Dedícate a la Contemplación.....y recibirás los dones del Espíritu Santo


Inicio

 

Vida

Vocación

Biblioteca

La imagen

 

 

LECTIO DIVINA FEBRERO DE 2019

Si quiere recibirla diariamente junto a la Liturgia de las Horas, por favor, apúntese aquí

Si quiere recibirla mensualmente en formato epub, por favor, apúntese aquí

Domingo Lunes Martes Miércoles Jueves Viernes Sábado
          01 02
03 04 05 06 07 08 09
10 11 12 13 14 15 16
17 18 19 20 21 22 23
24 25 26 27 28    

Descargar en formato epub

Oraciones

Liturgia de las Horas

Lectio Divina

Devocionario

Adoración

 

 

 

 

El cántico de alabanza que resuena eternamente en las moradas celestiales y que Jesucristo, sumo Sacerdote, introdujo en este destierro ha sido continuado fiel y constantemente por la Iglesia situando a Dios como centro de nuestra vida durante todas las horas del día -Liturgia de las horas- y todos los días del año -Lectio Divina-

Día 1

Viernes 3ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Hebreos 10,32-39

Hermanos:

32 Acordaos de los días primeros en los que, después de haber sido iluminados, sostuvisteis un combate tan grande y doloroso.

33 Algunos fuisteis públicamente escarnecidos y tuvisteis que sufrir tormentos; otros os hicisteis solidarios con los que tales cosas soportaban.

34 Tuvisteis, en efecto, compasión de los encarcelados, soportasteis con alegría que os despojaran de vuestros bienes, sabiendo que teníais riquezas mejores y más duraderas.

35 No perdáis, pues, esta confianza, que os proporcionará una gran recompensa.

36 Pues tenéis necesidad de perseverar, para que, cumpliendo la voluntad de Dios, alcancéis la promesa.

37 Porque, dentro de poco, de muy poco, el que ha de venir vendrá sin retraso;

38 y mi justo vivirá por la fe; mas, si se echa atrás cobardemente, ya no me agradará.

39 Pero nosotros no somos de los que se echan atrás cobardemente y terminan sucumbiendo, sino de los que buscan salvarse por medio de la fe.

 

*• Ya desde los orígenes se propagó en la Iglesia el peligro de la tibieza, un peligro que degeneró con frecuencia en abierta apostasía o en vida pecaminosa contraria a la fe. Son varios los pasajes de los escritos apostólicos que atestiguan esta situación (cf. Gal 3,2; 2 Cor 2; Ap 2-3).

Consciente del delicado momento que está atravesando la comunidad judeocristiana a la que se dirige, el autor de la carta a los Hebreos se enfrenta al mal en sus raíces. Revelándose como un profundo conocedor del corazón humano y repleto de discernimiento en la guía de las almas, nos ofrece una página que sigue siendo un precioso documento de sabiduría pastoral. Aunque denuncia el mal, no usa palabras de abierta condena ni de duro reproche, sino que sigue la vía de la exhortación.

«Acordaos»: un imperativo preciso que remite al tiempo del primitivo fervor y pretende crear una separación clara con el presente para volver a la frescura original. En dos breves versículos se representa al vivo ante nuestros ojos a una comunidad que ha dado pruebas de gran fortaleza y de gran caridad: una comunidad capaz de hacer frente a toda persecución y a las más graves humillaciones sin echarse atrás; pero eso no basta: ha mostrado asimismo ser solidaria con los que están sometidos a prueba. Una comunidad, por consiguiente, plenamente cristiana, animada por un auténtico amor fraterno.

¿Cuál fue la fuente de tal impulso? La fe firme en los bienes futuros. Pues bien, precisamente esa fe tiene que ser reavivada ahora. Y es la Palabra de Dios la que puede alimentarla. El autor de la carta, citando pasajes del Antiguo Testamento que han encontrado su pleno cumplimiento en Jesús, quiere sostener en los cristianos la esperanza y la tensión hacia los bienes futuros.

 

Evangelio: Marcos 4,26-34

En aquel tiempo,

26 decía Jesús a la gente: -Sucede con el Reino de Dios lo que con el grano que un hombre echa en la tierra.

27 Duerma o vele, de noche o de día, el grano germina y crece, sin que él sepa cómo.

28 La tierra da fruto por sí misma: primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga.

29 Y cuando el fruto está a punto, en seguida se mete la hoz, porque ha llegado la siega.

30 Proseguía diciendo: -¿Con qué compararemos el Reino de Dios o con qué parábola lo expondremos?

31 Sucede con él lo que con un grano de mostaza. Cuando se siembra en la tierra, es la más pequeña de todas las semillas.

32 Pero, una vez sembrada, crece, se hace mayor que cualquier hortaliza y echa ramas tan grandes que las aves del cielo pueden anidar a su sombra.

33 Con muchas parábolas como éstas Jesús les anunciaba el mensaje, acomodándose a su capacidad de entender.

34 No les decía nada sin parábolas. A sus propios discípulos, sin embargo, se lo explicaba todo en privado.

 

**• Con dos breves parábolas, tomadas del mundo agrícola, Jesús ilustra el proceso de crecimiento del Reino de Dios en el mundo. Éste es como una semilla que, sembrada en la tierra, necesita un largo período de maduración en medio del silencio y la paciencia. Tras la siembra, el labrador vuelve a sus ocupaciones habituales, sin tener que preocuparse de la semilla. Es la tierra la que espontáneamente, por su propia fuerza, lleva a cabo la transformación. El evangelista se detiene a describir, una a una, las fases de la germinación, para subrayar que cuanto desde fuera parece «tiempo muerto» -silencio de Dios- es, en realidad, un tiempo fecundo de gracia. Cuando haya llegado su hora -expresión que usará muchas veces Jesús refiriéndose a su destino-, la misma semilla, convertida ahora en fruto maduro, se entregará a la hoz para la siega. También aquí surge espontánea la referencia a Jesús, que libremente se ofreció a sí mismo por nuestra salvación.

La sorpresa del labrador, después de la larga espera, será grande, como muestra la segunda parábola. Se ha depositado en la tierra un grano de mostaza, la más pequeña de todas las semillas, algo no llamativo, pero al final se hace mayor que todas las hortalizas, se hace casi como un árbol a cuya sombra -imagen bíblica que indica la consumación del Reino de Dios icf. Jue 9,8-15; Ez 17,22-24; 31,4; Dn 4,10-12.17-23)- pueden reposar los pájaros. Toda la Sagrada Escritura atestigua que Dios escoge lo que es pequeño: los instrumentos más pobres parecen ser los más aptos para cooperar en su designio de salvación. Los caminos de Dios no son nuestros caminos; su Reino lleva en sí mismo un principio de desarrollo, una fuerza secreta que lo conducirá a su plena consumación más allá de lo que podría suponer cualquier humana imaginación. No queda más que esperarlo con firme esperanza y humilde colaboración.

 

MEDITATIO

Sólo haciendo nuestro el «deseo de Dios» expresado en tantas páginas del Antiguo Testamento, y de modo absolutamente particular en los salmos, es posible intuir qué grande debió de ser la alegría de los primeros judeocristianos cuando, iluminados por la gracia, reconocieron en Jesús al Mesías, al Esperado por todas las gentes, al Salvador prometido. Este descubrimiento suscitó un gran fervor; los nuevos cristianos se encaminaron con entusiasmo por el «camino nuevo y vivo».

Pero muy pronto se dieron cuenta de que el camino era largo y fatigoso; la exaltación inicial cedió el paso al desaliento. Es la hora de la prueba, en la que es preciso resistir con paciencia. El autor de la carta a los Hebreos exhorta, por tanto, a sus interlocutores a perseverar con buen ánimo. Aunque el paisaje parezca estar desolado, cada paso les aproxima a la meta. Hay períodos en la vida de cada persona en los que se vuelve necesario aferramos con todas nuestras fuerzas a la virtud de la esperanza. Ésta es, por así decirlo, el bastón del peregrino que se dirige hacia el Reino de los Cielos.

También las dos pequeñas parábolas del evangelio aluden a esta virtud. ¿No es acaso su presencia la que nos hace soportable el tiempo que discurre entre la siembra y la siega? Es preciso estar fuertemente motivados para perseverar cuando el desánimo, como un ladrón, viene a robarnos las pocas fuerzas de las que disponemos. Sólo la esperanza nos las puede restituir. Con todo, también ella debe tener un sólido fundamento. No basta con mantener fija la mirada en las realidades futuras, en el Reino que parece inalcanzable. Entonces, ¿en qué se puede apoyar la esperanza cristiana? En la experiencia de los peregrinos de Emaús, en la certeza de que aquel que nos llama a la meta es también nuestro silencioso compañero de viaje, y cuanto más duro se vuelve el camino, más presente se hace.

 

ORATIO

Señor Jesús, eterno Viviente, tú eres nuestra única esperanza. Por nosotros te escondiste como semilla en nuestra humana debilidad; experimentaste la persecución, el peso de la soledad y la aflicción de la pobreza; por nosotros aceptaste voluntariamente la muerte, por nosotros te hiciste Pan de vida que nos sostiene a lo largo del camino. Tú nos conoces en lo íntimo y ves nuestras tribulaciones y la fatiga que nos produce el compromiso de conservar la fe. Perdónanos si hemos dejado envejecer nuestro corazón, perdiendo el ardor y el entusiasmo de nuestro primer amor. Despierta en nosotros el hermoso recuerdo de nuestra enamorada juventud, para que nunca nada ni nadie pueda apartarnos de buscar tu rostro. Quédate con nosotros en la hora de la prueba y concédenos la fuerza de tu Espíritu para serte fieles hasta la muerte. Contigo ni siquiera nuestra pobreza nos espanta ya: al ofrecértela, se convierte en el pequeño signo de nuestro infinito deseo de colaborar en la realización de tu Reino.

 

CONTEMPLATIO

Nadie ama verdaderamente a otro con auténtico fuego de amor si no siente un intenso deseo de verle. Por esa razón, cuando el ser amado está lejos, aumenta el deseo, y el retraso del Amado, aunque sea breve, parece largo. Por eso, «¡ay de mí, que vivo como emigrante!» (cf. Sal 119,5) y «estoy enfermo de amor» (Cant 2,5).

Como huésped de paso en este mundo, suspiro por las moradas celestes. Pero ¿qué es lo que espero? ¿No es al Señor Jesús? ¿No está en él toda nuestra esperanza? Siento nostalgia de contemplar la vida invisible que moriría con alegría. Sin embargo, si la espero con serenidad de ánimo es porque interiormente se me inspira que sea paciente. Mi espíritu, embebido por completo del admirable don de Dios, me convence para que me santifique a diario en el amor. Por eso me comprometo a no seguir mi voluntad, sino que espero con alegría a que Dios me manifieste la suya. Que la sombra del Espíritu Santo me sirva aquí abajo de consuelo y que mi deseo de gozar de la felicidad futura haga desaparecer toda la basura de mis vicios.

No poseo ninguna morada en este mundo de miseria; golpeado por tantas adversidades, no voy en busca de vanos consuelos, pues no tengo más que un consuelo: el amor eterno. Los elegidos de Cristo, vayan donde vayan, no cesan de custodiar en su espíritu la alegría de los bienes celestiales. Sobre el infalible fundamento puesto, esto es, el Señor Jesús, construyen y se preparan para la recompensa eterna. Así, los trabajos que realizan en vistas al amor divino o la violencia que se hacen para custodiar la paz del corazón incrementan su mérito. Cuando el cuerpo está cansado, los ojos se elevan hacia la estancia celestial, hacia la mirada del Amigo omnipotente y nos sentimos protegidos por todas partes a la sombra de sus dones (R. Rolle, // canto d'amore IV, 1 lss).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «La esperanza no engaña, porque Dios ha derramado su amor en nuestros corazones» (Rom 5,5).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Por lo general, pensamos que la paciencia es una especie de resignación fatalista frente a lo que se nos opone y, por consiguiente, una confesión de derrota. Sin embargo, de hecho, la paciencia cristiana no es resignación, sumisión. Para comprender la actitud espiritual que llamamos paciencia es preciso mirar a Jesús paciente. Basta con leer el evangelio para ver que el Señor Jesús experimentó la incomodidad física, el cansancio, la monotonía del trabajo, la opresión de la muchedumbre. Le alcanzaron las contestaciones, el odio, la incredulidad. Experimentó el dolor físico más agudo y el sufrimiento del espíritu, la agonía, el abandono de los discípulos y hasta del Padre. Pero no fue un aplastado: se ofreció porque lo quiso. Llevó sobre sí todo con una paciencia que no es ni inercia ni pasividad, sino ofrenda de sí mismo a todo lo que quiere el Padre. El amor al Padre y a los hombres le impulsa a entregarse hasta el extremo. «Si el grano de trigo no muere, no da fruto», dice en el evangelio. Así, con su, sacrificio glorificó al Padre y llevó a cabo nuestra salvación. Ésta es la victoria del amor, de la paciencia. A partir del ejemplo vivo del Señor Jesús, comprendemos que la paciencia es la perfección de la caridad. Observa san Juan de la Cruz: «El amor ni cansa ni se cansa». Es la paciencia silenciosa, perseverante, que se vuelve don, como Cristo, pan partido por los hermanos. Ahora bien, esta disponibilidad de amor no puede ser sostenida más que por una fe viva y por una intensa esperanza. Muchas de nuestras impaciencias y muchos abatimientos proceden precisamente de una fe y de una esperanza demasiado débiles, que no nos orientan plenamente al amor (A. Ballestrero, Parlare di cose veríssime, Cásale Monf. - Roma 1990, pp. 103ss).

 

 

 

 

Día 2

PRESENTACIÓN DEL SEÑOR EN EL TEMPLO Y PURIFICACIÓN DE LA VIRGEN MARÍA

        Esta celebración, a la que sería más propio llamar «fiesta del encuentro» (del griego Hypapánte), se desarrollaba ya en Jerusalén en el siglo IV. Con Justiniano, en el año 534, se volvió obligatoria en Constantinopla, y con el papa Sergio I, de origen oriental, también en Occidente, con una procesión a la basílica de Santa María la Mayor que se celebraba en Roma. La bendición de las candelas (de donde proviene la denominación de «candelaria») se remonta al siglo X. Celebra el episodio que narra san Lucas. Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, a los 40 días del parto, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor y así cumplir su santa Ley. En el templo les salió al encuentro el anciano Simeón, hombre justo y que esperaba la consolación de Israel. El anciano anunció a María su participación en la Pasión de su Hijo, y proclamó a éste "luz para alumbrar a las naciones". De ahí que los fieles, en la liturgia de hoy, salgan al encuentro del Señor con velas en sus manos y aclamándolo con alegría. Es una fiesta fundamentalmente del Señor, pero también celebra a María, vinculada al protagonismo de Jesús en este acontecimiento por el que es reconocido como Salvador y Mesías

 

LECTIO

Primera lectura: Malaquías 3,1-4

Así dice el Señor:

1 Mirad, yo envío mi mensajero a preparar el camino delante de mí, y de pronto vendrá a su templo el Señor, a quien vosotros buscáis; el ángel de la alianza, a quien tanto deseáis; he aquí que ya viene, dice el Señor todopoderoso.

2 ¿Quién podrá soportar el día de su venida? ¿Quién se mantendrá en pie en su presencia? Será como fuego de fundidor y como lejía de lavandera.

3 Se pondrá a fundir y a refinar la plata. Reinará a los hijos de Leví y los acrisolará como el oro y la plata, para que presenten al Señor ofrendas legítimas.

4 Entonces agradarán al Señor las ofrendas de Judá y de Jerusalén, como en los tiempos pasados, como en los años remotos.

 

        **• Dos son los mensajeros presentados por el profeta, y el uno introduce al otro: el que prepara el camino al Señor que viene y el de la alianza, el Esperado. Ángel significa «mensajero» en griego: es interesante que la traducción se refiera al primero como mensajero y reserve el término «ángel», atribuido por lo general a una criatura celeste, al segundo. Con ello se pretende ayudar a distinguir entre el que es sólo precursor y el Mesías suspirado, de origen divino. A través de la sombra elocuente de la figura se pretende señalar, en perspectiva, al Bautista y a Cristo. Uno realizará la tarea del Redentor, el otro la de su Precursor. Uno entrará en el templo, el otro sólo le preparará el acceso. Y Aquel que entrará en el templo santificará en sí mismo los ministros y el culto mediante la ofrenda pura de la nueva alianza.

 

O bien: Hebreos 2,14-18

14 Y, puesto que los hijos tenían en común la carne y la sangre, también Jesús las compartió, para poder destruir con su muerte al que tenía poder para matar, es decir, al diablo,

15 y librar a aquellos a quienes el temor a la muerte tenía esclavizados de por vida.

16 Porque, ciertamente, no venía en auxilio de los ángeles, sino en auxilio de la raza de Abrahán.

17 Por eso tenía que hacerse en todo semejante a sus hermanos, para ser ante Dios sumo sacerdote misericordioso y digno de crédito, capaz de obtener el perdón de los pecados del pueblo.

18 Precisamente porque él mismo fue sometido al sufrimiento y a la prueba, puede socorrer ahora a los que están bajo la prueba.

 

        *» «Carne» y «sangre» fueron reducidos por el enemigo al poder de la «muerte». Carne y sangre vienen de Cristo, Dios hecho hombre, divinizados y liberados de tal esclavitud. La raza de Abrahán queda así restituida a la vida. Y no sólo eso, sino que, como alianza perenne del misterio de la fe, misterio de la redención y misterio de la resurrección de la carne para la vida eterna, he aquí que el divino Hijo unigénito se presenta no sólo como el primero entre muchos hermanos, sino que se hizo para ellos también sumo sacerdote, mediador en su ser humano-divino de la fidelidad de Dios, Padre de la vida. El sumo sacerdote es definido, en efecto, como «misericordioso», porque viene y lo hace «por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación».

 

Evangelio: Lucas 2,22-40

22 Cuando se cumplieron los días de la purificación prescrita por la Ley de Moisés, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor,

23 como prescribe la Ley del Señor: Todo primogénito varón será consagrado al Señor.

24 Ofrecieron también en sacrificio, como dice la Ley del Señor, un par de tórtolas o dos pichones.

25 Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él

26 y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías enviado por el Señor.

27 Vino, pues, al templo, movido por el Espíritu y, cuando sus padres entraban con el niño Jesús para cumplir lo que mandaba la ley,

28 Simeón lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios diciendo:

29 Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar que tu siervo muera en paz.

30 Mis ojos han visto a tu Salvador,

31 a quien has presentado ante todos los pueblos,

32 como luz para iluminar a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel.

33 Su padre y su madre estaban admirados de las cosas que se decían de él.

34 Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: -Mira, este niño va a ser motivo de que muchos caigan o se levanten en Israel. Será signo de contradicción,

35 y a ti misma una espada te atravesará el corazón; así quedarán al descubierto las intenciones de todos.

36 Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, que era ya muy anciana. Había estado casada siete años, siendo aún muy joven;

37 después había permanecido viuda hasta los ochenta y cuatro años. No se apartaba del templo, dando culto al Señor día y noche con ayunos y oraciones.

38 Se presentó en aquel momento y se puso a dar gloria a Dios y a hablar del niño a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén.

39 Cuando cumplieron todas las cosas prescritas por la Ley del Señor, regresaron a Galilea, a su ciudad de Nazaret.

40 El niño crecía y se fortalecía; estaba lleno de sabiduría y gozaba del favor de Dios.

 

        **• Se presenta en el texto una secuencia interesante con el verbo «ver»: ver la muerte, ver al Mesías, ver la salvación. El anciano Simeón, iluminado por el Espíritu Santo, se convierte en testigo de que «todas las cosas se cumplieron» según la ley, para que surja el Evangelio.

        Un Niño «signo de contradicción», una Madre llamada a una maternidad mesiánica de dolor junto a su redentor, y un anciano temeroso de Dios son los protagonistas del resumen de todo el Evangelio. Antigua y nueva alianza, Navidad y Pascua: aquí se encuentran en figura todos los misterios de la salvación, aquí se recapitula la historia, se le da cumplimiento en el tiempo, respondiendo a la colaboración y a la expectativa de los justos de todos los tiempos: José y Ana.

 

MEDITATIO

        Podemos considerar la fiesta que hoy celebramos como un puente entre la Navidad y la Pascua. La Madre de Dios constituye el vínculo de unión entre dos acontecimientos de la salvación, tanto por las palabras de Simeón como por el gesto de ofrenda del Hijo, símbolo y profecía de su sacerdocio de amor y de dolor en el Gólgota. Esta fiesta mantiene en Oriente la riqueza bíblica del título «encuentro»: encuentro «histórico» entre el Niño divino y el anciano Simeón, entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, entre la profecía y la realidad y, en la primera presentación oficial, entre Dios y su pueblo.

