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El cántico de alabanza que resuena eternamente en las moradas celestiales y que Jesucristo, sumo Sacerdote, introdujo en este destierro ha sido continuado fiel y constantemente por la Iglesia situando a Dios como centro de nuestra vida durante todas las horas del día -Liturgia de las horas- y todos los días del año -Lectio Divina-
Viernes de la 26ª semana del Tiempo ordinario o 1 de Octubre, conmemoración de Santa Teresa del Niño Jesús
Teresa Martin, hija de Luis Martin y de Celia Guerin –ambos en proceso de beatificación-, nació en Alecon (Normandía), el 2 de enero de 1873. Entró a los 15 años en el Carmelo de Lisieux e hizo su profesión el 8 de septiembre de 1890. Murió el 30 de septiembre de 1897. Teresa, que llevó una intensa vida espiritual, centrada toda ella en el descubrimiento de la sencillez y totalidad del Evangelio y en la ofrenda al Amor misericordioso, brilló en la Iglesia de su tiempo, y sigue brillando en la del nuestro, como una contemplativa, apóstol de los apóstoles, a través de una experiencia de vida evangélica en la que no faltaron ni las tinieblas de la noche oscura de la fe ni la luminosa comunión con todos y con todo, por ser el Amor en el corazón de la Iglesia. Nos ha dejado, entre sus escritos, los Manuscritos autobiográficos, muchas Cartas, Poesías, Oraciones y Recreaciones piadosas llenas de sabiduría, que pregonan un mensaje nuevo y universal. Fue canonizada por Pío XI el 17 de mayo de 1925 y proclamada patrono de las misiones el 14 de diciembre de 1927. En virtud de la autoridad de su doctrina, llena de sabiduría evangélica, acogida de una manera unánime en la Iglesia, actual por sus mensajes, Juan Pablo II la declaró doctora de la Iglesia el 19 de octubre de 1997.
LECTIO Primera lectura: Baruc 1,15-22 15 Diréis: Reconocemos que el Señor es inocente; nosotros, en cambio, estamos hoy abrumados de vergüenza, junto con los habitantes de Judá y de Jerusalén, 16 con nuestros reyes y gobernantes, con nuestros sacerdotes, profetas y antepasados. 17 Porque hemos pecado ante el Señor, le hemos desobedecido, no hemos escuchado la voz del Señor, Dios nuestro, y no hemos cumplido los mandamientos que él nos había dado. 19 Desde que el Señor sacó a nuestros antepasados de Egipto hasta hoy, hemos sido rebeldes al Señor, Dios nuestro, e, insensatos de nosotros, no hemos escuchado su voz. 20 Por eso ahora han caído sobre nosotros la desgracia y la maldición con que el Señor amenazó a su siervo Moisés cuando sacó a nuestros antepasados de Egipto para darnos una tierra que mana leche y miel. 21 Nosotros no hemos escuchado la voz del Señor, nuestro Dios, que nos habló por medio de sus enviados, los profetas. 22 Cada uno de nosotros ha seguido los proyectos de su obstinado corazón, dando culto a otros dioses y ofendiendo al Señor, nuestro Dios, con su conducta.
**• Tras la liturgia de la lectura del Libro, el texto de Baruc introduce una amplia oración penitencial, cuyos primeros versículos hemos leído. Es la súplica de los exiliados, en la que pueden reconocerse todos los judíos sometidos al dominio extranjero, en cualquier parte del mundo en que se encuentren. Es, por consiguiente, la oración del pueblo de Dios en la diáspora, que no quiere perder su propia identidad espiritual. En primer lugar, se siente solidario en la culpa que ha marcado la historia pasada, una historia compuesta de promesas divinas y pecados del pueblo. La historia es considerada como una historia solidaria en el bien y en el mal. Los dones de Dios a su pueblo han sido generosos y grandiosos, mientras que el pueblo ha reaccionado con la desobediencia y con la rebelión. Por eso se hace necesaria una confesión de las culpas que reconozca la justicia de Dios y su inocencia. En esta justicia, en esta falta de culpabilidad de Dios reside la posibilidad que tiene el pueblo de volver a comenzar, de esperar de nuevo, de aguardar el perdón del Señor. Debemos señalar que, en esta confesión, el pueblo que está presente, que está dirigiendo su súplica a Dios, se siente de todos modos corresponsable asimismo de las culpas del pasado. Ahora bien, esa corresponsabilidad le hará precisamente solidario en las promesas indefectibles que Dios ha hecho a su pueblo.
Evangelio: Lucas 10,13-16 En aquel tiempo, dijo Jesús: 13 ¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros realizados en vosotras, hace tiempo que, vestidas de saco y sentadas sobre ceniza, se habrían convertido. 14 Por eso, será más tolerable el día del juicio para Tiro y Sidón que para vosotras. 15 Y tú, Cafarnaún, ¿te elevarás hasta el cielo? ¡Hasta el abismo te hundirás! 16 Quien os escucha a vosotros a mí me escucha; quien os rechaza a vosotros a mí me rechaza, y el que me rechaza a mí rechaza al que me ha enviado.
**• Lucas sitúa el juicio sobre las ciudades del lago tras el envío de los 72 discípulos en misión (Lc 10,1-12), dejando entender así un desenlace negativo de su anuncio Jesús había ofrecido a los enviados una especie de vademécum para su misión; aquí, en cambio, indica las condiciones requeridas para una efectiva acogida del Evangelio del Reino. Las ciudades del lago son sometidas a un juicio severo (w. 13-15) por no haber respondido con una fe verdadera y una sincera conversión al anuncio de los discípulos de Jesús. Corozaín, Betsaida y Cafarnaún fueron las ciudades en las que más actuó Jesús, anunciando la Buena Nueva y realizando en ellas muchos milagros; sin embargo, no creyeron en el Evangelio ni cambiaron de conducta. Por eso se les profetiza una suerte peor que la de Sodoma y Gomorra, que representan en la tradición bíblica la oposición más obstinada a Dios (cf. Gn 19). Jesús establece otra comparación con Tiro y Sidón: estas ciudades, enemigas de Israel y extrañas a la promesa, se han mostrado más abiertas a la escucha de la Palabra de Dios y disponibles a la penitencia que las ciudades judías situadas junto al lago de Genesaret. En la conclusión del discurso, Jesús se refiere al principio de la Shalia, en virtud del cual el enviado goza de la misma autoridad que quien le ha enviado y, por consiguiente, puede exigir la misma obediencia que se debe a quien le envía. Dado que los discípulos han sido enviados por Jesús, que a su vez ha sido enviado por su Padre, recibirles o rechazarles significa recibir o rechazar a Dios mismo. En consecuencia, la decisión se convierte en una cuestión de salvación o perdición: «Quien os escucha a vosotros a mí me escucha; quien os rechaza a vosotros a mí me rechaza, y el que me rechaza a mí rechaza al que me ha enviado» (v. 16).
MEDITATIO Teresa de Lisieux se ha vuelto para la Iglesia de nuestro tiempo la imagen de una testigo de la pureza del Evangelio y del mensaje sencillo y gozoso de la nueva evangelización. Si, apenas entrada en la gloria, la difusión de sus escritos autobiográficos conocidos como Historia de un alma suscitó admiración y consenso por todas partes, nuestro tiempo ha redescubierto en ella la fuerza del testimonio del Evangelio y la misión incisiva de presentar el rostro de Dios de una manera renovada a los hombres y a las mujeres de hoy. Como creció, tras la muerte prematura de su madre, a la sombra de un padre que manifestaba la fuerza de la naturaleza paterna y también la naturaleza de una madre, no le resultó difícil a Teresa descubrir al mismo tiempo el seno genuino del Dios cercano y misericordioso, con rasgos paternos y maternos. Probada en lo más vivo de su aguda sensibilidad por la enfermedad de su padre y por la suya propia, supo captar en la kenosis de la fe el sentido más genuino de la pobreza evangélica, del compartir la mesa de la amargura junto con los hermanos pecadores, alejados de Dios, aunque amados siempre por un Dios de misericordia y de ternura, el cual, del mismo modo que se inclinó sobre el rostro doliente de su Hijo amado, se inclina amoroso sobre todas sus criaturas, sin excluir a ninguna. Ya en su nombre religioso, Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, resume Teresa la kenosis de la encarnación y la kenosis de la pasión, la pequeñez del niño de Belén y el vaciamiento del Cristo de la cruz. Mas en el amor a Cristo y a los hermanos, Teresa descubre el secreto de su vida, lo descubre en un amor probado en el crisol, pero que el Espíritu Santo pone incandescente de ansias apostólicas, hasta convertirse en una vocación: ser en la Iglesia el amor. El amor infinito del Dios del Antiguo Testamento, que Teresa acoge con alegría, como una niña del Reino, y el amor de Jesús por los pequeños son dos palabras de vida de su existencia, que han forjado su imagen de santidad. Una imagen que atrae a todos, incluso fuera de la Iglesia católica, porque revela el verdadero rostro de nuestro Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que ama infinitamente a todas sus criaturas.
ORATIO Tus palabras son mías y yo puedo servirme de ellas para atraer sobre las almas que están unidas a mí las gracias del Padre celestial. Pero, Señor, cuando digo que deseo que los que tú me diste estén también donde yo esté, no pretendo que ellos no puedan llegar a una gloria mucho más alta de la que quieras darme a mí. Quiero simplemente pedir que un día nos veamos todos reunidos en tu hermoso cielo. Tú sabes, Dios mío, que yo nunca he deseado otra cosa que amarte. No ambiciono otra gloria. Tu amor me ha acompañado desde la infancia, ha ido creciendo conmigo, y ahora es un abismo cuyas profundidades no puedo sondear. El amor llama al amor. Por eso, Jesús mío, mi amor se lanza hacia ti y quisiera colmar el abismo que lo atrae. Pero, ¡ay!, no es ni siquiera una gota de rocío perdida en el océano... Para amarme como tú me amas, necesito pedirte prestado tu propio amor. Sólo entonces encontraré reposo. Jesús mío, tal vez sea una ilusión, pero creo que no podrás colmar a un alma de más amor del que has colmado la mía. Por eso me atrevo a pedirte que ames a los que me has dado como me has amado a mí. Si un día en el cielo descubro que los amas más que a mí, me alegraré, pues desde ahora mismo reconozco que esas almas merecen mucho más amor que la mía. Pero aquí abajo no puedo concebir una mayor inmensidad de amor del que te has dignado prodigarme a mí gratuitamente y sin mérito alguno de mi parte (Teresa del Niño Jesús, Manuscrito C, versión electrónica).
CONTEMPLATIO Jesús ha querido darme luz acerca de este misterio. Puso ante mis ojos el libro de la naturaleza y comprendí que todas las flores que él ha creado son hermosas, y que el esplendor de la rosa y la blancura del lirio no le quitan a la humilde violeta su perfume ni a la margarita su encantadora sencillez... Comprendí que si todas las flores quisieran ser rosas, la naturaleza perdería su gala primaveral y los campos ya no se verían esmaltados de florecillas... Eso mismo sucede en el mundo de las almas, que es el jardín de Jesús. Él ha querido crear grandes santos, que pueden compararse a los lirios y a las rosas; pero ha creado también otros más pequeños, y éstos han de conformarse con ser margaritas o violetas destinadas a recrear los ojos de Dios cuando mira a sus pies. La perfección consiste en hacer su voluntad, en ser lo que él quiere que seamos... Comprendí también que el amor de Nuestro Señor se revela lo mismo en el alma más sencilla, que no opone resistencia alguna a su gracia, que en el alma más sublime. Y es que, siendo propio del amor el abajarse, si todas las almas se parecieran a las de los santos doctores que han iluminado a la Iglesia con la luz de su doctrina, parecería que Dios no tendría que abajarse demasiado al venir a sus corazones. Pero él ha creado al niño, que no sabe nada y que sólo deja oír débiles gemidos, y ha creado al pobre salvaje, que sólo tiene para guiarse la ley natural. ¡Y también a sus corazones quiere él descender! Éstas son sus flores de los campos, cuya sencillez le fascina... Abajándose de tal modo, Dios muestra su infinita grandeza. Así como el sol ilumina a la vez a los cedros y a cada florecilla, como si sólo ella existiese en la tierra, del mismo modo se ocupa también Nuestro Señor de cada alma personalmente, como si no hubiera más que ella. Y así como en la naturaleza todas las estaciones están ordenadas de tal modo que en el momento preciso se abra hasta la más humilde margarita, de la misma manera todo está ordenado al bien de cada alma (Teresa del Niño Jesús, Manuscrito A, versión electrónica).
ACTIO Repite a menudo y medita durante el día estas palabras de la santa de Lisieux: «Mi vida es un instante, una hora de paso. ¡Oh Dios mío, sabes que para amarte en la tierra no dispongo más que de hoy» (Teresa del Niño Jesús, Poesía n. 5)
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Teresa del Niño Jesús es una figura que me es muy entrañable, que siento cercana y compañera de camino porque, cuanto más profundizamos en su «pequeña vía», tanto más nos damos cuenta de que se trata en realidad de la única vía. Fe pura y amor puro, con la aceptación consciente de no ver nada, de ser débil e imperfecta; como otros santos, Teresa empieza allí donde la mayoría de los cristianos se detiene. Pero hay un aspecto de su experiencia que quisiera subrayar, la experiencia de la laceración interior, indicada por ella con estas palabras: «Nieblas que me rodean, penetran en el alma», «tormento que se redobla», «no quiero continuar escribiendo de ello; temería blasfemar», «tinieblas cada vez más densas», «lucha y tormento no durante algunos días, no durante algunas semanas». Es el sufrimiento de quien se siente unido con Dios y no puede poner en tela de juicio este vínculo, pero al mismo tiempo se siente solidario con el hombre, con sus propios hermanos, con las personas cuya suerte, esperanzas y angustias comparte hasta el final. Teresa vive atraída irresistiblemente hacia la patria luminosa y al mismo tiempo envuelta completamente por las tinieblas de una tierra opaca y afligida por nieblas impenetrables. Más aún, la imagen que usa es la de sentirse sentada a la mesa llena de amargura en la que comen los pecadores, los incrédulos [...]. Teresa es santa porque aceptó esta laceración interior y la vivió con la seguridad de que, en Cristo muerto en la cruz, esta laceración se recompondría en unidad. Escribe: «Atráenos, Jesús, con el fuego de tu amor, únenos a ti tan estrechamente que seas tú mismo quien viva y goce en nosotros...» (C. M . Martini, «Presentazione», en Teresa de Lisieux, dottoredella Chiesa, / miei pensierí, Milán 1997, 7-9). |
Sábado de la 26ª semana del Tiempo ordinario 2 de Octubre, conmemoración de los Santos Ángeles Custodios Los ángeles -criaturas puramente espirituales y dotadas de inteligencia y voluntad- son servidores y mensajeros de Dios. «Contemplan sin cesar el rostro de mi Padre celestial» (Mt 18,10). Son «poderosos ejecutores de sus órdenes, prontos a la voz de su palabra» (Sal 103,20). Dios les confía el encargo de proteger a la humanidad. San Francisco de Asís, según nos cuenta su biógrafo Tomás de Celano, «tenía en muchísima veneración y amor a los ángeles, que están con nosotros en la lucha y van con nosotros entre las sombras de la muerte. Decía que a tales compañeros había que venerarlos en todo lugar; que había que invocar, cuando menos, a los que son nuestros custodios. Enseñaba a no ofender la vista de ellos y a no osar hacer en su presencia lo que no se haría delante de los hombres. Y porque en el coro o capilla se salmodia en presencia de los ángeles, quería que todos cuantos hermanos pudieran se reunieran en el coro y salmodiaran allí con devoción» (2 Cel 197). El pueblo de Dios ha sentido siempre espontáneamente la exigencia de corresponder a su silenciosa y benévola compañía honrándoles de una manera especial. Esta celebración dedicada a ellos entró en el calendario romano en el año 1615.
LECTIO Primera lectura: Baruc 4,5-12.27-29 5 ¡Ánimo, pueblo mío, tú mantienes vivo el recuerdo de Israel! 6 Habéis sido vendidos a las naciones, mas no para ser aniquilados; porque provocasteis la ira de Dios, fuisteis entregados a los enemigos. 7 Irritasteis, en efecto, a vuestro creador, pues ofrecisteis sacrificios a los demonios y no a Dios. 8 Olvidasteis al Dios eterno, que os alimentó, y afligisteis a Jerusalén, que os crió. 9 Ella fue la que dijo cuando vio que el castigo de Dios se cernía sobre vosotros: «Escuchad, vecinas de Sión, Dios me ha enviado una gran pena; 10 he visto el destierro que el Dios eterno ha traído sobre mis hijos e hijas. 11 Yo, que los había alimentado con gozo, los he visto partir llorosa y apenada. 12 Que nadie se alegre a mi costa, viéndome viuda y abandonada de tantos. Estoy desolada por los pecados de mis hijos, porque se apartaron de la ley de Dios. 27 Valor, hijos míos, clamad a Dios, pues el mismo que os mandó esto se acordará de vosotros. 28 Como apartasteis vuestro pensamiento de Dios, convertíos ahora y buscadlo con redoblado ardor. 29 Pues el que os acarreó los males os traerá la alegría imperecedera, junto con vuestra salvación.
*•• Comienza aquí la tercera parte del libro de Baruc, y lo hace con un oráculo profético de consolación. Sin embargo, antes de introducir el mensaje de salvación -en términos muy similares a los del Segundo y Tercer Isaías-, el autor presenta a un pueblo, personificado en la ciudad de Jerusalén, como una viuda, como una mujer desolada, que reconoce el fundamento del castigo recibido por parte de Dios, un castigo debido a los pecados del pueblo, a su olvido del Dios eterno, que es Padre, ignorando, por tanto, el poder y la paternidad de Dios. Tras haber reconocido que la ira de Dios se ha abatido justamente sobre el pueblo, se reconoce asimismo su carácter pedagógico. Dios no castiga para condenar, sino para salvar. De ahí que la última parte del oráculo se abra a la esperanza del perdón: el pueblo, que ha experimentado el castigo, podrá volver a Dios multiplicando su celo en la búsqueda de YHVVII. Entonces experimentará una salvación que trasciende los límites de las expectativas humanas. Jerusalén habla a sus hijos, en este oráculo, como una madre habla a sus propios hijos que se han mostrado malos y desobedientes, pero que podrán corregirse, enmendarse, y reemprender un camino de madurez, un camino positivo. El mensaje es, por consiguiente, una exhortación a convertirse al Señor y decuplicar el celo en la búsqueda. Se trata de dar una respuesta total a aquel que dio las diez palabras a su pueblo, que ahora «decuplica las fuerzas» en la búsqueda de la conversión a su Dios.
Evangelio: Mateo 18,1-5.10 1 En aquel momento se acercaron los discípulos a Jesús y le dijeron: -¿Quién es el más importante en el Reino de los Cielos? 2 Él llamó a un niño, lo puso en medio de ellos 3 y dijo: -Os aseguro que si no cambiáis y os hacéis como los niños no entraréis en el Reino de los Cielos. 4 El que se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos. 5 El que acoge a un niño como éste en mi nombre, a mí me acoge. 10 Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles en el cielo contemplan sin cesar el rostro de mi Padre celestial.
*• En este fragmento, Jesús nos invita y nos enseña a contemplar la realidad de un modo más penetrante y más conforme con el suyo. La lógica humana tiene sed de grandezas y de prestigio, se liga a las apariencias y pisotea lo que no se muestra con bella apariencia. La lógica del Reino de los Cielos va en una dirección opuesta y para acogerla es preciso cambiar de mentalidad, o sea, convertirse. Es verdaderamente grande quien es sencillo, inocente y carece de pretensiones; quien se confía con gratitud al cuidado y al amor de Otro. Estos «pequeños» son los predilectos del Señor: sus ángeles custodios -de apariencia invisible- ven siempre el rostro de Dios y están muy próximos a él. Dado que el Padre rodea a los niños dándoles los ángeles más espléndidos, los discípulos de Jesús deberán abstenerse de despreciar a los pequeños e intentar más bien llegar a ser como ellos.
MEDITATIO La primera lectura nos pone de nuevo frente a la urgente tarea que supone para cada creyente colaborar en la edificación del pueblo de Dios y robustecer su camino en la fe. En cuanto discípulos de Jesús, estamos llamados, por habernos adherido a su seguimiento, a descubrir también que la pasión por la comunidad del Señor no puede ser algo secundario para quien ha experimentado el inmenso amor que Dios tiene por su pueblo. La dureza de las condiciones que Jesús pone a los aspirantes a discípulos no tiende a formar un discípulo que persiga un elevado ideal ascético, cosa que podría engendrar en el ánimo una especie de sentimiento altanero de seguridad o indiferencia hacia los otros; Jesús recuerda aquí más bien que el discipulado es «gracia cara» y que las renuncias propuestas deben ser entendidas sólo como manifestaciones de un radicalismo en el amor. Se trata de la disponibilidad para hacerse ofrenda, a imitación de aquel que «siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza» (2 Cor 8,9). El arado en el que nos dice que pongamos la mano es el servicio generoso, perseverante, humilde, al Reino. Eso significa que debemos roturar los duros terrones de nuestro corazón, renunciando a expectativas y proyectos sólo nuestros, para buscar, en cambio, por encima de todo, el bien del pueblo de Dios, tal como hicieron Nehemías y los justos de Israel y tal como hicieron los innumerables santos de la Iglesia.
ORATIO Señor Jesús, infunde en mí una sincera pasión por ti, un profundo deseo de seguirte y de servirte en tus hermanos y hermanas. Sin embargo, tú conoces lo débil que soy frente a los obstáculos que encuentro en mi camino, unos obstáculos que engendran en mi corazón dudas, vacilaciones, contradicciones. Revísteme, pues, de tu fuerza para que no ponga la mano en el arado y, después, por cansancio u otro motivo, acabe por volverme atrás. Concédeme un corazón indiviso que sepa reconocerte en todo instante como el Señor de mi vida y no se deje arrastrar por distracciones, afanes o embriagueces. Concédeme no escandalizarme de ti cuando te descubro pobre, débil, sin una piedra donde reposar la cabeza. Suscita en mí eso que echo de menos: el compartir, el amor por ti, una fidelidad capaz de perseverar en la contemplación de tu santa pasión y muerte. Amén.
CONTEMPLATIO ¿Has oído contar la antigua historia de Lot y sus hijas (cf. Gn 14,15ss), cómo Lot se salvó con sus hijas ganando el monte, mientras que su mujer acabó transformada en una estatua de sal? Fue inmovilizada así para que se hiciera perenne el recuerdo de su perversa elección de volver la mirada hacia atrás. Has de llevar, por tanto, buen cuidado en no volver la mirada atrás después de haber puesto la mano en el arado (cf. Le 9,62), en no volver con semejante comportamiento a la amarga salinidad de la vida precedente (cf. Dt 4,23; Tob 4,13), y has de refugiarte en el monte (Gn 19,17) junto a Jesús, la Piedra no cortada por mano de hombres que ha llenado el universo (cf. Dn 2,34-35.45) (Cirilo de Jerusalén, Le Catechesi, Roma 21997, pp. 440ss).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Mi Dios me protegía con toda su bondad» (Neh 2,8).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL La llamada de Jesús al seguimiento convierte al discípulo en un individuo aislado. Quiéralo o no, debe decidirse, y debe decidirse solo. No se trata de una elección personal, por la que pretende convertirse en un individuo aislado; es Cristo quien transforma al que llama en individuo. Cada uno es llamado individualmente. Debe seguir individualmente. Temeroso de encontrarse solo, el hombre cusca protección entre las personas y cosas que le rodean. De un solo golpe descubre todas sus responsabilidades y se aferra a ellas. Quiere tomar sus decisiones al abrigo de estas responsabilidades, no desea encontrarse solo, frente a frente con Jesús, ni quiere tener que decidirse mirándole solo a él. Pero ni el padre ni la madre, ni la mujer ni los hijos, ni el pueblo ni la historia pueden proteger en este momento al que ha sido llamado. Cristo quiere aislar al hombre, que no debe ver más que al que le ha llamado. En la llamada de Jesús se ha consumado la ruptura con los datos naturales entre los que vive el hombre. No es el seguidor quien consuma esta ruptura, sino Jesús mismo en el momento en que llama. Cristo ha liberado al hombre de las relaciones inmediatas con el mundo, para situarlo en relación inmediata consigo mismo. Nadie puede seguir a Cristo sin reconocer y aprobar esta ruptura ya consumada. No es el capricho de una vida llevada según la propia voluntad, sino Cristo mismo quien conduce al discípulo a la ruptura. [...] Todos se lanzan aislados al seguimiento, pero nadie queda solo en el seguimiento. A quien osa convertirse en individuo, basándose en la Palabra de Jesús, se le concede la comunión de la Iglesia. Se halla en una fraternidad visible que le devuelve centuplicadamente lo que perdió. ¿Centuplicadamente? Sí, porque ahora lo tiene sólo por Jesús, todo lo tiene por el mediador, lo que significa, por otra parte, «con persecuciones». «Centuplicadamente», «con persecuciones», es la gracia de la comunidad que sigue a su maestro bajo la cruz. Esta es, pues, la promesa hecha a los seguidores de convertirse en miembros de la comunidad de la cruz, de ser pueblo del mediador, pueblo bajo la cruz (D. Bonhoeffer, El precio de la gracia. El seguimiento, Sígueme, Salamanca 51999, pp. 57.63).
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27° domingo del tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Génesis 2,18-24 18 Después, el Señor Dios pensó: No es bueno que el hombre esté solo; voy a proporcionarle una ayuda adecuada. 19 Entonces el Señor Dios formó de la tierra toda clase de animales del campo y aves del cielo, y se los presentó al hombre para ver cómo los iba a llamar, porque todos los seres vivos llevarían el nombre que él les diera. 20 Y el hombre fue poniendo nombre a todos los ganados, a todas las aves del cielo y a todas las bestias salvajes, pero no encontró una ayuda adecuada para sí. 21 Entonces el Señor Dios hizo caer al hombre en un letargo y, mientras dormía, le sacó una costilla y llenó el hueco con carne. 22 Después, de la costilla que había sacado al hombre, el Señor Dios formó una mujer y se la presentó al hombre. 23 Entonces éste exclamó: Ahora sí; esto es hueso de mis huesos y carne de mi carne; por eso se llamará mujer, porque del varón ha sido sacada. 24 Por esta razón deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos se hacen uno solo.
*» El relato del capítulo 2 del libro del Génesis presenta al hombre, creado por Dios, en la soledad de los albores. Dios, que ha visto que era «bueno» todo lo que había creado (cf. Gn 1), vio que «no es bueno que el hombre esté solo» (v. 18). Los animales, con toda la variedad de sus especies, no están en condiciones de colmar el vacío existencial del hombre. Éste ejerce sobre ellos discernimiento y autoridad, determinando sus funciones en la tierra, pero no son «semejantes a él» (vv. 19ss). La creación de la mujer a partir de la parte del hombre considerada más noble -el tórax, sede del corazón- está presentada con elementos comunes a otras mitologías del Oriente medio. El sueño que cae sobre el hombre es extraordinario (v. 21; cf. Gn 15,12) y es preludio de la obra extraordinaria que YHWH va a realizar. Dios presenta la mujer creada al hombre (v. 22), del mismo modo que al comienzo le había presentado los animales (v. 19a), pero el resultado es muy distinto. El hombre reconoce en la mujer a una criatura igual a él en dignidad (v. 23). Está unido a ella con un vínculo más fuerte que con cualquier otro ser, para estrechar el cual hasta las relaciones con los padres se transforman (v. 24). El hombre y la mujer han sido creados para ser una sola cosa. El nombre de mujer, que el hombre da a la criatura plasmada a partir de su costilla, expresa la identidad de naturaleza entre los dos y la diversidad de sus tareas. De este modo es como manifiestan la imagen y la semejanza del Dios creador (cf. Gn l,26ss).
Segunda lectura: Hebreos 2,9-11 Hermanos: 9 a aquel que fue hecho un poco inferior a los ángeles, a Jesús, lo vemos coronado de gloria y honor por haber padecido y muerto. Así, por disposición divina, gustó él la muerte en beneficio de todos. 10 Pues era conveniente que Dios, que es origen y meta de todas las cosas y que quiere conducir a la gloria a muchos hijos, elevara por los sufrimientos al más alto grado de perfección al cabeza de fila que los iba a llevar a la salvación. 11 Porque, santificador y santificados, todos proceden de uno mismo. Por eso Jesús no se avergüenza de llamarlos hermanos.
*•• La carta a los Hebreos presenta la persona de Jesús y su misión, sacando a la luz sus características únicas. Jesús es el Hijo (cf. Heb 1,1-4) y su dignidad no es comparable a la de ningún otro ser. El autor de la carta lo demuestra desarrollando en particular la comparación con los ángeles, a los que ciertos medios judíos reconocían un papel de mediación entre Dios y los hombres. Jesús, en cuanto hombre y tras haber renunciado a las prerrogativas divinas (cf. Flp 2,6-8), se encuentra en una condición inferior respecto a la de los ángeles (v. 9a); sin embargo, en virtud de la pasión y de la resurrección, vive ahora glorioso para siempre y se le tributa todo honor (v. 9b; cf. Flp 2,9-11). Precisamente por el sufrimiento y la muerte que ha padecido, obedeciendo al Padre, Jesús se ha convertido en fuente de salvación para todos (v. 9c). Él, por quien todo ha sido creado y en quien todo subsiste (v. 8; cf. Col 1,16c-17), ha compartido la condición histórica del hombre y, llevando a cumplimiento en sí mismo su vocación, se ha convertido en guía autorizado de la humanidad (v. 10) en el camino de retorno al Padre. Jesús cumple, por consiguiente, las condiciones de la mediación sacerdotal: autoridad ante Dios en virtud de su obediencia salvífica (v. 10); compartimiento de la naturaleza humana marcada por el límite y por el sufrimiento (v. 11; cf. Heb 2,14-17). Jesús, Hijo de Dios y hermano de los hombres, no pierde a ninguno de los que el Padre le ha dado, sino que es camino de salvación para todos.
Evangelio: Marcos 10,2-16 En aquel tiempo, 2 se acercaron a Jesús unos fariseos y, para ponerle a prueba, le preguntaron si era lícito al marido separarse de su mujer. 3 Jesús les respondió: -¿Qué os mandó Moisés? 4 Ellos contestaron: -Moisés permitió escribir un certificado de divorcio y separarse de ella. 5 Jesús les dijo: -Moisés os dejó escrito ese precepto por vuestra incapacidad para entender. 6 Pero desde el principio Dios los creó varón y hembra. 7 Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer 8 y serán los dos uno solo. De manera que ya no son dos, sino uno solo. 9 Por tanto, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre. 10 Cuando regresaron a la casa, los discípulos le preguntaron sobre esto. 11 Él les dijo: -Si uno se separa de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera; 12 y si ella se separa de su marido y se casa con otro, comete adulterio. 13 Llevaron unos niños a Jesús para que los tocara, pero los discípulos los regañaban. 14 Jesús, al verlo, se indignó y les dijo: -Dejad que los niños vengan a mí; no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios. 15 Os aseguro que el que no reciba el Reino de Dios como un niño no entrará en él. 16 Y tomándolos en brazos, los bendecía, imponiéndoles las manos.
*• En su viaje hacia Jerusalén, Jesús se dedica especialmente a instruir al grupo de los discípulos. A éstos, en efecto, les dirige, también en este episodio, una enseñanza particular (vv. l0 ss). La ocasión se la brinda una pregunta de los fariseos, que, como también en otras ocasiones señalan los evangelistas, intentan tender una trampa a Jesús para demostrar su culpabilidad como violador de la ley. En el presente caso, le plantean la cuestión de la posibilidad del divorcio (v. 2). La contrapregunta de Jesús pone de manifiesto que las prescripciones de la Ley de Moisés no constituyen el principio absoluto, sino una derogación de la mucho más importante ley originaria de la creación, derogación motivada por la dureza del corazón de los hombres (vv. 3-5), reiteradamente desobedientes a los mandamientos divinos. Jesús, por tanto, no está contra la ley de Moisés. Con todo, en los puntos en que se distancia de ella lo hace para volver a poner en primer plano la voluntad de Dios tal como se manifestó en el acto creador. Esto es lo que da su sentido a las citas de Gn 1,27 y Gn 2,24: el hombre y la mujer han sido creados con una diferenciación sexual masculina-femenina, pero están llamados a la unidad en la complementariedad, en la unión inseparable, que tiene que ver con todo su ser personal. La enseñanza dispensada a los discípulos «cuando regresaron a la casa» (vv. lOss) acentúa la afirmación del carácter inescindible del vínculo matrimonial y, poniendo en el mismo plano de responsabilidad al hombre y a la mujer -de modo diferente a los preceptos judíos (cf. Dt 24,1)-, subraya la validez del mandamiento «no cometerás adulterio» (Ex 20,14), cuyo cumplimiento vino a proclamar Jesús (cf. Mt 5,17.27ss). El relato evangélico prosigue presentando un encuentro de Jesús con los niños. A la actitud intolerante y hostil de los discípulos se opone la actitud acogedora y cálida de Jesús (vv. 13.16). Los discípulos ven cómo Jesús les reprocha su dureza contra quienes ocupaban de modo decidido uno de los peldaños más bajos de la escala social de aquel tiempo (v. 14). Se capta la intención del evangelista, que no es otra que comunicar a la comunidad cristiana una enseñanza que Jesús repite constantemente: el que no tiene pretensiones, el que es considerado incapaz o indigno por su aparente poquedad, ése es quien está en mejores condiciones para acoger, mejor que los llamados poderosos, el Reino de Dios (v. 15).
MEDITATIO ¿Cómo escuchar y acoger la Palabra de Dios que habla de la unidad entre el hombre y la mujer y del carácter inseparable del vínculo matrimonial cuando, en nuestro tiempo, la fidelidad y la indisolubilidad de la pareja parecen algo utópico y, lo que es más, son consideradas un valor cultural del pasado? ¿Cómo no relegar entre los mitos fantásticos el relato del libro del Génesis, insertando también las palabras de Jesús como un complemento de la fábula? La Palabra de Dios, en su integridad, «es viva y eficaz»; es Palabra para este momento, para nosotros. La fatiga concreta que los hombres y las mujeres experimentan al vivir su unión de una manera estable, constructiva, fecunda, es iluminada y sostenida por la Palabra de Dios. Jesús sigue siendo siempre el hermano que ha experimentado el sufrimiento y la angustia del límite humano y de sus consecuencias; él, el Hijo de Dios. Y, vencedor del mal, acompaña a todos, a cada uno con su propia fatiga personal, al encuentro con el Padre, al abrazo de su misericordia. Dios lo ha creado todo para la vida. La suya es una ley de vida que promueve al hombre, no una ley que le oprime. La unión indisoluble entre el hombre y la mujer es una verdad inscrita en el ser humano, una verdad que libera y hace auténtica su capacidad y su necesidad de amar y de ser amado. Es la celebración de la dignidad suprema del hombre y de la mujer, «imagen y semejanza» de Dios.
ORATIO Te pido, Señor, por cada hombre y por cada mujer que, un día, se reconocieron hechos el uno para la otra y decidieron compartir toda la vida. Te doy gracias por su coraje, por su determinación, sobre todo por su decisión de convertir el amor en alimento de sus jornadas. Te doy gracias por el don que son recíprocamente: es algo que también a mí me habla de tu amor. Te doy gracias por su entrega, renovada día a día: algo que me habla también de tu fidelidad. Te doy gracias por su apertura a la vida: algo que me habla también de tu desbordante paternidad y maternidad. No les dejes solos y ayúdales a no dejarte nunca. Sé tú la fuerza de su unión. Y si han de vivir tiempos oscuros, en los que el amor parezca estancarse y cerrarse en los sacos del «dado por descontado» y de la falta de creatividad, haz que encuentren de nuevo aquella mirada transparente en la que se reconocieron entregados el uno a la otra y, atreviéndose a ser juntos don para los hermanos, den nuevo vigor a aquel amor que los hace una sola cosa, como tú, Dios, eres uno en la comunión trinitaria.
CONTEMPLATIO El matrimonio es un misterio y figura de una gran realidad. ¿De qué modo es un misterio? Convienen juntos y los dos se hacen uno solo. Llegan a convertirse en un solo cuerpo. Éste es el misterio del amor. Si los dos no se convirtieran en uno, no reproducirían a muchos mientras siguieran siendo dos, pero, cuando llegan a la unidad, entonces se reproducen. ¿Qué aprendemos de aquí? Que la fuerza de la unión es grande. ¿Has visto el misterio del matrimonio? De uno hizo uno y de nuevo, hechos estos dos uno, de este modo hace uno: de modo que también ahora el hombre nace de uno. En efecto, la mujer y el hombre no son dos seres, sino uno solo (Juan Crisóstomo, Sulla lettera ai Colossesi, en id., Vanitá. Educazione dei figli. Matrimonio, Roma 31997, pp. 123ss [edición española: Sobre la vanguardia, la educación de los hijos y el matrimonio, Ciudad Nueva, Madrid 1997]).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Tú nos guías, Señor Jesús, por el camino de la salvación » (cf. Heb 2,10).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Una pareja de esposos tiene derecho a acoger y celebrar el día de su matrimonio viviéndolo como un triunfo incomparable. Si las dificultades, las resistencias, los obstáculos, las dudas y las vacilaciones no han sido simplemente orillados, sino lealmente afrontados y vencidos - y es ciertamente un bien que las cosas no discurran de una manera demasiado suave-, entonces ambos esposos habrán obtenido efectivamente el triunfo decisivo de su vida; con el «sí» que se han dicho recíprocamente han decidido con toda libertad dar una nueva orientación a toda su vida; ambos han desafiado con serena seguridad todos los problemas y las perplejidades que la vida hace nacer frente a cada vínculo duradero entre dos personas y han conquistado, mediante un acto de responsabilidad personal, una tierra nueva para su vida. El matrimonio es más que vuestro amor recíproco. Posee un valor y un poder mayores, porque es una institución santa de Dios, a través de la cual quiere conservar a la humanidad hasta el fin de los días. Desde la perspectiva de vuestro amor, os veis solos en el escenario del mundo; desde la perspectiva del matrimonio, sois un eslabón en la cadena de las generaciones que Dios hace nacer y morir para su gloria, llamándolas a su Reino. Desde la perspectiva de vuestro amor veis solo el cielo de vuestra alegría personal; el matrimonio os inserta de una manera responsable en el mundo y en la responsabilidad de los hombres; vuestro amor os pertenece a vosotros solos, es personal; el matrimonio es algo suprapersonal, es un estado, un ministerio. Dios hace vuestro matrimonio indisoluble, lo protege de todo peligro interior y exterior; Dios quiere ser el garante de su indisolubilidad. Ésta es una alegre certeza para cuantos saben que ninguna fuerza en el mundo, ninguna tentación, ninguna debilidad humana, puede desatar lo que Dios mantiene unido; más aún, quien sabe esto puede decir con confianza: «Lo que Dios ha unido no lo puede separar el hombre». Libres de todas las ansias que el amor lleva siempre consigo, podéis deciros, con seguridad y confianza total: no podremos perdernos nunca más, pues nos pertenecemos recíprocamente hasta la muerte por voluntad de Dios. Vivid juntos perdonándoos recíprocamente vuestros pecados, sin lo cual no puede subsistir ninguna comunidad humana, y mucho menos un matrimonio. No seáis autoritarios entre vosotros, no os juzguéis ni os condenéis, no os dominéis, no echéis la culpa el uno a la otra, sino acogeos por lo que sois y perdonaos recíprocamente cada día, de corazón. Desde el primero al último día de vuestro matrimonio, debe seguir siendo válida esta exhortación: acogeos... para la gloria de Dios. Habéis oído la palabra que Dios dice sobre vuestro matrimonio. Dadle gracias por ella, dadle gracias por haberos guiado hasta aquí y pedidle que funde, consolide, santifique y custodie vuestro matrimonio: de este modo seréis «algo para alabanza de su gloria» (D. Bonhoeffer, Resistenza e resa, Cinisello B. 21996 [edición española: Resistencia y sumisión, Ediciones Sígueme, Salamanca 1983]). |
Lunes de la 27ª semana del Tiempo ordinario o 4 de octubre, conmemoración de San Francisco de Asís
Francisco, hijo de un rico comerciante de Asís, nació en 1181 (o 1182). Disuadido de sus ideales de gloria caballeresca a raíz de las experiencias decisivas de su encuentro con los leprosos y de la oración ante el crucifijo en la iglesia de San Damián, Francisco abandonó su familia y comenzó una vida evangélica de penitencia. Con los numerosos compañeros que muy pronto se unieron a él, comprendió que estaba llamado a vivir el Evangelio sine glossa, como fraternidad de menores a ejemplo de Jesús y de sus discípulos. Al año siguiente a la aprobación de la Regla y vida de los hermanos menores en 1223 por el papa Honorio III, Francisco recibió los estigmas del Crucificado, sello de la conformidad con su único Señor y Maestro. Cuando murió, en 1226, Francisco era un hombre extenuado por la fatiga y por las enfermedades y, al mismo tiempo, un hombre reconciliado con el sufrimiento, consigo mismo y con toda criatura. Fue canonizado en 1228 y es patrono de Italia y de los ecologistas.
LECTIO Primera lectura: Jonás 1,1-2,1.11 En aquellos días, 1,1 el Señor dirigió su palabra a Jonás, hijo de Amitay, y le dijo: 2 -Levántate, vete a Nínive, la gran ciudad, y pronuncia un oráculo contra ella, pues su maldad ha llegado hasta mí. 3 Jonás se levantó, pero dispuesto a huir a Tarsis, lejos del Señor. Bajó a Jafa, encontró un barco que zarpaba para Tarsis, pagó su pasaje y se embarcó para ir con ellos a Tarsis, lejos del Señor. 4 Pero el Señor desencadenó un viento huracanado sobre el mar y se originó una borrasca tan violenta que parecía que el barco estaba a punto de partirse. 5 Los marineros, aterrados, invocaron cada uno a su dios; luego arrojaron al mar la carga para aligerar el peso. Sólo Jonás, que había bajado a la bodega del barco, estaba acostado y dormía profundamente. 6 El capitán se acercó a él y le dijo: -¿Qué haces aquí durmiendo? Levántate e invoca a tu Dios, a ver si ese Dios se ocupa de nosotros y no perecemos. 7 Después se dijeron unos a otros: «Vamos a echar a suertes para saber quién es el culpable de este mal». Echaron a suertes y le tocó a Jonás. 8 Entonces le preguntaron: -Dinos por qué nos sucede esto. ¿Cuál es tu profesión? ¿De dónde vienes? ¿Cuál es tu país? ¿De qué pueblo eres? 9 Jonás respondió: -Soy hebreo y adoro al Señor, Dios del cielo, el que ha hecho el mar y la tierra. 10 Aquellos hombres se llenaron de miedo y le dijeron: -¿Por qué has hecho esto? (pues por su relato sabían ya que huía de la presencia del Señor). 11 ¿Qué hemos de hacer contigo para que se calme el mar? (pues el mar se embravecía cada vez más). 12 Él contestó: -Agarradme y tiradme al mar, y éste se aplacará, porque sé que esta borrasca os ha sobrevenido por mi culpa. 13 Los hombres remaron tratando de llegar a la costa, pero no lo lograron, porque el mar seguía encrespándose. 14 Entonces invocaron al Señor: -Oh Señor, haz que no perezcamos por culpa de este hombre, ni nos hagas responsables de la muerte de un inocente, ya que esto sucede según tus designios. 15 Luego agarraron a Jonás y lo tiraron al mar; y el mar calmó su furia. 16 Aquellos hombres, llenos de un gran temor hacia el Señor, le ofrecieron un sacrificio y le hicieron promesas. 21 El Señor hizo que un gran pez se tragase a Jonás, y Jonás estuvo en el vientre del pez tres días y tres noches. 22 Entonces el Señor dio orden al pez, y al punto el pez vomitó a Jonás en tierra firme.
