora bien, estamos con  nosotros, cuando estamos solos. «Piensa en ti, dice San  Bernardo, y después en los demás». Y  así, si nada te impele a hacer una visita o a  recibirla en tu casa, quédate sola contigo misma y  conversa con tu corazón; pero, si viene a ti alguna  visita o algún motivo justificado te convida a  hacerla, hazla en nombre de Dios, Filotea; trata con el  prójimo de buen grado y ponle buena cara.

        Llamamos  malas conversaciones a las que se tienen con mala  intención, o bien, cuando los que toman parte en  ellas son viciosos, indiscretos y disolutos; y de  éstos hay que huir, como las abejas huyen de los  enjambres de tábanos o abejorros. Porque, así  como los que han sido mordidos por perros rabiosos, tienen  el sudor, la saliva y el aliento peligrosos, sobre todo para  los niños y para las personas de complexión  débil, de la misma manera, nadie puede tratar con  estos viciosos e incontinentes sin riesgo y peligro, sobre  todo cuando se tiene una devoción todavía  tierna y delicada.

        Hay  conversaciones que sólo sirven para  recreación, las cuales se tienen únicamente  para distraerse de las ocupaciones serias; en cuanto a  éstas, así como, por una parte, no es menester  entregarse a ellas, así también, por otra, se  les puede conceder el ocio destinado a la recreación.

        Otras  conversaciones tienen por finalidad el buen trato; tales son  las mutuas visitas y ciertas reuniones que se tienen para honrar al prójimo. En cuanto a éstas,  así como no hay que ser demasiado meticuloso en  practicarlas, tampoco hay que ser desatento,  despreciándolas, sino que cada uno ha de cumplir en  ello, con modestia, su deber, para evitar así la  rusticidad como la frivolidad.

        Quedan  ahora las conversaciones útiles, como las que se  entablan entre las personas devotas y virtuosas. ¡Oh  Filotea!, siempre te hará mucho bien tener con  frecuencia estas conversaciones. La viña plantada  entre olivos produce racimos oleosos, a los que se pega el  gusto del olivo: el alma que, con frecuencia, se encuentra  entre personas de virtud, forzosamente ha de participar de  sus cualidades. Los abejorros solos no pueden hacer miel,  pero con las abejas, se ayudan mutuamente a hacerla: el  conversar con almas devotas es una gran ventaja para  excitarnos mucho a la devoción.

        En  toda conversación , la ingenuidad, la simplicidad, la  dulzura y la modestia son siempre preferidas. Hay personas  que no hacen un solo ademán ni un solo movimiento si  no es con tanto artificio que se hacen enojosos a todo el  mundo; y, así como aquel que no quisiera andar sino  contando los pasos, ni hablar sino cantando, sería a  todos antipático, así los que toman un aire  fingido y todo lo hacen a compás, importunan en gran  manera en la conversación, y, en esta clase de  personas, siempre hay algún aspecto de  presunción. Hemos de procurar habitualmente que, en  nuestra conversación, predomine siempre una jovialidad moderada. San Romualdo y San Antonio son muy  alabados, porque a pesar de sus austeridades tenían  siempre el rostro y las palabras llenas de regocijo, de  gracia y de cortesía. Procura estar siempre alegre  con los que están alegres, y repito con el  Apóstol: «Está siempre gozosa, pero en  Nuestro Señor, y que todos los hombres vean tu  modestia». Para alegrarte en Nuestro Señor, es  menester que el objeto de tu gozo no sólo sea  lícito, sino también honesto. Te lo digo,  porque hay cosas que, no obstante ser lícitas, no son  honestas; y, para que vean tu modestia, guárdate de  las insolencias, que siempre son reprensibles: hacer caer a  uno, ensuciar a otro, pellizcar a un tercero, hacer  daño a un tonto, son bromas y goces necios e  insolentes.

        Empero,  además de la soledad mental, a la cual puedes  retirarte siempre, en medio del bullicio de las  conversaciones, como he dicho más arriba, has de amar  la soledad local y real, no para irte al desierto como  Santa- María Egipciaca, San Pablo, San Antonio,  Arsenio y otros padres solitarios, sino para estar un poco  en tu habitación, en tu jardín o en otro  lugar, donde puedas, a tu sabor, recoger tu espíritu  en tu corazón, y recrear tu alma con buenas  reflexiones y santos pensamientos o con un rato de buena  lectura, a ejemplo de aquel obispo Nacianceno, que, hablando  de sí mismo, dice: «Paseaba conmigo mismo al atardecer, durante algún tiempo, por la orilla del  mar, porque tenía la costumbre de tomar esta  recreación, para distraerme y librarme un poco de los  enojos de cada día», y enseguida discurre acerca  del buen pensamiento que tuvo y que he referido en otro  lugar,. Y toma también por modelo a San Ambrosio,  hablando del cual, dice San Agustín que con  frecuencia, cuando entraba en su habitación (pues  tenía siempre la puerta abierta para todo el mundo),  lo encontraba leyendo, y, después de haber esperado  un rato se iba sin decirle nada para no estorbarle, y  pensando que no había de robar aquel poco tiempo que quedaba a este gran pastor para robuster y recrear su  espíritu, después del trasiego de tantas  ocupaciones. También, un día, habiendo contado  los Apóstoles a Nuestro Señor que  habían predicado y trabajado mucho, les dijo:  «Venid a la soledad y descansad un poco».

 

  

CAPITULO  XXV : DE LA  DECENCIA EN LOS VESTIDOS

        Quiere  San Pablo que las mujeres devotas (lo mismo se diga de los  hombres) vistan con decoro y se adornen con decencia y sobriedad. Ahora bien, la decencia en el vestir y en el  ornato depende de la materia de la forma y de la limpieza.  En cuanto a la limpieza, ha de ser siempre la misma en  nuestros vestidos, en los cuales, en la medida de lo  posible, no hemos de tolerar ninguna mancha ni dejadez. La  limpieza exterior es, en alguna manera, el reflejo de la  honestidad interior. El mismo Dios exige la decencia  corporal en los que se acercan a los altares y en los que  tienen principalmente a su cargo la devoción.

        En  cuanto a la materia y a la forma de los vestidos, la  decencia se ha de juzgar según las diversas  circunstancias de tiempo, de edad, de condición, de  compañías, de ocasiones. Ordinariamente,  acostumbrados a vestir mejor los días festivos,  según la importancia de la solemnidad que se celebra;  en tiempo de penitencia, como en Cuaresma, se viste con  más sencillez; en las bodas se llevan trajes  nupciales, y en los actos fúnebres se emplean ropas  de luto; delante de los príncipes es menester un mayor realce, el cual disminuye entre los propios  familiares. La mujer casada puede y debe adornarse delante  de su marido; si hace lo mismo cuando está lejos de  él, entonces cabe preguntar a qué ojos quiere  complacer con este cuidado singular. A las doncellas se les  permite un mayor acicalamiento, porque pueden  lícitamente pretender agradar a muchos, aunque no sea más que para conquistar uno solo, para el santo  matrimonio. Tampoco es reprobable que las viudas que quieren  casarse de nuevo se adornen discretamente, con tal que no se  muestren frívolas, pues habiendo sido ya madres de  familia y habiendo pasado por las tristezas de la viudez, se  considera que su espíritu es más maduro y  sensato. Mas, en cuanto a las verdaderas viudas que lo son  no sólo de cuerpo sino también de  corazón, ningún adorno es más adecuado  que la humildad, la modestia y la devoción, pues, si  quieren dar amor a los hombres, no son verdaderas viudas, y,  si no se lo quieren dar, ¿a qué tantos  atavíos? El que no desea huéspedes, ha de  sacar el rótulo de su casa. Nos reímos siempre  de los viejos cuando quieren presumir, y ¿por qué? Por que esto es una necedad, únicamente  tolerable en la juventud.

        Seas  correcta, Filotea; que no haya en ti dejadez ni  desaliño: sería despreciar a aquellos con los  cuales convives, presentarte delante de ellos con vestidos  ofensivos; pero guárdate de la afectación, de  las vanidades, curiosidades y frivolidades. En cuanto te sea  posible, inclínate siempre del lado de la sencillez y  de la modestia, que, sin duda, es el mejor adorno de la belleza y lo que mejor encubre la fealdad. San Pedro avisa,  de un modo particular, a las doncellas que no lleven los  cabellos encrespados, rizados y ondulados. Los hombres que  son tan débiles de complacerse en estas frivolidades,  son llamados, en todas partes, hermafroditas, y las mujeres  que se envanecen por ello, son tenidas por ligeras en la  castidad; si la guardan, a lo menos no se echa de ver, en  medio de tantas trivialidades y bagatelas. Dicen que lo  hacen sin pensar mal, mas yo digo que el demonio siempre  piensa mal. Quisiera que mi devoto o mi devota anduviesen  siempre mejor vestidos, pero que, a la vez, fuesen los menos  pomposos y afectados, y como dice el proverbio, estuviesen  adornados de gracia, de modestia y dignidad. Dice brevemente  San Luis que cada uno ha de vestir según su estado,  de manera que los discretos y buenos no puedan decir: «Es demasiado», ni los jóvenes: «Es  demasiado poco». Y, si los jóvenes no quieren  contentarse con la decencia, hay que inclinarse al parecer  de los prudentes.

 

 

CAPÍTULO  XXVI : DEL HABLAR,  Y PRIMERAMENTE CÓMO HAY QUE HABLAR CON  DIOS

        Los  médicos conocen muy bien el estado de salud o de  enfermedad de un hombre por el examen de la lengua; asimismo nuestras palabras son el mejor indicio de las cualidades de  nuestras almas: «Por tus palabras -dice el Salvador-,  serás justificado, y por tus palabras serás  condenado». Ponemos instintivamente la mano sobre el  dolor que sentimos, y la lengua sobre el amor que tenemos.

        Luego,  si estás enamorada de Dios, Filotea, con frecuencia  hablarás de Dios, en las conversaciones familiares  con los de tu casa, con los amigos y con los vecinos, porque  «la boca del justo meditará la sabiduría,  y su lengua hablará juiciosamente». Y, así como las abejas, con su diminuta boca, no gustan  otra cosa sino la miel, de la misma manera tu lengua siempre  estará llena de la miel de su Dios, y no  sentirá suavidad mayor que la de dejar escapar por  los labios las alabanzas y las bendiciones de su santo  Nombre, como se cuenta de San Francisco, el cual, cuando  pronunciaba el santo Nombre del Señor, se chupaba y  lamía los labios, como para saborear la mayor dulzura  del mundo.

        Pero  habla siempre de Dios como de Dios, es decir, con reverencia  y devoción, sin querer sentar plaza de sabia ni de predicadora, sino con espíritu de dulzura, de caridad  y de humildad, destilando como sepas (tal como se dice de la  Esposa del Cantar de los Cantares) la deliciosa miel de la  devoción, gota a gota, ora en el oído de uno,  ora en el oído de otro, rogando a Dios, en el retiro  de tu alma, que se digne hacer caer este santo rocío  hasta el fondo del corazón de aquellos que te  escuchan.

        Sobre  todo, este oficio angélico se ha de desempeñar  con dulzura, no a guisa de corrección, sino en forma  de inspiración, porque es una maravilla ver  cuán poderoso cebo es, para ganar los corazones, la  suavidad y la amable proposición de alguna cosa  buena.

        Nunca,  pues, hables de Dios ni de la devoción como por  compromiso y pasatiempo, sino siempre con atención y  devoción; y te digo esto para librarte de una notoria  vanidad que se echa de ver en muchos que profesan la  devoción, los cuales, en toda ocasión, dicen  palabras santas y fervorosas, como por rutina y sin pensar  en ello, y, después de haberlas dicho, creen que son lo que las palabras dan a entender, lo cual no es verdad.

 

  

CAPÍTULO  XXVII : DE LA  HONESTIDAD EN LAS PALABRAS Y DEL RESPETO DEBIDO A LAS  PERSONAS

        Dice  Santiago: «El que no peca en las palabras, es  varón perfecto». Procura tener mucho cuidado en  no decir ninguna palabra deshonesta, pues, aunque tú  no la digas con mala intención, lis que la oyen  pueden tornarla en tal sentido. La palabra deshonesta, al  caer en un corazón débil, se extiende y dilata  como una gota de aceite sobre la tela, y, a veces, de tal  manera se apodera del corazón, que lo llena de mil  pensamientos y tentaciones impuras. Porque, así como  el veneno del cuerpo entra por la boca, de la misma manera  el del corazón entra por el oído, y la lengua  que lo produce es homicida, ya que, aunque, por casualidad,  el veneno que ha escupido no produzca tal efecto, por haber  encontrado los corazones de los oyentes provistos de  algún contraveneno, no es, empero, por falta de  malicia, si no causa la muerte. Y que nadie me diga que no  piensa cosa alguna mala, porque Nuestro Señor, que  conoce los corazones de los hombres, ha dicho que «de  la abundancia del corazón habla la boca»; y si  nosotros no pensamos mal, piensa mal el enemigo, y siempre  se sirve disimuladamente de estas malas palabras para  atravesar el corazón de alguno. Se dice que los que  han comido de la hierba llamada angélica tienen  siempre el aliento suave y agradable, y que los que tienen  la honestidad y la caridad en su corazón pronuncian  siempre palabras limpias, corteses y honestas. En cuanto a  las indecencias y torpezas, el Apóstol quiere que ni  tan sólo se nombren, y nos asegura que nada corrompe  tanto las buenas costumbres como las malas conversaciones.  Si las palabras deshonestas se dicen de una manera  encubierta, con afectación y sutilidad, son  infinitamente más venenosas, porque, cuanto  más puntiagudo es un dardo, más  fácilmente se clava en el cuerpo; de la misma manera,  cuanto más aguda es una palabra, tanto más  penetra en los corazones. Y los hombres que creen que son  graciosos, porque emplean tales palabras en las  conversaciones, no saben cuál es el fin de  éstas. Las conversaciones han de ser como los  enjambres de las abejas, reunidas para hacer la miel en  suave y virtuoso consorcio, y no como un montón de  avispas, que se reúnen para ir a chupar en  algún estercolero. Si algún necio te dice  palabras indecorosas, dale a entender que tus oídos  se sienten ofendidos, ya sea retirándote, ya de  alguna otra manera, según lo dicte tu prudencia.

        Uno  de los peores defectos que puede tener una persona es ser  burlón: Dios aborrece en gran manera este vicio y, a  veces, lo castiga extraordinariamente. Nada hay más  contrario a la caridad, y mucho más a la  devoción, que el despreciar y el pisotear al  prójimo. Ahora bien, la burla y la mofa siempre  suponen este menosprecio; por esto, es un pecado muy grave,  tanto que tienen razón los doctores cuando dicen que  la mofa es la peor ofensa que, de palabra, se puede inferir  al prójimo, pues las demás ofensas andan  acompañadas de alguna estima de aquel que es  ofendido, pero ésta se hace con desprecio y rebajamiento.

        En  cuanto a los juegos de palabras que algunos se dicen  mutuamente, con cierta modesta alegría y buen humor,  pertenecen a la virtud que los griegos llamaban  eutrapelía, y que nosotros podemos llamar pasatiempo;  por ellos el hombre se recrea honesta y agradablemente, a  base de ocasiones divertidas que nos ofrecen las  imerfecciones humanas. únicamente hay que evitar  pasar de este buen humor a la mofa; pues la mofa provoca la  risa con desprecio y rebajamiento del prójimo; mas la gracia y el buen humor provocan la risa con una ingenua  libertad, confianza y franca familiaridad, unida a la  gentileza de alguna palabra. San Luis, cuando,  después de comer, querían los religiosos  hablarle de cosas elevadas, respondía: «Ahora no es tiempo de razonar, sino de recrearse con alguna palabra  graciosa o con alguna ocurrencia: que cada uno diga honestamente lo que le plazca»; lo cual decía en  obsequio de los nobles que estaban con él para gozar  de su benevolencia. Pero procuremos, Filotea, pasar de tal  manera el tiempo por recreación, que conservemos la  eternidad por devoción.

 

  

CAPÍTULO  XXVIII : DE LOS  JUICIOS TEMERARIOS

        «No  juzguéis y no seréis juzgados -dice el  Salvador de nuestras almas-; no condenéis y no  seréis condenados». No, dice el santo  Apóstol, «no juzguéis antes de tiempo,  hasta que el Señor venga, el cual revelará el  secreto de las tinieblas y manifestará los consejos  de los corazones». ¡Oh! ¡Cuánto  desagradan a Dios los juicios temerarios! Los juicios de los  hijos de los hombres son temerarios, porque ellos no son  jueces los unos de los otros, y, al juzgar, usurpan el  oficio de Dios nuestro Señor; son temerarios, porque  la principal malicia del pecado depende de la  intención y del designio del corazón, que,  para nosotros, es el secreto de las tinieblas; son  temerarios, porque cada uno tiene harto trabajo en juzgarse  a sí mismo, sin que necesite ocuparse en juzgar al  prójimo. Para no ser juzgados, es menester  también no juzgar a los demás, y que nos  juzguemos a nosotros mismos; porque, si Nuestro Señor  nos prohíbe una de estas cosas, el Apóstol  afirma la otra, diciendo: «Si nos juzgásemos a  nosotros mismos, no seríamos juzgados». Mas,  ¡ay!, que hacemos todo lo contrario; porque no cesamos  de hacer lo que nos está prohibido, juzgando al  prójimo a diestro y siniestro, y nunca hacemos lo que  nos está mandado, que es juzgarnos a nosotros mismos.

        Según  sean las causas de los juicios temerarios, han de ser los  remedios. Hay corazones agrios, amargos y ásperos de  natural, que agrían y amargan todo lo que reciben, y,  como dice el profeta, «convierten el juicio en  ajenjos», no juzgando jamás al prójimo si  no es con todo rigor y dureza; éstos tienen mucha  necesidad de caer en las manos de un buen médico  espiritual, pues esta amargura de corazón es muy  difícil de vencer, por lo mismo que es algo  contranatural; y, aunque esta amargura no sea pecado, sino  solamente una imperfección; es, no obstante,  peligrosa, porque hace que entre y reine en el alma el  juicio temerario y la maledicencia. Algunos hay que juzgan  temerariamente, no por amargura sino por orgullo, y les  parece que, a medida que rebajan el honor de los  demás, encumbran el propio; espíritus  arrogantes y presuntuosos, se admiran a sí mismos y  suben tan alto en su propia estima, que todo lo demás  les parece pequeño y bajo: «Yo no soy como los  demás hombres», decía aquel necio  fariseo.

        Algunos  no tienen este orgullo manifiesto, sino solamente sienten  como una complacencia en considerar el mal del  prójimo, para saborear y hacer saborear más  dulcemente el bien contrario del cual se creen dotados; y  esta complacencia es tan secreta e imperceptible, que si no  se tiene muy buena la vista, no se descubre, y los mismos  que la sienten no la conocen, si no se la muestran. Otros,  queriendo adularse y excusarse consigo mismos y atenuar los  remordimientos de su conciencia, se apresuran a pensar que  los demás padecen del vicio al cual ellos se han  entregado, o de otro mayor, y les parece que la multitud de  criminales hacen su pecado menos censurable. Otros se  entregan al juicio temerario por el solo placer que hallan en adivinar y filosofar acerca de las costumbres y humor de  las demás personas, a manera de ejercicio ingenioso,  y, si por desgracia aciertan alguna vez en sus juicios, la  audacia y el prurito de continuar crece tanto, que harto  trabajo hay en corregirles. Otros juzgan por pasión,  y siempre piensan bien del que aman, y mal del que  aborrecen, fuera del caso sorprendente y, no obstante,  verdadero, en que el exceso de amor induce a juzgar mal al  que amamos: efecto monstruoso, procedente de un amor impuro,  imperfecto, desequilibrado y enfermo, que son los celos, los  cuales, como todo el mundo sabe, por una sencilla mirada,  por la sonrisa más insignificante del mundo, condenan  a las personas de perfidia y de adulterio. Finalmente, el  temor, la ambición y otras parecidas flaquezas de  espíritu contribuyen, con frecuencia, al nacimiento  de la sospecha y del juicio temerario.

        Mas,  ¿qué remedios hay? Los que beben el jugo de la  hierba ofiusa de Etiopía, por todas partes ven  serpientes y cosas espantosas; los que han bebido orgullo,  envidia, ambición, odio, nada ven que no les parezca  malo o digno de condenación; aquellos, para curarse,  han de beber vino de palmera, y yo digo lo mismo de  éstos: bebed cuanto podáis el vino sagrado de  la caridad; él os liberará de estos malos  humores, que os hacen hacer estos juicios torcidos. Tan  lejos está la caridad de ir en busca del mal, que  teme encontrarlo, y cuando lo encuentra, vuelve el rostro  hacia otra parte y lo disimula, y cierra los ojos para no  verlo, al primer rumor que percibe, y después, con  una santa simplicidad, cree que no era el mal, sino alguna  sombra o fantasma del mal; porque, si, por fuerza, se ve  obligada a reconocer que es el mismo mal se aleja al  instante, y procura olvidarse aun de su figura.

        La  caridad es la mejor medicina contra las enfermedades, y de  un modo especial contra ésta. Todas las cosas parecen amarillas a los ojos de los que padecen ictericia, y dicen  que, para curarse de este mal, hay que llevar la celidonia  debajo de la planta de los pies. El vicio del juicio  temerario es una especie de ictericia espiritual, que hace  que todas las cosas parezcan malas a los ojos de los que  están atacados de ella; pero el que quiera curar de  esta dolencia ha de aplicar este remedio, no a los ojos ni  al entendimiento; sino a los afectos, que son los pies del  alma: si tus afectos son dulces, tu juicio será  dulce; y si tus afectos son caritativos, tu juicio  será caritativo.

        He  aquí tres ejemplos admirables. Isaac había  dicho que Rebeca era su hermana. Abimelec vio que jugaba con  ella y que la acariciaba tiernamente, y juzgó  enseguida que era su mujer: un ojo maligno hubiera  creído que era su concubina, o que, si era su  hermana, se trataba de un incesto; pero Abimelec tomó  el partido más conforme con la caridad que  podía tomar en aquellas circunstancias. Es necesario,  Filotea, que siempre obres de esta manera, en cuanto te sea  posible, y, si una acción tiene mil aspectos, es  menester mirarla bajo el punto de vista mejor. Nuestra  Señora estaba encinta, y San José lo  veía claramente; mas, como quiera que, por otra  parte, sabía que era toda pura, toda santa, toda  angelical, no pudo creer que hubiese concebido contra sus  deberes, y se decidió a alejarse de ella y a dejar el  juicio a Dios. Aunque los indicios fueron muy poderosos para  hacerle formar un mal concepto acerca de aquella virgen,  jamás quiso juzgarla. ¿Por qué? Porque,  como dice el Espíritu de Dios, era justo: el hombre  justo, cuando no puede juzgar ni el acto ni la  intención de aquel a quien, por otra parte, conoce  como hombre de bien, no quiere en ningún caso  juzgarle, sino que lo aparta de su mente y se remite al juicio de Dios. El Salvador crucificado, como no pudiese  excusar el pecado de los que le crucificaban, atenuó,  a lo menos, su malicia, alegando su ignorancia. Cuando  nosotros no podamos excusar el pecado, hagámoslo, a  lo menos, digno de compasión, atribuyéndolo a  la causa más excusable que pueda tener, tal como la  ignorancia o la flaqueza.

        Pero,  ¿nunca podemos juzgar mal al prójimo? No,  ciertamente; jamás. Es Dios, Filotea, quien juzga a  los criminales con justicia. Es verdad que, para hacerse  oír de ellos, se sirve de la voz de los magistrados:  éstos son sus ministros y sus intérpretes, y,  como oráculos suyos, no pueden decir sino lo que  Él les enseña, y, si por seguir sus propias  pasiones, lo hacen de otra manera, entonces son ellos los  que de verdad juzgan y, por consiguiente, serán  juzgados, porque está prohibido a los hombres, en  calidad de tales, juzgar a los demás.

        Ver  o conocer una cosa no es juzgarla, porque el juicio, a lo  menos según la frase de la Escritura, supone alguna  dificultad grande o pequeña, verdadera o aparente,  que es necesario vencer; por esto nos dice que «los  que no creen están ya juzgados», porque ya no  cabe duda acerca de su condenación. No es malo, pues,  dudar del prójimo, porque no está prohibido dudar sino juzgar; no está, empero, permitido dudar  ni sospechar, sino en la medida en que obliguen a ello los  argumentos o las razones; de lo contrario, las sospechas son  temerarias. Si algún ojo malicioso hubiese visto a  Jacob cuando besaba a Raquel junto al pozo, o hubiese visto  a Rebeca cuando aceptaba los brazaletes y los pendientes de  Eliezer, hombre desconocido en aquella región,  hubiera pensado mal de aquellos dos modelos de castidad,  pero sin razón ni fundamento; porque, cuando una  acción es de suyo indiferente en sí misma, es  una sospecha temeraria sacar de ella malas consecuencias, a no ser que sean muchas las circunstancias que den fuerza al  argumento. También es un juicio temerario sacar  consecuencias de un solo acto para desacreditar a una  persona; mas esto lo explicaré después con  más claridad.

        Finalmente,  los que andan con mucho tiento en las cosas que  atañen a la conciencia no suelen ser esclavos del  juicio temerario; porque, así como las abejas, al ver  la niebla o el cielo cubierto, se retiran a sus colmenas  para fabricar la miel, de la misma manera los pensamientos  de las almas buenas no se paran en los objetos embrollados  ni en las acciones nebulosas de los prójimos, sino  que, para evitar el dar con ellas, se recogen dentro de su  corazón, para formar en él los buenos  propósitos de su propia enmienda. Es propio de las  almas inútiles el ocuparse en el examen de las vidas  ajenas.

        Exceptúo  a los que tienen cargo de los demás, así en la  familia como en el Estado; porque una buena parte de los  deberes de su conciencia consiste en mirar y en velar por  los demás. Cumplan, pues, con su cometido  amorosamente, y, hecho esto, velen por sí mismos en  esta materia.

 

  

CAPÍTULO  XXIX : DE LA  MALEDICENCIA

        El  juicio temerario produce inquietud, desprecio del  prójimo, orgullo y complacencia en sí mismo y  cien otros efectos por demás perniciosos, entre los  cuales ocupa el primer lugar la maledicencia, como la peste  de las conversaciones. ¡ Ah! ¡Que no tenga yo uno  de los carbones del altar santo para tocar con él los  labios de los hombres, a fin de borrar su iniquidad y purificarlos de su pecado, a imitación del  serafín que purificó la boca de Isaías!  El que lograse quitar la maledicencia del mundo,  quitaría de él una gran parte de los pecados y  de la iniquidad.

        El  que arrebata injustamente la buena fama a su prójimo,  además de cometer un pecado, está obligado a  la debida reparación, aunque de diversa manera,  según la diversidad de la maledicencia; porque nadie  puede entrar en el cielo con los bienes ajenos, y, entre  todos los bienes exteriores, la buena fama es el mejor. La  maledicencia es una especie de homicidio, porque tenemos  tres vidas: la espiritual, que estriba en la gracia de Dios;  la corporal, que radica en el alma, y la civil, que consiste  en la buena fama. El pecado nos quita la primera; la muerte,  la segunda, y la maledicencia, la tercera. Pero el maldiciente, con un solo golpe de su lengua, comete,  ordinariamente, tres homicidios: mata su alma y la del que  le escucha, con muerte espiritual, y de muerte civil a aquel  de quien murmura; porque, como dice San Bernardo, el que  murmura y el que escucha al murmurador, tienen en sí  mismos al demonio: el uno en su lengua, y el otro en sus  oídos. David, hablando de los maldicientes, dice que  «tienen la lengua afilada como las serpientes».  Ahora bien, la serpiente, como dice Aristóteles,  tiene la lengua dividida en dos, y con dos puntas. Tal es la  lengua del maldiciente, que, de un solo golpe, pincha y  emponzoña el oído del que la escucha y la  buena fama de aquel de quien se ocupa.