        En un sentido simbólico y en una dimensión escatológica, «encuentro» significa asimismo el abrazo de Dios con la humanidad redimida y la Iglesia (Ana y Simeón) o la Jerusalén celestial (el templo). En efecto, el templo y la Jerusalén antigua ya han pasado cuando el Rey divino entra en su casa  llevado por María, verdadera puerta del cielo que introduce a Aquel que es el cielo, en el tiempo nuevo y espiritual de la humanidad redimida.

        A través de ella es como Simeón, experto y temeroso testigo de las divinas promesas y de las expectativas humanas, saluda en aquel Recién nacido la salvación de todos los pueblos y tiene entre sus brazos la «luz para iluminar a las naciones» y la «gloria de tu pueblo, Israel».

 

ORATIO

        ¿Por qué, oh Virgen, miras a este Niño? Este Niño, con el secreto poder de su divinidad, ha extendido el cielo como una piel y ha mantenido suspendida la tierra sobre la nada; ha creado el agua a fin de que hiciera de soporte al mundo. Este Niño, oh Virgen purísima, rige al sol, gobierna a la luna, es el tesorero de los vientos y tiene poder y dominio, oh Virgen, sobre todas las cosas. Pero tú, oh Virgen, que oyes hablar del poder de este Niño, no esperes la realización de una alegría terrena, sino una alegría espiritual (Timoteo de Jerusalén, siglo VI).

 

CONTEMPLATIO

        Añadimos también el esplendor de los cirios, bien para mostrar el divino esplendor de Aquel que viene, por el que resplandecen todas las cosas y, expulsadas las horrendas tinieblas, quedan iluminadas de manera abundante por la luz eterna; bien para manifestar en grado máximo el esplendor del alma, con el que es necesario que nosotros vayamos al encuentro de Cristo. En efecto, del mismo modo que la integérrima Virgen y Madre de Dios llevó encerrada con los pañales a la verdadera luz y la mostró a los que yacían en las tinieblas, así también nosotros, iluminados por el esplendor de estos cirios y teniendo entre las manos la luz que se muestra a todos, apresurémonos a salir al encuentro de Aquel que es la verdadera luz (Sofronio de Jerusalén, f 638).

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra del Señor: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        ¿Cómo se comporta Simeón ante la grandiosa perspectiva que ve abrirse para su pueblo, en el despuntar de los nuevos tiempos mesiánicos? Con pocas palabras, nos enseña el desprendimiento, la libertad de espíritu y la pureza de corazón.

        Nos enseña cómo afrontar con serenidad ese momento delicado de la vida que es la jubilación. Simeón mira su muerte con serenidad. No le importa tener una parte y un nombre en la incipiente era mesiánica; está contento de que se realice la obra de Dios; con él o sin él, es asunto que carece de importancia.

        El Nunc dimittis no nos sirve sólo para la hora de nuestra muerte o de nuestra jubilación. Nos incita ahora a vivir y a trabajar con este espíritu, a liberar la casa que construimos, pequeña o grande, de modo que podamos dejarla con la serenidad y la paz de Simeón. A vivir con el espíritu de la pascua: con la cintura ceñida, el bastón en la mano, puestas las sandalias, preparados para abrir al mismo Señor cuando llame a la puerta.

        Para poder hacer esto, es necesario que también nosotros, como el anciano Simeón, «estrechemos al niño Jesús en nuestros brazos». Con él estrechado contra nuestro corazón, todo es más fácil. Simeón mira con tanta serenidad su propia muerte porque sabe que ahora también volverá a encontrar, más allá de la muerte, al mismo Señor y que será un estar todavía con él, de otro modo (R. Cantalamessa, / misten di Cristo nella vita della Chiesa, Milán 1992, pp. 75-78, passim [edición española: Los  misterios de Cristo en la vida de la Iglesia, Edicep, Valencia 1993]).

 

 

Día 3

4° domingo del tiempo ordinario o 3 de febrero, conmemoración de

San Blas

 

        San Blas fue obispo de Sebaste (Armenia, en la actual Turquía) en los comienzos del siglo IV. Aunque nos deja un tanto perplejos la incertidumbre histórica de lo que tiene que ver con su vida, nos habla de ella la fuerte densidad de la tradición relacionada con él. Su culto, en efecto, es popularísimo, y está ligado sobre todo a la tradicional bendición de la garganta.

        Se lee en su «pasión» que, mientras le conducían al martirio, salió una mujer entre la muchedumbre de los curiosos para poner a su hijito, que se estaba ahogando a causa de una espina de pescado que se le había clavado en la garganta, a los pies del obispo Blas. Éste oró poniendo sus manos en la garganta del niño, que, de inmediato, quedó curado.

        Por otra parte, han florecido otras amenas leyendas en torno a la figura del santo. Este, en efecto, tras haber encontrado refugio en una cueva antes de haber sido hecho prisionero y conducido al martirio, habría curado también la garganta de un león y de otros animales salvajes, expresando así esa benevolencia universal -incluso cósmica que brilla en el corazón de todo verdadero seguidor de Jesús.

       San Blas estaría incluido entre los mártires caídos bajo la  persecución de Licinio. La fecha de su decapitación, el año 316, oscila entre la historia y la leyenda. Estamos al final de la era de los mártires.

 

LECTIO

Primera lectura: Jeremías 1,4-5.17-19

En los días del rey Josías,

4 el Señor me habló así

5 Antes de formarte en el vientre te conocí; antes de que salieras del seno te consagré, te constituí profeta de las naciones.

17 Pero tú cíñete la cintura, levántate y diles todo lo que yo te mande.

No les tengas miedo, no sea que yo te haga temblar ante ellos.

18 Yo te constituyo hoy en plaza fuerte, en columna de hierro y muralla de bronce frente a todo el país: frente a los reyes de Judá y sus príncipes, frente a los sacerdotes y los terratenientes.

19 Ellos lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte.

 

**• La vocación de Jeremías para ser profeta de Israel tuvo lugar en el momento trágico en que comenzaba la caída del reino de Judá. Tuvo la ingrata tarea de acusar al pueblo, que vivía sumido en la decadencia moral y religiosa, y de ahí que la vida del profeta fuera una continua lucha contra los poderosos de Israel. Los w. 4ss nos presentan al hombre Jeremías, elegido y destinado para una tarea bien precisa: ser «profeta de las naciones ». Ahora bien, si para esta misión Dios le pide al profeta valor (v. 17), también le garantiza a su elegido el apoyo y la certeza necesarios para resistir las mentiras y las pruebas dolorosas con la fuerza de su proximidad (v. 19). El Señor le exige a Jeremías que tenga una obediencia plena, así como disponibilidad y confianza en él; de lo contrario, el profeta se expondrá a la humillación y al miedo delante de sus enemigos.

La vocación del profeta Jeremías, a diferencia de la de Isaías y Ezequiel, tiene un elemento inconfundible y típico. Este elemento es el destino de la persona a una tarea grande desde el mismo momento de su concepción, aunque después no aflore en todas las circunstancias de su vida. Este destino comporta para el elegido una constante y progresiva intimidad con Dios, que implica en sí misma momentos trágicos de abandono y persecución por parte de los hombres. La fuerza de la vocación del profeta, a pesar del ambiente de hostilidad religiosa y de abandono social, residirá sólo en la promesa de Dios: «Yo estoy contigo para librarte» (v. 19).

 

Segunda lectura: 1 Corintios 12,31-13,13

Hermanos:

12.31 En todo caso, aspirad a los carísimas más valiosos. Pero aún os voy a mostrar un camino que los supera a todos.

13.1 Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como campana que suena o címbalo que retiñe.

2 Y aunque tuviera el don de hablar en nombre de Dios y conociera todos los misterios y toda la ciencia, y aunque mi fe fuese tan grande como para trasladar montañas, si no tengo amor, nada soy.

3 Y aunque repartiera todos mis bienes a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, sí no tengo amor, de nada me sirve.

4 El amor es paciente y bondadoso; no tiene envidia, ni orgullo, ni jactancia.

5 No es grosero, ni egoísta; no se irrita ni lleva cuentas del mal;

6 no se alegra de la injusticia, sino que encuentra su alegría en la verdad.

7 Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo aguanta.

8 El amor no pasa jamás. Desaparecerá el don de hablar en nombre de Dios, cesará el don de expresarse en un lenguaje misterioso y desaparecerá también el don del conocimiento profundo.

9 Porque ahora nuestro saber es imperfecto, como es imperfecta nuestra capacidad de hablar en nombre de Dios,

10 pero, cuando venga lo perfecto, desaparecerá lo imperfecto.

11 Cuando yo era niño, hablaba como niño, razonaba como niño; al hacerme hombre, he dejado las cosas de niño.

12 Ahora vemos por medio de un espejo y oscuramente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco imperfectamente; entonces conoceré como Dios mismo me conoce.

13 Ahora subsisten estas tres cosas: la fe, la esperanza, el amor, pero la más excelente de todas es el amor.

 

*»• La Iglesia de Corinto supuso para Pablo motivo de muchas preocupaciones. Sin embargo, el pensamiento con el que el apóstol educó a los miembros de la comunidad cristiana ante los muchos problemas de la vida a los que tuvo que hacer frente se puede resumir en pocas palabras: fue testigo del amor de Cristo por todos. Y a los corintios, que aspiran a los carismas más llamativos y visibles, Pablo les responde enseñándoles el camino mejor, el del gran carisma del agapé.

El elemento más vigoroso de este himno paulino al amor consiste, efectivamente, en el hecho de relativizar todo tipo estructural de ascetismo o de método espiritual, aunque sean válidos. Así, con este texto, nos conduce al corazón del mensaje cristiano, que es el mandamiento del amor a Dios y a los hermanos. Este camino es el único que puede conducir a la humanidad a la civilización del amor sin fronteras. El cristiano, que se siente llamado a esta misión y vive este amor, posee el carisma más elevado, el que conduce a la vida verdadera y a la experiencia del Dios-amor. Este amor es un don que supera a todos los otros dones o carismas. Y Pablo califica bien en el fragmento que hemos leído lo que entiende por amor: no es el eros, es decir, el amor posesivo, sino la caridad, esto es, el amor que se entrega y no se pertenece.

 

Evangelio: Lucas 4,21-30

En aquel tiempo, Jesús

21 comenzó a decirles: -Hoy se ha cumplido el pasaje de la Escritura que acabáis de escuchar.

22 Todos asentían y se admiraban de las palabras que acababa de pronunciar. Comentaban: -¿No es éste el hijo de José?

23 Él les dijo: -Seguramente me recordaréis el proverbio: «Médico, cúrate a ti mismo. Lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún hazlo también aquí, en tu pueblo».

24 Y añadió: -La verdad es que ningún profeta es bien acogido en su tierra.

25 Os aseguro que muchas viudas había en Israel en tiempo de Elías, cuando se cerró el cielo durante tres años y seis meses y hubo gran hambre en todo el país;

26 sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en la región de Sidón.

27 Y muchos leprosos había en Israel cuando el profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue curado, sino únicamente Naamán el sirio.

28 Al oír esto, todos los que estaban en la sinagoga se llenaron de indignación;

29 se levantaron, le echaron fuera de la ciudad y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que se asentaba su ciudad, con ánimo de despeñarlo.

30 Pero él, abriéndose paso entre ellos, se marchó.

 

*»- Nos encontramos frente al discurso programático que pronuncia Jesús sobre la salvación siguiendo la estela de los grandes profetas de Israel: «Hoy se ha cumplido el pasaje de la Escritura que acabáis de escuchar» (v. 21). Sin embargo, cuando Jesús proclama que hoy se cumple la Escritura, lo que anuncia en realidad es que ha llegado el espíritu de la liberación definitiva, en el que él se revela como aquel en quien se cumplen todas las profecías siguiendo el plan de Dios. La Palabra de liberación revelada por Jesús no suscita entusiasmo, sino escepticismo y oposición por parte de sus conciudadanos. Éstos hubieran preferido no el anuncio de una liberación y la invitación a la conversión para una vida nueva, sino ver pruebas concretas de su poder a través de milagros y signos estrepitosos.

Jesús responde a los suyos, que lo reconocen como «el hijo de José», con el ejemplo de los antiguos profetas: del mismo modo que a Elías y Eliseo no se les concedió que sus paisanos vieran por medio de ellos grandes gestas, tampoco Jesús concede a los suyos ver grandes milagros y signos. La verdad que anuncia Jesús es otra: llevar la liberación a los prisioneros, a los pobres y a los oprimidos de este mundo, y llevar la «alegre noticia» que culmina con el don de su vida, entregada por amor a toda la humanidad. Jesús no busca su propio interés humano, como hacen a menudo los hombres, sino que lleva a cada hombre, con su misión, la verdadera libertad y el Espíritu de vida que tiene su fuente en Dios.

 

MEDITATIO

La primera lectura y el evangelio de hoy nos llevan a meditar sobre la función profética de Jesucristo y sobre la nuestra. Jesús, como atestiguan más de una vez los evangelios, fue considerado como un profeta por la muchedumbre (Mt 21,11-45; Le 7,16; 24,19; Jn 4,19; 6,14; 7,40; 9,17). Y lo fue verdaderamente en el sentido más cabal del término. Como los profetas del Antiguo Testamento, pero mucho más que ellos, llevó al mundo la Palabra de Dios. Más aún, él mismo era la Palabra de Dios en persona presente en el mundo (Jn 1,1-14). Por medio de él, a través de sus palabras y sus acciones, el Dios vivo y santo se dio a conocer a sí mismo y dio a conocer su magno designio de salvación en favor de la humanidad. Sobre todo, se dio a conocer como Amor (1 Jn 4,8.16), un amor sin límites, que poseía de una manera inimaginable todas las características descritas por Pablo en su himno de la primera Carta a los Corintios, que hemos leído.

El Concilio Vaticano II, que ha renovado de manera profunda la conciencia eclesial, ha querido poner de relieve insistentemente la participación de todos los miembros de la Iglesia, sin excepción, en la función profética de Jesús {Lumen gentium, 12 y 33). Por consiguiente, todos estamos llamados a comunicar la Palabra de Dios al mundo. Una Palabra que haga presente su Amor en medio de los hombres y de las mujeres de nuestro mundo, ya sea animándoles en su compromiso en favor del bien de los otros, ya sea haciéndoles tomar conciencia de sus desviaciones y de sus repliegues egoístas.

Sin embargo, no resulta fácil ser profeta. La experiencia de Jesús, transmitida también por el evangelio de hoy, nos lo hace tocar con la mano. La Palabra de Dios es «más cortante que una espada de doble filo» (Heb 4,12). En consecuencia, puede molestar a quien no esté dispuesto a acogerla. Las reacciones contrarias pueden hacerse notar e incluso hacerlo de modo violento. El profeta Jesús terminó, efectivamente, en la cruz. Sólo el amor, que debe llenar el corazón de todo verdadero profeta, puede superarlas, como Jesús las superó.

 

ORATIO

Nos has enviado, Padre, como profetas en medio del mundo, como enviaste a Jeremías y como enviaste a tu Hijo Jesús. A través de nosotros quieres hacer escuchar tu Palabra de amor a los hombres y a las mujeres, nuestros hermanos. Quieres que nosotros te demos a conocer a ellos, para que puedan saber que tú les amas con un amor sin límites, con un amor que «es paciente y bondadoso; no tiene envidia, ni orgullo, ni jactancia. No es grosero, ni egoísta; no se irrita ni lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que encuentra su alegría en la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo aguanta» (1 Cor 13,4-7). Y quieres que demos a conocer también tu gran proyecto de amor en favor de todos y cada uno sin excepción.

La Palabra que pones en nuestro corazón y en nuestros labios es fuego que quema, pero también fuerza que edifica. Ayúdanos a acogerla con liberalidad y a darla con generosidad y coraje. Concédenos la gracia de no tenerla «guardada en un pañuelo» (cf. Le 19,20), sino de entregarla con prodigalidad a nuestros hermanos. Y si en algún momento nos parece pesada, ayúdanos tú mismo, como ayudaste a Jeremías y a Jesús, a no deshacernos de ella, porque va en ello el bien de nuestros hermanos y nuestro propio bien.

 

CONTEMPLATIO

Había un pan que alimentaba a los ángeles, pero que no nos alimentaba a nosotros, haciéndonos, por tanto, miserables, porque toda criatura dotada de razón se siente hundida en la miseria si no es alimentada por este pan. Nosotros, por nuestra parte, estábamos tan débiles que no podíamos gustar en modo alguno este pan en toda su pureza. Había en nosotros una doble levadura: la mortalidad y la iniquidad. El Verbo, bueno y misericordioso, vio que nosotros no podíamos subir a él y, entonces, vino él a nosotros. Tomó una parte de nuestra levadura, se adaptó a nuestra debilidad [...].

Quiso darnos ejemplo. Pensad en él, antes de su pasión. Entonces era como un pan fermentado: tuvo hambre y sed, lloró, durmió, estuvo cansado; a través de todo esto mostró la compasión y la caridad que tuvo con nosotros. Todas estas cosas son como medicinas que eran necesarias para nuestra debilidad. Y tal como nos convenía a nosotros, él, que no las tenía en sí, las tomó de nosotros. Observad, ahora, cómo nuestro Señor asumió una realidad que le era extraña para poder realizar su obra; a saber, la obra de su misericordia: el Pan tiene hambre, la Fuente tiene sed, la Fuerza se cansa, la Vida muere. Su hambre nos sacia, su sed nos embriaga, su cansancio nos reanima, su muerte nos da la vida. Esta saciedad espiritual nos pertenece, esta embriaguez espiritual nos pertenece, esta renovación espiritual nos pertenece, esta vivificación espiritual nos pertenece. Todo ello es obra de su misericordia (Elredo de Rievaulx, Sermone XII per la Pascua, 12.19ss).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Jesús sostiene todo con el poder de su Palabra» (cf. Heb 1,3a).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Me parece urgente volver a tomar conciencia de la naturaleza profética de la Iglesia. Fue en Pentecostés cuando nació como pueblo profetice Pero esta vocación significa prestar una atención constante a la venida del Reino de Dios en la historia. Testimonio, palabra y sabiduría son las tres manifestaciones de la cualidad profética de la Iglesia. Ahora bien, en la raíz del testimonio de vida y de la palabra explícita está el «sentido de la fe». Hablar de «sentido de la fe» significa reconocer que cada cristiano, al esforzarse por ser fiel a Cristo y a la inspiración de su Espíritu, recibe una iluminación que le permite discernir lo que debe o no debe hacer. Puede encontrar, en una situación concreta, lo que requiere la fe. Con todo, debe verificar, evidentemente, con los otros eso que intuye.

El profetismo no es una predicción del futuro, sino una lectura honda del presente. A partir de esta lectura, podemos detectar qué palabra y qué acción son urgentes. En una Iglesia que ya no se encuentra en una posición de fuerza en la sociedad, el cristiano vuelve a disponer de la posibilidad de lanzar una propuesta más libre y un testimonio más convincente: dice lo que tiene que decir, expresa lo que considera que está obligado a expresar. Ser profeta hoy podría significar disponer de la libertad de ser una instancia crítica, considerando con desprendimiento las seducciones actuales: individualismo, comodidad, seguridad... La conciencia escatológica que habita en la vocación cristiana debe infundir el valor necesario para ir contracorriente en algunas cuestiones, como la familia y la esfera conyugal.

La respuesta cristiana echa sus raíces en una elevada concepción del ser humano y en la convicción de que no estamos atados a la repetición de lo que siempre es igual: de que es posible la novedad. El cristianismo debe manifestar hoy su capacidad de humanización del hombre, que es la vía de la verdadera divinización (B. Chenu, «La chiesa popólo di profeti», en Parola spiríto e vita 41 [2000], 238-239.246, passim).

 

 

 

 

Día 4

 

Lunes 4ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Hebreos 11,32-40

Hermanos:

32 ¿Qué más diré? Me faltaría tiempo para hablar de Gedeón, Barac, Sansón, Jefté, David, Samuel y los profetas,

33 que por la fe sometieron reinos, administraron justicia, alcanzaron las promesas, cerraron la boca de los leones,

34 apagaron la violencia del fuego, escaparon al filo de la espada, superaron la enfermedad, fueron valientes en la guerra, pusieron en fuga a los ejércitos enemigos,

35 y hasta hubo mujeres que recobraron resucitados a sus difuntos. Unos perecieron bajo las torturas, rechazando la liberación con la esperanza de una resurrección mejor;

36 otros soportaron burlas y azotes, cadenas y prisiones;

37 fueron apedreados, torturados, aserrados, pasados a cuchillo; llevaron una vida errante, cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, desprovistos de todo, perseguidos, maltratados.