**+• El libro veterotestamentario de Jonás, recogido en su totalidad por el leccionario, es un relato didáctico, nacido en un contexto judío de celosa defensa de la propia identidad y de cierre -al menos por parte de un segmento del mundo judío- a los otros pueblos. Jonás, de una forma paradójica y repleta de humor, ridiculizando esta mentalidad nacionalista y exclusivista, a través de un relato viva/, agudo y grotesco -y, por consiguiente, particularmente incisivo en virtud de su capacidad pedagógica demuestra que YHWH no es sólo el Dios de Israel, sino también el Dios de los paganos, hasta el de los enemigos acérrimos de Israel. El prototipo de estos enemigos es la ciudad de Nínive, capital de la feroz y odiada Asiría, que había conquistado el reino del Norte de Israel, deportado a los principales ciudadanos como esclavos e instalado grupos de otras nacionalidades en el norte de Palestina. El profeta Jonás, representante de la mentalidad más cerrada del judaísmo, es enviado a predicar la conversión a esta ciudad. Es normal que un judío de este tipo, pintado además con rasgos caricaturescos desgarbados y bobalicones, sienta horror ante una misión tan absurda, horror que expresa con una huida hacia las columnas de Hércules, o sea, el lugar más lejos posible de ese en el que se encuentra la detestada ciudad. Sin embargo, el Señor sabe cómo vencer la esquivez del profeta: comienzan así las sorprendentes aventuras de Jonás, perseguido por la mano de Dios, que, a través de la tempestad, los marineros, el cetáceo, lo lleva al punto de partida. Es imposible sustraerse a la mano del Creador de todas las cosas. Debemos señalar que los marineros paganos están presentados con simpatía: son hombres religiosos que manifiestan el temor de Dios. Muy a su pesar, sacrifican al profeta reacio. Por consiguiente, también entre los paganos hay personas buenas, dispuestas a escuchar las señales que vienen del Omnipotente. Sin embargo, no todos los miembros del pueblo de Dios presentan comportamientos edificantes, como vemos precisamente en el profeta fugitivo. El relato se hizo muy popular en la antigüedad, hasta el punto de que el mismo Jesús lo recordará como tipo de la resurrección {cf. 2,1b). También los primeros cristianos recurrieron a este relato para atestiguar su fe en la resurrección, representando los acontecimientos de la vida de Jonás sobre sus sarcófagos.
Evangelio: Lucas 10,25-37 En aquel tiempo, 25 se levantó un maestro de la Ley y le dijo para tenderle una trampa: -Maestro, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna? 26 Jesús le contestó: -¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella? 27 El maestro de la Ley respondió: -Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo. 28 Jesús le dijo: -Has respondido correctamente. Haz eso y vivirás. 29 Pero él, queriendo justificarse, preguntó a Jesús: -¿Y quién es mi prójimo? 30 Jesús le respondió: -Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos salteadores que, después de desnudarlo y golpearlo sin piedad, se alejaron dejándolo medio muerto. 31 Un sacerdote bajaba casualmente por aquel camino y, al verlo, se desvió y pasó de largo. 32 Igualmente, un levita que pasó por aquel lugar, al verlo, se desvió y pasó de largo. 33 Pero un samaritano que iba de viaje, al llegar junto a él y verlo, sintió lástima. 34 Se acercó y le vendó las heridas, después de habérselas curado con aceite y vino; luego, lo montó en su cabalgadura, lo llevó al mesón y cuidó de él. 35 Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al mesonero, diciendo: «Cuida de él, y lo que gastes de más te lo pagaré a mi vuelta». 36 ¿Quién de los tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores? 37 El otro contestó: -El que tuvo compasión de él. Jesús le dijo: -Vete y haz tú lo mismo.
**• Tras el discurso sobre la misión, he aquí ahora algunos rasgos fundamentales del verdadero discípulo: ayudar al prójimo que se encuentra en dificultades (el buen samaritano), el primado de la escucha de la Palabra (Marta y María), la oración esencial (el padrenuestro). Éstas son las tres lecturas que el leccionario nos presenta para estos días. La parábola de hoy aclara el segundo mandamiento, «semejante al primero». Al escriba que le pregunta, en el plano teórico, quién es el prójimo, Jesús le responde dándole la vuelta (y dándole concreción) a la pregunta: ¿quién de nosotros es verdaderamente prójimo de los otros? El problema no consiste en saber quién es mi prójimo, a qué nacionalidad, raza, color, religión, partido, sindicato o formación pertenece; la cuestión versa sobre mi actitud respecto a él, como muestra el samaritano, que no le pidió el documento de identidad al malaventurado, sino que le socorrió inmediatamente. Esta parábola ha sido objeto de innumerables comentarios y glosas, que van desde la insuficiencia de una religión preponderantemente ritual, representada por el comportamiento del sacerdote y el levita, a la necesidad de una caridad sin límites con todos. La lección que procede de un extranjero, oficialmente poco recomendable, sacude la conciencia cristiana y nos sigue diciendo a ti y a mí: «Vete y haz tú lo mismo» (v. 37). Al mismo tiempo, se trata de una lección cristológica de importancia capital: el samaritano es icono transparente del misterio del Nazareno, que se hizo prójimo de cada hombre y de sus heridas cargando sobre sí sus miserias y preocupándose por sus debilidades.
MEDITATIO Los «pequeños» que acogen la invitación de Jesús a seguir su ejemplo de sencillez y humildad experimentan el amor divino. Se descubren amados por Jesús, que no ha dudado en dar su propia vida a fin de que todos los hombres pudieran vivir eternamente la amistad con él y con el Padre. El Espíritu Santo nos ha hecho en el bautismo criaturas nuevas y nos ha introducido en la familiaridad con Dios. Somos del Señor, estamos llamados a dejarnos animar por el mismo pálpito de amor por el que él se entregó totalmente a nosotros hasta el fin. Francisco de Asís respondió a esta llamada: se hizo «pequeño», menor, humilde y pobre, satisfecho sólo con Dios. Descubrió que el Evangelio, vivido sin rebajas, nos hace criaturas nuevas, personas resucitadas, partícipes de la verdadera humanidad del Hijo de Dios y, por consiguiente, auténticos servidores de los hermanos, de todos los hermanos. En Francisco, esta humanidad redimida, forjada por las exigencias y por la ternura del amor a Dios y a los demás, se volvió visible en los signos de la crucifixión. Y el mismo Francisco se convirtió en la bendición viva del Padre, puesto que no se apropió de nada, sino que -como menor- todo se lo restituyó, reconociéndole como el Dador de todo bien.
ORATIO ¡Santísimo Padre nuestro: creador, redentor, consolador y salvador nuestro! Hágase tu voluntad, como en el cielo, también en la tierra: para que te amemos con todo el corazón (cf. Lc 10,27), pensando siempre en ti; con toda el alma, deseándote siempre a ti; con toda la mente, dirigiendo todas nuestras intenciones a ti, buscando en todo tu honor; y con todas nuestras fuerzas, empleando todas nuestras energías y los sentidos del alma y del cuerpo en servicio, no de otra cosa, sino del amor a ti; y para que amemos a nuestros prójimos como a nosotros mismos, atrayendo a todos, según podamos, a tu amor, alegrándonos de los bienes ajenos como de los nuestros y compadeciéndolos en los males y no ofendiendo a nadie (Francisco de Asís, «Paráfrasis del Padre nuestro», en Fuentes franciscanas, versión electrónica).
CONTEMPLATIO Donde hay caridad y sabiduría, no hay temor ni ignorancia. Donde hay paciencia y humildad, no hay ira ni desasosiego. Donde hay pobreza con alegría, no hay codicia ni avaricia. Donde hay quietud y meditación, no hay preocupación ni disipación. Donde hay temor de Dios que guarda la entrada {cf. Lc 11,21), no hay enemigo que tenga modo de entrar en la casa. Donde hay misericordia y discreción, no hay superfluidad ni endurecimiento (Francisco de Asís, «Admoniciones, en Fuentes franciscanas», versión electrónica).
ACTIO Repite a menudo y medita durante el día la invocación de san Francisco: «¿Qué eres tú, oh dulcísimo Dios mío? ¿Qué soy yo, vilísimo gusano e inútil siervo tuyo?»
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Su vida estuvo enteramente caracterizada -hasta el momento de la conversión- por la búsqueda de un modelo que pudiera educar y plasmar su natural propensión al canto. Lo encontró de repente en el Señor Jesús, en la belleza de su vida narrada por el Evangelio y, en particular, en el luminoso canto nuevo de su muerte en la cruz. Dejó que la pasión marcara cada uno de sus pasos y afinara de manera progresiva todas las fibras de su persona con la humanidad del Hijo de Dios, que se entregó por completo a sí mismo por nosotros. Francisco oró así: «Te ruego, oh Señor, que la ardiente y dulce fuerza de tu amor arrebate mi mente de todas las cosas que hay bajo el cielo, para que muera yo de amor por tu amor, como tú te dignaste morir por amor a mi amor» (oración Absorbeat). Su camino estuvo siempre acompañado por confirmaciones y consuelos. Su predicación y su ministerio tocaron el corazón de las personas y suscitaron decisiones de conversión y de reconciliación. Su manera de seguir radicalmente al Señor se volvió, cada vez más, casa hospitalaria para otros muchos hermanos y hermanas, que encontraron en su itinerario personal una modalidad radical y actual de interpretar y vivir el Evangelio de la nueva estación histórica que avanzaba. Sin embargo, en el tiempo del monte Alverna, parece apagarse el canto fluente. En esta estación encuentra Francisco la prueba más terrible: las fatigas originadas por un movimiento que se institucionaliza -que pierde en intensidad evangélica y llega incluso a dudar sobre la posibilidad de que sea integralmente practicable su estilo de vida- repercuten en su misma fe. La pregunta sobre la verdad de sus intuiciones más profundas y la duda sobre el origen divino de su proyecto de vida resuenan en un silencio opresor en el que Dios no parece hablarle ya, a pesar de haberlo buscado con tanta tenacidad. Francisco experimenta el abandono de Dios y se retira de los hermanos para no mostrar su semblante, que ha perdido la serenidad habitual. El canto nuevo, por consiguiente, no le fue dado en un momento de paz y consolación, sino en un momento en el que -como dice el salmista- «fallan los cimientos» (Sal 11,3) y todas las seguridades parecen hundidas (C. M. Martini - R. Cantalamessa, La cruz como raíz de la perfecta alegría, Verbo Divino, Estella 2002, pp. 15-16). |
Miércoles de la 27ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Jonás 4,1-11 1 Jonás se sintió muy contrariado, se enfadó 2 y se encaró con el Señor diciendo: -Ah, Señor, ya lo decía yo cuando todavía estaba en mi tierra. Por algo me apresuré a huir a Tarsis. Porque sé que eres un Dios clemente, compasivo, paciente y misericordioso, que te arrepientes del mal. 3 Así que ya puedes, Señor, quitarme la vida, porque prefiero morir a seguir viviendo. 4 El Señor le respondió: -¿Te parece bien enfadarte de esta manera? 5 Jonás salió de la ciudad y se instaló al oriente de la misma; levantó una choza y se sentó a su sombra, para ver qué suerte corría la ciudad. 6 El Señor hizo que creciera una planta de ricino por encima de la cabeza de Jonás, para darle sombra y librarlo de su enojo. Y, en efecto, el ricino llenó de alegría a Jonás. 7 Pero al día siguiente, al rayar el alba, Dios mandó un gusano, que dañó el ricino, y éste se secó. 8 Al salir el sol, Dios envió un viento solano abrasador. El sol caía sobre la cabeza de Jonás y, a punto de desvanecerse, se deseó la muerte diciendo: -Prefiero morir a seguir con vida. 9 Entonces Dios le dijo: -¿Te parece bien enfadarte por ese ricino? Jonás respondió: -Sí, me parece bien enfadarme hasta la muerte. 10 El Señor replicó: -Tú sientes compasión de un ricino que tú no has hecho crecer, que en una noche brotó y en una noche pereció, 11 ¿y no voy a tener yo compasión de Nínive, la gran ciudad, en la que hay más de ciento veinte mil personas que aún no distinguen entre el bien y el mal, y una gran cantidad de animales?
**• La teología y la ironía llegan a su cima en esta conclusión. Jonás está enfadado: tenía razón cuando se negó a ir a Nínive, pues sabía muy bien que «Dios es clemente, compasivo, paciente y misericordioso, que se arrepiente del mal» (v. 2). Jonás conoce muy bien estas espléndidas cualidades de Dios, estos nombres de Dios, esta naturaleza de Dios, pero no está de acuerdo con él. Sus ideas, que son las del medio en que vive, no son las de Dios. Y, por consiguiente, es mejor no querer cuentas con él. En vez de plegarse a la realidad de Dios, le evita, le contesta con su actitud de rechazo. Sin embargo, YHWH es misericordioso hasta con su profeta testarudo, disidente tenaz de los caminos de Dios, y quiere ser misericordioso también con todos los que quieran imponerle su comprensible punto de vista. Dios quiere convertir también a Jonás, y para ello recurre a todas las astuciaspedagógicas de su dominio sobre la naturaleza. El libro termina con una pregunta que supone un desafío para la gente del tiempo del autor y para todos sus lectores futuros: «¿Y no voy a tener yo compasión de Nínive, la gran ciudad, en la que hay más de ciento veinte mil personas que aún no distinguen entre el bien y el mal?» (c/. v. 11). ¿Acaso Dios no es libre? ¿O debe actuar, como piensa Jonás, siguiendo los estrechas limitaciones de la justicia humana? ¿Puede quedarse Dios insensible frente a la suerte del hombre que él mismo ha creado, aunque éste viva lejos de él? ¿No habrá que pasar de los pequeños sufrimientos personales -como el del ricino que se seca, en el caso de Jonás- al conocimiento de acontecimientos mucho más importantes de toda la humanidad, objeto del amor misericordioso de Dios y, en consecuencia, objeto de un amor misericordioso también por parte del creyente?
Evangelio: Lucas 11,1-4 1 Un día, estaba Jesús orando en cierto lugar. Cuando acabó, uno de sus discípulos le dijo: -Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos. 2 Jesús les dijo: -Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu nombre; venga tu Reino; 3 danos cada día el pan que necesitamos; 4 perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos ofende, y no nos dejes caer en la tentación.
**• No basta con hacer y escuchar; también es menester orar, y orar de manera justa, a partir de la visión justa de Dios. Jesús, al enseñarnos a orar, nos enseña que el Dios al que nos dirigimos es un «papá» que da su Reino a quien se lo pide con confianza. El padrenuestro nos ha llegado en las dos versiones de Lucas y Mateo. La primera (Lc 11,1-4) es más breve, mientras que la segunda (Mt 6,6-15), más larga, es la que ha adoptado la Iglesia. Con todo, la inspiración es única, porque ambas invocan la glorificación del Padre a través de la venida de su Reino en la historia. También ambas piden el alimento suficiente para cada día y el perdón misericordioso de las culpas. Las peticiones son necesarias porque el hombre está expuesto a diario al peligro de la tentación, esto es, al peligro del fracaso definitivo o escatológico, al peligro de perder el gran e insustituible don del Reino. En la oración del Señor aparece el sentido de Dios y el sentido del hombre, de la bondad infinita del Padre y de la limitación de la criatura, menesterosa de todo, desde el alimento al perdón: aparece el don del Reino y la dificultad que supone aceptarlo en el orden concreto, el esplendor divino que se inclina sobre la pobre condición humana y las nieblas de la vida cotidiana. Aparece, en suma, todo el camino del hombre, don y tarea, grandeza y miseria, llamado a ser hijo y hermano de sus semejantes, pero, al mismo tiempo, tentado a responder de manera negativa. Con todo, nada puede cancelar el comienzo, sencillo, alentador, inolvidable, de la oración sin parangón posible: «Ábbá, papá».
MEDITATIO Querido Jonás, ¡cómo te comprendo! También yo, en algunas ocasiones, quisiera escapar lejos de la lógica, para mí incomprensible, de Dios. Tantas fatigas pasadas por él, por su Reino, para serle fiel, para darle a conocer, y después todo parece «acabar de manera gloriosa», incluso para aquellos que ni siquiera se han dignado dirigirme una mirada. Tanto si trabajo como si me quedo mano sobre mano, al final todo parece continuar como siempre: buena parte de la gente sigue viviendo como si él no existiera, y él perdona a todos a la menor señal de arrepentimiento. ¿No resulta esto desalentador? Sin embargo, son demasiados los momentos que se nos escapan. Él, por ejemplo, quiere que le oremos como Padre, quiere que le pidamos perdón y ayuda en los momentos de la prueba, quiere que no nos cansemos de recordar a todos que es misericordioso y está dispuesto al perdón. En suma, parece preocupado por hacernos comprender que entiende nuestra debilidad, que desea ser más amado que temido y que comprendamos que siempre está disponible para echarnos una mano todas las veces que hagamos ademán de volver a él. Querido Jonás, este Dios tan incomprensible no pide otra cosa que podernos amar, y no pierde ocasión de invitarnos a dejarnos poseer por su misterio de amor, verdaderamente misterioso. A partir de ti y de mí, testigos impacientes de un amor dotado de unos perfiles demasiado humanos, demasiado limitados, demasiado controlables, alejado años luz del amor de un verdadero Padre, cuyo amor no conoce límites de este tipo. ¿Y si, en vez de angustiarnos e interrogarnos, nos pusiéramos a decir poco a poco, mirando al firmamento: «Padre». Tal vez, también nuestro corazón sería capaz de comprender su lógica. A buen seguro, saldríamos de nuestra mezquindad para respirar el aire salubre de la inmensa compasión del Padre por todos sus hijos desgraciados.
ORATIO Oh mi Señor, tú eres bueno y paciente, lento a la ira y misericordioso: hoy te pido que me infundas tu Espíritu, para que yo pueda tener un corazón semejante al tuyo y aprenda a obrar y a orar según el ejemplo que nos has dado en tu hijo, Jesús. Sabes que yo también caigo con frecuencia en el error, pero no me condenas, no dejas que sea presa de la tentación. Cada vez me das el perdón. Perdona mis pecados, para que yo pueda hacer lo mismo con mis hermanos, aun cuando eso signifique humillarme ante ellos, demoler el muro de mi orgullo, arriesgarme a sentirme rechazado por ellos. Ayúdame a tener un corazón humilde, que no solo sepa ser misericordioso, sino que no juzgue ni condene a ninguno de los que se equivocan. Rompe mis defensas, desgarra los diafragmas que ofuscan la luz que viene de ti, haz resonar en mi oído interior la fascinación de tu voz. Concédeme un corazón tan grande que no se canse nunca de suplicarte por tus hijos que se equivocan y, sobre todo, de alabarte, bendecirte y agradecerte la ilimitada misericordia que muestras a todos, indistintamente.
CONTEMPLATIO La principal lección del capítulo conclusivo de Jonás es la revelación del inmenso amor de Dios y la revelación de la pobreza del hombre. Jonás es un instrumento de Dios y el hombre que ha elegido; por consiguiente, debería ser más santo que cualquier otro. Ahora bien, aunque es profeta, anda tan lejos de Dios que parece más bien oponerse a él. El hombre y Dios: el hombre aparece aquí como un ser mezquino, mientras que Dios se muestra magnánimo en su amor. Aquí está anticipado el Nuevo Testamento. Dios dice ya las palabras que dirá Jesús en la cruz: «No saben lo que hacen». Dios excusa el pecado del hombre. Dios no quiere ser ofendido por el hombre, no soporta que le ofenda nuestro pecado. Dios nos excusa. El hombre frente al Señor es tan pequeño, tan pobre, que no tiene de grande más que el amor que Dios le tiene. No tenemos de grande más que su inmensa misericordia con nosotros. El hombre, aunque ha sido elegido por Dios, sigue siendo egoísta, mezquino: intenta que Dios se adapte a sus propios puntos de vista humanos y no soporta, sin embargo, adaptarse él mismo a los puntos de vista de Dios. Pero Dios está cerca de nosotros: nos socorre no sólo cuando nos resistimos a su gracia y cuando estamos resentidos contra él, sino incluso cuando pecamos de verdad. El hombre y Dios realizan en el libro de Jonás el mismo misterio, el misterio de la salvación del mundo. Ahora bien, el hombre lo realiza en contra de su voluntad: primero quiere escapar de la misión y, cuando la cumple, lo hace con la secreta esperanza de que a su predicación le siga una condena. La realizan juntos. Sin embargo, el hombre la realiza como hombre y Dios como Dios (D. Barsotti, Meditazione sul libro di Giona, Brescia 31990, pp. 84-88, passim).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Tú, Señor, eres lento a la cólera y rico en piedad» (del salmo responsorial).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL ¿Qué significa vivir en el mundo con un corazón verdaderamente compasivo, un corazón abierto continuamente a toda la gente? Es muy importante tener presente que la compasión es más que la simpatía o la empatía. Si se nos pide que escuchemos las penas de la gente o que sintonicemos con sus sufrimientos, pronto llegaremos a nuestros límites emocionales. Sólo podemos escuchar durante un corto espacio de tiempo y a un número reducido de gente. En nuestra sociedad estamos bombardeados por tantas «noticias» sobre la miseria humana que nuestro corazón se queda insensible simplemente por saturación. Pero el corazón compasivo de Dios no tiene límites. El corazón de Dios es más grande, infinitamente mayor que el corazón humano. Ese corazón divino es el que Dios quiere darnos, de manera que podamos amar a todos sin quemarnos y sin saturarnos. Ese es el corazón compasivo que pedimos cuando decimos: «¡Oh Dios!, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu» (Sal 51). El Espíritu Santo de Dios se nos da para que podamos llegar a ser partícipes de la compasión de Dios y podamos llegar a todos los hombres y en todo momento con el corazón de Dios. (H J M Nouwen, Aquí y ahora. Viviendo en el Espíritu, Pablo 42002, pp. 112-113). |
Jueves de la 27ª semana del Tiempo ordinario o 7 de octubre, conmemoración de la Bienaventurada Virgen María del Rosario
La liturgia de Nuestra Señora la Virgen del Rosario forma parte de las memorias que, celebradas originariamente por familias religiosas particulares, pueden ser consideradas verdaderamente eclesiales por la difusión que han alcanzado (Marialis cultus, 8). El rosario apareció y se difundió entre los siglos XV y XVI. La orden dominicana se erigió en paladina del mismo. La memoria -en un primer momento fiesta- entró en la liturgia por disposición del papa dominico Pío V en 1572, como acto de reconocimiento a Nuestra Señora, a cuya intervención se atribuyó la victoria de la flota cristiana sobre la turca, más poderosa, el 7 de octubre de 1571, denominada entonces «conmemoración de Nuestra Señora la Virgen de la Victoria».
LECTIO Primera lectura: Malaquías 3,13-20a 13 Vuestras palabras contra mí han sido insolentes, dice el Señor. Vosotros replicáis: «¿Qué hemos dicho contra ti?» 14 Pues que es tiempo perdido servir a Dios, que no habéis sacado ningún provecho de observar sus mandamientos y hacer penitencia ante el Señor todopoderoso, 15 que los arrogantes son dichosos, tienen éxito a pesar de hacer el mal, y, aunque provocan a Dios, quedan impunes. 16 Esto es lo que comentaban entre sí los que honran a Dios. Y he aquí que el Señor ha prestado atención y ha escuchado; en su presencia se ha escrito un libro en el que figuran todos los que son fieles al Señor y honran su nombre. 17 Estoy preparando un día, dice el Señor todopoderoso, en el que ellos volverán a ser mi propiedad. Seré indulgente con ellos, como un padre con el hijo que le sirve. 18 Entonces vosotros veréis de nuevo la diferencia que hay entre el justo y el malvado, entre quien sirve a Dios y quien no le sirve. 19 Porque ya viene el día, abrasador como un horno; todos los arrogantes, todos los malvados, no serán entonces más que paja. Ese día que está llegando, dice el Señor todopoderoso, los abrasará y no dejará de ellos ni rama ni raíz. 20 Pero sobre vosotros, los que honráis mi nombre, se alzará un sol victorioso que trae la salvación entre sus rayos.
*+• Malaquías es uno de los profetas que trata vigorosamente el tema del «día del Señor» como momento resolutivo de los acontecimientos humanos. Estos últimos parecen dominados precisamente por la prosperidad de los malvados y por la tribulación de los justos. La presentación que hace aquí el profeta Malaquías (cuyo nombre significa «mi mensajero») toma la forma de una disputa entre el Señor y su pueblo. Este último, con presunción y arrogancia, se defiende de la acusación del Señor afirmando: «¿Qué hemos dicho contra ti?» (v. 13). A lo que replica el Señor: «Pues que es tiempo perdido servir a Dios, que no habéis sacado ningún provecho de observar sus mandamientos y hacer penitencia ante el Señor todopoderoso» (v. 14). Se trata del perenne interrogante sobre el porqué de las dificultades que encuentran los justos y el éxito, en cambio, de los que viven sin excesivas rémoras morales. Un interrogante al que responde el Señor diciendo que el nombre de los justos está escrito en un libro que servirá en el día del Señor, día de miedo y de terror, día en el que los injustos «no serán entonces más que paja» que arderá en el horno abrasador, hasta que no quede de ellos «ni rama ni raíz» (v. 19), mientras que el Señor aparecerá como padre para los justos, porque son su propiedad (cf. w. 17.20). Entonces es cuando se verá qué significa ser justo o impío, entonces es cuando se invertirán las suertes, entonces es cuando se manifestará quién tiene razón, cuando se verá «la diferencia que hay entre el justo y el malvado, entre quien sirve a Dios y quien no le sirve» (v. 18). Mientras pasa la representación de este mundo, en el que no siempre son reconocidos los valores auténticos, la certeza de la venida del día del Señor sostiene al justo en su decisión de permanecer fiel al servicio de Dios.
Evangelio: Lucas 11,5-13 En aquel tiempo, 5 dijo Jesús a sus discípulos: -Imaginaos que uno de vosotros tiene un amigo y acude a él a media noche diciendo: «Amigo, préstame tres panes, 6 porque ha venido a mi casa un amigo que pasaba de camino y no tengo nada que ofrecerle». 7 Imaginaos también que el otro responde desde dentro: «No molestes; la puerta está cerrada, y mis hijos y yo estamos ya acostados; no puedo levantarme a dártelos». 8 Os digo que si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos para que no siga molestando se levantará y le dará cuanto necesite. 9 Pues yo os digo: Pedid, y recibiréis; buscad, y encontraréis; llamad, y os abrirán. 10 Porque todo el que pide recibe; el que busca encuentra, y al que llama le abren. 11 ¿Qué padre entre vosotros, si su hijo le pide un pez, le va a dar en vez del pescado una serpiente? 12 ¿O si le pide un huevo le va a dar un escorpión? 13 Pues si vosotros, aun siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?
*»• El pasaje de hoy parece casi un comentario y una continuación del padrenuestro. Si creemos que Dios nos ama como Padre, tendremos confianza en él. Esa confianza se ejerce de manera concreta y se pone a prueba por la insistencia y la constancia en la oración, expresada en esta triple confesión: «Pedid, y recibiréis; buscad, y encontraréis; llamad, y os abrirán» (v. 9). Quien confía en la bondad del Padre pide con constancia y no se cansa, porque sabe que no pide en vano. La oración confiada e insistente resulta, por tanto, eficaz e infalible. Ahora bien, Lucas nos reserva una sorpresa: la oración confiada e insistente obtiene siempre al Espíritu Santo (v. 12). No obtiene necesariamente bienes útiles y deseados, siempre transitorios, sino más bien el don por excelencia, el don que introduce en el Reino, da la fuerza que permite vivir en y para el Reino, sostiene en la tentación, ayuda en el perdón de las ofensas y permite hacer la voluntad de Dios. Es el don que cumple las peticiones de la oración del Señor, implicando también como coprotagonista a aquel que ora. Los dones deseados por la naturaleza humana no han de ser despreciados, puesto que también pueden sernos concedidos. Con todo, la oración, sumergiendo al orante en el mundo de Dios, le otorga el don divino más precioso, para que pueda entrar en el mundo divino, o sea, en el Reino. La bondad del «papá que está en el cielo» es tal que usa nuestras necesidades para hacernos descubrir la necesidad de fondo, escondida en todas las otras necesidades: la de entrar a forma parte de su Reino; por eso, a quien pide con constancia se le dará el Espíritu Santo, la llave para entrar y para progresar en su designio de salvación universal.
MEDITATIO El problema presentado por las lecturas de hoy es muy actual: hacer el bien y orar parecen con frecuencia cosas inútiles. Nada cambia, el mundo sigue como antes. Y, además, la mirada irónica del mundo se maravilla a menudo de que haya todavía alguien dispuesto a perder su tiempo en estas preocupaciones. Entonces nos dirigimos a Dios, para que se haga sentir, y, frente a su renovado silencio, se nos echa la culpa de nuestra poca fe. Es una espiral que nos quita la paz y nos deja el corazón lacerado por la duda, por la terrible duda de que todo sea una ilusión. En la Palabra de hoy hay un soplo restaurador, hay una clave de lectura: está sobre todo el don del Espíritu, que nos transporta a otras dimensiones, que introduce en el círculo cerrado de nuestras preocupaciones horizontales la línea recta que hace levantar la mirada, infunde sentido, sostiene el coraje para continuar e ilumina la fidelidad y la oración de cada día con la belleza misma de Dios. Con el Espíritu todo queda transformado y todo se vuelve posible. Es posible adquirir la convicción íntima de que es bueno y bello hacer el bien. Es posible superar el sentido de inutilidad sabiendo que nada se pierde. Es posible encontrar el gusto de invocar a Dios como Padre. Es posible hacer frente a las pruebas de la vida en general y de la vida cristiana en particular. Se hace posible no mirar los resultados inmediatos ni la aprobación de la gente, sino tener confianza en la mano de Dios, que orienta todo al bien. Es posible orar sin cansarse, porque así es como el Espíritu viene a nosotros trayendo el Reino y llevándonos a él. ORATIO Santa María, íntegra en la fe, firme en la esperanza, sincera en la caridad, salve. Virgen alegre en el fiel servicio a Jesús, tu hijo: sostén nuestra fe en los días de la desgana y en los días del deseo de multiplicar nuestra fe. Madre dolorosa en la participación en la pasión de Cristo, benéfica para nosotros: obtén misericordia para la pequeñez de nuestra caridad y para todo aumento de dolores ajenos ocasionados por nuestros pecados. Reina gloriosa en la participación en la vida nueva con el Señor del universo: conserva firme nuestra esperanza de unos cielos nuevos y una tierra nueva, hacia los cuales nos encamina esta existencia terrena. Virgen de Nazaret, Mujer del Calvario, Señora de Pentecostés: acoge la oración de tus siervos.
CONTEMPLATIO Después de habérsele prometido el hijo, preguntó cómo podía suceder eso, puesto que no conocía varón. En efecto, sólo conocía un modo de concebir y dar a luz; aunque personalmente no lo había experimentado, había aprendido de otras mujeres -la naturaleza es repetitiva- que el hombre nace del varón y de la mujer. El ángel le dio por respuesta: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nazca de ti será santo y será llamado Hijo de Dios. Tras estas palabras del ángel, ella, llena de fe y habiendo concebido a Cristo antes en su mente que en su seno, dijo: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra. Cúmplase, dijo, el que una virgen conciba sin semen de varón; nazca del Espíritu Santo y de una mujer virgen aquel en quien renacerá del Espíritu Santo la Iglesia, virgen también. Llámese Hijo de Dios a aquel santo que ha de nacer de madre humana, pero sin padre humano, puesto que fue conveniente que se hiciese hijo del hombre el que de forma admirable nació de Dios Padre sin madre alguna; de esta forma, nacido en aquella carne, cuando era pequeño, salió de un seno cerrado, y en la misma carne, cuando era grande, ya resucitado, entró por puertas cerradas. Estas cosas son maravillosas, porque son divinas; son inefables, porque son también inescrutables; la boca del hombre no es suficiente para explicarlas, porque tampoco lo es el corazón para investigarlas. Creyó María, y se cumplió en ella lo que creyó. Creamos también nosotros, para que pueda sernos provechoso lo que se cumplió (san Agustín, Sermón 215, 4).
ACTIO Repite a menudo y medita durante el día la Palabra: «Dios te salve, María, llena de gracia: el Poderoso ha hecho grandes cosas en ti» (cf. Lc 1,28 y 1,49).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Surge de manera espontánea pasar de la oración del ángelus a la del rosario. Las avemarías forman su trama. El método de meditación de los misterios, evocados brevemente y que forman la base del rosario, está estrechamente ligado al modo con que las tres pequeñas frases del ángelus vuelven a evocar el misterio de la encarnación. Entre las oraciones y las devociones en honor de María, es ciertamente el rosario la más popular y, al mismo tiempo, una de las devociones en la que más se resalta el sentido de la Iglesia. El rezo del rosario orienta a Cristo por medio de María. La Virgen nos ayuda a penetrar y a vivir el misterio de Cristo tal como ella lo vivió [...]. La simplicidad [del rosario], su atmósfera de pura y auténtica contemplación, cuando se medita los misterios como partes de un solo todo, hacen del rosario una vía fácil para extender la contemplación litúrgica a toda la vida diaria y para conducir continuamente toda nuestra vida a su fuente celestial (V. Noé, «Le devozioni mariane in armonio con la liturgia», en AA. W., La Madonna nel culto della Chiesa, Brescia 1966, 288ss).
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Viernes de la 27ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Joel 1,13-15; 21 ss 1,13 Sacerdotes, vestíos de sayal; lamentaos, dad gritos, ministros del altar; venid, pasad la noche haciendo penitencia, ministros de mi Dios; porque ha quedado sin ofrendas ni libaciones el templo de vuestro Dios. 14 Promulgad un ayuno, convocad la asamblea, reunid a los ancianos y a todos los habitantes de esta tierra en el templo del Señor, vuestro Dios, y clamad al Señor: 15 ¡Ay, qué día! ¡Está cerca el día del Señor; ya llega como devastación del Devastador! 21 Tocad la trompeta en Sión, tocad a rebato en mi monte santo, tiemblen todos los habitantes de esta tierra, porque ya llega el día del Señor, ya está cerca: 22 día de tinieblas y de oscuridad, día de nubarrones y de espesa niebla. Un pueblo innumerable y poderoso se despliega como la aurora sobre los montes. No hubo otro antes como él ni se verá jamás otro igual.
*»• Una espantosa invasión de saltamontes lo ha devastado todo, revelándose como una auténtica catástrofe. Por donde han pasado, sólo han dejado destrucción y muerte. Ha desaparecido la alegría de los rostros de los labradores, que han visto desaparecer como humo el fruto de tantas fatigas. Pero también ha desaparecido la alegría del rostro de los sacerdotes, «porque ha quedado sin ofrendas ni libaciones el templo de vuestro Dios» (1,13). ¡Es un luto nacional! Es menester convocar una solemne liturgia penitencial, porque la terrible calamidad está cargada también simbólicamente: es un aviso de la proximidad del «día del Señor», «día de tinieblas y de oscuridad» (2,2a), un día en el que también la naturaleza estará implicada. La invasión devastadora de los saltamontes, que por su número oscurecen el cielo, se convierte en prefiguración del día en el que el Señor vendrá a juzgar a los impíos. Será un día espantoso: «No hubo otro antes como él ni se verá jamás otro igual» (2,2b). La furia devastadora del flagelo natural está presentada como un ejemplo que invita a la reflexión, a la oración, a la conversión y a la penitencia. Será un acontecimiento que sorprenderá a todos por sus proporciones y sus consecuencias. El profeta, apoyándose en un fenómeno natural, una plaga no infrecuente en la Palestina de aquellos tiempos, proyecta su mirada sobre un acontecimiento único, definitivo, para el que es preciso prepararse con la penitencia, a partir de la penitencia de los sacerdotes («Sacerdotes, vestios de sayal; lamentaos, dad gritos, ministros del altar»: 1,13). Joel es un profeta ligado al templo y predica la conversión -ésta comienza precisamente por los agregados al templo- para extenderla después «a todos los habitantes de esta tierra» (1,14).
Evangelio: Lucas 11,15-26 En aquel tiempo, después de que Jesús hubiera expulsado a un demonio, 15 algunos dijeron: -Expulsa a los demonios con el poder de Belzebú, príncipe de los demonios. 16 Otros, para tenderle una trampa, le pedían una señal del cielo. 17 Pero Jesús, sabiendo lo que pensaban, les dijo: -Todo reino dividido contra sí mismo queda devastado, y sus casas caen unas sobre otras. 18 Por tanto, si Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo podrá subsistir su Reino? Pues eso es lo que vosotros decís: Que yo expulso los demonios con el poder de Belzebú. 19 Ahora bien, si yo expulso los demonios con el poder de Belzebú, vuestros hijos ¿con qué poder los expulsan? Por eso ellos mismos serán vuestros jueces. 20 Pero si yo expulso los demonios con el poder de Dios, entonces es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros. 21 Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros. 22 Pero si viene otro más fuerte que él y lo vence, le quita las armas en las que confiaba y reparte sus despojos. 23 El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama. 24 Cuando el espíritu inmundo sale de un hombre, anda por lugares áridos buscando descanso y, al no encontrarlo, se dice: Volveré a mi casa, de donde salí. 25 Al llegar, la encuentra barrida y adornada. 26 Entonces, va y toma consigo otros siete espíritus peores que él, entran y se instalan allí, de modo que la situación final de este hombre es peor que la del principio.
**• En este pasaje combate Jesús contra dos adversarios: el demonio y «algunos» (para Mateo son los fariseos). Éstos le acusan de un modo grave, con una violencia inaudita: es verdad, ese Jesús es un exorcista eficaz, pero recibe sus poderes del mismo demonio que expulsa. Jesús responde con dos argumentos: no es posible pensar que el demonio se expulse a sí mismo, porque su dominio se hundiría. Y, además, los fariseos enseñan también exorcismos especiales a sus discípulos: ¿también están endemoniados ellos? Más bien, deberían reconocer, al ver las obras de liberación del sufrimiento realizadas por Jesús, que aquí actúa el poder de Dios y que, por consiguiente, ya ha llegado el Reino de Dios, con su poder curador y liberador. El otro gran adversario, que domina todo el pasaje, es el demonio, el «fuerte», que se siente seguro hasta la llegada de Jesús, pues éste se muestra bastante más fuerte que él. Entre Jesús y el demonio se ha entablado un apretado y decisivo combate, que exige al discípulo tomar partido, elegir campo: «El que no está conmigo, está contra mí» (v. 23). No es posible la neutralidad, pues la lucha del Maestro es también la lucha del discípulo. Y esta lucha es escatológica, tiene que ver con el destino final, dado que «el que no recoge conmigo, desparrama» (v. 23). Una vez encuadrado el discípulo en el bando del «más fuerte», no por ello puede estar tranquilo; a pesar de todo, debe vigilar, porque la envidia del demonio, que vaga por lugares áridos, lanza contra él ataques cada vez más poderosos, implicándole en un combate terrible. El discípulo ha sido advertido: estar de parte de Cristo significa participar en su victoria, pero también participar en su combate contra el mal y contra el Maligno, que no se da por vencido con facilidad y quiere arrastrar cu su ruina a la mayor cantidad de discípulos posible. La lucha entre Cristo y el demonio continúa así en el corazón de los discípulos. Éstos, con coraje y confianza, no pueden sustraerse a esa lucha.
MEDITATIO El tema del combate espiritual fue desarrollado por los Padres del desierto, pero sigue siendo una realidad que goza de una impresionante actualidad. A pesar de cierto escepticismo difundido en la sociedad, que se considera evolucionada, el demonio está más presente en el mundo de lo que podemos imaginar. En algunos momentos, casi de repente, es posible percibir lo arraigada que está su presencia. Su fuerza consiste en hacerse olvidar y en aparecer bajo los aspectos más seductores y tranquilizadores. Dado que conoce bien a sus presas, lanza por lo general sus ataques por el frente más desguarnecido, por las realidades a las que somos más sensibles. A veces sentimos el ataque verdaderamente como devastador, y la única manera de liberarnos de él parece precisamente ceder. Pero la apuesta es demasiado elevada. Ceder ante él una vez significa abrirle un paso que le hará más fácil el acceso en el próximo asalto. Las armas son las de siempre: oración intensa, recordar continuamente la Palabra del Señor y sus promesas; penitencia; una gran humildad, que nos haga poner toda nuestra confianza en el Señor; vigilancia, para no ser cogidos por sorpresa. En estas condiciones, el desafío asume una fascinación particular: estamos llamados a combatir contra un adversario más fuerte que nosotros, pero con un arma más, un arma que viene del Espíritu Santo. Nuestro adversario se presenta cada vez más fuerte después de cada derrota, pero no tan fuerte que no pueda ser derrotado. Cristo quiere unirnos a su combate, para que también nosotros podamos hacer retroceder el mal que se propaga por el mundo, y hacernos así partícipes de su victoria, aunque esta victoria, cuando estamos inmersos en el duro combate, pueda parecemos no rara vez una ilusión lejana. La presencia del demonio nos invita a reflexionar sobre el carácter dramático de la existencia cristiana, sobre el poder del mal, sobre lo que está en juego, sobre la grandeza de la victoria de Cristo, sobre la necesidad de encuadrarnos de una manera abierta y decidida de su parte, sobre la convicción de que el combate espiritual es parte esencial del discípulo de Cristo.
ORATIO Oh mi Señor, tú conoces hasta el fondo mis debilidades, porque a ti no puedo esconderte ni mis miedos ni mis hundimientos. Sabes lo débiles que son mis fuerzas y lo que sufro por los continuos asaltos del mal y del Maligno. Te ruego, oh bueno y omnipotente Señor, que no me dejes solo en la hora de la tentación, que me despiertes de mi pasividad, de mi poca voluntad de resistencia a la acción del malvado. Ilumina, pues, con tu Espíritu mi corazón, para que sea capaz de recurrir a la luz de la fe precisamente cuando, en las horas más oscuras y difíciles, me asalte el enemigo. Inspira y guía mis decisiones: abre en mí esa mirada interior que capta la verdad de las cosas y sabe discernir el bien en medio de las ambigüedades y las incertidumbres de la vida. Haz que en el combate contra el poder del mal, que pretende destruir mi fe en ti, no cese yo de invocarte, porque sólo junto a ti y contigo sé que nadie me podrá sorprender. Envíame, pues, tu Espíritu y seré fuerte en mí.