        Te  conjuro, pues, amada Filotea, que no hables nunca mal de  nadie, ni directa ni indirectamente: guárdate de  atribuir falsos crímenes y pecados al prójimo,  de descubrir los que son secretos, de exagerar los ya  conocidos, de interpretar mal una buena obra, de negar el  bien que tú sabes que existe en alguno, de  disimularlo maliciosamente, de disminuirlo con tus palabras; porque, de cualquiera de estas maneras, ofenderías  mucho a Dios, sobre todo acusando falsamente o negando la  verdad, en perjuicio del prójimo, ya que entonces  sería doble el pecado: mentir y dañar, a la  vez, al prójimo.

        Los  que, para murmurar, empiezan con preámbulos honrosos  o echan mano de cumplidos e ironías, son los  más finos y los más virulentos de los  detractores. Conste, dicen, que le aprecio, y que, por lo  demás, es un perfecto caballero; pero en honor de la verdad, es menester decir que ha obrado mal al cometer tal  perfidia. Es una muchacha muy virtuosa, pero se ha dejado sorprender; y otras semejantes maneras de hablar. ¿No  ves aquí el artificio? El que quiere disparar el  arco, acerca la flecha hacia sí tanto cuanto puede,  pero lo hace únicamente para dispararla con  más fuerza. De la misma manera, parece que estos murmuradores atraen hacia sí la maledicencia, para  dispararla más velozmente y para que así  penetre más en los corazones de los oyentes. La  detracción hecha en forma de ironía es la  más cruel de todas; porque, así como la cicuta  no es, de suyo, un veneno muy activo, sino bastante lento y  que fácilmente se puede contrarrestar, pero mezclada  con vino no es ya remediable, así también la  murmuración, que de suyo, entraría por una  oreja y saldría por la otra, como suele decirse,  queda impresa en la mente de los que la escuchan, cuando se  presenta envuelta en un dicho agudo y chistoso.  «Tienen, dice David, el veneno del áspid en sus  labios»; porque el áspid pica de una manera casi  imperceptible, y su veneno causa, al principio, una  comezón agradable, con la que se dilatan el  corazón y las entrañas, y reciben el veneno,  contra el cual ya no es posible, entonces, combatir.

        No  digas: «Fulano es un borracho», aunque le hayas  visto embriagado: ni «es un adúltero», por  haberle sorprendido en este pecado; ni: «es un  incestuoso», porque haya caído en esta  desgracia; ya que un solo acto no basta para calificar una  cosa. El sol se detuvo una vez en favor de la victoria de  Josué, y se obscureció, en otra  ocasión, en favor de la del Salvador; nadie, empero,  dirá que el sol esté inmóvil ni que es  oscuro. Noé se embriagó una vez y otra Lot;  éste, además, cometió un grave incesto.  Sin embargo, ni ambos fueron bebedores ni el último  fue incestuoso. No fue San Pedro sanguinario, porque una vez derramó sangre, ni blasfemó por haber, en una  ocasión, blasfemado. Para recibir un calificativo  basado en un vicio o en una virtud, se requiere cierta  continuación y hábito, por lo que es una  falsedad llamar a un hombre colérico o ladrón,  por haberle visto encolerizado o hurtando una sola vez.

        Aunque  un hombre haya sido vicioso durante mucho tiempo, se corre  el riesgo de mentir cuando se le llama tal. Simón el leproso llamaba pecadora a Magdalena, porque lo había  sido antes; sin embargo, mentía, porque ya no lo era,  sino una muy santa penitente; por esto Nuestro Señor  salió en su defensa. Aquel necio fariseo tenía  al publicano por gran pecador, tal vez por injusto,  adúltero o ladrón; pero se equivocaba  totalmente, porque, en aquel mismo momento, quedaba  justificado. ¡Ah! puesto que la bondad de Dios es tan  grande, que basta un momento para pedir y recibir la gracia,  ¿qué certeza podemos tener de que un hombre que  ayer era pecador, todavía lo sea hoy? El día  precedente no ha de juzgar al día presente, ni el  día presente al precedente; sólo el  último es el que a todos juzga. Nunca, pues, podemos  decir que un hombre es malo, sin riesgo de mentir, y,  supuesto que falte, lo único que podemos decir es que  ha cometido una mala acción; que ha vivido mal en tal época; que obra mal ahora; pero del día de  ayer no se puede deducir ninguna consecuencia para el  día de hoy, y mucho menos aún para el  día de mañana.

        Aunque  es necesario ser extremadamente delicado en no murmurar del  prójimo, es menester, empero, guardarse del extremo en que caen algunos, los cuales, para evitar la  maledicencia, alaban y hablan bien del vicio. Si se trata de  una persona verdaderamente murmuradora, no digas, por  disculparla, que es abierta y franca; de una persona  manifiestamente vana, no digas que es generosa y correcta; a  las familiaridades peligrosas, no las llames simplicidades o  ingenuidades; no disimules la desobediencia con el nombre de  celo, ni la arrogancia con el nombre de franqueza, ni la  lascivia con el nombre de amistad. No, amada Filotea; por el  deseo de huir del vicio de la maledicencia, no se han de  favorecer, adular, ni fomentar los otros vicios, sino que  hay que llamar sinceramente mal al mal, y condenar las cosas  que son dignas de reprobación. Haciéndolo  así, glorificaremos a Dios, con tal que lo hagamos  bajo las siguientes condiciones:

        Para  condenar loablemente los vicios de los demás, ha de  exigirlo la utilidad de aquel de quien se habla, o de  aquellos a los cuales se habla. Se cuentan, por ejemplo, en  presencia de las jóvenes, las familiaridades  indiscretas de aquellos y de aquéllas, que son  evidentemente peligrosas; de la disolución de uno o  de una en las palabras y ademanes, que son manifiestamente  contrarios a la honestidad: si no condeno francamente este  mal, más aún: si quiero excusarlo, esas  tiernas almas que escuchan tomarán de ello  ocasión para relajarse en alguna cosa semejante; su  utilidad, pues, exige que, con toda libertad, recrimine  estas cosas al instante, a no ser que pueda esperar otra  ocasión, para cumplir este deber con menos  daño de aquellos de quienes se habla.

        Además  de lo dicho, es menester que me corresponda a mí  hablar acerca de aquel punto, por ejemplo, si soy uno de los principales de la reunión, de manera que, si no  hablo, parecerá que apruebo el vicio; pues, si soy de  los últimos, no me corresponde a mí iniciar la  censura. Pero, ante todo, es necesario que sea absolutamente  exacto en las palabras, de manera que no diga una palabra de  más. Por ejemplo, si recrimino, por demasiado  indiscreta y peligrosa, la amistad de aquel joven con aquella muchacha, por Dios, Filotea, conviene que sostenga  la balanza en el punto medio para no aumentar un solo  ápice la cosa. Si sólo hay una débil  apariencia, no diré nada; si tan sólo una  simple imprudencia, nada añadiré; si no hay ni imprudencia ni verdadera apariencia de mal, sino  únicamente un simple pretexto para murmurar, efecto  tan sólo de la malicia, o bien no diré nada, o  diré esto mismo. Mi lengua, mientras habla del  prójimo, es en mi boca lo que el bisturí en manos del cirujano, que quiere cortar entre los nervios y  los tendones: es menester que el golpe que yo dé sea  tan exacto, que no diga ni más ni menos de lo que es.  Sobre todo es menester que, mientras recriminas el vicio,  procures la mayor benignidad con la persona en el cual  existe.

        Es  verdad que de los pecadores infames, públicos y  notorios, se puede hablar libremente, con tal que se haga  con espíritu de caridad y de compasión y no  con arrogancia y presunción, ni para complacerse en  el mal ajeno, porque esto sería propio de un corazón abyecto y vil. Exceptúo, entre todos,  a los enemigos declarados de Dios y de la Iglesia, porque a  éstos es menester desacreditarlos cuanto se pueda;  tales son las sectas heréticas y cismáticas y  sus jefes; es un acto de caridad gritar contra el lobo,  dondequiera que sea, cuando se encuentra entre las ovejas.

        Todos  se toman la libertad de juzgar libremente y de censurar a  los príncipes, y de hablar mal de naciones enteras,  según la diversidad de afectos que cada uno siente  por ellas. Filotea, no cometas esta falta, que,  además de la ofensa de Dios, podría dar lugar  a mil clases de disputas.

        Cuando  oyes que se habla mal de alguno, duda de la  acusación, si buenamente puedes; si no puedes dudar,  excusa, a lo menos, la intención del acusado, y, si  tampoco es esto posible, da muestras de compasión por  él, desvía la conversación, y los que  no caen en pecado, lo deben todo a la gracia de Dios.  Procura, con suavidad, que el maldiciente reflexione, y di  alguna cosa buena de la persona ofendida, si la  sabes.

 

 

CAPÍTULO  XXX : ALGUNOS  OTROS AVISOS ACERCA DEL HABLAR

        Que  tu manera de hablar sea dulce, franca, sincera,  espontánea, ingenua y fiel. Guárdate de la  doblez, del artificio y de la ficción; aunque no  siempre es oportuno decir toda clase de verdades, nunca,  empero, está permitido faltar a la verdad. Acostúmbrate a no mentir nunca a sabiendas, ni para  excusarte, ni por otro cualquier motivo, y acuérdate  de que Dios es el Dios de la verdad. Si dices mentiras por  descuido, y puedes retractarlas al momento, mediante alguna  explicación o reparación, retráctalas;  una razón verdadera tiene más gracia y fuerza,  para excusar, que una mentira.

        Aunque,  en alguna ocasión, se puede, con discreción y  prudencia, disimular y encubrir la verdad con algún  artificio de palabras, únicamente se ha de hacer en  cosas de importancia y cuando claramente lo exigen la gloria  y el servicio de Dios; fuera de este caso, los artificios  son muy peligrosos, porque, como dice la Sagrada Escritura,  el Espíritu Santo no habita en un espíritu  fingido y doble. No existe delicadeza tan buena y tan  deseable como la simplicidad. La prudencia mundana y los artificios carnales pertenecen a los hijos de este siglo;  pero los hijos de Dios caminan rectamente y tienen el  corazón sin dobleces. «Quien anda con  simplicidad -dice el Sabio- anda seguro». La mentira,  la doblez y el disimulo suponen siempre un espíritu  flaco y envilecido.

        San  Agustín había dicho en el libro de sus  Confesiones, que su alma y la de su amigo no eran más  que una sola alma, y que esta vida era para él  horrible después de la muerte de aquél, porque  no quería vivir a medias, pero que, por este motivo  no quería morir, a saber, por temor de que su amigo  muriese del todo. Estas palabras le parecieron  después demasiado artificiosas y afectadas, por lo  que se desdice de ellas en el libro de sus Retractaciones,  llamándolas necedad. ¿No ves, amada Filotea,  cuán delicada es esta hermosa alma, en lo que  atañe a la afectación en las palabras?  Ciertamente, es un gran adorno de la vida cristiana la  fidelidad, la franqueza y la sinceridad en el hablar.  «Yo dije: tendré cuidado en mis caminos, para no  pecar con mi lengua... ¡Ah Señor!, pon guardia  en mi boca, y una puerta que cierre mis labios»,  decía David.

        Es  una advertencia del rey San Luis, que a nadie se contradiga,  fuera del caso en que el consentir sea pecado o acarree un gran mal, con el fin de evitar disputas y discordias. Ahora  bien, cuando conviene contradecir a alguno y oponer la  propia opinión a la de otro, es menester emplear  mucha dulzura y flexibilidad, y no querer violentar el  ánimo del contrario, pues nada se gana tomando las  cosas con aspereza. El hablar poco, tan recomendado por los  sabios antiguos, no significa que se hayan de decir pocas  palabras, sino que no hay que decir muchas inútiles;  porque, en cuanto al hablar, no se mira la cantidad, sino la  calidad. Y me parece que se han de evitar los dos extremos,  ya que el querer sentar plaza de sabio y de severo, negándose, al efecto a tomar parte en los pasatiempos  familiares, como son las conversaciones, parece que arguye  falta de confianza o desdén; como el hablar y el  bromear continuamente, sin dar a los demás tiempo y  oportunidad de hablar cuando quieren, es propio de personas  livianas y ligeras.

        A  San Luis no le parecía bien que, en presencia de los  demás, se hablase secretamente y con misterio,  particularmente en la mesa, para no dar motivo de sospecha  de que se hablaba mal de alguno. «Aquel  -decía--que está en la mesa con buena compañía, y quiere decir alguna cosa jocosa y  divertida, debe decirla de manera que la oiga todo el mundo,  si es cosa de importancia, debe callarla, sin hablar de  ella».

 

 

CAPÍTULO  XXXI : DE LOS  PASATIEMPOS Y RECREACIONES, Y, EN PRIMER LUGAR, DE LAS QUE  SON LÍCITAS Y LAUDABLES

        Es  necesario dar, de vez en cuando, cierta expansión a  nuestro espíritu y también a nuestro cuerpo,  con alguna clase de recreación. Como dice Casiano, un  día un cazador encontró a San Juan  Evangelista, el cual llevaba una perdiz en la mano y la acariciaba por pura recreación. Preguntóle el  cazador por qué, siendo un hombre tan calificado,  empleaba el tiempo en una cosa tan baja y despreciable, y  San Juan le respondió: «¿Por qué no  llevas siempre el arco en tensión?» -«Por  temor, replicó el cazador, de que, si permanece  siempre encorvado, no pierda la fuerza cuando tenga que  hacer uso de él».«No te maravilles, pues,  dijo el Apóstol, si, alguna vez, aflojo en el rigor y  en la tentación de mi espíritu para recrearme  un poco y entregarme luego, más vivamente, a la  contemplación». Es, indudablemente, un vicio el  ser tan riguroso, huraño y salvaje, que no se quiera  tomar para sí, ni permitir a los demás,  ninguna clase de recreación.

        Tomar  el aire, pasear, entretenerse en alegres y amigables  conversaciones, tocar el laúd o algún otro  instrumento, cantar, ir de caza, son pasatiempos tan  honestos, que, para usar bien de ellos, no se requiere otra  prudencia que la ordinaria, la cual da a todas las cosas la  importancia, el tiempo, el lugar y la medida.

        Los  juegos en los cuales la ganancia sirve de premio y de  recompensa a la habilidad y a la industria del cuerpo o del  espíritu, como ocurre en el juego de pelota,  balón, el mallo, el juego de la sortija, el ajedrez,  las damas, son recreaciones de suyo buenas y lícitas.  Conviene tan sólo guardarse del exceso, ya en el  tiempo que en ellos se emplea, ya en las apuestas que se hacen; porque, si se emplea en ello demasiado tiempo, ya no  es recreación, sino ocupación, y entonces no  se da esparcimiento al ánimo ni al cuerpo, sino que  se le aturde y agota. Después de seis horas de jugar  al ajedrez, se siente gran pesadez de cuerpo y fatiga de  espíritu; jugar mucho tiempo a la pelota no es  recrear el cuerpo, sino cansarlo. Ahora bien, si la apuesta, es decir, lo que se juega, es demasiado crecida, los afectos  de los jugadores se desordenan, aparte de que es injusto  exponer grandes cantidades a la habilidad y al ingenio tan  poco importantes y tan inútiles como lo son las  habilidades del juego.

        Pero  sobre todo, Filotea, procura no aficionarte a todas estas  cosas; porque, por honesta que sea una recreación, es  vicio el poner en ella el corazón y el afecto. No  niego que se haya de jugar con gusto mientras se juega,  porque lo contrario ya no sería recreación; lo  que sí digo es que no hemos de poner el afecto en el  juego, de tal manera que lo deseemos, nos dejemos dominar  por él y lo esperemos con excesivas ansias.

 

  

CAPÍTULO  XXXII : DE LOS  JUEGOS PROHIBIDOS

        Los  juegos de los dados, de los naipes y otros semejantes, en  los cuales la ganancia depende únicamente del azar,  no sólo son recreaciones peligrosas, como los bailes,  sino también sencillamente y naturalmente malas y  vituperables; por esto están prohibidos por las  leyes, así civiles como eclesiásticas. Pero  dirás: «¿Qué mal hay en ellos?»  En estos juegos la ganancia no es fruto de la inteligencia,  sino de la suerte, que muchas veces favorece al que no lo  merece ni por su habilidad ni por su ingenio: en esto, pues,  la razón sale ofendida. «Pero nosotros ya hemos  convenido en ello>>, replicarás. Esto sirve  para demostrar que el que gana no hace injuria a los  demás, pero de aquí no se sigue que el pacto  no esté fuera de razón, y también el  juego; porque el lucro, que ha de ser el precio de la  habilidad, se convierte en el precio de la suerte, la cual  no vale nada, pues, de ninguna manera, depende de nosotros.

        Además,  estos juegos llevan el nombre de recreación, y para  esto se han inventado; sin embargo, no lo son, sino  más bien ocupaciones violentas. Porque, ¿no es,  acaso, ocupación, tener el espíritu oprimido y  tenso por una continua atención, y agitado por  constantes inquietudes, aprensiones y zozobras? ¿Existe  una atención más triste, más  sombría y más melancólica que la de los  jugadores? Por esto, durante el juego, no se puede hablar,  ni reír, ni toser, pues enseguida se encolerizan.

        Finalmente,  en el juego, no hay más goce que el del lucro, y  ¿no es inicuo un goce que no se puede lograr de otra  manera, sino a costa de la pérdida y del disgusto del  compañero? Esta alegría es, en verdad, infame.  Por estos tres motivos están prohibidos estos juegos.  El gran rey San Luis, al enterarse de que su hermano el  conde de Anjou y Don Gautier de Nemours estaban jugando, se  levantó de la cama a pesar de que estaba enfermo, y,  con paso vacilante, se dirigió a su estancia, y  cogió las mesas, los dados y parte del dinero, y lo  arrojó al mar por la ventana mostrándose muy  enojado. La santa y casta doncella Sara, hablando a Dios de  su inocencia, le dijo: «Tú sabes, ¡oh  Señor!, que nunca he tenido trato con  jugadores».

 

  

CAPÍTULO  XXXIII : DE LOS  BAILES Y PASATIEMPOS QUE SON  PELIGROSOS

        Las  danzas y los bailes son cosas, de suyo, indiferentes, pero,  atendiendo a la manera ordinaria de practicar este  ejercicio, resulta muy resbaladizo e inclinado hacia el lado  del mal, y por consiguiente, está lleno de  daño y de peligro. Se baila de noche, y es muy  fácil que, en medio de la oscuridad y de las  tinieblas, una cosa por sí misma susceptible de mal,  resbale en accidentes tenebrosos y viciosos. Se vela mucho,  y después se pierde la madrugada del día  siguiente, y, por lo mismo, la oportunidad de servir a Dios;  en una palabra, siempre es una locura cambiar el día  por la noche, la luz por las tinieblas, las buenas obras por  las liviandades. Al baile todos llevan, a porfía,  vanidad, y la vanidad es una gran disposición para  los afectos malos y para los amores peligrosos y  vituperables pues todas estas cosas suelen ser fruto de las  danzas.

        Filotea,  te digo de los bailes lo que los médicos dicen de los  hongos: los mejores no valen nada; y yo te digo que los  mejores bailes nada tienen de buenos. Si, no obstante, has  de comer hongos, mira que estén bien condimentados;  si, en alguna ocasión, de la cual no puedas  excusarte, te ves obligada a ir al baile, procura, en tu  danza, la mayor decencia. Mas, ¿cómo lograrla?  Con modestia, con dignidad y con buena intención.  Come pocos y no con mucha frecuencia, dicen los  médicos, hablando de los hongos, porque, por bien  preparados que estén, la cantidad los hace venenosos;  baila poco y con poca frecuencia, Filotea, porque, de lo  contrario, caerás en el peligro de aficionarte.

         Los  hongos, según Plinio, por ser muy esponjosos y estar  llenos de poros, absorben fácilmente los  gérmenes infectos que están a su alrededor, de  manera que, cuando están cerca de las serpientes,  reciben su veneno. Los bailes, las danzas y otras parecidas  reuniones tenebrosas, atraen, ordinariamente hacia  sí, los vicios y los pecados que imperan en un lugar,  las disputas, las envidias, las burlas, los amores locos; y  así como tales ejercicios abren los poros del cuerpo  de los que los practican, también abren los poros del  corazón, con lo cual, si alguna serpiente va a silbar  al oído alguna palabra lasciva, algún halago,  alguna galantería, o bien algún basilisco  lanza miradas impúdicas, miradas de amor, los  corazones están más preparados para dejarse  cautivar y emponzoñar.

        ¡Ah,  Filotea!, estas recreaciones impertinentes son, por lo  regular, peligrosas: disipan el espíritu de  devoción, debilitan las fuerzas, enfrían la  caridad y despiertan en el alma mil clases de malos afectos,  por lo cual hay que tomar parte en ellas con suma prudencia.

        Pero,  de un modo especial, se dice que después de los  hongos hay que beber vino generoso; y yo digo que,  después de los bailes, hay que echar mano de algunas  santas y buenas consideraciones, que contrarresten las  impresiones peligrosas que el placer frívolo recibido  puede comunicar a nuestros espíritus. Mas  ¿qué consideraciones?

  1.  Mientras tú estás en el baile, muchas almas  arden en el fuego del infierno por los pecados cometidos en  la danza y por causa de la danza.

  2.  Muchos religiosos y personas devotas, a la misma hora,  están en la presencia de Dios, cantan sus alabanzas y  contemplan su belleza. ¡Oh, cómo emplean el  tiempo mejor que tú!

  3.  Mientras tú bailas, muchas almas entran en  agonía; millones de hombres y mujeres padecen grandes  trabajos en la cama, en los hospitales, por la calle: dolor  de gota, mal de piedra, fiebre abrasadora. ¡Ah! ellos  no tienen un momento de reposo. ¿No les tendrás  compasión? ¿No piensas que, un día,  gemirás como ellos, mientras otros bailarán,  como tú bailas ahora?

  4.  Nuestro Señor, la Santísima Virgen, los  ángeles y los santos te han visto en el baile.  ¡Ah! qué compasión les has causado, cuando han visto que tu corazón se divertía en  una tan gran nonada, atento a aquella frivolidad.

  5.  ¡Ah! mientras estás allí, el tiempo pasa  y la muerte se acerca. Mira cómo se burla de ti y te  invita a su danza, en la cual los gemidos de tus familiares  servirán de violín, y donde sólo  darás un paso: de la vida a la muerte. Esta danza es  el verdadero pasatiempo de los mortales, pues por ella pasa  el hombre, en un instante, del tiempo a una eternidad de  goces o de penas.

  Pongo  estas sencillas consideraciones, pero Dios te  inspirará muchas otras, con el mismo fin, si es que  sientes su santo amor.

 

  

CAPÍTULO  XXXIV : CUÁNDO  SE PUEDE JUGAR Y BAILAR

        Para  jugar y bailar lícitamente, es menester hacerlo por  recreación y no por afición, durante poco  tiempo, sin cansarse ni rendirse, y muy de tarde en tarde;  porque el que hace de ello una cosa ordinaria, convierte el  recreo en ocupación. Mas, ¿en qué  ocasiones se puede jugar y bailar? Las ocasiones razonables  del baile y del juego indiferente son más frecuentes;  las de los juegos prohibidos son más raras, porque  tales juegos son más detestables y peligrosos. En una  palabra, baila y juega, bajo las condiciones que ya he  indicado, cuando la prudencia y la discreción te lo  aconsejen, para condescender y dar gusto a la honesta  tertulia en que te encuentres; porque la condescendencia,  como retoño de la caridad, convierte las cosas indiferentes en buenas, y las peligrosas en permitidas, y  aun quita la malicia a las que, en cierto sentido, son  malas. Por esta causa, los juegos de azar, que, de otra  manera, serían censurables, no lo son cuando, alguna  vez, nos obliga a jugar a ellos una condescendencia  razonable.

        He  sentido mucho consuelo al leer, en la vida de San Carlos  Borromeo, que condescendía con los suizos en ciertas  cosas, en las cuales, por otra parte, era muy severo; y que  San Ignacio de Loyola, al ser invitado a jugar, lo  aceptó. En cuanto a santa Isabel de Hungría,  cuando se encontraba en reuniones de pasatiempo, muchas  veces jugaba y bailaba, sin perjuicio de su devoción,  la cual estaba tan arraigada en su alma que, así como  las rocas que se encuentran alrededor del lago de Riotte crecen cuando son batidas por las olas, de la misma manera  crecía su devoción en medio de las pompas y de  las vanidades, a las cuales la exponía su  condición; los grandes incendios se avivan con el  viento, pero los fuegos pequeños se extinguen, si no se les resguarda.

 

  

CAPÍTULO  XXXV : QUE ES  NECESARIO SER FIEL EN LAS OCASIONES GRANDES Y EN LAS  PEQUEÑAS

        El  sagrado Esposo del Cantar de los Cantares dice que la Esposa  le ha robado el corazón con uno de sus ojos y con uno  de sus cabellos. Ahora bien, de todas las partes exteriores  del cuerpo humano no hay ninguna tan noble como el ojo,  tanto por su estructura como por su actividad, ni ninguna  tan vil como el cabello, por lo que no sólo le son  agradables las grandes obras de las personas devotas, sino  también las más pequeñas y las  más insignificantes, y que, para servirle  según su agrado, hay que tener cuidado en servirle,  así en las cosas grandes y elevadas como en las  pequeñas y bajas, pues lo mismo con las unas que con  las otras, podemos robarle el corazón por el amor.

        Prepárate,  pues, Filotea, a sufrir muy grandes aflicciones por Nuestro  Señor, y aun el martirio; resuélvete a darle  lo- que para ti es más preciado, si a Él le  place tomarlo: el padre, la madre, el hermano, el esposo,  los hijos, tu misma vida, porque para todo esto has de tener  dispuesto tu corazón, Pero, mientras la divina  Providencia no te envíe aflicciones tan sentidas y tan grandes, mientras no te pida tus ojos, dale a lo menos  tus cabellos, es decir, soporta con dulzura las  pequeñas injurias, las pequeñas incomodidades,  las pequeñas pérdidas cotidianas, porque, con  estas pequeñas ocasiones, aceptadas con amor y afecto, ganarás enteramente su corazón y lo  harás tuyo. Aquellas pequeñas limosnas  cotidianas, aquel dolor de cabeza, aquel dolor de muelas,  aquel romper un vaso, aquel desprecio o aquella burla, el  perder los guantes, el anillo o el pañuelo, o la pequeña incomodidad de acostarse pronto y levantarse  temprano para ir a comulgar y a rezar, aquel poco de  vergüenza que se siente al hacer públicamente  ciertos actos de devoción: en una palabra, todos los  pequeños sufrimientos, aceptados y abrazados con  amor, complacen en gran manera a la Bondad divina, la cual  por un solo vaso de agua ha prometido a sus fieles un mar de  felicidad, y, como sea que estas ocasiones se ofrecen a cada  momento, el aprovecharlas es un gran medio para atesorar  muchas riquezas espirituales.

        Cuando,  en la vida de Santa Catalina de Sena, veo tantos raptos y  elevaciones de espíritu, tantas palabras llenas de sabiduría, y aun predicciones hechas por ella, no  dudo de que todas estas contemplaciones cautivaron el  corazón de su celestial Esposo; pero el mismo  consuelo siento cuando la veo en la cocina de su padre,  dando vueltas a la parrilla, avivando el fuego, preparando  la comida, amasando el pan y desempeñando todos los  quehaceres más humildes de la casa, con esfuerzo lleno de amor y de ternura para con Dios. Y no aprecio menos  la insignificante y sencilla meditación que ella  hacía, en medio de estas ocasiones viles y abyectas,  que los éxtasis y arrobamientos que con tanta  frecuencia tenía, en recompensa, tal vez, de aquella  humildad y abyección. Su meditación era  ésta: Se imaginaba que, cuando servía a su  padre, servía a Nuestro Señor, como otra santa  Marta; que su madre ocupaba el lugar de la Madre de Dios y  sus hermanos el lugar de los apóstoles, y, de esta  manera, se excitaba a servir en espíritu a toda la  corte celestial, y se empleaba en aquellos oficios humildes  con gran suavidad, porque sabía que era aquella la  voluntad de Dios. Te he propuesto este ejemplo, Filotea,  para que sepas lo mucho que importa el dirigir todos  nuestros actos, por sencillos que sean, al servicio de su  divina Majestad.