38 Aquellos hombres, de los que el mundo no era digno, andaban errantes por los desiertos, por los montes, por las cuevas y cavernas de la tierra.

39 Y, sin embargo, todos ellos, tan acreditados por su fe, no alcanzaron la promesa,

40 porque Dios, con una providencia más misericordiosa para con nosotros, no quiso que llegasen sin nosotros a la perfección final.

 

*» El autor sagrado canta, como en una rapsodia, la fe de los padres de Israel y los propone como modelo a los  judíos cristianos que vacilan en la fidelidad a Cristo porque están siendo probados por l a persecución y asediados por la nostalgia de los r i t o s del templo. La fe les dio a sus padres la energía espiritual necesaria para realizar grandes empresas (w. 32-35a) y para soportar penosas tribulaciones (w. 35b-38), en particular el desprecio y la marginación, señal de q u e «el mundo no era digno» de ellos.

La ejemplar fortaleza de ánimo de los antiguos debe estimular a los destinatarios de la carta, haciéndoles comprender que el ser extraños al mundo -cosa que padecen de una manera dolorosa— es la condición normal para quien quiere adherirse d e verdad a Dios. De la comparación con estos «gigantes en la fe» procede otro motivo de consuelo (w. 39ss): la gracia recibida por los creyentes en Cristo e s mayor, puesto que Jesús es el cumplimiento de las promesas de Dios. Los justos de la antigua alianza vivieron con la mirada puesta en un futuro que no pudieron ver, y el buen testimonio de su fe debe sostener ahora a cuantos –habiendo tenido el don de conocer a Cristo- están llamados a perseverar firmes en la espera de su día glorioso, cuando se consume el designio de su salvación universal.

 

Evangelio: Marcos 5,1-20

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos

1 llegaron a la otra orilla del lago, a la región de los gerasenos.

2 En cuanto saltó Jesús de la barca, le salió al encuentro de entre los sepulcros un hombre poseído por un espíritu inmundo.

3 Tenía su morada entre los sepulcros y ni con cadenas podía ya nadie sujetarlo.

4 Muchas veces había sido atado con grilletes y cadenas, pero él había roto las cadenas y había hecho trizas los grilletes. Nadie podía dominarlo.

5 Continuamente, noche y día, andaba entre los sepulcros y por los montes, dando gritos e hiriéndose con piedras.

6 Al ver a Jesús desde lejos, echó a correr y se postró ante él,

7 gritando con todas sus fuerzas: -¿Qué tengo yo que ver contigo, Jesús, Hijo del Dios altísimo? Te conjuro por Dios que no me atormentes.

8 Es que Jesús le estaba diciendo: -Espíritu inmundo, sal de este hombre.

9 Entonces le preguntó: -¿Cómo te llamas? Él le respondió: -Legión es mi nombre, porque somos muchos.

10 Y le rogaba insistentemente que no los echara fuera de la región.

11 Había allí cerca una gran piara de cerdos, que estaban hozando al pie del monte,

12 y los demonios rogaron a Jesús: -Envíanos a los cerdos para que entremos en ellos.

13 Jesús se lo permitió. Los espíritus inmundos salieron, entraron en los cerdos, y la piara se lanzó al lago desde lo alto del precipicio, y los cerdos, que eran unos dos mil, se ahogaron en el lago.

14 Los porquerizos huyeron y lo contaron por la ciudad y por los caseríos. La gente fue a ver lo que había sucedido.

15 Llegaron donde estaba Jesús y, al ver al endemoniado que había tenido la legión sentado, vestido y en su sano juicio, se llenaron de temor.

16 Los testigos les contaron lo ocurrido con el endemoniado y con los cerdos.

17 Entonces comenzaron a suplicarle que se alejara de su territorio.

18 Al subir a la barca, el que había estado endemoniado le pedía que le dejase ir con él.

19 Pero no le dejó, sino que le dijo: -Vete a tu casa con los tuyos y cuéntales todo lo que el Señor ha hecho contigo y cómo ha tenido compasión de ti.

20 El se fue y se puso a publicar por la región de la Decápolis lo que Jesús había hecho con él, y todos se quedaban maravillados.

 

**• Jesús ha salido vencedor sobre las fuerzas del mal: este tema, que aparece a lo largo de todo el evangelio de Marcos, encuentra en este episodio acaecido en tierra pagana su manifestación más evidente.

La narración, vivaz y particularizada, presupone el relato de un testigo directo del acontecimiento, que suscitó una impresión imborrable. Jesús tiene el poder de liberar a un hombre habitado por una multitud de demonios, un hombre cuya dramática condición se vuelve absolutamente evidente cuando es transferida a una piara de cerdos (w. 3-5.13). Jesús es «el más fuerte » (3,23-27) y viene a reducir al Maligno a la impotencia. El demonio sabe que no tiene escapatoria; sin embargo, se siente atraído por Jesús, hasta el punto de conjurarle «por Dios» (w. 6ss). Es una potencia de muerte (w. 3a.5b.13) que se arraiga a la vida, casi para chuparla (w. 10-12). Ahora bien, Jesús es el Señor de la vida y el vencedor de la muerte: su exorcismo libera al poseso y le restituye la salud física, psíquica y espiritual (v. 15). Sin embargo, la gente del lugar hubiera preferido convivir con el demonio antes que perder en sus propios intereses (w. 16ss) y tener que vérselas con aquel que ha venido a dar la vida en plenitud. Ahora bien, quien ha encontrado la salvación en Jesús no desea otra cosa que permanecer con él y cumplir su voluntad: el hombre liberado se hace misionero de la misericordia de Dios, que obra con poder en Jesús de Nazaret.

El evangelista invita a los que escuchan el anuncio a tomar posición: cuanto más se manifiesta la absoluta singularidad de Jesús, tanto menos es posible la indiferencia. Como indica con claridad este pasaje, o reconocemos en Jesús al Salvador y deseamos seguir con él, poniéndonos al servicio del evangelio, o bien tenemos miedo de él. No queremos que su presencia nos incomode demasiado y preferimos alejarle de nuestro territorio, de nuestra vida cotidiana. ¡Que no lleguemos a rechazar la Vida!

 

MEDITATIO

Nos encontramos constantemente muy frágiles en la fe. Es posible que hayamos encontrado al Señor a través de una experiencia que un día cambió radicalmente nuestra vida, o tal vez le hayamos acogido tras haber reflexionado sobre acontecimientos concretos, tras una seria confrontación con él. A buen seguro, la fe nos pidió renuncias a las que, en un primer momento, correspondimos con impulso generoso. Sin embargo, no resulta fácil perseverar día tras día, dar testimonio de Cristo en un contexto neopagano o bien tradicionalista, ligado a costumbres ahora vacías de alma. Poco a poco, los entusiasmos iniciales se han ido amortiguando, las incomprensiones nos hieren, el aislamiento nos desanima. Corremos el riesgo de encontrarnos poco convencidos y nada convincentes...

La fe tiene que ser reanimada continuamente: es como una antorcha que ha de estar en contacto a menudo con el fuego del Espíritu para mantenerse ardiente y luminosa. Tomémonos el tiempo necesario para alcanzar la fuerza de lo alto. Aprendamos a hacer memoria de tantos hermanos nuestros que nos han dado un espléndido ejemplo de perseverancia y –como en una carrera de relevos- nos han entregado la antorcha de la fe para que llevemos adelante su misma carrera.

Volvamos con el corazón a las circunstancias de nuestro encuentro con Jesús y permanezcamos un poco en su presencia: el recuerdo de la gracia del pasado y la perspectiva del futuro que nos espera reanimarán nuestros pasos.

El Señor conoce nuestra debilidad; sin embargo, quiere que seamos misioneros suyos en el mundo. Él mismo nos sostendrá, para que podamos conseguir la promesa junto a los grandes testigos que nos han precedido y a los que vendrán después de nosotros, a los que nosotros mismos, si conseguimos perseverar, podremos entregar la vivida antorcha de la fe.

 

ORATIO

Por tu gracia, Señor, nos has llamado a la fe: renueva en nosotros la alegría de tu don, la fuerza para dar testimonio de él, la perseverancia para vivirlo en la hora de la incomprensión y de la prueba. Concédenos una mirada penetrante, que sea capaz de reconocer en el pasado a los gloriosos testigos de tu misericordia y escrutar en el futuro la meta de la historia. Haz que, habiendo recibido la antorcha de la fe de quienes nos han precedido, la entreguemos ardiente a las generaciones futuras, para que resplandezca tu luz a los ojos de todos.

 

CONTEMPLATIO

Nadie ha oído decir nunca de aquellos santos hombres que fueron nuestros Padres que la opción de vida por la que caminaban, así como el progreso o el altísimo grado de perfección que alcanzaron, fueran una conquista de su habilidad; decían, más bien, que lo habían recibido todo del Señor, al cual dirigían su oración en estos términos: «Guíame en tu verdad» (Sal 24,5), «Señor, allana delante de mí tus caminos» (Sal 5,9). Los apóstoles comprendieron muy bien que todo lo que tiene que ver con la salvación es don de Dios, por eso le pidieron también la fe al Señor: «Señor, auméntanos la fe» (Le 17,5). No pensaban que pudieran alcanzar por ellos solos la plenitud de esta virtud, sino que creían que sólo podían recibirla de la magnanimidad de Dios. Además, el mismo Autor de nuestra salvación nos enseña a reconocer la inconstancia, la debilidad, la insuficiencia absoluta de nuestra fe, cuando no es socorrida por la ayuda divina: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para zarandearos como al trigo. Pero yo he rogado por ti, para que tu fe no decaiga» (Le 22,3 lss).

Otro personaje evangélico, prevenido por su experiencia personal, sentía que su propia fe era como empujada por las olas de la incredulidad hacia los escollos del naufragio, por eso oraba así, dirigiéndose al Señor:

«¡Creo, pero ayúdame en mi incredulidad!» (Me 9,24). Los apóstoles y los demás personajes que pueblan el evangelio habían comprendido perfectamente que ningún bien alcanza su perfección en nosotros sin la ayuda de Dios: estaban tan convencidos de que no podrían ni siquiera conservar la fe con sus solas fuerzas que le pedían al Señor que pusiera y conservara en ellos la fe (Juan Casiano, Conferenze III, 7.13-16, passim [edición española: Colaciones, Ediciones Rialp, Madrid 1961]).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «¡Creo, pero ayúdame en mi incredulidad!» (Me 9,24).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Todavía no hemos hablado del rasgo más fundamental de la fe cristiana: su carácter personal. La fe cristiana es mucho más que una opción en favor del fundamento espiritual del mundo.

Su fórmula central reza «creo en ti», no «creo en algo». Es encuentro con el hombre Jesús; en tal encuentro siente la inteligencia como persona. En su vivir mediante el Padre, en la inmediación y fuerza de su unión suplicante y contemplativa con el Padre, es Jesús el testigo de Dios, por quien lo intangible se hace tangible, por quien lo lejano se hace cercano. Más aún, no es puro testigo al que creemos lo que ha visto en una existencia en la que se realiza el paso de la limitación a lo aparente a la  profundidad de toda la verdad. No; él mismo es la presencia de lo eterno en este mundo. En su vida, en la entrega sin reservas de su ser a los hombres, la inteligencia del mundo se hace actualidad, se nos brinda como amor que ama y que hace la vida digna de vivirse mediante el don incomprensible de un amor que no está amenazado por el ofuscamiento egoísta. La inteligencia del mundo es el tú, ese tú que no es problema abierto, sino fundamento de todo, fundamento que no necesita a su vez ningún otro fundamento.

La fe es, pues, encontrar un tú que me sostiene y que en la imposibilidad de realizar un movimiento humano da la promesa de un amor indestructible que no sólo solicita la eternidad, sino que la otorga. La fe cristiana vive de esto: de que no existe la pura inteligencia, sino la inteligencia que me conoce y me ama, de que puedo confiarme a ella con la seguridad de un niño que en el tú de su madre ve resueltos todos sus problemas. Por eso la fe, la confianza y el amor son, a fin de cuentas, una misma cosa, y todos los contenidos alrededor de los que gira la fe no son sino concretizaciones del cambio radical, del «yo creo en ti», del descubrimiento de Dios en la faz de Jesús de Nazaret, hombre (J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 1970, pp. 57-58).

 

 

 

 

Día 5

  Martes 4ª semana del Tiempo ordinario o 5 de febrero, conmemoración de

Santa Águeda

 

         Águeda nació en Catania alrededor del año 225. Su belleza atrajo la atención del cónsul pagano Quinciano, que la quiso como esposa. Águeda, prometida ya a Cristo, se negó. Entonces fue encarcelada y torturada: le cortaron los senos. Murió en torno al año 251. Un año después, durante una violenta erupción del Etna, los habitantes de Catania la invocaron para detener la lava exponiendo su velo. Su nombre figura en el canon romano.

 

 

LECTIO

Primera lectura: Hebreos 12,1-4

Hermanos:

1 También nosotros, ya que estamos rodeados de tal nube de testigos, liberémonos de todo impedimento y del pecado que continuamente nos asedia y corramos con constancia en la carrera que se abre ante nosotros,

2 fijos los ojos en Jesús, autor y perfeccionador de la fe, el cual, animado por el gozo que le esperaba, soportó sin acobardarse la cruz y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios.

3 Pensad, pues, en aquel que soportó en su persona tal contradicción de parte de los pecadores, a fin de que no os dejéis abatir por el desaliento.

4 No habéis llegado todavía a derramar la sangre en vuestro combate contra el pecado.

 

*•• La exhortación a perseverar en la fe no está hecha a partir de conceptos, sino de modelos. El autor ha animado a los destinatarios de la carta con el ejemplo de los antiguos, de una verdadera «nube» de testigos (v. 1), y ahora les presenta a su contemplación al modelo supremo, a Jesús, que es el principio y el guía (archegós) de la fe y, al mismo tiempo, su cumplimiento (teleiotés), su perfeccionador (v. 2). Él nos precede en la «carrera» hacia Dios, que -como un certamen competitivo- tiene que ser afrontada en las debidas condiciones.

En primer lugar, es necesario prescindir de todo «estorbo» superfluo (a lo esencial hay que tender con lo esencial) y del obstáculo del pecado, que siempre acecha al cristiano e intenta enredarle; a continuación, es preciso tener muy presente la meta. Puesto que el mismo Jesús es la meta (v. 2), el camino y el que nos lo abre, debemos considerar atentamente su recorrido y seguir sus pasos con fidelidad. Y sus pasos pasan por la humillación, el sufrimiento, la sumisión al odio y a la maldad, para llevar su peso aplastante con amor redentor.

Éste es el itinerario que Jesús aceptó realizar para llegar a la alegría y a la gloria a la diestra del Padre (v. 2b). Quien le sigue por el camino o, mejor aún, en la carrera, no debe apartar nunca la mirada de él, para poder tener la fuerza de la perseverancia y de una fidelidad radical (w. 3b-4).

 

Evangelio: Marcos 5,21-43

En aquel tiempo,

21 al regresar Jesús, mucha gente se aglomeró junto a él a la orilla del lago.

22 Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo. Al ver a Jesús, se echó a sus pies

23 y le suplicaba con insistencia, diciendo: -Mi niña está agonizando; ven a poner las manos sobre ella para que se cure y viva.

24 Jesús se fue con él. Mucha gente lo seguía y lo estrujaba.

25 Una mujer que, padecía hemorragias desde hacía doce años

26 y que había sufrido mucho con los médicos y había gastado todo lo que tenía sin provecho alguno, yendo más bien a peor,

27 oyó hablar de Jesús, se acercó por detrás entre la gente y tocó su manto.

28 Pues se decía: «Si logro tocar aunque sólo sea sus vestidos, quedaré curada».

29 Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y sintió que estaba curada del mal.

30 Jesús se dio cuenta en seguida de la fuerza que había salido de él, se volvió en medio de la gente y preguntó: -¿Quién ha tocado mi ropa?

31 Sus discípulos le replicaron: -Ves que la gente te está estrujando ¿y preguntas quién te ha tocado?

32 Pero él miraba alrededor para ver si descubría a la que lo había hecho.

33 La mujer, entonces, asustada y temblorosa, sabiendo lo que le había pasado, se acercó, se postró ante él y le contó toda la verdad.

34 Jesús le dijo: -Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu mal.

35 Todavía estaba hablando cuando llegaron unos de casa del jefe de la sinagoga diciendo: -Tu hija ha muerto; no sigas molestando al Maestro.

36 Pero Jesús, que oyó la noticia, dijo al jefe de la sinagoga: -No temas; basta con que tengas fe.

37 Y sólo permitió que lo acompañaran Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago.

38 Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y, al ver el alboroto, unos que lloraban y otros que daban grandes alaridos,

39 entró y les dijo: -¿Por qué alborotáis y lloráis? La niña no ha muerto; está dormida.

40 Pero ellos se burlaban de él. Entonces Jesús echó fuera a todos, tomó consigo al padre de la niña, a la madre y a los que lo acompañaban y entró donde estaba la niña.

41 La tomó de la mano y le dijo: -Talitha kum (que significa: «Niña, a ti te hablo, levántate»).

42 La niña se levantó al instante y echó a andar, pues tenía doce años.

Ellos se quedaron atónitos.

43 Y él les insistió mucho en que nadie se enterase de aquello y les dijo que dieran de comer a la niña.

 

**• Jesús, que se ha revelado como Señor sobre las fuerzas de la naturaleza y sobre los demonios (4,35-41; 5,1-20), tiene asimismo poder sobre la enfermedad y sobre la muerte. Ese señorío se manifiesta plenamente cuando alguien se acerca a él con una fe abierta, como en los dos milagros narrados aquí. Jairo y la hemorroísa creen en el poder taumatúrgico de Jesús (w. 22-23.28), aunque esta fe deba madurar hasta llegar a un profundo conocimiento de él (Ef 1,17): Jesús supera toda expectativa,  es mucho más que un curandero.

La mujer, a quien su mal hace impura y portadora de impureza (Lv 15,25), sabe que no puede acercarse a Jesús para pedirle un milagro: según la ley, le contaminaría a la vista de todos. Sin embargo, creyendo que la persona del Maestro está íntimamente penetrada de poder, se atreve a esperar un milagro involuntario. Jesús percibe la intencionalidad de la fe de quien le ha tocado, aun en medio de una muchedumbre que se apiña alrededor; sin preocuparse por los tabúes de la ley, le pide a la hemorroísa que salga al descubierto (w. 30-32). La mujer, con mucho temor, confiesa la verdad y experimenta así que Jesús no sólo cura, sino que hace mucho más: salva (v. 34). Su fe ha recorrido un camino: desde una creencia casi supersticiosa (w. 15-28) al santo temor (v. 33), a la adhesión amorosa, cuando el poder del Rabí se revela como ternura, salvación y paz (v. 34).

También la fe de Jairo crece en la prueba. Él está convencido de que Jesús puede curar a su hija, que se encuentra agonizando (v. 23), pero también recibe una invitación a perseverar en la fe en un momento en el que, desde el punto de vista humano, todo está perdido. Y con un asombro inexpresable experimentará –junto con tres testigos privilegiados de entre los apóstoles que Jesús es el Señor de la vida, el vencedor de la muerte; no es casualidad que los dos verbos empleados en los w. 41b-42 sean los mismos que se emplean para la resurrección de Cristo.

Jesús se nos revela aquí como el Salvador, soberanamente libre de prejuicios y decisiones (w. 30.33-40) y poderoso sobre la enfermedad y sobre la muerte. Con todo, tiene necesidad de la fe del hombre para manifestarse plenamente; de ahí que esta fe conduzca siempre a nuevas superaciones.

 

 

MEDITATIO

        Se ha transmitido que la mártir Águeda dijo al verdugo que hacía estragos en su cuerpo: «Cruel tirano ¿no te avergüenza torturar en una mujer el mismo seno del que de niño succionaste la vida?». El respeto a la dignidad de la mujer educa al hombre en la humildad que estima los valores superiores de la vida y que le manifiestan el amor del que goza en Dios.