CONTEMPLATIO Sus amigos, que venían a verle, pasaban a menudo días y noches fuera, puesto que no quería dejarles entrar. Oían que sonaba como una multitud frenética, haciendo ruidos, armando tumulto, gimiendo lastimeramente y chillando: «¡Vete de nuestro dominio! ¿Qué tienes que hacer en el desierto? Tú no puedes soportar nuestra persecución». Al principio, los que estaban afuera creían que había hombres peleando con él y que habrían entrado por medio de escaleras, pero, cuando atisbaron por un hoyo y no vieron a nadie, se dieron cuenta de que eran los demonios los que estaban en el asunto, y, llenos de miedo, llamaron a Antonio. El estaba más inquieto por ellos que por los demonios. Acercándose a la puerta, les aconsejó que se fueran y no tuvieran miedo. Les dijo: «Sólo contra los miedosos los demonios conjuran fantasmas. Ustedes ahora hagan la señal de la cruz y vuélvanse a su casa sin temor, y déjenlos que se enloquezcan ellos mismos». Entonces se fueron, fortalecidos con la señal de la cruz, mientras él se quedaba sin sufrir ningún daño de los demonios. Pero tampoco se enojaba por la contienda, porque la ayuda que recibía de lo alto por medio de visiones y la debilidad de sus enemigos le daban un gran alivio en sus penalidades y ánimo para un mayor entusiasmo. Sus amigos venían una y otra vez esperando, por supuesto, encontrarle muerto, pero le escuchaban cantar: «Se levanta Dios y se dispersan sus enemigos, huyen de su presencia los que lo odian. Como el humo se disipa, se disipan ellos; como se derrite la cera ante el fuego, así perecen los impíos ante Dios» (Sal 67,2). Y también: «Todos los pueblos me rodeaban, en el nombre del Señor los rechacé» (Sal 117,10) (Atanasio de Alejandría, Vita Antonii, 13, versión electrónica).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Vigilad y orad para no caer en la tentación» (Me 16,38).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Antonio se marchó al desierto para combatir a los demonios en su terreno. Fue una declaración de guerra a los demonios, los cuales le atormentaron y se las ingeniaron para expulsarle de su terreno. Antonio creía que, gracias a su lucha con los demonios, algo se volvería más claro y más sano también para los hombres del mundo. Si él vencía a los demonios, éstos tendrían también menos poder sobre los hombres que estaban en el mundo. En consecuencia, su combate con los demonios adquiere una función vicaria respecto al mundo. La tentación se convierte así en parte esencial de la vida. La vida del hombre está marcada por un conflicto continuo. No podemos contentarnos con vivir al día. Debemos hacer frente a los ataques que la vida trae consigo. Nunca habrá un tiempo en el que podamos dormir en los laureles. Las tentaciones nos acompañarán más bien hasta el final de la vida. Dijo Antonio: «Nadie, si no es tentado, puede entrar en el Reino de los Cielos; de hecho -dice- suprime las tentaciones, y nadie se salvará (Apotegmas, 5). Y otro eremita: «Si el árbol no es sacudido por los vientos, ni crece ni echa raíces. Así ocurre también con el monje: si no es tentado ni soporta la tentación, no se convierte en nombre» (Apotegmas, 396). Quien se entrega a la tentación de los demonios encuentra la verdad de su alma, descubre ¡deas crueles, imágenes sádicas, fantasías inmorales. Nos convertiremos en hombres maduros sólo si aceptamos esta verdad, sólo si damos la talla en esta tentación. Conocer la tentación, sin ser aplastados por ella, es un método que nos mantiene vivos, un método que nos recuerda incesantemente que no podemos mejorar solos, sino que sólo Dios nos puede cambiar. Únicamente Dios puede darnos la victoria en la lucha contra las tentaciones, una paz profunda que, si falta el combate, no puede ser experimentada con la misma intensidad (A. Grün, ll cielo comincia in te, Brescia 22000, pp. 49ss, passim). |
Sábado de la 27ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Joel 4,12-21 Así dice el Señor: 12 Que vengan las naciones y acudan al valle de Josafat; allí me sentaré para juzgar a las naciones de alrededor. 13 Meted la hoz, la mies está madura; venid a pisar, el lagar está lleno, las cubas rebosan. ¡Tan grande es su maldad! 14 ¡Muchedumbres y muchedumbres en el valle de la Decisión, porque está cerca el día del Señor en el valle de la Decisión! 15 El sol y la luna se oscurecen, pierden su brillo las estrellas. 16 Ruge el Señor desde Sión, desde Jerusalén hace oír su voz; el cielo y la tierra se estremecen. Mas, para su pueblo, el Señor es un refugio, un baluarte para los hijos de Israel. 17 Sabréis entonces que yo soy el Señor, vuestro Dios, que habito en Sión, mi monte santo. Jerusalén será lugar santo, y los extranjeros no volverán a pasar por ella. 18 Ese día manará vino nuevo de los montes, y las colinas destilarán leche; por todos los torrentes de Judá correrá el agua, y una fuente, que manará del templo del Señor, regará el valle de las Acacias. 19 Egipto quedará hecho un desierto, Edom una estepa desolada, por haber asesinado a los habitantes de Judá, cuya sangre inocente derramaron en su tierra. 20 Pero Judá subsistirá por siempre, Jerusalén de edad en edad. 21 Yo vengaré su sangre, no la dejaré impune. Y el Señor habitará en Sión.
**• Estamos en el último capítulo del libro de Joel. En él se presenta el «día del Señor», el día del choque final entre el bien y el mal, entre el pueblo de Dios y los pueblos paganos coaligados. La descripción es vivaz y aterradora: los paganos están invitados a presentarse en el valle de Josafat, el «valle de la Decisión» (v. 14), junto al antiquísimo cementerio judío: allí serán segados como mies madura y pisados en el lagar, mientras el cosmos participa en el «rugido» del Señor, con desconciertos espantosos, semejantes a los presentados por toda la literatura apocalíptica. Bien distinta es la suerte del pueblo de Dios, que conocerá, por fin, el poder de su Señor. Éste entregará definitivamente Jerusalén a sus fieles y hará justicia a todas las opresiones y abusos padecidos. Se trata de un fragmento con fuertes tintes apocalípticos que, a través de un lenguaje comprometedor, anuncia el castigo de los malvados y la salvación del pueblo (al que el Señor considera como suyo: cf. v. 16b). Y no sólo la salvación, sino el triunfo definitivo de Israel y Judá, con una tierra que volverá a tener su fertilidad, la del paraíso perdido y la del esperado Mesías. Aquí está toda la esperanza de Israel y el gran mensaje de los profetas.
Evangelio: Lucas 11,27 ss En aquel tiempo, 27 cuando estaba diciendo esto, una mujer de entre la multitud dijo en voz alta: -Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron. 28 Pero Jesús dijo: -Más bien, dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica.
** Es posible que en la base de esta perícopa esté, una vez más, el recuerdo de cierto contraste entre la familia de Jesús y los discípulos, miembros de la nueva familia de Jesús. Lucas pretende mostrar aquí que la madre de Jesús no pertenecía sólo a su familia natural, sino también a la formada por los discípulos. Por eso es dichosa, por haber sido la primera en escuchar la Palabra, adhiriéndose a ella (Lc 1,38), haciéndola fructificar al ciento por uno. María tenía conocimiento de su dicha («Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones»: 1,48), y perseveró con fidelidad en medio de las pruebas, convirtiéndose en la primera discípula y en el modelo de todo discípulo. El texto, típicamente lucano, es completamente «mariano»: de María se puede hablar tanto en el sentido de la mujer del pueblo como en el sentido que le da Jesús. La mujer del pueblo, admiradora de Jesús, se convierte en admiradora de su madre. ¡Y quién no habría querido tener un hijo como Jesús! Dichosa esa madre afortunada. Jesús acentúa la dicha de la escucha y, por consiguiente, si bien de una manera implícita, de la ulterior grandeza de su madre, dichosa sobre todo por escuchar la Palabra y acoger el misterio. Ambos motivos de dicha no se excluyen, pero el segundo es imitable: todos pueden alcanzarlo, y no sólo su madre, como ocurre con el primero.
MEDITATIO Los primeros siglos cristianos contemplaron sobre todo la primera bienaventuranza, la pronunciada por la mujer del pueblo, la bienaventuranza de la maternidad de María. La primera «definición» solemne de María tenía que ver con su divina maternidad, ser la theotókos, la engendradora de Dios. Esto no debe sorprendernos, porque la definición mira más a Cristo que a María, es más cristológica que mariológica, puesto que se trata de la encarnación de Dios, gracias a la cooperación de María. De aquí procede la comprensión de la gran dignidad de la Virgen, Madre de Dios: de la afirmación de la divinidad del Hijo, y de la contemplación de este gran misterio procede la afirmación de la sublime dignidad de María, una dignidad muy superior a la de cualquier madre, porque ella le dio un cuerpo al Hijo mismo de Dios. Los siglos posteriores y la Iglesia, sobre todo la oriental, se han mantenido en esta perspectiva. Nunca ha faltado, sin embargo, una corriente que ha recordado, junto a la primera, también la bienaventuranza pronunciada por Jesús en el evangelio de hoy, como premisa indispensable de la misma divina maternidad: María es bienaventurada porque ha creído en la Palabra, la ha meditado, la ha concebido en su seno, se ha convertido en madre dando carne a la Palabra. El Concilio Vaticano II recuerda esta dimensión, a veces descuidada por una devoción intensa y sincera pero no suficientemente evangélica. La Palabra me interpela hoy: ¿es María para mí modelo de escucha de la Palabra? ¿Es la engendradora de Dios porque ha escuchado con fe esta Palabra? ¿Es digna de mi admiración antes que nada por haberse consagrado por completo a Cristo, perseverando en las pruebas, en la fe inquebrantable en su hijo tan maravilloso como misterioso? ¿También yo puedo «engendrar a Cristo» a través de la escucha perseverante de la Palabra?
ORATIO Dichosa tú, oh María, que fuiste digna de recibir la «paz» del Padre por medio de Gabriel. Dichosa tú, oh María, porque en ti habitó el Espíritu Santo del que cantó David. Dichosa tú, que fuiste como una carroza y le sostuvieron tus rodillas, le llevaron tus brazos, y como fuentes fueron para él, para el Hijo de Dios, tus senos, y abrazaste al que está vestido de llamas. Dichosa tú, María, que fuiste figura de la zarza vista por Moisés. Dichosa tú, oh María, porque todos los profetas te pintaron en sus libros. Dichosa tú, oh María, porque también te anunció Isaías en su profecía: «La Virgen concebirá, dará a luz un hijo cuyo nombre es Emmanueh. He aquí que todas las gentes exclaman: «Con nosotros está el que con su voluntad gobierna todo» (Efrén el Sirio, Himno a la Virgen María).
CONTEMPLATIO Preocupaos más, hermanos míos, preocupaos más, por favor, de lo que dijo el Señor, extendiendo la mano sobre sus discípulos: Ésta es mi madre y mis hermanos; y quien hiciere la voluntad de mi Padre, que me envió, es para mí un hermano, hermana y madre (Mt 12,49-50). ¿Acaso no hacía la voluntad del Padre la Virgen María, que en la fe creyó, en la fe concibió, elegida para que de ella nos naciera la salvación entre los hombres, creada por Cristo antes de que Cristo fuese en ella creado? Hizo sin duda Santa María la voluntad del Padre; por eso es más para María ser discípula de Cristo que haber sido madre de Cristo. Más dicha le aporta el haber sido discípula de Cristo que el haber sido su madre. Por eso era María bienaventurada, pues antes de dar a luz llevó en su seno al Maestro. Mira si no es cierto lo que digo. Mientras caminaba el Señor con las turbas que le seguían, haciendo divinos milagros, una mujer gritó: ¡Bienaventurado el vientre que te llevó! Más, para que no se buscase la felicidad en la carne, ¿qué replicó el Señor? Más bien, bienaventurados los que oyen la Palabra de Dios y la guardan (Lc 11,27-28). Por eso era bienaventurada María, porque oyó la Palabra de Dios y la guardó: guardó la verdad en la mente mejor que la carne en su seno. Verdad es Cristo, carne es Cristo; Cristo Verdad estaba en la mente de María, Cristo carne estaba en el seno de María: es más lo que está en la mente que lo que es llevado en el vientre. Santa es María, bienaventurada es María, pero mejor es la Iglesia que la Virgen María. ¿Por qué? Porque María es una porción de Iglesia, un miembro santo, un miembro excelente, un miembro supereminente, pero al fin miembro de un cuerpo entero. Si es parte del cuerpo entero, más es el cuerpo que uno de sus miembros. El Señor es cabeza, y el Cristo total es cabeza y cuerpo. ¿ Qué diré? Tenemos una Cabeza divina, tenemos a Dios como cabeza» (Agustín, Sermón 72/A, 7).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones» (Lc 1,48).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Lucas nos ha hecho ver en su evangelio que María, la madre de Jesús, es un modelo de fe para los hombres. Ella, como mujer y como símbolo de todos los seres humanos, ha recibido el gran don de la presencia transformadora de Dios en la tierra (Lc 1,28). Esa presencia se concreta como «Espíritu creador» y se manifiesta en el nacimiento del Mesías. A través de la palabra de María, que se ofrece y colabora (1,38), se realiza el misterio primordial de nuestra historia: Dios hecho hombre. Exteriormente todo sigue como antes; sin embargo, en este campo inmensamente delicado e inmensamente abierto a la fe de una mujer ¡oven, que acepta la Palabra de Dios, empezó a gestarse la nueva vida de los hombres. María es el signo del nuevo estilo de vida. Como decían los Padres, María concibió con la fe antes de hacerlo con su seno. Su bienaventuranza no está limitada al regazo y al seno, sino que abarca toda su persona. María ha creído (1,38), y por eso recibe la justa alabanza. Es bienaventurada por su fe (11,39-45), y su vida se convierte en un fundamento de júbilo y de bendición para todos los que han creído como ella. Jesús la desconcierta (2,41-52), y el camino de la cruz está empedrado de espada y de dolor para la madre (2,33-35), pero Lucas sabe que María fue fiel hasta el final. En los estratos más profundos de su vida, ella creyó en la Palabra de Jesús y se convirtió en principio y fundamento de la Iglesia. En todos estos aspectos, la Madre de Jesús es el modelo de la mujer abierta al misterio de la vida y el modelo del creyente, que responde con confianza y generosidad a la palabra que Dios le ha dirigido (J. Pikaza, cit. en Commento alia Bibb'ia litúrgica, CiniselloB. 1986, 1212ss). |
28° domingo del tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Sabiduría 7,7-11 7 Rogué, y me fue dada la prudencia; supliqué, y vino a mí el espíritu de sabiduría. 8 La he preferido a los cetros y a los tronos, y a su lado en nada he tenido la riqueza. 9 Ni siquiera la he comparado a la piedra más preciosa, pues todo el oro ante ella es un poco de arena y, a su lado, la plata no pasa de ser lodo. 10 La he amado más que a la salud y a la belleza y la he preferido a la misma luz, porque su resplandor no tiene ocaso. 11 Todos los bienes me han venido con ella, tiene en sus manos riquezas innumerables.
*»• Este fragmento está tomado de la parte central del libro de la Sabiduría. Su autor, que por medio de una ficción literaria se convierte en Salomón, el rey sabio, se presenta con autoridad como alguien que implora y obtiene el don de la sabiduría. Ésta, en efecto, no es fruto de la habilidad o de una adquisición humana; sólo puede ser recibida de lo alto. El texto relee la famosa plegaria de Salomón en Gabaón (cf. 1 Re 3,6-13), en donde el joven soberano pide un corazón «capaz de escuchar» (así al pie de la letra), es decir, capaz de discernir para gobernar con rectitud. Ahora bien, para obtener este don de la sabiduría es preciso tomar algunas decisiones. El autor dice que la ha antepuesto, progresivamente, a siete bienes: a los cetros, a los tronos, a las riquezas, a la piedra más preciosa, a la salud, a la belleza y a la luz. Se pasa, por tanto, de los bienes externos y materiales a los que tienen que ver con la vida física del hombre; sin embargo, tampoco éstos, incluida la luz de los ojos, resisten la comparación con la sabiduría, que ha de ser considerada, por consiguiente, el verdadero y único bien del hombre. Si esto podía ser ya verdadero para los judíos que vivían en la diáspora, en la ciudad de Alejandría, a fin de darles cohesión y unidad mientras estaban rodeados por una sólida cultura helenística, todavía lo es más para nosotros, a quienes nos ha sido revelado, en Jesús, el verdadero rostro de la sabiduría de la que habla la Escritura.
Segunda lectura: Hebreos 4,12ss Hermanos: 12 la Palabra de Dios es viva, eficaz y más cortante que una espada de dos filos: penetra hasta la división del alma y del espíritu, hasta las coyunturas y tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. 17 Así que no hay criatura que esté oculta a Dios. Todo está al desnudo y al descubierto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas.
**• En el Antiguo Testamento se invocaba la sabiduría para aprender a discernir lo que es justo (cf. 1 Re 3,9); en el Nuevo Testamento es presentada como Palabra de Dios encarnada, dotada de un infalible poder de discriminación y de juicio. En efecto, el autor de la carta a los Hebreos nos ofrece, en unos pocos versículos, una teología sugestiva. Esa Palabra nos es presentada en línea con la sabiduría, una sabiduría de la que Israel se había alejado neciamente (cf. Bar 3,9-38; 4,1-4). Se la califica de «viva», en condiciones, por tanto, de dar vida, de revigorizar las opciones de fe del creyente; «eficaz», es decir, dotada de la dynamis Theú, que equivale a decir «poder de Dios» que hace felices a sus testigos (cf Hch 19,20; 1 Cor 1,18). Es considerada todavía «más cortante» que una espada de dos filos porque puede llegar a escrutar las interioridades del hombre en todos sus componentes psicológicos y espirituales. En el v. 13 se produce un brusco salto gramatical que nos muestra claramente cómo la Palabra coincide de hecho con Dios mismo, a cuyo juicio nadie puede sustraerse de ninguna manera. Sabemos, en efecto, que el Padre ha confiado este juicio a su Hijo amado y que ese juicio es justo, aunque también es misericordioso para quien tiene fe: «El que cree en él no será condenado » (Jn 3,18).
Evangelio: Marcos 10,17-30 En aquel tiempo, 17 cuando iba a ponerse en camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: -Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna? 18 Jesús le contestó: -¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno. 19 Ya conoces los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre. 20 El replicó: -Maestro, todo eso lo he cumplido desde joven. 21 Jesús le miró fijamente con cariño y le dijo: -Una cosa te falla: vete, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme. 22 Ante estas palabras, él frunció el ceño y se marchó todo triste, porque poseía muchos bienes. 23 Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: -¡Qué difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas! 24 Los discípulos se quedaron asombrados ante estas palabras. Pero Jesús insistió: -Hijos míos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios! 25 Le es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios. 26 Ellos se asombraron todavía más y decían entre sí: -Entonces, ¿quién podrá salvarse? 27 Jesús les miró y les dijo: -Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para Dios todo es posible. 28 Pedro le dijo entonces: -Mira, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. 29 Jesús respondió: -Os aseguro que todo aquel que haya dejado casa o hermanos o hermanas o madre o padre o hijos o tierras por mí y por la Buena Noticia, 30 recibirá en el tiempo presente cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y tierras, aunque junto con persecuciones, y en el mundo futuro la vida eterna.
**• El fragmento del evangelio de Marcos presenta a «uno» que se acerca a Jesús para preguntarle lo que debe hacer para heredar la vida eterna. Se trata de una pregunta sensata en la que oímos el eco de la voz de los anawim preguntando en los salmos: «Señor, ¿quién habitará en tu tienda? (Sal 15,1) y «¿Quién subirá al monte del Señor? ¿Quién podrá estar en su recinto santo?» (Sal 24,3). Se preguntaban, por tanto, cómo «heredar» las promesas de Dios: sabían, en efecto, que en la «vida eterna» se encuentran condensados la benevolencia divina y el deseo de felicidad del hombre. Jesús, interpelado, rechaza para sí, en cuanto hombre, el atributo «bueno», y lo refiere explícitamente al único que es la Bondad absoluta, e invita a su interlocutor a observar los mandamientos -las diez palabras-, que son el don del Dios bueno destinado a entrar en comunión con él. Sobre ese «uno» que puede responder que ha observado los mandamientos desde su juventud se posa ahora la mirada admirada y amorosa de Jesús, que le dirige una invitación precisa y clara: «Vete, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Luego ven y Sígueme». Pero hay algo que impide al interlocutor acoger el amor de predilección del Maestro: posee «muchos bienes», pero no consigue comprender cuál es el bien verdadero, el verdadero rostro de la sabiduría que se le quiere dar, y se aleja «todo triste». Jesús explica a los asombrados discípulos cómo precisamente esas riquezas, que en el Antiguo Testamento eran consideradas un signo de la benevolencia divina, pueden convertirse en el obstáculo más grande para acoger el Reino de los Cielos. Sólo quien sigue a Jesús encuentra con él y en él cien veces más aquí en la tierra -«junto con persecuciones», precisa Marcos (v. 30)- y la vida verdadera, la eterna, que sólo puede ser recibida por quien -como el comerciante avispado- vende todo para adquirirla.
MEDITATIO Hay en el hombre una ineludible necesidad de vida, de plenitud, de felicidad. El hombre sensato es el que encuentra la manera de responder a esta pregunta, que la mayor parte de las personas ni siquiera sabe plantear y a la que responde de hecho con una búsqueda frecuentemente obsesiva de placeres efímeros y siempre nuevos. La palabra de hoy nos invita a situarnos en la actitud justa para discernir, ante todo, cuál es la verdadera sabiduría, que nos indicará, a continuación, cómo recibirla; porque, en el fondo, es un don, el don de una Persona que nos ama infinitamente. En el Antiguo Testamento se había ido perfilando la sabiduría a través de un progresivo crescendo de realidades exteriores ajenas a los bienes espirituales. Más tarde, en los umbrales del Nuevo Testamento, fue personificada como alguien que su «alegría era estar con los hombres» (Prov 8,31), pero es en Jesús donde nos revela plenamente su rostro. Y Jesús llama a cada uno valorando el empeño que ha puesto en su búsqueda del bien. A nosotros nos corresponde no detenernos, no dejarnos engañar por las falsas riquezas, no echarnos atrás ante sus exigencias. Si nos pide con imperativos apremiantes dejarlo todo por él, debemos tener el valor de hacerlo y de renovar continuamente esta decisión, porque ya no podremos ser felices si hemos alejado nuestros pasos de Jesús. Ninguna de las falsas y presuntas riquezas podrán resistir nunca la comparación con su pobreza, ni saciar nuestra hambre de amor, de verdad, de belleza. Su mirada continuará siguiéndonos, de una manera silenciosa, con un respeto infinito a nuestra libertad y no conseguiremos la paz hasta que no hayamos encontrado en él nuestra paz.
ORATIO Soy yo, Señor, Maestro bueno, ese uno al que miras a los ojos con un amor intenso. Soy yo, lo sé, ese uno al que llamas a un desprendimiento total de sí mismo. Se trata de un desafío. Así es, también yo me encuentro cada día ante este drama: el de la posibilidad de rechazar el amor. Si en ocasiones me encuentro cansado y solo, ¿no será tal vez porque no sé darte lo que tú me pides? Si en ocasiones estoy triste, ¿no será tal vez porque tú no eres todo para mí, porque no eres verdaderamente mi único tesoro, mi gran amor? ¿Cuáles son las riquezas que me impiden seguirte y saborear contigo y en ti la verdadera sabiduría que da la paz al corazón? Tú me sales al encuentro cada día por el camino para mirarme a los ojos, para darme otra oportunidad de responderte de una manera radical y entrar en tu alegría. Si a mí me parece imposible dar este paso, concédeme la humilde certeza de creer que tu mano siempre me sostendrá y me guiará hacia allí, más allá de todo confín, más allá de toda medida, hacia allí donde tú me esperas para darme nada menos que a ti mismo, único Bien sumo.
CONTEMPLATIO «Si quieres ser perfecto». Así pues, el rico no ha llegado a la perfección. Aunque es libre de llegar o no a ella. La expresión «si quieres» muestra de un modo estupendo la libertad del hombre: la elección depende de él, la decisión a él le corresponde. Del otro lado está el Dios que da. Dios da a todos los que desean, que no escatiman sus fuerzas y que oran. Concede incluso que la salvación sea obra de ellos mismos. Dios, enemigo de la violencia, no obliga a nadie, sino que ofrece su gracia a quien la busca, la ofrece a quien la pide, abre a quien llama. Si queréis la perfección, si la queréis sinceramente, sin engañaros a vosotros mismos, debéis procuraros aquello que todavía os falta. Y os falta una sola cosa, esa que es la única que dura, que es superior a la ley, que la ley no puede dar ni quitar y que constituye la verdadera riqueza de los seres vivos. El hombre ha observado toda la ley desde su primera juventud, tanto que ahora hace grandes elogios de sí mismo; sin embargo, pese a todos sus méritos, no puede procurarse esta gracia única, de la que sólo el Salvador dispone, no puede alcanzar la eternidad que desea. Así, se va triste y desanimado, porque piensa que es demasiado alto el precio de la salvación que había venido a pedir. El hecho es que no quería la vida eterna con la intensidad que se imaginaba tener. Tal vez, en el fondo, quería una sola cosa: mostrar buena voluntad para hacer un poco de exhibicionismo. Aunque solícito y meticuloso en todo lo demás, ante el tesón necesario para alcanzar la vida eterna se siente débil, como paralizado, inerte (Clemente de Alejandría, «¿Cómo se puede salvar el rico?», en El buen uso del dinero, Desclée de Brouwer, Bilbao 1995, pp. 24-25).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Concédenos, oh Dios, la sabiduría del corazón» (cf. Sal 89,12).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL El miedo a Dios consiste en saber que las exigencias del Dios vivo son mortales, que su beso es mortal y que quien encuentra verdaderamente a Dios se ve llevado a morir a su propia historia, a su propio pasado, para entrar en un mundo desconocido. Y esto resulta difícil. De ahí que la gran tentación sea defendernos del futuro de Dios, asegurarnos lo que ya somos, lo que ya poseemos. Usando una imagen bíblica, podríamos decir que la tentación del miedo se encuentra en la historia del joven rico, que experimenta angustia ante el futuro que el Señor le abre («vete, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres»), o sea, ante la posibilidad de que se libere de su propio pasado para ponerse de manera incondicional en manos del extraño que le invita, aunque Jesús le había mirado y amado. La primera gran escuela para aprender a orar es abrirse al coraje de la libertad, aceptando estar solos ante Dios, renunciando a toda coartada y a toda defensa. Es menester abrirse al coraje de la libertad en el amor (B. Forte, Nella memoria del Salvatore, Milán 1992, pp. 242ss, passim). |
Lunes de la 28ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Romanos 1,1-7 1 Soy Pablo, siervo de Cristo Jesús, elegido como apóstol y destinado a proclamar el Evangelio que Dios 2 había prometido por medio de sus profetas en las Escrituras santas. 3 Este Evangelio se refiere a su Hijo, nacido, en cuanto hombre, de la estirpe de David 4 y constituido, por su resurrección de entre los muertos, Hijo poderoso de Dios según el Espíritu santificador: Jesucristo, Señor nuestro, 5 por quien he recibido la gracia de ser apóstol, a fin de que para su gloria respondan a la fe todas las naciones, 6 entre las cuales también estáis vosotros, que habéis sido elegidos por Jesucristo. 7 A todos los que estáis en Roma y habéis sido elegidos amorosamente por Dios para constituir su pueblo, gracia y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y de Jesucristo, el Señor.
*•• En Pablo no es posible separar la persona de la misión: este criterio vale tanto para comprender la personalidad de Pablo como para interpretar sus cartas, y de modo particular la carta a los cristianos de Roma, que empezamos a leer esta semana. Es el mismo Pablo el que se presenta directamente, el que se muestra solícito para darnos no sólo sus connotaciones personales, sino también el sentido y el valor de la misión que le ha sido confiada por el Señor resucitado. El acontecimiento que debemos tener siempre presente cuando leemos las cartas paulinas es el de Damasco, o sea, el encuentro de Saulo con Jesús de Nazaret, reconocido en su identidad personal y en su mística presencia en los cristianos perseguidos. En el centro del mensaje paulino, así como en el centro de su existencia terrena, se encuentra este Cristo, verdadero hombre y verdadero Dios, hijo de David e hijo de Dios, resucitado, pero idéntico al Jesús de Nazaret. De él ha recibido Pablo directamente -y lo afirma con una convicción plena y un puntito de orgullo- «la gracia de ser apóstol» (v. 5). En consecuencia, Pablo se siente gratificado por la misión que, en cierto modo, le ha sido impuesta, a la cual, como dice en otro lugar, no se ha podido sustraer, sintiéndose casi violentado, como le sucedió ya al profeta Jeremías (Jr 20,7). En la inescindible unidad de su misión, Pablo considera también a los destinatarios de esta carta suya oyentes de la palabra que Dios le ha confiado como «Evangelio», como «Buena Nueva», a saber: que viene de Dios y tiene que ver con Jesús, el Cristo, muerto y resucitado para la salvación de todos. El deseo de gracia y de paz (v. 7) que les dirige Pablo es la síntesis de ese Evangelio, y Pablo se reconoce en él de buena gana como siervo y heraldo.
Evangelio: Lucas 11,29-32 En aquel tiempo, 29 la gente se apiñaba en torno a Jesús y él se puso a decir: -Ésta es una generación malvada; pide una señal, pero no se le dará una señal distinta de la de Jonás. 30 Pues así como Jonás fue una señal para los ninivitas, así el Hijo del hombre lo será para esta generación. 31 La reina del sur se levantará en el juicio junto con los hombres de esta generación y los condenará, porque ella vino desde el extremo de la tierra a escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí hay uno que es más importante que Salomón. 32 Los habitantes de Nínive se levantarán el día del juicio contra esta generación y la condenarán, porque ellos hicieron penitencia por la predicación de Jonás, y aquí hay uno que es más importante que Jonás.
**• Durante su vida pública, Jesús se encontró muchas veces frente a pretensiones a las que, honestamente, no podía responder. En semejantes circunstancias, su discurso asume tonalidades polémicas, que centran su pensamiento. En este caso específico, la pretensión recae en la petición de un signo milagroso, un signo que Jesús interpreta de inmediato como objeto de mera curiosidad y búsqueda de espectáculo. Sin embargo, él no ha venido a satisfacer estas demandas, y no está dispuesto ni mucho menos a dejarse desviar del significado primero de su misión. De ahí que su respuesta no se haga esperar. En ella dice Jesús de modo claro qué señal está dispuesto a dar. Se trata de la que él mismo llama señal de Jonás (cf. v. 29). Vale la pena referir la diferencia que existe entre Mateo y Lucas a este respecto. Mientras Mateo insiste sólo en un hecho de la vida del profeta (Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre del cetáceo) para poder presentar la resurrección de Jesús como la señal esperada aquí, Lucas considera, en cambio, toda la vida de Jonás como un único gran signo, dando un relieve particular a la predicación del profeta. A Jonás se le presenta, en relación con Cristo, como una figura, como una profecía del mismo Jesús. Por consiguiente, es Cristo, con el carácter extraordinario de su misión, con la transparencia de sus palabras, con el radicalismo de sus pretensiones, con el poder de sus milagros, quien constituye la señal primera, unitaria e insustituible, capaz de atraer la atención de sus contemporáneos, al menos de los que no levantan barreras psicológicas o ideológicas insuperables. El doble ejemplo de la reina del sur (v. 31) y de los habitantes de Nínive (v. 32) sirve a Lucas para poner claramente de manifiesto que frente a Jesús, profeta de los últimos tiempos, se perfilan dos posibles reacciones: no sólo la negativa de la «generación malvada», sino también la positiva de los extranjeros.
MEDITATIO Desde que, en el camino de Damasco, Pablo encontró a Cristo, no puede pensar en sí mismo sin ponerse en relación con él. Pablo es ahora «siervo» de Cristo Jesús, su «apóstol», enviado a anunciar el Evangelio. En la apremiante presentación que hace de sí mismo a los romanos aparece un orgullo porfiado en su misión. Parece percibirse en sus palabras un estremecimiento de impaciencia; Pablo quisiera correr por todos los caminos para llevar a todos a la obediencia de la fe, a reconocer en Jesús al Cristo, al enviado del Padre para nuestra salvación. El fragmento evangélico de Lucas habla de otro enviado: Jonás, el profeta menor que, a la inversa, no quiso saber nada de su encargo de predicar a los ninivitas y que ni siquiera se dio cuenta de que era tan importante para el Señor como para que le siguiera de un extremo al otro del mar y hasta en sus profundidades. Sin embargo, el caprichoso heraldo de la conversión de los paganos ha tenido el honor de convertirse nada menos que en la «señal» por excelencia ofrecida a la «generación malvada y perversa» que hay en cada uno de nosotros, o sea, la señal del Crucificado-Resucitado, que bajó -por solidaridad con nosotros, pecadores- a las profundidades de los infiernos. Allí permaneció Jesús para demostrar hasta qué punto nos ama: ahora ya no hay «lugar» exento de su presencia amorosa, no hay soledad que no esté habitada por su proximidad. Abrirnos a este don es fuente de bienaventuranza y nos hace por eso mismo gozosamente misioneros para los hermanos. A quien verdaderamente ha encontrado a Cristo le resulta impensable no arder en deseos de llevar a todos el alegre anuncio. Sin embargo, qué fácil resulta dar por descontada la novedad de la vida cristiana, encerrarla en nuestros prejuicios, que nos hacen, como a Jonás, jueces de Dios y de sus designios. El Señor Jesús, misericordia del Padre, planta en nuestro corazón la señal grande de la cruz para que, vencidos por su amor, también nosotros lleguemos a ser testigos alegres en medio de los hermanos.
ORATIO Eran tiempos difíciles, marcados por dudas y angustias, y muchas voces se disputaban mi corazón. Contaba mis talentos y mis infinitas posibilidades. La vida me había dado mucho y me prometía mucho. ¡Pides demasiado, Señor! Sin embargo, desde hacía tiempo, una voz inconfundible robaba espacios a mi vida, una voz delicada, pero imposible de detener, repetía claramente su llamada: «Te he llamado por tu nombre». ¡Mira hacia otra parte, Señor! Te he pensado como único, te he querido irrepetible, te he amado desde siempre, te he enriquecido con dones específicos e indispensables para la misión que te quiero confiar. ¡Todavía no, Señor! Con todo, no he nacido para molestar, ni puedo pasar por este mundo sin ser notado. Debo ser y llegar a ser, como Cristo, señal para llevar a cabo la misión apremiante del Padre. ¡Aquí estoy, Señor!
CONTEMPLATIO [...] Envióle en clemencia y mansedumbre, como un rey envió a su hijo-rey; como a Dios nos lo envió, como hombre a los hombres le envió, para salvarnos le envió; para persuadir, no para violentar, pues en Dios no se da la violencia. Le envió para llamar, no para castigar; le envió, en fin, para amar, no para juzgar. [...] [...] lo cierto es que ningún hombre vio ni conoció a Dios, sino que fue él mismo quien se manifestó. Ahora bien, se manifestó por la fe, única a quien se le concede ver a Dios. Y, en efecto, aquel Dios, que es Dueño soberano y Artífice del universo, el que creó todas las cosas y las distinguió según su orden, no sólo se mostró benigno con el hombre, sino también longánime. A la verdad, él siempre fue tal, y lo sigue siendo y lo será, a saber: clemente y bueno y manso y veraz; es más: sólo él es bueno. Y habiendo concebido un gran e inefable designio, lo comunicó sólo con su Hijo. [...] Y cuando nuestra maldad llegó a su colmo y se puso totalmente de manifiesto que la sola paga de ella que podíamos esperar era castigo y muerte, venido que fue el momento que Dios tenía predeterminado para mostrarnos en adelante su clemencia y poder (¡oh benignidad y amor excesivo de Dios!), no nos aborreció, no nos arrojó de sí, no nos guardó resentimiento alguno; antes bien, mostrósenos longánime; él mismo, por pura misericordia, cargó sobre sí nuestros pecados; él mismo entregó a su propio Hijo como rescate por nosotros; al Santo por los pecadores, al Inocente por los malvados, al Justo por los injustos, al Incorruptible por los corruptibles, al Inmortal por los mortales. Porque ¿qué otra cosa podría cubrir nuestros pecados, sino la justicia suya? ¿En quién otro podíamos ser justificados nosotros, inicuos e impíos, sino en el solo Hijo de Dios? ¡Oh dulce trueque, oh obra insondable, oh beneficios inesperados! ¡Que la iniquidad de muchos quedara oculta en un solo Justo y la justicia de uno solo justificara a muchos inicuos! («Ad Diognetum», VIII-IX, en Padres apostólicos, ed. Daniel Ruiz Bueno, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 21967, pp. 854-856, passim).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Gracia y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y de Jesucristo, el Señor» (Rom 1,7). PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Pablo dice de sí mismo que es siervo de Cristo Jesús. Que el hombre se reconozca siervo de Dios (tal vez más exactamente aún, esclavo de Dios) no es algo natural. El griego no entendió así sus relaciones con la divinidad. Creía que un hombre libre no debía ser siervo de nadie, ni siquiera de Dios. «¿Cómo podría ser feliz el hombre que presta servicio a alguien?» (Platón, Gorgias, 491). Sin embargo, el hombre piadoso del Antiguo y del Nuevo Testamento declara con esa fórmula que pertenece a su Dios de una manera simple e incondicional. Ahora bien, aunque precisamente los grandes patriarcas de la antigua alianza, los amigos de Dios, como Abrahán, Moisés, Josué, David, se declaran siervos de Dios, esta declaración no es una palabra humillante, sino el título honorífico más elevado. Si bien el Nuevo Testamento, en las parábolas de Jesús, habla a menudo del hombre como siervo de Dios, no es ésta la única concepción del hombre frente a Dios que tiene el cristiano. Este último es asimismo hijo y heredero respecto a Dios. Y por estar al servicio de un Dios, el Padre, y de un Señor, Cristo, y por ello bajo su poderosa protección, sabe que es libre de todas las espantosas potencias diabólicas del mundo. Quien es siervo de Cristo es liberado por Cristo, y quien ha sido liberado por Cristo es siervo de Cristo. Ahora bien, Pablo se considera siervo de Cristo Jesús no sólo en un sentido genérico, sino en el sentido especial de apóstol. ¿Qué era y qué es, por consiguiente, un apóstol? No es un señor, sino un siervo, que ha sido llamado y al que se le pide que venga; es enviado por otro; como tal, no ha de anunciarse a sí mismo, sino precisamente a ese otro que le envía. Ha sido elegido previamente y segregado de la comunidad. Es un solitario, un hombre que no considera como suyo propio más que la Palabra y el don de Dios. Sin embargo, dado que Dios es absolutamente diferente de como piensa el hombre, su mensaje también es diferente. Su palabra no puede ser probada; sólo puede ser creída (K. H. Schelkle, Meditazioni sulla lettera ai Romani, Brescia 1967, pp. 18-20). |
Miércoles de la 28ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Romanos 2,1-11 1 Por tanto, no tienes excusa tú, quienquiera que seas, cuando juzgas a los demás, pues juzgando a otros tú mismo te condenas, ya que haces lo mismo que condenas. 2 Y sabemos que el juicio de Dios es riguroso contra quienes hacen tales cosas. 3 Y tú, que condenas a los que hacen las mismas cosas que tú haces, ¿piensas que escaparás al castigo de Dios? 4 ¿Desprecias acaso la inmensa bondad de Dios, su paciencia y su generosidad, ignorando que es la bondad de Dios la que te invita al arrepentimiento? 5 Por el endurecimiento y la impenitencia de tu corazón estás atesorando ira para el día de la ira, cuando Dios se manifieste como justo juez 6 y dé a cada uno según su merecido: 7 a los que perseverando en la práctica del bien buscan gloria, honor e inmortalidad, les dará vida eterna, 8 pero los que por egoísmo rechazaron la verdad y se abrazaron a la injusticia tendrán un castigo implacable. 9 Tribulación y angustia para todos cuantos hagan el mal: para los judíos, por supuesto, pero también para los que no lo son; 10 gloria, honor y paz para los que hacen el bien: para los judíos, desde luego, pero también para quienes no lo son, 11 pues en Dios no hay lugar a favoritismos.
**• Judíos o griegos, todos somos culpables ante Dios: esta constatación, que podría suscitar sentimientos de desánimo y desolación, provoca, en cambio, una fuerte búsqueda de la verdad. Es verdad que todos somos culpables y no tenemos excusa (cf. v. 1), pero debemos preguntarnos cómo se sitúa Dios frente a esta situación humana, negativa e insuperable en sí misma. Hay, en efecto, modos y modos de emitir un juicio: un modo totalmente nuestro y un modo totalmente de Dios (cf. v. 2). ¿De dónde procede la culpabilidad de los judíos? Del hecho -así razona Pablo- de que los judíos actúan como aquellos a quienes condenan, y por eso también ellos serán condenados. Es el carácter dramático del pecado que impacta directamente sobre nosotros, tanto más por el hecho de que los judíos tienen a sus espaldas toda una historia de la salvación que, como sabemos, está encerrada en el Antiguo Testamento. Ese drama se concentra para Pablo en el hecho de que, frente a la novedad de Jesús, los judíos no fueron capaces de reaccionar de una manera positiva y acogedora. Una exasperada adhesión a sus tradiciones no les ha permitido percibir la gran novedad del Dios hecho hombre. Ahora bien, el juicio de Dios se ajusta a la verdad, y no puede estar condicionado ni por nuestro modo de juzgar ni por la situación de pecado que se ha dado históricamente. El don de la vida eterna, es decir, el don de la salvación plena, Dios lo reserva y lo reservará siempre «a los que perseverando en la práctica del bien buscan gloría, honor e inmortalidad» (v. 7). Y Pablo se apresura a añadir el motivo de ese posible desenlace positivo: «Pues en Dios no hay lugar a favoritismos» (v. 11).
Evangelio: Lucas 11,42-46 En aquel tiempo, dijo Jesús: 42 Pero ¡ay de vosotros, fariseos, que pagáis el diezmo de la menta, de la ruda y de todas las legumbres y descuidáis la justicia y el amor de Dios! Esto es lo que hay que hacer, aunque sin omitir aquello. 43 ¡Ay de vosotros, fariseos, que os gusta ocupar el primer puesto en las sinagogas y que os saluden en la plaza! 44 ¡Ay de vosotros, que sois como sepulcros que no se ven, sobre los que se pisa sin saberlo! 45 Entonces, uno de los doctores de la Ley tomó la palabra y le dijo: -Maestro, hablando así nos ofendes también a nosotros. 46 Jesús replicó: -¡Ay de vosotros también, doctores de la Ley, que imponéis a los hombres cargas insoportables y vosotros no las tocáis ni con un dedo.