        Por  esto te consejo, cuanto me es posible, que imites a aquella  mujer fuerte tan alabada de Salomón, la cual, como  él dice, emprendía cosas fuertes, generosas y  elevadas, y, a pesar de ello, no dejaba de hilar ni de hacer  rodar el huso. «Ha puesto la mano en cosas atrevidas y  sus dedos han cogido el huso». Pon la mano en cosas de  vuelo, ejercitándote en la oración y meditación, en recibir los sacramentos, en comunicar  el amor de Dios a las almas, en derramar buenas  inspiraciones sobre los corazones, y, finalmente, en hacer  obras grandes y de envergadura, según tu  vocación; pero no olvides tu huso ni el  cáñamo, es decir, practica las virtudes  pequeñas y humildes, que son como flores que crecen  al pie de la cruz: servir a los pobres, visitar a los  enfermos, sostener a la familia, con los trabajos que esto  acarrea, y una actividad útil, que no te deje estar ociosa; y, en medio de estas ocupaciones, haz  consideraciones parecidas a las de Santa Catalina de Sena,  que acabo de mencionar.

        Las  ocasiones de servir a Dios en cosas grandes, raras veces se  ofrecen, pero las pequeñas ocurren a diario; ahora  bien, «el que es fiel en lo poco -dice el mismo  Salvador-, le constituiré sobre lo mucho». Haz,  pues, todas las cosas en nombre de Dios, y todas  serán bien hechas. Ya comas, ya bebas, ya duermas, ya  te recrees, ya des vueltas al asador, mientras sepas  enderezar bien tus quehaceres, aprovecharás mucho en  la presencia de Dios, sí haces todas las cosas porque  Dios quiere que las hagas.

 

  

CAPÍTULO  XXXVI : QUE ES  MENESTER TENER EL CRITERIO JUSTO Y  RAZONABLE

        Si  nosotros somos hombres, es debido a la razón, y, a  pesar de ello, es cosa rara encontrar hombres verdaderamente razonables, pues el amor propio nos aparta ordinariamente de  la razón y nos conduce, de una manera insensible, a  mil clases de pequeñas, pero perversas injusticias e  iniquidades, las cuales, como las raposillas de que nos  habla el Cantar de los Cantares, devastan las villas;  porque, por lo mismo que son pequeñas, nadie las  vigila, y porque son muchas, causan mucho daño.  ¿ Acaso las que te voy a enumerar no son iniquidades y  sinrazones?

          Acusamos  por una nonada al prójimo, y nos excusamos de cosas  muy graves; queremos vender muy caro y comprar muy barato; queremos para nuestra casa misericordia y tolerancia;  queremos que se echen a buena parte nuestras palabras, y  somos susceptibles y nos dolemos de lo que dicen los  demás. Quisiéramos que el prójimo nos  dejara tomar lo que es suyo, mediante indemnización;  pero, ¿no es más justo que él conserve  sus bienes y que nos deje a nosotros con nuestro dinero? Nos  enojamos cuando no quiere acomodarse a nosotros, pero  ¿no tiene él mayor motivo de queja de que  queramos nosotros incomodarle? Si tenemos afición a  un ejercicio, despreciamos todos los demás y miramos,  con desdén, todo lo que no es conforme a nuestro gusto. Si alguno de nuestros inferiores nos es  antipático o le tenemos entre dientes, todo lo suyo  nos parece mal, haga lo que haga; no cesamos de  contristarle, y siempre tenemos el ojo puesto sobre  él; al contrario, si alguno nos es simpático  con simpatía sensual, excusamos todo cuanto hace. Hay  hijos virtuosos, a quienes los padres o las madres aborrecen  por algún defecto corporal; y los hay viciosos, que  son sus favoritos, únicamente por alguna gracia  externa.

          En  todo, preferimos los ricos a los pobres, aunque no sean de  mejor condición ni más virtuosos; más  aún preferimos a los que andan mejor vestidos.  Exigimos nuestros derechos con todo rigor, y queremos que  los demás se queden cortos en la exigencia de los  suyos; nos mantenemos inflexiblemente altivos, y queremos  que los demás se humillen y se rebajen;  fácilmente nos quejamos del prójimo, y no  queremos que nadie se queje de nosotros; siempre nos parece  mucho lo que hacemos por los demás, y nos parece que  es nada lo que ellos hacen por nosotros. En una palabra,  somos como las perdices de Pafiagonia, que tienen dos  corazones, porque tenemos un corazón dulce,  benévolo y delicado para con nosotros, y un  corazón duro, severo y riguroso para con el  prójimo. Tenemos dos pesas: una para pesar nuestras  comodidades, con las mayores ventajas, y otra para pesar las del prójimo, con las mayores desventajas; ahora bien,  como dice la Escritura: «por sus labios  engañosos habla un corazón doblado», es  decir, tienen dos corazones; y el tener dos pesas: una  maciza, para recibir y otra ligera, para dar, es una cosa abominable delante de Dios.

          Filotea,  seas equitativa y justa en tus acciones: ponte siempre en el  lugar del prójimo y pon al prójimo en el tuyo,  y así juzgarás bien; hazte vendedora cuando  compres, y compradora cuando vendas, y venderás y  comprarás según justicia. Es verdad que todas  estas injusticias son leves, pues no obligan a la  restitución, y sólo consisten en que  procedernos con todo el rigor de la justicia  únicamente en lo que nos favorece; pero no por ello  dejan de obligarnos a que procuremos la enmienda, ya que son  graves defectos contrarios a la razón y a la caridad;  y, al fin, no son más que engaños, pues nada  perdemos en vivir con generosidad, nobleza y cortesía  y con un corazón regio, igual y razonable.  Acuérdate, pues, amada Filotea, de examinar con  frecuencia tu corazón, para ver si, con respecto al  prójimo, es tal como tú quisieras que el suyo  fuese para contigo, si te encontrases en su lugar, pues este  es el verdadero punto de vista de la razón. Trajano,  al ser censurado por sus confidentes, porque, según  su parecer, hacía demasiado accesible la majestad  imperial, replicó: «Bien, ¿no he de ser con  respecto a los particulares el emperador que yo quisiera  encontrar, si fuese yo un particular?»

 

  

CAPÍTULO  XXXVII : LOS  DESEOS

         Todos  saben que se han de guardar de los deseos de cosas viciosas,  porque el deseo del mal nos hace malos. Pero digo  irás, Filotea: no desees en manera alguna las cosas  peligrosas para el alma, como los bailes, los juegos y  ciertos pasatiempos; ni los honores y cargos, ni las  visiones y éxtasis, porque hay mucho peligro, vanidad  y engaño. No desees las cosas demasiado lejanas, es  decir, las que no pueden conseguirse sino después de  mucho tiempo, cosa en que caen muchos, los cuales, con este proceder, cansan y disipan inútilmente sus corazones  y se ponen en peligro de grandes inquietudes. Si un joven  desea mucho obtener un cargo antes de tener la edad para  ello, ¿de qué le sirve este deseo? Si una mujer  casada desea ser religiosa, ¿a qué  propósito viene esto? Si deseo comprar la finca de mi  vecino antes de que él desee venderla, ¿no  pierdo el tiempo con este deseo? Si, cuando estoy enfermo,  deseo predicar, celebrar la santa Misa, visitar a los  enfermos y hacer otras cosas propias de los que gozan de  salud, ¿no son estos deseos inútiles, pues no  está en mi mano el realizarlos? Entretanto, estos deseos inútiles ocupan el lugar de otros que  debería tener: de ser paciente, resignado,  mortificado, obediente, amable, en medio de mis  sufrimientos, que es lo que Dios quiere que practique. Pero  nosotros deseamos cerezas frescas en otoño y racimos  maduros en primavera.

          No  apruebo, en manera alguna, el que una persona vinculada a un  cargo o profesión, se entretenga en desear otro  género de vida que el que cuadra con el lugar que  ocupa, ni ejercicios incompatibles con su actual  condición, porque esto disipa el ánimo y es  causa de que se hagan con flojedad las cosas necesarias. Si  deseo la soledad de los cartujos, pierdo el tiempo, y este deseo ocupa el lugar del que debiera tener, a saber, de  desempeñar bien mi oficio presente. No quisiera que  nadie sintiese ni siquiera el deseo de tener mejor  espíritu o un criterio más recto, porque este  deseo desplaza el que todos han de tener: cultivar el  espíritu propio tal cual es; ni que se deseen los  medios de servir a Dios que no poseen, sino que se empleen fielmente los que cada uno tiene. Ahora bien, lo dicho se  entiende de los deseos que distraen el corazón,  porque, en cuanto a las simples aspiraciones, no causan  ningún daño, con tal que no sean frecuentes.

          No  desees las cruces, sino en la medida en que hubieres  soportado las que ya se te han ofrecido, porque es un abuso  desear el martirio y no tener la fuerza necesaria para  soportar una injuria. El enemigo excita en nosotros grandes  deseos de cosas remotas, que nunca ocurrirán, para  distraer nuestro espíritu de las cosas presentes, de  las cuales, por pequeñas que sean, podríamos  sacar mucho provecho. Combatimos los monstruos de  África con la imaginación, y, de hecho, nos  dejamos matar por las pequeñas serpientes que  encontramos en nuestro camino, por falta de atención.  No desees las tentaciones, porque sería una  temeridad; antes bien ejercita tu corazón en  esperarlas valerosamente y en defenderte de ellas cuando  lleguen.

          La  variedad de manjares, sobre todo si se toman en gran  cantidad, siempre carga el estómago, y, si  éste es débil, lo echan a perder: no llenes tu  alma de muchos deseos, ni mundanos, porque te  estorbarían. Cuando nuestra alma se ha purificado, al sentirse descargada de los malos humores, siente unas ansias  muy grandes de cosas espirituales, y, como si estuviese hambrienta, comienza a desear mil maneras de  devoción, de mortificación, de penitencia, de  humildad, de caridad, de oración. Es buen indicio,  amada Filotea, sentir semejante apetito; pero has de ver si  puedes digerir bien todo lo que quieras comer. Entre tantos  deseos, escoge, por consejo de tu padre espiritual, los que  puedas practicar y ejecutar enseguida, y, en cuanto a  éstos, esfuérzate de veras en realizarlos.  Hecho esto, Dios te enviará otros, que  procurarás llevar a la práctica, y, de esta  manera, no perderás el tiempo en deseos  inútiles. No digo que se haya de dejar perder ninguna  clase de buenos deseos; lo que digo es que se han de  realizar ordenadamente, y los que no se pueden practicar  enseguida, se han de encerrar en algún rincón  del corazón, hasta que les llegue el tiempo, y,  entretanto, hay que realizar los que ya están  sazonados y maduros; y no digo esto solamente con respecto a  los deseos espirituales, sino también con respecto a  los mundanos: si no lo hacemos así, no viviremos sino  con inquietud y desazón.

 

  

CAPÍTULO  XXXVIII : AVISO A LAS  PERSONAS CASADAS

         «El  matrimonio es un gran sacramento, lo digo en Jesucristo y en  su Iglesia»; «es honorable para todos», en  todos y en todo, es decir, en todas sus partes: para todos,  porque aun las mismas vírgenes han de honrarlo con  humildad; en todos, porque es igualmente santo entre los  pobres y entre los ricos; en todo, porque su origen, su fin,  sus utilidades, su forma y su materia son santas. Es el  plantel del cristianismo, que llena la tierra de fieles,  para completar, en el cielo, el número de los  elegidos; de manera que la conservación del bien del  matrimonio es en extremo importante para la  república, porque es la raíz y el manantial de  todos los arroyos.

          Plugiera  a Dios que su Hijo muy amado fuese llamado a todas las  bodas, como lo fue a las de Caná, pues no  faltaría en ellas el vino de los consuelos y de las  bendiciones; porque, si, ordinariamente, sólo hay un  poco en los comienzos, ello es debido a que, en lugar de  Nuestro Señor invitan a Adonis, y a Venus en lugar de  la Virgen.

          El  que quiere tener corderitos hermosos y pintados, como Jacob,  ha de mostrar a las ovejas, cuando se aparejan, varillas de diversos colores; y el que quiere tener un feliz  éxito en el matrimonio, debería, en sus bodas,  representarse la santidad y la, dignidad de este sacramento;  pero, en lugar de esto, todo se acaba en desórdenes,  pasatiempos, banquetes, palabras; no es, pues, de  extrañar si los efectos son desastrosos.

          Sobre  todo exhorto a los casados al amor mutuo, que tanto les  recomienda el Espíritu Santo en la Sagrada Escritura.  ¡Oh casados!, nada es decir: «Amaos los unos a los  otros con amor natural», porque las parejas de  tórtolas también lo hacen; ni decir:  «Amaos con un amor humano», porque los paganos  también han practicado este amor; mas yo os digo con  el gran Apóstol: «Maridos, amad a vuestras  esposas como Jesucristo ama a su Iglesia; esposas, amad a  vuestros maridos, como la Iglesia ama a su Salvador».  Fue Dios que llevó a Eva a nuestro primer padre  Adán y se la dio por esposa; es también Dios, amigos míos, quien, con su mano invisible, ha hecho  el nudo del sagrado lazo de vuestro matrimonio, y quien ha  dado los unos a los otros. ¿ Por qué, pues, no  os amáis con un amor enteramente santo, sagrado y  divino?

          El  primer efecto de este amor es la unión indisoluble de  vuestros corazones. Cuando se pegan con cola dos piezas de  abeto y se juntan, si la cola es fina, la unión  será tan fuerte que antes romperán por  cualquier otro lugar que por el de la juntura. Ahora bien,  es Dios quien une el marido con la esposa con su propia  sangre; por esto esta unión es tan fuerte, que antes  el alma se se parará del cuerpo de uno o del otro,  que el marido de la mujer. Pero esta unión no se  entiende principalmente del cuerpo, sino del corazón,  del afecto y del amor.

          El  segundo efecto de este amor es la fidelidad inviolable y  mutua. Antiguamente los sellos estaban grabados en los  anillos que se llevaban en los dedos, como lo da a entender  la misma Sagrada Escritura; he aquí, pues, el secreto  de la ceremonia que se hace en el sacramento; la Iglesia,  por mano del sacerdote, bendice el anillo, y al darlo  primeramente al hombre, significa que se sella y cierra su  corazón por este sacramento, para que jamás ni  el nombre ni el amor de otra mujer alguna pueda entrar en  él, mientras viva la que le ha sido dada;  después el esposo pone el anillo en la mano de la  esposa, para que, a su vez, sepa que nunca su corazón  ha de sentir afecto a ningún otro hombre, mientras  viva sobre la tierra el que Nuestro Señor acaba de  darle.

          El  tercer fruto del matrimonio es la procreación y  crianza de los hijos. Es un gran honor para vosotros los  casados, el que Dios, al querer multiplicar las almas que  puedan bendecirle y alabarle eternamente, os haga  cooperadores de una labor tan digna, mediante la  producción de los cuerpos, sobre los cuales, como  gotas celestiales, hace llover las almas, creándolas, como las crea, al infundirlas en aquellos.

          Conservad,  pues, esposos, un tierno, constante y cordial amor a  vuestras esposas. Por esto la mujer fue sacada del costado más cercano al corazón del primer hombre, para  que fuese de él tierna y cordialmente amada. Las  debilidades y las fallas, ya corporales ya espirituales de  vuestras esposas, no han de provocar en vosotros ninguna  clase de desdén, sino más bien una dulce y  amorosa compasión, pues Dios las ha creado  así, para que, dependiendo de vosotros,  recibáis de ellas más honor y respeto, y las  tengáis por compañeras, siendo, empero,  vosotros, los jefes y los superiores. Y vosotras, esposas,  amad, tierna y cordialmente, pero con un amor respetuoso y  lleno de reverencia, a los maridos que Dios os ha dado, ya  que, para esto, los ha hecho Dios de un sexo más  vigoroso y dominador, y ha querido que la mujer sea como  algo que procede del hombre, un hueso de sus huesos, carne  de su carne, y formada de una de sus costillas, sacada de  debajo de su brazo, para significar que ha de estar bajo la  mano y guía de su marido. En toda la Sagrada  Escritura se recomienda, con mucho encarecimiento, esta sujeción, la cual, empero, la misma Escritura hace  suave, pues no sólo quiere que os sometáis con  amor, sino que manda a vuestros maridos que ejerzan su  autoridad con suavidad, afecto y ternura: «Maridos  -dice San Pedro, portaos discretamente con vuestras esposas,  como un vaso más frágil, rindiéndoles  honor».

          Pero,  mientras os exhorto a que hagáis crecer siempre este  amor recíproco que os debéis, tened cuidado en  que no se convierta en alguna especie de celos; porque  ocurre, con frecuencia, que, así como el gusano se  engendra de la manzana más delicada y más  madura, así, también los celos nacen casados,  del cual, empero, echa a perder y corrompe la substancia, porque, poco a poco, engendra disgustos, disensiones y  divorcios. Es cierto que los celos nunca sobrevienen cuando  la amistad se funda recíprocamente en la verdadera  virtud. Por esta causa los celos son una señal  indudable de que el amor tiene algo de sensual y grosero, y  que ha dado con una virtud flaca, inconstante y expuesta a  la desconfianza. Es un necio alarde de amistad, querer  ensalzarla con los celos, porque los celos son, ciertamente,  un indicio de materialidad y grosería de la amistad,  y no de su bondad, pureza y perfección, pues la  perfección de la amistad presupone la certeza de la  virtud de la cosa amada, y los celos presuponen su  incertidumbre.

          Maridos,  si queréis que vuestras esposas sean fieles, que vaya  por delante la lección de vuestro ejemplo.  «¿Con qué cara -dice San Gregorio  Nacianceno-, queréis exigir la honestidad en vuestras  mujeres, si vosotros vivís en la deshonestidad?  ¿Cómo podéis reclamarles lo que vosotros  no les dais?» ¿Queréis que sean castas?  Portaos castamente con ellas, y, como dice San Pablo,  «que cada uno sepa poseer su vaso en santidad».  Pues si, por el contrario, vosotros sois los primeros en  enseñarles las infidelidades, no es maravilla que  vosotros padezcáis la deshonra que acarrea su  pérdida. Mas vosotras, esposas, cuyo honor va  inseparablemente unido a la decencia y a la honestidad,  conservad cuidadosamente vuestra gloria, y no  permitáis que la menor sombra de disolución  empañe vuestra honra. Temed todos los ataques, por  pequeños que sean; nunca permitáis ninguna galantería en torno vuestro; quienquiera que alabe  vuestra belleza y vuestra gracia os ha de ser sospechoso,  porque el que alaba una mercancía que no puede  comprar, suele sentir graves tentaciones de robarla. Pero,  si a tu alabanza añade alguien el desprecio de tu  marido, te ofende en gran manera, pues claramente da a  entender que, no sólo quiere perderte, sino que te considera ya medio perdida, puesto que puede afirmarse que  ya está casi hecho el trato con el segundo comprador,  cuando se está disgustado del primero. Siempre las  señoras, así en los tiempos antiguos como  ahora, han tenido la costumbre de colgar perlas en sus  orejas, por el placer, dice Plinio, de oír el ruido  que hacen al chocar unas contra otras. Mas yo que sé  que el gran amigo de Dios, Isaac, envió unos  pendientes, como primeras arras de su amor, a Rebeca, creo  que este adorno místico significa que la primera cosa  que un marido ha de poseer de su esposa y que ésta ha  de guardar fielmente, es el oído, para que no pueda  entrar por él otro lenguaje ni ruido alguno que el  dulce y amigable rumor de las palabras honestas y castas,  que son las perlas orientales del Evangelio, pues nunca  hemos de olvidar que las almas reciben el veneno por el  oído, como el cuerpo lo recibe por la boca.

          El  amor y la fidelidad hermanados producen siempre la intimidad  y la confianza; por esta causa los santos y las santas han empleado muchas caricias en el matrimonio, caricias  verdaderamente afectuosas pero castas, tiernas pero  sinceras. Así Isaac y Rebeca, la pareja más  casta entre los casados del tiempo antiguo, fueron vistos,  desde una ventana, mientras se acariciaban de tal manera  que, a pesar de que no mediaba entre ambos cosa alguna  deshonesta, entendió muy bien Abimelec que no  podían ser sino marido y mujer. El gran San Luis, tan  austero en su carne como tierno en el amar a su esposa, fue  casi recriminado por ser pródigo en sus caricias,  aunque, en realidad, merecía ser alabado, pues  sabía dejar de un lado su espíritu marcial y  valiente, por estas pequeñeces, exigidas por la  conservación del amor conyugal; ya que, por  más que estas pequeñas demostraciones de pura  y franca amistad no atan los corazones, no obstante los  acercan y los disponen a la mutua convivencia.

          Santa  Mónica, estando encinta del gran San Agustín,  lo consagró muchas veces a la religión  cristiana y al servicio de la gloria de Dios como él  mismo nos lo da a entender, cuando nos dice que había  gustado «la sal de Dios en las entrañas de su  madre». Es una gran lección para las mujeres  cristianas la de ofrecer a la divina Majestad el fruto de su  vientre, ya antes de haber nacido, pues Dios, que acepta las  ofrendas de un corazón humilde y generoso, favorece,  ordinariamente, los deseos de las madres en estas ocasiones.  Testigos de ello son Samuel, Santo Tomás de Aquino,  San Andrés de Fiésole y muchos otros. La madre  de San Bernardo, digna madre de tal hijo, tomando en sus  brazos a sus hijos, al instante de haber nacido, los  ofrecía a Jesucristo, y, desde entonces, les amaba  con respeto, como una cosa sagrada que Dios le había  confiado, y fue tan feliz el éxito de esta  práctica, que los siete fueron muy santos.

          Mas,  cuando los hijos ya han venido al mundo y comienza en ellos  el uso de la razón, han de tener los padres mucho  cuidado en grabar el temor de Dios en sus corazones. La  buena reina Blanca cumplió fervorosamente este deber  con su hijo, el rey San Luis, pues le decía con  frecuencia: «Preferiría, hijo mío muy  amado, verte morir delante de mis ojos, que verte cometer un  solo pecado mortal»; lo cual quedó tan impreso  en el alma de aquel santo hijo, que, como él mismo  decía, no pasó un solo día de su vida  sin que se acordara de ello, y se esforzó, cuanto  pudo, en guardar esta doctrina divina. En nuestro idioma llamamos casas a los linajes y a las generaciones, y los  mismos hebreos llamaban edificación de la casa a la  generación de los hijos, pues fue en este sentido que  se dijo que Dios edificó casas a las comadres de  Egipto. Esto demuestra que no se hace buena casa  enriqueciéndola con bienes materiales, sino educando  bien a los hijos en el temor de Dios y en la virtud; en esto no hay que perdonar trabajo ni. sacrificio alguno, pues los  hijos son la corona de los padres. Así Santa  Mónica combatió con tanta firmeza y constancia  las malas inclinaciones de San Agustín, que,  después de seguir sus pasos por mar y por tierra, logró hacerlo más felizmente hijo de sus  lágrimas por la conversión de su alma, que no  lo había hecho hijo de su sangre por la generación de su cuerpo.

          San  Pablo señala a las esposas el cuidado de la casa, por  lo cual creen muchos, con acierto, que su devoción es  más provechosa a la familia que la de los maridos,  los cuales, por no permanecer tan asiduamente en el hogar,  no pueden, por lo mismo, encaminar tan fácilmente a  la familia hacia la virtud. Por este motivo, Salomón,  en los Proverbios, vincula la felicidad del hogar al cuidado  y diligencia de aquella mujer fuerte que, en ellos, nos  describe.

          Dice  el Génesis que Isaac, al ver estéril a su  mujer Rebeca, rogó por ella al Señor, o,  según los Hebreos, rogó en presencia de ella,  pues mientras el uno oraba a un lado del oratorio, el otro  lo hacía al lado opuesto; de esta manera, la  oración del marido, hecha en esta forma, fue  escuchada. La más grande y la más provechosa  unión del marido y de la mujer es la que estriba en la devoción, a la cual se han de excitar mutuamente y  a porfía. Frutos hay, como el membrillo, que, a causa  de la aspereza de su jugo, sólo son buenos  confitados; hay otros que, por ser muy tiernos y delicados,  tampoco pueden durar, si no se les confita: tales son las  cerezas y los albaricoques. De la misma manera, las esposas  han de desear que sus maridos estén confitados con el  azúcar de la devoción, porque el hombre sin  devoción es un animal severo, áspero y rudo; y  los maridos han de desear que sus esposas sean devotas,  porque la mujer sin devoción es muy frágil, y  está expuesta a decaer o a mancillarse en su virtud.  Dice San Pablo que «el hombre infiel es santificado por  la esposa fiel, y que la esposa infiel es santificada por el  esposo fiel», como sea que, en esta estrecha alianza  del matrimonio, puede una de las partes atraer  fácilmente a la otra a la virtud. Mas,  ¡qué bendición, cuando el hombre y la  mujer fieles se santifican mutuamente en un verdadero temor  del Señor!

          Por  lo demás, la mutua condescendencia ha de ser tan  grande, que jamás se enojen ambos a la vez, para que  no asome entre ellos la disensión y la discordia. Las  abejas no pueden permanecer allí donde se producen  ecos, resonancias y retumbos de voces, ni el Espíritu  Santo en una casa donde haya disputas, réplicas,  gritos y altercados.

          Dice  San Gregorio Nacianceno que, en su tiempo, los casados  festejaban el aniversario de sus bodas. Ciertamente  aprobaría que se introdujese esta costumbre, con tal  que no se hiciese con ostentación de fiestas mundanas  y sensuales, sino confesando y comulgando los esposos,  encomendando a Dios, con mayor fervor que el de costumbre,  el feliz éxito de su matrimonio, renovando los buenos  propósitos de santificarlo cada día más  con una amistad y fidelidad recíprocas, y adelantándose, en el Señor, para soportar las  cargas de su estado.

 

  

CAPÍTULO  XXXIX : DE LA  HONESTIDAD DEL TÁLAMO NUPCIAL

         El  tálamo nupcial, como dice el Apóstol, ha de  ser inmaculado, es decir, ha de estar libre de impureza y de  otras fealdades profanas. De esta manera fue instituido, al  principio, el matrimonio en el paraíso terrenal,  donde jamás, en todo aquel tiempo, hubo el menor  desorden de la concupiscencia ni cosa alguna deshonesta.

          Existe  cierta semejanza entre los placeres vergonzosos y los del  comer, pues todos ellos pertenecen a la carne, aunque los primeros, por razón de su brutal vehemencia, se  llaman simplemente carnales. Explicaré, pues, lo que  no puedo decir de unos, por lo que diré de los otros.

          1.  El comer está ordenado a la conservación de la  vida. Ahora bien, así como comer simplemente para  nutrirse y conservar la persona es una cosa buena, santa y  mandada, así también, en el matrimonio, lo que  es necesario para la generación de los hijos y la  multiplicación de las personas, es una cosa buena y  muy santa, porque es el fin principal de las nupcias.

          2.  Comer, no para conservar la vida, sino para mantener la  mutua relación y condescendencia que nos debemos los  unos a los otros, es una cosa muy justa y honesta.  Igualmente, la recíproca y legítima  satisfacción de los esposos, en el santo matrimonio,  es llamada por San Pablo débito; mas débito  tan grave, que no quiere que ninguna de las partes se exima  de él sin el libre y voluntario consentimiento de la  otra, ni siquiera por motivos de prácticas devotas,  lo cual me ha obligado a hablar en la forma que lo he hecho,  sobre este punto, en el capítulo de la Sagrada  Comunión. Mucho menos pues, es lícito eximirse de este deber, por caprichosas pretensiones de virtud o por  disgusto o desdén.