        Es estupenda esta reflexión del cardenal Wyszynski «Por voluntad de Dios estoy de nuevo en medio de un grupo de mujeres. Me repito: cada vez que una mujer entre en tu habitación, levántate siempre, aunque estés ocupadísimo. Levántate tanto si ha entrado la madre superiora o sor Cleofasa para encender la estufa. Acuérdate de que ella te recuerda siempre a la Esclava del Señor, a cuyo nombre toda la Iglesia se pone en pie. Acuérdate de que de este modo honras a tu Inmaculada Madre, a la que esta mujer está más estrechamente unida que tú. De este modo pagas la deuda que tienes contraída con tu madre natural, que te ha servido con su propia sangre y con su propio cuerpo. Ponte en pie y no vaciles; vence tu presunción masculina y tu autoritarismo.

        Levántate aunque haya entrado la más desamparada de las magdalenas. Sólo entonces habrás imitado hasta el fondo a tu maestro, que se levantó del trono a la diestra del Padre para salir al encuentro de la Esclava del Señor. Sólo entonces habrás imitado al Padre Creador, que envió a María en ayuda de Eva. Levántate sin vacilar: te hará bien» (S. Wyszynski, Appunti dalla prigione, Bolonia 1983, p. 240 [edición española: Diario de la cárcel, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1984]).

 

ORATIO

        Te doy gracias, mujer-madre, que te conviertes en seno del ser humano con la alegría y los dolores de parto de una experiencia única, la cual te hace sonrisa de Dios para el niño que viene a la luz [...]. Te doy gracias, mujer-consagrada, que a ejemplo de la más grande de las mujeres, la Madre de Cristo, Verbo encarnado, te abres con docilidad y fidelidad al amor de Dios, ayudando a la Iglesia y a toda la humanidad a vivir para Dios una respuesta «esponsal», que expresa maravillosamente la comunión que Él quiere establecer con su criatura [...]. Te doy gracias, mujer, por el hecho mismo de ser mujer. Con la intuición propia de tu femineidad enriqueces la comprensión del mundo y contribuyes a la plena verdad de las relaciones humanas (Juan Pablo II, Carta a las mujeres, Roma 1995, passim).

 

CONTEMPLATIO

        Esta mujer virgen, que hoy os ha invitado a nuestro convite sagrado, es la mujer desposada con un solo esposo, Cristo, para decirlo con el mismo simbolismo nupcial que emplea el apóstol Pablo.

        Una virgen que, con la sangre siempre encendida, enrojecía y embellecía sus labios, mejillas y lengua con la púrpura de la sangre del verdadero y divino Cordero, y que no dejaba de recordar y meditar continuamente la muerte de su ardiente enamorado, como si la tuviera presente ante sus ojos.

        De este modo, su mística vestidura es un testimonio que habla por sí mismo a todas las generaciones futuras, ya que lleva en sí la marca indeleble de la sangre de Cristo, de la que está impregnada, como también la blancura resplandeciente de su virginidad.

        Águeda hizo honor a su nombre, que significa «buena». Ella fue en verdad buena por su identificación con el mismo Dios; fue buena para su divino Esposo y lo es también para nosotros, ya que su bondad provenía del mismo Dios, fuente de todo bien (Metodio de Sicilia, «Sermón sobre santa Águeda»,t en Analecta Bollandiana, 68, 76-78).

 

ACTIO

        Durante esta jornada, medita y repite la exclamación de santa Águeda: «Mi coraje está arraigado en Cristo».

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        En el Espíritu de Cristo, la mujer puede descubrir el significado pleno de su femineidad y, de esta manera, disponerse al don sincero de sí misma a los demás y encontrarse también a sí misma.

        En el año mariano, la Iglesia desea dar gracias a la Santísima Trinidad por el misterio de la mujer y por cada mujer, por lo que constituye la medida eterna de su dignidad femenina, por las maravillas de Dios que en la historia de la humanidad se han cumplido en ella y por medio de ella. En definitiva, ¿no se ha obrado en ella y por medio de ella lo más grande que existe en la historia del hombre sobre la tierra, es decir, el acontecimiento de que Dios mismo se ha hecho hombre?

        La Iglesia, por consiguiente, da gracias por todas las mujeres y por cada una: por las madres, las hermanas, las esposas; por las mujeres consagradas a Dios en la virginidad; por las mujeres dedicadas a tantos y tantos seres humanos que esperan el amor gratuito de otra persona; por las mujeres que velan por el ser humano en la familia, la cual es el signo fundamental de la comunidad humana; por las mujeres que trabajan profesionalmente, mujeres cargadas a veces con una gran responsabilidad social; por las mujeres «perfectas» y por las mujeres «débiles».

        Por todas ellas, tal como salieron del corazón de Dios en toda la belleza y riqueza de su femineidad, tal como han sido abrazadas por su amor eterno; tal como, junto con los hombres, peregrinan en esta tierra que es la patria de la familia humana, que a veces se transforma en «un valle de lágrimas»; tal como asumen, juntamente con el hombre, la responsabilidad común por el destino de la humanidad en las necesidades de cada día y según aquel destino definitivo que los seres humanos tienen en Dios mismo, en el seno de la Trinidad inefable.

        La Iglesia expresa su agradecimiento por todas las manifestaciones del «genio» femenino aparecidas a lo largo de la historia, en medio de los pueblos y de las naciones; da gracias por todos los carismas que el Espíritu Santo otorga a las mujeres en la historia del Pueblo de Dios, por todas las victorias que debe a su fe, esperanza y caridad; manifiesta su gratitud por todos los frutos de santidad femenina (Juan Pablo II, Carta apostólica Mulieris dignitatem, n. 31).

 

Día 6

Miércoles 4ª semana del Tiempo ordinario o  día 6, conmemoración de los

Santos Pablo Miki y compañeros

 

        Pablo Miki, jesuita japonés, fue uno de los veintiséis mártires que, el 5 de febrero de 1597, murieron crucificados en la colina de Tateyama -llamada después «colina santa»-, cerca de Nagasaki, a causa de su fe católica. La evangelización de Japón había empezado con san Francisco Javier (1549-1551) y se había desarrollado gracias a la acción de sus hermanos de religión, hasta el punto de que, en 1587, los cristianos formaban ya una Iglesia numerosa de 250.000 miembros.

        Pocos años después empezaron graves dificultades, y el emperador, que al principio había favorecido a los misioneros, decretó la expulsión de los misioneros jesuitas, encarceló a seis franciscanos españoles -llegados entretanto- y a tres jesuitas japoneses. La represión fue dura.

        Pablo Miki era hijo de un oficial. Había sido educado en el colegio jesuita de Anziquaiama y en 1580 entró en la compañía de Jesús. Era conocido por la calidad de su vida y por su capacidad de comunicar el Evangelio. Todavía no era sacerdote. Murió crucificado junto a otros veinticinco cristianos: seis misioneros franciscanos españoles, un escolástico y un hermano ¡esuita japonés y diecisiete laicos también de esta nacionalidad. Fueron los primeros mártires del Extremo Oriente inscritos en el martirologio. Fueron canonizados por Pío IX el 8 de junio de 1862.

 

LECTIO

Primera lectura: Hebreos 12,4-7.11-15

Hermanos:

4 No habéis llegado todavía a derramar la sangre en vuestro combate contra el pecado

5 y, además, habéis olvidado aquella exhortación que se os dirige como a hijos: Hijo mío, no desprecies la corrección del Señor ni te desalientes cuando él te reprenda,

6 porque el Señor corrige a quien ama y castiga a aquel a quien recibe como hijo.

7 Dios os trata como a hijos y os hace soportar todo esto para que aprendáis. Pues ¿qué hijo hay a quien su padre no corrija?

11 Es cierto que toda corrección, en el momento en que se recibe, es más un motivo de pena que de alegría, pero después aporta a los que la han sufrido frutos de paz y salvación.

12 Robusteced, pues, vuestras manos decaídas y vuestras rodillas vacilantes

13 y caminad por sendas llanas, a fin de que el pie cojo no vuelva a dislocarse, sino que, más bien, pueda curarse.

14 Fomentad la paz con todos y la santidad, sin la cual ninguno verá al Señor.

15 Cuidad que nadie quede privado de la gracia de Dios. Que ninguna planta venenosa crezca entre vosotros, os dañe y contamine a toda una multitud.

 

**• El autor de la carta no pierde de vista el fin que se había propuesto: animar a los destinatarios de su escrito. Ahora, tras haber ilustrado la dimensión teológica del problema del sufrimiento, pasa a tratarlo en su aspecto más inmediato, que es el pedagógico. Efectivamente, la prueba puede parecer dura, pesada, pero hay una clave que permite leerla de una manera positiva: sólo es fruto del amor. Si el Señor, en efecto, nos castiga, lo hace sólo para hacernos crecer en la dimensión filial.

Jesús ha venido expresamente a hablarnos del corazón de Dios, a revelarnos su rostro de Padre. Él no actúa nunca respecto a nosotros sino como Padre bueno; por eso, también la corrección no es otra cosa que una intervención educativa por su parte, signo de un amor particular que se inclina sobre quienes se muestran vacilantes para hacerlos firmes y fuertes. En efecto, sólo quien ama de verdad tiene el valor necesario para intervenir también haciendo sufrir con tal de alcanzar el verdadero bien del otro. El sufrimiento momentáneo es sólo preludio de una mayor alegría, por eso los cristianos deben proseguir, valerosamente, su vida de fe buscando la paz, la santificación. ¡Ay! si en la tierra buena arraiga alguna planta venenosa. Hay una única simiente que puede -más aún, debe- sepultarse en la tierra para no quedarse sola. El grano de trigo está llamado a convertirse en pan de vida para todos.

 

Evangelio: Marcos 6,1-6

En aquel tiempo, Jesús

1 salió de allí y fue a su pueblo, acompañado de sus discípulos.

2 Cuando llegó el sábado, se puso a enseñar en la sinagoga. La muchedumbre que lo escuchaba estaba admirada y decía: -¿De dónde le viene a éste todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros hechos por él?

3 ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, el hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿No están sus hermanas aquí entre nosotros? Y los tenía escandalizados.

4 Jesús les dijo: -Un profeta sólo es despreciado en su tierra, entre sus parientes y en su casa.

5 Y no pudo hacer allí ningún milagro. Tan sólo curó a unos pocos enfermos, imponiéndoles las manos.

6 Y estaba sorprendido de su falta de fe.

 

^ El fragmento se abre y se cierra con dos indicaciones de asombro en sentido opuesto (w. 2b.6a). Jesús, que ha vuelto a Nazaret -su patria- con sus discípulos, entra en la sinagoga que ya conocía y enseña en ella. Su figura, dotada de autoridad, y su sabiduría suscitan una escucha que se convierte pronto en abierta hostilidad.

Sus paisanos no consiguen explicarse el misterio que le rodea: «¿De dónde le viene a éste todo esto?» (y. 2). Hay algo que no cuadra con el esquema habitual de lo que conocían de él, «el carpintero», «el hijo de María», del que conocían -o creían conocer- todo. En verdad, este conocimiento según la carne no ayuda para nada (2 Cor 5,16). Así pues, en vez de abrirse a la novedad de que Jesús es portador se apodera de los habitantes de Nazaret una actitud de rechazo y de oposición.

Nadie es profeta en su tierra. ¡Quién sabría mejor que Jesús que su gente no le recibiría? Y, sin embargo, también él queda dolorosamente sorprendido y asombrado por la dureza de corazón que se cierra ante el don de Dios. Precisamente su carne -caro cardo salutis, como dice Tertuliano- es la revelación desconcertante de Dios, la expresión más grande y plena de aquel amor que le llevó a no avergonzarse de llamarse hermano nuestro (Heb 2,11).

 

MEDITATIO

        La celebración de la memoria de los mártires del Japón replantea hoy a la Iglesia la verdad del «Evangelio de Dios» (Rom 1,1) y la invita a una renovada opción por Cristo, tanto en las situaciones de serenidad y de paz, como en las de incomodidad, sufrimiento y prueba y, en particular, en las situaciones dolorosas de persecución violenta o solapada.

        «Ahora, en mi vida mortal, vivo creyendo en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20). El testimonio de los mártires japoneses y de sus comunidades cristianas es palabra y consuelo para los hermanos y es anuncio y luz transformadora para la humanidad.

        La vida nace de la vida que se consuma en la entrega de sí misma. En la raíz de la Iglesia está el martirio de la sangre y de la fidelidad, esto es, el amor. La Iglesia nace del agápe divino y vive de él. El agápe es el principio vital de su existir y de su obrar, y lo irradia y lo comunica.

        El Evangelio hace explotar gratitud y alabanza porque conduce a tocar con la mano la realización del mandato confiado por el Cristo resucitado a los suyos.

        La Iglesia lo contempla en las tierras de Japón, donde el Espíritu ha abierto corazones y mentes y ha agregado nuevos miembros al pueblo nuevo; todos, en efecto, «todos los pueblos comparten la misma herencia, son miembros de un mismo cuerpo y participan de la misma promesa» (Ef 3,6ss). Con esta mirada del corazón apasionado hemos de ver al hombre y a las sociedades de hoy. Abiertos a todos, entregados a todos.

        Las comunidades cristianas envuelven el mundo con el amor de Cristo crucificado, atestiguan el señorío de Cristo, la universalidad del mandato y del amor del Padre y son, a su vez, su imagen entre los hombres» porque son miembros de su cuerpo, animados por el mismo Espíritu.

 

ORATIO

        Padre, fuente de todo bien, con ánimo lleno de emoción nos dirigimos a ti por la belleza de nuestra vocación de hijos, por el atrevimiento y el amor de estos hermanos nuestros cuya vida es consuelo, sostén y luz gracias a la presencia operante del Espíritu, que transforma la debilidad humana en cátedra de amor y camino  que conduce a ti. El ánimo calla ante estos mártires crucificados como tu Hijo y por él. Pausa sedienta, en la larga peregrinación de la vida, a fin de alcanzar la fuente pura y proseguir el camino con valor, movidos por el amor y por la pasión por el Reino. Infunde en nosotros la sabiduría de la cruz que iluminó el corazón de estos hermanos nuestros y de los mártires de todos los tiempos. Ven en ayuda de nuestra debilidad para que podamos adherirnos plenamente a Cristo, tu Hijo, y cooperemos con él en la redención del mundo.

 

CONTEMPLATIO

        «He sido condenado a muerte por haber difundido la noble enseñanza de Jesucristo. No tengo pecado alguno excepto éste. No tengo miedo de decir que he difundido la enseñanza de Cristo. Doy gracias de corazón con inmensa alegría por poder morir crucificado por este motivo. Declaro la verdad ante la muerte: creedme, no hay ningún camino mejor de salvación que el seguido por los cristianos. Soy siervo de Cristo, y le sigo; por eso, imitando a Cristo, perdono a todos los que me han perseguido.  No odio a nadie. Dios tenga misericordia de todos.

Deseo que mi sangre se convierta en una lluvia de gracias que dé fruto abundante en todos vosotros». Así habló Pablo Miki desde la cruz.

        Juan Soán, al ver a su padre junto a la cruz en la que había sido atado, se dirigió a él con estas palabras: «Estás viendo, padre, que hemos de preferir la salvación del alma a todo lo demás. Lleva cuidado en no descuidar nada para asegurártela». Y su padre le respondió: «Hijo mío, te agradezco tu exhortación. Y soporta tú también ahora con alegría la muerte, porque la padeces por nuestra santa fe. En cuanto a mí y a tu madre, estamos dispuestos a morir por la misma causa». Juan le dio a su padre su rosario y, haciendo que le quitaran la faja que le cubría la frente, pidió que se la dieran a su madre. Tenía diecinueve años.

 

ACTIO

        Repite con frecuencia con el corazón y con alegría a lo largo de la jornada: «Ahora, en mi vida mortal, vivo creyendo en el Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20b).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

       «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo, pero si muere da mucho fruto» (Jn 12, 24). Con estas palabras, Jesús, la víspera de su pasión, anuncia su glorificación a través de la muerte [...]. Cristo es el grano de trigo que muriendo ha dado frutos de vida inmortal. Y sobre las huellas del rey crucificado han caminado sus discípulos, convertidos a lo largo de los siglos en legiones innumerables «de toda lengua, raza, pueblo y nación»: apóstoles y confesores de la fe, vírgenes y mártires, audaces heraldos del Evangelio y silenciosos servidores del Reino [...].

        «Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo» (Mt 5,11 -12). Qué bien se aplican estas palabras de Cristo a los innumerables testigos de la fe del siglo pasado, insultados y perseguidos, pero nunca vencidos por la fuerza del mal. Allí donde el odio parecía arruinar toda la vida, sin posibilidad de huir de su lógica, ellos manifestaron que «el amor es más fuerte que la muerte». Bajo terribles sistemas opresivos que desfiguraban al hombre, en los lugares de dolor, entre durísimas privaciones, a lo largo de marchas insensatas, expuestos al frío, al hambre, torturados, sufriendo de tantos modos, ellos manifestaron admirablemente su adhesión a Cristo muerto y resucitado [...].

        «El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna» (Jn 12,25). Hemos escuchado hace poco estas palabras de Cristo. Se trata de una verdad que frecuentemente el mundo contemporáneo rechaza y desprecia, haciendo del amor hacia sí mismo el criterio supremo de la existencia. Pero los testigos de la fe, que también esta tarde nos hablan con su ejemplo, no buscaron su propio interés, su propio bienestar y la propia supervivencia como valores mayores que la fidelidad al Evangelio. Incluso en su debilidad, ellos opusieron una firme resistencia al mal. En su fragilidad resplandeció la fuerza de la fe y de la gracia del Señor.

        Queridos hermanos y hermanas, la preciosa herencia que estos valientes testigos nos han legado es un patrimonio común de todas las Iglesias y de todas las comunidades eclesiales. Es una herencia que habla con una voz más fuerte que la de los factores de división. El ecumenismo de los mártires y de los testigos de la fe es el más convincente: indica el camino de la unidad a los cristianos del siglo XXI. Es la herencia de la cruz vivida a la luz de la Pascua: herencia que enriquece y sostiene a los cristianos mientras se dirigen al nuevo milenio [...].

        Que permanezca viva la memoria de estos hermanos y hermanas nuestros a lo largo del siglo y del milenio recién comenzados. Más aún, ¡que crezca! Que se transmita de generación en generación para que de ella brote una profunda renovación cristiana. Que se custodie como un tesoro de gran valor para los cristianos del nuevo milenio y sea la levadura para alcanzar la plena comunión de todos los discípulos de Cristo.

        Expreso este deseo con el espíritu lleno de íntima emoción.

        Elevo mi oración al Señor para que la nube de testigos que nos rodea nos ayude a todos nosotros, creyentes, a expresar con el mismo valor nuestro amor por Cristo, por Él, que está vivo siempre en su Iglesia: como ayer, así hoy, mañana y siempre (Juan Pablo II, Conmemoración ecuménica de los testigos de la fe del siglo XX, homilía del santo padre, tercer domingo de pascua, 7 de mayo de 2000, passim).

 

 

Día 7

Jueves 4ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Hebreos 12,18-19.21-24

Hermanos:

19 No os habéis acercado vosotros a algo tangible, ni a un fuego ardiente, ni a la oscura nube, ni a las tinieblas, ni a la tempestad,

20 ni a la trompeta vibrante, ni al resonar de aquellas palabras que oyeron los israelitas y pidieron que no se les hablara más.

21 El espectáculo era, en efecto, tan terrible que Moisés dijo: Estoy atemorizado y estremecido.

22 Vosotros os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo, que es la Jerusalén celestial, al coro de millares de ángeles,

23 a la asamblea de los primogénitos que están inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos, a los espíritus de los que viviendo rectamente han alcanzado la meta,

24 a Jesús, el mediador de la nueva alianza, que nos ha rociado con una sangre que habla más elocuentemente que la de Abel.

 

*• La lectura de hoy nos propone, en unos cuantos versículos, una última comparación entre la antigua y la nueva alianza. Esta comparación se lleva a cabo mediante el acercamiento a dos lugares-símbolo, el monte Sinaí y el monte Sión, expresión de dos modos diferentes de acercarse a Dios.

La primera gran teofanía, acaecida en un escenario natural impresionante, se grabó profundamente en la memoria de Israel. Como pueblo acostumbrado a las tierras bajas de Egipto, se quedó ciertamente pasmado ante el lugar elegido por Dios para establecer la alianza.

Los granitos rojos de la montaña, las nubes tempestuosas, el estruendo de los rayos, el resplandor de los relámpagos y el fragor de los truenos (v. 19) tuvieron el efecto de llenar a todos, incluido Moisés, de miedo y de temblor. A estos acontecimientos se hace referencia aquí combinando, al mismo tiempo, pasajes del Deuteronomio (4,11 y 5,22 LXX) y del Éxodo (19,16; 20,18).