*>• La invitación a comer en casa de un fariseo, como vimos ayer, provocó una reacción fuerte y dolorosa en Jesús. En la lectura de hoy, Lucas refiere otras invectivas de Jesús contra los fariseos, además de contra los maestros de la Ley. De este modo expresa Jesús su actitud pedagógica respecto a algunos de sus contemporáneos que han demostrado no querer entrar en la lógica evangélica que suscita actitudes humanas consecuentes. Aunque sea a contraluz, estamos invitados a captar una espiritualidad que caracteriza a los discípulos de Jesús en cada momento de su vida. Como verdadero pedagogo, capaz incluso de recurrir a modales fuertes cuando es necesario, el Señor tiende a arrancar las máscaras del rostro de aquellos que se hacen ilusiones de poder esconder su verdadera identidad bajo semblantes aparentes e ilusorios. Ahora bien, lo que más cuenta es considerar los valores que están en juego: los que Jesús quiere afirmar más allá y por encima de toda hipocresía humana. En primer lugar, el valor de la justicia y del amor de Dios, que debe buscar el verdadero creyente con todas sus fuerzas, en vez de perderse en la mera observancia de normas particulares. En segundo lugar, el espíritu de servicio a los otros, que nos conduce a renunciar también a los primeros puestos con tal de ser útiles de cualquier modo. En tercer lugar, el valor de la transparencia interior y exterior contra la epidemia del mal que consiste en la hipocresía. Por último, el valor de la comprensión fraterna contra la actitud de los que se muestran intransigentes a la hora de aplicar la ley a los demás, mientras que se muestran permisivos a la hora de aplicársela a ellos mismos.
MEDITATIO La Palabra de Dios se muestra siempre viva y eficaz. Sin embargo, hay momentos en los que casi parece empeñarse con tesón en ponernos ante nuestro pecado de una manera que parece implacable. Las requisitorias de Pablo al comienzo de la Carta a los Romanos son duras, severas: nadie ha de gloriarse ante Dios. En el evangelio, Jesús nos hace comprender también que precisamente los que se creen justos y desprecian a los otros andan muy lejos de serlo. La condición para ser liberados del pecado es, por tanto, admitir que somos pecadores. Ahora bien, eso no es nunca motivo para dejarnos caer en la tristeza o en el desánimo, sino más bien para hacernos tomar una conciencia más aguda de lo grande que es la misericordia de la que somos objeto en Cristo Jesús. Hoy, en el clima de permisividad que se propaga, el criterio de moralidad parece estar tomado de un pasotista «lo hacen todos», pero no es ésa la escala de valores con la que hemos de medirnos si queremos ser de Cristo. La grandeza del hombre viene dada por su libertad y, en consecuencia, por su responsabilidad. Rechazar la perspectiva del juicio es rechazar la dignidad de la persona. En efecto, también hemos de reconocer nuestras culpas lealmente, sin llamar bien al mal. Es noble reconocerse pecador, si esto supone el primer paso para la conversión. El camino del arrepentimiento nos hace conocer la tolerancia, la paciencia y la bondad como rasgos del rostro de ese Dios que se nos ha revelado en Jesús como la verdad que nos hace libres.
ORATIO Dar de comer no es caridad; es justicia. Ayudar a un minusválido no es bondad; es justicia. Vestir a los desnudos no es altruismo; es justicia. Hospedar a un peregrino no es generosidad; es justicia. Dar cuatro monedas para sentirse bien es conveniencia. Rechazar al extranjero porque incomoda es injusticia. Someter al débil es tiranía. Hacer chantaje al necesitado es usura. Rezar, para hacerse ver, con un corazón malvado, es fariseísmo. Observar la ley y creerse superior es soberbia. Proclamarse hombre de bien sin misericordia es dureza de corazón. Cantar las alabanzas del Señor y calumniar al hermano es hipocresía. Danos, Señor, conciencia de que «basta con ser un hombre para ser un pobre hombre». Ayúdanos, Señor, a no caer en la degradación que supone la versión farisaica de quien está repleto de sí mismo. Haz, Señor, que vivamos tu ley con actitudes humanas sugeridas por el Evangelio.
CONTEMPLATIO El hombre debe comprender cuál es su condición y reconocerla ante Dios. Escuchemos lo que dice el apóstol al hombre soberbio y orgulloso, que intenta engrandecerse: «¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué presumes como si no lo hubieras recibido?» (1 Cor 4,7). Y, por consiguiente, el hombre que quería atribuirse a sí mismo lo que no era suyo debió reconocer que cuanto tiene lo había recibido, y hacerse muy pequeño; es bueno para él que Dios sea glorificado en él. Él debe disminuir a sus propios ojos para poder crecer en Dios [...]. Así pues, si Dios tiene que crecer, Dios que es siempre perfecto: ha de crecer en ti. Cuanto más conoces a Dios tanto más lo acoges en ti, tanto más parece crecer Dios en ti, aunque en sí mismo no crezca, dado que es siempre perfecto. Ayer lo conocías un poco, hoy lo conoces un poco más, mañana le conocerás todavía mejor: es la luz misma de Dios la que crece en ti. He aquí por qué y cómo crece Dios en ti, aunque también es siempre perfecto. Un hombre era ciego, y he aquí que sus ojos empiezan a curar. Empieza a ver un poquito de luz; al día siguiente, un poco más y, al tercero, todavía más. Tendrá la impresión de que es la luz la que crece, pero la luz es perfecta tanto si él ve como si no. Así sucede con el hombre interior: progresa en Dios, y parece que es Dios quien crece en él. Entretanto, el hombre disminuye, decayendo de su gloria para elevarse a la gloria de Dios (Agustín de Hipona, Tratado sobre el evangelio de Juan, XIV, 5).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Es la bondad de Dios la que te invita al arrepentimiento» (Rom 2,4).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL En un mundo que va perdiendo la capacidad de amar a medida que pierde la capacidad de conocer a Dios y hace del hombre centro supremo de su pensamiento y de su actividad, se diviniza a sí mismo, apaga la luz de la verdad, vulnera los motivos de la honestidad y de la alegría, nosotros proclamaremos la ley del amor que nos sublima, del amor que hace subir, del amor que se atreve a prefijar a su término la infinita Bondad. Responderemos a Dios con la ofrenda de nuestro corazón, con nuestra consagración, con el cumplimiento del primer y soberano precepto, el de amarle con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente [...]. En un mundo que ha desfigurado el amor de todas las maneras y lo ha hecho fuente de indescriptibles bajezas; que lo ha confundido con el placer y ha convertido el placer en emoción animal; que lo ha secularizado en la inocencia, lo ha escarnecido en su integridad, lo ha mercantilizado en su debilidad, lo ha exaltado para envilecerlo, lo ha exasperado para hacerlo cómplice de la pasión y del delito, nosotros proclamaremos la ley del amor que nos purifica. Lo respetaremos en los afectos sagrados de la familia cristiana; lo defenderemos en las crisis de la juventud [...]; lo educaremos para la visión serena de la belleza que hay en las cosas, en la humana naturaleza, en el arte, en la poesía, en el ideal; lo elevaremos para la contemplación piadosa y filial de la toda bella, la inmaculada María. En un mundo, por último, que se devora en el egoísmo individual y colectivo y crea de este modo los antagonismos, las enemistades, las envidias, las luchas de intereses, los conflictos de clase y las guerras; en una palabra, el odio, proclamaremos la ley del amor que se difunde y se entrega, que sabe ensanchar el corazón para amar a los otros, perdonar las ofensas, servir a las necesidades de los otros; para sacrificarse sin cálculos y sin encomios, hacerse pobre para los pobres, hermano entre los hermanos, para crear un mundo nuevo de concordia, de justicia y de paz (G. B. Montini, «La devozione al Sacro Cuore», en Discorsi di papa Montini, Ciudad del Vaticano 1977, pp. 61 ss). |
Jueves de la 28ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Romanos 3,21-30a Hermanos: 21 ahora, con independencia de la ley, se ha manifestado la fuerza salvadora de Dios, atestiguada por la ley y los profetas. 22 Fuerza salvadora de Dios que, por medio de la fe en Jesucristo, alcanzará a todos los que crean. Y no hay distinción: 23 todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios, 24 pero ahora Dios los salva gratuitamente por su bondad, en virtud de la redención de Cristo Jesús, 25 a quien Dios ha hecho, mediante la fe en su muerte, instrumento de perdón. Ha manifestado así su fuerza salvadora, pasando por alto los pecados cometidos en el pasado, 26 porque Dios es paciente. Pero es ahora, en este momento, cuando manifiesta su fuerza salvadora, al ser él mismo salvador y salvar a todo el que cree en Jesús. 27 ¿De qué, pues, podemos presumir si toda jactancia ha sido excluida? ¿Y en razón de qué ha sido excluida? ¿Acaso por las obras realizadas? No, sino en razón de la fe. 28 Pues estoy convencido de que el hombre alcanza la salvación por la fe y no por el cumplimiento de la ley. 29 Y Dios ¿lo es sólo de los judíos? ¿No lo es también de los paganos? Sí, también de los paganos, 30 ya que no hay más que un solo Dios.
*» Dios había dado al pueblo elegido la ley mosaica como don capaz de revelar el rostro y el corazón de Dios mismo, pero, de hecho, históricamente, esa ley reveló que todos los hombres son pecadores: una revelación dramática, con la que todos tienen que hacer sus cuentas. La realidad del pecado, sin embargo, no puede detener el proyecto salvífico de Dios. Al contrario: Dios, que es fiel, se siente provocado también por el pecado a reafirmarse a sí mismo y su proyecto de salvación en favor de todos. En la plenitud de los tiempos entregó a su Hijo, Jesús, como mediador de la nueva alianza, como puente entre Dios y el hombre, como redentor de todos. Jesús se encuentra en el centro de la historia de la salvación, en el centro del anhelo religioso de todos los pueblos, en el centro de la historia de cada persona: ésta es la verdad que Pablo tiene presente y que intenta ilustrar con algunos rasgos personales que quedarán asegurados para siempre en la reflexión teológica. Pero es la fe, sólo la fe, la que pone a Jesús en el centro. Y de ahí que, según la enseñanza de Pablo, fiel y genial intérprete del mensaje evangélico, la fe en Jesús, que es la nueva ley, nos injerte directamente en la justicia de Dios, obteniéndonos así el don de la salvación. Es verdad que «todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios» (v. 23), pero lo es igualmente y aún más que «ahora Dios los salva gratuitamente por su bondad, en virtud de la redención de Cristo Jesús, a quien Dios ha hecho, mediante la fe en su muerte, instrumento de perdón» (w. 24-25).
Evangelio: Lucas 11,47-54 En aquel tiempo, dijo el Señor: 47 ¡Ay de vosotros, que construís mausoleos a los profetas asesinados por vuestros propios antepasados! 48 De esta manera, vosotros mismos sois testigos de que estáis de acuerdo con lo que hicieron vuestros antepasados, porque ellos los asesinaron y vosotros les construís mausoleos. 49 Por eso dijo la sabiduría de Dios: «Les enviaré profetas y apóstoles; a unos los matarán, y a otros los perseguirán». 50 Pero Dios va a pedir cuentas a esta generación de la sangre de todos los profetas vertida desde la creación del mundo, 51 desde la sangre de Abel hasta la de Zacarías, a quien mataron entre el altar y el santuario. Os aseguro que se le pedirán cuentas a esta generación. 52 ¡Ay de vosotros, maestros de la Ley, que os habéis apoderado de la llave de la ciencia! No habéis entrado vosotros, y a los que querían entrar se lo habéis impedido. 53 Cuando Jesús salió de allí, los maestros de la Ley y los fariseos comenzaron a acosarle terriblemente y a proponerle muchas cuestiones, 54 tendiéndole trampas con intención de sorprenderlo en alguna de sus palabras.
*•• En esta página evangélica prosiguen las amenazas-lamentos de Jesús contra los maestros de la Ley. La clave de lectura sigue siendo siempre la misma: con ella podemos comprender las motivaciones profundas que mueven a Jesús a expresarse en estos términos. El objeto de estos «¡ay de vosotros!» conduce a Jesús a consideraciones extremadamente graves: por un lado, pone de manifiesto lo fácil que es honrar a los profetas de Dios sólo de palabra y no prestar después atención a su mensaje. En negarse a escuchar a los profetas de ayer y a los apóstoles de hoy (es Lucas quien señala explícitamente a los «apóstoles»: v. 49) e incluso al nuevo profeta, Jesús de Nazaret: en eso consiste el pecado que Jesús quiere censurar y del cual quiere liberarnos al mismo tiempo. A buen seguro, no es fácil escuchar la Palabra de Dios, esto es, escuchar y acoger a Dios, que, por medio de sus ministros, nos habla, nos invita, nos sacude y nos orienta hacia nuevas metas. No es fácil, pero es obligatorio; más aún, necesario. El drama de los maestros de la Ley, según Jesús, se hace aún más grande porque, poseyendo «la llave de la ciencia» (v. 52), no sólo no entran ellos, sino que impiden el acceso incluso a los que quisieran entrar. De este modo pone Jesús de manifiesto el hecho de que quien no se abre a la escucha de la Palabra de Dios acaba arrastrando a la misma actitud de sordera y de cierre también a los otros. Aparece así el drama de la solidaridad en el mal, diametralmente opuesta a la solidaridad en el bien. Para Jesús, la verdadera ciencia consiste en la comprensión de los signos de los tiempos (cf. Le 12,54-59), tiempos escatológicos, es decir, tiempos visitados por Dios en la persona y en la misión de Jesús y, por consiguiente, tiempos últimos y decisivos en orden a la salvación.
MEDITATIO San Pablo, a través de la Carta a los Romanos, continúa haciéndonos reflexionar sobre la condición humana, una condición pintada con tintas oscuras, que, por desgracia, no sorprenden a quien, hoy, está acostumbrado a encontrarse frente al mal en formas de crueldad y violencia impensables, sobre todo cuando se consuman en nuestras mismas casas, entre familiares... No nos cansamos de repetir con el apóstol Pablo: «Todos están privados de la gloria de Dios», todos. También Jesús, en el evangelio, dirigiéndose a los maestros de la Ley y a los fariseos, arranca la máscara de su respetabilidad -y de la nuestra-. Los remedios humanos pueden engañarnos, pero el mal resurge de continuo, más duro y violento. Sólo Dios puede extirparlo de raíz de un modo pleno y definitivo, y lo ha hecho en Cristo. Pablo nos recuerda -y lo hace empleando una fórmula audaz- que Dios ha usado a su Hijo como instrumento de expiación exponiéndolo en la cruz. Hubiera podido justificarnos a un precio menor, pero el camino que escogió -escándalo para unos y locura para otros –es el del amor hasta la consumación total, hasta recibir en él todos los golpes de nuestra inaudita violencia. Ahora bien, precisamente la inmensidad del don nos hace calibrar la malicia del pecado. No estamos en condiciones de valorar plenamente la grandeza del amor y del don de Dios, ni tampoco la gravedad de nuestra culpa, pero cuando la comprendamos debería abrir de par en par nuestro corazón a la gratitud. Vemos bien, en efecto, que el hombre no puede salvarse a sí mismo si no cree en Cristo Jesús, el Salvador. En él -y sólo en él- nosotros, injustos, llegamos a ser justos.
ORATIO Oh Señor, tus profetas hablan, pero pocos les escuchan. Su tarea consiste en mantener despierta a la humanidad, en indicar nuevos caminos, en leer y orientar la historia. Abre, Señor, nuestro corazón a los signos de los tiempos. La palabra de tus profetas dice que el pasado y el presente tienen significado sólo si se proyectan hacia el futuro. Libéranos, Señor, de un tradicionalismo cómodo. Su misión es provocar al pueblo de Dios - a todos nosotros- a vivir su Palabra con valor y en plenitud. Concédenos, Señor, la fuerza de cumplir y proclamar tu voluntad. Su vida es dura, está sometida a prueba, exenta de seguridad y gratificaciones. Nadie la escoge; más aún, todos huyen de ella cuando la ofreces. Doblega, Señor, nuestra resistencia, para que tu voz resuene en toda la tierra. Oh Señor, haz que, como cristianos y apóstoles, seamos profetas dignos de ti, cueste lo que cueste.
CONTEMPLATIO Los carnales no pueden hacer las obras espirituales, ni los espirituales las obras carnales, como tampoco la fe puede hacer las obras de la infidelidad, ni la infidelidad las de la fe. Pero aquellas mismas obras que vosotros hacéis en la carne son espirituales, pues es en Jesucristo que vosotros lo hacéis todo. [...] Vosotros sois piedras del templo del Padre, preparados para la construcción de Dios Padre, elevados hasta lo alto por la palanca de Jesucristo, que es la cruz, sirviendo como soga el Espíritu Santo; vuestra fe os tira hacia lo alto, y la caridad es el camino que os eleva hacia Dios [...]. «Orad sin cesar» (1 Tes 5,17) por los otros hombres, porque hay en ellos esperanza de arrepentirse, para que lleguen a Dios. Permitidles, pues, al menos por vuestras obras, ser vuestros discípulos. Frente a sus iras, vosotros sed mansos; frente a sus jactancias, vosotros sed humildes; frente a sus blasfemias, vosotros mostrad vuestras oraciones; frente a sus errores, vosotros sed «firmes en la fe» (cf. Col 1,23); frente a su fiereza, vosotros sed apacibles, sin buscar imitarlos. Sed hermanos suyos por la bondad y buscad ser imitadores del Señor (cf. 1 Tes 1,6) [...] Solamente si somos encontrados en Cristo Jesús entraremos en la vida verdadera. Fuera de él, que nada tenga valor para vosotros, sino Aquél por quien yo llevo mis cadenas, perlas espirituales; quisiera resucitar con ellas, gracias a vuestra oración, de la que quisiera ser siempre partícipe para ser hallado en la herencia de los cristianos de Efeso, que han estado siempre unidos a los apóstoles, por la fuerza de Jesucristo (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios, VIIIss, passim).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Ahora se ha manifestado la fuerza salvadora de Dios por medio de la fe en Jesucristo» {cf. Rom 3,21ss).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Hay dos categorías de personas que, de momento, deben temer la cólera de Dios: por un lado, los pecadores endurecidos y, por otro, los justos endurecidos. El pecador endurecido, o sea, el que no quiere hablar en absoluto de dar la vuelta, deberá enfrentarse al final con la cólera de Dios, aun cuando consiga eludirla con habilidad en la vida cotidiana. Ahora bien, es lícito pensar que, en realidad, existen poquísimos pecadores endurecidos. En cambio, los justos endurecidos son, sin lugar a dudas, mucho más numerosos: se trata de personas que -si se nos permite expresarnos en estos términos- no conocen la misericordia de Dios e intentan actuar cada vez mejor por el simple motivo de que tienen miedo de la cólera de Dios. Se sentirán más o menos liberados de este miedo en la medida en que sean capaces de realizar su ideal en la vida cotidiana. A largo plazo esto puede llegar a ser también soportable; sin embargo, viven con un muy magro consuelo: ése es el motivo por el que rara vez se muestran convincentes y, todavía menos, contagiosos. Se trata de personas que no conocen aún el amor, y el poco de vida que habita en ellas deriva de cierta autocomplacencia que corre el riego de aislarles aún más de los otros. Su vida carecería de perspectiva y estaría privada de salidas si el término «endurecido», usado tanto para los pecadores como para los justos, dejara suponer una condición definitiva. Sin embargo, todo es provisional en la vida del hombre, todo está ligado al tiempo: en este sentido, tanto los pecadores como los justos viven en el tiempo, un tiempo que es un don que Dios les hace, un tiempo de gracia y, por consiguiente, un tiempo abierto a la conversión. Ni el pecador endurecido ni el justo endurecido permanecerán así para siempre, pues todos ellos están llamados a ser «pecadores en proceso de conversión». La gracia nos impulsa día a día precisamente a este vuelco interior: Dios viene a tocarnos de infinitos modos para hacernos dóciles a ese estado de conversión; por nuestra parte, sólo podemos prepararnos para ser tocados por Dios (A. Louf, Sotto la guida aello Spiríto, Magnano 1990, pp. 14ss). |
Sábado de la 28ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Romanos 4,13.16-18 Hermanos: 4.13 Cuando Dios prometió a Abrahán y a su descendencia que heredarían el mundo, no vinculó la promesa a la ley, sino a la fuerza salvadora de la fe. 16 Por eso la herencia depende de la fe, es pura gracia, de modo que la promesa se mantenga segura para toda la posteridad de Abrahán, posteridad que no es sólo la que procede de la ley, sino también la que procede de la fe de Abrahán. Él es el padre de todos nosotros, 17 como dice la Escritura: Te he constituido padre de muchos pueblos; y lo es ante Dios, en quien creyó, el Dios que da vida a los muertos y llama a la existencia a las cosas quino existen. 18 Contra toda esperanza creyó Abrahán que sería padre de muchos pueblos, según le había sido prometido: Así será tu descendencia.
*»• Pablo desarrolla ulteriormente la lección que se desprende de la vida de Abrahán, estableciendo un fuerte contraste entre la ley y la justicia que procede tic de la fe. En primer lugar, el apóstol pone bien de manifiesto que la promesa de Dios a Abrahán no depende de la ley (cf. v. 13); de este modo, se establece de una manera inequívoca que la promesa de Dios es absoluta, previa e incondicionada. No hay ley, ni siquiera la mosaica, que pueda condicionar la promesa de Dios. Es cierto que, al prometer, Dios se compromete con nosotros en el amor y en la fidelidad, pero lo hace siempre en medio de su más absoluta libertad. Por otro lado, Pablo afirma que la fe es la única vía que conduce a la justicia, esto es, a la acogida del don de la salvación. De ahí que los verdaderos descendientes de Abrahán no sean los que viven según las exigencias y las pretensiones de la ley, sino los que acogen el don de la fe y lo viven con ánimo agradecido y conmovido. Desde este punto de vista, Pablo define como «herederos» de Abrahán a los que han aprendido de él la lección de la fe, y no sólo la obediencia a la ley. Se trata de una herencia extremadamente preciosa y delicada, porque solicita y unifica diferentes actitudes de vida, todas ellas reducibles a la escucha de Dios, que habla y manda, que invita y promete. La fe de Abrahán, precisamente por estar íntimamente ligada a la promesa divina, también puede ser llamada «esperanza»: «Contra toda esperanza creyó Abrahán» (v. 18). De este modo, entra Abrahán completamente en la perspectiva de Dios, esto es, de aquel «que da vida a los muertos y llama a la existencia a las cosas que no existen» (v. 17b). Y así, mediante la fe, todo creyente puede llegar a ser destinatario, y no sólo espectador, de acontecimientos tan extraordinarios que únicamente pueden ser atribuidos a Dios.
Evangelio: Lucas 12,8-12 En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 8 Os digo que si uno se declara a mi favor delante de los hombres, también el Hijo del hombre se declarará a favor suyo delante de los ángeles de Dios; 9 pero si uno me niega delante de los hombres, también yo lo negaré delante de los ángeles de Dios. 10 Quien hable mal del Hijo del hombre podrá ser perdonado, pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no será perdonado. 11 Si os llevan a las sinagogas, ante los magistrados y autoridades, no os preocupéis del modo de defenderos, ni de lo que vais a decir; 12 el Espíritu Santo os enseñará en ese mismo momento lo que debéis decir.
*» Dirigiéndose aún a sus discípulos, Jesús traza ante sus ojos un programa de vida evangélica dotado de caracteres nuevos y atractivos. La vida de sus discípulos estará animada por el mismo Espíritu que ha orientado e iluminado la vida de Jesús. El discípulo de Jesús debe ser, de entrada, un testigo fiel y animoso, y eso no sólo durante el período de la vida pública de su maestro, sino también y sobre todo en una perspectiva escatológica. Desde esta perspectiva, resultan iluminadores los tiempos futuros que emplea Jesús: «Si uno se declara a mi favor delante de los hombres, también el Hijo del hombre se declarará...», «si uno me niega delante de los hombres, también yo lo negaré...» (w. 8-10). Al testigo le competen dos características: por una parte, la de caminar por el mismo camino que ha recorrido Jesús; por otra, la de recibir de su Señor el reconocimiento prometido a los mártires. En cuanto al «pecado contra el Espíritu Santo», es útil recordar la opinión de algunos Padres de la Iglesia según los cuales se trataría de la apostasía de los cristianos. Sin embargo, es asimismo útil señalar que Lucas, al distinguir entre el pecado contra el Hijo del hombre y el pecado contra el Espíritu Santo, pretende distinguir los tiempos de la misión terrena de Jesús y los tiempos de la misión apostólica, después de Pentecostés. No, ciertamente, para establecer una oposición entre dos momentos de la misma historia de la salvación, sino para indicar que la gravedad del pecado crece a medida que la luz, cada vez más brillante -en particular la luz pentecostal del Espíritu Santo-, que nos da el Señor. Del Espíritu Santo, además, nos habla también Jesús en otros términos, concretamente como de aquel que sugerirá a los discípulos, cuando sean puestos a prueba en unas circunstancias históricas extremadamente delicadas, las palabras adecuadas que deban decir en los tribunales para defender la verdad. Nos viene de manera espontánea a la mente la referencia a Jn 15,26ss: «Cuando venga el Paráclito, el Espíritu de la verdad que yo os enviaré y que procede del Padre, él dará testimonio sobre mí. Vosotros mismos seréis mis testigos, porque habéis estado conmigo desde el principio».
MEDITATIO Hay en el hombre una maravillosa dignidad y una grandeza que le vienen del hecho de ser interlocutor de Dios. Por eso no acabamos nunca de meditar sobre la figura de Abrahán, padre de todos nosotros. ¿Qué sentimientos habrían nacido en el corazón de aquel viejo caravanero acostumbrado a los grandes silencios del desierto, al silbido del viento, al mugir de los rebaños, cuando comprendió que Dios le hablaba? No reconoció la voz; la escuchó, se adhirió a ella y, de la esterilidad de su vejez, floreció una descendencia innumerable. En efecto, el que cree no es hecho justo sólo para sí mismo: el amor que toma el rostro de la fe es fecundo no sólo para quien se confía a Dios, sino también para otros que, de una manera misteriosa, son alcanzados por nuestro asentimiento. También nosotros, como Abrahán, estamos llamados a hacer depender nuestra vida de la escucha de la Palabra que cada día nos dirige Dios. En una sociedad que siembra la muerte, su Palabra es vida. En un tiempo de desesperación y de angustia, hay necesidad de quien sepa esperar contra toda esperanza. En unos días atormentados por un implacable utilitarismo y por la búsqueda del beneficio a toda costa, debe haber alguien que levante los ojos a las estrellas del cielo para contemplar gratuitamente la belleza de las huellas de quien es capaz de dar vida incluso a los muertos. Solamente de este modo puede ser el creyente, en medio de sus hermanos, verdadero portador del «Evangelio», de la Buena Nueva: nuestro corazón es lo suficientemente amplio para contener el Espíritu de amor que nos une, de una manera indisoluble, al Padre en el Hijo, dador de todo bien.
ORATIO Fe es creer que tu mano, oh Dios, lleva el volante de mi vida, es saber que ningún mal podrá hacerme daño, es certeza de tu amor: una fe que no me ayuda a despegar está muerta. Fe es dar calor a quien tiene hielo en el alma, es ofrecer un trozo de pan a quien sufre los calambres del hambre, es inventar una meta para quien no tiene dónde reposar: una fe sin obras está muerta. Fe es vivir tu designio inescrutable, oh Padre; es entrar en la perspectiva de tus invitaciones absurdas, es confianza en tu promesa todavía invisible: una fe que no se vuelve coraje está muerta. Fe es también duda, inseguridad: «Tú también me has abandonado»; es debilidad y miedo: «Si es posible, que pase de mí este cáliz»; es muerte que da vida: «No mi voluntad, sino la tuya»: una fe que no se mide con la prueba está muerta. Fe es un continuo proceso de aprender y reaprender qué significa amar a Dios, al prójimo y a nosotros mismos, es un devenir cotidiano hacia el bien, es viajar con él hacia la meta final: una fe que no engendra esperanza está muerta.
CONTEMPLATIO Como el soplo vital del hombre baja a través de la cabeza a vivificar los miembros, así el Espíritu Santo llega a los cristianos a través de Cristo. Cristo es la cabeza, el cristiano es el miembro. La cabeza es una, los miembros son muchos: cabeza y miembros forman un solo cuerpo, y en este único cuerpo hay un solo Espíritu. Espíritu que se encuentra en plenitud en la cabeza y es participado por los miembros. Así pues, si hay un solo cuerpo y un solo Espíritu, quien no esté en el cuerpo no puede ser vivificado por el Espíritu, como dice la Escritura: «Quien no tiene el Espíritu de Cristo no le pertenece» (Rom 8,9). En efecto, quien no tiene el Espíritu de Cristo no es miembro de Cristo: en un cuerpo que es uno, el soplo vital es uno. En el cuerpo no puede haber un miembro muerto, y viceversa: fuera del cuerpo no hay miembros vivos. Nosotros nos convertimos en miembros con la fe, y con el amor somos vivificados. Con la fe recibimos la unidad, con la caridad recibimos la vida. Así ocurre en el sacramento: el bautismo nos une, el cuerpo y la sangre de Cristo nos vivifican. Con el bautismo nos convertimos en miembros del cuerpo; con el cuerpo de Cristo participamos en su vida. La Iglesia santa es el cuerpo de Cristo: un único Espíritu la vivifica, la une en una sola fe y la santifica. Los miembros de este cuerpo son cada uno de los fieles, y todos forman un solo cuerpo gracias al único Espíritu y a la única fe que hace de cemento entre ellos. Cada miembro tiene sus tareas propias en el cuerpo humano, unos diferentes a los otros; sin embargo, lo que hace un miembro por sí solo no lo hace sólo para él. Así, en el cuerpo de la santa Iglesia se dan diferentes gracias a cada individuo, pero nadie tiene nada únicamente para él, ni siquiera aquello que sólo él posee. Sólo los ojos ven; sin embargo, no ven sólo para ellos, sino para todo el cuerpo. Sólo los oídos pueden oír; sin embargo, no oyen sólo para ellos, sino para todo el cuerpo. Sólo los pies caminan; sin embargo, no caminan sólo para ellos, sino para todo el cuerpo. Del mismo modo, lo que cada uno posee por sí solo no lo posee únicamente para él, porque aquel que ha distribuido sus dones con tanta largueza y sabiduría ha establecido que todo sea de todos y todo de cada uno. Por consiguiente, si alguien ha conseguido recibir un don de la gracia de Dios, sepa que lo que posee no le pertenece sólo a él, aunque sólo él lo posea (Hugo de San Víctor, De Sacramentis Christianae Fidei, II, 2, en PL 176, cois. 415-417).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Contra toda esperanza creyó Abrahán» (Rom 4,18).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Juan XXIII ha dicho en un momento muy solemne, en la apertura del Concilio, que necesitaba anunciar al mundo de hoy la verdad de la que es depositaría la Iglesia con un lenguaje nuevo, es decir, el lenguaje de los hombres de hoy, el único que ellos comprenden. Y el santo padre daba la razón de ello: una cosa es la idea y otra su expresión concreta en palabras. Aun conservando fielmente la doctrina pura, es posible expresarla de un modo o de otro, según la mentalidad y el lenguaje de los hombres [...]. Preguntémonos ahora cuál es el mejor modo de evitar los escollos que amenazan el amor y la búsqueda de la verdad. El mejor modo es, sin duda, el auténtico amor al prójimo. Tomad, por ejemplo, el amor materno o el de un verdadero amigo. Fijaos cómo este amor aprende a meterse, efectivamente, «en la piel del otro», a considerar el punto de vista del otro, a intentar ver lo que piensa, lo que hay de verdad en lo que piensa; a esforzarse por comprender el pensamiento del otro o nacerse comprender, recurriendo siempre a nuevos términos, nuevas comparaciones, nuevas ideas. Fijaos cómo este amor sabe respetar con benevolencia a la persona amada y, por consiguiente, también sus opiniones [...]. Por otra parte, debemos añadir en seguida una advertencia: cuidado con las insidias y las aberraciones. Qué fácil es, por ejemplo, que el amor materno llegue a ser imprudente, demasiado remisivo; qué fácil es que se transforme en una debilidad nociva que no es capaz de negar nada, arruinando así a la persona amada... ¿Por qué? Porque, entre otras cosas, no presta atención a la verdad de ciertos principios de la razón, del sentido común, etc., porque la caridad no está unida al amor efectivo a la verdad. Dos cosas, por tanto, son necesarias: el amor a la verdad y el amor a la persona, o sea, la caridad con el prójimo: uno y otro armoniosamente unidos, cada uno en su sitio y según su importancia. De este modo pueden unir efectivamente a Tos hombres y crear la armonía muy eficazmente (A. Bea, Alocución pronunciada en Roma el 13 de enero de 1963, en La documentaron catholique del 17 de febrero de 1963, cois. 272-274). |
29° domingo del tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Isaías 53,2a.3a.l0ss El Siervo del Señor 2 creció ante el Señor como un retoño, como raíz en tierra árida. 3 Despreciado, rechazado por los hombres, abrumado de dolores y familiarizado con el sufrimiento. 10 El Señor lo quebrantó con sufrimientos. Por haberse entregado en lugar de los pecadores, tendrá descendencia, prolongará sus días y, por medio de él, tendrán éxito los planes del Señor. 11 Después de una vida de aflicción comprenderá que no ha sufrido en vano. Mi siervo traerá a muchos la salvación cargando con sus culpas.
*+• Esta perícopa refiere en síntesis el mensaje teológico y espiritual del «cuarto canto del Siervo de YHWH». Este título tiene un sentido honorífico en la Biblia: se refiere a un hombre elegido previamente por el Señor para ser instrumento de su obra de salvación. Con todo, la acción del misterioso personaje, que da nombre a los cuatro cantos del Segundo Isaías, parece abocada desde el principio, no sólo al fracaso, sino también a la incomprensión y a la ignominia (cf. vv. 2a. 3a). Se le considera castigado por Dios precisamente mientras cumple la misión que le ha sido confiada (v. 1), una misión que consiste en cargar «sobre sí» las consecuencias del pecado de todos (v. 1 Ib), es decir, «el castigo que nos procura la salvación» (v. 5). Los vv. 10 ss, en particular, revelan que todo lo que se lleva a cabo mediante el sufrimiento aceptado con docilidad por el Siervo inocente (vv. 8a.9a) es voluntad de Dios, su proyecto amoroso: de este modo realiza el Señor la salvación. No se trata tanto de la liberación de los enemigos o de otras dificultades como de la «expiación de los pecados». En efecto, el Señor saca al hombre de la condición mortal causada por el pecado y lo introduce de nuevo en la comunión con él. La ofrenda de la vida del Siervo de YHWH se convierte en expiación; sin embargo, aquel que es Amor no dejará sin recompensa el sacrificio de quien amó hasta asumir «el pecado de muchos» (semitismo para indicar «todos»): a su sufrimiento se le promete una gran fecundidad («tendrá descendencia ») y -de un modo que el profeta todavía no es capaz de precisar- su muerte se transformará en vida, su «noche» en luz, su extrema soledad en conocimiento de amor, o sea, en comunión bienaventurada con Dios (vv. 10b. 11b).
Segunda lectura: Hebreos 4,14-16 Hermanos: 14 ya que tenemos en Jesús, el Hijo de Dios, un sumo sacerdote eminente que ha penetrado en los cielos, mantengámonos firmes en la fe que profesamos. 15 Pues no es él un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas, sino que las ha experimentado todas, excepto el pecado. 16 Acerquémonos, pues, con confianza al trono de la gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar la gracia de un socorro oportuno.
**• El tema del sacerdocio de Cristo tiene una importancia central en la carta a los Hebreos; en este pasaje se pone de manifiesto el aspecto de la compasión, introducido precedentemente (2,17ss) y desarrollado después en el capítulo 5. El autor sagrado nos exhorta a mantener una fe firme y perseverante y una confianza plena en la misericordia divina, que va más allá de nuestras «flaquezas», más allá de las heridas causadas por el pecado. En efecto, Cristo realiza aquello que durante siglos había permanecido como un rito simbólico: el sumo sacerdote atravesaba, el gran «día de la expiación», el espeso velo que delimitaba el santo de los santos en el templo, para comparecer ante la presencia de Dios y ofrecerle el sacrificio expiatorio por los pecados del pueblo. Ahora, Cristo «ha penetrado» no en una tienda, sino «en los cielos», es decir, ha penetrado en la trascendencia de Dios con la ofrenda de su propia sangre como sacrificio perfecto (9,11-14) y se ha sentado en su «trono» (v. 16; cf. 10,12 y Ap 3,21). Estas afirmaciones atestiguan la divinidad de Cristo y, sin embargo, no lo alejan de nosotros, no lo hacen inaccesible, incapaz de comprender los sufrimientos y las tribulaciones de los hombres. El v. 15 nos revela su plena humanidad, puesto que «ha experimentado todas» las flaquezas como nosotros, aunque no tenía pecado. Precisamente por eso puede Cristo rescatarnos del pecado a nosotros, a quienes no se avergüenza de llamarnos hermanos (2,11), y puede darnos la alegría de acercarnos al trono de Dios con la certeza de que su señorío es omnipotencia de amor, gracia inagotable para socorrer a cuantos recurren a él en el momento de la prueba (v. 16).
Evangelio: Marcos 10,35-45 En aquel tiempo, 35 Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, se le acercaron y le dijeron: -Maestro, queremos que nos concedas lo que vamos a pedirte. 36 Jesús les preguntó: -¿Qué queréis que haga por vosotros? 37 Ellos le contestaron: -Concédenos sentarnos uno a tu derecha y otro a tu izquierda en tu gloria. 38 Jesús les replicó: -No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa de amargura que yo he de beber o ser bautizados con el bautismo con el que yo voy a ser bautizado? 39 Ellos le respondieron: -Sí, podemos. Jesús entonces les dijo: -Beberéis la copa que yo he de beber y seréis bautizados con el bautismo con el que yo voy a ser bautizado. 40 Pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, sino que es para quienes está reservado. 41 Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan. 42 Jesús les llamó y les dijo: -Sabéis que los que figuran como jefes de las naciones las gobiernan tiránicamente y que sus magnates las oprimen. 43 No ha de ser así entre vosotros. El que quiera ser grande entre vosotros que sea vuestro servidor; 44 y el que quiera ser el primero entre vosotros que sea esclavo de todos. 45 Pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos.
**• Jesús camina con paso decidido hacia Jerusalén (10,32), hacia la pasión, y no deja sitio a incertidumbres o componendas: revela una vez más a los suyos, que lo han dejado todo para seguirle (10,28), el final de aquel camino (vv. 33ss); sin embargo, tampoco los discípulos que le son más allegados comprenden, no son capaces de despojarse de las expectativas y las ambiciones de gloria exclusivamente humanas; creen que su Maestro es el Mesías esperado como triunfador y, atestiguándole su confianza, le piden tener una parte digna de consideración en el Reino que va a restablecer (v. 37). Jesús examina a estos aspirantes a «primeros ministros»; rectifica sus perspectivas, les indica con mayor claridad que su gloria pasa antes que nada por un camino de sufrimiento (ése es el sentido de las imágenes bíblicas de la «copa» y del «bautismo», a saber: sumergirse en las aguas entendidas como olas de muerte). La disponibilidad que declaran, con ingenuo atrevimiento, Santiago y Juan no basta aún para obtenerles la promesa de un sitio de honor, porque la participación en la gloria de Cristo es un don que sólo Dios puede otorgar gratuitamente (v. 40). ¿Y quién se hace digno de recibirlo? Jesús lo explica a los Doce, a quienes el deseo de ser los primeros pone en conflicto, y a nosotros, que también aspiramos siempre un poco al éxito y al poder: «No ha de ser así entre vosotros». Nos enseña que la realización hacia la que debemos tender no ha de tener como modelo el comportamiento de los «grandes» de este mundo, sino el de Cristo, siervo humilde glorificado por el Padre, que es, al mismo tiempo, el Hijo del hombre esperado para concluir la historia e inaugurar el Reino celestial. Éste es el modelo de grandeza que propone Jesús a los suyos: el humilde servicio recíproco, la entrega incondicionada de uno mismo para el bien de los hermanos (vv. 42-44).
MEDITATIO La Palabra nos sale al encuentro para «convertirnos», o sea, según la etimología griega, para «hacernos cambiar de mentalidad». Y hoy, en particular, nos ofrece una nueva orientación a nuestra instintiva sed de grandeza, al deseo más o menos inconsciente de ser importantes. También nosotros, como todo el mundo, nos sentimos atraídos por un prestigio vistoso, por una autoridad dotada de un amplio radio de influencia, pero Jesús nos advierte: «No ha de ser así entre vosotros». Y nos enseña a aspirar a un tipo de grandeza poco ambicionado: el del amor incondicionado que se hace humilde servicio al prójimo, hasta entregar la propia vida. Es una inversión completa de los valores que acostumbramos a preferir, pero nos proporciona la clave para comprender la misión de Cristo entre nosotros y nos pone ante una elección ineludible: él es el modelo cuya imagen y semejanza debemos reproducir en nosotros. ¿Debemos? ¿Acaso no es imposible? Como un eco nos responde el evangelio del domingo pasado: «Para los hombres es imposible, pero no para Dios». Es el pecado, en efecto, lo que nos separa de Dios y desfigura en nosotros los rasgos de su rostro, pero el mismo Señor socorre nuestras flaquezas y expía todo el pecado humano, pidiendo a su Hijo inocente que cargue sobre sí las consecuencias. Si la revelación de la ilimitada misericordia divina nos hace guardar silencio, la contemplación de Jesús, asumiendo nuestras iniquidades para abrirnos el camino a la comunión con Dios, nos ayuda a salir de nuestros esquemas y a perseguir la grandeza verdadera. El Dios tres veces santo nos perdona por la sangre de su Hijo: venid, adoremos. El Señor se hace siervo: venid, caminemos por su sendero.
ORATIO Señor Jesús, como Santiago y Juan, también nosotros con frecuencia «queremos que nos concedas lo que vamos a pedirte». No somos, en efecto, mejores que tus dos discípulos; sin embargo, también como ellos hemos escuchado tu enseñanza y querríamos recibir de ti la fuerza para llevarla a cabo, esa fuerza que condujo después a los hijos de Zebedeo a dar testimonio de ti con la vida... Jesús, ayúdanos a comprender el amor que te impulsó a beber la copa del sufrimiento por nosotros, a sumergirte en las olas del dolor y de la muerte para arrancarnos de la muerte eterna a los pecadores. Ayúdanos a contemplar en tu extrema humillación la humildad de Dios. Libéranos de la necia presunción de someter a los otros e infunde en nuestro corazón la caridad verdadera, que nos hará sentirnos alegres de servir a todo hermano con el don de nuestra vida. Dócil Siervo de YHWH, que con tu sacrificio expiatorio te has convertido en el verdadero sumo sacerdote misericordioso, tú conoces bien las flaquezas de nuestro espíritu y las pesadas cadenas de nuestros pecados: tú, que por nosotros derramaste tu sangre, purifícanos de toda culpa. Tú, que ahora estás sentado a la derecha del Padre, haznos siervos humildes de todos.