          3.  Así como los que comen por el deber de mutua  condescendencia, han de comer con libertad y no como  forzados a ello, y, además, han de procurar dar a  entender aue comen con apetito, de la misma manera el  débito nupcial se ha de satisfacer fiel y  francamente, como si se tuviese la esperanza de tener hijos,  aunque, por alguna causa, esta esperanza hubiese desaparecido.

          4.  Comer, no por los dos primeros motivos, sino, simplemente,  para complacer el apetito es cosa tolerable, pero no  laudable, ya que el simple placer del apetito sensitivo no  puede ser un fin suficiente para hacer que sea laudable un  acto; basta con que sea tolerable.

          5.  Comer, no por simple apetito, sino por exceso y desorden, es  cosa más o menos vituperable, según que el  exceso sea grande o pequeño.

          6.  Ahora bien, el exceso en el comer no sólo consiste en  la cantidad, sino también en la forma y manera  cómo se come. Es notable, amada Filotea, que la miel,  tan apropiada y tan saludable para las abejas, pueda de  todas maneras, perjudicarlas tanto, que llegue a ponerlas  enfermas, como ocurre cuando comen demasiado, sobre todo en  primavera, porque les produce como cierta disentería,  y, a veces, las mata inevitablemente, como cuando quedan  cubiertas de miel por delante de su cabeza y en sus aletas.

          A la  verdad, el comercio nupcial, que es tan santo, tan justo,  tan recomendable, tan útil a la sociedad, puede  empero en algunos casos ser dañoso a los que lo  practican; pues, a veces, pone enfermas de pecado venial a  las almas, como ocurre con simples excesos, y, en algunas  ocasiones, las mata con el pecado mortal, como ocurre cuando  es violado y pervertido el orden establecido para la  generación de los hijos; y, en este caso,  según que alguno se aparte más o menos de este  orden, son los pecados más o menos execrables, pero  siempre mortales. Porque como quiera que la  procreación de los hijos es el fin primario y  principal del matrimonio, jamás es lícito  apartarse del orden que exige, aunque, por algún  motivo, tal procreación no pueda entonces seguirse,  como acontece cuando la esterilidad o el embarazo impiden la  generación, pues, en estas circunstancias, el comercio corporal no deja de poder ser justo y santo, con  tal que sean cumplidas las leyes de la generación,  puesto que nunca está permitido que cosa alguna  accidental contravenga la ley impuesta por el fin principal  del matrimonio. Es cierto que la infame y execrable  acción que Onán cometió, en su  matrimonio, fue detestable delante de Dios, como lo dice el  Sagrado Texto, en el capítulo treinta y ocho del  Génesis. Y aunque algunos herejes de nuestros  tiempos, cien veces más condenables que los  Cínicos, de que nos habla San Jerónimo en la  epístola a los Efesios, han pretendido que fue la  perversa intención de este malvado la que  desagradó a Dios, es manifiesto que no habla  así la Escritura, sino que concretamente asegura que  fue la misma cosa cometida la que pareció detestable  y abominable a los ojos de Dios.

          7.  Es una señal indudable de un espíritu  perverso, vil, abyecto e innoble, pensar en los manjares y  en la comida antes de la hora, y todavía más  deleitarse, después de comer, con el placer que se ha  sentido durante la comida, entreteniéndose en ello con palabras y pensamientos, y revolcando el espíritu  en el recuerdo del placer experimentado al tragar los  manjares, como lo hacen aquellos que, antes de comer, tienen  el ánimo en el asador y, después de comer, en  los platos; personas dignas de ser galopines de cocina, que,  como dice San Pablo, hacen de su vientre un Dios. Las  personas honorables sólo piensan en la mesa cuando se  sientan a ella, y, una vez han comido, se lavan las manos y  la boca para no sentir más ni el sabor ni el olor de  lo que han comido. El elefante no es sino una bestia enorme,  pero es la más digna de cuantas viven en la tierra y  la que tiene más juicio. Quiero referir un rasgo de  su honestidad: nunca cambia de compañera, y ama  tiernamente a la que ha escogido, con la cual, empero, no se  junta más que de tres en tres años, por  espacio de cinco días, y con tanto secreto que  jamás nadie le ha visto en este acto; pero harto se  conoce el sexto día, cuando, antes de hacer cualquier  otra cosa, se va derechamente al río, donde lava todo  su cuerpo, y no quiere volver a su grupo antes de haberse  purificado. ¿No son estas cosas hermosos y honestos  instintos de este animal, con los cuales invita a los  casados a no permanecer encenagados en la sensualidad y en  los placeres experimentados por razón de su estado,  sino a lavar el corazón y el afecto, una vez pasados;  y a purificarse lo antes posible, para practicar  después otros actos más puros y elevados, con  toda la libertad del espíritu?

          En  esta advertencia consiste la práctica perfecta de la  excelente doctrina que San Pablo da a los corintios:  «El tiempo es breve; por lo tanto los que tienen esposa  vivan como si no la tuviesen». Ya que, según San  Gregorio, tiene esposa como si no la, tuviese, aquel que, de  tal manera recibe los deleites corporales, que no impide con  ellos las aspiraciones espirituales: ahora bien, lo que se  dice del marido se entiende recíprocamente de la  esposa. «Los que usan del mundo -dice el mismo  Apóstol- sean como si no usasen de él».  Que todos, pues, usen del mundo, cada uno según su  vocación, pero de manera que, no esclavizando sus  afectos, queden libres y estén prontos para el  servicio de Dios, como si no usasen de él. «Este  es el gran mal del hombre -dice San Agustín-, querer  gozar de las cosas de las cuales solamente ha de usar, y  querer usar de aquellas de las cuales solamente ha de  gozar». Nosotros hemos de gozar de las cosas  espirituales y solamente usar de las corporales, de las cuales, cuando el uso se convierte en gozo, nuestra alma  racional se convierte también en alma brutal y  bestial.

          Creo  que he dicho todo lo que era menester decir, y que he dado a  entender, sin decirlo, lo que no quería decir.

 

  

CAPÍTULO  XL : AVISO A LAS  VIUDAS

 San  Pablo instruye a todos los prelados, en la persona de  Timoteo, y le dice: «Honra a las viudas que de verdad  son viudas». Ahora bien, para que una viuda lo sea de  verdad, se requieren tres cosas:

  1.  Que la viuda sea viuda no sólo en cuanto al cuerpo,  sino en cuanto al corazón, es decir, que esté  resuelta, con un propósito inviolable, a conservarse  en el estado de una casta viudez; porque las viudas que  sólo lo son en espera de volverse a casar, solamente  están separadas de los hombres según los  placeres del cuerpo, pero están unidas a ellos por el  deseo del corazón. Y, si la verdadera viuda quiere  ofrecer a Dios su cuerpo y su castidad con voto,  añadirá a su viudez un gran adorno y asegurará mucho su propósito; porque, al ver  que, después del voto, ya no es libre de perder su  castidad sin perder el cielo, estará tan celosa de su  designio, que ni siquiera permitirá que, por un solo  momento, se detengan en su corazón los más  leves pensamientos de casarse, ya que este voto sagrado  pondrá una recia barrera entre su alma y toda la  clase de proyectos contrarios a su propósito.

          San  Agustín aconseja muy encarecidamente este voto a la  viuda cristiana, y el antiguo y docto Orígenes va  más allá, pues exhorta a las mujeres casadas a  que se consagren y obliguen a la castidad para cuando sean  viudas, en el caso en que sus maridos mueran antes que  ellas, a fin de que, en medio de los placeres sensuales  propios del matrimonio, puedan no obstante, gozar del  mérito de una casta viudez, mediante esta promesa  anticipada. El voto hace que las obras que le siguen sean  más agradables a Dios, robustece el ánimo para  hacerlas, y no sólo da a Dios las obras que son como  los frutos de nuestra buena voluntad, sino también le  consagra la misma voluntad, que es como el árbol de  nuestros actos. Por la simple castidad damos a Dios nuestro  cuerpo, pero reteniendo la libertad de someterlo nuevamente  a los placeres sensuales; mas por el voto de castidad, le  hacemos donación absoluta e irrevocable, sin  reservarnos ninguna potestad de desdecirnos,  haciéndonos así dichosamente esclavos de  Aquel, cuya servidumbre es mejor que todas las realezas.  Ahora bien, como que yo apruebo infinitamente los consejos  de estos dos grandes personajes, asimismo quisiera que las  almas que, por dicha suya, desean seguirlos, lo hiciesen con  prudencia, santa y sólidamente, después de  haber medido su valor, invocado la inspiración del  cielo, y haber pedido el parecer a algún docto y  devoto director, ya que, de esta manera, todo se hará  con más fruto.

          2.  Además de esto, es menester que esta renuncia de las  segundas nupcias se haga única y simplemente para  poner con más pureza todos los afectos en Dios y unir  del todo el propio corazón con el de la divina  Majestad; porque si el deseo de dejar ricos a los hijos, o  cualquiera otra pretensión mundana, es la que retiene  a la viuda en su viudez, quizá recibirá por  ello alabanza, pero no delante de Dios, pues, delante de  Dios, únicamente puede ser alabado lo que se hace  para agradarle.

          3.  Es también necesario que la viuda, para ser  verdaderamente tal, viva alejada y privada de los goces  profanos. «La viuda que vive en medio de delicias -dice  San Pablo-, está muerta en vida». Querer ser  viuda, y complacerse, no obstante, en ser halagada,  acariciada y festejada; querer tomar parte en los bailes,  danzas y festines; querer andar perfumada, adornada y acicalada, esto no es ser viuda; esto es ser viuda en cuanto  al cuerpo, pero estar muerta en cuanto al alma. ¿  Qué más da que la enseña del templo de  Adonis y del amor profano esté confeccionada con  cintas blancas, dispuestas en forma de penachos, o de gasa,  a manera de red, colocada alrededor del rostro? Con  frecuencia el color negro se presta más que el blanco  a la vanidad, porque da más realce al color del  rostro. La viuda, conociendo por propia experiencia la  manera como las mujeres pueden agradar a los hombres, pone  en el alma de éstos, cebos más peligrosos.  Luego, la viuda que anda entre estos locos placeres  está muerta en vida y no es más que un  ídolo de viudez.

          «  Al llegar el tiempo de la poda, la voz de la tórtola  se ha oído en nuestra tierra», dicen los  Cantares. La poda de las superfluidades mundanas es  necesaria a todos los que quieren vivir piadosamente, pero  de un modo especial es necesaria a la verdadera viuda que,  como una casta tórtola, todavía no ha acabado  de llorar, gemir y lamentar la muerte de su marido. Cuando  Noemí, regresó de Moab a Belén, las  mujeres del lugar, que la habían conocido  recién casada, se preguntaban unas a otras:  «¿No es ésta Noemí»? Mas ella  respondía: «No me llaméis  Noemí» -que quiere decir gentil y  hermosa«antes bien llamadme Amarga, ya que el  Todopoderoso ha llenado mi alma de amargura», y hablaba  así porque había muerto su marido. Tampoco la  viuda devota quiere ser tenida por bella y gentil, y se  consuela con ser lo que Dios quiere que sea, es decir, humilde y devota.

          Las  lámparas de aceite aromático, cuando  éste se apaga exhalan un olor más suave;  así las viudas cuyo matrimonio ha sido puro, exhalan  más perfume de virtud y de castidad cuando su llama,  es decir su marido, se ha extinguido por la muerte. Amar al  marido, mientras vive, es cosa muy corriente entre las  mujeres, pero amarle tanto que, después de su muerte,  no se desee otro, es una categoría de amor que  sólo es propio de las verdaderas viudas. Esperar en  Dios mientras se cuenta con el apoyo del marido, no es cosa  tan rara; pero esperar en Dios cuando se carece de  él, es cosa muy digna de alabanza, por lo que, en la viudez, se conocen más fácilmente las virtudes  practicadas durante el matrimonio.

          La  viuda que tiene hijos que necesitan de su guía y  dirección, sobre todo en lo que se refiere a su alma  y a su encauzamiento en la vida, no puede, en manera alguna,  abandonarlos, pues el apóstol San Pablo dice  manifiestamente «que están sujetas a esta  obligación, para pagar a sus padres y a sus madres  con la misma moneda», y también porque «si  alguno no cuida de los suyos, principalmente de los de su  familia, es peor que un infiel». Mas, si los hijos se  encuentran en tal estado que ya no necesitan la  dirección de la madre, entonces la viuda ha de  recoger todos sus afectos y todos sus pensamientos para aplicarlos más íntegramente a su progreso en  el amor de Dios.

          Si  alguna fuerza mayor no obliga en conciencia, a la verdadera  viuda a ocuparse en los negocios exteriores, como pleitos,  le aconsejo que se abstenga completamente de ellos, y que  procure conducir sus asuntos de la manera más  pacífica y tranquila, aunque no le parezca la  más provechosa. Porque sería menester que los  beneficios de la actividad fuesen muy grandes, para ser  comparables con el bien de una santa tranquilidad; aparte de  que tales pleitos y embrollos disipan el corazón y  abren, con frecuencia, la puerta a los enemigos de la  castidad, pues, para complacer a las personas cuyo favor  necesitan, no faltan quienes se ponen en situaciones  contrarias a 'a devoción y desagradables a Dios.

          Sea  la oración el continuo ejercicio de la viuda, pues no  debiendo amar a nadie fuera de Dios, sólo ha de tener  palabras para Dios. Y, así como el hierro privado de  la atracción del imán, por la presencia del  diamante, se precipita hacia aquél en cuanto éste es removido, de la misma manera el  corazón de la viuda que no podía lanzarse del  todo hacia Dios ni seguir los atractivos del divino amor,  mientras vivía su marido, después de la muerte  de éste ha de correr presta tras el olor de los  perfumes celestiales, como si dijera, a imitación de  la sagrada Esposa: « ¡ Oh, Señor!, ahora  que soy toda mía, recíbeme como toda tuya;  atráeme hacia Ti, y correré al olor de tus  ungüentos. »

          El  ejercicio de las virtudes propias de la santa viuda son la  perfecta modestia, la renuncia de los honores, de las  distinciones, de las reuniones, de los títulos y  otras parecidas vanidades: servir a los pobres y a los  enfermos, consolar a los afligidos, encaminar a las  doncellas hacia la vida devota, y mostrarse ante las  jóvenes como un modelo de todas las virtudes. La limpieza y la sencillez han de ser los adornos de sus  vestidos; la humildad y la caridad, el adorno de sus actos;  la honestidad y la humildad, el de su conversación;  la modestia y el recato, el de sus miradas, y Jesucristo  crucificado el único amor de su corazón.

          En  una palabra, la verdadera viuda es en la Iglesia una violeta  de marzo, que despide una suavidad incomparable por el olor de su devoción, permanece casi siempre escondida bajo  las largas hojas de su propia abyección, y pone de  manifiesto su mortificación con su color menos  brillante: se encuentra en parajes húmedos e  incultos, no quiere ser agitada por las conversaciones  mundanas, para defender mejor la frescura de su  corazón contra los ardores que los deseos de  riquezas, de honores o también de amores  podrían encender. «Ella será  bienaventurada -dice el santo Apóstol-, si persevera  en estas disposiciones.»

  Muchas  otras cosas tendría que decirte acerca de este punto;  mas lo habré dicho todo, con decirte que la viuda  celosa del honor de su condición, lee reflexivamente  las hermosas cartas que San Jerónimo escribió  a Furia y a Salvia y a todas aquellas otras damas que  tuvieron la suerte de ser hijas espirituales de tan gran  padre, ya que nada se puede añadir a lo que les dijo,  si no es esta advertencia, a saber, que la buena viuda nunca  ha de hablar ni censurar a los que pasan a segundas, a terceras y aun a cuartas nupcias, porque en ciertos casos,  Dios así lo dispone, para su mayor gloria. Y siempre  se ha de tener presente esta doctrina de los antiguos: que  ni la viudez ni la virginidad no tienen, en el cielo, otra  categoría que la señalada por la humildad.

 

  

CAPÍTULO  XLI : UNA PALABRA  A LAS VÍRGENES

         ¡Oh  vírgenes!, si aspiráis al matrimonio temporal,  guardad celosamente vuestro primer amor para vuestro primer  marido. Creo que es un gran engaño presentar, en  lugar de un corazón íntegro y sincero, un  corazón gastado, marchito y agitado por el amor.  Pero, si por dicha vuestra, sois llamadas a las castas y  virginales nupcias espirituales, y queréis, para  siempre, conservar vuestra virginidad, ¡ah!, entonces  guardad vuestro amor tan delicadamente cuanto os sea posible  para aquel divino Esposo que, por ser la misma pureza, nada  ama tanto como la pureza, y al cual son debidas las  primicias de todas las cosas, principalmente las del amor.  En las epístolas de San Jerónimo  encontraréis todos los avisos necesarios, y puesto  que tu condición te obliga a la obediencia, escoge un  guía, bajo cuya dirección puedas consagrar  más santamente tu corazón y tu cuerpo a la  divina Majestad.

 


 

 

(Cuarta  parte)

 

CAPÍTULO  I : QUE NO HAY  QUE HACER CASO DE LAS PALABRAS DE LOS HIJOS DEL  MUNDO

         En  cuanto los mundanos se den cuenta de que quieres emprender  la vida devota, dispararán contra ti mil tiros de  habladurías y maledicencia; los más malos  calificarán maliciosamente tu mudanza,  llamándola hipocresía, fanatismo y artificio:  dirán que el mundo te ha puesto mala cara y que, a  causa de su desprecio, has acudido a Dios. Tus amigos se  apresurarán a hacerte un mundo de reflexiones, muy  prudentes y muy caritativas por, cierto, según su  parecer: «Acabarás -te dirán-, en  algún humor melancólico, perderás  prestigio en el mundo, te harás insoportable,  envejecerás antes de tiempo, se resentirán de  ello tus quehaceres; es menester vivir en el mundo como en  el mundo; nos podemos también salvar sin tantas  cosas»; y otras mil bagatelas como éstas.

          Filotea,  todo lo dicho no es más que un hablar necio y vano;  estas personas no tienen interés ni por tu  salvación ni por tus negocios. «Si fueseis del  mundo -dice el Salvador- el mundo amaría lo que es  suyo; mas, porque vosotros no sois del mundo, por esto os  aborrece.» Hemos visto a caballeros y señoras  pasar toda la noche, y noches seguidas, jugando al ajedrez y  a los naipes. ¿Existe alguna clase de atención  más expuesta al malhumor y a la melancolía y  más sombría que aquella? Sin embargo, los  mundanos nada dicen acerca de ello, y a los amigos no les  causa la menor preocupación; en cambio, por la  meditación de una hora, o porque ven que nos  levantamos un poco más temprano de lo que se  acostumbra, todos corren al médico para que nos cure  del humor hipocondriaco y de la ictericia. Pueden pasar  treinta días bailando; nadie se queja de ello, y, por  la sola vela de la noche de Navidad, todo el mundo tose y se  encuentra mal al día siguiente. ¿ Quién  no ve que el mundo es un juez perverso, benévolo y  condescendiente con sus hijos, pero duro y riguroso con los  hijos de Dios?

          No  es posible que estemos bien con el mundo, si no es  perdiéndonos con él. Es imposible tenerle  contento, porque es demasiado extravagante. «Juan ha  venido -dice el Salvador- no comiendo ni bebiendo, y  vosotros decís que está endemoniado; el Hijo  del hombre come y bebe, y decís que es un samaritano.»  Es cierto, Filotea: si por condescendencia reímos,  jugamos y danzamos con el mundo, éste se  escandalizará; si no lo hacemos, nos acusará  de hipocresía o de melancolía; si nos  adornamos, dirá que llevamos segundas intenciones; si  vestimos humildemente, lo achacará a vileza de  corazón; llamará disolución a nuestro  buen humor, y tristeza a nuestras mortificaciones; siempre  nos mirará de reojo y nunca podremos serle agradables. Exagera nuestras imperfecciones y dice que son  pecados veniales y convierte en pecados de malicia nuestros pecados de fragilidad. Al contrario de lo que dice San Pablo  «la caridad es benigna», el mundo es maligno: si  «la caridad nunca piensa mal», el mundo piensa mal  siempre, y, cuando no puede acusar nuestras acciones, acusa  nuestras intenciones. Ya tengan cuernos los corderos, ya no  los tengan, ya sean blancos, ya sean negros, no  dejará el lobo de devorarlos, si puede.

          Hagamos  lo que hagamos, siempre el mundo nos hará la guerra:  si permanecemos mucho rato en el confesionario, se  extrañará de que tengamos tantas cosas que  decir; si estamos poco, dirá que no lo confesamos  todo. Espiará nuestros movimientos, y, por una sola  palabra insignificante de cólera, hará saber  que somos insoportables; el cuidado de nuestros negocios le parecerá avaricia, y nuestra dulzura, apocamiento. En  cuanto a los hijos del mundo, sus cóleras son  generosidades; sus avaricias, ahorros; sus libertades,  pasatiempos honestos. Las arañas siempre echan a  perder la obra de las abejas.

          Dejemos  a este ciego, Filotea, que grite cuanto quiera, como la  lechuza para inquietar a las aves diurnas. Seamos firmes en nuestros propósitos, invariables en nuestras  resoluciones; la perseverancia nos dará a conocer si,  de verdad y enteramente, nos hemos ofrecido a Dios y hemos  entrado en la vida devota. En apariencia, los cometas y los  planetas son casi igualmente luminosos, pero los cometas,  por ser tan sólo unos fuegos pasajeros, desaparecen  al poco tiempo, mas los planetas poseen una claridad  perpetua. De la misma manera, la hipocresía y la  verdadera virtud tienen mucha semejanza externa, pero  fácilmente se distingue la una de la otra, porque la  hipocresía no tiene duración y se disipa como  el humo por el aire, pero la verdadera virtud siempre es  firme y constante. No es pequeña ventaja, para  asegurar bien los comienzos de la devoción, padecer,  por su causa, oprobios y calumnias, porque, por este medio,  evitamos el peligro de la vanidad y del orgullo, que son  como las comadres de Egipto, a las cuales el Faraón  infernal ha ordenado que maten a los hijos varones de Israel  el mismo día de su nacimiento. Nosotros estamos  crucificados al mundo, y el mundo ha de estar crucificado  para nosotros; nos tiene por locos; tengámosle por  insensato.

 

  

CAPÍTULO  II : QUE ES  MENESTER TENER BUEN ÁNIMO

         La  luz, aunque deseable y hermosa a nuestros ojos, los  deslumbra sin embargo cuando han permanecido mucho tiempo en  las tinieblas, y antes de que una persona se acostumbre al  trato de los habitantes de una región, por corteses y  amables que sean, se encuentra extraño entre ellos.  Podrá ocurrir muy bien, mi querida Filotea, que con  este cambio de vida, se produzcan muchas turbaciones en tu  interior y que este grande y general adiós, que has  dado a las locuras y a las bagatelas del mundo, te cause  algún sentimiento de tristeza y de desaliento. Si  esto ocurre, te ruego que tengas un poco de paciencia, pues  no será nada; no es más que un poco de  extrañeza que te causa la novedad; después  recibirás diez mil consolaciones. Quizás, al principio, te dolerá dejar la gloria que los locos y  los burlones te daban en tus frivolidades; pero, ¡ah!,  ¿quieres perder la gloria eterna que Dios te  dará de verdad? Las vanas diversiones y los vanos  pasatiempos, en los cuales has empleado tus años, todavía se ofrecerán a tu corazón, para  tentarle e inclinarle a su lado; mas ¿tendrás  valor para renunciar a aquella eternidad bienaventurada por  tan engañadoras ligerezas? Créeme, si  perseveras, no tardarás en recibir en tu  corazón dulzuras tan deliciosas y agradables, que  confesarás que el mundo no tiene sino hiel, en  comparación de esta miel, y que un solo día de devoción vale más que mil años de vida  mundana.

          Pero  tú ves que la montaña de la perfección  cristiana es muy alta. «¡Ah, Dios mío!  -dices para tus adentros ¿cómo podré subir?» ¡Ánimo, Filoteal Cuando las  abejitas comienzan a tomar forma, se las llama ninfas, y  entonces aun no saben volar por las llores, ni por las  montañas, ni por las colinas cercanas, para recoger  la miel; pero, poco a poco, nutriéndose de la miel  que les han preparado sus madres, estas pequeñas  ninfas toman alas y se robustecen, de suerte que  después vuelan, buscando por toda la comarca. Es  cierto que nosotros somos todavía pequeñas  ninfas de la devoción, y que no podríamos  subir según nuestras aspiraciones, las cuales no son  otras, nada menos, que alcanzar la cima de la  perfección; pero, si comenzarnos a tomar forma con  nuestros deseos y propósitos, comenzarán a  salirnos las alas. Hemos de confiar en que, algún  día, llegaremos a ser abejas espirituales y que  volaremos. Entre tanto, vivamos de la miel de tantas  enseñanzas que nos han dejado los antiguos devotos, y  pidamos a Dios que nos dé alas como de paloma, para  que, no solamente podamos volar durante la vida presente,  sino también descansar en la eternidad de la vida  venidera.

 

  

CAPÍTULO  III : DE LA  NATURALEZA DE LAS TENTACIONES Y DE LA DIFERENCIA QUE HAY  ENTRE EL SENTIR LA TENTACIÓN Y EL CONSENTIR EN  ELLA

 

        Imagínate,  Filotea, una joven princesa muy querida de su esposo. Un  malvado, para seducirla y mancillar su tálamo  nupcial, le envía un infame mensajero de amor, para  tratar con ella de su desgraciado propósito. En  primer lugar, este mensajero expone a la princesa la  intención del que lo envía; en segundo lugar,  la princesa se siente complacida o disgustada de la  proposición; en tercer lugar, o consiente en ella o  la rechaza. Asimismo Satanás, el mundo o la carne, al  ver a una alma desposada con el Hijo de Dios, le  envía tentaciones y sugestiones por las cuales: 1, le  propone el pecado; 2, en las cuales siente complacencia o displicencia; 3, en las cuales, finalmente, consiente o bien  rechaza; que son, en resumen, supuesto a que consienta, los  tres grados por los cuales se desciende hasta la iniquidad;  la tentación, la delectación y el  consentimiento; y, aunque estos tres grados no queden, a  veces, del todo deslindados en toda clase de pecados, se  distinguen, empero, de una manera muy palpable, en los  pecados grandes y enormes.

          Aunque  la tentación dure toda la vida, no nos hace  desagradables a la divina Majestad, mientras no nos  complazcamos ni consintamos en ella; la razón es  porque en la tentación no obramos, sino que sufrimos,  y cuando no nos complacemos en ella, tampoco tenemos ninguna  clase de culpa. San Pablo padeció durante mucho  tiempo las tentaciones de la carne, y, lejos de ser por esto  desagradable a Dios, al contrario, era Dios, en ello,  glorificado; la bienaventurada Angela de Foliño  sentía tentaciones carnales tan crueles, que da  lástima cuando las refiere; grandes fueron  también las tentaciones que sufrieron San Francisco y  San Benito, cuando, para mitigarlas, el uno se  revolcó sobre los zarzales, y el otro sobre la nieve,  y, no obstante, nada perdieron de la gracia de Dios, sino  que recibieron un gran aumento de ella.