La experiencia espiritual de los cristianos es, sin embargo, muy diferente. Ellos se han acercado a otro monte, el monte Sión, alegría de toda la tierra (cf. Sal 48,2-4), a la Jerusalén santa (cf. Sal 122), a la que

desde siempre quería Dios conducir a su pueblo para llevar a cabo la comunión con él en la asamblea festiva de los ángeles y los santos. Este lugar es «celestial» y los cristianos pueden ser admitidos en él mediante la conversión y el bautismo, que se insertan en el misterio de muerte y resurrección del único «mediador de la nueva alianza»: Cristo Jesús. En efecto, su sangre inocente nos hace también a nosotros «perfectos», es decir, agradables al Padre a través de la obediencia y el amor.

 

Evangelio: Marcos 6,7-13

En aquel tiempo,

7 llamó Jesús a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos.

8 Les ordenó que no tomaran nada para el camino, excepto un bastón. Ni pan, ni zurrón, ni dinero en la faja.

9 Que calzaran sandalias, pero que no llevaran dos túnicas.

10 Les dijo además: -Cuando entréis en una casa, quedaos en ella hasta que os marchéis de aquel lugar.

11 Si en algún sitio no os reciben ni os escuchan, salid de allí y sacudid el polvo de la planta de vuestros pies como testimonio contra ellos.

12 Ellos marcharon y predicaban la conversión.

13 Expulsaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.

 

^ Jesús había elegido a los Doce para que «estuvieran con él» (3,14), pero también para enviarles a predicar. Marcos nos muestra ahora que ha llegado el momento de la misión. Jesús les da indicaciones concretas al respecto. Irán juntos, como testigos del amor que les ha llamado, para vencer, con el poder que les ha sido conferido, a los espíritus inmundos. «Les ordenó...»: es la primera vez que Jesús manda explícitamente algo, y está relacionado con la pobreza. Quiere que los suyos evangelicen dando testimonio del rostro de quien les envía, el cual «de rico como era se hizo pobre por nosotros» (2 Cor 8,9) y demuestra que el Padre escoge siempre lo pequeño y lo impotente para obrar sus grandes maravillas. Por eso, no deben tomar nada consigo y tienen que apoyarse únicamente en la confianza en aquel que les envía. Aceptarán la hospitalidad y aceptarán también que los rechacen, separando, no obstante, su responsabilidad de quienes no acojan el don de la salvación. Los discípulos, por consiguiente, van a dar testimonio de que el Reino de Dios ha llegado y es la hora de convertirse; su anuncio va acompañado de la victoria sobre el antiguo adversario y de las curaciones que prosiguen la obra de Jesús, que pasó haciendo el bien. Con la humildad y la predicación queda abierto el acceso a la Jerusalén de arriba, que es nuestra madre.

 

MEDITATIO

No resulta hoy fácil tener en cuenta que nosotros nos hemos acercado a la asamblea festiva, a la asamblea de los primogénitos y, sobre todo, al «mediador de la nueva alianza», a Cristo Jesús. Sin embargo, ¡cuánta falta nos hace repetirnos estas realidades santas y verdaderas que abren de par en par los auténticos horizontes para los que hemos sido hechos! Sentimos una especie de pudor y casi vergüenza de hablar del cielo, de la Jerusalén santa de la que somos ciudadanos con todos los títulos.

¿Será que tenemos miedo de ser considerados locos, gente que vive fuera de la realidad? ¿Seremos acaso los custodios retrasados de esa alienación que tiende a arrancar a la gente de la dureza del orden cotidiano para hacerla soñar?

Basta, a continuación, con reflexionar un momento sobre el pulular salvaje de todas las sectas más extrañas y sobre todo lo que, por ser verdaderamente alienante, estorba a la mente y a los corazones de nuestros hermanos, para preguntarnos si no habrá que volver a tomar más en serio la Palabra de Dios, sin omisiones ni cortes inoportunos, para convertirla en la trama y en la consistencia de nuestro vivir. ¿Por qué no abrimos el corazón a la alegría del mundo invisible que nos rodea y del que -por gracia- participamos mediante el bautismo y los sacramentos? ¿Acaso tenemos necesidad de que algún discípulo fervoroso venga a sacudirse delante de nuestra puerta el polvo de sus sandalias, para ir a llevar su anuncio de alegría, olvidado por nosotros, a quien sea más capaz de acogerlo?

 

ORATIO

Señor Jesucristo, tú eres el mismo ayer, hoy y siempre. Tú eres el único en quien podemos anclar nuestra vida con seguridad. Manteniendo fija nuestra mirada en ti, deseamos perseverar en la fe incluso en los períodos en los que abunden las tribulaciones; deseamos aprender de las mismas pruebas y fatigas una conducta que sea digna de quien -sólo por gracia- ha sido revestido, con el santo bautismo, de la alta dignidad de ser hijo de Dios y conciudadano de los santos... Oh Jesús, Señor nuestro, hacia ti convergen, en virtud de la fuerza de tu amor, los siglos pasados y los futuros; hacia ti nos sentimos atraídos también nosotros y también nos sentimos enviados por ti lejos, hacia los hombres y mujeres que aún no te conocen, a fin de que puedan encontrarte. QUe manteniendo fija la mirada en ti se nos conceda proceder con rostro radiante. Que sólo nos guíe tu Espíritu, a fin de que todo lo que hagamos o digamos nazca del amor y suscite amor. Que nuestra misma vida sea una auténtica profesión de fe y un claro testimonio de que somos tuyos y sólo queremos pertenecerte a ti.

 

CONTEMPLATIO

El Espíritu Santo dará la paz perfecta a los justos en la eternidad. Ahora bien, y a desde ahora les da una paz grandísima cuando enciende en sus corazones el fuego celestial de la caridad. La verdadera, o mejor, la única paz de las almas en esta tierra consiste en estar repletos del amor divino, y, animados por la esperanza del cielo, tanto da llegar a considerar poca cosa los éxitos o las desgracias de este mundo, renunciar a los placeres del mundo y alegrarse por las injurias y las persecuciones padecidas por Cristo.

Todos los que, tocados por el soplo del Espíritu Santo, han cargado sobre sí el yugo suavísimo del amor de Dios y, siguiendo su ejemplo, han aprendido a ser mansos y humildes de corazón gozan ya desde ahora de una paz que es imagen del descanso eterno. Separados, en lo profundo de su corazón, del frenesí de los hombres, tienen la alegría de reconocer por todas partes el rostro de su Creador y tienen sed de alcanzar su perfecta contemplación.

Si deseamos llegar a la recompensa de esta visión, debemos traer constantemente a nuestra memoria el santo Evangelio y mostrarnos insensibles a las seducciones mundanas. De este modo, llegaremos a ser dignos de recibir la gracia del Espíritu Santo, que el mundo no es capaz de acoger.

Amemos a Cristo y observemos con perseverancia sus mandamientos, que hemos empezado a seguir. Cuanto más le amemos, más mereceremos ser amados por el Padre y él mismo nos concederá la gracia de su amor inmenso en la eternidad. Ahora, nos concede creer y esperar; entonces, le veremos cara a cara y se mostrará a nosotros en la gloria que ya tenía junto al Padre antes de que existiera el mundo (Beda el Venerable, Homilías XII, en PL 94).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Todo es vuestro. Pero vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios» (1 Cor 3,22ss).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Jesús, por condición familiar y por estilo de vida, fue pobre. Con sus apóstoles -nos dice el evangelio- tenía que coger espigas por el camino, en algunas ocasiones, para poder comer.

Tal vez se piensa poco en esto: el Hijo de Dios dobla la espalda para recoger algunas espigas caídas a los segadores y calmar su hambre. En otra ocasión dice: «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza». Alguien con fe pregunta: «Señor, ¿dónde habitas?». Y Jesús le responde: «Venid y veréis». Le acompañan y ¿qué es lo que ven? La felicidad de una humilde pobreza, no predicada sobre las azoteas, no ostentada en un programa preestablecido, sino vivida. Cuando el Señor habla de su pobreza, muestra de modo claro que no la lleva como un peso, no la padece como una desventura, no la considera una injusticia social. En efecto, afirma: «No os afanéis por vuestra vida... No acumuléis tesoros en esta tierra, donde la polilla y la carcoma echan a perder las cosas y donde los ladrones socavan y roban. Acumulad mejor tesoros en el cielo». Éste es el mensaje que Jesús anuncia con dulzura, casi como si dijera: «Miradme y tomad mi vida como modelo». Pasa los días, uno tras otro, olvidado de sí mismo, alejado de las preocupaciones materiales, libre. Allí donde le conduce su peregrinación se encuentra como en su propia casa: el Padre está siempre al tanto para ofrecerle el pan. Pasa por las calles con nobleza y serenidad: es el Dueño de todas las cosas. Sin embargo, no hace sombra o competencia al Señor Dios de todas las cosas. Lo primero que deben hacer quienes deseen seguirle es abrazar la pobreza.

Su seguridad ha de estar puesta en él, el pobre de Dios. Pero ¿por qué vive Jesús como pobre? Porque necesita ser libre, estar disponible para las cosas de su Padre: Jesús se ocupa del Reino, por eso deja de lado todo lo demás. En esto consiste el misterio de la pobreza de Jesús (A. Ballestrero, Parlare di cose verissime, Cásale Monf. - Roma 1990, pp. 78ss).

 

 

Día 8

 

Viernes 4ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Hebreos 13,1-8

Hermanos:

1 Perseverad en el amor fraterno.

2 No olvidéis la hospitalidad, pues gracias a ella algunos hospedaron, sin saberlo, a ángeles.

3 Preocupaos de los presos, como si vosotros estuvierais encadenados con ellos; preocupaos de los que sufren, porque vosotros también tenéis un cuerpo.

4 Honrad mucho el matrimonio, y que vuestra vida conyugal sea limpia, porque Dios juzgará a los impuros y a los adúlteros.

5 No seáis avariciosos en vuestra vida; contentaos con lo que tenéis, porque Dios mismo ha dicho: No te desampararé ni te abandonaré,

6 de suerte que podemos decir con toda confianza: El Señor es mi ayuda, no tengo miedo; ¿qué podrá hacerme el hombre?

7 Acordaos de vuestros dirigentes, que os anunciaron la Palabra de Dios; tened en cuenta cómo culminaron su vida e imitad su fe.

8 Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre.

 

**• «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» (v. 8). He aquí la afirmación capital que constituye el fundamento y la garantía de esta página -una de las conclusivas- de la carta a los Hebreos, donde se proponen actuaciones concretas para la vida cristiana.

Los ámbitos afectados son varios. Van desde la perseverancia en el amor fraterno a la hospitalidad, a la preocupación por los presos y por los que sufren, que forman con nosotros un solo cuerpo, hasta llegar al matrimonio vivido santamente. También el matrimonio nos da la oportunidad de poner en práctica la caridad, mientras que la fornicación y el adulterio nos alejan del único amor verdadero que estamos llamados a recibir e intercambiarnos recíprocamente. El cristiano no puede ni debe vivir envuelto por la codicia de acumular: su verdadera riqueza es Jesús, y el Padre sabe siempre de qué tienen necesidad sus hijos.

Por eso es importante mirar a los que nos han transmitido el Evangelio, la heroicidad de su testimonio, para imitar su fe. Es precisamente la fe en Jesús, muerto y resucitado por nosotros, lo que cambia nuestra vida y nuestras relaciones, dando sentido y plenitud a toda la historia humana. En Jesús saboreamos el «.hoy» en el que descansa nuestro corazón.

 

Evangelio: Marcos 6,14-29

En aquel tiempo,

14 la fama de Jesús se había extendido y el rey Herodes oyó hablar de él. Unos decían que era Juan el Bautista resucitado de entre los muertos y que por eso actuaban en él poderes milagrosos;

15 otros, por el contrario, sostenían que era Elias; y otros, que era un profeta como los antiguos profetas.

16 Herodes, al oírlo, decía: -Ha resucitado Juan, a quien yo mandé decapitar.

17 Y es que Herodes había mandado prender a Juan y lo había condenado metiéndolo en la cárcel por causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, con quien él se había casado.

18 Pues Juan le decía a Herodes: -No te es lícito tener la mujer de tu hermano.

19 Herodías detestaba a Juan y quería matarlo, pero no podía,

20 porque Herodes lo respetaba, sabiendo que era un hombre recto y santo, y lo protegía. Cuando le oía, quedaba muy perplejo, pero lo escuchaba con gusto.

21 La oportunidad se presentó cuando Herodes, en su cumpleaños, ofrecía un banquete a sus magnates, a los tribunos y a la nobleza de Galilea.

22 Entró la hija de Herodías y danzó, gustando mucho a Herodes y a los comensales. El rey dijo entonces a la joven: -Pídeme lo que quieras y te lo daré.

23 Y le juró una y otra vez: -Te daré lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino.

24 Ella salió y preguntó a su madre: -¿Qué le pido? Su madre le contestó: -La cabeza de Juan el Bautista.

25 Ella entró en seguida y a toda prisa adonde estaba el rey y le hizo esta petición: -Quiero que me des ahora mismo en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista.

26 El rey se entristeció mucho, pero a causa del juramento y de los comensales no quiso desairarla.

27 Sin más dilación envió a un guardia con la orden de traer la cabeza de Juan. Éste fue, le cortó la cabeza en la cárcel,

28 la trajo en una bandeja y se la entregó a la joven, y la joven se la dio a su madre.

29 Al enterarse sus discípulos, fueron a recoger el cadáver y le dieron sepultura.

 

*+• Éste es el único pasaje del evangelio de Marcos cuyo protagonista directo no es Jesús. En realidad, tanto por la colocación como por el contenido, el relato del martirio de Juan -hombre «recto y santo» (v. 19)- no tiene otra finalidad que ser la prefiguración puntual de la suerte de Jesús, a quien los Hechos de los apóstoles refieren los mismos atributos (cf. 3,14; 7,52; etc.). Tanto el Bautista como el Mesías mueren por «voluntad» de poderosos perplejos e indecisos. Más aún, puede decirse que Herodes, infiel a Dios por haber tomado como esposa, contra la ley, a l a mujer de su hermano, es un rey adúltero: personificación del pecado de todo el pueblo que ha traicionado a su Señor y Esposo para ir detrás de los ídolos. Así pues, Juan muere como Jesús, el justo por los injustos, pero ésta será asimismo la suerte a la que están llamados los discípulos a quienes el Maestro envía a predicar la conversión. «La oportunidad se presentó » (cf. v. 21a). Paradójica coincidencia la de una extraña fiesta para una vida que, en realidad, es muerte y de una muerte que es un himno a la vida verdadera, una vida que va más allá de la dimensión temporal, porque es capaz de sacrificarse a sí misma por amor a la Verdad.

También el desenlace del banquete resulta grotesco, dado que acaba ofreciendo a los invitados –campeones en riqueza, orgullo, poder, lujuria y otras cosas así- una macabra bandeja con una cabeza cortada bajo la responsabilidad de una atractiva muchacha. Esto nos hace pensar en muchas de nuestras pasiones que nos parece imposible dejar de satisfacer... «Sus discípulos fueron a recoger el cadáver y le dieron sepultura» (v. 29); lo mismo ocurrirá con Jesús, sepultado como semilla en la tierra, de la que, no obstante, resucitará para convertirse en pan fragante ofrecido en la mesa de sus discípulos, pan para una vida que no muere

 

MEDITATIO

«El Señor es mi ayuda, no tengo miedo; ¿qué podrá hacerme el hombre?» (Heb 13,6). La afirmación de la primera lectura parece ampliamente desmentida por el evangelio de hoy, en el que Marcos pone como centro de atención a Juan el Bautista y su cruel martirio. Sí, hay quien, por un capricho simple y trivial, con cualquier motivo fútil, hace callar con la violencia la voz que invita a la conversión o que anuncia el Reino. El discípulo, llamado a seguir a Jesús, a predicar a los hermanos en medio de la pobreza {cf. Me 6,7-13), no por ello queda exonerado de la prueba, sino al contrario. Todo el relato de Marcos nos presenta a Jesús trabajando para hacer comprender a los «suyos» el destino del Maestro, que sube a Jerusalén para padecer la pasión. Sin embargo, Jesús nos invita también a no tener miedo de los que pueden hacer mal al cuerpo. Hay algo peor que eso: vivir sin saber por qué y para quién se vive.

Todo hombre es mortal, pero tiene como destino la vida eterna; lo importante es entrar conscientemente en esa vida que es Jesús mismo: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6). Constituye una gracia para quien es discípulo ser asimilado al Maestro hasta la entrega total de sí mismo en el martirio, y ésta es una situación que vive todavía hoy la Iglesia en muchos de sus miembros. Cada uno de nosotros está llamado a morir a sí mismo, al hombre viejo, al egoísmo, al orgullo que nos impide vivir, como el Bautista, afirmando: Es preciso que él crezca y que yo disminuya». Puesto que Jesús es el mismo ayer, hoy y siempre, cuanto más nos perdamos en él, que es el Amor, tanto más saborearemos la verdadera Vida.

 

ORATIO

Señor Jesús, Salvador nuestro, nosotros queremos vivir contigo y en ti, dedicados por completo al designio de salvación que el Padre concibió para llevar a todos los hombres a la verdadera libertad de los hijos de Dios, no ya esclavos del pecado, sino capaces de amar. Por eso, no deseamos anteponer nada a ti; que no prevalezca ya en nuestro modo de pensar y de obrar el hombre viejo de carne, que se deja dominar por las pasiones.

Sólo tú eres nuestra vida, tú nuestra santificación y nuestra inexpresable alegría, y cuando nos consideres dignos de sufrir algo por la fe, haz que, siguiendo el ejemplo de los santos, no nos echemos atrás vilmente,  sino que seamos capaces de renunciar a todo, que seamos capaces de padecer y ofrecer todo, con tal de no traicionarte, con tal de no vivir como si nunca te hubiéramos conocido y como si nunca hubiéramos experimentado lo fuerte que es tu amor por nosotros.

 

CONTEMPLATIO

Existencia significa que yo soy sólo yo y no otro. Habito en mí, y en esta habitación estoy yo solo, y si alguien debe entrar, es necesario que yo le abra. En horas de intensa vida espiritual siento que yo soy señor de mí mismo. En esto hay algo grande: mi dignidad y mi libertad; al mismo tiempo, sin embargo, hay también peso y soledad [...]. También en el cristiano hay todo esto, aunque se ha transformado; en su dignidad y responsabilidad hay todavía algo de otro, de Otro: Cristo.

Cuando pediste la fe al recibir el bautismo, se llevó a cabo en ti algo fundamental. Al nacer, recibiste tu vida natural de la vida de tu madre. Aquí se esconde un nuevo misterio, un prodigio de la gracia: fuiste engendrado a la vida de los hijos de Dios. Con perfecta sencillez y vigor dice la carta a los Gálatas: «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (2,20). La forma que hace cristiano al cristiano, esa que está destinada a penetrar en todas sus expresiones, a ser reconocida en todo, es Cristo en él.

En cada cristiano revive Cristo, por así decirlo, su vida; primero es niño, después va llegando gradualmente a la madurez, hasta que alcanza plenamente la mayoría de edad como cristiano. Crece en este sentido: crece su fe, se robustece su caridad, el cristiano se vuelve cada vez más consciente de su ser cristiano y vive su vida cristiana con una profundidad siempre creciente. Mi yo está encerrado en Cristo, y debo aprender a amarlo como a aquel en el que tengo mi propia consistencia. Es preciso que yo me busque en él a mí mismo, si quiero encontrar lo que me es propio. Si el cristiano renuncia a las solicitudes que le vienen de la fe, se envilece. Aquí hemos de buscar las tareas más importantes de la actividad espiritual cristiana: referir de nuevo la vida cristiana, tal cual es, a la conciencia, al sentimiento, a la voluntad (R. Guardini, II Signore, Milán 1981, pp. 559-565, passim [edición española: El Señor, Rialp, Madrid 1965, 2 vols.]).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Para mí vivir es Cristo» (Flp 1,21).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Ésta fue la tarea de Jesús como sumo sacerdote de la nueva alianza, mediador entre el Padre y la humanidad pecadora: en primer lugar, abrió el acceso al santo de los santos y lo recorrió él mismo. Allí es donde Jesús ora ahora, en este «ahora» sin límites de la eternidad que nuestro tiempo creado no puede fijar ni hacemos alcanzar, a no ser a través de la oración. Jesús es así, para siempre, el hombre de la oración, nuestro sumo sacerdote que intercede. Tal es y tal permanece así «ayer, hoy y siempre» (Heb 13,8). Allí arriba, en Jesús resucitado, se encuentra también la fuente perenne de nuestra oración de aquí abajo.