CONTEMPLATIO Ya está, aquellos dos discípulos de nuestro Señor, los santos y grandes hermanos Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, como hemos leído en el evangelio, desean del Señor, nuestro Dios, poder sentarse en el Reino uno a su derecha y el otro a su izquierda. Es una gran cosa lo que desean, y no se les reprocha por el deseo, sino que se les llama al orden. En ellos ve el Señor el deseo de las cosas grandes y aprovecha la ocasión para enseñar el camino de la humildad. Los hombres no quieren beber el cáliz de la pasión, el cáliz de la humillación. ¿Desean cosas sublimes? Que amen a los humildes. Para ascender a lo alto es preciso, en efecto, partir de lo bajo. Nadie puede construir un edificio elevado si antes no ha puesto abajo los cimientos. Considerad todas estas cosas, hermanos míos, y partid de aquí, construíos en la fe a partir de aquí, para tomar el camino por el que podréis llegar a donde deseáis [...]. Cuanto más altos son los árboles, más profundas son sus raíces, porque todo lo que es alto parte siempre de lo bajo. Tú, hombre, tienes miedo de tener que hacer frente al ultraje de la humillación; sin embargo, es útil para ti beber ese cáliz tan amargo de la pasión. «¿Podéis beber el cáliz de los ultrajes, el cáliz de la hiel, el cáliz del vinagre, el cáliz de las amarguras, el cáliz lleno de veneno, el cáliz de todos los sufrimientos?» Si les hubieras dicho eso, más que animarles les habrías espantado. Ahora bien, donde hay comunión hay consuelo. ¿Qué miedo tienes entonces, siervo? Ese cáliz lo bebe también el Señor (Agustín, Sermón 20A, 5-8).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Os he dado ejemplo, para que hagáis lo que yo he hecho con vosotros» (Jn 13,15).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL El pueblo, las naciones, los ciegos, los prisioneros, existen para nosotros, están presentes en nosotros, del mismo modo que existimos para nosotros mismos, como estamos presentes a nosotros mismos. Deben ser carne de nuestra carne, fibras de nuestro corazón. Deben ser acogidos sin descanso en nuestro pensamiento. Ellos y nosotros debemos ser, vitalmente, inseparables. Debemos poner en común su destino y nuestro destino, el destino que, para nosotros, es la consumación de la salvación. El cristiano animado por la pasión de Dios verá crecer en él la pasión por imitar la bondad paterna de Dios con una caridad fraterna cada vez más exigente y cada vez más verdadera. Ahora bien, este mismo cristiano, poseído cada vez más por el sentido de la alianza divina, querrá acercar a los hombres cada vez más a la salvación, obra suprema de la bondad de Dios por ellos. Y el cristiano, simultáneamente, se verá obligado a estar cada vez más al servicio de la felicidad de cada uno de sus hermanos, se verá obligado a estar cada vez más al servicio de su salvación. La felicidad y la salvación de los hombres coincidirán en lo más íntimo de cada uno; sin embargo, de esta coincidencia no saldrá ni confusión ni tensión estéril. El servicio a la felicidad humana que el cristiano perseguirá a semejanza de Dios, se ordenará, se jerarquizará, se encaminará asumiendo la gran perspectiva de la salvación (M. Delbrél, No¡ delle strade, Turín 1988, pp. 230ss [edición española: Nosotros, gente de la calle, Estela, Barcelona 1971 ]). |
Martes de la 29 semana del tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Romanos 5,12.15b.l7-19.20b-21 Hermanos: 12 Así pues, por un hombre entró el pecado en el mundo, y con el pecado la muerte. Y como todos los hombres pecaron, a todos alcanzó la muerte. La gracia de Dios, hecha don gratuito en otro hombre, Jesucristo, sobreabundó para todos. 15 Y si por el delito de uno solo la muerte inauguró su reinado universal, mucho más por obra de uno solo, Jesucristo, vivirán y reinarán los que acogen la sobreabundancia de la gracia y del don de la salvación. 18 Por tanto, así como por el delito de uno solo la condenación alcanzó a todos los hombres, así también la fidelidad de uno solo es para todos los hombres fuente de salvación y de vida. 19 Y como, por la desobediencia de uno solo, todos fueron hechos pecadores, así también, por la obediencia de uno solo, todos alcanzarán la salvación. 20 Pero cuanto más se multiplicó el pecado, más abundó la gracia, 21 de modo que si el pecado trajo el reinado de la muerte, también la gracia reinará y nos alcanzará, por medio de nuestro Señor Jesucristo, la salvación que lleva a la vida eterna.
*»• La página que estamos leyendo es un texto clásico de la teología sobre el pecado original. Tras haber afirmado que todos, judíos y griegos, son culpables e inexcusables, Pablo recuerda el acontecimiento original que, a su modo de ver, determina y justifica esta universal fragilidad, esta debilidad común, esta pobreza radical de toda persona frente a Dios y a las exigencias de su voluntad. Con el pecado -razona Pablo- también ha entrado en el mundo la muerte: la muerte total (v. 12). Y así como cada persona humana se reconoce débil frente a la muerte física, tampoco puede dejar de reconocerse impotente frente a la muerte total. También aquí saca a la luz el apóstol una doble solidaridad que une a toda la humanidad: la solidaridad en el mal, que amenaza con dejar reinar la muerte en el mundo, y la solidaridad en el bien, que está garantizada por la presencia de Jesús (w. 17ss). Existe una clave de lectura muy sencilla y muy eficaz para esta página paulina: consiste en la contraposición entre la figura de Adán, a causa del cual «entró el pecado en el mundo» (v. 12), y la persona de Jesús, merced al cual ha llegado a nosotros la gracia de Dios. Este concepto, desarrollado siempre en una tensión histórico-salvífica, se repite más veces en estas pocas líneas (w. 15b.l7ss). De este modo, Pablo nos ayuda a volver, con un estupor siempre mayor y con un deseo de comprender siempre creciente, sobre el gran acontecimiento de la muerte y la resurrección de Jesús, que ha cambiado el rostro a la historia de toda la humanidad, que ha renovado el corazón de todo hombre, hijo de Adán, que ha hecho reinar definitivamente en el mundo la gracia de Dios.
Evangelio: Lucas 12,35-38 En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 35 Tened ceñida la cintura, y las lámparas encendidas. 36 Sed como los criados que están esperando a que su amo vuelva de la boda, para abrirle en cuanto llegue y llame. 37 Dichosos los criados a quienes el amo encuentre vigilantes cuando llegue. Os aseguro que se ceñirá, los hará sentarse a la mesa y se pondrá a servirlos. 38 Si viene a media noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos.
**• Esta página evangélica contiene una advertencia (w. 35ss), una bienaventuranza (w. 37a.38) y una promesa (v. 37b). No es difícil captar el mensaje correspondiente, a condición de mantener íntimamente unidas las tres partes de la enseñanza de Jesús. La advertencia tiene que ver con la vigilancia expectante, que conocerá ulteriores desarrollos en la liturgia de la Palabra de los próximos días. La doble imagen de la cintura ceñida y de las «lámparas encendidas» no es más que una invitación a asumir actitudes que estén de acuerdo con la vigilancia: un deber imperioso e ineludible para todos, puesto que el Señor está cerca, porque «el que viene» está a punto de llegar. Las parábolas contenidas en este capítulo y en el siguiente pueden ser caracterizadas como las «parábolas de la inminencia escatológica»: en ellas vibra, en efecto, un sentido de inmediatez y de espontaneidad que, lejos de crear incertidumbre, suscita más bien espera y confianza. El mensaje que de ahí se sigue es obvio: es preciso estar preparado, porque la hora escatológica está a punto de sonar. La bienaventuranza a la que se alude está íntimamente ligada al relato parabólico: es la bienaventuranza de quien, teniendo plena conciencia de su condición de criado, mantiene con fidelidad una actitud de vigilancia durante la espera. Esa bienaventuranza está confirmada cuando la parábola, al llegar a su término, describe el retorno del amo y su encuentro con los criados vigilantes. Así pues, es menester permanecer vigilantes por una primera razón, que consiste en el hecho de no conocer con exactitud la hora en la que volverá el amo. Pero la segunda razón es todavía más importante, y consiste en la gran promesa que formula Jesús a sus siervos buenos y fieles: «Os aseguro que se ceñirá, los hará sentarse a la mesa y se pondrá a servirlos» (v. 37b). Es la promesa de la comunión plena y definitiva entre los siervos y su amo, entre Dios y aquellos que viven con la perspectiva del gran encuentro.
MEDITATIO «Cada hombre es Adán, cada hombre es Cristo.» Podemos recordar estas palabras de san Agustín mientras volvemos a saborear el célebre texto del apóstol Pablo, base y fundamento de la reflexión teológica sobre el pecado, del que hemos puesto de relieve sólo un aspecto particular, existencial, aunque no por ello menos importante. En cada uno de nosotros revive siempre el conflicto entre el hombre viejo y el hombre nuevo. Y no sólo esto, sino que se manifiesta también el desenlace de su contraposición, no circunscribible ya a la persona particular, sino que se refiere por necesidad a una multitud de hermanos. En este choque, es esencial dejar que Cristo more en nosotros realmente. Así, gracias a él, nuestro combate individual -ese que nadie puede librar por nosotros- puede obtener la victoria. Del mismo modo que el Hijo venció al pecado y a la muerte con su adhesión a la voluntad del Padre, así también nuestra relación de obediencia a Dios desprende salvación y gracia para los otros, los de cerca y los de lejos, conocidos y desconocidos. Es ésta una verdad que debemos tener presente con gozosa conciencia: la apuesta de nuestra vida es muy grande. De nuestra apertura al don de Dios dependen la paz, la alegría y la gracia de muchos hermanos. Ahora bien, ¿cómo hacer para mantener viva la conciencia del compromiso ligado a nuestra adhesión a Dios? El evangelio nos invita a la vigilancia, a mantenernos siempre despiertos. El aburrimiento y el torpor nacen del sentimiento de estar vacíos, de sentirnos inútiles. En la vida del creyente no hay ningún momento o situación en los que no pueda amar y dar al prójimo una mirada de bondad, la ofrenda de un sufrimiento. Y poniéndonos ante el Crucificado es como podemos alcanzar la fuerza y la audacia para entrar no en la rebelión del viejo Adán desobediente, sino en el movimiento de confiado abandono del Hijo obediente usque in finem, hasta el fin.
ORATIO Tú eres gracia cuando me eliges por lo que soy y no por lo que valgo: tu gracia, Señor, es siempre gratuita. Tú eres gracia cuando tomas la iniciativa de amarme y no esperas mis tímidos avances: tu gracia, Señor, me previene y me sorprende siempre. Tú eres gracia cuando te manifiestas históricamente en el espacio y en el tiempo a través de acontecimientos, personas, cosas: tu gracia, Señor, se muestra siempre perceptible, concreta. Tú eres gracia cuando te dejas entrever y saborear en el sentido de esplendor, de patriotismo y de alegría, de belleza, de gratuidad y de perdón: tu gracia, Señor, es siempre una experiencia gratificante. Tu gracia seduce, porque, con tu ternura y compasión, con tu lealtad y fidelidad, vences el pecado y mis debilidades. Tu gracia, Señor, es siempre un don, puro don.
CONTEMPLATIO «Si escucháis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón» (Sal 94,8). Este «hoy» se extiende a cada nuevo día, mientras que se diga «hoy». Es un hoy que, como nuestra capacidad de aprender, dura hasta la consumación final. Así, el verdadero hoy, el día sin fin de Dios, vendrá a coincidir con la eternidad. Obedezcamos, pues, siempre a la voz del Verbo de Dios, porque este hoy es imagen eterna de la eternidad; más aún, el día es símbolo de la luz, y la luz de los hombres es el Verbo, en el que nosotros vemos a Dios [...]. El Señor, puesto que ama a todos los hombres, les invita «al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4), y es él mismo quien les envía el Paráclito. ¿En qué consiste este conocimiento? En la piedad, es decir, en vivir conscientemente la propia relación con Dios. «Y la piedad es útil para todo», según san Pablo, «porque posee la promesa de la vida presente y de la vida futura» (1 Tim 4,8) [...]. Para asemejar el hombre a Dios, en la medida en que ello es posible, esta piedad nos da un maestro adecuado: Dios, que es el único que puede imprimir en el hombre, según su mérito, la semejanza divina. El apóstol, que tiene la experiencia de esta obra divina de educación, escribe a Timoteo: «Desde la infancia conoces las Sagradas Escrituras, que te guiarán a la salvación por medio de la fe en Jesucristo» (2 Tim 3,15). Y son verdaderamente sagrados estos textos que santifican y divinizan. Sus letras y sus sílabas sagradas forman las obras que el mismo apóstol, en el mismo pasaje, llama «inspiradas por Dios, y es útil para enseñar, para persuadir, para reprender, para educar en la rectitud, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para hacer el bien» (2 Tim 3,16ss). Las exhortaciones de los otros santos no podrían tener en absoluto la misma eficacia que las del Señor: él es verdaderamente quien ama al hombre, y su única obra es la salvación del mismo (Clemente de Alejandría, Protréptico, 9, París 1949, pp. 151-156 [edición española: Protréptico, Gredos, Madrid 1994]).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Pero cuanto más se multiplicó el pecado, más abundó la gracia» (Rom 5,20).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL El pecado es fuente de esclavitud: «Todo el que comete pecado es esclavo del pecado» (Jn 8,34). La experiencia cotidiana del hombre constata desde siempre esta límpida y neta afirmación de Cristo. Empezamos a pecar por curiosidad (en ocasiones incluso por vanidad); continuamos por debilidad y por hábito; acabamos pecando por desesperación, porque ahora ya no conseguimos romper las cadenas. Llegados a este punto, nos persuadimos de que el pecado no existe; sólo hay tabúes que debemos derribar o, al menos, superar. De este modo, el hombre, creyendo afirmarse como libre señor de su propia vida, se vuelve el hazmerreír de las fuerzas del mal. Para el Evangelio, el único pecado del que debe ocuparse el hombre es el suyo; en cuanto al de los otros, Jesús nos recomienda que no lo juzguemos. Para el Evangelio, la fuente del mal es el corazón del hombre: del corazón, es decir, del misterio de nuestra personalidad interior y del uso injusto de nuestra libertad, proceden todas las iniquidades, toda avidez, las corrupciones y las locuras que convierten la tierra en un lugar donde casi no parece posible vivir. Diríase incluso que, para el hombre moderno, el pecado parece que ya no existe o que, en todo caso, lo considera un fenómeno irrelevante. Sin embargo, el Evangelio continúa llamando a las cosas por su nombre. El pecado, para el Evangelio, es una realidad triste y universal. Es una calamidad tal que, si no intervienen el arrepentimiento y el perdón, tiene como desenlace la condenación eterna. Es tanta su gravedad que el Hijo de Dios acabó en la cruz para liberarnos de él. El Señor me salva de mi pecado, concediéndome la gracia inesperada de empezar siempre de nuevo el intento de llevar una vida inocente. Ante nuestra fragilidad debemos redescubrir, por un lado, la plena y efectiva responsabilidad que nos viene de nuestra naturaleza de criaturas libres y dueñas de sus actos y, por otro, el poder de la gracia de Cristo, que es capaz de darnos la fuerza que nosotros no poseemos por nosotros mismos. Se trata, en suma, de reafirmar nuestra libertad, aunque como «libertad redimida» (G. Biffi, La meraviglia dell'evento cristiano, Cásale Monf. 1996, pp. 307-309 passim). |
Miércoles de la 29ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Romanos 6,12-18 Hermanos: 12 Que no reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal. No os sometáis a sus apetitos, 13 ni prestéis vuestros miembros como armas perversas al servicio del pecado. Ofreceos más bien a Dios como lo que sois, muertos que habéis vuelto a la vida, y haced de vuestros miembros instrumentos de salvación al servicio de Dios. 14 No tiene por qué dominaros el pecado, ya que no estáis bajo el yugo de la ley, sino bajo la acción de la gracia. 15 Entonces, ¿qué? ¿Nos entregaremos al pecado porque no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia? ¡De ninguna manera! 16 Sabido es que si os ofrecéis a alguien como esclavos y os sometéis a él, os convertís en sus esclavos: esclavos del pecado, que os llevará a la muerte, o esclavos de la obediencia a Dios, que os conducirá a la salvación. 17 Pero, gracias a Dios, vosotros, que erais antes esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón la doctrina que os ha sido transmitida la y, liberados del pecado, os habéis puesto al servicio de la salvación.
**• La lectura comienza con una orden (w. 12ss): no se trata de un deseo, sino de una exigencia. Exactamente la que deriva del acontecimiento histórico-salvífico que se ha llevado a cabo en la vida de cada creyente por medio del sacramento del bautismo. Del bautismo está hablando, efectivamente, Pablo en este capítulo de su carta, y ese sacramento ha de ser puesto como fundamento de cuanto va a comunicar a sus destinatarios. «Todos a quienes el bautismo ha vinculado a Cristo hemos sido vinculados a su muerte. En efecto, por el bautismo hemos sido sepultados con Cristo, quedando vinculados a su muerte, para que así como Cristo ha resucitado de entre los muertos por el poder del Padre, así también nosotros llevemos una vida nueva» (w. 3ss). En consecuencia, también nosotros podemos caminar en una vida nueva (cf. v. 4). Y sobre esta novedad de vida construye Pablo ahora su discurso: es preciso que nos convirtamos en lo que ya somos, es menester que obremos de un modo consecuente con el don que hemos recibido, es necesario que vivamos en nuestra vida el misterio pascual de Cristo. Eso implica, sobre todo, dos cosas: morir al pecado y vivir en Cristo; dos momentos de un único estilo de vida, dos actitudes complementarias entre sí e igualmente necesarias. Lo que Pablo afirma deja entrever también un acento polémico contra algunos que, disociando los dos momentos del único misterio pascual, admitían la hipótesis de una existencia cristiana al son de la permisividad y del laxismo. Sin embargo, Pablo no puede ceder frente a semejantes desviaciones. La gracia del ministerio que ha recibido le hace responsable de sí mismo y de los otros. De ahí se sigue que el estilo de vida cristiana que Pablo traza en esta página incluye, al mismo tiempo, un momento negativo y otro positivo, un compromiso contra el pecado y una adhesión a la gracia de Dios, una neta contraposición a la lógica de muerte que se propaga en el mundo y una adhesión total a la lógica de la vida nueva traída por Jesús. Pablo concluye su pensamiento con una acción de gracias (cf. v. 17) dirigida a Dios y motivada por el comportamiento de los cristianos de Roma, que habían comprendido ya las instancias concretas de su fe en Cristo: ellos, en efecto, ya habían abandonado la esclavitud del pecado y se habían «puesto al servicio de la salvación» (v. 18).
Evangelio: Lucas 12,39-48 En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 39 Tened presente que, si el amo de la casa supiera a qué hora iba a venir el ladrón, no le dejaría asaltar su casa. 40 Pues vosotros estad preparados, porque a la hora en que menos penséis vendrá el Hijo del hombre. 41 Pedro dijo entonces: -Señor, esta parábola ¿se refiere a nosotros o a todos? 42 Pero el Señor continuó: -Vosotros sed como el administrador fiel y prudente a quien el dueño puso al frente de su servidumbre para distribuir a su debido tiempo la ración de trigo. 43 ¡Dichoso ese criado si, al llegar su amo, lo encuentra haciendo lo que debe! 44 Os aseguro que lo pondrá al frente de todos sus bienes. 45 Pero si ese criado empieza a pensar: «Mi amo tarda en venir», y se pone a golpear a los criados y a las criadas, a comer, a beber y a emborracharse, 46 su amo llegará el día en que menos lo espere y a la hora en que menos piense, lo castigará con todo rigor y lo tratará como merecen los que no son fieles. 47 El criado que conoce la voluntad de su dueño pero no está preparado o no hace lo que él quiere, recibirá un castigo muy severo. 48 En cambio, el que sin conocer esa voluntad hace cosas reprobables, recibirá un castigo menor. A quien se le dio mucho, se le podrá exigir mucho; y a quien se le confió mucho, se le podrá pedir más.
*•• Las exhortaciones de Jesús dirigidas ahora a sus discípulos sacan a la luz la responsabilidad de todo creyente frente a la novedad del Evangelio y a sus instancias prácticas. Según el Maestro, el verdadero discípulo no sólo debe vigilar mientras espera, sino que debe conservarse fiel a lo que ha prometido, hasta que el Señor vuelva. Dice en efecto: «Tened presente» (v. 39a). Se trata, pues, de un discernimiento que sólo es posible practicar si la fe, junto a la razón, se convierte en fuente de luz para nuestro camino. Saber no lo es todo, pero, a buen seguro, es una condición indispensable para estar dispuesto todo el tiempo que haga falta. En medio del fragmento aparece una extraña pregunta de Pedro (cf. v. 41), que sirve de introducción a la parábola del administrador fiel y prudente. También éste, sin embargo, en un determinado momento, contempla la posibilidad de un olvido y de una falta de atención. La fidelidad y la prudencia parecen ser las dos cualidades que Jesús quiere recomendar a todos, pero sobre todo a sus discípulos. Al mismo tiempo, deja claro de una manera inequívoca la seriedad y el dramatismo del seguimiento evangélico. De ahí que, por una parte, resuene una bienaventuranza consoladora: «¡Dichoso ese criado si, al llegar su amo, lo encuentra haciendo lo que debe!» (v. 43); con ella quiere exhortar el Señor a la fidelidad, pero, al mismo tiempo, enuncia la promesa de una comunión definitiva. Por otra parte, resuena la amenaza de un castigo severo para todo el que no se mantenga fiel y activo en la espera. Ésos serán contados entre «los que no son fieles» (v. 46). Los dos últimos versículos del fragmento evangélico son característicos de Lucas: en ellos se complace en acentuar la relación entre conocimiento y castigo (cf. asimismo 19,11-28) y aplica este juicio a los responsables de la comunidad.
MEDITATIO Atosigados como estamos por tantos problemas, por las mil urgencias que nos acosan en nuestra vida diaria, la Palabra de Dios nos llama a lo esencial, a fijar sobre nosotros mismos una mirada serenamente consciente de lo que Dios ha hecho por nosotros y de nosotros. San Pablo nos recuerda que somos «muertos que habéis vuelto a la vida», habitados por la fuerza y por el poder de Cristo resucitado, llamados a ofrecernos a nosotros mismos a Dios con alegría y gratitud en todo lo que llevemos a cabo, para que verdaderamente, tanto si comemos como si dormimos, seamos del Señor y nada sea extraño a este horizonte de pertenencia que enriquece y embellece nuestra existencia. Cuanto más hayamos experimentado en nosotros mismos y en los otros -tal vez en personas que nos son particularmente queridas o familiares- qué verdad es que el pecado somete y esclaviza al hombre hasta matarlo, tanto más se dilatará nuestro corazón en el servicio a Dios con alegría. Ay de nosotros si, como el siervo de la parábola, pensamos que el amo «tarda en venir». Nuestro amado Señor y Maestro está con nosotros para que vivamos con su gracia, de manera conforme a la vida nueva que él nos ha dado, y lleguemos a ser santos e inmaculados en su presencia en el amor. El camino -es siempre san Pablo el que nos lo indica- es la obediencia de corazón a la enseñanza de Jesús. Es un camino que va desde la escucha de la Palabra a la fracción del pan de la caridad juntos, desde el reconocimiento de Cristo presente en los pequeños y en los pobres al servicio generoso a los hermanos del que todos somos personalmente responsables. Es seguro que se nos pedirá cuentas de lo mucho que hemos recibido, pero sabemos también que el que nos juzgará será aquel que murió por amor a nuestro amor.
ORATIO «¡Dichoso ese criado si, al llegar su amo, lo encuentra haciendo lo que debe!» Dichoso el que, solícito, cumple lo que tiene que hacer: su esperanza se verá recompensada con el bien prometido. Dichoso el que, como atleta fiel, permanezca en la carrera: recibirá una corona incorruptible. Dichoso el que, habiendo puesto la mano en el arado, no mira hacia atrás: recogerá frutos en abundancia. Dichoso el que procede con templanza y prudencia en el viaje: verá las alegrías eternas. Dichoso el que se muestra constante en la prueba: tendrá la suerte que Dios prepara a sus amigos. Dichoso el que afronta con buen ánimo las fatigas del deber: gozará con la recompensa de sus esfuerzos. Dichoso el que se prodiga a favor de los otros sin segundas intenciones: saboreará el triunfo final. Dichoso el que sirve y piensa en hacer el bien: estará aún mejor en el Reino de los Cielos. Dichoso el que camina en la verdad desmenuzándola mientras va de camino: sus numerosos seguidores le darán la gloria. Dichoso el que haya dado a Dios tiempo para realizar sus designios: gustará la victoria de los fuertes. Dichoso el que hace su vida útil y santa: se le dará cien veces más. «¡Dichoso ese criado si, al llegar su amo, lo encuentra haciendo lo que debe!».
CONTEMPLATIO San Pablo afirma esta verdad: «Si alguien está en Cristo, es una nueva creación» (2 Cor 5,17). Y para que no pensemos en una creación material, precisa: si alguien está en Cristo. La nueva creación es, por tanto, la que se nos revela a través de aquel que se adhiere a Cristo en la fe. Decidme, ¿es más grande el hecho de que el cielo u otro elemento creado se renueve o que un hombre pase del vicio a la virtud y abandone el error para ponerse al servicio de la verdad? Eso es precisamente lo que san Pablo llama «nueva creación». Y no sólo esto, sino que añade de inmediato: «Las cosas viejas han pasado, he aquí que lo hago todo nuevo» (2 Cor 5,17). El sentido de estas palabras está claro: los hombres, a través de la fe en Cristo, abandonan el fardo de sus pecados como si se despojaran de un vestido viejo; liberados del error, son iluminados por el Sol de justicia y, de este modo, se revisten de un vestido completamente nuevo y resplandeciente, una vestidura real. Ha irrumpido la gracia de Dios: es como si hubiera creado de nuevo las almas, las ha rehecho desde el interior, transformando no ya su naturaleza, sino su voluntad. Ahora ya no se permite a la mirada del espíritu el velo que cubría los ojos, y he aquí que la vista percibe con claridad todo el horror del vicio y la resplandeciente belleza de la virtud [...]. Así pues, todos juntos, vosotros que ya habéis sido bautizados desde hace muchos tiempo y vosotros que acabáis de recibir este don del Señor, escuchemos la exhortación del apóstol que nos dice: «Las cosas viejas han pasado, he aquí que lo hago todo nuevo». Olvidemos todo nuestro pasado. Puesto que ahora hemos sido hechos partícipes de una vida nueva, empeñémonos en transformar todo nuestro ser. Tengamos presente, en todo lo que digamos y hagamos, la dignidad de aquel que habita en nosotros (Juan Crisóstomo, Cuarta homilía bautismal XII, 14-16; París 1957, pp. 189-191).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Demos gracias a Dios porque os habéis puesto al servicio de la salvación» (cf. Rom 6,17ss).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL El Dios creador es libre. La criatura humana, plasmada según su imagen, también estará dotada de libertad. ¿Qué es lo que distingue, principalmente, al animal humano de los otros animales? Sobre todo, la conciencia de sí, la voz de la conciencia, el libre albedrío, la capacidad de tomar decisiones éticas. Mientras que los otros animales obran siguiendo su propio instinto, el animal humano está en su propia conciencia en presencia de Dios, elige. Dios dice cada día al hombre: «Ante ti están la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida y viviréis tú y tu descendencia» (Dt 30,19). Sólo ejercitando su libertad se vuelve el hombre auténticamente humano. En un mundo que se va haciendo día a día más inhumano -un mundo aparentemente controlado por el psicoanálisis, por las estadísticas y por las máquinas-, es urgente reafirmar, por parte de los cristianos, el valor supremo de la libertad humana. No hay nada más decisivo en todo el universo que las elecciones ponderadas llevadas a cabo por personas dotadas de razón y de conciencia. El ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, puede alabar a Dios también por este mundo, restituir a su Creador como ofrenda la creación en una acción de gracias; y, mediante este acto de oblación, el hombre llega a ser verdaderamente humano, una persona en su integridad (K. Ware, Riconoscerete Cristo in voi, Magnano 1994, pp. 30-32, passim). |
Jueves de la 29ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Romanos 6,19-23 Hermanos: 19 Os estoy hablando al modo humano, haciéndome cargo de vuestra dificultad para comprender. Lo mismo, pues, que antes os entregasteis como esclavos a la impureza y a la iniquidad hasta llegar a la perversión, así ahora entregaos como esclavos al servicio de la salvación en busca de la plena consagración a Dios. 20 En otro tiempo erais esclavos del pecado y no os considerabais obligados a buscar la salvación. 21 ¿No os avergüenza ahora el fruto que entonces cosechasteis? Porque el resultado de todo aquello fue la muerte. 22 Ahora, en cambio, liberados del pecado y convertidos en siervos de Dios, tenéis como fruto la plena consagración a él y como resultado final la vida eterna. 23 En efecto, el salario del pecado es la muerte, mientras que Dios nos ofrece como don la vida eterna por medio de Cristo Jesús, nuestro Señor.
*•• Pablo sigue reflexionando sobre el «gran paso» que se realiza en la vida del creyente tanto por la fe que alimenta como por el bautismo que recibe. Nos encontramos, en efecto, delante de una gran contraposición entre el pasado y el presente: dos tiempos separados en entre sí por el misterio pascual de muerte y de vida, que fue de Jesús y ahora es de sus discípulos. Así pues, la vida cristiana es asimilable, para Pablo, a un viaje: es necesario saber de dónde venimos, pero es asimismo indispensable saber hacia dónde nos encaminamos. El camino de todo cristiano se desarrolla entre un pasado marcado por la esclavitud y un presente marcado por la libertad. El trecho de camino que nos queda por recorrer está trazado claramente por Dios, y su nombre es Jesús: el camino, el único camino que estamos llamados a conocer y a recorrer. La vida cristiana, para Pablo, es semejante también a un servicio, marcado asimismo por una fuerte y decisiva separación. En efecto, del mismo modo que antes estábamos al servicio de la impureza y de la iniquidad, así ahora estamos al servicio de la justicia y de la santidad. Es como decir que, en cierto modo, el nombre debe reconocer que es «siervo» de alguien: si no se hace siervo de Dios, liberándose del pecado, acabará siendo siervo de Satanás, subyugado por el pecado. Será bueno poner de relieve un detalle de este razonamiento desarrollado por Pablo. Es él quien insiste en el hecho de que «en otro tiempo erais esclavos del pecado y no os considerabais obligados a buscar la salvación» {cf. v. 20). Pero ahora, para explicitar el pensamiento del apóstol, ahora que hemos sido justificados o salvados por el amor de Dios mediante la fe, ya no somos libres respecto a la justicia, sino que nos hemos vuelto –y como tales nos comportamos- siervos de la justicia, o sea, de Dios.
Evangelio: Lucas 12,49-53 En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 49 He venido a prender fuego a la tierra; y ¡cómo desearía que ya estuviese ardiendo! 50 Tengo que pasar por la prueba de un bautismo, y estoy angustiado hasta que se cumpla. 51 ¿Creéis que he venido a traer paz a la tierra? Pues no, sino división. 52 Porque de ahora en adelante estarán divididos los cinco miembros de una familia, tres contra dos, y dos contra tres. 53 El padre contra el hijo, y el hijo contra el padre; la madre contra la hija, y la hija contra la madre; la suegra contra la nuera, y la nuera contra la suegra.
**• La humanidad está obligada a elegir frente a Cristo. No es posible permanecer indiferente ante su Evangelio y sus «pretensiones» correspondientes. Esto depende sobre todo del radicalismo de la propuesta de salvación que ha venido a traer el Nazareno: una propuesta impregnada de amor, frente a la que es preciso reaccionar por amor. «He venido a prender fuego a la tierra» (v. 49): el tono del discurso es autobiográfico. Eso significa que para poder elegir qué hacer y cómo vivir es necesario, antes que nada, resolver el dilema sobre la identidad de Jesús: quien no le reconozca en su verdadera identidad no podrá llevar a cabo decisiones dignas del seguimiento de Jesús. «Un fuego... un bautismo...» (w. 49ss): no se trata del fuego del Espíritu Santo, ni siquiera del fuego del juicio, sino del vivo deseo que alimenta Jesús de pasar por el fuego purificador de su pasión y muerte. Igualmente, Jesús desea pasar a través de ese bautismo de sangre que será su sacrificio en la cruz. Desde esta perspectiva, las imágenes del fuego y del bautismo nos proyectan hacia el final de la vida terrena de Jesús y hacia la cima de su misterio, que culminará con la entrega total de sí mismo al Padre por amor a nosotros. Frente al amor que nos ha atestiguado Jesús, es menester reaccionar con amor, y es cosa sabida que el amor, el verdadero, es siempre muy exigente, en ocasiones desgarrador. Ésa es la razón de que responder a la llamada evangélica implique, por un lado, dejar y, por otro, tomar. Dejar todo lo que es contrario al Evangelio y a sus exigencias radicales para tomar la única cosa necesaria; es más, la única persona necesaria: Jesús, hijo de Dios y redentor nuestro. La instancia ascética claramente dibujada por este fragmento evangélico tiene que ser leída desde la perspectiva de una vocación propuesta por Jesús a sus discípulos, y vuelta a proponer ahora a todos nosotros.
MEDITATIO Del fragmento de san Pablo que hemos leído hoy se desprende una clara contraposición entre lo que los destinatarios de la carta eran en un tiempo, cuando eran esclavos del pecado, y lo que son ahora. Es posible que para nosotros esta realidad no sea tan clara: no hay en nosotros un pasado de impureza y desorden absoluto y un hoy de santidad y justicia, sino un camino de conversión en acto para llegar a ser según el corazón de Dios. Necesitamos ponernos a mendigar a diario la gracia del poder de la cruz, a invocar el don del Espíritu. Si constatamos nuestra lentitud en el camino de conversión, nos tranquiliza la certeza de que Dios es paciente y quiere atarnos a él de un modo cada vez más estrecho, para que podamos saborear qué grande es la libertad que deriva de nuestra pertenencia a él. Sí, es paradójico, pero -como atestiguan los santos cuanto más somos poseídos por Dios, tanto más libres estamos de todo. No son éstas realidades comprensibles a la razón: sólo quien las vive las puede reconocer fácilmente. Jesús nos habla en el evangelio de hoy del deseo que le consume de llevar a cabo la misión que le ha dado el Padre, aunque sabe demasiado bien lo que comporta el paso cruento a través de la cruz. Las mismas disposiciones interiores, el mismo anhelo de seguir a Jesús, a cualquier precio, se encuentran en el cristiano que ha adquirido la verdadera libertad haciéndose, por propia voluntad, esclavo de un Dios que es Amor.
ORATIO Tu bautismo en el Jordán, Señor Jesús, me ha revelado el alcance de tu amor: Hijo de Dios, nacido por nosotros. Tu bautismo de sangre, Señor, me ha redimido por tu amor: fuego purificador de mis culpas. Tu resurrección, Señor, me ha mostrado el poder de tu amor: promesa consoladora de vida eterna. Tu ascensión, Señor, me ha asegurado la plenitud de tu amor: respiración vital y recreadora. Tu pentecostés, Señor, me inunda de tu amor: certeza perenne de luz y calor. Oh Señor, «renueva la faz de la tierra» y también mi vida.
CONTEMPLATIO El amor se basta a sí mismo, gusta por sí mismo y por su propia causa; es mérito y recompensa de sí mismo. No busca fuera de él ninguna causa ni ningún fruto: su fruto es precisamente amar. Amo porque amo, amo para amar. Es una gran cosa el amor, siempre que se remonte a su principio y, vuelto a su origen, reservado en su fuente, tome siempre de ella para poder fluir de manera perenne. De todos los movimientos del alma, entre todos los sentimientos y los afectos, es el amor el único con el que la criatura puede responder a su Creador, si no de igual a igual, sí al menos de semejante a semejante [...]. El amor del Esposo -o mejor, el Esposo que es amor- sólo pide reciprocidad de amor y fidelidad. En consecuencia, la amada debe amarle a su vez. ¿Cómo podría dejar de amar ella, que es esposa y esposa del Amor? ¿Cómo podría no ser amado el Amor? Es justo entonces que, renunciando a todos los otros afectos, se entregue del todo a un único amor, pues a ella le toca corresponder al Amor mismo con amor. En efecto, aunque se derrame toda en amor, ¿qué proporción habrá en este amor suyo y el perenne manar de la fuente del mismo? No cabe la menor duda de que el flujo del amor no brota con la misma riqueza de quien ama y de aquel que es el Amor, del alma y del Verbo, de la esposa y del Esposo, del Creador y de la criatura: la abundancia de la fuente no es, a buen seguro, la del sediento. ¿Entonces? ¿Será, pues, vano, desaparecerá por completo el deseo de la que espera las nupcias? La aspiración de quien espera, el ardor del amante, la confianza de quien espera, ¿se verán decepcionados porque la esposa no pueda correr con el paso de un gigante, contender en dulzura con la miel, en mansedumbre con el cordero, en candor con el lirio, en luminosidad con el sol, en amor con aquel que es Caridad? No. En efecto, aunque la criatura ame menos porque es más pequeña, puede amar a pesar de todo con todo lo que es, y donde está el todo, nada falta. Por eso, como he dicho, amar así es una verdadera unión nupcial (Bernardo de Claraval, Sermones super Cántica Canticorum, Sermo LXXXIII, Roma 1958, II, pp. 300-302).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Ahora, en cambio, hemos sido liberados del pecado y convertidos en siervos de Dios» (cf. Rom 6,22).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL «Cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rom 5,8). Si el amor cristiano tiende a la imitación de Cristo, esta verdad primordial sobre la que se fundamenta todo el cristianismo no puede ser ignorada. El «prójimo», el más cercano a Cristo, es el más alejado. El Señor nos hace advertir, en el marco inequívoco que nos proporciona del juicio final (Mt 25), que detrás de este «alejado» que tiene hambre y sed, que está desnudo, enfermo, prisionero, es a él a quien encontramos, escondido a pesar de ser alcanzable, sin ser notado a pesar de ser experimentado en verdad. Ahora bien, cuando el Señor vino a buscar a los hombres, a amarlos, cuando dio la vida para volver a llevarlos a casa, el prójimo no era a buen seguro para él sólo un alma perdida, un hombre entre tantos. El amor no puede amar más que el amor. El amor de Dios, que invade todo el mundo y pasa por todos los extravíos, no puede amar más que a Dios. Cuando el Hijo pasa del Padre al mundo para ir a buscar a su enemigo y llevarle el amor del que éste carece, debe ver, a través de él, en él, a Dios: debe ver al Padre, que ha creado a este hombre, lo ha formado a su imagen y semejanza, le ha amado, llamado y marcado con una marca indeleble: la señal de la pertenencia al Hijo, al Verbo, a la redención y a la Iglesia [...]. La exigencia de que el amor no se detenga en el hombre, aunque sea en el más miserable, el más necesitado de amor, es lo que distingue el amor cristiano de todo tipo de humanitarismo puramente terreno. Es un amor dirigido a Dios a través del hermano: Dios en sí mismo y Dios para nosotros en Cristo y en la Iglesia. Y no puede ser más que así, porque el amor divino, el amor que viene de Dios, es infinito, y por eso debe extenderse hasta el mismo Dios [...]. Al amor cristiano no se le pide ciertamente descubrir a Cristo, como en una especie de juego del escondite, «detrás» del hermano extranjero que «representaría» a Cristo, o incluso que ame a Cristo «en el puesto» del hermano, de modo que se instaure entre ambos un oscuro mecanismo de sustitución. Basta con que el cristiano ame a su hermano junto con Cristo: así lo amará con referencia al Padre (H. U. von Balthasar, Die Gottesfrage des heutigen Menschen, Viena 1956, pp. 208ss; 212-214 [edición española: El problema de Dios en el hombre actual, Ediciones Cristiandad, Madrid 1966]). |
Viernes de la 29ª semana del Tiempo ordinario o 22 de Octubre, conmemoración de San Juan Pablo II
Karol Józef Wojtyła, conocido como Juan Pablo II desde su elección al papado en octubre de 1978, nació en Wadowice, una pequeña ciudad a 50 kms. de Cracovia, el 18 de mayo de 1920. Era el más pequeño de los tres hijos de Karol Wojtyła y Emilia Kaczorowska. Su madre falleció en 1929. Su hermano mayor Edmund (médico) murió en 1932 y su padre (suboficial del ejército) en 1941. Su hermana Olga murió antes de que naciera él. Fue bautizado por el sacerdote Franciszek Zak el 20 de junio de 1920 en la Iglesia parroquial de Wadowice; a los 9 años hizo la Primera Comunión, y a los 18 recibió la Confirmación. Terminados los estudios de enseñanza media en la escuela Marcin Wadowita de Wadowice, se matriculó en 1938 en la Universidad Jagellónica de Cracovia y en una escuela de teatro. Cuando las fuerzas de ocupación nazi cerraron la Universidad, en 1939, el joven Karol tuvo que trabajar en una cantera y luego en una fábrica química (Solvay), para ganarse la vida y evitar la deportación a Alemania. A partir de 1942, al sentir la vocación al sacerdocio, siguió las clases de formación del seminario clandestino de Cracovia, dirigido por el Arzobispo de Cracovia, Cardenal Adam Stefan Sapieha. Al mismo tiempo, fue uno de los promotores del "Teatro Rapsódico", también clandestino. Tras la segunda guerra mundial, continuó sus estudios en el seminario mayor de Cracovia, nuevamente abierto, y en la Facultad de Teología de la Universidad Jagellónica, hasta su ordenación sacerdotal en Cracovia el 1 de noviembre de 1946 de manos del Arzobispo Sapieha. Seguidamente fue enviado a Roma, donde, bajo la dirección del dominico francés Garrigou-Lagrange, se doctoró en 1948 en teología, con una tesis sobre el tema de la fe en las obras de San Juan de la Cruz (Doctrina de fide apud Sanctum Ioannem a Cruce). En aquel período aprovechó sus vacaciones para ejercer el ministerio pastoral entre los emigrantes polacos de Francia, Bélgica y Holanda. En 1948 volvió a Polonia, y fue vicario en diversas parroquias de Cracovia y capellán de los universitarios hasta 1951, cuando reanudó sus estudios filosóficos y teológicos. En 1953 presentó en la Universidad Católica de Lublin una tesis titulada "Valoración de la posibilidad de fundar una ética católica sobre la base del sistema ético de Max Scheler". Después pasó a ser profesor de Teología Moral y Etica Social en el seminario mayor de Cracovia y en la facultad de Teología de Lublin. El 4 de julio de 1958 fue nombrado por Pío XII Obispo titular de Olmi y Auxiliar de Cracovia. Recibió la ordenación episcopal el 28 de septiembre de 1958 en la catedral del Wawel (Cracovia), de manos del Arzobispo Eugeniusz Baziak. El 13 de enero de 1964 fue nombrado Arzobispo de Cracovia por Pablo VI, quien le hizo cardenal el 26 de junio de 1967, con el título de San Cesareo en Palatio, Diaconía elevada pro illa vice a título presbiteral. Además de participar en el Concilio Vaticano II (1962-1965), con una contribución importante en la elaboración de la constitución Gaudium et spes, el Cardenal Wojtyła tomó parte en las cinco asambleas del Sínodo de los Obispos anteriores a su pontificado. Los cardenales reunidos en Cónclave le eligieron Papa el 16 de octubre de 1978. Tomó el nombre de Juan Pablo II y el 22 de octubre comenzó solemnemente su ministerio petrino como 263 sucesor del Apóstol Pedro. Su pontificado ha sido uno de los más largos de la historia de la Iglesia y ha durado casi 27 años. Juan Pablo II ejerció su ministerio petrino con incansable espíritu misionero, dedicando todas sus energías, movido por la "sollicitudo omnium Ecclesiarum" y por la caridad abierta a toda la humanidad. Realizó 104 viajes apostólicos fuera de Italia, y 146 por el interior de este país. Además, como Obispo de Roma, visitó 317 de las 333 parroquias romanas. Más que todos sus predecesores se encontró con el pueblo de Dios y con los responsables de las naciones: más de 17.600.000 peregrinos participaron en las 1166 Audiencias Generales que se celebran los miércoles. Ese numero no incluye las otras audiencias especiales y las ceremonias religiosas [más de 8 millones de peregrinos durante el Gran Jubileo del año 2000] y los millones de fieles que el Papa encontró durante las visitas pastorales efectuadas en Italia y en el resto del mundo. Hay que recordar también las numerosas personalidades de gobierno con las que se entrevistó durante las 38 visitas oficiales y las 738 audiencias o encuentros con jefes de Estado y 246 audiencias y encuentros con Primeros Ministros. Su amor a los jóvenes le impulsó a iniciar en 1985 las Jornadas Mundiales de la Juventud. En las 19 ediciones de la JMJ celebradas a lo largo de su pontificado se reunieron millones de jóvenes de todo el mundo. Además, su atención hacia la familia se puso de manifiesto con los encuentros mundiales de las familias, inaugurados por él en 1994. Juan Pablo II promovió el diálogo con los judíos y con los representantes de las demás religiones, convocándolos en varias ocasiones a encuentros de oración por la paz, especialmente en Asís. Bajo su guía, la Iglesia se acercó al tercer milenio y celebró el Gran Jubileo del año 2000, según las líneas indicadas por él en la carta apostólica Tertio millennio adveniente; y se asomó después a la nueva época, recibiendo sus indicaciones en la carta apostólica Novo millennio ineunte, en la que mostraba a los fieles el camino del tiempo futuro. Con el Año de la Redención, el Año Mariano y el Año de la Eucaristía, promovió la renovación espiritual de la Iglesia. Realizó numerosas canonizaciones y beatificaciones para mostrar innumerables ejemplos de santidad de hoy, que sirvieran de estímulo a los hombres de nuestro tiempo: celebró 147 ceremonias de beatificación -en las que proclamó 1338 beatos- y 51 canonizaciones, con un total de 482 santos. Proclamó a santa Teresa del Niño Jesús Doctora de la Iglesia. Amplió notablemente el Colegio cardenalicio, creando 231 cardenales (más uno "in pectore", cuyo nombre no se hizo público antes de su muerte) en 9 consistorios. Además, convocó 6 reuniones plenarias del colegio cardenalicio. Presidió 15 Asambleas del Sínodo de los obispos: 6 generales ordinarias (1980, 1983, 1987, 1990, 1994 y 2001), 1 general extraordinaria (1985) y 8 especiales (1980, 1991, 1994, 1995, 1997, 1998 (2) y 1999). Entre sus documentos principales se incluyen: 14 Encíclicas, 15 Exhortaciones apostólicas, 11 Constituciones apostólicas y 45 Cartas apostólicas. Promulgó el Catecismo de la Iglesia Católica, a la luz de la Revelación, autorizadamente interpretada por el Concilio Vaticano II. Reformó el Código de Derecho Canónico y el Código de Cánones de las Iglesias Orientales; y reorganizó la Curia Romana. Publicó también cinco libros como doctor privado: "Cruzando el umbral de la esperanza" (octubre de 1994);"Don y misterio: en el quincuagésimo aniversario de mi ordenación sacerdotal" (noviembre de 1996); "Tríptico romano - Meditaciones", libro de poesías (marzo de 2003); “¡Levantaos! ¡Vamos!” (mayo de 2004) y “Memoria e identidad” (febrero de 2005). Juan Pablo II falleció el 2 de abril de 2005, a las 21.37, mientras concluía el sábado, y ya habíamos entrado en la octava de Pascua y domingo de la Misericordia Divina. Desde aquella noche hasta el 8 de abril, día en que se celebraron las exequias del difunto pontífice, más de tres millones de peregrinos rindieron homenaje a Juan Pablo II, haciendo incluso 24 horas de cola para poder acceder a la basílica de San Pedro. El 28 de abril, el Santo Padre Benedicto XVI dispensó del tiempo de cinco años de espera tras la muerte para iniciar la causa de beatificación y canonización de Juan Pablo II. La causa la abrió oficialmente el cardenal Camillo Ruini, vicario general para la diócesis de Roma, el 28 de junio de 2005. El Papa Benedicto XVI lo beatificó el 1 de mayo de 2011. El Santo Padre Francisco lo canonizó, junto a Juan XXIII, el 27 de abril del 2014.