          Conviene  pues, Filotea, que seas esforzada, en medio de las  tentaciones y que no te consideres jamás vencida  mientras te desagraden, teniendo muy en cuenta la diferencia  que hay entre el sentir y el consentir, diferencia que  estriba en que podemos sentirlas, aunque nos desagraden, mas  no podemos consentir sin que nos agraden, pues la  complacencia sirve, ordinariamente, de paso para llegar al  consentimiento. Que los enemigos de nuestra salvación  se presenten tan atractivos y seductores como quieran; que  permanezcan siempre en la puerta de nuestro corazón,  a punto de entrar; que nos hagan las proposiciones que  quieran; mientras tengamos la firme resolución de no  entregarnos a ellos, no es posible que ofendamos a Dios; de  la misma manera que el príncipe, esposo de la  princesa que hemos imaginado, no puede ofenderse del mensaje  que le ha sido enviado si ella no se complace en recibirlo.  Hay, empero, una diferencia entre el alma y la princesa,  porque ésta de haber escuchado la proposición  deshonesta, puede, si le place, despedir al mensajero y no  escucharle más; en cambio, no siempre depende del  alma el no sentir la tentación, aunque esté en  su poder el no consentir en ella; por esto, aunque la tentación dure y persevere mucho tiempo, no puede  perjudicarnos, mientras no nos sea agradable.

          En  cuanto a la delectación que puede seguir a la  tentación, como que nosotros tenemos, en nuestra  alma, dos partes, una inferior y otra superior, y la  inferior no siempre obedece a la superior, sino que anda a  su arbitrio, ocurre que, algunas veces, la parte inferior se  deleita en la tentación, sin el consentimiento y aun  contra la voluntad de la superior; es la discordia y la guerra que describe el apóstol San Pablo, cuando dice  que «su carne hostiliza a su espíritu» y  que «una es la ley de los miembros y otra la ley del  espíritu», y otras cosas parecidas.

          ¿Has  visto, alguna vez, Filotea, un gran brasero de fuego  cubierto de ceniza? Cuando, diez o doce horas más  tarde, queremos sacar fuego de él, solamente, y aun a  duras penas, encontramos muy poco, oculto entre el rescoldo;  y, sin embargo, hay fuego, pues lo encontramos y con  él se puede encender de nuevo todo el carbón  apagado. Lo mismo ocurre con la caridad, que es nuestra vida  espiritual en medio de las grandes y violentas tentaciones;  porque la tentación, cuando existe la  delectación de la parte inferior, parece que cubre  toda el alma de ceniza y esconde el amor de Dios en el  fondo, amor que ya no aparece en ninguna otra parte, si no  es un medio del corazón, en lo más hondo del  espíritu; y parece que no existe, pues cuesta trabajo  encontrarlo. Está, empero, en realidad, pues, aunque  todo ande revuelto en nuestra alma y en nuestro cuerpo, tenemos el propósito de no consentir ni en el pecado  ni en la tentación, y la delectación, que, en  nosotros, agrada al hombre exterior, desagrada al hombre  interior, y, aunque ande dando vueltas en torno de nuestra  voluntad, no esta, empero, dentro de ella; y en esto se ve  que esta delectación es involuntaria, y, por lo  tanto, es imposible que sea pecado.

 

  

CAPÍTULO  IV : EL SENTIR Y  EL CONSENTIR DOS BELLOS EJEMPLOS ACERCA DE ESTE  PUNTO

         Es  tan importante entender esto, que no tengo inconveniente en  insistir en ello para explicarlo mejor. El joven de quien  nos habla San Jerónimo, que, tendido y atado con  cintas de seda y con toda delicadeza en un lecho bien  mullido, era provocado por una mujer impúdica, que,  en el mismo lecho, se esforzaba en hacer vacilar su  constancia, ¿no debía sentir emociones eróticas? Sus sentidos, ¿no debían estar  invadidos por la delectación, y su imaginación  llena y saturada de voluptuosidad? Indudablemente así  debía ser, y, no obstante, en medio de tantas  turbaciones, en medio de un combate tan horrible de tentaciones y entre tantos placeres que le envolvían,  dio pruebas de que su corazón no estaba vencido y de  que su voluntad no consentía, pues su  espíritu, al verlo todo conjurado contra él y  no pudiendo disponer de ninguna de las partes de su cuerpo, excepción hecha de la lengua, cortóla con los  dientes y la escupió al rostro de aquélla alma  envilecida, que le atormentaba más cruelmente con los  placeres, que jamás lo hubieran hecho los verdugos  con sus torturas; el tirano, que desconfiaba vencerlo con el  dolor, esperaba rendirle con el placer.

          Es  muy admirable la historia de santa Catalina de Sena en  ocasión parecida. El espíritu maligno obtuvo  de Dios el poder de combatir la pureza de esta santa virgen  con todo su furor, pero sin que pudiese tocarla.  Sugirió, pues, toda clase de deshonestidades a su  corazón, y, para excitarla más, se le  apareció con otros diablos, en forma de hombres y  mujeres, y comenzó a cometer en su presencia mil y  mil clases de deshonestidades y acciones lúbricas,  añadiendo palabras y conversaciones muy  desvergonzadas; y, aunque todas estas cosas eran exteriores,  entraban, por los sentidos, muy adentro del corazón  de la virgen, que, como ella misma confesaba, se veía  llena de estas imágenes, y únicamente su  voluntad superior quedaba libre de aquella tempestad de  vileza y delectación carnal. Esto duró mucho  tiempo, hasta que un día Nuestro Señor se le  apareció, y ella le dijo: «¿Dónde  estabas, mi amado Señor, cuando mi corazón  estaba tan lleno de tinieblas y de inmundicias?» El  Señor le respondió: «Estaba dentro de tu  corazón, hija mía». «¿Y  cómo -replicó ella- habitabas en mi corazón, lleno de tantas vilezas? ¿Cómo  estabas en un lugar tan deshonesto?» Y Nuestro  Señor le dijo: «Dime: estos feos pensamientos de  tu corazón, ¿te causaban placer o tristeza,  amargura o deleite?» Y ella le dijo: «Muy grande  amargura y tristeza». Replicó el Señor:  «¿Y quién infundía esta amargura y  esta tristeza en tu corazón, sino yo, que  permanecía escondido en medio de tu alma? Cree, hija  mía, que si yo no hubiese estado presente, aquellos  pensamientos que sitiaban tu voluntad, sin poderla asaltar,  la habrían vencido, habrían penetrado en ella  y habrían sido recibidos con complacencia por tu libre albedrío y, así, habrían dado  muerte a tu alma; mas, porque yo estaba dentro,  infundía aquella resistencia y aquel disgusto en tu  corazón, merced a lo cual alejabas cuanto  podías la tentación, y, no pudiendo rechazarla  tanto como deseabas, sentías el mayor disgusto y el  mayor aborrecimiento contra ella y contra ti misma; y,  así, estas penas eran para ti un gran mérito,  una gran ganancia y un gran aumento de tu virtud y de tu  fortaleza.» Repara, pues, Filotea, cómo este  fuego estaba cubierto de ceniza, y cómo la  tentación y la delectación habían  entrado dentro del corazón y habían sitiado la  voluntad, y cómo ésta, sola, pero asistida del  Salvador, había resistido con amargura, disgusto y  detestación al mal que le había sido sugerido,  negando con constancia el consentimiento al pecado que le  cercaba.

          ¡  Dios mío, qué angustia para una alma que ama a  Dios no saber si Él está en ella o no, si el  amor divino, por el cual combate, está o no  está del todo apagado en ella! Mas esto es la  delicada flor de la perfección del amor celestial:  hacer que el amador sufra y combata por el amor, sin que  sepa si posee el amor por el cual combate.

 

  

CAPÍTULO  V : ALIENTO  PARA EL ALMA QUE SE ENCUENTRA  TENTADA

         Filotea,  estos grandes asaltos y estas tremendas tentaciones nunca  son permitidas por Dios, si no es en las almas que quiere elevar a su puro y excelente amor. Sin embargo, no se deduce  de aquí que, después de ello, puedan tener la  certeza de haber llegado a este amor, porque ha ocurrido  varias veces que los que habían sido constantes en  tan violentas acometidas, después, por no haber  correspondido con fidelidad a la gracia divina, se han visto  vencidos por tentaciones muy pequeñas. Lo digo porque, si alguna vez acontece que te sientas afligida por  alguna violenta tentación, sepas que Dios te favorece  con una merced extraordinaria, con la cual te da a entender  que quiere engrandecerte delante de su divino acatamiento;  pero, a pesar de esto, seas siempre humilde y temerosa, y no  creas que vencerás las tentaciones pequeñas  por el hecho de haber vencido las grandes, si no es por una  continua fidelidad a la Majestad divina.

          Por  cualquiera tentación que te acometa y por cualquiera  delectación que de ella se derive, mientras tu  voluntad se niegue a consentir, no sólo en la  tentación sino también en la  delectación, no te turbes, porque Dios no recibe  ofensa alguna.

          Cuando  un hombre se desmaya y no da señales de vida, ponen  la mano sobre el corazón, y, por poco movimiento que  en él adviertan, creen que todavía vive y que,  con algún medicamento especial o algún  reconfortante, podrá recuperar la fuerza y los  sentidos. De la misma manera suele ocurrir que, por la  violencia de las tentaciones, parece que el alma cae en un  total desfallecimiento de sus fuerzas y que, como desmayada,  no tiene ya vida espiritual ni movimiento. Veamos si el  corazón y la voluntad tienen todavía  movimiento espiritual, es decir, si se niegan a consentir y  a seguir la tentación y la delectación; porque, mientras el corazón ofrezca resistencia,  podemos estar seguros de que la caridad, vida de nuestra  alma, está en nosotros, y de que Jesucristo, nuestro  Salvador, permanece en nuestra alma, aunque esté en  ella oculto y embozado. De manera que, mediante el constante  ejercicio de la oración, de los sacramentos y de la  confianza en Dios, recuperaremos nuestras fuerzas y  viviremos una vida llana y agradable.

 

   

CAPÍTULO  VI : DE  QUÉ MANERA LA TENTACIÓN Y LA  DELECTACIÓN PUEDEN SER PECADO

         La  princesa de la cual hemos hablado, no es responsable de la  propuesta deshonesta que le ha sido hecha, porque, como hemos supuesto, todo ha ocurrido contra su voluntad; mas,  si, por el contrario, hubiese dado motivo a la propuesta con  algún halago, ofreciendo amor a quien le hubiese  festejado, indudablemente hubiera sido culpable de la misma  propuesta, y, aunque después se hubiese hecho la  desentendida, no hubiera dejado de merecer reprensión  y castigo. Así ocurre, a veces, que la sola  tentación es pecado, porque somos causa de ella. Por  ejemplo, sé que si juego, monto fácilmente en  cólera y profiero blasfemias, y, por consiguiente,  sé que el juego es para mí una  tentación: peco, pues, cada vez que juego, y soy responsable de todas las tentaciones que, durante el mismo,  me acometen. Asimismo, si sé que alguna  conversación me arrastra a la tentación y me  hace caer, y, a pesar de ello, tomo parte voluntariamente en  ella, soy culpable de todas las tentaciones que puedan  sobrevenirme.

          Cuando  la delectación que se deriva de la tentación  puede ser evitada, siempre es pecado admitirla, según  que el placer que se siente en ella y el consentimiento que  se da, sea de larga o corta duración. Siempre es  censurable la joven princesa, de quien hemos hablado, si no  sólo escucha la proposición baja y deshonesta  que se la hace, sino que, además, después de conocerla, se complace en ella y entretiene con placer su  corazón en estas cosas; porque, aunque no quiera  consentir en la ejecución real de lo que le ha sido  ofrecido, consiente, no obstante, en la aplicación  espiritual de su corazón, por el gozo que en ello se  da, y siempre es cosa deshonesta aplicar el corazón o  el cuerpo a una deshonestidad; pero ésta de tal  manera consiste en la aplicación del corazón,  que, sin esta aplicación, no puede haber pecado.

          Cuando,  pues, te sientas tentada de cometer algún pecado,  considera si has dado voluntariamente motivo para ser  tentada, pues entonces la misma tentación te pone en  estado de pecado, por el peligro a que te has expuesto. Esto  se entiende del caso en que hayas podido evitar  cómodamente la ocasión, y en que hayas  previsto o hayas tenido ocasión de prever el hecho de  la tentación; pero, si no has dado motivo alguno a la  tentación, de ninguna manera te puede ser imputada a  pecado.

          Cuando  la delectación que sigue a la tentación ha  podido ser evitada y, no obstante, no lo ha sido, siempre  hay alguna clase de pecado, según sea la  detención hecha en ella, y también  según sea la naturaleza de la causa del placer  sentido. Una mujer que, sin haber dado motivo para ser  festejada, se complace, no obstante, en serlo, no deja de  ser digna de reprensión, si el placer que en ello  encuentra no tiene otra causa que la galantería. Por  ejemplo, si el que quiere hacerle el amor toca exquisitamente el laúd, y a ella le gusta, no el ser  requerida de amores, sino la armonía y dulzura del  sonido, no hay pecado, aunque no debe detenerse mucho en  este placer, por el peligro de pasar del mismo a la  delectación de aquel requerimiento; igualmente, pues,  si alguien me propone alguna estratagema llena de sutileza y  artificio para vengarme de mi enemigo, y yo no me complazco  ni consiento en la venganza que se me propone, sino que me  deleito únicamente en la sutileza de la  invención y del artificio, indudablemente no peco,  aunque no es conveniente que me entretenga en este placer,  porque, poco a poco, puede arrastrarme a que me deleite en  la misma venganza.

          A  veces, son algunos sorprendidos por cierto cosquilleo de  delectación, que sigue inmediatamente a la  tentación, antes de que puedan buenamente echarlo de  ver. Esto, a lo más puede ser un pecado muy leve, el  cual, empero, se hace mayor, si, después que se han  dado cuenta del mal, se entretienen, por negligencia, por  espacio de algún tiempo, discutiendo con la  delectación, acerca de si han de admitirla o no, y  mayor todavía si, al darse cuenta de ella, se  detienen, con verdadero descuido, sin ningún  propósito de rechazarla. Mas, cuando voluntariamente  estamos resueltos a complacernos en tales goces, este mismo propósito deliberado es un gran pecado, si el objeto  en el cual nos recreamos es notablemente malo. Es un gran  vicio para una mujer fomentar amores malos, aunque, en  realidad, no quiera entregarse jamás al amante.

 

  

CAPÍTULO  VII : REMEDIO  CONTRA LAS GRANDES TENTACIONES

         Enseguida  que sientas en ti alguna tentación, haz como los  niños, cuando en el campo ven algún lobo o  algún oso; al instante corren a los brazos de su  padre y de su madre, o, a lo menos, les llaman y les piden  auxilio y socorro. Acude de la misma manera a Dios,  reclamando su auxilio y misericordia; es el remedio que  enseña Nuestro Señor: «Orad para no caer  en la tentación».

          Si  ves que la tentación persevera o aumenta, corre, en  espíritu, a abrazar la santa Cruz, como si vieses  delante de ti a Cristo crucificado, protesta que no  consentirás en la tentación, y pídele  socorro contra ella y, mientras dure la tentación, no  ceses de afirmar que no quieres consentir.

          Pero,  cuando hagas tales protestas y deseches el consentimiento,  no mires de frente a la tentación, sino solamente a  Nuestro Señor, porque, si miras la tentación,  podrá hacer vacilar tu valor, sobre todo si es muy  violenta.

          Distrae  tu espíritu con algunas buenas y laudables  ocupaciones, porque estas ocupaciones al entrar en tu  corazón y al establecerse en él,  ahuyentarán las tentaciones y sugestiones malignas.

          El  gran remedio contra todas las tentaciones, grandes y  pequeñas, es desahogar el corazón y comunicar  a nuestro director todas las sugestiones, sentimientos y  afectos que nos agitan. Fíjate en que la primera  condición que el maligno pone al alma que quiere  seducir, es el silencio, como lo hacen los que quieren  seducir a las esposas y a las hijas, que, ante todo, les prohíben comunicar a los maridos y a los padres sus  proposiciones, siendo así que Dios quiere que demos a  conocer enseguida sus inspiraciones a nuestros superiores y  directores.

          Y  si, después de lo dicho, la tentación se  empeña en importunarnos y en perseguirnos, no hemos  de hacer otra cosa sino insistir por nuestra parte, en la  protesta de que no queremos consentir; porque, así  como las mujeres no pueden quedar casadas mientras dicen que  no, de la misma manera no puede el alma, aunque muy agitada,  ser jamás vencida si se niega a serlo.

          No  concedas beligerancia a tu enemigo, y no le contestes  palabra, si no es aquella con que Nuestro Señor le  respondió, y con la cual le confundió: «  ¡Vete, Satanás! Adorarás al Señor  tu Dios y a Él sólo servirás». Y  así como la mujer casta no ha de responder una sola  palabra al hombre envilecido que le sigue haciéndole  proposiciones deshonestas, sino que, dejándole al punto, ha de inclinar, al instante, su corazón del  lado de su esposo, y ha de renovar el juramento de fidelidad  que le prometió, sin entretenerse en dudar,  así el alma devota, al verse acometida de alguna  tentación, no ha de pararse en disputar y en  responder, sino que, sencillamente, ha de volverse hacia el  lado de Jesucristo, su esposo, y prometerle de nuevo que le será fiel, y que sólo quiere ser toda de  Él, por siempre jamás.

 

  

CAPITULO  VIII : QUE ES  MENESTER RESISTIR A LAS TENTACIONES  PEQUEÑAS

         Aunque  es cierto que hemos de combatir las grandes tentaciones con  un valor invencible, y que la victoria que, sobre ellas, reportemos será para nosotros de mucha utilidad, con  todo no es aventurado afirmar que sacamos más  provecho de combatir bien contra las tentaciones leves;  porque así como las grandes exceden en calidad, las  pequeñas exceden desmesuradamente en número,  de tal forma que el triunfo sobre ellas puede compararse con  la victoria sobre las mayores. Los lobos y los osos son, sin  duda, más peligrosos que las moscas, pero no son tan  impertinentes ni enojosos, ni ejercitan tanto nuestra  paciencia. Es una cosa muy fácil no cometer  ningún homicidio, pero es muy difícil evitar  los pequeños enfados, de los cuales se nos presentan  ocasiones a cada momento. Es muy fácil a un hombre o  a una mujer no cometer adulterio, pero ya no lo es tanto abstenerse de ciertas miradas, de dar o recibir amor, de  procurar gracias o pequeños favores, de decir o  aceptar piropos. Es muy fácil no ser rival del marido  o de la mujer, en cuanto al cuerpo, pero no es tan  fácil no serlo en cuanto al corazón; cosa fácil es no mancillar el lecho nupcial, pero es muy  difícil no lesionar el amor de los casados; cosa  fácil es no hurtar los bienes ajenos, es, empero,  difícil no desearlos ni envidiarlos; es muy  fácil no levantar falso testimonio en juicio, pero es  muy difícil no mentir en una conversación; es  muy fácil no embriagarse, pero es muy difícil  ser sobrio; es muy fácil no desear la muerte del  prójimo, pero es difícil no desearle  algún malestar; es muy fácil no difamarle,  pero es difícil no despreciarle.

          En  una palabra, estas pequeñas tentaciones de ira, de  sospechas, de celos, de envidia, de amoríos, de  frivolidad, de vanidad, de doblez, de afectación, de  artificio, de pensamientos deshonestos, son los cotidianos  ejercicios, aun de las personas más devotas y  decididas; por esta causa, amada Filotea, conviene que, con  mucho cuidado y diligencia, nos preparemos para este combate, y ten la seguridad de que cuantas fueren las  victorias logradas contra estos pequeños enemigos,  otras tantas serán las piedras preciosas engarzadas  en la corona de gloria que Dios nos prepara en su  paraíso. Por esto digo que, mientras esperamos la  ocasión de combatir bien y valientemente las grandes  tentaciones, si llegan, es menester que nos defendamos bien  y dignamente de los pequeños y débiles  ataques.

 

  

CAPÍTULO  IX : CÓMO  SE HAN DE REMEDIAR LAS PEQUEÑAS  TENTACIONES

         Ahora  bien, en cuanto a estas pequeñas tentaciones de  vanidad, de sospecha, de melancolía, de celos, de  envidia, de amores, y otras semejantes impertinencias, que,  como moscas, pasan por delante de los ojos, y ora nos pican  en las mejillas, ora en la nariz; como sea que no es  imposible librarnos completamente de su importunidad, la  mejor resistencia que les podemos hacer es no inquietarnos,  porque nada de esto puede dañar, aunque sí  causar molestias, mientras permanezca firme la  resolución de servir a Dios.

          Desprecia,  pues, estos pequeños ataques, y no te dignes pensar  en lo que significan, sino déjalos que zumben cuanto  quieran alrededor de tus oídos, y que corran de  acá para allá en torno de ti; y cuando te  piquen, y veas que, poco o mucho, se detienen en tu  corazón, no hagas otra cosa que alejarlos  sencillamente, sin combatirles ni responderles de otra  manera que con actos de amor de Dios. Porque, si quieres  creerme, no te esfuerces demasiado en querer oponer la  virtud contraria a la tentación que sientes, porque  eso casi equivaldría a querer disputar con ella; sino  que después de haber hecho un acto de virtud  directamente contrario, si es que has conocido la calidad de  la tentación, inclina simplemente tu corazón  hacia Jesucristo crucificado y, con un acto de amor a  Él, besa sus sagrados pies. Este es el mejor recurso  para vencer al enemigo, así en las grandes como en  las pequeñas tentaciones, ya que el amor de Dios, por  contener en sí todas las perfecciones de todas las  virtudes, y de una manera más excelente que las  mismas virtudes, es también un remedio más  eficaz contra todos los vicios; además, si tu  espíritu se acostumbra a recurrir, en todas las  tentaciones, a esta consigna general, no se verá obligado a mirar y examinar qué clase de tentaciones  tiene, sino que, simplemente, al sentirse turbada, se  pacificará con este gran remedio, el cual, aparte de  lo dicho, espanta tanto al espíritu maligno, que,  cuando ve que sus tentaciones despiertan en nosotros este  divino amor, ya no nos tienta más. Aquí tienes  todo lo que atañe a las pequeñas y frecuentes  tentaciones, en medio de las cuales el que quiera detenerse  en menudencias, perderá la paciencia y no hará  nada bueno.

 

  

CAPÍTULO  X : CÓMO  SE HA DE ROBUSTECER EL CORAZÓN CONTRA LAS  TENTACIONES

         De  vez en cuando, considera qué pasiones son más  dominantes en tu alma, y, una vez descubiertas, emprende una  manera de vivir que les sea totalmente contraria, en  pensamientos, palabras y obras. Por ejemplo, si te sientes  inclinada a la pasión de la vanidad, piensa, con  frecuencia, en las miserias de esta vida humana, en lo muy  enojosas que estas vanidades serán para tu conciencia  el día de tu muerte; en lo indigno que son de un  espíritu generoso; en que no son más que  juegos y diversiones de niños, y en otras cosas  parecidas. Habla muchas veces contra la vanidad y, aunque te  parezca que no lo sientes, no dejes de despreciarla, porque,  por este medio, ganarás fama de lo contrario, porque,  a fuerza de hablar contra alguna cosa, nos sentimos movidos  a aborrecerla, aunque, al principio, le sintamos  afición. Haz actos de abyección y de humildad  siempre que puedas, aunque te parezca que los haces con  repugnancia, porque, por este medio, te acostumbrarás  a la humildad y debilitarás tu vanidad, de suerte  que, al sobrevenir la tentación, tu  inclinación no podrá favorecerla, y  tendrás más fuerza para combatirla.

          Si  te sientes inclinada a la avaricia, piensa, con frecuencia,  en la locura de este pecado que nos hace esclavos de lo que  sólo ha sido creado para servirnos; que cuando llegue  la muerte también tendrás que dejarlo, y  dejarlo en manos de quienes lo disiparán y a quienes  acarreará la ruina y la condenación, y fomenta  otros pensamientos por el estilo. Habla fuerte contra la avaricia, alaba mucho el desprecio del mundo, hazte  violencia y da muchas limosnas, y no te detengas en las  oportunidades de amontonar.

          Si  te domina el deseo de dar y recibir amor, piensa  frecuentemente cuán peligroso es este  entretenimiento, tanto para ti como para los demás;  cuán indigno es profanar y emplear en pasatiempos el  afecto más noble de nuestra alma; cuánto  merece ser recriminado como una extremada ligereza de  espíritu. Habla con frecuencia en favor de la pureza  y sencillez de corazón y, en cuanto te sea posible,  haz actos que anden de acuerdo con ella, y evita toda  afectación y galantería.

          Finalmente,  en tiempo de paz, es decir, cuando las tentaciones del  pecado, al cual te sientes más inclinada, no te  acometen, practica muchos actos de la virtud contraria, y,  si las ocasiones no se presentan, adelántate a ellas  para practicarlos, pues, por este medio robustecerás  tu corazón contra la tentación futura.

   

 

CAPÍTULO  XI : DE LA  INQUIETUD

         La  inquietud no es una simple tentación, sino una fuente  de la cual y por la cual vienen muchas tentaciones: diremos,  pues, algo acerca de ella. La tristeza no es otra cosa que  el dolor del espíritu a causa del mal que se  encuentra en nosotros contra nuestra voluntad; ya sea  exterior, como pobreza, enfermedad, desprecio, ya interior,  como ignorancia, sequedad, repugnancia, tentación.  Luego, cuando el alma siente que padece algún mal, se  disgusta de tenerlo, y he aquí la tristeza, y,  enseguida desea verse libre de él y poseer los medios  para echarlo de sí. Hasta este momento tiene  razón, porque todos, naturalmente, deseamos el bien y  huimos de lo que creemos que es un mal.

          Si  el alma busca, por amor de Dios, los medios para librarse  del mal, los buscará con paciencia, dulzura, humildad  y tranquilidad, y esperará su liberación  más de la bondad y providencia de Dios que de su  industria y diligencia; si busca su liberación por  amor propio, se inquietará y acalorará en pos  de los medios, como si este bien dependiese más de  ella que de Dios. No digo que así lo piense, sino que  se afanará como si así lo pensase.

          Y,  si no encuentra enseguida lo que desea, caerá en  inquietud y en impaciencia, las cuales, lejos de librarla  del mal presente, lo empeorarán, y el alma  quedará sumida en una angustia y una tristeza, y en  una falta de aliento y de fuerzas tal, que le  parecerá que su mal no tiene ya remedio. He  aquí, pues, cómo la tristeza, que al principio  es justa, engendra la inquietud, y ésta le produce un  aumento de tristeza, que es mala sobre toda medida.

          La  inquietud es el mayor mal que puede sobrevenir a un alma,  fuera del pecado; porque, así como las sediciones y  revueltas intestinas de una nación la arruinan  enteramente, e impiden que pueda resistir al extranjero, de  la misma manera nuestro corazón, cuando está  interiormente perturbado e inquieto, pierde la fuerza para  conservar las virtudes que había adquirido, y  también la manera de resistir las tentaciones del enemigo, el cual hace entonces toda clase de esfuerzos para  pescar a río revuelto, como suele decirse.

          La  inquietud proviene del deseo desordenado de librarse del mal  que se siente o de adquirir el bien que se espera, y, sin  embargo, nada hay que empeore más el mal y que aleje  tanto el bien como la inquietud y el ansia. Los  pájaros quedan prisioneros en las redes y en las  trampas porque, al verse cogidos en ellas, comienzan a  agitarse y revolverse convulsivamente para poder salir, lo  cual es causa de que, a cada momento, se enreden más.  Luego, cuando te apremie el deseo de verte libre de  algún mal o de poseer algún bien, ante todo es  menester procurar el reposo y la tranquilidad del  espíritu y el sosiego del entendimiento y de la  Voluntad, y después, suave y dulcemente, perseguir el  logro de los deseos, empleando, con orden, los medios  convenientes; y cuando digo suavemente, no quiero decir con  negligencia, sino sin precipitación, turbación  e inquietud; de lo contrario, en lugar de conseguir el  objeto de tus deseos, lo echarás todo a perder y te  enredarás cada vez más.