Gracias a la oración estamos cerca de él, rotos y sobrepasados los límites del tiempo, y respiramos en la eternidad, manteniéndonos en presencia del Padre, unidos a Jesús. Para llegar allí es necesario recorrer aquí abajo el mismo camino que el Salvador, no hay ningún otro: el de la cruz y el de la muerte. La misma carta a los Hebreos observa que Jesús padeció la muerte fuera de las puertas de la ciudad. En consecuencia, los cristianos también deben salir «a su encuentro fuera del campamento y carguemos también nosotros con su oprobio (Heb 13,13), es decir, la vergüenza de la cruz. Todo bautizado lleva en él el deseo de este éxodo hacia Cristo. «No tenemos aquí ciudad permanente, sino que aspiramos a la ciudad futura (Heb 13,14), allí donde está presente Jesús ahora.

También nosotros estamos ya allí, en la medida en que, mediante  la oración, habitamos ¡unto a él. «Así pues, ofrezcamos a Dios sin cesar por medio de él un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que bendicen su nombre» (Heb 13,15).

En efecto, el cristiano, que camina tras las huellas de Jesús, ofrece como él un sacrificio de oración. Confiesa e invoca constantemente su nombre. Y después, en el amor, comparte todo con sus hermanos (A. Louf, Lo Spirito prega in noi, Magnano 1995, pp. 39ss [edición española: El espíritu ora en nosotros, Narcea, Madrid 1985]).

 

 

Día 9

Sábado 4ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Hebreos 13,15-17.20ss

Hermanos:

15 Así pues, ofrezcamos a Dios sin cesar por medio de él un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que bendicen su nombre.

16 No os olvidéis de hacer el bien y de ayudaros mutuamente, porque en tales sacrificios se complace Dios.

17 Obedeced a vuestros dirigentes y someteos a ellos, pues tienen que cuidar de vosotros y rendir cuentas a Dios. Procurad que puedan cumplir este deber con alegría y no con lágrimas, ya que otra cosa nada os beneficiaría.

20 El Dios de la paz, que resucitó a aquel que por la sangre de la alianza eterna vino a ser el gran pastor de las ovejas, nuestro Señor Jesús,

21 os haga aptos para el cumplimiento de su voluntad con toda clase de obras buenas. Que él mismo realice en nosotros lo que le agrada, por medio de Jesucristo, a quien corresponde la gloria por siempre. Amén.

 

*• El autor de la carta a los Hebreos alterna, en la conclusión, la catequesis (w. 12-15) con la exhortación (w. 16ss) y la oración (w. 20ss). Sin embargo, el centro vivificador de estos versículos es uno solo: el misterio pascual de Cristo. Él es «el gran pastor de las ovejas» (v. 20); es el Mesías esperado que, en virtud de su propia sangre, se ha convertido en mediador de una alianza eterna de vida y de paz entre nosotros y Dios.

De aquí brota la novedad fundamental del culto cristiano, del que ha tratado la carta: por medio de Jesús, toda la vida del creyente puede llegar a ser ofrenda agradable a Dios. El sacrificio de alabanza se prolonga y se acredita a través del sacrificio cotidiano de la caridad activa y de la dócil sumisión a quien guía a la comunidad por los caminos del Señor. Esta existencia pascual es don que hemos de pedir y, al mismo tiempo, compromiso que hemos de asumir con responsabilidad; por eso, el autor confía al Padre a los destinatarios de su carta.

Sólo él, en efecto, puede disponer los corazones para acoger el don de manera conveniente, es decir, en colaboración laboriosa con la gracia. La alianza establecida en la muerte y resurrección de Cristo es premisa y garantía de que el Padre escuchará esta oración (w. 20ss).

 

Evangelio: Marcos 6,30-34

En aquel tiempo,

30 los apóstoles volvieron a reunirse con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado.

31 Él les dijo: -Venid vosotros solos a un lugar solitario, para descansar un poco. Porque eran tantos los que iban y venían que no tenían ni tiempo para comer.

32 Se fueron en la barca, ellos solos, a un lugar despoblado.

33 Pero los vieron marchar y muchos los reconocieron y corrieron allá, a pie, de todos los pueblos, llegando incluso antes que ellos.

34 Al desembarcar, vio Jesús un gran gentío, sintió compasión de ellos, pues eran como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas.

 

*•• En este fragmento se transparenta la ternura humana y divina de Jesús. Con ella envuelve a los apóstoles, que regresan entusiasmados de su primera misión: el Maestro comprende su alegría, pero intuye también la necesidad de revigorizar el cuerpo y el alma en la intimidad con él (v. 31a). Por eso les propone una pausa para reposar lejos de la gente, que les apremia constantemente. Sin embargo, también esa gente, que les sigue por todas partes con su propio fardo de penas y de esperanzas, suscita en Jesús una com-pasión todavía mayor (cf. v. 34). Detrás de aquella multitud de rostros y de historias hay una única necesidad: encontrar el camino de la Vida, el sentido y la meta de la existencia.

Las muchedumbres no tienen quien las guíe con seguridad por este camino. De ahí que Jesús -Camino, Verdad y Vida- tenga piedad de ellos: «Y se puso a enseñarles muchas cosas», saciando su hambre más profunda con la verdad de Dios, un Dios de ternura infinita.

 

MEDITATIO

La ternura de Jesús se dirige, hoy, a nosotros. Tal vez nos hayamos comprometido a dar testimonio del Evangelio en nuestro ambiente habitual y tenemos necesidad de reposar el espíritu en su Presencia, o tal vez nos reconozcamos en aquellas «ovejas sin pastor», sin meta ni seguridad. Ahora bien, Jesús es «el gran pastor de las ovejas», guía de los pastores y de las ovejas sin pastor: ha entregado su vida para abrir a cada uno - a mí también- un camino seguro al redil del Padre. Él mismo es «el Camino, la Verdad y la Vida».

No siempre resulta fácil caminar siguiendo su enseñanza, ni siempre resulta agradable que los responsables de la comunidad cristiana nos lo recuerden en las circunstancias concretas de la vida. Con todo, si acogemos con sincera disponibilidad las indicaciones del Señor, nuestra vida se convertirá en una pascua continua, esto es, en un paso desde la falta de significación del orden cotidiano a la plenitud de significado que éste adquiere cuando la caridad con los otros transfigura cualquier gesto.

Paso desde la inestabilidad de las vicisitudes humanas -pequeñas o grandes- al abandono confiado en Dios que se convierte en obediencia a quien nos guía en su nombre. Paso de una oración formal y bien delimitada a una vida que se transforma en incesante sacrificio de alabanza por medio de Cristo. ¿Es posible todo esto?

Sí, la resurrección de Jesús nos atesta la omnipotencia del Padre. ¿Es posible para mí? Sí, si se lo pido y si quiero corresponder sinceramente al don, Dios mismo lo realizará en mí. La ternura de Jesús se dirige, hoy, a nosotros...

 

ORATIO

Jesús, ternura infinita que nos descubres el rostro de amor del Padre, venimos a ti como ovejas sin pastor: guíanos tú con tu fuerza y tu dulzura a descubrir el camino de la vida a través de la ofrenda total de nosotros mismos a Dios. Transforma hoy nuestra jornada en un incesante sacrificio de alabanza a él y de caridad con los hermanos.

Haz que participemos en tu pascua, muriendo a todo egoísmo y presunción, para vivir en ti como hijos obedientes que cumplen en todo la voluntad del Padre.

A él, fuente de la misericordia, le confiamos por tu mediación nuestra miseria y nuestros deseos: oh Dios, haz de nosotros lo que te plazca, para gloria tuya y bien de todos los hermanos. Amén.

 

CONTEMPLATIO

El sacramento de la eucaristía purifica de los peca, dos. Por consiguiente, cuando te sientas manchado y cubierto de fango, frío e indolente, no te alejes de Jesucristo, no intentes abstenerte de este alimento saludable y lanza un grito hacia él, porque no puede dejar de moverse a piedad con los pobres que le invocan. Dile; «Señor, vengo a ti, porque soy un pobre pecador. Sana oh mi piísimo Salvador, mi alma». Este sacramento robustece el corazón del hombre para obrar grandes cosas, precisamente como el alimento terreno da fuerza para aguantar los trabajos fatigosos. Puesto que no eres nada sin Dios y tienes una extrema necesidad de su gracia, invítale a cenar no por ti, sino por él en favor tuyo.

Intenta estrechar una amistad y una verdadera familiaridad con él. Aprende a hablarle: cuéntale tus debilidades, aflicciones y oscuridades.

Intenta recuperar con este alimento divino las fuerzas del espíritu, la devoción, la fortaleza y las otras virtudes. En este sacramento se traslada al hombre del temor a la esperanza, de la condición de siervo a la de hijo, del torpor al amor, de la tristeza a la alegría. La eucaristía, a continuación, mitiga, es decir, comunica suavidad y dulzura espiritual a quien la recibe; caldea, es decir, enciende en nosotros la divina caridad. Este alimentó saludable une al alma con Dios. Así como el alimento terreno se transforma en la sustancia de quien lo recibe y se convierte en un solo cuerpo con él, así también, aunque de modo opuesto, el alimento eucarístico convierte en él a quien lo recibe, de modo que le hace deiforme. Nunca se admirará bastante la inefable condescendencia divina, que quiere darse a nosotros como alimento y sostener nuestro cuerpo con el suyo

El, dándose como alimento a nosotros, quiso procurar nuestra más estrecha unión con él. No podía encontrar un modo de acercar más al alma a sí mismo que este sacramento, en el que precisamente ésta no sólo se une con Dios, sino que llega a hacerse una misma cosa con él (Lanspergio, Sermo III, In solemnitate venerabili Sacramenti, en Opera omnia, t. III, pp. 433-436, passim).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «El Señor es mi pastor; su vara y su cayado me dan seguridad» (cf. Sal 22).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

«La pasión del Señor», escribió León Magno, «se prolonga hasta el fin del mundo». ¿Dónde «está agonizando» hoy Jesús? En muchísimos lugares y situaciones. Pero fijemos nuestra atención en una sola de ellas: la pobreza. Cristo está clavado en la cruz en los pobres. La primera cosa que hemos de hacer, por tanto, es echar fuera nuestras defensas y dejarnos invadir por una sana inquietud. Hacer que entren los pobres en nuestra carne. Darnos cuenta de ellos indica una imprevista apertura de los ojos, un sobresalto de la conciencia [...].

Con la venida de Jesucristo el problema de los pobres ha tomado una dimensión nueva. Aquel que pronunció sobre el pan las palabras: «Esto es mi cuerpo», las dijo también de los pobres cuando declaró solemnemente: «Conmigo lo hicisteis». Hay un nexo bastante estrecho entre la eucaristía y los pobres. Lo que debemos hacer concretamente por los pobres podemos resumirlo en tres palabras: evangelizarlos, amarlos, socorrerlos

Evangelizarlos: hoy también tienen derecho a oír la Buena Noticia: «Bienaventurados los pobres». Porque ante vosotros se abre una posibilidad inmensa, cerrada, o bastante difícil, a los ricos: el Reino. Amar a los pobres: significa antes que nada respetarlos y reconocer su dignidad. En ellos brilla –precisamente por la falta de otros títulos y distinciones- con una luz más viva la dignidad radical del ser humano. Los pobres no merecen sólo nuestra compasión; merecen también nuestra admiración. Por último, socorrer a los pobres: aunque hoy ya no basta con la simple limosna; haría falta una movilización coral de toda la cristiandad para liberar a los millones de personas que mueren de hambre, de enfermedades y de miseria. Esta sería una cruzada digna de tal nombre, es decir, de la cruz de Cristo (R. Cantalamessa, ll potere della croce, Milán 1999, pp. 181 -189 passim [edición española: La fuerza de la cruz, Monte Carmelo, Burgos 2001]).

 

 

 

Día 10

 5º domingo del tiempo ordinario o 10 de febrero, conmemoración de

Santa Escolástica

 

        Era hermana de san Benito, nació en Umbría a finales del siglo V y se consagró a Dios ya en la niñez. Su vida, envuelta de humildad y silencio, sería desconocida por completo si san Gregorio Magno no hubiera narrado en sus Diálogos el episodio que la hizo ser estimada por los místicos. Una vez al año iba al monasterio de Montecassino a visitar a su hermano y, en esta circunstancia, obtuvo con la fuerza de la oración prolongar el diálogo sobre las realidades celestiales durante toda la noche. Tres días después, Benito vio volar su alma al cielo desde su celda en forma de candida paloma y comprendió así que había entrado en la gloria eterna.

 

LECTIO

Primera lectura: Isaías 6,1-2a.3-8

1 El año de la muerte del rey Ozías vi al Señor sentado en un trono alto y excelso. La orla de su manto llenaba el templo.

2 De pie, junto a él, había serafines con seis alas cada uno.

3 Y se gritaban el uno al otro: «Santo, santo, santo es el Señor todopoderoso, toda la tierra está llena de su gloria».

4 Los quicios y dinteles temblaban a su voz, y el templo estaba lleno de humo.

5 Yo dije: «¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en un pueblo de labios impuros, he visto con mis propios ojos al Rey y Señor todopoderoso».

6 Uno de los serafines voló hacia mí, trayendo un ascua que había tomado del altar con las tenazas;

7 me lo aplicó en la boca y me dijo: «Al tocar esto tus labios, desaparece tu culpa y se perdona tu pecado».

8 Entonces oí la voz del Señor, que decía: «¿A quién enviaré?, ¿quién irá por nosotros?». Respondí: «Aquí estoy yo, envíame».

 

*•• El texto nos habla de la vocación de Isaías, ejemplo de la profunda experiencia religiosa del profeta. Fue escrito en torno al año 742 a. de C, que fue el de la muerte de Ozías, fin de un período de prosperidad y autonomía para Israel. El tema de fondo sigue siendo la santidad y la gloria de Dios, que trasciende toda grandeza y poder humanos. El escenario es el templo de Jerusalén, y la descripción nos presenta con rasgos antropomórficos al Señor en el trono, rodeado de serafines.

La primera parte (w. 1-4) nos presenta la teofanía de Dios y su trascendencia con diferentes términos simbólicos y litúrgicos: «Trono alto y excelso», «la orla de su manto llenaba el templo. De pie, junto a él, había serafines con seis alas cada uno. Y se gritaban el uno al otro: "Santo, santo, santo es el Señor todopoderoso"».

En la segunda parte (w. 5-8), la visión del profeta describe al hombre frente al trono de la divinidad. Ante la grandeza de Dios nace de improviso en el profeta la conciencia de su indignidad y de su propio pecado. En ese momento, interviene Dios: purifica al hombre y le infunde una nueva vida al tocar sus labios. El Señor se dirige después a la asamblea de los serafines y les consulta sobre el gobierno del mundo (v. 8a). Sin embargo, de una manera indirecta, la voz de Dios interpela y llama a Isaías para que, investido de la gloria y de la santidad de Dios, vaya a profetizar en su nombre. El profeta se declara dispuesto para su misión y responde a la petición que Dios le dirige: «Aquí estoy yo, envíame» (y. 8). Es la plena disponibilidad de quien se deja invadir por un Dios que salva.

 

Segunda lectura: 1 Corintios 15,1-11

1 Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os anuncié, que recibisteis y en el que habéis perseverado.

2 Es el Evangelio que os está salvando, si lo retenéis tal y como os lo anuncié; de no ser así, habríais creído en vano.

3 Porque yo os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras;

4 que fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras;

5 que se apareció a Pedro y luego a los Doce.

6 Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los que la mayor parte viven todavía, si bien algunos han muerto.

7 Luego se apareció a Santiago y, más tarde, a todos los apóstoles.

8 Y después de todos se me apareció a mí, como si de un hijo nacido a destiempo se tratara.

9 Yo, que soy el menor de los apóstoles, indigno de llamarme apóstol por haber perseguido a la Iglesia de Dios.

10 Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Al contrario, he trabajado más que todos los demás; bueno, no yo, sino la gracia de Dios conmigo.

11 En cualquier caso, tanto ellos como yo esto es lo que anunciamos y esto es lo que habéis creído.

 

**• El texto paulino está motivado por las objeciones de los corintios: la duda sobre la verdad de la resurrección de Cristo, en detrimento no sólo de la integridad de la fe, sino también de la unidad de la misma Iglesia. Pablo responde con argumentos de fe y con el «Credo» que él les ha transmitido. El acontecimiento de la resurrección de Cristo es objeto del testimonio apostólico: son muchos, y todos dignos de fe, los que constataron el sepulcro vacío y vieron resucitado al Señor. Entre ellos estoy también yo -afirma Pablo-, que «por la gracia de Dios soy lo que soy» (v. 10).

El acontecimiento de la resurrección de Jesús ha entrado también en la predicación apostólica. A partir de ella, los apóstoles no sólo se adhirieron a la novedad de Cristo con todas sus fuerzas, sino que invistieron también con ella su tarea misionera. Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra predicación -afirma todavía Pablo- y nosotros habríamos trabajado en vano. El mismo acontecimiento de la resurrección de Cristo es objeto directo e inmediato de la fe de los primeros cristianos: si Cristo no hubiera resucitado, vana sería también vuestra fe -remacha el apóstol- y todos nosotros seríamos las personas más infelices del mundo. Infelices por haber sido engañadas y decepcionadas. Está claro, por consiguiente, que al servicio de este acontecimiento fundador del cristianismo está no sólo la tradición apostólica, sino también el testimonio de la comunidad creyente y de todo auténtico discípulo de Jesús.

 

Evangelio: Lucas 5,1-11

En aquel tiempo,

1 estaba Jesús junto al lago de Genesaret y la gente se agolpaba para oír la Palabra de Dios.

2 Vio entonces dos barcas a la orilla del lago; los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes.

3 Subió a una de las barcas, que era de Simón, y le pidió que la separase un poco de tierra. Se sentó y estuvo enseñando a la gente desde la barca.

4 Cuando terminó de hablar, dijo a Simón: -Remad lago adentro y echad vuestras redes para pescar.

5 Simón respondió: -Maestro, hemos estado toda la noche faenando sin pescar nada, pero, puesto que tú lo dices, echaré las redes.

6 Lo hicieron y capturaron una gran cantidad de peces. Como las redes se rompían,

7 hicieron señas a sus compañeros de la otra barca para que vinieran a ayudarlos. Vinieron y llenaron las dos barcas, hasta el punto de que casi se hundían.

8 Al verlo, Simón Pedro cayó a los pies de Jesús diciendo: -Apártate de mí, Señor, que soy un pecador.

9 Pues tanto él como sus hombres estaban sobrecogidos de estupor ante la cantidad de peces que habían capturado;

10 e igualmente Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Entonces Jesús dijo a Simón: -No temas; desde ahora serás pescador de hombres.

11 Y después de llevar las barcas a tierra, dejaron todo y lo siguieron.

 

**• El evangelista nos presenta la vocación de los discípulos con una simple nota final, después de la enseñanza a las muchedumbres (w. 1-3) y de una serie de milagros a través de los cuales Jesús manifiesta el poder de Dios en Cafarnaún (4,33-41). Lucas nos recuerda en la vocación de los primeros discípulos, como también hace Marcos, las estructuras esenciales del discipulado -la iniciativa de Cristo y la urgencia de la llamada-, pero subraya sobre todo el desprendimiento y el seguimiento.

El abandono debe ser radical por parte del discípulo: «Dejaron todo y lo siguieron» (v. 11), y el seguimiento es consecuencia de una toma de conciencia respecto a Jesús de una manera consciente y libre. Con todo, el tema principal del relato no es ni el desprendimiento ni el seguimiento, sino brindarnos unas palabras seguras del Maestro: «Desde ahora serás pescador de hombres» (v. 10). Existe una estrecha relación entre el milagro de la pesca milagrosa y la vocación del discípulo, y esa relación está afirmada en el hecho de que la acción del hombre sin Cristo es estéril, mientras que con Cristo se vuelve fecunda. Es la Palabra de Jesús la que ha llenado las redes y es la misma Palabra la que hace eficaz el trabajo apostólico del discípulo. Éste se siente llamado así, como el apóstol Pedro, a abandonarse con confianza a la Palabra de Jesús, a reconocer su propia situación de pecador y a responder a su invitación obedeciendo incluso cuando un mandato pueda parecerle absurdo o inútil. La respuesta de la fe es así fruto de la acogida de una revelación y de un encuentro personal con el Señor.