LECTIO Primera lectura: Romanos 7,18-25a Hermanos: 18 Y bien sé yo que no hay en mí -es decir, en lo que respecta a mis apetitos desordenados- cosa buena. En efecto, el querer el bien está a mi alcance, pero el hacerlo no. 19 Pues no hago el bien que quiero, sino el mal que aborrezco. 20 Y si hago el mal que no quiero, no soy yo quien lo hace, sino la fuerza del pecado que actúa en mí. 21 Así que descubro la existencia de esta ley: cuando quiero hacer el bien, se me impone el mal. 22 En mi interior me complazco en la ley de Dios, 23 pero experimento en mí otra ley que lucha contra el dictado de mi mente y me encadena a la ley del pecado que está en mí. 24 ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo, que es portador de muerte? 25 ¡Tendré que agradecérselo a Dios por medio de Jesucristo, nuestro Señor.
*» El capítulo 7 de la carta de Pablo a los cristianos de Roma tal vez sea el más dramático, entre otras razones porque el apóstol considera en él no tanto la condición espiritual de la humanidad como nuestra situación de cristianos, salvados por la fe, pero siempre en lucha para la consecución de la salvación. No basta, en efecto, con conocer la ley de Dios para observarla; no basta tampoco -sería un irenismo espiritual desviado- con saber que la fe es capaz de salvarnos mediante un acto de abandono total al amor misericordioso de Dios. No basta siquiera con hacer nuestro, por medio de la fe, el misterio pascual de Jesús, que anima y sostiene asimismo la vida de todo verdadero discípulo suyo. El discurso de Pablo se hace ahora mucho más concreto y personal, diríamos que casi autobiográfico. En efecto, se trata de una descripción en primera persona del singular que, por una parte, nos permite entrar en el drama de Pablo y, por otra, nos ayuda a vivir con plena conciencia nuestro drama personal. Es cierto que hemos sido liberados de una terrible esclavitud -la del pecado y Satanás-, pero es igualmente cierto que día tras día estamos expuestos a otra esclavitud, la de la carne, la del mal, la de nuestros deseos más bajos. En consecuencia, no podemos dejar de compartir el tono de esta página paulina ni dejar de considerarla también como plenamente nuestra. Basta releerla con honestidad para sentirnos implicados personalmente en las reflexiones, en las angustias y en el anhelo profundo que sube del corazón de Pablo: «¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo, que es portador de muerte?» (v. 24). En esta exclamación y en esta pregunta reconocemos todo el drama de Pablo, todo nuestro drama.
Evangelio: Lucas 12,54-59 En aquel tiempo, 54 Jesús se puso a decir a la gente: -Cuando veis levantarse una nube sobre el poniente decís en seguida: «Va a llover», y así es. 55 Y cuando sentís soplar el viento del sur, decís: «Va a hacer calor», y así sucede. 56 ¡Hipócritas! Si sabéis discernir el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo es que no sabéis discernir el tiempo presente? 57 ¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo? 58 Cuando vayas con tu adversario para comparecer ante el magistrado, procura arreglarte con él por el camino, no sea que te arrastre hasta el juez, el juez te entregue al alguacil y el alguacil te meta en la cárcel. 59 Te digo que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último céntimo.
*•• Jesús se dirige «a la gente»: a todos incumbe, en efecto, el deber de saber discernir «el tiempo presente» (v. 56), que es un tiempo providencial y dramático; a todos concierne saber juzgar «lo que es justo» (v. 57), o sea, lo que en su vida está de acuerdo o no con la voluntad de Dios. El presente discurso sobre «los signos de los tiempos» no hemos de considerarlo, por consiguiente, como abstracto o académico; al contrario, Jesús pretende llamar nuestra atención sobre la extrema seriedad de la vida que llevamos, de la historia que estamos viviendo. Se trata de una instancia evangélica que se repite, ésta: quien no la acepta y no se esfuerza en vivirla merece directamente de Jesús el calificativo de «hipócrita». No se trata, según Jesús, de una mera incapacidad para leer los «signos de los tiempos»: diríase que en ellos hay una evidencia inmediata que ni siquiera los ciegos pueden negar. Tampoco se trata, aquí, de la actitud pecaminosa de quienes viven como si no existiera Dios o, mejor, como si no hubiera venido Jesús a nosotros y, por consiguiente, como si la luz del Evangelio no iluminara a cada hombre que viene a este mundo. Se trata, más bien, de hipocresía: la actitud de quien ve los signos pero no quiere comprenderlos, esto es, no quiere aceptar su evidencia, ni siquiera quiere dejarse rozar por la luz que éstos desprenden. Los verbos que Jesús usa son «saber», «discernir», «juzgar», y este relieve hace aún más evidente el significado de las parábolas de Jesús. Como es obvio, se trata de los signos que se manifiestan en la vida de Jesús, y no es difícil comprender cuáles son. Ciertamente, los signos de las acciones milagrosas realizadas por él; ciertamente, los signos muy fuertes, en ocasiones, de sus palabras, de algunas de sus palabras; ciertamente, los signos anexos a toda su existencia terrena (vida oculta de Nazaret y vida pública en Palestina). Pero se trata, sobre todo, de ese «signo» que ha sido y sigue siendo todavía la vida de Jesús considerada en su totalidad. Como los profetas de cierto tiempo, también Jesús es una profecía viva, una persona hecha profecía.
MEDITATIO Pocas páginas como la que nos propone hoy san Pablo son capaces de expresar con un carácter más incisivo el drama que se consuma en el interior de cada creyente. Así es, porque la lucha entre el bien y el mal no se desarrolla sólo fuera de nosotros, sino que llega hasta el interior de cada uno. El hombre se presenta despedazado en lo profundo de su ser entre la atracción del bien, por el que se siente irresistiblemente fascinado como la verdadera patria de su corazón, y del mal que le asedia, le rodea y le seduce con mil apariencias atractivas. Pablo, intérprete capacitado de este trasiego, llega a exclamar: «¡Desdichado de mí!», y a sentir todavía con más fuerza el deseo de una paz que aplaque toda disidencia. Ahora bien, el apóstol no se detiene aquí. Va más allá y nos señala la verdadera originalidad del creyente: a él se le concede mirarse y examinarse no bajo un cielo vacío e implacable, sino bajo la mirada de Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo. Sería desesperante tomar conciencia sólo de nuestros propios desgarros. El hombre de fe advierte con mayor agudeza el drama de su estar dividido, desgarrado, pero sabe también que hay remedio para todo esto, porque ya no está solo. Jesús, nuestra paz, ha venido a ponerse en el corazón de nuestra aventura humana, para que hasta en el fondo del abismo podamos sentirnos como hijos amados. El cristiano, si bien experimenta de una manera muy dolorosa su ser pecador, sabe también que ésta no es la última palabra sobre su condición. En consecuencia, puede y debe dejar brotar de su corazón una plena acción de gracias, porque toda nuestra vida es ahora eucaristía al Padre por medio de Jesucristo.
ORATIO Piedad, Señor, por mi pereza a la hora de satisfacer las necesidades ajenas; por mi superficialidad, que no es capaz de percibir el llanto de los pobres; por mi tranquilo vivir frente a injusticias incómodas; por tantas palabras inútiles, que se han quedado como vocablos sin corazón. Piedad, Señor, por mi orgullo, incapaz de juicios imparciales; por mi intromisión, que ha arrebatado a otros su espacio vital; por haberme servido de las ideas de los otros para manifestar sus debilidades; por haber sido un censor rígido de los fallos ajenos y olvidar los míos de una manera culpable. Piedad, Señor, por mis infidelidades cotidianas, por mi ingratitud -que ha tomado por descontado todo bien-, por mi presunción intolerante frente a la desaprobación, por haber pasado junto a quien estaba solo sin hacerme su prójimo. Piedad pido a la humanidad, y a ti, Señor, la libertad.
CONTEMPLATIO Nadie como san Pablo ha mostrado lo que es el hombre, nadie como él ha puesto de relieve la grandeza de su naturaleza y las capacidades con las que está dotado. Cada día se entregaba por completo y hacía frente a los peligros que le asediaban con un coraje siempre renovado, como atestiguan sus mismas palabras: «Olvidando lo que he dejado atrás, me lanzo de lleno a la consecución de lo que está delante» (Flp 3,13). Y frente a la perspectiva de la muerte, invita a los otros a compartir su alegría diciendo: «Alegraos también vosotros y regocijaos conmigo» (2,18). Exulta de nuevo en medio de los peligros, de las injurias y de las humillaciones, y escribe a los corintios: «Y me complazco en soportar por Cristo flaquezas, oprobios, necesidades, persecuciones y angustias» (2 Cor 12,10). Para Pablo, sólo había que tener miedo y huir de una cosa: ofender a Dios; sólo había que desear una cosa: complacerle. Y no sólo no le atraían los bienes terrenos, sino ni siquiera los bienes eternos. De ahí se deduce qué ardiente era su amor a Cristo. Fascinado por él, no se dejó conquistar por la grandeza de los ángeles y de los arcángeles, ni por ninguna otra cosa. Tenía en sí mismo algo más grande que todo eso: el amor de Cristo. Con este amor se consideraba el más feliz de los hombres. Con este amor prefería estar entre los hombres; más aún, entre los despreciados, antes que estar sin él entre las personas de más autoridad y más honradas. Faltarle este amor habría sido para san Pablo la única verdadera pena, el infierno, el castigo, el mal infinito. Todas las cosas de aquí abajo que no le comunicaban este amor le parecían carentes de sentido -ni penosas ni agradables-. Despreciaba todas las realidades visibles, del mismo modo que se hace poco caso de una planta que se marchita. Los pueblos agitados y sus jefes le parecían grandes como insectos. La muerte, los suplicios, los tormentos, le parecían juegos de niños, con tal de sufrir por Cristo. Habría considerado como un premio salir de este mundo para estar con Cristo; permanecer en la carne significaba para él un combate continuo. Sin embargo, eligió precisamente esto, considerándolo necesario para él. Permanecer separado de Cristo representaba para él una lucha y un sufrimiento mucho más pesados que todo lo demás. Estar con él era el final de la lucha, el premio de la fatiga. Y Pablo eligió el combate por amor a Cristo (Juan Crisóstomo, Le lodi di san Paolo, homilía 2, en PG 50, cois. 447-481, passim).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo, que es portador de muerte?» Rom 7,24).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL El cristiano parte de un núcleo inicial: Dios es Palabra, Verbo, Palabra personal del Padre, Palabra creadora, Palabra que es vida y luz para los hombres. Esta palabra se ha hecho carne, es decir, ha penetrado en la criatura humana; carne designa aquí a la criatura en su extrema debilidad, casi ¡unto a los confines de la nada. El sentido de es el hecho inicial es que tal condescendencia tuvo lugar para nuestra elevación, que este empobrecimiento tuvo lugar para enriquecernos, que esta humillación es nuestra más elevada promoción. Aquí se revela una línea constante del obrar de Dios: a él le gusta revestir las cosas más grandes con los vestidos más humildes y modestos. También la ciencia se ha dado cuenta de ello, y para penetrar en el fondo del misterio de la naturaleza ha pasado de la investigación sobre las cosas inmensas a la meditación sobre lo infinitamente pequeño: el átomo. ¡Qué formidable cantidad de energía se libera en pocos segundos del átomo! ¡Qué formidable cantidad de energía emana de la Palabra de Dios, que ha creado el átomo! La Palabra de Dios es como el átomo, como la semilla. Bajo su aparente simplicidad y pobreza esconde una complejidad máxima, una capacidad máxima de transformación del hombre y de la vida. La parábola que estamos comentando, tras haber trazado la procedencia, la riqueza, las intenciones de la palabra, presenta su drama: la semilla puede morir, la puede matar precisamente el ambiente que debería haberla hecho vivir. La Palabra de Dios puede ser aniquilada en cada uno de nosotros, orque Dios ofrece sus dones, pero no los impone, porque Dios, que nos ha dado la libertad, ni la retoma ni la pisotea. La libertad, sumo valor, se convierte así en algo que la hace más grande: riesgo, riesgo para el hombre y riesgo para Dios (G. Beviíacqua, La parola ai padre Giulio Beviíacqua, Brescia 1967, pp. 28ss). |
Sábado de la 29ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Romanos 8,1-11 Hermanos: 1 Ya no pesa, por tanto, condenación alguna sobre los que viven en Cristo Jesús. 2 La ley del Espíritu vivificador me ha liberado por medio de Cristo Jesús de la ley del pecado y de la muerte. 3 Pues lo que era imposible para la ley, a causa de la fragilidad humana, lo realizó Dios enviando a su propio Hijo con una naturaleza semejante a la del pecado. Es más, se hizo sacrificio de expiación por el pecado y dictó sentencia contra él a través de su propia naturaleza mortal, 4 para que, así, los que vivimos no según nuestros desordenados apetitos, sino según el Espíritu, cumplamos la ley en plenitud. 5 Los que viven según sus apetitos subordinan a ellos su sentir, mas los que viven según el Espíritu sienten lo que es propio del Espíritu. 6 Ahora bien, sentir según los propios apetitos lleva a la muerte; sentir conforme al Espíritu conduce a la vida y a la paz. 7 Y es que nuestros desordenados apetitos están enfrentados a Dios, puesto que ni se someten a su ley ni pueden someterse. 8 Así pues, los que viven entregados a sus apetitos no pueden agradar a Dios. 9 Pero vosotros no vivís entregados a tales apetitos, sino que vivís según el Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, es que no pertenece a Cristo. 10 Ahora bien, si Cristo está en vosotros, aunque el cuerpo esté sujeto a la muerte a causa del pecado, el espíritu vive por la fuerza salvadora de Dios. 11 Y si el Espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el mismo que resucitó a Jesús de entre los muertos hará revivir vuestros cuerpos mortales por medio de ese Espíritu suyo que habita en vosotros.
**• La liturgia de la Palabra nos hará leer, a partir de hoy, la totalidad del capítulo 8 de la carta de Pablo a los Romanos. A buen seguro, es el capítulo más bello de todo el escrito; incluso, según no pocos estudiosos, es uno de los capítulos más bellos de todo el Nuevo Testamento. Su belleza procede también del contraste con el capítulo anterior, dotado de tonos extremadamente dramáticos, como ya hemos visto. A contraluz, las reflexiones de Pablo resultan ahora mucho más iluminadoras y reconfortantes. El hombre es «carnal», es decir, esclavo del egoísmo que le conduce al pecado y a la muerte. Pero ahora vive bajo una ley nueva, «la ley del Espíritu vivificador me ha liberado por medio de Cristo Jesús» (y. 2). Los exégetas señalan que esta expresión es una síntesis de las famosas profecías de Jeremías (31,33) y de Ezequiel (36,27; 37,14). El creyente, renovado y transformado por el Espíritu de Dios, que le ha sido dado por Jesús, puede obedecer ahora a la voluntad de Dios, y ello no ya por una constricción externa, sino por la ley interior de su nueva vida. Bien dijo santo Tomás de Aquino que «la ley del Nuevo Testamento es el Espíritu». A partir de esta primera afirmación, el discurso de Pablo se desarrolla de manera lineal y lógica. En el centro de su pensamiento se encuentra, como es obvio, el magno acontecimiento de la encarnación del Verbo: «Pues lo que era imposible para la ley, a causa de la fragilidad humana, lo realizó Dios enviando a su propio Hijo con una naturaleza semejante a la del pecado. Es más, se hizo sacrificio de expiación por el pecado y dictó sentencia contra él a través de su propia naturaleza mortal» (v. 3). La vida cristiana es, por consiguiente, vida «espiritual», en el sentido más fuerte de la expresión: el cristiano, precisamente porque ha hecho suya la «ley del Espíritu» y porque el Espíritu habita en él, vive según el Espíritu, piensa en las cosas del Espíritu, alimenta los deseos del Espíritu, siente que pertenece al Espíritu y vive con la esperanza de experimentar el poder del Espíritu de Dios, que le hará resucitar de los muertos y partícipe de la gloria de Dios.
Evangelio: Lucas 13,1-9 En aquel tiempo, 1 llegaron unos a contarle lo de aquellos galileos, a quienes Pilato había hecho matar mezclando su sangre con la de los sacrificios que ofrecían. 2 Jesús les dijo: -¿Creéis que aquellos galileos murieron así por ser más pecadores que los demás? 3 Os digo que no; más aún, si no os convertís, también vosotros pereceréis del mismo modo. 4 Y aquellos dieciocho que murieron al desplomarse sobre ellos la torre de Siloé ¿creéis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? 5 Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis igualmente. 6 Jesús les propuso esta parábola: -Un hombre había plantado una higuera en su viña, pero cuando fue a buscar fruto en la higuera no lo encontró. 7 Entonces dijo al viñador: Hace ya tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. ¡Córtala! ¿Por qué ha de ocupar terreno inútilmente? 8 El viñador le respondió: «Señor, déjala todavía este año; yo la cavaré y le echaré abono, 9 a ver si da fruto en lo sucesivo; si no lo da, entonces la cortarás».
*•• Según un esquema frecuente en Lucas, después de una afirmación de Jesús sigue una ilustración por medio de una parábola. La enseñanza global es la siguiente: los signos de los tiempos deben ser leídos e interpretados no sólo en la vida de Jesús, sino también en nuestra historia, en nuestra vida personal. Sin embargo, es preciso estar en guardia contra el peligro de las pseudolecturas, dictadas más bien por nuestros preconceptos, del mismo modo que los contemporáneos de Jesús se dejaron desviar por una concepción de la retribución personal superada ahora, pretendiendo percibir en algunas calamidades un castigo de Dios dirigido contra los que las han sufrido. Se trataba en esta ocasión de la matanza ordenada por Pilato de unos que estaban ofreciendo sus sacrificios en el templo, además del accidente fortuito de «aquellos dieciocho» que murieron aplastados bajo la torre de Siloé. El razonamiento de algunas personas anónimas que fueron a contarle estos hechos a Jesús está totalmente superado ahora: no es que Dios sea justo y se manifieste como tal porque ha castigado a esas personas, demostrando así que eran pecadoras. Jesús rechaza esa interpretación tan mezquina y simplista (cf. asimismo Jn 9,2ss); es más, afirma que esos hombres no eran peores que los otros. La desgracia que se ha abatido sobre ellos es sólo la señal del juicio que incumbe a todos. Se trata, por tanto, de un aviso de Dios dirigido a todos, también a nosotros, para que sepamos interpretar correctamente no los hechos de una historia pasada, sino unos hechos que sirven de contrapunto a la historia presente. La invitación de Jesús es, por consiguiente, clara e ineludible: urge convertirse a partir de una lectura inteligente de los signos de los tiempos, de los tiempos en los que vivimos, reconociendo también en ellos la presencia discreta, pero eficaz, de Dios, la presencia escondida, pero real, del Señor resucitado, la presencia de sus testigos. Todas estas presencias son otras tantas luces que iluminan nuestro camino.
MEDITATIO No acabaremos nunca de leer el capítulo 8 de la Carta a los Romanos... En ella oímos resonar palabras verdaderas, capaces de dar razón del mal que hay en nosotros, pero, sobre todo, de abrirnos a la esperanza en virtud de la maravillosa realidad de nuestra liberación del pecado llevada a cabo por medio de Cristo Jesús. Nosotros estamos ahora bajo el señorío del Espíritu y se nos pide que vivamos según esta nueva modalidad. El Espíritu de Dios, en efecto, no permanece inactivo en nosotros. Somos nosotros quienes, distraídos y superficiales, nos dejamos distraer de la realidad de su presencia, fuente de paz, manantial de alegría, luz que proporciona una sensibilidad nueva para las palabras y los caminos de Dios. El Espíritu pone en marcha una fuerza irresistible y suave que nos guía a la verdad completa y nos libera de los vínculos de la «carne». Ponernos cada vez más bajo el suave yugo del Espíritu es el camino de conversión al que estamos llamados. Nos lo recuerda también el fragmento evangélico en el que Jesús nos invita a reflexionar sobre algunos acontecimientos dramáticos. Todo debería impulsarnos a alcanzar la linfa buena del Espíritu que nos permita dar frutos buenos para nosotros y para los hermanos. Nadie, sin embargo, puede sustituirnos en la aceptación de las invitaciones que, continuamente, se nos dirigen para que nos adentremos en alta mar y nos dejemos conducir por el soplo del Espíritu en el gran mar de la libertad y del amor.
ORATIO «Si no os convertís, también vosotros pereceréis del mismo modo». Si la historia humana en su locura homicida que te mata ve sólo un pueblo, la historia divina ve en ese pueblo a todos nosotros. Oh Señor, haz que no pensemos nunca: «Yo soy mejor que los otros». Si la historia humana encuentra pocos responsables para el dolor del mundo, para las persecuciones de tantos inocentes, para las penurias de muchos hambrientos, para el horror del odio que reina en diferentes frentes de la tierra, la historia divina nos encuentra en esos pocos a todos nosotros. Oh Señor, haz que no digamos nunca: «Estamos en nuestro sitio». Si la historia humana considera que unos pocos malvados son causa de una sonrisa perdida y nunca vista, de una paz sólo soñada a causa de miedos infinitos, de una esperanza truncada por la droga mortífera, de niñas destruidas por la trata inhumana, de vidas radiantes marcadas por la muerte de guerras sin fin, la historia divina reconoce en esos malvados a todos nosotros. Oh Señor, haz que nos convirtamos, para ser testigos tuyos en un mundo que se siente fatigado de amar.
CONTEMPLATIO Al ver Dios que el temor arruinaba el mundo, trató inmediatamente de volverlo a llamar con amor, de invitarlo con su gracia, de sostenerlo con su caridad, de vinculárselo con su afecto. Por eso purificó la tierra, afincada en el mal, con un diluvio vengador y llamó a Noé padre de la nueva generación, persuadiéndolo con suaves palabras, ofreciéndole una confianza familiar, al mismo tiempo que le instruía piadosamente sobre el presente y le consolaba con su gracia, respecto al futuro. Y no le dio ya órdenes, sino que con el esfuerzo de su colaboración encerró en el arca las criaturas de todo el mundo, de manera que el amor que surgía de esta colaboración acabase con el temor de la servidumbre y se conservara con el amor común lo que se había salvado con el común esfuerzo. Por eso también llamó a Abrahán de entre los gentiles, engrandeció su nombre, lo hizo padre de la fe, lo acompañó en el camino, lo protegió entre los extraños, le otorgó riquezas, lo honró con triunfos, se le obligó con promesas, lo libró de injurias, se hizo su huésped bondadoso, lo glorificó con una descendencia de la que ya desesperaba: todo ello para que, rebosante de tantos bienes, seducido por tamaña dulzura de la caridad divina, aprendiera a amar a Dios y no a temerlo, a venerarlo con amor y no con temor. Por eso también consoló en sueños a Jacob en su huida, y a su regreso le incitó a combatir y lo retuvo con el abrazo del luchador, para que amase al padre de aquel combate y no lo temiese. Y, asimismo, interpeló a Moisés en su lengua vernácula, le habló con paterna caridad y le invitó a ser el liberador de su pueblo. Pero así que la llama del amor divino prendió en los corazones humanos y toda la ebriedad del amor de Dios se derramó sobre los humanos sentidos, satisfecho el espíritu por todo lo que hemos recordado, los hombres comenzaron a querer contemplar a Dios con sus ojos carnales. Pero la angosta mirada humana ¿cómo iba a poder abarcar a Dios, al que no abarca todo el mundo creado? La exigencia del amor no atiende a lo que va a ser o a lo que debe o puede ser. El amor ignora el juicio, carece de razón, no conoce la medida. El amor no se aquieta ante lo imposible, no se remedia con la dificultad. El amor es capaz de matar al amante si no puede alcanzar lo deseado; va a donde se siente arrastrado, no a donde debe ir. El amor engendra el deseo, se crece con el ardor y, por el ardor, tiende a lo inalcanzable. ¿Y qué más? El amor no puede quedarse sin ver lo que ama: por eso los santos tuvieron en poco todos sus merecimientos si no iban a poder ver a Dios. Moisés se atreve por ello a decir: Si he obtenido tu favor, enséñame tu gloria. Y otro dice también: Déjame ver tu figura. Incluso los mismos gentiles modelaron sus ídolos para poder contemplar con sus propios ojos lo que veneraban en medio de errores (Pedro Crisólogo, Sermón 147, PL 52, 594ss).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, es que no pertenece a Cristo» (Rom 8,9).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Este Espíritu de Cristo, al venir al creyente, a través de los sacramentos, la Palabra y todos los demás medios a su disposición, en la medida en que es acogido y secundado, es capaz de cambiar aquella situación interior que la ley no podía modificar. He aquí como sucede esto. Mientras el hombre vive «para sí mismo», o sea, en régimen de pecado, Dios se le muestra inevitablemente como un antagonista y como un obstáculo. Hay, entre él y Dios, una sorda enemistad que la ley no hace más que poner en evidencia. El hombre «ansia» con concupiscencia, quiere determinadas cosas, y Dios es el que, a través de sus mandamientos, le cierra el camino, oponiéndose a sus deseos con los propios: «Tú debes» y «Tú no debes». La tendencia a lo bajo significa rebeldía contra Dios, pues no se somete a la Ley de Dios (Rom 8, 7). El hombre viejo se revuelve contra su creador y, si pudiera, querría incluso que no existiera. Basta que - o por culpa nuestra, o por contraposición, o por simple permisión de Dios- nos falte a veces el sentimiento de la presencia de Dios, para descubrir inmediatamente que no sentimos en nosotros más que ira y rebelión y todo un frente de hostilidad contra Dios y contra los hermanos que surge de la antigua raíz de nuestro pecado, hasta ofuscar el espíritu y darnos miedo a nosotros mismos. Y esto hasta que no estemos establecidos para siempre en esa situación de completa paz, en la que -como dice Juliana de Norwich- se está «plenamente contento de Dios, de todas sus obras, de todos sus juicios, contentos y en paz con nosotros mismos, con todos los hombres y con todo lo que Dios ama» (capítulo 49). Cuando, en la situación unas veces de paz y otras de contraposición que caracteriza la vida presente, el Espíritu Santo viene y toma posesión del corazón, entonces tiene lugar un cambio. Si antes el hombre tenía clavado en el fondo del corazón «un sordo rencor contra Dios», ahora el Espíritu viene a él de parte de Dios, le atestigua que Dios le es verdaderamente favorable y benigno, que es su «aliado», no su enemigo; le pone ante sus ojos todo lo que Dios ha sido capaz de hacer por él y cómo no se ha reservado ni a su propio Hijo. El Espíritu lleva al corazón del hombre «el amor de Dios» (cf. Rom 5,5). De esta manera, suscita en él como otro hombre que ama a Dios y cumple a gusto lo que Dios le manda [cf. Lutero, Sermón de Pentecostés, ed. Weimar 12, p. 586ss). Por lo demás, Dios no se limita sólo a mandarle hacer o dejar de hacer, sino que él mismo hace con él y en él lo que manda. La ley nueva que es el Espíritu es mucho más que una «indicación» de voluntad; es una «acción», un principio vivo y activo. La ley nueva es la vida nueva. Por eso, mucho más a menudo que ley, se denomina gracia: ¡Ya no estáis en régimen de ley, sino en régimen de gracia! (Rom 6, 14) (R. Cantaíamessa, La vida en el señorío de Cristo, Edicep, Valencia 1988, pp. 162-163). |
30° domingo del tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Jeremías 31,7-9 7 Así dice el Señor: ¡Gritad de alegría por Jacob! ¡Ensalzad a la capitana de las naciones! ¡Que se escuche vuestra alabanza! Decid: «El Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel». 8 Yo los traeré del país del norte, los reuniré de los extremos de la tierra: entre ellos hay cojos, ciegos, mujeres embarazadas y a punto de dar a luz; retorna una gran multitud. 9 Vuelven entre llantos, agradecidos porque retornan; los conduciré a corrientes de agua por un camino llano en el que no tropezarán, porque soy un padre para Israel y Efraín es mi primogénito.
*» Este oráculo de salvación se encuentra en el llamado «Libro de las consolaciones» (capítulos 30-33) de Jeremías, en el que el profeta da voz a la palabra de consuelo que el Señor dirige al pueblo, lacerado por la división en dos reinos y llagado por el sufrimiento del exilio. YHWH promete la curación, la restauración, un nuevo incremento y el envío de un príncipe que será verdadero mediador y garante de la alianza (30,17-22). El fragmento de hoy marca la cumbre de la promesa. La buena noticia de la repatriación de los exiliados prorrumpe como un himno de exultación al que están invitadas a unirse todas las naciones, puesto que el Señor quiere que todo el mundo conozca su obra de salvación en favor del pueblo elegido y participe en su alegría. Aparece aquí el tema del «resto de Israel», que en los profetas es, al mismo tiempo, signo de esperanza y advertencia: habrá siempre en el pueblo una parte que se mantendrá fiel al Señor o volverá a él por medio de la conversión, y por eso podrá superar todas las tormentas de la historia (cf. Is 7,3). Ahora viene el Señor a reunir a todo este «resto» de la tierra del exilio y de toda dispersión, para llevarlo de nuevo a su tierra. Su Palabra abre la mirada del corazón a la visión del retorno de una multitud de gente no apta para el camino (v. 8b): hay quien no tiene ojos para ver el camino y quien no tiene piernas válidas para recorrerlo, pero YHWH renovará los prodigios del éxodo (cf. Ex 17,1-7; Is 43,19) para que los suyos no padezcan la fe, la fatiga, las asperezas del camino. Su afectuosa presencia de apoyo y consuelo es el verdadero consuelo de cuantos «habían partido llorando», puesto que no cesa de rodear a Israel con amor de predilección. El pueblo de Dios, confiando en este afecto inmutable, no tropezará nunca en el camino de la vida, a pesar de sus flaquezas.
Segunda lectura: Hebreos 5,1-6 1 Todo sumo sacerdote, en efecto, es tomado de entre los hombres y puesto al servicio de Dios en favor de los hombres, a fin de ofrecer dones y sacrificios por los pecados. 2 Es capaz de ser misericordioso con los ignorantes y los extraviados, ya que él también está lleno de flaquezas, 3 y a causa de ellas debe ofrecer sacrificios por los pecados propios a la vez que por los del pueblo. 4 Nadie puede arrogarse esta dignidad, sino aquel a quien Dios llama, como ocurrió en el caso de Aarón. 5 Así también Cristo no se apropió la gloria de ser sumo sacerdote, sino que Dios mismo le había dicho: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. 6 O como dice también en otro lugar: Tú eres sacerdote para siempre a la manera de Melquisedec.
**• Después de haber presentado a Cristo como sumo sacerdote misericordioso (4,14-16), el autor de la carta a los Hebreos aclara ahora el significado y la legitimidad de tal sacerdocio en el marco de las instituciones judías. El servicio sacerdotal es tributado a Dios, en efecto, por un hombre, «en favor de los hombres», es decir, para interceder por el perdón de los pecados mediante la ofrenda de «dones y sacrificios» (v. 1). Por otra parte, el sumo sacerdote debe ser misericordioso, pues la conciencia de sus propias flaquezas le enseña una justa compasión por la debilidad y la ceguera espiritual -«ignorancia» y «extravío»- de los que se equivocan (vv. 2ss). La importancia de esta función mediadora es de tal tipo que no puede ser fruto de una libre iniciativa personal: es respuesta a una llamada precisa de Dios (v. 4). Tras haber enumerado las condiciones requeridas para ser sacerdote, el autor sagrado muestra cómo responde Cristo perfectamente a estos requisitos. Ya ha hablado de su humanidad real (4,15 y la manifestará aún en los vv. 7ss): Jesús conoce bien nuestras flaquezas, puesto «que las ha experimentado todas, excepto el pecado ». Ahora bien, puesto que está libre de él, puede comprender toda su gravedad y ofrecerse a sí mismo para liberarnos a nosotros, pecadores (9,13ss). Más difícil es demostrar a los judíos la legitimidad del sacerdocio de Cristo, dado que no pertenecía a la estirpe de Aarón; sin embargo, las Escrituras atestiguan también otra modalidad diferente de servicio sacerdotal agradable a Dios, el llevado a cabo por Melquisedec, rey de Salen. Refiriéndose a este ejemplo, el autor de la carta cita el salmo 109,4, donde el Mesías prometido es declarado por Dios no sólo su hijo, sino también sacerdote para siempre, como lo fue el rey Melquisedec. Jesús es, por consiguiente, Rey-Mesías («Cristo» en griego) y al mismo tiempo sacerdote, y ejerce por eso con toda justicia la mediación entre Dios y los hombres que estas dos funciones implicaban. Como mediador de una nueva y eterna alianza (9,15), puede redimirnos de los pecados con la ofrenda de su propia sangre y conducirnos así a la salvación y a la gloria, según la voluntad del Padre (2,10).
Evangelio: Marcos 10,46-52 En aquel tiempo, 46 llegaron a Jericó. Más tarde, cuando Jesús salía de allí acompañado por sus discípulos y por bastante gente, el hijo de Timeo, Bartimeo, un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. 47 Cuando se enteró de que era Jesús el Nazareno quien pasaba, se puso a gritar: -¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí! 48 Muchos le reprendían para que callara. Pero él gritaba todavía más fuerte: -¡Hijo de David, ten compasión de mí! 49 Jesús se detuvo y dijo: -Llamadlo. Llamaron entonces al ciego, diciéndole: -Ánimo, levántate, que te llama. 50 Él, arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús. 51 Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: -¿Qué quieres que haga por ti? El ciego le contestó: -Maestro, que recobre la vista. 52 Jesús le dijo: -Vete, tu fe te ha salvado. Y al momento recobró la vista y le siguió por el camino.
**• ¿Quién es Jesús? y, en consecuencia, ¿quién es el discípulo? Estas preguntas constituyen el eje del evangelio de Marcos; los diferentes episodios del camino hacia Jerusalén permiten intuir de un modo cada vez más claro la respuesta, y la perícopa de hoy -que precede al relato de la entrada de Jesús en la ciudad santa- nos ofrece importantes indicaciones. Bartimeo es un ciego que está sentado para mendigar en el camino, en los márgenes de la vida. La noticia del paso de Jesús hace renacer la esperanza en él, y grita para atraer la atención del rabí, invocándole con el título mesiánico de «hijo de David». De este modo profesa su creencia en que el Mesías está presente y puede salvarle. Se confía a él perdidamente, mendigando su misericordia: «¡Ten compasión de mí!». Los reproches que muchos le dirigen no sirven para hacerle callar: Bartimeo sabe que si deja pasar esta ocasión única no le quedará otra cosa que recaer en la oscuridad definitiva de una simple supervivencia. Entonces «Jesús se detuvo» (v. 49): él es alguien que puede comprender hasta lo más hondo el sufrimiento humano y la soledad que le acompaña; conoce el vislumbre de fe que alumbra ya el corazón de aquel ciego y viene a darle la luz plena. «Llamadlo». El entusiasmo del pobrecito es conmovedor: da un salto olvidándose de toda prudencia. También a él, como a los hijos de Zebedeo, se le dirige la misma pregunta: «¿Qué quieres que haga por ti?» (v. 51; cf. v. 36). Jesús puede colmar, en efecto, el deseo más profundo del corazón del hombre; el discípulo, en el diálogo que mantiene con él, debe tomar conciencia de lo que realmente quiere y asumir su responsabilidad. A la súplica del ciego le corresponde el milagro, puesto que Jesús le reconoce esa fe que constituye el ámbito en el que se manifiesta su poder divino. Y la fe lleva a la visión al que antes había creído sin ver, y después, una vez corroborado por la experiencia viva del encuentro con Jesús, se hace discípulo suyo y decide seguirle por el camino que le lleva hacia la pasión y la gloria (v. 52).
MEDITATIO ¡Cuántas veces nuestra historia personal o la consideración de las vicisitudes humanas nos produce la angustiosa impresión de un bamboleo de ciegos! Rodeados por una densa niebla de incertidumbres y contradicciones, incapaces de ver sentido alguno a lo que estamos viviendo, acabamos a menudo por desanimarnos y retirarnos a los márgenes de la vida para mendigar algunas migajas a los más afortunados, que parecen recorrer el camino sin obstáculos. Somos entonces nosotros esos pobres a quienes la Palabra viene a levantar de nuevo regalándoles la Buena Noticia: Jesús atraviesa los caminos del hombre, tiene compasión de nuestras flaquezas, comparte nuestra debilidad {cf. la segunda lectura). Dichosos nosotros si, tocados por el anuncio, somos capaces de gritar su nombre e invocar su misericordia. El amor no decepcionará nuestras expectativas. Jesús, sin embargo, nos interpela, nos pregunta qué es lo que queremos de verdad. Curar, «ver», es un compromiso, hemos de saberlo. Es un compromiso para nuestra fe, que debe crecer para abrirse al milagro, y una tarea para nuestro futuro. En efecto, el Señor es la luz de la vida y resplandece en nuestra oscuridad para hacer de nosotros seres vivos, para levantarnos del abatimiento, del estancamiento de quien se ha acostumbrado a unos límites estrechos. Jesús, que es el Camino, nos traza a nosotros, exiliados en la tierra extranjera de la infelicidad, el camino para volver a la patria de origen, a la comunión con el Padre: éste es el «camino recto » por el que no tropezará el que le sigue (cf. la primera lectura). Con todo, es menester pasar por la cruz, por la muerte a nosotros mismos. ¿Queremos ver de verdad y, una vez sanados, seguirle? Que el Señor ilumine los ojos de nuestro corazón «para que podamos comprender a qué esperanza nos ha llamado» y nos dé la alegría y la fuerza para recorrer, detrás de él, el camino que conduce a esa esperanza.