          «Mi  alma-decía David siempre está puesta, ¡oh  Señor!, en mis manos, y no puedo olvidar tu santa  ley.» Examina, pues, una vez al día a lo menos, o por la noche y por la mañana, si tienes tu alma en  tus manos, o si alguna pasión o inquietud te la ha  robado: considera si tienes tu corazón bajo tu  dominio, o bien si ha huído de tus manos, para  enredarse en alguna pasión des ordenada de amor, de  aborrecimiento, de envidia, de deseo, de temor, de enojo, de  alegría. Y si se ha extraviado, procura, ante todo,  buscarlo y conducirlo a la presencia de Dios, poniendo todos tus afectos y deseos bajo la obediencia y la  dirección de su divina voluntad. Porque, así  como los que temen perder alguna cosa que les agrada mucho,  la tienen bien cogida de la mano, así también,  a imitación de aquel gran rey, hemos de decir  siempre: «¡Oh Dios mío!, mi alma  está en peligro; por esto la tengo siempre en mis  manos, y, de esta manera, no he olvidado tu santa ley».

          No  permitas que tus deseos te inquieten, por pequeños y  por poco importantes que sean; porque, después de los  pequeños, los grandes y los más importantes  encontrarán tu corazón más dispuesto a  la turbación y al desorden. Cuando sientas que llega  la inquietud, encomiéndate a Dios y resuelve no hacer  nada de lo que tu deseo reclama hasta que aquélla  haya totalmente pasado, a no ser que se trate de alguna cosa  que no se pueda diferir; en este caso, es menester refrenar  la corriente del deseo, con un suave y tranquilo esfuerzo,  templándola y moderándola en la medida de lo  posible, y hecho esto, poner manos a la obra, no  según los deseos, sino según razón.

          Si  puedes manifestar la inquietud al director de tu alma, o, a  lo menos, a algún confidente y devoto amigo, no dudes  de que enseguida te sentirás sosegada; porque la  comunicación de los dolores del corazón hace  en el alma el mismo efecto que la sangría en el  cuerpo que siempre está calenturiento: es el remedio  de los remedios. Por este motivo, dio San Luis este aviso a  su hijo: «Si sientes en tu corazón algún  malestar, dilo enseguida a tu confesor o a alguna buena  persona, y así podrás sobrellevar suavemente  tu mal, por el consuelo que sentirás.»

 

  

CAPÍTULO  XII : DE LA  TRISTEZA

         Dice  San Pablo: «La tristeza que es según Dios, obra  la penitencia para la salvación; la tristeza del  mundo obra la muerte». Luego, la tristeza puede ser  buena o mala, según sean los diversos frutos que  causa en nosotros. Es cierto que son más los frutos  malos que los buenos, porque los buenos sólo son dos:  misericordia y penitencia, y los malos, en cambio, son seis:  angustia, pereza, indignación, celos, envidia e  impaciencia; lo cual hace decir al Sabio: «La tristeza  es la muerte de muchos y, en ella, no hay provecho  alguno», porque, por dos buenos riachuelos que manan de  la fuente de la tristeza, hay seis que son muy malos.

          El  enemigo se vale de la tristeza para ocasionar tentaciones a  los buenos; porque, así como procura que los malos se  alegren en sus pecados, así también procura  que los buenos se entristezcan en sus buenas obras; y  así como no puede inducir al mal si no es  haciéndolo agradable, de la misma manera no puede  apartar del bien si no es haciéndolo desagradable. El  maligno se complace en la tristeza y en la  melancolía, porque él está triste y  melancólico, y lo estará eternamente; por lo  que quiere que todos estén como él.

          La  tristeza mala perturba el alma, la inquieta, infunde temores  excesivos, hace perder el gusto por la oración,  adormece y agota el cerebro, priva al alma del consejo, de  la resolución, del juicio, del valor, y abate las  fuerzas; en una palabra, es como un invierno crudo que priva  a la tierra de toda su belleza y acobarda a los animales,  porque quita toda suavidad al alma y la paraliza y hace  impotente en todas facultades.

          Filotea,  si alguna vez te acontece que te sientes atacada de esta  tristeza, practica los siguientes remedios: «Si alguno  está triste -dice Santiago-, que ore»: la  oración es el más excelente remedio, porque  eleva el espíritu a Dios, que es nuestro único  gozo y consuelo. Mas, al orar, hemos de excitar afectos y  pronunciar palabras, ya interiores ya exteriores, que muevan  a la confianza y al amor de Dios, como: « ¡Oh Dios  de misericordia! ¡Dios mío bondadosísimol  ¡Salvador de bondad! ¡Dios de mi corazón!  ¡Mi gozo, mi esperanza, mi amado esposo, bienamado de  mi alma!» y otras semejantes.

          Esfuérzate  en contrariar vivamente las inclinaciones de la tristeza, y,  aunque te parezca que en este estado, todo lo haces con  frialdad, pena y cansancio, no dejes, empero, de hacerlo;  porque el enemigo, que pretende hacernos aflojar en nuestras  buenas obras mediante la tristeza, al ver que, a pesar de  ella, no dejamos de hacerlas, y que, haciéndolas con  resistencia, tienen más valor, cesa entonces de  afligirnos.

          Canta  himnos espirituales, porque el maligno ha desistido, a  veces, de sus ataques, merced a este medio, como lo  atestigua el espíritu que asaltaba o se apoderaba de  Saúl, cuya vehemencia cedía ante la salmodia.

          Es  muy buena cosa ocuparse en obras exteriores, y variarlas  cuanto sea posible, para distraer el alma del objeto triste,  purificar y enfervorizar el corazón, pues la tristeza  es una pasión de suyo fría y árida.

          Haz  actos exteriores de fervor, aunque sea sin gusto, como  abrazar el crucifijo, estrecharlo contra el pecho, besarle  las manos y los pies, levantar los ojos al cielo, elevar la  voz hacía Dios con palabras de amor y de confianza,  como ésta: «Mi amado para mí y yo para  Él. Corno manojito de mirra es mi Amado para  mí. Él reposará sobre mi pecho. Mis  ojos se derriten por Ti, ¡ oh Dios mío!,  diciendo: ¿ Cuándo me consolarás?  ¡Oh Jesús!, seas para mí Jesús;  viva Jesús, y vivirá mi alma. ¿  Quién me separará del amor de mi Dios?»,  y otras semejantes.

          La  disciplina moderada es buen remedio contra la tristeza,  porque esta voluntaria aflicción exterior impetra el  consuelo interior, y el alma al sentir los dolores de fuera,  se distrae de los de dentro. La frecuencia de la Sagrada  Comunión es excelente, porque este pan celestial robustece el corazón y regocija el espíritu.

          Descubre  todos los sentimientos, afectos y sugestiones que nacen de  la tristeza a tu director y a tu confesor, con humildad y  fidelidad; busca el trato de personas espirituales, y  conversa con ellas, cuanto puedas, durante este tiempo. Y,  principalmente, resígnate en las manos de Dios,  disponiéndote a padecer esta enojosa tristeza con  paciencia, como un justo castigo a tus vanas  alegrías, y no dudes de que Dios, después de  haberte probado, te librará de este mal.

 

  

CAPÍTULO  XIII : DE LOS  CONSUELOS ESPIRITUALES Y SENSIBLES Y CÓMO HAY QUE  CONDUCIRSE EN ELLOS

         Dios  conserva este gran mundo en una perpetua mudanza, por la  cual el día se cambia en noche, la primavera en  verano, el verano en otoño, el otoño en  invierno y el invierno en primavera, y nunca un día  es igual al anterior, pues los hay nublados, lluviosos,  secos, ventosos, variedad que llena de hermosura el  universo. Lo mismo puede decirse del hombre, el cual,  según el dicho de los antiguos, es un compendio del  mundo; porque nunca se halla en el mismo estado, y su vida  se desliza sobre la tierra como las aguas, flotando y  moviéndose con perpetua variedad de movimientos, que  ora lo elevan hacia la esperanza, ora lo hunden en el temor,  ora lo inclinan hacia la derecha por el consuelo, ora hacia  la izquierda por la aflicción, y jamás uno  solo de sus días, ni siquiera una sola de sus horas,  es igual a la que pasó.

          He  aquí una importante advertencia: hemos de procurar  conservar una continua e inalterable igualdad de  corazón, en medio de una desigualdad tan grande de  acontecimientos, y, aunque todas las cosas den vueltas y  cambien continuamente en torno nuestro, nosotros hemos de  permanecer constantemente inmóviles, mirando,  caminando y aspirando hacia nuestro Dios. Que la nave tome  este o aquel rumbo, que navegue hacia levante o hacia  poniente, hacia el septentrión o hacia el  mediodía, sea cual fuere el viento que la mueva,  siempre su brújula mirará hacia su estrella  favorita y hacia el polo. Que todo ande revuelto, no ya tan  sólo en torno nuestro, sino aun dentro de nosotros  mismos, es decir, que nuestra alma esté triste,  alegre, en suavidad, en amargura, en luz y en tinieblas, en  tentación, en reposo, en placer, en displicencia, en  sequedad, en ternura; que el sol la abrase o el rocío  la refresque.... es menester que siempre y constantemente la  punta de nuestro corazón, nuestro espíritu,  nuestra voluntad superior, que es nuestra brújula,  mire incesantemente y aspire perpetuamente al amor de Dios,  a su Creador, a su Salvador, a su único y soberano  bien. «Ya vivamos, ya muramos, dice el Apóstol,  si permanecemos en Dios... ¿Quién nos separará del amor y caridad de Dios?» No,  jamás cosa alguna nos separará de este amor:  ni la tribulación, ni la angustia, ni la muerte, ni  la vida, ni el dolor presente, ni el temor de los accidentes  futuros, ni los artificios del maligno espíritu, ni  la elevación de las consolaciones, ni el abismo de  las aflicciones, ni la ternura, ni la sequedad, han de  separarnos jamás de esta santa caridad, que  está fundada en Jesucristo.

          Esta  resolución tan absoluta de jamás abandonar a  Dios ni dejar su dulce amor, sirve de contrapeso a nuestras  almas para mantenerlas en una santa igualdad, en medio de la  desigual diversidad de movimientos que la condición  de esta vida le acarrea. Porque, así como las abejas,  al sentirse sorprendidas por el viento en medio del campo,  se cogen de las piedras para poderse balancear en el aire y  no ser tan fácilmente arrastradas a merced de la  tempestad, de la misma manera nuestra alma, después  de haber abrazado con su resolución el precioso amor  de Dios, permanece constante en medio de la inconstancia y  de las vicisitudes de los consuelos y aflicciones  espirituales y temporales, exteriores e interiores.

          Mas,  aparte de esta doctrina general, necesitamos algunos  principios particulares, exteriores e interiores.

  1.  Afirmo, pues, que la devoción no consiste en la  dulzura, suavidad, consolación y ternura sensible al  corazón, que provoca en nosotros lágrimas y  suspiros y nos causa una cierta satisfacción,  agradable y sabrosa, en algunos ejercicios espirituales. No,  Filotea, la devoción y esto no son, en manera alguna,  una misma cosa, porque hay muchas almas que gozan de estas  ternuras y consolaciones, y, a pesar de ello, no dejan de  ser muy viciosas, y, por consiguiente, no tienen un  verdadero amor de Dios ni, mucho menos, una verdadera  devoción. Cuando Saúl perseguía a  muerte a David, que huía delante de él hacia  los desiertos de Engaddi, entró solo en una caverna,  donde David se había ocultado, hubiera podido mil  veces darle muerte, le perdonó la vida, y, no  sólo no quiso infundirle temor, sino que,  después de haberle dejado salir libremente, le  llamó para probarle su inocencia y hacerle saber que  lo había tenido a su arbitrio. Ahora bien, por este  motivo, ¿qué cosas no hizo Saúl, para  demostrar que su corazón se había ablandado  con respecto a David? Llamóle hijo suyo, se  echó a llorar en voz alta, comenzó a alabarle,  a reconocer su bondad, a rogar- a Dios por él, a  presagiar su grandeza, a encomendarle su posteridad para  después de su muerte. ¿ Qué mayor dulzura  y ternura de corazón podía manifestarle? Y no  obstante, a pesar de esto, su alma no había cambiado  y continuó persiguiendo a David tan cruelmente como  antes.

          También  se encuentran personas que, al considerar la bondad de Dios  y la Pasión del Salvador, sienten gran ternura en su  corazón, que les hace prorrumpir en suspiros,  lágrimas, oraciones y acciones de gracias muy  sensibles, de tal manera que podría decirse que son  presa de una gran devoción. Mas, cuando se llega a la  práctica, aparece que, como la lluvia pasajera de un  verano caluroso, que, al caer a grandes chorros sobre la  tierra, no la penetra y sólo sirve para provocar la  salida de las setas, de la misma manera estas  lágrimas y estas ternuras, al caer sobre un  corazón vicioso, no lo penetran, y son para él  completamente inútiles, porque, a pesar de ello,  estos infelices no se desprenden ni de un céntimo de  los bienes mal adquiridos, ni renuncian a uno solo de sus  perversos afectos, ni quieren aceptar la menos incomodidad  del mundo en el servicio de aquel Señor sobre el cual  tanto han llorado; de suerte que los buenos movimientos que  han sentido no son otra cosa que ciertos hongos  espirituales, que, no sólo no constituyen la  verdadera devoción, sino que, con frecuencia, son  grandes artimañas del enemigo, el cual, mientras  entretiene a las almas con estas pequeñas  consolaciones, hace que queden contentas y satisfechas con  esto y que no busquen la verdadera y sólida  devoción, la cual consiste en una voluntad constante,  resuelta, pronta y activa en ejecutar lo que es agradable a  Dios.

          Un  niño llorará amargamente si ve que sangran a  su madre con una lanceta; pero si, al mismo tiempo, su madre  le pide una manzana o un paquete de confites que tiene en la  mano, no querrá, en manera alguna, soltarlo. Tales  son, en su mayor parte, nuestras tiernas devociones: cuando  vemos la lanzada que traspasa el corazón de  Jesucristo crucificado, lloramos de ternura, ¡Ah!  Filotea, está bien llorar la pasión dolorosa y  la muerte de nuestro Padre y Redentor; mas, ¿por  qué no le damos de buen grado la manzana que tenemos  en nuestras manos, y que Él nos pide constantemente,  a saber, nuestro corazón, la única manzana de  amor que este Salvador desea de nosotros? ¿Por  qué, no le ofrecemos tantos pequeños afectos,  goces, complacencias, que Él quiere arrebatarnos de  las manos y no puede, porque son nuestras golosinas y las  preferimos a la gracia celestial? ¡Ah! son amistades de  niños pequeños, tiernas, sí, pero  débiles, ilusorias, y sin efecto. La devoción  no consiste en estas ternezas y afectos sensibles, que unas  veces proceden del propio natural que es también  blando y susceptible de la impresión que se le quiera  dar, y otras veces del enemigo, que, para distraernos con  esto, excita nuestra imaginación con ideas que  producen estos efectos.

  2.  Estas ternezas y afectuosas dulzuras son, empero, a veces,  muy buenas y muy útiles, porque abren el apetito del  alma, confortan el espíritu, y juntan a la prontitud  de la devoción una santa alegría, la cual hace  que nuestros actos, aun exteriormente, sean bellos y  simpáticos. Es el gusto que se siente por las cosas  divinas, el cual hacia exclamar a David: «¡Oh,  Señor, qué dulces son a mi paladar tus  palabras; más dulces que la miel en mi boca! »  Y, ciertamente, el más insignificante consuelo de la  devoción que sentimos vale más, bajo todos los  conceptos, que las más excelentes virtudes del mundo.  La leche que chupan los niños, es decir, las mercedes  del divino Esposo, sabe mejor al alma que el vino sabroso de  los placeres de la tierra; el que las ha gustado tiene todas  las demás cosas de la tierra por hiel y ajenjo. Y  así como los que tienen regaliz en la boca reciben de  ella una dulzura tan grande, que no sienten ni hambre ni  sed, así también aquellos a quienes Dios ha  dado este maná celestial de las suavidades y de las  consolaciones exteriores, no pueden desear ni recibir los  consuelos del mundo, a lo menos para entretenerse y  complacerse en ellos. Estas suavidades son un pequeño  anticipo de las suavidades inmortales, que Dios da a las  almas que le buscan; son los confites que da a sus hijitos  para atraérselos; son aguas cordiales que les ofrece  para confortarlos; y son también como ciertas arras  de las recompensas eternas. Se dice que Alejandro Magno,  navegando en alta mar, descubrió antes que nadie la  Arabia Feliz, por la suavidad de los aromas que el viento le  llevaba, con lo que se animaron él y sus  compañeros. De la misma manera nosotros recibimos,  con frecuencia, en este mar de la vida mortal, dulzuras y  suavidades que, sin duda, nos hacen presentir las delicias  de la patria celestial, a la cual tendemos y aspiramos.

  3.  Pero me dirás: puesto que hay consuelos sensibles que  son buenos y vienen de Dios, y también los hay  inútiles, peligrosos y aun perniciosos, que provienen  de la naturaleza o del enemigo, ¿cómo  podré discernir los unos de los otros y conocer los  malos y los inútiles entre los que son buenos? Es  doctrina general, amada Filotea, que, en cuanto a los  afectos y pasiones, los hemos de conocer por los frutos.  Nuestros corazones son los árboles; los afectos y las  pasiones son sus ramas, y sus obras y acciones son sus  frutos. Es bueno el corazón que tiene buenos afectos, y son los afectos y las pasiones los que producen en  nosotros buenas obras y santas acciones. Si las dulzuras,  ternezas y consolaciones nos hacen más humildes,  pacientes, tratables, caritativos y compasivos con el  prójimo, más fervorosos en mortificar nuestras  concupiscencias y nuestras inclinaciones, más  constantes en nuestros ejercicios, más dóciles  y flexibles con respecto a aquellos a quienes debemos  obedecer, más sencillos en nuestra manera de vivir,  es indudable, Filotea, que son de Dios; mas, si estas  dulzuras sólo son dulces para nosotros, y nos hacen  curiosos, ásperos, puntillosos, impacientes, tercos,  orgullosos, presuntuosos, duros para con el prójimo,  y por creer que ya somos santos no queremos sujetarnos  más a la dirección y a la corrección,  es seguro que estos consuelos son falsos y perniciosos.  «El buen árbol solamente produce buenos  frutos».

  4.  Cuando sintamos estas dulzuras y estos consuelos: a)  Humillémonos mucho delante de Dios, y  guardémonos bien de decir a causa de estas suavidades: « ¡ Ah, qué bueno soy ! »  No, Filotea, estos bienes no nos hacen mejores, porque, como  he dicho, la devoción no consiste en esto. Digamos  más bien: « ¡ Oh! ¡qué bueno es  Dios para los que esperan en Él, para el alma que le  busca! » El que tiene azúcar en la boca no puede decir que su boca es dulce, sino que es dulce el  azúcar. De la misma manera, aunque esta dulzura  espiritual es muy buena, y muy bueno el Dios que nos la da,  no se sigue de aquí que sea bueno el que la recibe.  b) Reconozcamos que todavía somos niños  pequeños, que necesitamos aún del pecho, y que  estos confites se nos dan porque tenemos el espíritu  tierno y delicado, el cual necesita cebos y golosinas para  ser atraído al amor de Dios. c) Mas, después  de esto, hablando en general y de ordinario, recibamos  humildemente estas gracias y favores, y tengámoslos por muy grandes, no por lo que son en sí, sino porque  es la mano de Dios la que los pone en nuestro  corazón, como le ocurriría a una madre, que para acariciar a su hijo, le pusiere ella misma los confites  en la boca uno tras otro, pues, si el hijo fuese capaz de  entenderlo, apreciaría más la dulzura de los  halagos y de las caricias de su madre, que la dulzura de las  mismas golosinas. Así también, Filotea, mucho  es sentir estas dulzuras, pero la dulzura de las dulzuras  está en considerar que Dios, con su mano amorosa y  maternal, nos las pone en la boca, en el corazón, en  el alma y en el espíritu. d) Una vez las hayamos  recibido con humildad, empleémoslas con mucho  cuidado, según las intenciones de Aquel que nos las  da. ¿ Con qué fin creemos que Dios nos da estas  dulzuras? Para hacernos suaves con todos y amorosos con  Él. La madre da el confite a su hijo para que la  bese; besemos, pues, a este Salvador, que nos da tantas  dulzuras. Ahora bien, besar al Salvador, es obedecerle, guardar sus mandamientos, hacer su voluntad, cumplir sus  deseos: en una palabra, abrazarle tiernamente con obediencia  y fidelidad. Por lo tanto, cuando recibimos alguna  consolación espiritual, es menester que, aquel  día, seamos más diligentes en el bien obrar, y  que nos humillemos. e) Además de eso, es necesario  que, de vez en cuando, renunciemos a estas dulzuras,  ternezas y consolaciones, que despeguemos nuestro  corazón de ellas y que hagamos protestas de que, si  bien las aceptamos humildemente y las amamos, porque Dios  nos las envía y nos mueven a su amor, no son, empero,  ellas lo que buscamos, sino Dios y su santo amor; no la  consolación, sino el Consolador; no la dulzura, sino  el dulce Salvador; no la ternura, sino la suavidad del cielo  y de la tierra, y, con estos afectos, nos hemos de disponer  a perseverar firmes en el santo amor de Dios, aunque,  durante toda nuestra vida, jamás hubiésemos de  sentir ningún consuelo, diciéndole lo mismo en  el monte Calvario y en el Tabor: « ¡ Oh  Señor!, bueno es permanecer aquí », ya  estemos en la cruz, ya en la gloria. f) Finalmente, te  advierto que si recibes en notable abundancia estas  consolaciones, ternuras, lágrimas y dulzuras, o te  acontece en ellas alguna cosa extraordinaria, hables de ello sinceramente con tu director, para aprender la manera de  moderarte y conducirte, pues está escrito:  «¿Has hallado la miel? Pues come la que es  suficiente».

 

  

CAPÍTULO  XIV : DE LAS  SEQUEDADES Y ESTERILIDADES  ESPIRITUALES

         Muy  amada Filotea, cuando sientas consolaciones te  conducirás de la manera que acabo de decirte; pero  este tiempo tan agradable no durará siempre, sino que  más bien te ocurrirá que, alguna vez, de tal  manera te verás privada y desposeída del  sentimiento de la devoción, que tu alma te  parecerá una tierra desierta, infructuosa y  estéril, sin un solo sendero ni camino para llegar a  Dios, y sin una gota de agua de gracia que pueda regarla, a  causa de las sequedades, que, según te  parecerá, la convertirán en un desierto.  ¡Ah, que digna de compasión es el alma que se  encuentra en este estado, sobre todo cuando este mal es  vehemente! Porque entonces, a imitación de David, se  derrite en lágrimas, día y noche, mientras  que, con mil sugestiones para hacerla desesperar, el enemigo  se burla de ella y le dice: « ¡ Pobrecita!  ¿Dónde está tu Dios? ¿Por qué  camino le podrás encontrar? ¿Quién  podrá jamás devolverte el gozo de su santa  gracia?» ¿Qué harás, pues, Filotea,  en este estado? Examina de donde procede el mal: con  frecuencia somos nosotros mismos la causa de nuestras  esterilidades y sequedades.

  1.  Así como una madre no quiere dar azúcar a su  hijito que padece de lombrices, así Dios nos quita  los consuelos cuando, entregándonos a ellos con vana  complacencia, somos propensos a las lombrices de la  vanagloria. «Bien está, joh Dios mío!,  que me humilles, porque, antes de que fuese humillada, te  había ofendido».

  2.  Cuando no tenemos cuidado de recoger las suavidades y las  delicias del amor de Dios a su debido tiempo, las aparta de  nosotros, en castigo de nuestra pereza. El israelita que no  cogía el maná muy de mañana, no  podía hacerlo después de la salida del sol,  porque lo encontraba derretido.

  3. A  veces, estarnos tendidos en un lecho de complacencias  sensuales y de consuelos perecederos, como la Esposa sagrada  de los Cantares: el Esposo de nuestras almas llama a la  puerta de nuestro corazón, nos inspira que  practiquemos nuestros ejercicios espirituales; pero nosotros  se los regateamos, porque nos duele dejar los vanos  pasatiempos y separarnos de aquellas vanas complacencias.  Por esto pasa de largo, y deja que nos emperecemos, y  después, cuando queremos buscarle tenemos gran  trabajo para encontrarle. Bien merecido lo tenemos, porque  hemos sido tan infieles y desleales a su amor, que nos hemos  negado a su ejercicio para seguir el de las cosas del mundo.  ¡Ah! ya tienes la harina de Egipto; no recibirás  el maná del cielo. Las abejas aborrecen todos los  olores artificiales, y las suavidades del Espíritu  Santo son incompatibles con las delicias artificiosas de  este mundo.

  4.  La doblez y la afectación en las confesiones y en el  trato espiritual con el director, atraen las sequedades y la  esterilidad; porque, puesto que mientes al Espíritu  Santo, no se maravilla si te niega su consuelo; no quieres  ser sencilla y simple como un niño pequeño,  luego tampoco tendrás las golosinas de los  niños.

  5.  Estás saciada de goces mundanos: no es, pues,  extraño, si no hallas gusto en las delicias  espirituales. Dice el antiguo proverbio que a las palomas,  cuando están hartas, les parecen amargas las cerezas.  «Has llenado de bienes -dice la Madre de Dios- a los  hambrientos y has dejado vacíos a los ricos».  Los ricos de placeres mundanos no están dispuestos  para los goces espirituales.

  6.  ¿Has conservado bien el fruto de los consuelos  recibidos? Pues recibirás otros, porque «al que  tiene se le dará más, y al que no tiene lo que le han dado, porque lo ha perdido por su culpa, aun esto le  será arrebatado», es decir, le privarán  de las gracias que le tenían preparadas. Es muy  cierto que la lluvia vivifica las plantas que están  verdes; pero a las que no lo están, les quita aun la  vida que no tienen, pues enseguida las pudre.

          Por  estas diversas causas perdemos las devotas consolaciones y  caemos en la sequedad y esterilidad de espíritu:  examinemos, pues nuestra conciencia, para ver si descubrimos  en nosotros alguno de estos defectos. Pero ten en cuenta,  Filotea, que este examen no ha de hacerse con inquietud ni  excesiva curiosidad, sino que, si después de haber  considerado fielmente nuestro comportamiento en este punto,  encontramos la causa del mal, hemos de dar las gracias a  Dios, porque el mal está ya en parte curado cuando se  ha descubierto su causa. Si, al contrarío, nada ves  de particular que te parezca que haya podido dar  ocasión a esta sequedad, no pierdas el tiempo en un  más detenido examen, sino que, con toda simplicidad,  sin examinar ninguna otra particularidad, haz lo que te  diré:

  1.  «Humíllate mucho delante de Dios, con el  conocimiento de tu nada y de tu miseria. ¡Ah!,  ¿qué soy, pobre de mí, cuando estoy  dejada a mi arbitrio? Nada más, Dios mío, que  una tierra seca, la cual agrietada por todas partes, muestra  la sed que tiene de la lluvia del cielo, y, entretanto, el  viento la disipa y la convierte en polvo».

  2.  Invoca a Dios, y pídele su alegría:  «Devuélveme, ¡oh Señor!, la  alegría de tu salud. Padre mío, si es posible,  que pase de mí este cáliz. Huye de  aquí, viento infructuoso, que secas mi alma, y ven,  agradable brisa de las consolaciones, sopla en mi  jardín, y tus buenos efectos derramarán el  olor de suavidad».

  3.  Acude al confesor; ábrele bien tu corazón;  muéstrale todos los repliegues de tu alma;  sírvete de los consejos que te dará, con gran simplicidad y humildad, porque Dios, que gusta infinitamente  de la obediencia, hace que sean útiles los consejos  que recibimos de otros, sobre todo de los directores de  almas, aunque por otra parte, estos consejos sean de poca  apariencia, como hizo provechosas a Naamán las aguas del Jordán, cuyo uso le había ordenado  Elíseo, sin ninguna apariencia de razón  humana.