 

MEDITATIO

Los dos relatos que nos han referido la primera lectura y el evangelio de hoy siguen el esquema bíblico clásico de las llamadas a colaborar con Dios en la salvación del pueblo. En ese esquema está previsto siempre un primer movimiento, «centrípeto», en el que Dios (o Jesús) atrae de una manera irresistible al llamado hacia él, haciéndole pasar por una intensa experiencia religiosa; y, después, viene un segundo movimiento, «centrífugo», en el que el llamado es vuelto a enviar a su pueblo, repleto de fuerza y de valor para obrar a favor del mismo: «¿A quién enviaré?, ¿quién irá por nosotros?» (...) «Vete a decir a este pueblo» (Is 6,8.9). «No temas; desde ahora serás pescador de hombres» (Lc 5,10).

La llamada de Dios no se dirige a unos de manera exclusiva (sacerdotes, religiosos, religiosas), sino que, como ha confirmado en sus documentos el Concilio Vaticano II, se dirige a todos y cada uno de los bautizados. Cada uno de nosotros está invitado a «trabajar» por la salvación de los hermanos, según las hermosas palabras de Pablo que aparecen en el fragmento de la primera Carta a los Corintios que acabamos de leer: «La gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Al contrario, he trabajado más que todos los demás; bueno, no yo, sino la gracia de Dios conmigo» (1 Cor 15,10).

En consecuencia, deberemos preguntarnos si nuestro «trabajo» se encuadra en la visión evangélica de las cosas. Habremos de preguntarnos, entre otras cosas, si es consecuencia de habernos dejado fascinar, como los discípulos y Pedro, por Jesucristo y por su preocupación central. Porque ésa es la raíz de toda auténtica actividad eclesial. El resto puede ser activismo, mera búsqueda de nuestra propia satisfacción e incluso exhibicionismo: un «pescar hombres» no para aquella vida abundante que Jesús ha venido a traernos (Jn 10,10), sino para nosotros mismos, o sea, para la muerte. Sólo volviendo a reavivar con frecuencia el fuego en nuestro contacto con él podremos también nosotros ir a los otros, como Pablo, llevándoles el gran anuncio de la resurrección, que es victoria de la vida sobre la muerte.

 

ORATIO

Has querido asociarnos, Señor, a tu espléndida obra de salvación de la humanidad. Has puesto en nuestras manos la red para pescar hombres en el gran mar del mundo. Nos has elegido para la realización de tu ilimitado deseo de vida, de una vida abundante para tus hermanos y hermanas. Te estamos agradecidos por ello, Señor.

En tu generosidad nos has hecho un gran don, porque de este modo nos hemos convertido, en cierto modo, en las manos con las que sigues actuando hoy en el mundo. Quisiéramos ser fieles en la respuesta a tu llamada. Quisiéramos volver a dejarnos fascinar frecuentemente de nuevo por tu Palabra y por tu invitación, de tal modo que toda nuestra acción esté siempre llena de sentido evangélico. Toca nuestra boca con el carbón ardiente que purifica, como hizo aquel serafín con Isaías, y entonces sólo saldrán de ella palabras de vida para nuestros hermanos. Sostennos constantemente con tu gracia, del mismo modo que sostuviste a Pablo en medio de tantas dificultades. Si lo haces, podremos estar seguros de nuestra fidelidad y de nuestro valor indomable.

 

CONTEMPLATIO

Llamar amado al Verbo y proclamarlo «bello» significa atestiguar sin ficción y sin fraude que ama y que es amado, admirar su condescendencia y estar llenos de estupor frente a su gracia. Su belleza es, verdaderamente, su amor, y ese amor es tanto más grande en cuanto previene siempre [...].

¡Qué bello eres. Señor Jesús, en presencia de tus ángeles, en forma de Dios, en tu eternidad! ¡Qué bello eres para mí, Señor mío, en tu eternidad! ¡Qué bello eres para mí, Señor mío, en tu mismo despojarte de esta belleza tuya! En efecto, desde el momento en que te anonadaste, en que te despojaste -tú, luz perenne- de los rayos naturales, refulgió aún más tu piedad, resaltó aún más tu caridad, más espléndida irradió tu gracia.

¡Qué bella eres para mí en tu nacimiento, oh estrella de Jacob!, ¡qué espléndida brotas, flor, de la raíz de Jesé!; al nacer de lo alto, me visitaste como luz de alegría a mí, que yacía en las tinieblas. ¡Qué admirable y estupendo fuiste también por las eternas virtudes cuando fuiste concebido por obra del Espíritu Santo, cuando naciste de la Virgen, en la inocencia de tu vida! Y, después, en la riqueza de tu enseñanza, en el esplendor de los milagros, en la revelación de los misterios. ¡Qué espléndido resurgiste, después del ocaso, como Sol de justicia, del corazón de la tierra!

¡Qué bello, por último, en tu vestido, oh Rey de la gloria, te volviste a lo más alto de los cielos! Cómo no dirán mis huesos por todas estas cosas: «¿Quién como tú, Señor?» (Bernardo de Claraval, Sermones sobre el Cantar de los cantares 45, 8ss, passim)

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «El Poderoso ha hecho cosas grandes por mí, su nombre es santo» (Lc 1,49).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El encuentro con Dios me hace entrever continuamente nuevos espacios de amor y no me hace pensar lo más mínimo en haber hecho bastante, porque el amor me impulsa y me hace entrar en la ecología de Dios, donde el sufrimiento del mundo se convierte en mi alforja de peregrino. En esta alforja hay un deseo continuo: «Señor, si quieres, envíame. Aquí estoy, dispuesto a liberar al hermano, a calmar su hambre, a socorrerle. Si quieres, envíame».

En un mundo tan poco humano, donde la gente llora por las guerras, por el hambre, el encuentro con Dios nos transforma, nos hace tener impresos en el rostro los rasgos de Dios, nos hace tener en el rostro el amor que hemos encontrado, junto con un poco de tristeza por no ver realizado este amor. Yo he encontrado al Señor, pero he encontrado asimismo nuestras miserias y, ante las más grandes injusticias - y muchas de ellas las he visto de manera directa-, nunca he podido ni he querido decir: «Dios, no eres Padre». Sólo me he visto obligado a decir justamente: «Hombre, hombre, no eres hermano». Y he vuelto a prometer a mi corazón el deseo de llegar a ser yo más fraterno, más hombre de Dios, más santo, a fin de propagar más el amor concreto que nos lleva a socorrer a los hambrientos, a las víctimas de la violencia, a los que no conocen ni siquiera sus derechos, a los que ya no se preguntan de dónde vienen ni a dónde se dirigen.

Es preciso vivir el carácter cotidiano del encuentro con él, cambiando nosotros mismos. He visto realizarse muchos sueños inesperados. Pero el acontecimiento más extraordinario, que todavía me sorprende, empezó cuando niños, jóvenes, personas de todas las edades, me eligieron como padre, como consejero y como cabeza de cordada. No me esperaba precisamente esto, y cada vez que un alma, un corazón, se confía a mí para que le aconseje, dentro de mí caigo de rodillas y me repito: «¿Quién soy yo, quién soy yo para ser digno de guiar a personas más buenas que yo? No, no soy digno, pero, Señor, por tu Palabra, también yo "me volveré red" para tu pesca milagrosa» (E. Olivero, Amare con ¡l cuore di Dio, Turín 1993, pp. 7-9).

 

 

Día 11

Lunes 5ª semana del Tiempo ordinario o 11 de febrero, festividad de la

Virgen de Lourdes

 

 

LECTIO

Primera lectura: Génesis 1,1-19

1 Al principio creó Dios el cielo y la tierra.

2 La tierra era una soledad caótica y las tinieblas cubrían el abismo, mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas.

3 Y dijo Dios: -Que exista la luz. Y la luz existió.

4 Vio Dios que la luz era buena y la separó de las tinieblas.

5 A la luz la llamó día y a las tinieblas noche. Pasó una tarde, pasó una mañana: el día primero.

6 Y dijo Dios: -Que haya una bóveda entre las aguas para separar unas aguas de otras. Y así fue.

7 Hizo Dios la bóveda y separó las aguas que hay debajo de las que hay encima de ella.

8 A la bóveda Dios la llamó cielo. Pasó una tarde, pasó una mañana: el día segundo.

9 Y dijo Dios: -Que las aguas que están bajo los cielos se reúnan en un solo lugar y aparezca lo seco. Y así fue.

10 A lo seco lo llamó Dios tierra y al cúmulo de las aguas lo llamó mares. Y vio Dios que era bueno.

11 Y dijo Dios: -Produzca la tierra vegetación: plantas con semilla y árboles frutales que den en la tierra frutos con semillas de su especie. Y así fue.

12 Brotó de la tierra vegetación: plantas con semilla de su especie y árboles frutales que dan fruto con semillas de su especie. Y vio Dios que era bueno.

13 Pasó una tarde, pasó una mañana: el día tercero.

14 Y dijo Dios: -Que haya lumbreras en la bóveda celeste para separar el día de la noche y sirvan de señales para distinguir las estaciones, los días y los años;

15 que luzcan en la bóveda del cielo para alumbrar la tierra. Y así fue.

16 Hizo Dios dos lumbreras grandes, la mayor para regir el día y la menor para regir la noche, y también las estrellas;

17 y las puso en la bóveda del cielo para alumbrar la tierra,

18 regir el día y la noche, y para separar la luz de las tinieblas. Y vio Dios que era bueno.

19 Pasó una tarde, pasó una mañana: el día cuarto.

 

**• Los relatos de la creación presentan un lenguaje que puede ser calificado de «mítico», puesto que describen una acción divina que no podemos situar en la historia, sino en un «principio» que nadie ha podido conocer. En efecto, ¿quién ha podido asistir al origen del mundo para poder contarlo? «¿Quién eres tú?», le recordará el Señor a Job: «¿Dónde estabas tú cuando afiancé la tierra?» (Job 38,4).

El primer relato de la creación nos ofrece por eso algunas indicaciones que no son controlables científicamente, pero que tienen una gran importancia teológica. Estas indicaciones son dos, sobre todo: la primera tiene que ver con el modo como Dios ha creado, es decir, mediante la palabra; la segunda está relacionada, en cambio, con la estructura narrativa, que es la de los siete días semanales. Por ahora nos limitaremos a este último aspecto.

El narrador de Gn 1 ha presentado toda la obra de la creación en un marco semanal. Se trata de un hecho claramente querido, tanto más porque las obras de la creación son más de siete, por lo menos diez: la luz, la bóveda (lámina) celeste, lo seco, la vegetación, las lámparas, los peces, los pájaros, el ganado, los reptiles, el hombre (varón y hembra). Ahora bien, la estructura semanal tiene un sentido concreto, una organización interna propia; a saber, la de seis días laborables más uno de descanso, el «día séptimo» hacia el que converge toda la obra semanal y en el que encuentra su consumación. ¿A qué pregunta responde, pues, el relato de Gn 1, con su organización semanal? ¿A una pregunta sobre el origen o sobre el fin? ¿Pretende decirnos cuándo fue creado el mundo o bien para qué fue creado? El esquema semanal nos permite responder sin demora que el mundo -mejor sería decir la creación- está organizado en vistas a un fin preciso, y este fin se resume en el sábado, que es el día del descanso del hombre y de la alabanza al Creador.

Al final de esta página, leemos la sorprendente afirmación de que «cuando llegó el día séptimo Dios había terminado su obra» (Gn 2,2). ¿Cómo podía haberla «terminado», si en el mismo día cesó toda actividad? Sin embargo, a la máquina del mundo le faltaba precisamente el elemento esencial, hasta que no conoció el tiempo y el espacio de la oración.

 

Evangelio: Marcos 6,53-56

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos,

53 terminada la travesía, tocaron tierra en Genesaret y atracaron.

54 Al desembarcar, lo reconocieron en seguida.

55 Se pusieron a recorrer toda aquella comarca y comenzaron a traer a los enfermos en camillas adonde oían decir que se encontraba Jesús.

56 Cuando llegaba a una aldea, pueblo o caserío, colocaban en la plaza a los enfermos y le pedían que les dejase tocar siquiera la orla de su manto, y todos los que lo tocaban quedaban curados.

 

**• Jesús realizó muchas curaciones, mediante la palabra y también mediante gestos, tanto en días laborables como también y sobre todo en sábado. Estas curaciones son pequeños signos de re-creación, de restitución del hombre no tanto a su salud originaria, que tal vez no haya existido nunca, como a la integridad final a la que está destinado en el sabio designio creador de Dios.

En el compendio evangélico de hoy se habla de una «travesía» del lago de Galilea que, en realidad, no tuvo lugar. En efecto, Jesús y los discípulos se encuentran en Genesaret, en la misma orilla occidental desde la que habían partido. La intención de Jesús, al partir con los discípulos, era irse a un lugar aparte para descansar un poco {cf. Me 6,31). El proyecto no pudo llevarse a cabo, porque la gente le asediaba constantemente, llevándole a los enfermos «adonde oían decir que se encontraba Jesús». Éste no consigue tomar un poco de descanso, pero en compensación se lo da a manos llenas a la muchedumbre de menesterosos que recurre a él.

Así pues, Jesús actúa, no consigue descansar. Sin embargo, el elemento más importante de este breve compendio de curaciones es que Jesús permanece completamente inactivo. Cura, sí, pero sin hacer nada, sin decir ni una palabra, sin aludir al mínimo gesto. Diríase que cura con su descanso, con la más perfecta inactividad, como si fuera su descanso el que cura, como si la paz que irradia de él sanara los tormentos de los hombres. En efecto, Jesús no hace otra cosa que «dejarse tocar», dejarse alcanzar, contactar. Son los otros quienes tienen que ingeniárselas para tocarle «siquiera la orla de su manto». Este manto es el tallit que se usaba para la oración y que, según la Tora (Nm 15,38), debía estar provisto de mechones de lana azul en las cuatro puntas. Jesús es un hombre en oración, un hombre «hecho oración», y es este cuerpo  suyo en oración el que sana, el que cura, el que lleva a su consumación la creación.

 

MEDITATIO

Dios crea el mundo a través de su palabra. O, más exactamente, según el esquema de un mandato y de su ejecución: «Dios dijo: "Sea". Y así fue». Viene, a continuación, una valoración que aparece las siete veces (aunque no precisamente al final de cada día): «Y vio Dios que era bueno».

Esta valoración divina de las cosas creadas tiene una gran importancia. Dios aprecia las cosas que hace, las encuentra bellas, bien hechas, se complace en ellas. Pero no sólo esto: el estribillo que expresa la belleza de cada criatura es el mismo estribillo que acompaña a la oración de Israel, que se repite con mayor frecuencia en el libro de los Salmos: «Alabad al Señor, porque es bueno» (en hebreo se emplea exactamente las mismas palabras).

Así, la primera página de la Escritura presenta un desarrollo litúrgico, constituye una especie de doxología inaugural de toda la Biblia. La bondad de las criaturas corresponde a la bondad del Creador. Reconocer la bondad de las criaturas significa alabar a su Creador. Pero también es verdad la inversa; a saber, que la alabanza del Creador, la oración, es la condición para descubrir la bondad de la creación y, eventualmente, restituirla. ¡Qué significativo es todo esto para nosotros!

De hecho, nos mostramos muchas veces incapaces de captar la belleza-bondad de lo que existe, prisioneros de la mirada económica que plantea de inmediato esta pregunta: «¿Para qué me sirve?», «¿cuánto me renta?» El contacto con Dios, que ha venido entre nosotros, con Jesús, nos abre a cada uno el espacio de la curación que permite ver la verdad de lo creado y, en él, nuestra propia verdad.

 

ORATIO

El mundo que tú has hecho, Señor, es un santuario para celebrar tu alabanza.

Has separado la tierra de las aguas, la has hecho fecunda en frutos para nosotros y de hierba para todos los seres vivos.

El sol y la luna, las estrellas luminosas, son lámparas encendidas, día y noche, que marcan los ritmos de nuestra plegaria.

Al alba y a la puesta del sol queremos alabarte, en el trabajo y en el descanso queremos recordarte, en la sonrisa y en el llanto queremos darte gracias.

El mundo que tú has hecho, Señor, es un santuario de tu belleza.

 

CONTEMPLATIO

Omnipotente, altísimo, bondadoso Señor, tuyas son la alabanza, la gloria y el honor; tan sólo tú eres digno de toda bendición, y nunca es digno el hombre de hacer de ti mención.

Loado seas por toda criatura, mi Señor, y en especial loado por el hermano sol, que alumbra, y abre el día, y es bello en su esplendor, y lleva por los cielos noticia de su autor.

Y por la hermana luna, de blanca luz menor, y las estrellas claras, que tu poder creó, tan limpias, tan hermosas, tan vivas como son, y brillan en los cielos: ¡loado, mi Señor!

Y por la hermana agua, preciosa en su candor, que es útil, casta, humilde: ¡loado, mi Señor! Por el hermano fuego, que alumbra al irse el sol, y es fuerte, hermoso, alegre: ¡loado, mi Señor! Y por la hermana tierra, que es toda bendición, la hermana madre tierra, que da en toda ocasión las hierbas y los frutos y flores de color, y nos sustenta y rige: ¡loado, mi Señor! (Francisco de Asís, Cántico de las criaturas. Versión tomada de La liturgia de las horas, Vol. IV, Coeditores Litúrgicos, Madrid 1998, pp. 1246-1247).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Bendice al Señor, alma mía, no te olvides de sus beneficios» (Sal 103,2).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

En esta puesta de sol invernal, mientras se encienden las primeras luces claras, en una ¡ornada de sol y de viento que ha limpiado la atmósfera, tengo una hoja en la mano. La he cogido de un sempervirente, que conserva cuanto los troncos secos, los matorrales y las matas áridas ya no tienen. Tengo una hoja en la mano, viva y verde, mientras camino en el frío de la calle excavada, sin nadie. Tengo una hoja en la mano donde se encuentra la historia de la creación, el cuento de las gotas de escarcha, la aventura de las mariposas, la memoria de las espléndidas telas de araña. Si la tierra que me rodea enciende sus luces breves, esclarecedoras y centralizadoras de mil cosas diferentes (el bien y el mal, el tormento y la alegría, la desesperación y la esperanza, lo vano y lo no transitorio), mi hoja narra, intacta, la luz de los orígenes y la unidad de las cosas que Dios fue creando: «Y eran muy bellas», como dice la Biblia.

Y con el agua que todavía mantiene me hace pensar en los océanos y en los ríos; con su composición química me conecta con las estrellas, con las montañas, con la arena del mar. Tengo una hoja en la mano y veo las cosas grandes del cosmos. La miro, bajo la luz que todavía queda, en sus nervaduras múltiples y perfectas, en sus canales portadores de la savia vital y leo la pequeña y preciosa historia de las cosas humildes y de la humilde existencia de mis semejantes, que enriquecen la vida de la tierra. Tengo una hoja en la mano y me parece que tengo un libro sin fin y un cetro de felicidad, porque sobre su terciopelo se manifiesta la «gloria» de Dios.

Y en esta puesta de sol lúcida y fría no sigo la explosión del firmamento, que, de nuevo, se prepara para revelarse, ni del ancho horizonte, que recoge en el silencio montes, colinas y llanuras. Cultivo, en cambio, la implosión de mi ver contemplativo en la breve forma que tengo en mi mano, donde es posible intuir el universo y lo pequeño en el contorno familiar de su terciopelo verde. Tengo una hoja en la mano y, en el exterior de cada hoja, conozco la aguda certeza de un salmo omnicomprensivo de alabanza, mientras cae la noche, sobre la calle excavada y desierta, abrumada el alma con todas las presencias. Con la única e irrepetible presencia de Dios (G. Agresti, Le fragole sull'asfalto, Milán 1987, pp. 51 ss).

 

 

Día 12

Martes 5ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Génesis 1,20-2,4a

1.20 Y dijo Dios: -Rebosen las aguas de seres vivos y que las aves aleteen sobre la tierra a lo ancho de la bóveda celeste.

21 Y creó Dios por especies los cetáceos y todos los seres vivientes que se deslizan y pululan en las aguas; y creó también las aves por especies. Vio Dios que era bueno.

22 Y los bendijo diciendo: -Creced, multiplicaos y llenad las aguas del mar; y que también las aves se multipliquen en la tierra.

23 Pasó una tarde, pasó una mañana: el día quinto.

24 Y dijo Dios: -Produzca la tierra seres vivientes por especies: ganados, reptiles y bestias salvajes por especies. Y así fue.

25 Hizo Dios las bestias salvajes, los ganados y los reptiles del campo según sus especies. Y vio Dios que era bueno.

26 Entonces dijo Dios: -Hagamos a los hombres a nuestra imagen, según nuestra semejanza, para que dominen sobre los peces del mar, las aves del cielo, los ganados, las bestias salvajes y los reptiles de la tierra.