ORATIO Oh Cristo, nosotros te confesamos «Dios de Dios, luz de luz»: ven a alumbrar nuestras tinieblas. «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación», tú, Hijo eterno de Dios, bajaste a la tierra del exilio de nuestro pecado: ven aún a abrirnos el camino recto del retorno a la comunión con el Padre. Has asumido la frágil carne del hombre para poder compadecerte de nuestras flaquezas y ofrecerlas a Dios en tu sacrificio de amor: ayúdanos a acoger la misericordia que salva. Sabes que nosotros preferimos con frecuencia permanecer sentados mendigando cosas de poca monta, antes que esperar una vida en plenitud y hacer frente cada día al compromiso de gastarla en tu seguimiento. Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de nosotros. Queremos sanar de verdad, «ver» y caminar contigo, aceptando la cruz y anhelando la casa del Padre, a donde tú nos conduces con vigor y suavidad.
CONTEMPLATIO Amad al Señor. Amad, digo, esta luz tal como la amaba con un amor inmenso aquel que hizo llegar a Jesús su grito: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!». El ciego gritaba así mientras pasaba Jesús. Tenía miedo de que pasara Jesús y no le devolviera la vista. ¿Con qué ardor gritaba? Con un ardor tal que, mientras la gente le hacía callar, él continuaba gritando. Su voz triunfó sobre la de quienes se le oponían y retenían al Salvador. Mientras la muchedumbre producía estrépito y quería impedirle hablar, Jesús se detuvo. Amad a Cristo. Desead esa luz que es Cristo. Si aquel ciego deseó la luz física, mucho más debéis desear vosotros la luz del corazón. Elevemos a él nuestro grito no tanto con la voz física como con un recto comportamiento. Intentemos vivir santamente, redimensionemos las cosas del mundo. Que lo efímero sea como nada para nosotros. Cuando nos comportemos así, los hombres mundanos nos lo reprocharán como si nos amaran. Nos criticarán a buen seguro y, al vernos despreciar estas cosas naturales, estas cosas terrenas, nos dirán: «¿Por qué quieres sufrir privaciones? ¿Estás loco?». Ésos son aquella muchedumbre que se oponía al ciego cuando éste quería hacer oír su llamada. Existen cristianos así, pero nosotros intentamos triunfar sobre ellos, y nuestra misma vida ha de ser como un grito lanzado en pos de Cristo. Él se detendrá, porque, en efecto, está, inmutable. Para que la carne de Cristo fuera honrada, «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14a). Gritemos, pues, y vivamos rectamente (Agustín, Sermón 349, 5).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Que ilumine los ojos de vuestro corazón» (Ef 1,18).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL En este episodio sobresale de modo evidente la lógica del amor. Cristo llega y manda llamar a Bartimeo. El ciego, que todavía lo era, abandona su manto - o sea, todo lo que tenía- y dando «un salto» se dirige hacia el «hijo de Davia». El ciego, que cuando gritaba antes era reprendido por los discípulos y por las personas que rodeaban al Señor para que callara, cuando le dicen que Cristo le llama, se confía del todo a esta llamada. Podía ser muy bien una tomadura de pelo, un momento de insana diversión por parte de la gente, como probablemente había vivido ya Bartimeo. Pero esta alusión al salto que dio hacia Jesús indica un clima festivo. Es una muestra de la certeza interior del ciego de que aquel que está pasando ¡unto a él es el Mesías, el rey de la justicia, que puede tomarle consigo en su camino hacia Jerusalén. Y la pregunta que le hace Jesús es desconcertante: «¿Qué quieres que haga por ti?». Existe una auténtica angustia en el hombre cuando piensa que, si conoce a Dios, deberá servirle, dejará de ser libre. Pero cuando el ciego -expresión de toda la pobreza del hombre- está frente a Cristo, reconocido como hijo de David, es él, el Mesías, el que pronuncia la frase típica de todo siervo cuando le llama su señor: «¿Qué quieres que haga por ti?». Dios desciende y sale al encuentro del hombre que grita, presentándose a este hombre como humilde siervo (M. I. Rupnik, Diré l'uomo, Roma 1996, pp. 155ss [edición española: Decir el hombre, icono del creador, revelación del amor, PPC, Madrid 2000]). |
Lunes de la 30ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Romanos 8,12-17 12 Por tanto, hermanos, estamos en deuda, pero no con nuestros apetitos para vivir según ellos. 13 Porque si vivís según ellos, ciertamente moriréis; en cambio, si mediante el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis. 14 Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. 15 Pues bien, vosotros no habéis recibido un Espíritu que os haga esclavos, de nuevo bajo el temor, sino que habéis recibido un Espíritu que os hace hijos adoptivos y nos permite clamar: «Abba», es decir, «Padre». 16 Ese mismo Espíritu se une al nuestro para dar testimonio de que somos hijos de Dios. 17 Y si somos hijos, también somos herederos: herederos de Dios y coherederos con Cristo, toda vez que, si ahora padecemos con él, seremos también glorificados con él.
**• La reflexión teológica de Pablo se desarrolla en una línea nueva, aunque siempre íntimamente conexa con el comienzo del capítulo 8. El apóstol no se contenta ya con afirmar que el creyente en Cristo, mediante el bautismo, vive una vida nueva por el poder del Espíritu que habita en él y le anima, sino que especifica aún que esta vida es una vida de «hijos de Dios» (v. 16): es la filiación divina que caracteriza ahora de una manera decidida al cristiano. Se trata, ciertamente, de una filiación adoptiva, pero real, auténtica, que debe ser entendida como participación en la vida de Dios por la mediación de Cristo Jesús, Hijo unigénito del Padre. Como el apóstol, también nosotros estamos invitados, en primer lugar, a contemplar ese misterio, el misterio de la vida de Dios, vida trinitaria rebosante y difusiva. Esta vida es el misterio de la vida de Jesús, hijo unigénito del Padre, y es también la vida de los creyentes, signo y reflejo de la vida de Dios. Precisamente porque somos hijos, no sólo estamos habilitados, sino también invitados a comportarnos con Dios con la libertad y la confianza de los hijos, por eso podemos gritarle: «¡Abba!» (v. 15), que, según el testimonio de los evangelios, es la palabra con la que Jesús se dirigía a Dios. La traducción exacta de esa invocación no es «padre», sino «papá», que expresa en términos todavía más claros la extrema confianza y ternura que caracteriza a nuestra relación filial con Dios. «Y si somos hijos, también somos herederos» (v. 17): la reflexión de Pablo se cierra justamente con esta precisión ulterior de la riqueza -más aún, de la fortuna absolutamente nuestra- que supone ser hijos de Dios. En virtud de este don nos convertimos en titulares de otro beneficio, a saber: el de compartir con Jesús la herencia de la vida eterna, la plena y definitiva participación en la vida divina.
Evangelio: Lucas 13,10-17 10 Un sábado, estaba Jesús enseñando en una sinagoga, 11 y había allí una mujer que desde hacía dieciocho años estaba poseída por un espíritu que le producía una enfermedad; estaba encorvada y no podía enderezarse del todo. 12 Jesús, al verla, la llamó y le dijo: -Mujer, quedas libre de tu enfermedad. 13 Le impuso las manos y, en el acto, se enderezó y se puso a alabar a Dios. 14 El jefe de la sinagoga, indignado porque Jesús curaba en sábado, empezó a decir a la gente: -Hay seis días en los que se puede trabajar. Venid a curaros en esos días y no en sábado. 15 El Señor le respondió: -¡Hipócritas! ¿No suelta cada uno de vosotros su buey o su asno del pesebre en sábado para llevarlo a beber? 16 Y a ésta, que es una hija de Abrahán, a la que Satanás tenía atada hace dieciocho años, ¿no se la podía soltar de su atadura en sábado? 17 Al hablar así, quedaban confusos todos sus adversarios, pero toda la gente se alegraba por los milagros que hacía.
*•• El evangelista Lucas nos propone el relato de un milagro, uno de los muchos que hizo Jesús y, sin embargo, un milagro singular, en virtud de una circunstancia cronológica que lo vuelve problemático, casi inaceptable para algunos contemporáneos suyos. Este milagro desencadena, en efecto, la famosa polémica en torno al sábado, una polémica que ya conocemos por otras páginas evangélicas (cf. Le 6,6-11 y 14,1-6). La beneficiaria es una mujer a la que un espíritu maligno mantenía enferma desde hacía dieciocho años (cf. v. 11). Lucas se complace en acentuar esta especial atención de Jesús con un miembro de una categoría débil de la sociedad de aquella época, precisamente las mujeres. Jesús no sólo la cura de su enfermedad, sino que la defiende frente a los ataques de sus adversarios. Jesús es, en efecto, el Mesías de los pobres, de los últimos, de los marginados y, en cuanto tal, a Lucas le gusta presentarle también en esta página. El jefe de la sinagoga se indigna -dice el relato de Lucas-, y esta indignación desencadena la polémica entre él y Jesús. Pero, como siempre, la polémica conduce a una clarificación, una clarificación que también necesitamos en nuestros días. La cuestión es siempre la misma: ¿qué criterios deben inspirar los hechos, los compromisos y las opciones en el día del Señor? Frente a un legalismo miope y mezquino, Jesús remacha que es preciso vivir según el espíritu de la ley y no dejarse embaucar sólo por la letra. Hasta los mandatos más nobles de una ley como la de Moisés, que también es de origen divino, si no pasan por la criba de un espíritu nuevo -el espíritu evangélico-, corren el riesgo de esconder intenciones mezquinas y triviales hipocresías para el cristiano, para el discípulo de Jesús. Por eso llama Jesús «hipócritas» a sus interlocutores, pretendiendo desmantelar su intransigencia a la hora de aplicar la ley a los otros, mientras que se muestran hábiles para encontrar excepciones cuando se trata de aplicarse la ley a ellos mismos. Jesús no puede callar frente a tamaña hipocresía.
MEDITATIO Podemos entrever cierta analogía entre las dos lecturas sobre las que estamos meditando. Por un lado, Pablo nos invita a vivir según el Espíritu, a superar el espíritu de esclavos, a vivir en la libertad que nos ha dado el Espíritu, a gritar: «¡Abba!», cuando hablemos con Dios. En efecto, nos consideramos -«y lo somos realmente»— hijos de Dios (cf. 1 Jn 3,1). Por otro lado, Jesús nos da ejemplo de cómo vivir como hijos, de cómo manifestar nuestra verdadera libertad, de cómo tender a una curación perfecta confiando totalmente en la ayuda de Dios. Comparando esta doble, aunque unitaria, enseñanza con nuestra vida, con la experiencia de todos los días, no podemos dejar de sentirnos provocados a realizar un examen de conciencia, una confrontación entre el ideal y la realidad de nuestra vida, entre la nueva ley del Espíritu que da la vida y las opciones diarias que a menudo dejan bastante que desear. Esa confrontación si, por una parte, nos conduce a constatar la gran distancia que media entre nuestro ser libres con la libertad de los hijos de Dios y nuestro hacernos esclavos de algunos «amos» que consiguen ejercer derechos sobre nosotros, por otra no puede dejar de desembocar en un sentimiento de gratitud y de estupor, por el simple hecho de que frente a nuestra debilidad y nuestra impotencia para vivir como verdaderos hijos de Dios se yergue siempre el amor misericordioso de aquel que es nuestro Padre y desea ser invocado por nosotros como «papá». Al querer actualizar este discurso, acude de una manera espontánea a nuestra mente advertir que el mundo en el que hoy vivimos espera con impaciencia, sobre todo de los cristianos, un testimonio vigoroso sobre la verdadera libertad, que marca a toda persona humana consciente de su dignidad, antes aún de caracterizar a cada cristiano.
ORATIO Padre, tú eres mi creador, porque, en la plenitud de tu amor, has pensado en mí desde siempre y me has engendrado en el tiempo. Tú eres mi guía, porque con tus intervenciones evidentes o inescrutables me conduces a través del discernimiento a optar por el bien. Tú eres mi fuerza, porque con tu firmeza y delicadeza me impulsas hacia la realización de mi ser personal y original. Tú eres mi refugio, porque con tu compasión infinita soportas mis errores. Tú eres mi pedagogo, porque, a través de la experiencia dolorosa de mis carencias, me llevas como «sobre alas de águila». Tú eres mi providencia, porque te has hecho y te haces presente en todas mis necesidades y crisis. Tú eres mi faro, porque mis pasos, frecuentemente inseguros y lentos, siempre encuentran encendida la lámpara de tu Palabra. Tú eres mi autoridad, porque con la autoridad de tus preceptos me enseñas los valores y los ideales que dan sentido a la vida. Tú eres mi Padre: ¡te pareces mucho a mi papá!
CONTEMPLATIO Y, como el bienaventurado apóstol nos enseña, «en cuanto a nosotros, no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos lo que Dios gratuitamente nos ha dado» (1 Cor 2,12); y el mismo Dios sólo acepta como culto piadoso el ofrecimiento de lo que él nos ha concedido. ¿Y qué podremos encontrar en el tesoro de la divina largueza tan adecuado al honor de la presente festividad como la paz, lo primero que los ángeles pregonaron en el nacimiento del Señor? La paz es la que engendra los hijos de Dios, alimenta el amor y origina la unidad, es el descanso de los bienaventurados y la mansión de la eternidad. El fin propio de la paz y su fruto específico consiste en que se unan a Dios los que el mismo Señor separa del mundo. El apóstol nos invita a buscar esta paz cuando dice: «Así pues, quienes mediante la fe hemos sido redimidos, estamos en paz con Dios» (Rom 5,1). Esta frase, en su brevedad, resume aquello a lo que tienden casi todos los mandamientos, porque allí donde está la verdadera paz no puede faltar ninguna virtud. En efecto, carísimos, estar en paz con Dios significa querer lo que él ordena y no querer lo que él prohíbe. Si la amistad humana exige afinidad de sentimientos y armonía de voluntad, y si la diversidad de los modos de ser no puede conducir nunca a una concordia estable, ¿cómo podremos ser partícipes de la paz de Dios buscando nuestro placer en las cosas que sabemos que le ofenden? No es ése el espíritu de los hijos de Dios [...]. Es grande el misterio del amor de Dios. Se trata de un don que supera a todos los dones. Dios llama al hombre hijo suyo, y el hombre se dirige a Dios llamándole Padre [...]. Por eso, «los que no nacen por vía de generación humana, ni porque el hombre lo desee, sino que nacen de Dios» (Jn 1,13), ofrezcan al Padre sus corazones de hijos unidos en la paz; todos los hombres convertidos en hijos adoptivos se reúnen en aquel que es el primogénito en esta nueva creación (León Magno, Sexto sermón para Navidad, 3ss y 5; París 1947, pp. 128-136).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios» (Rom 8,14).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL El Concilio Vaticano II ha hablado de libertad, refiriéndola a muchas cosas. Libertad es una palabra mágica. Debe ser estudiada con seria y serena diligencia, si no queremos apagar la luz y convertirla en un término de confusión equívoca y peligrosa [...]. Simplificando bastante la inmensa y compleja materia relativa a la libertad, podemos observar, en primer lugar, que el Concilio no ha descubierto en absoluto o inventado la libertad. Ha reivindicado para la conciencia personal sus derechos inalienables, los ha sufragado con la magnífica teología del Nuevo Testamento, los ha proclamado para todos en el ámbito de la sociedad civil. O sea, que ha sostenido, además de la existencia, el ejercicio de la libertad en dos direcciones principales: la dirección personal, admitiendo un alto grado de autonomía para todo hombre, reconociendo su dominio a la conciencia, regla próxima e indeclinable de la acción moral, por ello tanto más necesitada de ser iluminada por la verdad y sostenida por la gracia, cuanto más tiende a determinarse por sí sola; y la dirección social, exigiendo una verdadera y pública libertad religiosa, en un clima, no obstante, de respeto de los derechos del otro y del orden público, y sosteniendo el «principio de subsidiaridad», el cual, en una sociedad bien organizada, apunta a dejar la más amplia libertad posible a las personas y a los entes subalternos, y a hacer obligatorio sólo lo que es necesario para un bien importante, que no se puede alcanzar de otro modo, y, en general, para el bien común. La mentalidad favorecida por las enseñanzas del Concilio lleva el juego de la libertad [...] al fuero interno de la conciencia; por tanto, tiende a templar la injerencia de la ley exterior, pero tiende a incrementar la de la ley interior, la de la responsabilidad personal, la de la reflexión sobre los deberes supremos del hombre [...]. Ahora bien, deberemos ser conscientes al mismo tiempo de que nuestra libertad cristiana no nos sustrae a la ley de Dios, en sus exigencias supremas de humana sensatez, de seguimiento evangélico, de ascetismo penitencial y de obediencia al orden comunitario propio de la sociedad eclesial. La libertad cristiana no es carismática, en el sentido arbitrario que hoy se arrogan algunos: «Sois libres, pero no utilicéis la libertad como pretexto para el mal, sino para servir a Dios» (1 Pe 2,1 ó) (Pablo VI, Discorsi del mercoledi, de 9 luglio 7 969, en L'Osservatore Romano del 10 de julio de 1969). |
Martes de la 30ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Romanos 8,18-25 Hermanos: 18 Entiendo, por lo demás, que los padecimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria que un día se nos revelará. 19 Porque la creación misma espera anhelante que se manifieste lo que serán los hijos de Dios. 20 Condenada al fracaso, no por propia voluntad, sino por aquel que así lo dispuso, la creación vive en la esperanza 21 de ser también ella liberada de la servidumbre de la corrupción y participar así en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. 22 Sabemos, en efecto, que la creación entera está gimiendo con dolores de parto hasta el presente. 23 Pero no sólo ella; también nosotros, los que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior suspirando porque Dios nos haga sus hijos y libere nuestro cuerpo. 24 Porque ya estamos salvados, aunque sólo en esperanza, y es claro que la esperanza que se ve no es propiamente esperanza, pues ¿quién espera lo que tiene ante los ojos? 25 Pero si esperamos lo que no vemos, estamos aguardando con perseverancia.
*•• Hemos sido justificados por la gracia de Dios por medio de la fe en el poder del Espíritu Santo. Ahora somos hijos de Dios, libres por Dios y coherederos de Cristo. Sin embargo, lo que seremos debe ser aclarado ulteriormente. Sobre esta perspectiva futura se detiene ahora la reflexión teológica de Pablo. En efecto, la primera relación que establece es entre «los padecimientos del tiempo presente» y «la gloria que un día se nos revelará» (v. 18). El contraste es evidente y de fácil interpretación. La vida cristiana se desarrolla de hecho entre el «ya» y el «todavía no», entre un presente que frecuentemente se caracteriza por las penumbras de la duda y las pruebas del dolor, y un futuro que deja entrever un horizonte de luz y de paz. No sólo el cristiano -pone de relieve el apóstol Pablo-, sino la creación entera vive y sufre esta impaciente espera de la revelación de lo que serán los hijos de Dios (v. 19). Por consiguiente, es todo el orden creado el que comparte con la humanidad, con cada persona humana, el misterio pascual de la muerte-vida, de las tinieblas-luz, que constituye ahora la clave con la que podemos descodificar los misterios de la historia. El hombre, en cuanto creado a imagen y semejanza de Dios, en cuanto señor del orden creado, está llamado a vivir en primera persona -en ocasiones sometido a indecibles sufrimientos- el drama de una expectativa que parece no acabar nunca, de un goce que no parece satisfacer nunca del todo. Eso es lo que pretende afirmar Pablo cuando escribe: «Porque ya estamos salvados, aunque sólo en esperanza» (v. 24). Como la adopción filial (cf. v. 15), también nuestra salvación está ya adquirida, aunque esperamos todavía su plena realización. Nuestra tarea, concluye el apóstol, consiste en perseverar mientras esperamos.
Evangelio: Lucas 13,18-21 En aquel tiempo, 18 Jesús añadió: -¿A qué se parece el Reino de Dios? ¿Con qué lo compararé? 19 Es como un grano de mostaza que un hombre sembró en su huerto; creció, se convirtió en árbol y las aves del cielo anidaron en sus ramas. 20 De nuevo les dijo: -¿Con qué compararé el Reino de Dios? 21 Es como la levadura que una mujer toma y mete en tres medidas de harina, hasta que todo fermenta.
*»• Según algunos exégetas, las parábolas del grano de mostaza y de la levadura expresan el mismo mensaje: el que se desprende del contraste entre el punto de partida, pequeño e insignificante, y el punto de llegada, grande e imponente. Alguno advierte también que el contraste puede ser considerado desde dos puntos de vista diferentes: o bien desde el lado de lo que es pequeño, la semilla (éste sería el punto de vista del Jesús histórico, y en este caso se derivaría una invitación a la confianza, al valor y a la esperanza), o bien desde el lado de lo que es grande, el árbol (y éste sería el punto de vista del evangelista, que cuenta la parábola actualizándola para sus destinatarios, o sea, para una comunidad de fieles que ya está un tanto extendida). Sin embargo, tal vez nos quede aún algo por descubrir. En efecto, Lucas, en su relato, no insiste propiamente en el contraste entre la semilla pequeña y la planta grande -como parecen hacer Marco y Mateo-, sino más bien en la idea del crecimiento. Éste demuestra para Lucas la realización de una profecía, y esta afirmación de Jesús, en la pluma del evangelista, se convierte en el anuncio de un cumplimiento mesiánico. En perspectiva podría corresponder a la expansión del Evangelio entre los paganos y esto constituiría un maravilloso puente lanzado por Lucas entre las dos partes de su obra (el tercer evangelio y los Hechos de los apóstoles). En efecto, con el don del Espíritu Santo y con el don de la predicación apostólica, la Palabra de Dios se difundirá por el mundo y se propagará entre los hombres la única fe en el Señor Jesús. Es de utilidad subrayar que a través de la parábola, como a través de un espejo, es posible entrever el paso de la situación del ministerio público de Jesús, marcado por unos comienzos sencillos y pobres, a la situación de la Iglesia primitiva, en la cual, con la luz y la fuerza del Espíritu Santo, la pequeña semilla lanzada por Jesús ha empezado a crecer extendiéndose por el mundo y arraigando en el corazón de los hombres.
MEDITATIO También entre las dos lecturas de la liturgia de la Palabra de hoy parece que podemos entrever una no débil analogía. En efecto, por una parte, Pablo abre la vida cristiana a la perspectiva de un futuro que será la plena manifestación del don de Dios: a esto nos sentimos llamados y orientados por el don de la esperanza que nos sostiene a lo largo del camino, aunque esta perspectiva no elimina el dolor de la peregrinación terrena. Por otra parte, con las parábolas del grano de mostaza y de la levadura, Jesús nos deja entrever que el Reino de Dios anunciado e inaugurado por él tendrá un crecimiento y unos desarrollos inauditos, humanamente imprevisibles, pero, a buen seguro, realizables. Nos parece entrever una gran lección de vida en este horizonte, un horizonte abierto a todo creyente por la fe en Cristo. Es la lección que se desprende de esa pequeña aunque selecta semilla que es la esperanza, «la más pequeña pero la más preciosa de todas las virtudes», que diría Charles Péguy. La segunda virtud teologal, que está estrechamente emparentada con la fe y es preludio de la caridad, es capaz, en efecto, de lanzar puentes invisibles, pero reales, entre este presente histórico y el futuro escatológico, entre la experiencia que consumamos «en este valle de lágrimas» y el don que nos está asegurado en la patria celestial, entre las luchas que debemos sostener aquí abajo y la «corona de gloria» que nos espera allá arriba. Desde esta perspectiva, debemos reflexionar también sobre el significado exacto de la expresión «Reino de Dios», con la que son introducidas las dos parábolas evangélicas. Ese Reino ha sido inaugurado por la presencia, por la palabra y por las acciones de Jesús, pero se realizará plenamente cuando el mismo Hijo entregue todo y a todos a Dios, su Padre. Por consiguiente, la indicada con la expresión «Reino de Dios» es una realidad escatológica. Sólo Jesús puede decir que es un anticipo auténtico y una realización personal de la misma. Todo lo demás es sólo indicio y figura. Lo dice también con claridad el Concilio Vaticano II cuando afirma, en la constitución dogmática sobre la Iglesia, que «la Iglesia es germen e inicio del Reino de Dios» {Lumen gentium 5).
ORATIO Oh Señor, sembrar -y esto es algo que nos enseña la experiencia- requiere atención para que el terreno sea fértil, vigilancia para que las malas hierbas no ahoguen la semilla, paciencia porque el desenlace no es seguro hasta la cosecha. Hacer fermentar la masa también es un trabajo comprometedor, pleno de delicadeza y de cuidados para que, por medio del calor propicio y el tiempo necesario, aumente el volumen de la masa y no quede sin fermentar. Lo mismo supone trabajar por ti y por las almas. Ahora bien, tu mandato, oh Señor, es mucho más radical: es preciso que nos convirtamos en semilla y en levadura. Y esto es algo que me hace temblar, porque debo hacer la parte que me corresponde, pero requiere, sobre todo, entrega total, transformación profunda y muerte para dar comienzo a nuevas vidas. Oh Señor, dame coraje para no desertar, dame fuerza para perseverar, dame celo para hacer florecer tu amor en esa parte del mundo en la que no ha fermentado la levadura. Señor, dame esperanza para entrever tu gloria junto con mis hermanos y hermanas.
CONTEMPLATIO Yo tengo plena conciencia de que es a ti, Dios Padre omnipotente, a quien debo ofrecer la obra principal de mi vida, de suerte que todas mis palabras y pensamientos hablen de ti. Y el mayor premio que puede reportarme esta facultad de hablar que tú me has concedido es el de servirte predicándote a ti y demostrando al mundo, que lo ignora, o a los herejes, que lo niegan, lo que tú eres en realidad: Padre; Padre, a saber, del Dios unigénito. Y aunque es ésta mi única intención, es necesario para ello invocar el auxilio de tu misericordia, para que hinches con el soplo de tu Espíritu las velas de nuestra fe y nuestra confesión, extendidas para ir hacia ti, y nos impulses así en el camino de la predicación que hemos emprendido. Porque merece toda confianza aquel que nos ha prometido: «Pedid, y se os dará; buscad, y encontraréis; llamad, y se os abrirá». Somos pobres, y por eso pedimos que remedies nuestra indigencia; nosotros ponemos nuestro esfuerzo tenaz en penetrar las palabras de tus profetas y apóstoles y llamamos con insistencia para que se nos abran las puertas de la comprensión de tus misterios, pero el darnos lo que pedimos, el hacerte encontradizo cuando te buscamos y el abrir cuando llamamos, eso depende de ti. Cuando se trata de comprender las cosas que se refieren a ti, nos vemos frenados por la pereza y la torpeza inherentes a nuestra naturaleza y nos sentimos limitados por nuestra inevitable ignorancia y debilidad, pero el estudio de tus enseñanzas nos dispone para captar el sentido de las cosas divinas, y la sumisión de nuestra fe nos hace superar nuestras culpas naturales. Confiamos, pues, que tú harás progresar nuestro tímido esfuerzo inicial y que, a medida que vayamos progresando, lo afianzarás y que nos llamarás a compartir el espíritu de los profetas y apóstoles; de este modo, entenderemos sus palabras en el mismo sentido en el que ellos las pronunciaron y penetraremos en el verdadero significado de su mensaje. Nos disponemos a hablar de lo que ellos anunciaron de un modo velado: que tú, el Dios eterno, eres el Padre del Dios eterno unigénito, que tú eres el único no engendrado y que el Señor Jesucristo es el único engendrado por ti desde toda la eternidad, sin negar, por esto, la unicidad divina ni dejar de proclamar que el Hijo ha sido engendrado por ti, que eres un solo Dios, confesando, al mismo tiempo, que el que ha nacido de ti, Padre, Dios verdadero, es también Dios verdadero como tú. Otórganos, pues, un modo de expresión adecuado y digno, ilumina nuestra inteligencia, haz que no nos apartemos de la verdad de la fe; haz también que nuestras palabras sean expresión de nuestra fe, es decir, que nosotros, que por los profetas y apóstoles te conocemos a ti, Dios Padre, y al único Señor Jesucristo, y que argumentamos ahora contra los herejes que esto niegan, podamos también celebrarte a ti como Dios en el que no hay unicidad de persona y confesar a tu Hijo, en todo igual a ti (Hilario de Poitiers, De Trinitate I, 37ss, en PL 10,48ss).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Los padecimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria que un día se nos revelará» (Rom 8,18).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL La condición humana es siempre una condición situada en un espacio: en un espacio y en un tiempo, en un límite más allá del cual se advierte la ausencia y lo desconocido. La tensión que mueve o que «espera» el futuro está, por tanto, al menos en cierto sentido, fuera de su alcance. «Lo que es esperado, en sentido estricto, está sustraído al poder de aquel que espera. Nadie dice que espera lo que él mismo puede hacer o provocar». Precisamente a este respecto, santo Tomás decía que el objeto de la esperanza es siempre algo «arduo». Por otra parte, no se puede decir que el objeto de la esperanza esté infundado del todo; en tal caso, deberíamos hablar de mera ilusión y, en última instancia, de desesperación. «La esperanza -decía Descartes- es una disposición del alma que la persuade de que vendrá lo que desea.» ¿En qué se basa esta persuasión? ¿En la simple probabilidad del objeto o en la magnanimidad de aquel que nos lo puede dar? Ahora bien, en ese caso, deberemos hablar más propiamente de deseo y de carencia: el deseo, como nos hace ver su derivación de sidus, es un «esperar desde las estrellas» y, al mismo tiempo, «una pérdida de la constelación que nos guiaba por el mar», un «dejar de ver», un «sentir y echar de menos la carencia» y un no ser capaz de «orientarse». La esperanza, en cambio, está sostenida en el fondo por la confianza: puede esperar también lo que parece, que tal vez es imposible, pero, mientras espera, apunta a una determinada certeza, a una confianza que ya es comunión con lo que ha de venir. Esperando -como ha señalado G. Marcel- contribuyo a «preparar», dispongo el camino a lo que ha de venir y, en cierto modo, participo ya de ello. «No es que, hablando con propiedad, atribuya yo una eficacia causal al hecho de esperar o desesperar. La verdad es más bien que, al esperar, tengo conciencia de reforzar, y desesperando o simplemente dudando tengo conciencia de soltar, de aflojar, cierto vínculo que me une a lo que está en causa» (V. Melchiorre, Sulla speranza, Brescia 2000, pp. 15-17). |
Miércoles de la 30ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Romanos 8,26-30 Hermanos: 26 Asimismo, el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, pues nosotros no sabemos orar como es debido, y es el mismo Espíritu el que intercede por nosotros con gemidos inefables. 27 Por su parte, Dios, que examina los corazones, conoce el sentir de ese Espíritu que intercede por los creyentes según su voluntad. 28 Sabemos, además, que todo contribuye al bien de los que aman a Dios, de los que él ha llamado según sus designios. 29 Porque a los que conoció de antemano, los destinó también desde el principio a reproducir la imagen de su Hijo, llamado a ser el primogénito entre muchos hermanos. 30 Y a los que desde el principio destinó, también los llamó; a los que llamó, los puso en camino de salvación; y a quienes puso en camino de salvación, les comunicó su gloria.
**• Sin oración, la vida cristiana no es digna de este nombre, sino que se disuelve en una serie de experiencias que desgarran el corazón y crean confusión en la mente. San Pablo se encarga en esta página no sólo de recomendarnos el compromiso de la oración, que sigue al don que hemos recibido, sino de consolidar antes aún en nosotros la convicción de que la oración no es cualquier cosa para un cristiano, y mucho menos un compromiso que debamos atender, sino que es, sobre todo, la respiración de la vida nueva, la manifestación de una espiritualidad que invade toda la vida; es el acto de sumo abandono y de suma confianza en aquel que esnuestro Padre. Todo esto lo expresa san Pablo de diferentes maneras: en primer lugar, diciendo que «el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza» (v. 26). Es como decir que, por nosotros mismos, no podemos ni tomar la iniciativa de la oración ni llenarla de peticiones dignas de Dios. Frente a esta incapacidad nuestra, he aquí que interviene el mismo Espíritu de Dios, que «intercede» por nosotros y gime con nosotros. Por eso, la oración del cristiano es una acción exquisitamente «espiritual»: porque nace del Espíritu, está sostenida por el Espíritu y animada por el Espíritu. El apóstol Pablo afirma aún que «Dios, que examina los corazones, conoce el sentir de ese Espíritu que intercede por los creyentes según su voluntad» (v. 27). Por consiguiente, tenemos dos intercesores ante Dios: Jesús, el único mediador, y el Espíritu, el otro consolador. En consecuencia, el que ora no lo hace nunca solo, aunque se encuentre en la más absoluta soledad. La compañía que nos procuran Jesús y el Espíritu Santo otorga a nuestra oración una eficacia absolutamente especial, una orientación segura y una intensidad maravillosa. Al orar, el cristiano se hace consciente no sólo de los dones que ha recibido, sino también de los que recibirá. De ahí que san Pablo concluya esta página de su Carta a los Romanos trazando el camino de toda vida cristiana: desde la predestinación a la llamada, desde la llamada a la justificación, desde la justificación a la glorificación.
Evangelio: Lucas 13,22-30 En aquel tiempo, 22 mientras iba de camino hacia Jerusalén, Jesús enseñaba en los pueblos y aldeas por los que pasaba. 23 Uno le preguntó: -Señor, ¿son pocos los que se salvan? Jesús le respondió: 24 -Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, porque os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. 25 Cuando el amo de casa se levante y cierre la puerta, vosotros os quedaréis fuera y, aunque empecéis a aporrear la puerta gritando: «¡Señor, ábrenos!», os responderá: «¡No sé de dónde sois!». 26 Entonces os pondréis a decir: «Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas». 27 Pero él os dirá: «¡No sé de dónde sois! ¡Apartaos de mí, malvados!». 28 Entonces lloraréis y os rechinarán los dientes, cuando veáis a Abrahán, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, mientras vosotros sois arrojados fuera. 29 Pues vendrán muchos de oriente y occidente, del norte y del sur, a sentarse a la mesa en el Reino de Dios. 30 Hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos.
**• Otro personaje anónimo se cruza en el camino de Jesús mientras se dirige hacia Jerusalén. Le plantea una pregunta a primera vista ociosa que, sin embargo, hará de hilo conductor en los episodios evangélicos narrados en esta sección de Lucas: «¿Quién acoge el anuncio del Reino de Dios? ¿Quién se abre verdaderamente a su novedad? ¿Quién está dispuesto a conjugar su vida con la propuesta de salvación que trae Jesús a la humanidad? La respuesta, en apretada síntesis, suena así: «Sucederá lo contrario de lo que pensáis: muchos de los que creéis que serán los primeros serán los últimos». El discurso de Jesús comienza con una afirmación clara y distinta: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha» (v. 24). Como podemos ver, no ofrece una respuesta directa a la pregunta que le han planteado, sino que invita a una asunción plena de responsabilidades, al compromiso total, a la lucha abierta (icf. Asimismo Lc 16,16). De una manera casi insensible, el discurso pasa del género literario exhortativo-parenético al género literario parabólico. En consecuencia, se nos invita, como siempre, a interpretar la parábola para comprender plenamente el sentido de la exhortación. Es fácil percibir el hecho de que Jesús se refiere aquí a los judíos de su tiempo: nótese en particular el cambio de sujeto: «vosotros os quedaréis fuera y, aunque empecéis a aporrear la puerta...» (w. 25ss). Para Mt 7,22, los que están fuera son los malos cristianos; para Lucas, sin embargo, son los judíos del tiempo de Jesús, que han desatendido su invitación a la conversión y opusieron una clara negativa a su propuesta de salvación. En esta parábola de Jesús podemos ver también una profecía, extremadamente importante para una interpretación teológica de la historia, relacionada no sólo con la exclusión de los judíos -parcial, temporal y providencial del Reino, sino también con la conversión de los paganos. De este modo, encuentran un decidido mentís y se da la vuelta a todas las opiniones que corrían entre los judíos del tiempo de Jesús.
MEDITATIO La oración es un don del Espíritu Santo que ora en nosotros siempre, que ora en todo el cosmos. De esta realidad sólo puede convencerse quien, liberándose del embarazoso fardo de los razonamientos complicados, se abandona a la aventura del Espíritu, acepta rebasar los confines de lo sensible, de lo que se puede experimentar, y entra en la tierra de lo inexpresable y de lo inaprensible. Se trata de una realidad que sólo puede ser comprendida, incluso vivida, por los pobres de espíritu. Lo indispensable para orar es, por tanto, tener un alma de pobre. Así pues, si con excesiva frecuencia nos encontramos en dificultades con la oración, es probable que la causa se encuentre en la inconsistencia de la fe, en la superficialidad de nuestra vida, en nuestra desmemoria crónica: no somos conscientes de que hemos sido hechos capaces -como hijos de Dios- de orar en el Espíritu del Hijo unigénito. El cristiano recibe, en efecto, del Espíritu la capacidad de expresarse a sí mismo. Entonces la oración se le vuelve algo connatural y no tiene miedo de que su voz vaya a chocar contra una barrera de silencio, puesto que no duda del amor del Padre, ni siquiera cuando le parece callar. El silencio de Dios es también, en efecto, una respuesta. Cuando nosotros deseemos y pidamos cosas equivocadas, el Padre nos escuchará dándonos no lo que pedimos, sino lo que es verdaderamente un bien para nosotros. Los rasgos particulares del hombre que vive según el Espíritu son la humildad y la oración incesante, la fuerza y la dulzura de la caridad, la paz y la alegría; con todo, esta fisonomía no se adquiere de una vez para siempre: está en continuo perfeccionamiento. El grito de la oración -cargado con toda la angustia y la esperanza humana- es la más alta profesión de fe en aquellos en quienes no está contristado el Espíritu. Y el hombre de hoy tiene más necesidad que nunca de que haya alguien a quien pueda llamar «Padre», para darse cuenta de que no es simplemente el resultado de un largo proceso biológico, sino el fruto del amor de un Dios que le ha amado y querido personalmente desde siempre y para siempre.
ORATIO Oh Señor, les has invitado a seguirte por el camino de la cruz, pero temieron por sus hombros de cristal. Les exhortaste a convertirse según el radicalismo evangélico, pero la promesa estaba desproporcionada respecto a la renuncia. Les señalaste un sendero estrecho y difícil, pero les sedujo la autopista amplia y cómoda. Y ahora llaman tus ovejas, pero tu puerta permanece cerrada. Oh Señor, he visto venir a miserables desde todas partes de tu Reino: sucios, harapientos, gente cargada con pesados fardos; he visto a gente de toda edad, lengua y color con fardos de hambre, duras injusticias, persecuciones y guerras. Tus «bienaventurados» han llamado y tu puerta se ha entornado. Oh Señor, son muchos los que todavía se están acercando: llevan banderas diferentes, profesan religiones nunca oídas, se consideran paganos, indiferentes, no creyentes, y los lleva arrastrados la corriente tortuosa del mundo. Sedientos de verdad, buscadores de sentido, llaman a la puerta y tu puerta se abre. Oh Señor, no se salvan los que se consideran elegidos, sino aquellos que te buscan con corazón sincero y hacen tu voluntad.
CONTEMPLATIO El sumo bien está en la plegaria y en el diálogo con Dios, porque equivale a una íntima unión con él, y así como los ojos del cuerpo se iluminan cuando contemplan la luz, así también el alma dirigida hacia Dios se ilumina con su inefable luz. Una plegaria, por supuesto, que no sea de rutina, sino hecha de corazón; que no esté limitada a un tiempo concreto o a unas horas determinadas, sino que se prolongue día y noche sin interrupción. Conviene, en efecto, que elevemos la mente a Dios no sólo cuando nos dedicamos expresamente a la oración, sino también cuando atendemos a otras ocupaciones, como el cuidado de los pobres o las útiles tareas de la munificencia, en todas las cuales debemos mezclar el anhelo y el recuerdo de Dios, de modo que todas nuestras obras, como si estuvieran condimentadas con la sal del amor de Dios, se conviertan en un alimento dulcísimo para el Señor. Pero sólo podremos disfrutar perpetuamente de la abundancia que de Dios brota si le dedicamos mucho tiempo. La oración es luz del alma, verdadero conocimiento de Dios, mediadora entre Dios y los hombres. Hace que el alma se eleve hasta el cielo y abrace a Dios con inefables abrazos, apeteciendo la leche divina, como el niño que, llorando, llama a su madre; por la oración, el alma expone sus propios deseos y recibe dones mejores que toda la naturaleza visible. Pues la oración se presenta ante Dios como venerable intermediaria, alegra nuestro espíritu y tranquiliza sus afectos. Me estoy refiriendo a la oración de verdad, no a las simples palabras: la oración que es un deseo de Dios, una inefable piedad no otorgada por los hombres, sino concedida por la gracia divina, de la que también dice el apóstol: «Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables». El don de semejante súplica, cuando Dios lo otorga a alguien, es una riqueza inagotable y un alimento celestial que satura el alma; quien lo saborea se enciende en un deseo indeficiente del Señor, como en un fuego ardiente que inflama su alma. Cuando quieras reconstruir en ti aquella morada que Dios se edificó en el primer hombre, adórnate con la modestia y la humildad y hazte resplandeciente con la luz de la justicia; decora tu ser con buenas obras, como con oro acrisolado, y embellécelo con la fe y la grandeza de alma, a manera de muros y piedras; y, por encima de todo, como quien pone la cúspide para coronar un edificio, coloca la oración, para preparar a Dios una casa perfecta y poderle recibir en ella como si fuera una mansión regia y espléndida, ya que, por la gracia divina, es como si poseyeras la misma imagen de Dios colocada en el templo del alma (Juan Crisóstomo, Homilía sexta, sobre la oración, en PG 64, cois. 461-465).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Asimismo, el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza» (Rom 8,26).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Los escritos evangélicos nos dicen que Cristo oró como oraba un judío creyente y fiel a la ley. Desde la infancia, con sus padres, y más tarde, con sus discípulos, acostumbraba ir en peregrinación a Jerusalén en los tiempos prescritos, para participar en las grandes solemnidades que se celebraban en el templo. Es seguro que cantó con fervor, ¡unto con los suyos, himnos de júbilo en los que empezaba a manifestarse la alegría de los peregrinos: «Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor» (Sal 121,1). Recitó las antiguas plegarias de bendición sobre el pan, el vino y los frutos de la tierra, como todavía hacemos hoy. Esto lo sabemos por el relato de su última cena con los discípulos, una ceremonia destinada precisamente a cumplir uno de los deberes religiosos más santos: la solemnidad de la cena de pascua, memorial de la liberación de la esclavitud en Egipto. Y tal vez esta última reunión de Jesús con los suyos es precisamente la que nos proporciona la visión más profunda de la oración de Cristo y la que constituye la clave que nos introduce en la oración de la Iglesia. La bendición y la distribución del pan y del vino formaban parte del rito de la cena pascual. Pero ahora tanto una como otra asumen un sentido completamente nuevo. Aquí tuvo su comienzo la vida de la Iglesia. Esta aparecerá, ciertamente, como comunidad espiritual y visible sólo en pentecostés. Sin embargo, aquí, en la cena de pascua, se lleva a cabo el injerto del sarmiento en la vid que hará posible la efusión del Espíritu. Las antiguas oraciones de bendición se vuelven, en los labios de Cristo, palabras creadoras de vida (E. Stein, Das Gebet der Kirche, Colonia 1965, pp. 7-9). |
Viernes de la 30ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Romanos 9,1-5 Hermanos: 1 Digo la verdad como cristiano, y mi conciencia, guiada por el Espíritu Santo, me asegura que no miento 2 al afirmar que me invade una gran tristeza y es continuo el dolor de mi corazón. 3 Desearía, incluso, verme yo mismo separado de Cristo como algo maldito por el bien de mis hermanos de raza. 4 Son descendientes de Israel. Les pertenecen la adopción filial, la presencia gloriosa de Dios, la alianza, las leyes, el culto y las promesas. 5 Suyos son los patriarcas y de ellos, en cuanto hombre, procede Cristo, que está sobre todas las cosas y es Dios bendito por siempre. Amén.