  4.  Pero, después de lo dicho, nada hay tan provechoso en  las sequedades y esterilidades como el no ansiar ni dejarse  dominar por el deseo de ser liberada. No digo que no se  puedan tener simples deseos de verse libre de ellas; lo que  digo es que no hemos de poner en ello el corazón, sino, antes bien, abandonarnos a la pura merced de la  especial providencia de Dios, a fin de que se sirva de  nosotros, según le plazca, en medio de estas espinas  y de estos desiertos. En tal estado, pues, digamos a Dios:  « ¡Oh Padre!, si es posible, que pase de mí  este cáliz»; pero añadamos con valor:  «mas no se haga mi voluntad sino la tuya»; y  detengámonos en esto con toda la calma que nos sea  posible, ya que Dios, al vernos en esta santa indiferencia,  nos consolará con gracias y favores, así como  al ver a Abrahán resuelto a privarse de su hijo  Isaac, se contentó con verle indiferente y con  aquella pura resignación, y le consoló con una  visión muy agradable y con dulcísimas  bendiciones. Luego, en toda clase de aflicciones, así  corporales como espirituales, y en las distracciones y  privaciones de la devoción sensible, hemos de decir, con todo nuestro corazón y con una profunda  sumisión: «El Señor me ha dado los  consuelos, el Señor me los ha quitado; sea bendito su  santo Nombre», pues, perseverando en esta humildad, nos  devolverá sus deliciosos favores, como hizo con Job,  el cual se sirvió constantemente de parecidas  palabras en todas sus desolaciones.

  5.  Por último, Filotea, en medio de todas nuestras  inquietudes y esterilidades, no perdamos el ánimo,  sino que, esperando pacientemente la vuelta de los  consuelos, sigamos siempre nuestro camino; no dejemos, por  ello, ninguno de los ejercicios de devoción, antes  bien, si es posible multipliquemos nuestras buenas obras, y,  si no podemos presentar a nuestro amado Esposo confituras  tiernas, ofrezcámoselas secas, pues le da lo mismo,  con tal que el corazón que se las presente  esté absolutamente resuelto a quererle amar. Cuando  la primavera es buena, las abejas fabrican más miel y  producen menos abejorros, porque, siendo favorable el buen  tiempo, se esmeran en hacer tanta cosecha entre las flores, que olvidan la cría de sus ninfas; pero, cuando la  primavera es desapacible y nublada, producen más  ninfas y no tanta miel, porque, no pudiendo salir para la  cosecha, se ocupan en poblarse y en multiplicar la raza.  Filotea, ocurre algunas veces que el alma, al verse en la  hermosa primavera de las consolaciones espirituales, se  entretiene tanto en amontonarlas y en chupar de ellas, que,  en medio de la abundancia de tan suaves delicias, hace  muchas menos buenas obras, y, al contrario, en medio de las  asperezas y esterilidades espirituales, según se ve  privada de los agradables sentimientos de la  devoción, multiplica mucho más las obras  sólidas y abunda en la producción interior de  las verdaderas virtudes de la paciencia, humildad, propia  abyección, resignación y abnegación de  su amor propio.

          Es,  pues, un gran abuso en muchos, particularmente en las  mujeres, creer que el servicio que hacemos a Dios sin gusto,  sin ternura de corazón y sin sentimiento, es menos  agradable a la divina Majestad; al contrario, nuestros actos  son como las rosas, las cuales cuando están frescas son más bellas, pero, en cambio, cuando están  secas despiden más olor y es mayor su fortaleza. Lo  mismo ocurre en nuestro caso: aunque nuestras buenas obras,  hechas con ternura de corazón, sean más  agradables a nosotros, porque no miramos más que  nuestro propio deleite, hechas con sequedad y esterilidad  son más olorosas, y tienen más valor delante  de Dios. Sí, amada Filotea, en tiempo de sequedad,  nuestra voluntad nos lleva al servicio de Dios como por la  fuerza, por lo que entonces es menester que esta voluntad  sea más vigorosa y constante que en tiempo de  ternura. No es gran cosa servir a un príncipe en  medio de las delicias de la corte; servirle, empero, en la  dureza de la guerra, en medio de la incertidumbre y de las  persecuciones, es una verdadera señal de constancia y  de fidelidad. La bienaventurada Angela de Foliño dice  que la oración más grata a Dios es la que se  hace por fuerza y con tedio, es decir, aquella a la cual  somos llevados, no por el gusto que en ella sentimos, ni por  la propia inclinación, sino únicamente por el  deseo de agradar a Dios, de manera que nuestra voluntad vaya  a regañadientes, forzando y violentando las  sequedades que a ello se oponen. Lo mismo digo de toda clase  de buenas obras, pues cuantas más contradicciones, ya  exteriores ya interiores, nos salen al paso al hacerlas,  más apreciadas y más agradables son delante de  Dios. Cuanto menos hay de nuestro interés particular  en la práctica de las virtudes, tanto más  resplandece en ellas la pureza del amor: el niño besa  de buen grado a su madre cuando le da azúcar, pero si  la besa después de haberle dado ajenjo o  acíbar, señal es de que la ama en gran manera.

 

  

CAPÍTULO  XV : CONFIRMACIÓN  Y ACLARACIÓN DE LO QUE HEMOS DICHO, CON UN EJEMPLO  NOTABLE

         Mas,  para hacer más evidente esta instrucción,  quiero poner aquí un caso de la historia de San  Bernardo, tal como lo he encontrado en un docto y prudente  escritor. Dice así:

          A  casi todos los que comienzan a servir a Dios y no son  todavía experimentados en las privaciones de la  gracia ni en las vicisitudes de la vida espiritual, les  ocurre que, al faltarles el gusto de la devoción  sensible y la agradable luz que les invita a correr por el  camino de Dios, pierden enseguida el aliento y caen en la  pusilanimidad y tristeza de corazón. Los doctos dan  esta razón, a saber, que la naturaleza racional no  puede estar mucho tiempo hambrienta y sin ningún  deleite celestial o terreno. Ahora bien, así como las  almas elevadas sobre sí mismas por el gusto de los  placeres superiores, fácilmente renuncian a las cosas  visibles, así también, cuando por  disposición divina se ven privadas del goce espiritual, al verse también faltas de los consuelos  materiales y no estando todavía acostumbradas a  esperar el retorno del verdadero Sol, les parece que no  están ni en el cielo ni en la tierra, y que  vivirán sumidas en una noche perpetua; así  como los niños pequeños cuando les destetan echan de menos la leche materna, de la misma manera estas  almas languidecen y gimen y se vuelven displicentes e  impertinentes, principalmente consigo mismas.

          Esto,  pues, aconteció, en el viaje de que tratamos, a uno  de la comunidad, llamado Godofredo de Perona, consagrado,  hacía poco, al servicio de Dios. Invadido  súbitamente por la sequedad, privado de consuelo y  lleno de tinieblas interiores, comenzó por acordarse  de sus amigos del mundo, de sus parientes, de las riquezas  que acababa de dejar, y fue acometido por una fuerte  tentación, de la cual, por no haberla podido ocultar  en su interior, se dio cuenta uno de sus amigos  íntimos, quien, después de habérselo  ganado con dulces palabras, le dijo confidencialmente:  «¿Qué te ocurre? ¿Qué pasa,  que, contra tu carácter, te vuelves pensativo y  triste?» Entonces, Godofredo, suspirando profundamente,  respondió: « ¡Ay, hermano! jamás en  toda mi vida, estaré alegre». El  compañero, movido a compasión por estas  palabras, corrió, con celo fraternal, a contarlo al  padre común, San Bernardo, el cual, al ver el  peligro, entró en una iglesia cercana, para rogar a  Dios por él. Godofredo, entretanto, agotado por la  tristeza, puso la cabeza sobre una piedra y se  durmió. Al poco rato, ambos se levantaron: el uno de  la oración con la gracia alcanzada, y el otro del  sueño, con el rostro tan sonriente y sereno, que su  querido amigo, maravillado de un cambio tan grande y tan  repentino, no pudo contenerse de recordarle amigablemente lo  que antes le había respondido; entonces Godofredo le  replicó: «Sí antes te dije que nunca  estaría alegre, ahora te aseguro que jamás  estaré triste».

          Así  terminó la tentación de aquel devoto  personaje. Pero en esta historia, repara, amada Filotea: 1.  Que Dios, ordinariamente, da a gustar algún anticipo  de las delicias celestiales a los que comienzan a servirle,  para apartarlos de los placeres terrenos y alentarles en la  prosecución del divino amor, como la madre que, para  atraer a su seno a su hijo, se pone miel en los pechos. 2.  Que, no obstante, es este mismo Dios bueno, quien, a veces,  según sus sapientísimos consejos, nos quita la  leche y la miel de los con suelos, para que destetados de  esta manera, aprendamos a comer el pan seco y más  sólido de una devoción vigorosa, purificada  con la prueba de la aridez y de las tentaciones. 3. Que, a veces, en medio de las arideces y de las sequedades,  estallan grandes tormentas, y, entonces, es menester  combatir con constancia las tentaciones, porque no vienen de  Dios; es, empero, necesario sufrir con paciencia las  sequedades, pues Dios las ha ordenado para nuestro ejercicio.4. Que nunca hemos de perder el ánimo en  medio de los enojos interiores, ni decir como el buen  Godofredo: «Jamás estaré alegre», pues en medio de la noche hemos de esperar la luz; y,  recíprocamente, durante la mayor bonanza espiritual  de que podamos gozar, nunca hemos de decir:  «Jamás estaré triste»; no, porque,  como dice el Sabio, «en los días de la  prosperidad nos hemos de acordar de la adversidad».  Hemos de esperar en medio de las penas, y hemos de temer en  medio de las prosperidades, y, en ambos casos, siempre nos  hemos de humillar. 5. Que es un excelente remedio el  descubrir nuestro mal a algún amigo espiritual que  pueda consolarnos.

          Finalmente,  para poner fin a esta advertencia, que es tan necesaria,  hago notar que, como en todas las cosas, también en  éstas, nuestro buen Dios y nuestro enemigo, tienen  designios opuestos, ya que, por estas tribulaciones, quiere  Dios conducirnos a una gran pureza de corazón, a una  completa renuncia de nuestro propio interés en las  cosas que son de su servicio, y a un perfecto desasimiento  de nosotros mismos; y el maligno al contrario, procura,  echar mano de estas penas para desalentarnos, para hacer que  nos inclinemos de nuevo del lado de los placeres sensuales,  y, finalmente, para lograr que nos hagamos enojosos a  nosotros mismos y a los demás, para desacreditar y  difamar la devoción. Pero, si observas las  enseñanzas que te he dado, harás grandes  progresos en la perfección, merced al ejercicio que  harás en medio de estas aflicciones interiores,  acerca de las cuales no quiero acabar de hablar sin decirte  todavía una palabra.

          A  veces la apatía, las arideces y las sequedades  provienen de la mala disposición del cuerpo, como  acaece cuando por el exceso de vigilias, de trabajo, de  ayunos, se siente agobiado de cansancio, de modorra, de  pesadez y de otras parecidas debilidades, las cuales aunque  sólo afectan a él, no dejan, empero, de  incomodar al espíritu, por la estrecha  relación que, entre ambos, existe. Por lo mismo, en  tales ocasiones, es menester acordarse siempre de hacer  muchos actos de virtud con la punta de nuestro  espíritu y voluntad superior, porque, si bien parece  que nuestra alma duerme y está invadida de sopor y  dejadez, con todo, los actos de nuestro espíritu no  dejan de ser muy agradables a Dios, y, en este estado,  podemos muy bien decir con la sagrada Esposa: «Yo  duermo, pero mi corazón está en vela»; y,  como he dicho más arriba, si sentimos menos gusto en  trabajar de esta manera, hay, empero, más  mérito y virtud. Pero, en este caso, el remedio  está en vigorizar el cuerpo con algún  legítimo alivio y recreación. Así San  Francisco mandaba a sus religiosos que fuesen tan moderados  en sus trabajos, que no quedase ahogado el fervor del  espíritu.

          Y, a  propósito de este glorioso Padre, una vez fue  combatido y dominado por una tan profunda melancolía  de espíritu, que no podía disimularla en su  semblante. Si quería estar con sus religiosos, no  podía; si se separaba de ellos, era peor; la  abstinencia y la maceración de la carne le agotaban,  y la oración no le producía ningún  alivio. Dos años estuvo así, de tal manera,  que parecía completamente abandonado de Dios; pero, al fin, después de haber sufrido humildemente fuerte  tempestad, el Salvador, en un momento, le devolvió la  bienaventurada paz. Esto quiere decir que los más  grandes siervos de Dios están sujetos a estas  sacudidas, por lo que los más pequeños no han  de maravillarse si les alcanza alguna de ellas.

 


 

 

Quinta  parte

 Ejercicios  y avisos para renovar el alma y confirmarla en  la devoción

 

 

CAPÍTULO  I : QUE CADA  AÑO CONVIENE RENOVAR LOS BUENOS PROPÓSITOS CON  LOS EJERCICIOS SIGUIENTES

         El  punto capital de estos ejercicios consiste en reconocer de  verdad su importancia. Nuestra humana naturaleza decae fácilmente de sus buenos afectos, a causa de la  fragilidad y de la mala inclinación de nuestra carne,  que gravita sobre nuestra alma y siempre la arrastra hacia  abajo, si ella no se eleva con frecuencia, a fuerza de  resolución; de la misma manera que las aves caen  continuamente, si no multiplican el ímpetu y el  aleteo para mantenerse en el aire. Por esta causa, amada Filotea, tienes necesidad de renovar y repetir con mucha  frecuencia los buenos propósitos que has hecho de  servir a Dios, pues, de no hacerlo, corres el peligro de  caer en el primitivo estado o en otro peor; porque las  caídas espirituales son de tal naturaleza, que  siempre nos precipitan más abajo del estado desde el  cual nos habíamos elevado hacia la devoción.

          No  hay reloj, por bueno que sea, al que no tengamos que dar  cuerda dos veces al día, por la mañana y por  la noche; además, es menester, a lo menos una vez al  año, desmontar todas sus piezas, para sacar el  orín que en ellas se haya formado, enderezar las  torcidas y reparar las ya gastadas. Así, el que tiene  verdadero cuidado de su corazón, ha de elevarlo hacia  Dios, por la mañana y por la noche, con los  ejercicios más arriba indicados, y, aparte de esto,  ha de considerar muchas veces su estado, enderezarlo y  arreglarlo; finalmente, a lo menos una vez al año, ha  de desmontar y examinar, una por una, todas las piezas, es decir, todos sus afectos y pasiones, para reparar todas las  faltas que en ellos pudiera haber. Y, así como el  relojero unta con algún aceite refinado las ruedas y  los resortes de su reloj, para que los movimientos se  produzcan con más suavidad y la máquina  esté menos expuesta al orín, así la  persona devota, después de la práctica de este  examen de su corazón, debe untarlo, para renovarlo  cual conviene, con los sacramentos de la confesión y  de la eucaristía. Este ejercicio reparará tus fuerzas abatidas por el tiempo, enfervorizará tu  corazón, hará que reverdezcan los buenos  propósitos y que florezcan de nuevo las virtudes de  tu espíritu.

          Los  antiguos cristianos así lo practicaban con toda  diligencia, el día del aniversario del bautismo de  Nuestro Señor> en el cual, como dice San Gregorio,  obispo de Nacianzog renovaban la profesión y las  protestas que se hacen al recibir este sacramento.  Hagámoslo también, amada Filotea,  preparándonos muy de buen grado y aplicándonos  a ello con toda seriedad.

          Habiendo,  pues, escogido el tiempo oportuno, según el consejo  de tu padre espiritual, y habiéndose retirado un poco  a la soledad, así espiritual como real, y más  que de ordinario, harás una, dos o tres meditaciones  sobre los puntos siguientes, según el método  trazado en la segunda parte.

 

  

CAPÍTULO  II : CONSIDERACIÓN  SOBRE EL INMENSO BENEFICIO QUE DIOS NOS HACE AL LLAMARNOS A  SU SERVICIO, SEGÚN LA PROMESA YA  CITADA

 1.  Considera, los puntos de tu promesa. El primero es haber  dejado, rehusado, detestado, renunciado, para siempre, todo pecado mortal; el segundo es haber dedicado y consagrado tu  alma, tu corazón, tu cuerpo, con todo lo que de  él depende, al amor y al servicio de Dios; el tercero  es que, si llegases a caer en alguna mala acción, te  levantarías enseguida, mediante la gracia de Dios.  ¡Qué resoluciones tan bellas, justas, dignas y  generosas! Reflexiona bien en tu interior cuán santa,  razonable y deseable es esta promesa.

  2.  Considera a quien has hecho esta promesa: la has hecho a  Dios. Si la palabra razonable dada a los hombres nos obliga estrechamente, cuánto más la palabra dada a  Dios. « ¡Ah, Señor! -decía David-,  es a Ti, a quien mi corazón ha hablado; mi corazón ha dicho una buena palabra; jamás la  olvidaré».

  3.  Considera en presencia de quien, pues ha sido delante de  toda la corte celestial. ¡Ah! la Santísima  Virgen, San José, tu Ángel bueno, San Luis,  toda esta bendita compañía te miraba y, al  oír tus palabras, exhalaba suspiros de gozo y  aprobación, y, con una mirada de amor inefable,  veía tu corazón, que, postrado a los pies del  Salvador, se consagraba a su servicio. En la Jerusalén celestial hubo un gozo muy particular, y  ahora se celebrará allí la  conmemoración, si de corazón renuevas tus propósitos.

  4.  Considera por qué procedimiento hiciste las promesas.  ¡Ah! ¡Qué dulce y generoso fue Dios para  contigo en aquel tiempo! Mas díme ¿no fuiste  invitada por los suaves atractivos del Espíritu  Santo? Las cuerdas, con las cuales arrastró Dios tu barquichuela hacia este puerto de salvación, ¿no  fueron el amor y la caridad? ¿No te atrajo  después con su azúcar divino, con los  sacramentos, la lectura y la oración? ¡Ah, amada  Filotea!, tú dormías y Dios velaba por ti, y  pensaba pensamientos de paz sobre tu corazón, y  meditaba para ti. meditaciones de amor.

  5.  Considera en qué tiempo te inspiró Dios estas  grandes resoluciones; fue en la flor de tu edad. ¡Ah!  ¡Qué gozo conocer tan pronto lo que sólo  podemos saber demasiado tarde! San Agustín, ganado  para Dios a la edad de treinta años, exclamaba:  « ¡Belleza antigua! ¿Cómo te he  conocido tan tarde? ¡Ah, te veía y no  hacía caso de ti ! » Y tú podrías  muy bien decir: « ¡Oh Dulzura antigua! ¿ Por  qué no te he saboreado antes?» Y sin embargo,  todavía no lo merecías, por lo tanto,  reconociendo la gracia que te ha hecho Dios, de atraerte en  tu juventud, dile con David: « ¡ Oh Dios  mío, Tú me has iluminado y tocado desde mi  juventud, y yo proclamaré siempre tu  misericordia». Y si esto no ha ocurrido hasta tu vejez,  ¡qué gracia, Filotea, que, después de los  abusos de los años precedentes, Dios te haya llamado  antes de la muerte, y haya detenido el curso de tu miseria  en un tiempo en el cual, si esto hubiese continuado,  hubieras sido eternamente desdichada!

          Considera  los efectos de esta vocación: según me parece,  encontrarás en ti muy buenos cambios, si comparas lo  que eres con lo que fuiste. ¿ No sientes gozo en saber  hablar de Dios por la oración, en sentirte inclinada  a quererle amar, en haber sosegado y pacificado muchas  pasiones que te inquietaban, en haber evitado muchos pecados  y tropiezos de conciencia y, finalmente, en haber comulgado  con mucha más frecuencia que no lo hubieras hecho,  uniéndote con esta soberana fuente de gracias  eternas? ¡Ah! ¡Qué grandes son estas  gracias! Es menester pesarlas con el peso del santuario. Es  la diestra de Dios la que ha hecho todo esto. «La  bondadosa mano de Dios, exclama David, ha hecho la virtud;  su diestra me ha levantado. ¡Ah! no moriré, sino  que viviré y proclamaré con el corazón,  con la boca y con mis obras las maravillas de su  bondad».

          Después  de todas estas consideraciones, las cuales, como ves,  inspiran gran abundancia de buenos afectos, es menester acabar sencillamente con una acción de gracias y con  una plegaria, anhelando sacar mucho provecho de ellas,  retirándote con humildad y confianza en Dios;  reservando el esfuerzo que exigen las resoluciones para  después del segundo punto de este ejercicio.

 

  

CAPÍTULO  III : DEL EXAMEN  DE NUESTRA ALMA SOBRE EL AVANCE EN LA VIDA  DEVOTA

         Este  segundo punto del ejercicio es un poco largo, y es mi  parecer que, para practicarlo, no se requiere hacerlo todo  de una vez, sino por partes, por ejemplo, examinando ora el  propio comportamiento con Dios, ora lo une hace referencia a  ti mismo, ora lo que atañe a tus relaciones con el  prójimo, ora considerando tus pasiones. No es  necesario ni conveniente que lo hagas de rodillas,  excepción hecha del comienzo y del fin, cuando se  producen los afectos. Los otros puntos del examen puedes hacerlos, con provecho, paseando, y aun más  útilmente en la cama, si puedes estar en ella sin  adormecerte y bien desvelada; mas, para hacer eso, es  menester haberlos leído antes. Es, no obstante,  necesario hacer todo este segundo punto en tres días y dos noches, tomando de cada día y de cada noche  alguna hora, es decir, algún tiempo, según te  sea posible; porque, si este ejercicio se hiciese a  intervalos muy distantes, perdería su eficacia e  impresionaría muy débilmente. Después  de cada punto del examen, verás si has faltado y en  qué faltas has incurrido, y cuáles son los  movimientos más notables que has sentido, al objeto  de manifestarlo, para tomar consejo, resolución y  ánimo. Aunque no es necesario que los días en  los cuales hagas éste y los demás ejercicios  te apartes del trato de la gente, conviene, empero,  procurarlo algún tanto, sobre todo, hacia el atardecer, para que puedas acostarte más temprano y  tener el reposo de cuerpo y de espíritu que se  requiere para la consideración. También  conviene dirigir, durante el día, frecuentes  aspiraciones a Dios, a la Santísima Virgen, a los  ángeles y a toda la corte celestial; importa  también mucho hacerlo todo con un corazón  enamorado de Dios y de la perfección de tu alma.

          Así,  pues, para comenzar bien este examen: 1. Ponte en la  presencia de Dios. 2. Invoca el Espíritu Santo,  pidiéndole luz y claridad, para que puedas conocerle  bien, como San Agustín, que exclama delante de Dios:  « ¡Oh Señor, conózcame a mí, conózcate a Ti!»; y San Francisco, que  preguntaba a Dios, diciendo: «¿Quién eres  Tú y quién soy yo?» Declara que no  quieres conocer tus progresos sino para alegrarte en Dios;  no para glorificarte, sino para glorificar a Dios y darle  las gracias. 3. Asegura que, si, como crees, descubres que  has aprovechado poco, o bien que has retrocedido, de ninguna  manera querrás abatirte por ello ni enfriarte por  ninguna clase de desaliento o relajación de  ánimo, sino que, al contrario, querrás  alentarte y animarte más, humillarte y poner remedio  a tus defectos, con el auxilio de la gracia de Dios.

          Hecho  esto, considerarás despacio y tranquilamente  cómo, hasta la hora presente, te has portado con  Dios, con el prójimo y contigo misma.

 

  

CAPÍTULO  IV : EXAMEN DEL  ESTADO DE NUESTRA ALMA CON RELACION A  DIOS

 1.  ¿Cómo está tu corazón con respecto  al pecado mortal? ¿ Has hecho una resolución  firme de no cometerlo jamás, por cualquier cosa que  te pueda ocurrir? ¿Has mantenido esta resolución  desde que la hiciste hasta ahora? En esta resolución consiste el fundamento de la vida espiritual.

  2.  ¿Cómo está tu corazón con respecto  a los mandamientos de la Ley de Dios? ¿Te parecen  buenos, dulces y agradables? ¡Ah, hija mía! el  que tiene el gusto en buen estado y sano el estómago,  quiere los buenos manjares y rechaza los malos.

  3.  ¿Cómo está tu corazón en lo que  atañe a los pecados veniales? Es imposible vivir sin  cometer alguno, en una u otra ocasión; mas,  ¿tienes inclinación a alguno en particular? Y,  lo que todavía sería peor: ¿hay alguno al  cual tengas afecto y amor?

  4.  ¿Cómo está tu corazón si  consideramos los ejercicios piadosos? ¿Los tienes en la  debida estima? ¿Los aprecias? ¿Te causan fastidio?  ¿Encuentras gusto en ellos? ¿Hacia cuáles  te sientes más o menos inclinada? Escuchar la palabra  de Dios, leerla, hablar de ella, meditar, aspirar a Dios,  confesarte, recibir consejos espirituales, prepararte para  la comunión, comunicarte, reducir los afectos:  ¿qué hay en todo esto que repugne a tu  corazón? Y, si descubres en ti alguna cosa a la cual  tu corazón esté menos inclinado, examina de  dónde procede esta apatía, y cuál es la  causa de la misma.

  5.  ¿Cómo está tu corazón para con el  mismo Dios? ¿Se complace tu corazón en acordarse  de Dios? ¿No siente una suavidad agradable?  «¡Ah! -dice David-, me he acordado de Dios y me he  deleitado». ¿Sientes en tu corazón cierta  facilidad en amarle y un gusto especial en saborear este  amor? ¿Goza tu corazón al pensar en la  inmensidad de Dios, en su bondad, en su suavidad? S i el  recuerdo de Dios viene a tu mente en medio de las  ocupaciones del mundo y de las vanidades, ¿te detienes  en él y te conmueve? ¿Te parece que tu  corazón se inclina hacia él y, en cierta  manera, se adelanta? Ciertamente, hay almas que son  así. Si el marido de una mujer vuelve de lejanas  tierras, enseguida que la esposa se da cuenta de su regreso  y oye su voz, aunque esté muy atareada y dominada por  alguna violenta consideración en medio de sus  ocupaciones, su corazón, empero, no queda sujeto,  sino que deja los demás pensamientos para pensar en  su recién llegado esposo. Lo mismo les ocurre a las  almas que aman a Dios; aunque anden muy atareadas, cuando  les asalta el recuerdo de Dios, casi apartan la  atención de todo lo restante, a causa del gozo que  sienten de que vuelva este amable recuerdo, lo cual es muy  buena señal.

  6.  ¿Cómo está tu corazón con respecto  a Jesucristo, Dios y Hombre? ¿Estás contenta  cerca de Él? Las abejas se complacen alrededor de la  miel, y las avispas en la podredumbre; de la misma manera  las almas buenas se gozan en Jesucristo y sienten por  Él una gran ternura de corazón; pero las malas  se gozan en las vanidades. 7. ¿ Cómo está  tu corazón con respecto a la Santísima Virgen,  los santos y el ángel de tu guarda? ¿Tienes una  especial confianza en su protección? ¿Te gustan  sus imágenes, su vidas, sus alabanzas?

  8.  En cuanto a tu lengua, ¿cómo hablas de Dios?  ¿Te gusta hablar de Él según tu  condición y conocimientos? ¿Te gusta cantar los  salmos?

  9.  En cuanto a las obras examina si tienes interés por  la gloria externa de Dios y por hacer alguna cosa en honor  suyo; porque los que aman a Dios, aman, con Él, el  esplendor de su casa. ¿Tienes conciencia de haber  arrancado algún afecto y renunciado a alguna cosa por  Dios? Ten en cuenta que es muy buena señal de amar,  privarse de algo en obsequio de la persona amada. ¿Qué has dejado hasta ahora por amor de Dios?

 

  

CAPÍTULO  V : EXAMEN DE  NUESTRO ESTADO CON RELACIÓN A NOSOTROS  MISMOS

 1.  ¿Cómo te amas a ti misma? ¿Te amas  demasiado para este mundo? Si es así, desearás  estar siempre en él y andarás preocupada para  establecerte en esta tierra; pero, si te amas para el cielo,  desearás, o, a lo menos, fácilmente te  resignarás a salir de acá abajo, a la hora que  plazca a Nuestro Señor.

  2.  ¿Tienes bien ordenado el amor a ti misma? Porque nada  hay que nos arruine tanto como el amor desordenado de  nosotros mismos. Ahora bien, el amor ordenado quiere que  amemos más al alma que al cuerpo, que tengamos  más interés en adquirir las virtudes que toda  otra cosa, que nos preocupemos más del honor  celestial que del honor bajo y caduco. El corazón  bien ordenado se dice con frecuencia: «¿Qué  dirán los ángeles si pienso tal cosa?», y  no «¿qué dirán los hombres?»

  3.  ¿Qué amor tienes a tu corazón? ¿Te  cansas de servirlo en sus enfermedades? ¡Ah! le debes  estos cuidados: el de socorrerle, el de hacer que le  socorran cuando sus pasiones le atormentan y el de dejarlo  todo para esto.

  4.  ¿Qué crees que eres delante de Dios? Nada, sin  duda. Ahora bien, no arguye gran humildad, en una mosca, el  no tenerse por nada delante de una montaña, ni, en  una gota de agua, el no tenerse por nada en  comparación con el mar, ni, en una chispa o  pequeña llama, el no tenerse por nada delante del  sol; pero la humildad consiste en no tenernos en más  que los otros y en no querer ser tenidos en más por  ellos: ¿cómo estás respecto a este punto?

  5.  En cuanto a la lengua, ¿haces alarde de alguna cosa?  ¿Te alabas hablando de tí?

  6.  En cuanto a las obras, ¿te das algún gusto  contrario a la salud? Me refiero al placer vano e  inútil, como velar sin motivo y otros semejantes.

 

  

CAPÍTULO  VI : EXAMEN DEL  ESTADO DE NUESTRA ALMA CON RELACIÓN AL  PRÓJIMO

         El  marido y la mujer se han de amar con un amor dulce y  tranquilo, firme y perseverante, en primer lugar porque Dios  así lo ordena y lo quiere. Lo mismo digo de los hijos  y de los próximos parientes, y también de los  amigos, de cada uno según su grado.

          Mas,  hablando en general, ¿cómo está tu  corazón con respecto al prójimo? ¿Le amas  cordialmente y por amor de Dios? Para conocer bien si es  así, has de imaginarte ciertas personas enojosas y  antipáticas, pues aquí es donde se ejercita el  amor de Dios con el prójimo, y mucho más si se  trata de aquellos que nos hacen algún mal, de obra o  de palabra. Examina bien si tu corazón es franco con  ellos, y si sientes alguna contrariedad en amarles.

          ¿Eres  propensa a hablar mal del prójimo, sobre todo de los  que no te quieren? ¿Causas daño al  prójimo directa o indirectamente? Por poco razonable  que seas, fácilmente te darás cuenta de ello.

 

  

CAPÍTULO  VII : EXAMEN  SOBRE LOS AFECTOS DE NUESTRA ALMA

         He  desarrollado así estos puntos, cuyo examen nos da a  conocer el progreso espiritual que hemos hecho, porque, en  cuanto al examen de los pecados, se hace con miras a las  confesiones de los que no pretenden adelantar.

          No  es menester, empero, ocuparse en cada uno de estos puntos  sino con tranquilidad, considerando el estado de nuestro corazón con respecto a los mismos, desde que hicimos  los propósitos, y examinando las faltas notables  cometidas contra ellos.

          Mas,  para abreviar, es necesario reducir el examen al  conocimiento de nuestras pasiones; y, si se nos hace pesado  el examen con los pormenores dichos, podemos hacerlo  considerando el estado de nuestra alma y la manera como nos  hemos conducido:

  En  nuestro amor a Dios, al prójimo y a nosotros mismos.

  En  nuestra aversión al pecado propio y al pecado  cometido por los demás, pues hemos de desear el  exterminio de ambos.

  En  nuestros deseos de bienes, de placeres y de honores.

  En  el temor de los peligros de pecar, y de perder los bienes de  este mundo: tememos demasiado esto y muy poco aquello.

  En  la esperanza, que, tal vez, tenemos demasiado puesta en el  mundo y en las criaturas, y muy poco en Dios y en las cosas eternas.

  En  la tristeza, si es excesiva por cosas vanas.

  En  el gozo, si es excesivo y por cosas indignas.

  Finalmente,  ¿qué afectos tienen atado nuestro  corazón? ¿Qué pasiones le dominan?  ¿Qué cosas principalmente le alteran? Porque por  las pasiones del alma conocemos su estado,  pulsándolas unas tras otras. Así como el que  toca el laúd, que pulsando todas las cuerdas descubre  cuáles están desentonadas, y las afina,  tirando y aflojando, así, después de haber  pulsado el odio, el deseo, la esperanza, la tristeza y el  gozo de nuestra alma, si encontramos estas pasiones fuera de  tono para la pieza que queremos tocar, que es la gloria de  Dios, podemos afinarlas, mediante su gracia y el consejo de  nuestro padre espiritual.

 

  

CAPÍTULO  VIII : AFECTOS QUE  ES MENESTER EXCITAR DESPUÉS DEL  EXAMEN

         Después  de haber considerado tranquilamente cada punto del examen, y  visto en qué estado te encuentras, pasarás a  los afectos de la manera siguiente:

          Da  gracias a Dios de tal o cual enmienda que hayas advertido en  tu vida desde tu resolución, y reconoce que ha sido únicamente su misericordia la que lo ha hecho en ti y  por ti.

  Humíllate  mucho delante de Dios, reconociendo que, si has adelantado  tan poco, ha sido por tu culpa, porque no has correspondido  con fidelidad, con esfuerzo y constancia, a las  inspiraciones, luces y movimientos que te ha comunicado en  la oración y por otros medios.

  Prométele  alabarle por siempre jamás, por las gracias con que  te ha favorecido, para esta pequeña enmienda de tus inclinaciones.

  Pídele  perdón de la infidelidad y deslealtad con que has  correspondido.

  Ofrécele  tu corazón, para que sea enteramente Señor del  mismo.

  Suplícale  que te haga enteramente fiel.

  Invoca  a los santos, a la Virgen Santísima, al ángel  de tu guarda, a tu santo patrón, a San José, y  a otros santos.

 

  

CAPÍTULO  IX : CONSIDERACIONES  OPORTUNAS PARA RENOVAR NUESTROS BUENOS  PROPÓSITOS

         Después  de haber hecho bien el examen y de haber consultado con  algún director digno sobre las faltas y sus remedios, harás las siguientes consideraciones, una cada  día, a manera de meditación, dedicando a ello  el tiempo de tu oración y empleando, en la  preparación y en los afectos, el mismo método  que indiqué para las meditaciones de la primera  parte, poniéndote ante todo, en la presencia de Dios  e implorando su gracia para afianzarte en su santo amor y en  su servicio.

 

  

CAPÍTULO  X : PRIMERA  CONSIDERACIÓN: DE LA EXCELENCIA DE NUESTRAS  ALMAS

         Considera  la nobleza y la excelencia de tu alma, que posee un  entendimiento capaz de conocer no sólo el mundo  visible, sino también la existencia de los  ángeles y del paraíso; que hay un Dios  soberano absoluto, lleno de bondad e inefable; que hay una  eternidad; y, además, capaz de conocer lo que es  menester para vivir en este mundo visible, para juntarse con  los ángeles en el paraíso, y gozar de Dios  eternamente.

          Tu  alma tiene, además, una voluntad noble, la cual puede  amar a Dios y no puede odiarle en sí mismo. Mira  cuán generoso es tu corazón, y que, así  como nada puede lograr que las abejas se posen en cosa  alguna corrompida, sino tan sólo en las flores, así también tu corazón sólo  puede reposar en Dios, y ninguna criatura puede  satisfacerle. Recuerda francamente las mayores y más  agradables diversiones que, en otros tiempos, llenaron tu  corazón, y juzga, con sinceridad, si no estaban  llenas de inquietud, de acerbos pensamientos y de cuidados  importunos, entre los cuales tu pobre corazón se  sentía desgraciado.

          ¡Ah!,  nuestro corazón, cuando corre en pos de las  criaturas, anda ansioso, pensando que podrá en ellas  saciar sus deseos; pero, en cuanto les ha dado alcance, ve  que todo queda por hacer y que nada puede contentarle, pues  Dios no quiere que nuestro corazón encuentre lugar  alguno donde poder descansar, para que, como la paloma  soltada del arca de Noé, vuelva a su Dios, del cual  salió. ¡Ah! ¡Qué cualidad tan  hermosa la de nuestro corazón! ¿Por qué,  pues, lo ocupamos, contra su voluntad, en el servicio de las  criaturas?

  ¡Oh,  hermosa alma mía!, has de decir, tú puedes  conocer y amar a Dios, ¿por qué te entretienes  en cosas de menor precio? Puedes aspirar a la eternidad,  ¿por qué te detienes en los instantes? Este fue  uno de los lamentos del hijo pródigo, el cual, habiendo podido vivir deliciosamente en la mesa de su padre,  comía vilmente con las bestias. ¡Oh, alma  mía!, tú eres capaz de Dios; desventurada de  ti, si te contentas con lo que es menos que Dios. Eleva tu  alma a esta consideración; recuérdale que es eterna y digna de la eternidad, aliéntala a que siga  por este camino.

 

  

CAPÍTULO  XI : SEGUNDA  CONSIDERACIÓN: DE LA EXCELENCIA DE LAS  VIRTUDES

         Considera  que las virtudes y la devoción pueden, por sí  solas, contentar el alma en este mundo; mira qué  bellas son. Compara las virtudes con los vicios que le son  contrarios: qué suavidad la de la paciencia, en  comparación con la venganza; de la dulzura, en  comparación con la ira y el despecho; de la humildad,  en comparación con la arrogancia y la  ambición; de la esplendidez, en comparación  con la avaricia; de la caridad, en comparación con la  envidia; de la sobriedad, en comparación con el  despilfarro. Las virtudes tienen esto de admirable, a saber,  que deleitan el alma con una dulzura y una suavidad incomparables, cuando se han practicado, al paso que los  vicios la dejan infinitamente rendida y maltratada.  ¡Ánimo!, pues, ¿por qué no ponemos  manos a la obra para conseguir estas suavidades?

          En  cuanto al vicio, el que tiene poco no está contento y  el que tiene mucho está descontento: en cuanto a la  virtud, el que tiene poca ya siente gozo, y siempre siente  más, conforme va avanzando. ¡Oh vida devota,  qué bella, qué dulce, qué agradable, qué suave eres! Tú endulzas las tribulaciones,  haces suaves los consuelos, sin ti el bien es mal y los  placeres están llenos de inquietud, de  turbación y de desfallecimiento; el que te conoce  puede muy bien decir con la Samaritana: «Domine, da  mihi hanc aquam»: «Señor, dame de esta  agua»; aspiración muy frecuente en Santa Teresa  y en Santa Catalina de Génova, aunque por motivos muy  diferentes.

 

  

CAPÍTULO  XII : TERCERA  CONSIDERACIÓN: DEL EJEMPLO DE LOS  SANTOS

         Considera  el ejemplo de toda suerte de santos; ¿qué no han  hecho para amar a Dios y ser devotos? Mira a estos  mártires, invencibles en sus resoluciones:  ¿qué tormentos no han soportado para mantenerse  en ellas? Pero sobre todo a estas hermosas y jóvenes  doncellas, más blancas que los lirios en pureza,  más encarnadas que la rosa en caridad; unas a los  doce años, otras a los trece, a los quince, a los  veinte, a los veinticinco, han sufrido mil clases de  martirios antes que renunciar -a su propósito no  sólo en lo tocante a la profesión de fe, sino  en lo que era una prueba de su devoción: unas  muriendo antes de perder la virginidad, otras antes que  dejar de servir a los afligidos, de consolar a los  atormentados, de enterrar a los muertos. i Dios mío!  i qué constancia ha manifestado este débil  sexo, en ocasiones parecidas!

          Contempla  a tantos santos confesores: i Con qué firmeza han  despreciado el mundo! i Cómo se han hecho invencibles  en sus resoluciones! Nada ha podido hacerles desistir; las  han abrazado sin reservas y las han mantenido sin  excepción. ¡Dios mío! ¡Dios  mío! ¿ Qué es lo que dice San  Agustín de su madre Santa Mónica? ¡Con  qué firmeza sostuvo su empresa de servir a Dios en su  matrimonio y en su viudez! ¡ Y San Jerónimo, de  su hija Paula! ¡ Con cuántos obstáculos y  con cuánta diversidad de acontecimientos! Mas,  ¿qué no haremos nosotros, alentados por tan  excelentes patronos? Ellos eran lo que somos nosotros; lo hacían por el mismo Dios, por las mismas virtudes;  ¿por qué no haremos lo mismo nosotros,  según nuestra condición y vocación, por  el cumplimiento de nuestros amados propósitos y de  nuestras santas promesas?

 

  

CAPÍTULO  XIII : CUARTA  CONSIDERACIÓN: DEL AMOR QUE JESUCRISTO NOS  TIENE

         Considera  el amor con que Jesucristo ha sufrido en el huerto de los  Olivos y en el monte Calvario, Este amor era para ti, y, con  todas aquellas penas y trabajos, obtenía de Dios  Padre, para tu corazón, las buenas resoluciones y  promesas, y, por los mismos medios, todo lo que necesitas  para mantener, alimentar, robustecer y consumar estas  resoluciones. ¡Oh resolución, qué  preciada eres, siendo hija de tal madre, cual es la  Pasión de mi Salvador! ¡Oh, cómo te ha de  amar mi alma, pues tan amada has sido de mi Jesús!  ¡Ah Señor! ¡Oh Salvador de mi alma!  ¡Tú moriste para obtener en mi favor estas  resoluciones! Concédeme, pues, la gracia de que muera  antes de dejarlas.

          Ya  ves, Filotea, cuanta verdad es que el Corazón de  nuestro amado Jesús veía el tuyo, desde el  árbol de la cruz, y le amaba, y, por este amor,  obtenía para 61 todos los bienes que jamás  podrás tener, y entre otros, tus resoluciones.  Sí, amada Filotea, nosotros podemos decir con  Jeemías: «¡Oh Señor!, antes de que  yo existiese, Tú me mirabas y me llamabas por mi  nombre>, como sea que su bondad preparó, con su  amor y su misericordia, todos los recursos generales y  particulares de nuestra salvación, y, por  consiguiente, nuestras resoluciones. Sí, ciertamente:  así como la mujer que ha de ser madre prepara la  cuna, las mantillas y las fajitas, y además busca  nodriza para el niño que espera, aunque  todavía no haya venido al mundo, así también Nuestro Señor, después de  haberte concebido en su bondad y llevado en sus  entrañas, al querer darte a luz para tu salvación y hacerte hija suya, preparó en el  árbol de la cruz, todo lo que era menester para ti:  tu cuna espiritual, tus mantillas y fajitas, tú  nodriza, y todo lo que era conveniente para tu felicidad, a  saber, todos los recursos, todos los alicientes, todas las  gracias por las cuales conduce tu alma y quiere llevarla  hasta la perfección.

          ¡  Ah, Dios mío! ¡ Cómo deberíamos  grabar todo esto -es nuestra memoria! ¿ Es posible que  yo haya sido amada, y tan dulcemente amada, de mi Salvador;  que Él haya pensado particularmente en mí y en  todos estos pormenores, con los cuales me ha atraído  hacia Él? ¡Cómo hemos de amarle y  emplearlo todo para nuestra utilidad! Todo esto es muy  dulce: este corazón amable de mi Dios pensaba en  Filotea, la amaba y le procuraba mil medios de  salvación, como si no hubiere más almas en el mundo en quienes pensar, de la misma manera que el sol  ilumina un lugar de la tierra como si no iluminase otros y  sólo iluminase aquél. Así Nuestro  Señor pensaba y cuidaba de todos sus hijos, de forma  que pensaba en cada uno de ellos, como si no hubiese tenido  que pensar en los demás. «Me amó -dice  San Pablo-, y se entregó por mí»; como si  dijera: sólo por mí, como si nada hubiese  hecho por los demás. Esto, Filotea, ha de permanecer  grabado en nuestra alma, para tener en mucho y fomentar tu  resolución, tan preciosa para el Corazón del  Salvador.

 

  

CAPÍTULO  XIV : QUINTA  CONSIDERACIÓN: DEL AMOR ETERNO DE DIOS A  NOSOTROS

         Considera  el amor eterno que Dios te ha tenido; porque ya antes de que  Nuestro Señor Jesucristo, en cuanto hombre, sufriese  en la cruz por ti, su divina Majestad te concebía en  su soberana bondad, y te amaba en gran manera. Mas,  ¿cuándo comenzó a amarte? Comenzó  cuando comenzó a ser Dios. ¿Y cuándo  comenzó a ser Dios? Nunca, pues siempre ha sido, sin principio ni fin, y te ha amado siempre desde la eternidad;  por esto te preparaba las gracias y los favores que te ha  hecho. Lo dice por el profeta: «Te amaré (dice a  ti y a cada uno de nosotros) con un amor perpetuo; por lo  tanto te atraje, compadecido de ti». Ha pensado, pues,  entre otras cosas, en hacerte formar tus resoluciones para  servirle.

          ¡Dios  mío! ¡Qué resoluciones son éstas,  pensadas, meditadas, proyectadas por Dios, desde toda la  eternidad! ¡Cuán amadas y preciosas han de ser  para nosotros! ¡Qué no hemos de sufrir, antes  que dejar perder una sola brizna de ellas! Ciertamente, ni que se hubiese de perder todo el mundo para nosotros, pues  todo el mundo junto no vale lo que vale una alma, y una alma  no vale nada sin nuestras resoluciones.

 

  

CAPÍTULO  XV : AFECTOS  GENERALES SOBRE LAS ANTERIORES RESOLUCIONES, Y  CONCLUSIÓN DEL EJERCICIO

         ¡  Oh amadas resoluciones!, vosotras sois el hermoso  árbol de la vida que mi Dios ha plantado, con su  mano, en medio de mi corazón, y que mi corazón  quiere regar con su sangre, para que fructifique; antes mil  muertes, que permitir que viento alguno lo arranque. No, ni  la vanidad, ni las delicias, ni las riquezas, ni las  tribulaciones me arrancarán jamás mi  propósito.

          ¡Ah  Señor! Tú has plantado y eternamente has  guardado este hermoso árbol dentro de tu paternal  corazón para mi jardín. ¡Ah!  ¡Cuántas almas no han sido favorecidas de esta  manera! ¿Cómo podré yo humillarme  jamás lo bastante a vista de tal misericordia?

          ¡  Oh bellas, oh santas resoluciones! Si yo os conservo,  vosotras me conservaréis; si vivís en mi alma,  mi alma vivirá en vosotras. Vivid, pues, por siempre  jamás, ¡oh resoluciones!, que sois eternas en la  misericordia de mi Dios; permaneced y vivid eternamente en  mí: que nunca os abandone.

          Después  de estos afectos, es menester que concretes los medios  necesarios para mantener estas preciosas resoluciones, y que  asegures que quieres servirte de ellas fielmente: la  frecuencia de la oración, de los sacramentos, de las  buenas obras, la enmienda de tus faltas descubiertas en el  segundo punto, el apartarte de las ocasiones, la  práctica de los avisos que te den en este sentido.

          Hecho  esto, como quien toma aliento y fuerzas, declara mil veces  que continuarás en tus propósitos, y, como si  tuvieses el corazón, el alma y la voluntad en tus  manos, dedícalos, conságralos,  sacrifícalos e inmólalos a Dios, prometiendo  que jamás volverás a tomarlos, sino que los dejarás en las manos de su divina Majestad, para  seguir en todo y por todo sus mandamientos. Ruega a Dios que  te renueve toda entera; que renueve y robustezca tus  propósitos; invoca a la Virgen y a tu ángel, a  San Luis y a los demás santos.

          Con  esta emoción del corazón, ve a los pies de tu  padre espiritual; acúsate de las principales faltas  que recuerdes haber cometido desde tu última  confesión general, y recibe la absolución, de  la misma manera que la primera vez; haz la promesa, en su  presencia, y fírmala, y, finalmente, ve a unir tu  corazón renovado con su Principio y Salvador, en el  Santísimo Sacramento de la Eucaristía.

 

  

CAPÍTULO  XVI : DE LOS  SENTIMIENTOS QUE ES MENESTER CONSERVAR DESPUÉS DE  ESTE EJERCICIO

         Este  día, en que habrás hecho esta  renovación, y los días siguientes, has de  repetir con frecuencia, con el corazón y con la boca,  estas ardientes palabras de San Pablo, de San  Agustín, de Santa Catalina de Génova y de  otros santos: «No, ya no soy mía; que viva, que  muera, soy de mi Salvador; ya no digo ni yo ni mío:  el yo es Jesús; el mío es ser suya. ¡Oh  mundo!, tú siempre eres el mismo, y yo he sido  siempre la misma, pero, en adelante, ya no seré yo  misma». Nosotros no seremos más nosotros mismos,  porque tendremos el corazón cambiado, y el mundo, que tanto nos ha engañado, será engañado en  nosotros, pues, al no darse cuenta de nuestra  transformación, creerá que todavía  somos Esaú y nosotros nos habremos trocado en Jacob.

          Conviene  que todos estos ejercicios reposen en el corazón, y  que, al dejar la meditación y la  consideración, andemos con tiento, entre las ocupaciones y las conversaciones, para que el licor de  nuestras resoluciones no se derrame enseguida, pues es  necesario que se filtre y penetre bien en todas as partes  del alma, pero sin violentar ni el espíritu ni el  cuerpo.

 

  

CAPÍTULO  XVII : RESPUESTA A  DOS OBJECIONES QUE PUEDEN HACERSE ACERCA DE ESTA  «INTRODUCCIÓN»

         Filotea,  el mundo te dirá que estos ejercicios y estas  advertencias son tan numerosos, que el que quiera  observarlos no podrá hacer otra cosa. ¡Ah, amada  Filotea!, aunque no hiciésemos otra cosa, mucho  haríamos, pues haríamos lo que  deberíamos hacer en este mundo. Pero, ¿no te das cuenta del engaño? Si todos estos ejercicios se  hubiesen de hacer cada día, ciertamente nos  ocuparían del todo; pero no es necesario hacerlos  sino a su debido tiempo y lugar, y según se vaya  ofreciendo la ocasión a cada uno.  ¡Cuántas leyes no hay en el Código que  deben ser observadas! Pero esto se entiende según las  circunstancias, y no en el sentido de que se hayan de  practicar todos los días. David, rey atareado en  asuntos muy difíciles, practicaba muchos más  ejercicios de los que yo te he enseñado. San Luis,  rey admirable así en la guerra como en la paz, y que,  con un cuidado sin igual, administraba justicia, oía  dos misas todos los días, rezaba vísperas y  completas con su capellán, hacía su meditación, visitaba los hospitales, se confesaba, y  tomaba disciplina todos los viernes, asistía con  frecuencia a los sermones, celebraba muchas conferencias  espirituales, y, a pesar de ello, no desperdiciaba una sola  ocasión para procurar el bien público, y su  corte era más bella y estaba más floreciente  que en tiempos de sus predecesores. Haz, pues,  decididamente, estos ejercicios, según te los he  enseñado, y Dios te dará tiempo y fuerza para  resolver los demás asuntos; y así lo  hará, aunque tenga que detener la carrera del sol,  como lo hizo con Josué, en otro tiempo. Hagamos  siempre lo que conviene hacer, pues Dios trabaja por  nosotros.

          Dirá  el mundo que yo supongo siempre que Filotea tiene el don de  la oración mental, y, como quiera que no todo el  mundo lo tiene, esta Introducción no servirá  para todos. Es verdad que he supuesto esto, y también  lo es que no todo el mundo tiene el don de la oración  mental; pero es igualmente cierto que todos pueden tenerlo,  aun los más ineptos, con tal que tengan buenos  directores y quieran trabajar para adquirirlo, según  la cosa lo merece. Y si se encuentra alguno que no posee  este don en ningún grado (lo cual no ocurre sino muy  raras veces), el discreto padre espiritual fácilmente  hará que suplan el defecto,  enseñándoles a que lean u oigan leer con  atención las mismas consideraciones puestas en las  meditaciones.

 

  

CAPÍTULO  XVIII : TRES  ÚLTIMOS E IMPORTANTES AVISOS PARA ESTA  «INTRODUCCIÓN»

         Cada  primer día del mes, después de la  meditación, renueva la promesa que se encuentra en la  primera parte, y, en todo momento, promete que la quieres  guardar, diciendo con David: «No, jamás,  eternamente, no me olvidaré de tus justificaciones,  ¡oh Dios mío!, pues en ellas me has vivificado». Y cuando sientas en tu alma alguna  turbación, toma en tu mano tu promesa, y, postrada  con espíritu de humildad, pronúnciala con todo  tu corazón, y te sentirás en gran manera  aliviada. Haz abiertamente profesión de querer ser  devota. No digo de ser devota, sino de querer serlo, y no te  avergüences de los actos comunes y necesarios que  conducen al amor de Dios. Confiesa, sin respetos humanos,  que procuras meditar, que prefieres morir antes que pecar  mortalmente, que quieres frecuentar los sacramentos y seguir  los consejos de tu director (aunque a veces no es necesario  nombrarle, por muchos motivos). Porque esta franqueza en  confesar que queremos servir a Dios y que estamos  consagrados a su amor con un especial afecto, es muy  agradable a su divina Majestad, que no quiere que nos  avergoncemos ni de Él ni de la cruz, y,  además, cierra el camino a muchos razonamientos que  el mundo quisiera hacer en contra, y nos crea una  reputación que nos compromete a perseverar. Los  filósofos se presentaban como filósofos, para  que se les dejase vivir como tales; nosotros nos hemos de  dar a conocer como deseosos de la devoción, para que  se nos deje vivir devotamente. Y si alguien te dice que se  puede vivir devotamente, sin la práctica de estos  avisos y de estos ejercicios, no lo niegues; pero dile  amablemente que tu debilidad es tan grande, que necesita una  ayuda y un auxilio mayor del que se requiere en los  demás.

          Finalmente,  amada Filotea, te conjuro, por todo cuanto hay de sagrado en  el cielo y en la tierra, por el bautismo que has recibido,  por los pechos que amamantaron a Jesucristo, por el  corazón amoroso con que Él te amó, y  por las entrañas de la misericordia en la cual  esperas, que continúes y perseveres en esta  bienaventurada empresa de la vida devota. Nuestros  días se deslizan y la muerte está en la  puerta. «La trompeta -dice San Gregorio Nacianceno-,  toca a retiro; que cada uno se prepare, porque el juicio  está cerca». La madre de Sinforiano, al ver que  le conducían al martirio, gritaba detrás de  él: «Hijo mío, hijo mío,  acuérdate de la vida eterna; mira al cielo, y piensa  en Aquel que reina en él; tu próximo fin  presto acabará con tu carrera en este mundo».  Filotea, lo mismo te digo yo; mira al cielo, y no lo dejes  por el infierno; mira al infierno y no te precipites en  él por gozar de unos momentos; contempla a  Jesucristo, y no reniegues de Él por el mundo, y,  cuando la tribulación de la vida devota te parezca  dura, canta con San Francisco: «Mientras espero bienes  mejores, el trabajo de ahora es pasatiempo».

  ¡VIVA  Jesús! al cual con el Padre y el Espíritu  Santo, sea honor y gloria, ahora y siempre y por los siglos  de los siglos. Así sea.