*»- Los capítulos 9-11 de la Carta a los Romanos tratan de un solo tema: el drama de Israel en la historia de la salvación. Algunos los consideran como un paréntesis entre la parte dogmática de la carta (capítulos 1-8) y la parte parenético-exhortativa (capítulos 12-16), pero tal vez sería más exacto considerar estos capítulos como una variación sobre el tema de Israel, que ya fue recordado al comienzo de la carta. Señalemos, en primer lugar, el tono de este comienzo: Pablo se expresa en términos personales y autobiográficos: «Me invade una gran tristeza y es continuo el dolor de mi corazón» (9,2). Ésta, aunque no es la única, sí es, ciertamente, una importante clave de lectura de estos tres capítulos. ¿Por qué se expresa Pablo así? La respuesta la encontramos en otra página de su epistolario: «Y eso que, en lo que a mí respecta, tendría motivos para confiar en mis títulos humanos. Nadie puede hacerlo con más razón que yo. Fui circuncidado a los ocho días de nacer, soy del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo por los cuatro costados, fariseo en cuanto al modo de entender la ley, ardiente perseguidor de la Iglesia e irreprochable en lo que se refiere al cumplimiento de la ley» (Flp 3,4-6). Pablo no puede olvidar sus orígenes, su pertenencia al pueblo elegido, su tradición judía. Ese sentido de pertenencia le lleva a expresar un deseo paradójico, muy iluminador para comprender la personalidad y la espiritualidad de Pablo: «Desearía, incluso, verme yo mismo separado de Cristo como algo maldito por el bien de mis hermanos de raza» (Rom 9,3). Como es sabido, el término erem implica, en el Antiguo Testamento, la destrucción total de los enemigos de Dios y de sus bienes (cf Dt 7,26), mientras que el término anáthema, en el Nuevo Testamento, implica la idea de maldición. No es posible pensar algo más grave, y eso demuestra el amor que alimenta Pablo por el pueblo judío. De este pueblo realiza el mayor elogio al recordar, uno tras otro, todos los privilegios que los israelitas recibieron de su Dios hasta el último, el más importante aunque también el más escandaloso: que «de ellos, en cuanto hombre, procede Cristo» (Rom 9,5). El mismo amor que une a Pablo con su pueblo le une a partir de ahora, de una manera definitiva e inseparable, a Jesucristo, su Señor.
Evangelio: Lucas 14,1-6 1 Un sábado, entró Jesús a comer en casa de uno de los jefes de los fariseos. Ellos estaban al acecho. 2 Había allí, frente a él, un hombre enfermo de hidropesía. 3 Jesús preguntó a los maestros de la Ley y a los fariseos: -¿Se puede curar en sábado o no? 4 Ellos se quedaron callados. Entonces Jesús tomó de la mano al enfermo, lo curó y lo despidió. 5 Después les dijo: -¿Quién de vosotros, si su hijo o su buey cae en un pozo, no lo saca inmediatamente, aunque sea en sábado? 6 Y a esto no pudieron replicar.
**• Lucas inserta, en el marco de un banquete, el relato de un milagro realizado por Jesús y explicita la circunstancia cronológica del sábado. A continuación, refiere algunas enseñanzas de Jesús relativas a la elección de los primeros puestos. Éstas son las dos páginas evangélicas que nos propone la liturgia de la Palabra para hoy y para mañana. Es la sexta vez, según el testimonio de Lucas, que Jesús acepta una invitación a comer, y eso revela un rasgo simpático de Jesús, siempre atento a los otros y deseoso de la compañía de los demás. Es un modo con el que el evangelista pretende subrayar la humanidad de Jesús, captada en una de sus expresiones más delicadas. Esta vez, es Jesús quien provoca a los maestros de la Ley y a los fariseos sobre la licitud o no de curar en sábado. Al querer proceder a la curación de un hidrópico, Jesús desea despejar el campo de toda objeción previa. Jesús hace frente a sus adversarios y los derrota: no en el análisis de los artículos de la ley, sobre cuya base hubieran podido responder con un «no» seco, sino en el campo de la observancia práctica de la ley, entendida sobre todo en su espíritu originario. Y a este respecto sus adversarios, sin saber qué responder, permanecen mudos {cf. v. 4a). Un silencio, a buen seguro, embarazoso, pero tal vez también indicio de un deseo de revancha: por eso lo repite Lucas dos veces. Pero Jesús supera también con elegancia esta situación y lanza un segundo ataque, provocándoles así: «¿Quién de vosotros, si su hijo o su buey cae en un pozo, no lo saca inmediatamente, aunque sea en sábado?» (v. 5). De este modo, Jesús, redimensionando el valor del sábado como sábado, ratifica su invitación- mandato a la caridad y a la benevolencia con el prójimo. Derriba así las superestructuras que amenazan la libertad del hombre e invita a todos y cada uno de ellos a encontrar la verdadera libertad en la caridad.
MEDITATIO La primera lectura de esta liturgia de la Palabra, precisamente por el tema que toca, posee un carácter de extrema actualidad. En efecto, todos nos sentimos fuertemente provocados a considerar las relaciones entre el cristianismo y el judaísmo de un modo tal vez más apremiante que antes. No es, no debe ser, una moda, sino la respuesta a una exigencia profunda, arraigada en nuestro credo y en la historia de la salvación. No se trata tampoco de un tema que debamos considerar de una manera abstracta y académica, sino de una relación vital que interesa a nuestros personas y a nuestras comunidades. Israel sigue siendo, hoy como siempre, la «raíz santa» (Rom 11,16), puesta por Dios de una vez para siempre para llevar a cabo su proyecto de salvación en favor de toda la humanidad. En esta raíz, que también ha conocido un momento de crisis e infidelidad, Dios pretende injertar cualquier otra rama, con el fin de favorecer una mayor abundancia de frutos. Estos frutos son, naturalmente, los dones salvíficos que el mismo Dios, por medio de Cristo Jesús, quiere asegurar a todos. En este marco, el estudio, la oración y la pasión de quien cultiva el deseo de una unidad que envuelva no sólo a los cristianos, sino también a Israel, no son más que la respuesta inteligente y activa de cuantos se sienten llamados a vivir la fe cristiana en la escuela del apóstol Pablo. Es él, en efecto, quien remueve nuestras perezas, quien provoca nuestras decisiones, quien orienta nuestro camino hacia esa unidad que está profundamente inscrita en el designio salvífico de Dios y que se llevará a cabo a través de nuestra débil, pero sincera, colaboración.
ORATIO Señor Jesús, haz que el dolor de Pablo sea también el nuestro. Tú, que puedes presumir de una descendencia directa de David, enséñanos a reconocer, con alegría y gratitud, que en las raíces del cristianismo se encuentra la tradición judía. Ayúdanos a disipar las nubes que todavía nos separan de nuestros hermanos mayores para que en ti podamos encontrarnos en el único redil. Espíritu Santo, haz que nuestros orígenes comunes venzan toda división. Tú, que eres el Amor y como verdadero amante sabes dar y perdonar, enséñanos a ver en los hermanos cristianos todavía separados a nuestro prójimo más próximo. Haz que sepamos reconocernos como don recíproco y que consigamos aliviar y curar las heridas que nos hemos infligido a lo largo de la historia. Padre, haz que todos seamos uno. Tú, que eres el creador de todos, ayúdanos a destruir los prejuicios que nos aprisionan y no nos permiten abrirnos a las otras religiones. Haz que todos seamos capaces de escuchar los mensajes de salvación, de fraternidad y de paz que llegan a nosotros desde todas las partes del mundo.
CONTEMPLATIO No prestamos nuestra adhesión a discursos vacíos ni nos dejamos seducir por pasajeros impulsos del corazón, como tampoco por el encanto de discursos elocuentes, sino que nuestra fe se apoya en las palabras pronunciadas por el poder divino. Dios se las ha ordenado a su Palabra, y la Palabra las ha pronunciado, tratando con ellas de apartar al hombre de la desobediencia, no dominándolo como a un esclavo mediante la violencia que coacciona, sino apelando a su libertad y plena decisión. Fue el Padre quien envió la Palabra, al fin de los tiempos. Quiso que no siguiera hablando por medio de un profeta, ni que se hiciera adivinar mediante anuncios velados, sino que le dijo que se manifestara a rostro descubierto, para que el mundo, al verla, pudiera salvarse. Sabemos que esta Palabra tomó un cuerpo de la Virgen y que asumió al hombre viejo, transformándolo. Sabemos que se hizo hombre de nuestra misma condición, porque, si no hubiera sido así, sería inútil que luego nos prescribiera imitarle como maestro. Porque, si este hombre hubiera sido de otra naturaleza, ¿cómo habría de ordenarme las mismas cosas que él hace, a mí, débil por nacimiento, y cómo sería entonces bueno y justo? Para que nadie pensara que era distinto de nosotros, se sometió a la fatiga, quiso tener hambre y no se negó a pasar sed, tuvo necesidad de descanso y no rechazó el sufrimiento, obedeció hasta la muerte y manifestó su resurrección, ofreciendo en todo esto su humanidad como primicia, para que tú no te descorazones en medio de tus sufrimientos, sino que, aun reconociéndote hombre, aguardes a tu vez lo mismo que Dios dispuso para él. Cuando contemples al verdadero Dios, poseerás un cuerpo inmortal e incorruptible, junto con el alma, y obtendrás el Reino de los Cielos, porque, sobre la tierra, habrás reconocido al Rey celestial; serás íntimo de Dios, coheredero de Cristo, y ya no serás más esclavo de los deseos, de los sufrimientos y de las enfermedades, porque habrás llegado a ser dios. Porque todos los sufrimientos que has soportado, por ser hombre, te los ha dado Dios precisamente porque lo eras, pero Dios ha prometido también otorgarte todos sus atributos, una vez que hayas sido divinizado y te hayas vuelto inmortal. Es decir, conócete a ti mismo mediante el conocimiento de Dios, que te ha creado, porque conocerlo y ser conocido por él es la suerte de su elegido. No seáis vuestros propios enemigos, ni os volváis hacia atrás, porque Cristo es el Dios que está por encima de todo: él ha ordenado purificar a los hombres del pecado y él es quien renueva al hombre viejo, al que ha llamado desde el comienzo imagen suya, mostrando, por su impronta en ti, el amor que te tiene. Y si tú obedeces sus órdenes y te haces buen imitador de este buen maestro, llegarás a ser semejante a él y recompensado por él, porque Dios no es pobre, y te divinizará para su gloria (Hipólito, Refutación de todas las herejías, X, 33ss, en GCS 26, 291-293).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Cristo está sobre todas las cosas y es Dios bendito por siempre» (cf. Rom 9,5).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL No tendríamos que situarnos frente al importante texto de Rom 9-11 con interrogantes que nos desvíen, como por ejemplo los relacionados con la «predestinación» de cada alma. La cuestión decisiva es, en efecto, ésta: ¿qué papel va a asignar Dios, en el plan de su historia, a la parte de su pueblo que, en el momento en que Dios realiza cosas nuevas en el mundo y extiende su salvación a toda la multiplicidad de los gentiles, por no ver esta nueva y decisiva orientación, deja de ponerse a disposición de la acción de Dios (aunque esto tenga lugar, precisamente, por celo a la forma en que la acción de Dios se había hecho visible a estos hombres de Israel hasta entonces)? ¿Sale simplemente de la escena o bien todo esto se inserta una vez más en el plan, para nosotros igualmente incomprensible, de Dios sobre la historia? Pablo está cogido y animado por lo que está exponiendo. Tratándose de su pueblo, todo le afecta hasta lo más íntimo. Se deja arrastrar de un lado a otro, hasta el punto de que al comienzo del capítulo dice que casi quisiera ser él mismo anáthema, es decir, excluido de la comunión de los santos, ser separado de Cristo, del que ahora se extiende la salvación a los gentiles, pero estar con sus hermanos que no consiguen ver esto (9,3): tan fuerte es la voz de la sangre. Con todos los medios de reflexión y de argumentación que tiene a su disposición, intenta encontrar, sin embargo, un significado que les ahorre semejante consecuencia. Escrutando así cada vez mejor la Escritura, se le abre el misterio del pensamiento de Dios sobre la historia (cf. 11,33ss) y ve el significado de lo que ahora tiene delante y ve el futuro previsto ya por Dios. Desarrollando ese punto de vista, en la cumbre de su exposición en Rom 11,2óss, recurre de nuevo a la categoría de la «alianza», citando la Escritura (N. Lohfink, L'alleanza ma¡ revocata, Brescia 1991, pp. ó3ss [edición española: La alianza nunca derogada, Editorial Herder, Barcelona 1992]). |
Sábado de la 30ª semana del Tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Romanos 11,1-2a.1 1-12.25-29 Hermanos: 11.1 Y yo pregunto: ¿Es que Dios ha rechazado a su pueblo? ¡De ninguna manera! Que yo también soy israelita, del linaje de Abrahán y de la tribu de Benjamín. 2 Dios no ha rechazado al pueblo que había elegido. 11 Y pregunto todavía: ¿Habrán tropezado los israelitas de manera que sucumban definitivamente? ¡De ninguna manera! Por el contrario, con su caída ha llegado la salvación a los paganos, quienes a su vez han provocado la emulación de Israel. 12 Y si su caída y su fracaso se han convertido en riqueza para el mundo y para los paganos, ¿qué no sucederá cuando alcancen la plenitud? 25 No quiero, hermanos, que ignoréis este misterio para que no andéis presumiendo por ahí. El endurecimiento de una parte de Israel no es definitivo: durará hasta que se convierta el conjunto de los paganos. 26 Entonces todo Israel se salvará, como dice la Escritura: Vendrá de Sión el libertador, alejará de Jacob la impiedad, 27 y mi alianza con ellos será restablecida cuando yo les perdone sus pecados. 28 En lo que respecta a la acogida del Evangelio, los israelitas aparecen como enemigos de Dios para provecho nuestro; sin embargo, si atendemos a la elección, siguen siendo muy amados por Dios a causa de sus antepasados, 29 pues los dones y la llamada de Dios son irrevocables.
**• Pablo, concluyendo su discurso sobre el misterio de Israel, se pregunta, de una manera problemática, si acaso habría rechazado Dios a su pueblo. La respuesta no se hace de esperar: «¡De ninguna manera!» (v. 1). Y está dispuesto a ofrecer una serie de pruebas que avalan su certeza absoluta. La primera le implica en primera persona: «Yo también soy israelita» (v. 1). Es como decir que él mismo en persona es la demostración evidente de la fidelidad de Dios a sus promesas. Esto es, ciertamente, comprometedor para Pablo, aunque también es para él un motivo de santo orgullo y fuente de una gran esperanza. Considerando, a renglón seguido, la suerte del pueblo elegido, Pablo nos ofrece tres pinceladas nítidas y seguras sobre el modo como se ha desarrollado la historia de la salvación y, en consecuencia, sobre el destino del pueblo elegido. La defección de Israel, según Pablo, no ha sido total, sino parcial; no es definitiva, sino provisional; no es casual, sino providencial. En torno a estos tres motivos se desarrolla el pensamiento del apóstol en esta lectura. Los israelitas, es cierto, tropezaron para caer, aunque no para siempre. Es cierto que Pablo entrevé -y nos deja entrever también a nosotros- una maravillosa posibilidad de «resurrección» para su amado pueblo. Y sobre esta certeza se basa también nuestra esperanza en vistas a una unidad que está delante de nosotros y que pedimos de manera insistente en nuestra oración a Dios. Y no sólo esto, sino que «con su caída ha llegado la salvación a los paganos» (v. 11): he aquí el aspecto providencial de un acontecimiento histórico, aunque sea dramático y doloroso, en el que le gusta insistir a Pablo. De este modo nos ofrece una clave de lectura de toda la historia de la salvación, sobre todo del futuro que nos espera. Es interesante señalar con Pablo que la conversión de los paganos está destinada a suscitar los celos de los israelitas. De este modo nos deja intuir que el camino hacia la salvación será una especie de carrera: no una carrera para ver quien llega primero, sino para llegar juntos. Por último, san Pablo afirma que «el endurecimiento de una parte de Israel no es definitivo: durará hasta que se convierta el conjunto de los paganos» (v. 25), y de este modo ratifica el mismo concepto y abre nuestra esperanza a unos horizontes estupendos.
Evangelio: Lucas 14,1-7-11 1 Un sábado, entró Jesús a comer en casa de uno de los jefes de los fariseos. Ellos estaban al acecho. 7 Al observar cómo los invitados escogían los mejores puestos, les hizo esta recomendación: 8 -Cuando alguien te invite a una boda, no te pongas en el lugar de preferencia, no sea que haya otro invitado más importante que tú 9 y venga el que te invitó a ti y al otro y te diga: «Cédele a éste tu sitio», y entonces tengas que ir todo avergonzado a ocupar el último lugar. 10 Más bien, cuando te inviten, ponte en el lugar menos importante; así, cuando venga quien te invitó, te dirá: «Amigo, sube más arriba», lo cual será un honor para ti ante todos los demás invitados. 11 Porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado.
*»• ¿Se trata propiamente de una parábola o bien de una escena tomada de la vida misma? Tal vez haya un poco de lo uno y de lo otro. Lo que Lucas quiere decir es que en todos, tanto en los anfitriones como en los invitados, hay prejuicios egoístas, arribismos triviales, preocupaciones jerárquicas. Está claro que Lucas quiere indicar a su comunidad un modelo exquisitamente evangélico, y por ello reelabora un ejemplo tomado de la vida de Jesús que tiende a desmantelar las intenciones de la gente de su tiempo y a poner al desnudo, allí, en torno a la mesa, sus sentimientos. Las palabras de Jesús asumen ante todo un tono negativo: «No te pongas en el lugar de preferencia...» (v. 8). Lo que pueda pasar en el marco de un banquete común debe estar previsto, al menos por motivos de prudencia, cuando no precisamente por orgullo personal. Se trata asimismo de no caer en el ridículo, además de respetar ciertas reglas de etiqueta. La enseñanza de Jesús asume también por ello un tono sapiencial, antes que evangélico. Ahora bien, en un segundo momento, Jesús se expresa en términos positivos: «Ponte en el lugar menos importante» (v. 10). Se trata de una invitación clara a la humildad (cf. también Le 20,46), que encontrará su epílogo natural en el último versículo de esta página evangélica: «Porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado» (v. 11), un dicho que se inspira en Ez 21,31, que cita a Lc 16,15 y se repetirá aún en Lc 18,14. Jesús habla, pues, de la humildad, una virtud que hoy no sólo está desatendida, sino casi olvidada por completo, aunque sigue vigente como rasgo característico del verdadero discípulo de Jesús. Será el mismo Jesús, en efecto, quien nos ofrecerá, personalmente, un altísimo ejemplo de humildad a lo largo de su pasión y muerte, y Pablo sintetizará esta enseñanza en su estupendo himno cristológico de Flp 2,5-11.
MEDITATIO Pablo ha reflexionado ampliamente sobre el misterio de su pueblo, sobre su endurecimiento y su incredulidad. El rechazo de una parte de Israel ha supuesto la ocasión para hacer entrar en masa a los paganos en la alianza concluida en un tiempo con Abrahán, con la que verdaderamente -según la promesa- han sido bendecidas todas las naciones de la tierra. El apóstol sabe que los dones y la llamada de Dios no tienen marcha atrás. La acogida dispensada a los gentiles no implica el repudio de Israel. No sabemos ni cómo ni cuándo tendrá lugar el retorno de aquellos que fueron, y seguirán siendo para siempre, los «elegidos». Todos estamos invitados al banquete del Reino, y la sala del banquete de bodas no es demasiado estrecha. Puede contenernos a todos cómodamente, porque tiene las mismas dimensiones del corazón de Dios. Lo que importa, por consiguiente, es que nuestro comportamiento sea el indicado por Jesús en la parábola evangélica. Nosotros, que nos sentimos invitados ahora al banquete, no debemos entrar en plan altanero, con altivez, poniéndonos en el lugar principal, sino con la humildad del que sabe que todo es gracia y don. Nuestra oración debería alimentar el deseo de que el Señor de la casa diga a nuestros «hermanos mayores»: «Subid más arriba, volved al primer puesto». La fiesta no estará completa, en efecto, hasta que todos juntos -judíos y gentiles- realicemos el deseo de Jesús, que vino a derribar el muro de separación, a hacer de los dos un solo pueblo nuevo. Frente a los designios de Dios, adoremos en silencio el misterio y oremos para que su plan de salvación no tarde en realizarse plenamente. A nosotros se nos pide vivir en la caridad y en un clima de acogida recíproca, para ser verdaderos hijos de aquel que es Padre de todos y ha enviado a su Hijo unigénito, el Predilecto, a recapitular en él a toda criatura.
ORATIO Señor, tu enseñanza es clara, aunque difícil de realizar: «Apártate para dejar el sitio a otro; a su tiempo serás buscado. Olvida la ofensa recibida, como si no te la hubieran hecho; a su tiempo serás premiado. Haz un tesoro con los dones que tienes, pero no te gloríes, porque no son tuyos. Permanece en tu puesto, sin invadir; a su tiempo serás revalorizado. Estímate, pero no con exceso, para poder emitir juicios imparciales. No acentúes todo lo que haces de bueno, actúa de una manera sencilla y silenciosa. Reconoce tu humana debilidad, para exaltar mi fuerza infinita. Da siempre testimonio de la verdad y, a su tiempo, ella triunfará. Oh Señor, escribí mi nombre en la arena, en el desierto, junto a las puertas de Jartum, y al día siguiente ya no estaba. Así es la persona humilde, me dices: sabe desaparecer, porque su nombre está escrito en el cielo».
CONTEMPLATIO ¿Por qué, pues, temes tomar la cruz por la cual se va al Reino? En la cruz está la salud, en la está cruz la vida, en la cruz está la defensa contra los enemigos, en la cruz está la infusión de la suavidad soberana, en la cruz está la fortaleza del corazón, en la cruz está el gozo del espíritu, en la cruz está la suma virtud, en la cruz esta la perfección de la santidad. No están la salud del alma y la esperanza de la vida eterna sino en la cruz. Toma, pues, tu cruz y sigue a Jesús, e irás a la vida eterna. Él fue delante «llevando su cruz» (Jn 19,7) y murió en la cruz por ti, para que tú también lleves tu cruz y desees morir en ella. Porque si murieres juntamente con él, vivirás con él. Y si le fueres compañero de la pena, lo serás también de la gloria. Mira que todo consiste en la cruz y todo está en morir en ella. Y no hay otro camino para la vida para la verdadera entrañable paz sino el de la santa cruz la continua mortificación. Ve donde quisieres, busca lo que quisieres y no hallarás más alto camino en lo alto ni más seguro en lo bajo sino la vía de la santa cruz. Dispón y ordena todas las cosas según tu querer y parecer y no hallarás sino que has de padecer algo, o de grado o por fuerza, y así siempre hallarás la cruz. Pues o sentirás dolor en el cuerpo o padecerás la tribulación en el espíritu. A veces te dejará Dios, a veces te perseguirá el prójimo y, lo que peor es, muchas veces te descontentarás de ti mismo y no serás aliviado ni refrigerado con ningún remedio ni consuelo, mas conviene que sufras hasta cuando Dios quisiere. Porque quiere Dios que aprendas a sufrir la tribulación sin consuelo y que te sujetes del todo a él y te hagas más humilde con la tribulación. Ninguno siente así de corazón la pasión de Cristo como aquel a quien acaece sufrir cosas semejantes. Así que la cruz siempre está preparada y te espera en cualquier lugar; no puedes huir, dondequiera que fueres, porque dondequiera que vayas te llevas a ti contigo y siempre te hallarás a ti mismo. Vuélvete arriba, vuélvete abajo, vuélvete afuera, vuélvete dentro, y en todo esto hallarás cruz. Y es necesario que en todo lugar tengas paciencia, si quieres tener paz interior y merecer perpetua corona. [...] Así que, leídas y bien consideradas todas las cosas, sea ésta la postrera conclusión: «Que por muchas tribulaciones nos conviene entrar en el Reino de Dios» (Hch 14,21) {La imitación de Cristo, II, 12).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Todo Israel se salvará, pues los dones y la llamada de Dios son irrevocables» (cf. Rom 11,26.29).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL Querida Edith: Siempre he intentado imaginar lo que debió de ser para ti, judía, la experiencia del encuentro con Jesús, el Hijo de Dios nacido de María, una mujer como tú, de tu estirpe. Me parece que debió de suponer una conmoción y una alegría inexpresables y, sobre todo, una atracción irresistible. Lo revela la respuesta que te vino espontánea cuando tu madre, dolorida, intentaba convencerte de que se podía ser profundamente religiosa, «devota», también en el judaísmo: «Cierto», respondiste, «si no has aprendido a conocer a otro». Tú habías aprendido a conocer a aquel Otro a quien nadie se le puede comparar: al Dios hecho hombre en el seno del pueblo judío. Y ya no te era posible pensar tu vida sin él. Edith, no todos lo pueden comprender... Es menester haber pasado por la misma experiencia para que no nos parezca absurdo lo que hiciste... «¡Vamos, venga, por nuestro pueblo!», le dijiste a tu frágil hermana para animarla. Para ti, la muerte no era un sufrimiento, sino ofrecer la vida unida a Cristo, que se había vuelto tu vida. Habías nacido el gran día del Kippur... Te sentías predestinada a la expiación. «¡Vamos, Rosa, por nuestro pueblo!» Asumiendo a todos los de tu carne y sangre, transformaste en un magno holocausto de propiciación la hoguera exterminadora. Eras, como Jesús, el manso cordero que cargaba sobre sí los pecados de todos para destruir el odio humano en el fuego de la caridad divina. Gran misterio en verdad el silencio y la impotencia de Dios en aquella hora trágica de la historia de tantos pueblos, y en particular de tu pueblo, el elegido, siempre amado, a pesar de haberlo trabajado tanto, pasado por el fuego como se purifica el oro en el crisol. Un misterio que impone silencio y reflexión en la humilde adhesión de fe. Ahora bien, a casi sesenta años de aquellos acontecimientos, el recuerdo de la Shoa se ha despertado; se habla y se escribe mucho de ella, tal vez incluso demasiado, con dolor e indignación, no siempre sin mantener y suscitar resentimientos y deseos de venganza. Es, en efecto, demasiado inconcebible e inaceptable la iniquidad cometida: un hecho que ha herido de muerte no sólo a millones de judíos, sino a toda la humanidad y, ante todo, el corazón del mismo Dios. Sí, ante todo, el corazón de Dios, porque si no intervino para impedirlo tal vez sea justo pensar que él mismo participaba de la tragedia, él mismo era sacrificado de nuevo en aquellos por los cuales, cuando vino al mundo, se despojó de su propia gloria y poder. Edith, tú ahora ya sabes, ya comprendes lo que para nosotros sigue estando todavía oscuro... Al escribir a los romanos, Pablo prorrumpía en una declaración que demuestra la medida en la que se sentía todo de Cristo y, al mismo tiempo, todo de su pueblo: «... siento en el corazón un gran dolor y un sufrimiento continuo». Cada vez que vuelvo a oír estas palabras del apóstol me siento presa de una inmensa conmoción y me parece que yo misma estoy invadida por esos atormentadores sentimientos. Por consiguiente, puedo imaginar un poco, Edith, lo que fue tu martirio de conciencia antes incluso de ser llevada, como cordero mudo, al lugar del exterminio. Y así fue, probablemente, para los otros judíos perseguidos a los que Jesús se manifestó de modo inequívoco. También hoy, en el trabajo que sigue atravesando la historia de nuestros pueblos, queda transfigurado el dolor por quien se ofrece, de una manera espontánea, como hizo Jesús, impulsado únicamente por el amor y, por consiguiente, perdonando (A. M. Cánopi, Lettera a Edith, Cásale Monf. 2000). |
31° domingo del tiempo ordinario
LECTIO Primera lectura: Deuteronomio 6,2-6 Moisés habló al pueblo y le dijo: 2 De esta manera respetarás al Señor, tu Dios, tú, tus hijos y tus nietos; observarás todos los días de tu vida las leyes y mandamientos que yo te impongo hoy; así se prolongarán tus días. 3 Escúchalos, Israel, y cúmplelos con cuidado, para que seas dichoso y te multipliques, como te ha prometido el Señor, Dios de tus antepasados, en esta tierra que mana leche y miel. 4 Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno. 5 Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. 6 Guarda en tu corazón estas palabras que hoy te digo.
**• Este fragmento expresa en síntesis el corazón de la espiritualidad bíblica: se trata de las enseñanzas que el libro del Deuteronomio pone en labios de Moisés, intermediario entre Dios y el pueblo (v. 1). Éstas se resumen en la exhortación a permanecer fieles a la alianza sancionada con el Señor a través de la observancia de sus leyes, y la motivación que las acompaña se repite como un estribillo: «Para que seas dichoso» (v. 3), es decir, fecundo, próspero y longevo. El fin de estas normas es, por consiguiente, la verdadera felicidad del hombre, una felicidad que procede de Dios, su fuente; por eso es menester sentir hacia él aquel «temor» que, en el lenguaje deuteronómico, es sinónimo de adhesión, escucha reverente y obediencia amorosa (v. 2). Los vv. 4-6 constituyen el núcleo central de la oración que todavía hoy todo judío piadoso recita tres veces al día, y que recibe el nombre de Shema por la palabra con que empieza: «Escucha». Se trata de una profesión de fe en el único Dios que mantiene con todo el pueblo y con cada uno de sus miembros una relación particular, personal: «El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno». De ahí nace la exigencia de corresponder a este sagrado vínculo con un amor indiviso: todas las facultades y las actividades del hombre han de estar orientadas íntegramente a corresponder con amor al Bien que es el Señor, que es para nosotros y que obra para nosotros queriendo que seamos felices para siempre. Esta elección gratuita por parte de Dios es un don inmenso del que el pueblo nunca debe perder la conciencia: la memoria continua de él, de sus beneficios y de sus preceptos se vuelve para todo Israel -también para nosotros, hijos de Abrahán según la promesa- compromiso de una vida conforme a su voluntad y fuente de toda bendición (v. 6; cf. vv. 7-19).
Segunda lectura: Hebreos 7,23-28 Hermanos, 23 por otra parte, mientras que los otros sacerdotes fueron muchos, porque la muerte les impedía perdurar, 24 éste, como permanece para siempre, posee un sacerdocio que no pasará. 25 Y por eso también puede perpetuamente salvar a los que por su medio se acercan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder por ellos. 26 Tal es el sumo sacerdote que nos hacía falta: santo, inocente, inmaculado, separado de los pecadores y más sublime que los cielos. 27 Él no tiene necesidad, como los sumos sacerdotes, de ofrecer cada día sacrificios por sus propios pecados antes de ofrecerlos por los del pueblo, porque esto lo hizo de una vez para siempre ofreciéndose a sí mismo. 28 Y es que la Ley constituye sumos sacerdotes a hombres débiles, pero la palabra del juramento, que vino después de la Ley, hace al Hijo perfecto para siempre.
**• El autor de la carta a los Hebreos, prosiguiendo la comparación con las instituciones judías, subraya la excelencia del sacerdocio de Cristo con respecto al levítico, motivando su absoluta superioridad a la luz del misterio pascual. En efecto, el carácter mortal de los sumos sacerdotes hacía provisional su servicio y precaria su intercesión, de suerte que para asegurar la continuidad del culto debían sucederse los unos a los otros. Cristo, en cambio, es el Resucitado que vive para siempre: dado que su función sacerdotal no conoce límites de tiempo y su intercesión es incesante, cuantos en todos los tiempos se confían a su mediación pueden ser perfectamente salvados (vv. 23-25). Por otra parte, la resurrección es considerada como el sello con el que Dios atestigua la santidad de Cristo (cf. Hch 3,13-15; Rom 1,4) y la eficacia de su sacrificio, por eso es Jesús el verdadero sumo sacerdote del que todos los otros no eran más que figura imperfecta. Es el único sacerdote «que nos hacia falta», es decir, el que necesitábamos para nuestra salvación, por sus características absolutamente excepcionales (vv. 26ss). Sólo él carece de pecado, y por eso no necesita como los otros sacerdotes una purificación personal antes de ejercer su propio servicio cotidiano; al contrario, ha podido ofrecer de una vez por todas su propia vida como el santo sacrificio expiatorio que obtiene un perdón eterno a la humanidad. El sacerdocio de Cristo es también superior al levítico por su fundamento: este último fue instituido, en efecto, por la Ley, que, sin embargo, no ha llevado nada a la perfección (v. 19), puesto que se apoya en hombres débiles y falibles (v. 28). El sacerdocio de Cristo, en cambio, se funda en un juramento del mismo Dios, del Dios fiel que, después de haber revelado a su Hijo (Sal 109,3ss), lo constituyó único mediador entre él y los hombres. Su mediación es, por consiguiente, única, perfecta, indefectible: sólo él puede permitirnos el acceso a Dios.
Evangelio: Marcos 12,28b-34 En aquel tiempo, 28 un maestro de la Ley se acercó a Jesús y le preguntó: -¿Cuál es el mandamiento más importante? 29 Jesús contestó: -El más importante es éste: Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. 30 Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. 31 El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento más importante que éstos. 32 El maestro de la Ley le dijo: -Muy bien, Maestro. Tienes razón al afirmar que Dios es único y que no hay otro fuera de él; 33 y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios. 34 Jesús, viendo que había hablado con sensatez, le dijo: -No estás lejos del Reino de Dios. Y nadie se atrevía ya a seguir preguntándole.
**• En un contexto de hostilidades y disputas suscitadas por jefes de los sacerdotes, maestros de la Ley y ancianos del pueblo (capítulos 11 y 12) Marcos inserta el relato de este encuentro entre Jesús y un maestro de la Ley que se le acerca con ánimo abierto y leal. La pregunta del rabino no es una pregunta ociosa: en aquella época había en la ley de Moisés 248 mandamientos y 365 prohibiciones, subdivididos ulteriormente en categorías; la cuestión de cuál era el más importante era, por consiguiente, objeto de discusión. Jesús simplifica esta multiplicidad llevándola a lo esencial: responde con las palabras de la oración recitada tres veces al día por los judíos, el Shema o «Escucha», tomado de Dt 6,4ss. El mandamiento «más importante» brota, por tanto, de la escucha (esto es, recibir por fe) y del reconocimiento de que nuestro Dios es el único Señor: de ahí procede la exigencia de unificar la vida en el amor a él, consagrándole enteramente nuestra voluntad, sentimientos, inteligencia, energías; sin embargo, a este mandamiento le añade Jesús inmediatamente un segundo, el del amor al prójimo como otro yo, y los presenta como dos aspectos de un mismo precepto divino: «No hay otro mandamiento más importante que éstos». Por otra parte, el prójimo no es para Jesús simplemente el compatriota, como en Lv 19,18, sino todo hombre (cf. Le 10,29-37): reinterpreta de este modo las normas tradicionales; su enseñanza es nueva y antigua al mismo tiempo, como muestra el apóstol Juan (1 Jn 2,7ss), que lo sintetiza de manera adecuada: «Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y nosotros hemos recibido de él este mandato: que el que ama a Dios ame también a su hermano» (1 Jn 4,20ss). El interlocutor de Jesús aprueba su respuesta y comenta que el amor, entendido de este modo, es más agradable a Dios y eficaz para la salvación que muchos actos de culto. Y Jesús alaba al maestro de la Ley: gracias a su rectitud, está en el camino justo para entrar en el Reino de Dios, el reino del amor.
MEDITATIO Son muchas las imágenes y las palabras que parecen aplastar al hombre de hoy, muchos los sacerdotes y los ritos de la antigua alianza, muchos los preceptos de la Ley... Esta multiplicidad nos desorienta, y necesitamos volver a encontrar un centro de gravedad, un hilo conductor para el camino de la vida. Jesús nos lleva simplemente al Uno, a aquel que es (YHWH) y envuelve a cada ser en su abrazo vivificante. Él es el Amor y es nuestro Dios. ¿Cómo no hemos de ofrecernos entonces a él por completo a nosotros mismos? La multiplicidad queda unificada por el amor de Dios, que pide todo el amor del hombre. Son muchos nuestros afectos, amistades, relaciones interpersonales: a veces nos sentimos «triturados»... «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón»: si le damos todo lo que, por otra parte, viene de él, será el Espíritu de amor el que ame en nosotros. Son muchos los pensamientos, las preocupaciones y las dudas que nos asaltan, pero si queremos amar al Señor con toda nuestra mente los afrontaremos con una paz que antes no conocíamos. Son muchas, demasiadas, las cosas que tenemos que hacer, los compromisos a los que tenemos que hacer frente, las actividades que hemos de llevar adelante: amemos al Señor con todas nuestras fuerzas y él será la fuerza que nos sostenga en la vertiginosa carrera de nuestra vida cotidiana. Si tendemos hacia esta única dirección, seremos impulsados por el mismo Señor hacia las múltiples direcciones de los hermanos. El mandamiento del Señor es uno, pero tiene dos aspectos, porque aprender a amar con el corazón de Dios significa hacerse próximo a cada hombre: así amó Jesús. Sí, el amor «vale más que todos los holocaustos y sacrificios», porque es sacrificio de por sí. Así se entregó Jesús.
ORATIO Oh Dios, fuente única de todo lo que existe, tú eres nuestro Padre: concédenos el amor para que, fieles a tu mandamiento, podamos amarte con un corazón indiviso, buscándote en todas las cosas. Enséñanos a amarte «con toda la mente»: ilumina nuestra inteligencia para que, libre de la duda y de la vana presunción, sepa descubrir tu designio de salvación en la historia y en las circunstancias cotidianas. Haz que te amemos «con todas nuestras fuerzas», consagrando a ti y a tu servicio nuestras capacidades y nuestros límites, nuestras acciones y nuestras impotencias, nuestros logros y nuestros fallos. Ayúdanos, Señor, a amarte en cada hermano que tú has puesto a nuestro lado y que tú fuiste el primero en amar, hasta el sacrificio de tu propio Hijo. Que su oblación eterna nos dé la fuerza y la alegría de perdernos a nosotros mismos en la caridad para recobrarnos plenamente en ti, que eres el Amor.
CONTEMPLATIO Hallamos escrito en la ley de Moisés: Creó Dios al hombre a su imagen y semejanza. Considerad, os lo ruego, la grandeza de esta afirmación; el Dios omnipotente, invisible, incomprensible, inefable, incomparable, al formar al hombre del barro de la tierra, lo ennobleció con la dignidad de su propia imagen. ¿Qué hay de común entre el hombre y Dios, entre el barro y el espíritu? Porque Dios es espíritu. Es prueba de gran estimación el que Dios haya dado al hombre la imagen de su eternidad y la semejanza de su propia vida. La grandeza del hombre consiste en su semejanza con Dios, con tal de que la conserve. Si el alma hace buen uso de las virtudes plantadas en ella, entonces será de verdad semejante a Dios. Él nos enseñó, por medio de sus preceptos, que debemos rendirle frutos de todas las virtudes que sembró en nosotros al crearnos. Y el primero de estos preceptos es: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, ya que él nos amó primero, desde el principio y antes de que existiéramos. Por lo tanto, amando a Dios es como renovamos en nosotros su imagen. Y ama a Dios el que guarda sus mandamientos, como dice él mismo: Si me amáis, guardaréis mis mandatos. Y su mandamiento es el amor mutuo, como dice también: Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Pero el amor verdadero no se practica sólo de palabra, sino de verdad y con obras. Retornemos, pues, a nuestro Dios y Padre su imagen inviolada; retornémosela con nuestra santidad, ya que él ha dicho: Sed santos, porque yo soy santo; con nuestro amor, porque él es amor, como atestigua Juan al decir: Dios es amor; con nuestra bondad y fidelidad, ya que él es bueno y fiel. No pintemos en nosotros una imagen ajena; el que es cruel, iracundo y soberbio pinta, en efecto, una imagen tiránica. Por esto, para que no introduzcamos en nosotros ninguna imagen tiránica, dejemos que Cristo pinte en nosotros su imagen, la que pinta cuando dice: La paz os dejo, mi paz os doy. Mas ¿de qué nos servirá saber que esta paz es buena si no nos esforzamos en conservarla? Las cosas mejores, en efecto, suelen ser las más frágiles, y las de más precio son las que necesitan una mayor cautela y una más atenta vigilancia; por esto es tan frágil esta paz, que puede perderse por una leve palabra o por una mínima herida causada a un hermano. Nada, en efecto, resulta más placentero a los hombres que hablar de cosas ajenas y meterse en los asuntos de los demás, proferir a cada momento palabras inútiles y hablar mal de los ausentes; por esto, los que no pueden decir de sí mismos: Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado para saber decir al abatido una palabra de aliento, mejor será que se callen y, si algo dijeren, que sean palabras de paz (Columbano, Instrucciones, 11).
ACTIO Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Nosotros debemos amarnos porque él nos amó primero» (1 Jn 4,19).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL El rabí de Sasson contaba: Aprendí de un campesino cómo deben amar los hombres. Este campesino se encontraba con otros en una hospedería y estaba bebiendo. Se quedó callado durante mucho tiempo con los otros, pero cuando el vino le movió el corazón, dirigiéndose a un compañero que se sentaba a su lado, le preguntó: Dime, ¿me quieres o no? El otro respondió: Te quiero mucho. Y dijo el campesino a su vez: Dices que me quieres mucho; sin embargo, no sabes lo que necesito. Si verdaderamente me quisieras, lo sabrías. El amigo no se atrevió a rebatirle, y el campesino que le había preguntado calló de nuevo. Yo, en cambio, comprendí: amar a los hombres significa intentar conocer sus necesidades y sufrir sus penas (M. Buber, «Leggenda del Baal Sem», en G. Ravasi [ed.], // libro de¡ salmi: commento e attualizazione, Bolonia 1985, p. 694).
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