27 Y creó Dios a los hombres a su imagen; a imagen de Dios los creó; varón y hembra los creó.

28 Y los bendijo Dios diciéndoles: -Creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que se mueven por la tierra.

29 Y añadió: -Os entrego todas las plantas que existen sobre la tierra y tienen semilla para sembrar; y todos los árboles que producen fruto con semilla dentro os servirán de alimento;

30 y a todos los animales del campo, a las aves del cielo y a todos los seres vivos que se mueven por la tierra les doy como alimento toda clase de hierba verde. Y así fue.

31 Vio entonces Dios todo lo que había hecho, y todo era muy bueno. Pasó una tarde, pasó una mañana: el día sexto.

2.1 Así quedaron concluidos el cielo y la tierra con todo su ornato.

2.2 Cuando llegó el día séptimo Dios, había terminado su obra, y descansó el día séptimo de todo lo que había hecho.

2.3 Bendijo Dios el día séptimo y lo consagró, porque en él había descansado de toda su obra creadora.

2.4 Ésta es la historia de la creación del cielo y de la tierra.

 

**• El hombre varón y hembra, el hombre-mujer, ha sido creado «a imagen de Dios». Pero ¿quién es ese hombre hecho «a imagen», según la cultura del tiempo en el que fue escrito el texto bíblico? No es cualquiera, sino un hombre que está por encima de cualquier otro, es decir, el rey. Un breve texto babilónico (Gn 1 fue escrito precisamente en Babilonia) es bastante elocuente: «La sombra de Dios es el hombre / y los hombres son la sombra del Hombre; / el Hombre es el Rey, igual a la imagen de la divinidad». Es cierto que el autor de Gn 1 ha democratizado esta idea real, extendiendo a todo hombre-mujer la prerrogativa real de ser la imagen de Dios. En efecto, el mandato de someter la tierra y dominar sobre todos los seres vivos fue dado a todos los hombres indistintamente. Ahora bien, volvemos a preguntarnos: ¿quién es el hombre que realiza plenamente esta misión real en el interior de lo creado? ¿Acaso podemos responder que la realizamos todos, sin importar en qué condiciones?

Los Padres, sobre todo los orientales, intentaron resolver este problema introduciendo una distinción entre la «imagen» y la «semejanza». A buen seguro, todos los hombres llevan en sí mismos la imagen divina, sea cual sea su condición histórica y su opción de vida. Ésta es indeleble en el hombre. Con todo, para reinar verdaderamente, tiene que conseguir asimismo una cierta semejanza con el verdadero rey del mundo, que es el Hijo, perfecta «imagen del Dios invisible» (Col 1,15): tiene que hacer suyas sus opciones, entrar en sus pensamientos.

Esta perspectiva patrística, desde el territorio interior bíblico, corresponde a la afirmación paulina: «Y así como llevamos la imagen del [hombre] terrestre, llevaremos también la imagen del celestial [el Cristo resucitado]» (1 Cor 15,49).

 

Evangelio: Marcos 7,1-13

En aquel tiempo,

1 los fariseos y algunos maestros de la Ley procedentes de Jerusalén se acercaron a Jesús

2 y observaron que algunos de sus discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavárselas

3 -es de saber que los fariseos y los judíos en general no comen sin antes haberse lavado las manos meticulosamente, aferrándose a la tradición de sus antepasados;

4 y al volver de la plaza, si no se lavan, no comen; y observan por tradición otras muchas costumbres, como la purificación de vasos, jarros y bandejas-.

5 Así que los fariseos y los maestros de la Ley le preguntaron: -¿Por qué tus discípulos no proceden conforme a la tradición de los antepasados, sino que comen con manos impuras?

6 Jesús les contestó: -Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me dan culto, enseñando doctrinas que son preceptos humanos.

8 Vosotros dejáis a un lado el mandamiento de Dios y os aferráis a la tradición de los hombres.

9 Y añadió: -¡Qué bien anuláis el mandamiento de Dios para conservar vuestra tradición!

10 Pues Moisés dijo: Honra a tu padre y a tu madre, y el que maldiga a su padre o a su madre será reo de muerte.

11 Vosotros, en cambio, afirmáis que si uno dice a su padre o a su madre: «Declaro corbán, es decir, ofrenda sagrada, los bienes con los que te podía ayudar»,

12 ya le permitís que deje de socorrer a su padre o a su madre,

13 anulando así el mandamiento de Dios con esa tradición vuestra que os habéis transmitido. Y hacéis otras muchas cosas semejantes a ésta.

 

*»• La disputa entre Jesús y los fariseos sobre el lavarse las manos antes de comer (estrechamente conectada con la siguiente, sobre la pureza de los alimentos) está situada en el centro de una sección del evangelio de Marcos que lleva como título «Sección de los panes » y que va desde 6,6b hasta 8,30. Está claro que el tema principal de esta sección es el del alimento, el del pan. Más exactamente, como vamos a ver, se trata del problema de la comunión de mesa entre hebreos y gentiles. Y es que los judíos siguen unas prescripciones tan minuciosas en el comer que tienen prohibido, de hecho, su participación en una mesa que no sea rigurosamente «pura» (kasher) desde el punto de vista alimentario.

Los problemas verdaderamente grandes son siempre muy concretos, nunca especulaciones abstractas. Para la Iglesia primitiva, compuesta de judíos y gentiles, el poder sentarse juntos a la misma mesa era un hecho de suma importancia, que no podía ser obstaculizado por ninguna otra consideración (recuérdese el episodio de Antioquía y la reprensión de Pablo dirigida a Pedro: Gal 2,1 lss). La polémica evangélica sobre el hecho de lavarse las manos se comprende adecuadamente sólo sobre este trasfondo. Que sea preciso lavarse las manos antes de las comidas no está escrito, en efecto, en ninguna parte de la Ley. Se trata de una tradición no escrita, de una «tora oral», como enseñan los fariseos. Ahora bien, eso no significa que Jesús sea contrario a este uso, que cuenta con óptimas razones higiénicas y que también nosotros practicamos normalmente.

Jesús se limita simplemente a afirmar que no se trata de la cosa más importante y establece una jerarquía, una escala de valores: lo primero es el hecho de comer juntos. De modo que el haberse lavado o no las manos no debe convertirse en un impedimento para la comunión de mesa con cuantos no observan esta tradición judía, y que pueden ser los mismos discípulos de Jesús.

 

MEDITATIO

A fin de que Israel correspondiera a la elección divina y realizara plenamente la «semejanza» con Dios, que más tarde será la santidad («Sed santos, como Yo soy santo»: Lv 19,2), Dios le dio su Ley, la Tora. Esta ley consiste, precisamente, en una serie de pequeñas intuiciones sagaces, casi de «estratagemas», destinadas a imitar la santidad de Dios en los más pequeños gestos de la vida cotidiana. Lavarse las manos antes de comer o comer siguiendo ciertas reglas de pureza alimentaria son pequeños «trucos» que le recuerdan a Israel que es el pueblo elegido de Dios, santificado precisamente a través de estos preceptos.

Jesús no ha venido a arramblar con todo esto. Contrariamente a una opinión muy difundida en el ámbito cristiano, Jesús no vino a «liberar» a Israel del yugo de los preceptos, no vino a abrogar la Tora (cf. Mt 5,17). Bien al contrario, la radicalizó aún más, la recondujo a sus intenciones originarias, al dato escrito que precede a toda reelaboración doctrinal posterior. Obrando así, nos recuerda a todos, judíos y cristianos, que la práctica de la Tora (para los primeros) y la obediencia a la Palabra escrita (para los segundos) es una imitatio Dei que restablece en el hombre, hecho a imagen de Dios, la plena semejanza con su Creador.

En ambos casos se ve claro que el honor que el hombre tributa a Dios consiste, esencialmente, en vivir su propia vocación originaria: ser «imagen y semejanza» del Creador. ¿Seremos capaces de recoger este desafío, de realizar una opción y vivir sus consecuencias?

 

ORATIO

Nos has querido a tu imagen, oh Dios, para poder alegrarte con nosotros. Cuando te apareciste a los discípulos en el lago les preguntaste si tenían hambre y les preparaste un banquete.

No mires si están sucias nuestras manos, tú que estás dispuesto a lavarnos también los pies. Todos tienen sitio en tu mesa: justos e injustos, judíos y gentiles.

Nos has querido a tu imagen, oh Dios, para convertirnos en tus comensales.

 

CONTEMPLATIO

Dios hizo al hombre, lo hizo a imagen de Dios. Es preciso que veamos cuál es esta imagen de Dios e investiguemos a semejanza de la imagen de quién fue hecho el hombre. En efecto, no ha dicho: Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, sino lo hizo «a imagen de Dios». ¿Cuál es, pues, la otra imagen de Dios, a semejanza de la cual fue hecho el hombre, sino nuestro Salvador? Él es «el primogénito de toda la creación» (Col 1,15); de él se ha escrito que es «esplendor de la luz eterna y figura clara de la sustancia de Dios» (Heb 1,3),también él dice de sí mismo: «Yo estoy en el Padre y el Padre en mí» y «Quien me ha visto a mí ha visto también al Padre» (Jn 14,10.9). En consecuencia, el hombre ha sido hecho a semejanza de la imagen de él, y por eso nuestro Salvador, que es la imagen de Dios, movido de misericordia por el hombre, que había sido hecho a su semejanza, al ver que, tras haber depuesto su imagen, se había revestido de la imagen del Maligno, movido de misericordia, asumiendo la imagen del hombre, vino a él.

Así pues, todos los que acceden a él y se esfuerzan por convertirse en partícipes de la imagen espiritual, mediante su progreso, «se renuevan día a día, según el hombre interior» (2 Cor 4,16), a imagen de aquel que los hizo; de suerte que puedan llegar a ser «conformes al cuerpo de su esplendor» (Flp 3,21), pero cada uno a la medida de sus propias fuerzas. Por consiguiente, miremos siempre a esta imagen de Dios, para poder ser transformados a su semejanza (Orígenes, Otnelie sulla Genesi, Roma 21992, pp. 54ss [edición española: Homilías sobre el Génesis, Ciudad Nueva, Madrid 1999]).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que de él te cuides?» (Sal 8,5).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Al principio se confió a ambos (al hombre y a la mujer) la tarea de conservar su propia semejanza con Dios, dominar sobre la tierra y propagar el género humano. Ser todos de Dios, entregarse a él, a su servicio, por amor, ésa es la vocación no sólo de algunos elegidos, sino de todo cristiano; consagrado o no consagrado, hombre o mujer [...].

Cada uno está llamado a seguir a Cristo. Y cuanto más avance cada uno por esta vía, más semejante se hará a Cristo, puesto que Cristo personifica el ideal de la perfección humana libre de todo defecto y carácter unilateral, rica en rasgos característicos tanto masculinos como femeninos, libre de toda limitación terrena; sus seguidores fieles se ven cada vez más elevados por encima de los confines de la naturaleza. Por eso vemos en algunos hombres santos una bondad y una ternura femenina, un cuidado verdaderamente materno por las almas a ellos confiadas; y en algunas mujeres santas una audacia, una prontitud y una decisión verdaderamente masculinas. Así, el seguimiento de Cristo lleva a desarrollar en plenitud la originaria vocación humana: ser verdadera imagen de Dios; imagen del Señor de lo creado, conservando, protegiendo e incrementando a toda criatura que se encuentra en su propio ámbito, imagen del Padre, engendrando y educando -a través de una paternidad y una maternidad espirituales- hijos para el Reino de Dios.

La elevación por encima de los límites de la naturaleza, que es la obra más excelsa de la gracia, no puede ser alcanzada, ciertamente, por medio de una lucha individual contra la naturaleza o mediante la negación de nuestros propios límites, sino sólo mediante la humilde sujeción al nuevo orden entregado por Dios (E. Stein, La donna, Roma 71987, pp. 81.98ss [edición española: La mujer, Ediciones Palabra, Madrid 1998]).

 

 

Día 13

Miércoles 5ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Génesis 2,4b-9.15-17

4 Cuando el Señor Dios hizo la tierra y el cielo

5 no había todavía en la tierra arbusto alguno, ni brotaba hierba en el campo, porque el Señor Dios no había enviado aún la lluvia sobre la tierra, ni existía nadie que cultivase el suelo;

6 sin embargo, un manantial brotaba de la tierra y regaba la superficie del suelo.

7 Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un hálito de vida y el hombre se convirtió en un ser viviente.

8 El Señor Dios plantó un huerto en Edén, al oriente, y en él puso al hombre que había formado.

9 El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos de ver y buenos para comer, así como el árbol de la vida en medio del huerto, y el árbol del conocimiento del bien y del mal..

15 Así que el Señor Dios tomó al hombre y lo puso en el huerto de Edén para que lo cultivara y lo guardara.

16 Y dio al hombre este mandato: -Puedes comer de todos los árboles del huerto,

17 pero no comas del árbol del conocimiento del bien y del mal, porque si comes de él morirás sin remedio.

 

*» ¿Qué había cuando todavía no existía nada? La pregunta es menos ingenua de lo que pudiera parecer, porque nosotros sólo podemos hablar de los orígenes del mundo mediante paradojas. El autor del segundo relato de la creación responde así en Gn 2: la tierra y el cielo ya existían, pero el hombre no trabajaba aún la tierra. Su relato, a diferencia del precedente, está centrado, efectivamente, por completo en la creación del hombre, de la mujer y de los animales, no en la creación del cosmos.

También la finalidad de la creación difiere de Gn 1: allí el hombre fue creado en vistas al servicio litúrgico, de la alabanza sabática (es, según se dice, un relato «sacerdotal»); aquí el hombre, sacado de la tierra, está destinado al trabajo agrícola, indispensable para la vida del mundo (la perspectiva es más «laica»). Ahora bien, es digno de señalar que, en hebreo, «servicio litúrgico» y «trabajo agrícola» se expresan ambos con el mismo término: no se trata de dos cosas opuestas, inconciliables.

Precisamente con el fin de cultivar la tierra, puso Dios al hombre en «un huerto», al que nosotros llamamos también «paraíso». En realidad, esta palabra de origen persa no indica otra cosa que una propiedad cercada, un parque, un huerto. El hombre puede disponer aquí a su gusto de los frutos de todos los árboles, salvo uno. Se trata de un árbol extraño, sin paralelos en las antiguas mitologías orientales, un árbol que proporciona el «conocimiento del bien y del mal». Y en este punto surge un grave problema: ¿por qué habría de prohibir Dios al hombre distinguir entre el bien y el mal? ¿Acaso no es precisamente él quien nos invita constantemente a abstenernos del mal y a hacer el bien?

Para eludir esta dificultad, se intenta hoy otra explicación exegética: el bien y el mal son dos opuestos. Es muy frecuente en el lenguaje bíblico emplear dos opuestos para indicar la totalidad: así, por ejemplo, «entrar y salir» significa vivir. Conocer el bien y el mal querría decir, más o menos, conocer todo lo que se puede conocer; mejor aún, pretender conocer todo, puesto que la omnisciencia es una prerrogativa divina y no humana.

Ahora bien, el hombre que aspira a la omnisciencia pretende reemplazar a Dios, por eso se le prohíbe comer de ese árbol.

 

Evangelio: Marcos 7,14-23

En aquel tiempo,

14 llamando Jesús de nuevo a la gente, les dijo: -Escuchadme todos y entended esto:

15 Nada de lo que entra en el hombre puede mancharlo. Lo que sale de dentro es lo que contamina al hombre.

16 Quien tenga oídos para oír que oiga.

17 Cuando dejó a la gente y entró en casa, sus discípulos le preguntaron por el sentido de la comparación.

18 Jesús les dijo: -¿De modo que tampoco vosotros entendéis? ¿No comprendéis que nada de lo que entra en el hombre puede mancharlo,

19 puesto que no entra en su corazón, sino en el vientre, y va a parar al estercolero? Así declaraba puros todos los alimentos.

20 Y añadió: -Lo que sale del hombre, eso es lo que mancha al hombre.

21 Porque es de dentro, del corazón de los hombres, de donde salen los malos pensamientos, fornicaciones, robos, homicidios,

22 adulterios, codicias, perversidades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, soberbia e insensatez.

23 Todas estas maldades salen de dentro y manchan al hombre.

 

**• Es la continuación de la disputa sobre el lavado de las manos. El tema está ligado aún a la mesa: ¿es lícito tomar toda clase de alimentos o hay algunos que, al ser ingeridos por el hombre, pueden hacerle impuro? La disputa no es, después de todo, tan extravagante como parece, si la referimos a una cultura como la occidental de hoy, tan preocupada por la higiene, tan sensible a las preocupaciones dietéticas. Pero Jesús le da mayor profundidad al discurso, le da un giro radical: «Nada de lo que entra en el hombre puede mancharlo» (v. 15). El peligro está dentro, no fuera; está en la pureza del corazón, no en la cualidad del alimento. No sabemos si Jesús se inclina aquí a «declarar puros todos los alimentos», como pretendería el inciso de Me 7,19 (esta última sería más bien una conclusión extraída por el evangelista: los titubeos de Pedro en Hch 10,14 sobre el hecho de poder comer carne de animales impuros serían difícilmente comprensibles si el Maestro se hubiera declarado de un modo tan expreso precisamente en este punto).

De todos modos, tanto si abolió las normas de la pureza alimentaria como si las respetó, el Señor Jesús puso un principio inequívoco: «Lo que sale del hombre, eso es lo que mancha al hombre» (v. 20). Tenemos que vérnoslas de nuevo con una prioridad. La preocupación principal del hombre debe ser su pureza interior, no la de los alimentos que come. Eso no excluye que alguien pueda abstenerse también de ciertos alimentos por razones completamente respetables, «de conciencia», como enseña Pablo en 1 Cor 8. Quien come de todo no se contamina; quien no come determinados alimentos merece respeto. Pero tanto el uno como el otro deben vigilar sobre todo lo que sale de su corazón.

 

MEDITATIO

Vivir y comer son, desde el punto de vista antropológico, dos realidades muy próximas. Lo mismo podemos decir del «conocer»: el hombre tiene hambre de alimento, así como hambre o sed de conocimiento. Ahora bien, debe ponerse un límite a este deseo omnívoro de conocimiento -nos enseña la primera lectura- para que no sea autodestructivo. Si probamos ahora a proyectar la enseñanza de Jesús sobre el texto del Génesis, hallaremos unos resultados muy sugestivos. El problema, en efecto, es éste: ¿cómo ponernos ese límite? La solución más obvia consiste en la autolimitación del alimento, en prohibirnos comer ciertos alimentos. Jesús nos ofrece una solución diferente, que consiste en limitar nuestra propia hambre, nuestros propios deseos excesivos, desmandados.

No son los alimentos los impuros, aunque cierta ascesis en los alimentos pueda ayudarnos, desde el punto de vista pedagógico, a moderar nuestros deseos; la fuente de estos deseos desmandados es el corazón humano.

Por otra parte, hablar de poner límites al conocimiento sigue sonando hoy a algo anacrónico y se presenta como un residuo oscurantista que es preciso liquidar con una sonrisa irónica de compasión. El dilema para la conciencia se vuelve aquí lancinante: tras haber sido llamado a custodiar el huerto de la existencia, ¿me abstendré de la tensión a la investigación y al progreso o me arriesgaré a contaminarlo con mis presuntuosos deseos de autosuficiencia y de dominio? El corazón del hombre, mi corazón, se revela una vez más como el lugar de la verdad, como el espacio donde el conocimiento que adquiero se convierte en causa de bien y de vida o, al contrario, de mal y de muerte.

 

ORATIO

Señor Jesús, danos tu hambre; no hambre de pan ni sed de agua, sino de escuchar la Palabra de Dios. Tú nos has dicho: «Todos los alimentos son puros si es puro nuestro corazón». El árbol prohibido no está allí afuera, en el huerto, está plantado dentro de cada uno de nosotros. Y nuestro corazón ya es el paraíso si escuchamos tu voz ligera.

Señor Jesús, danos tu hambre, hambre de hacer la voluntad del Padre.

 

CONTEMPLATIO

Es cierto, el hombre es la criatura visible más preciosa. A todas las otras criaturas las llevó al ser el Creador con una sola palabra: «Sea esto, y fue», y también: «Produzca la tierra esto, y fue»; y aún: «Produzcan las aguas», etc. (Gn 1,24.20). Al hombre, en cambio, lo plasmó y lo exaltó con sus propias manos (Gn 2,7); a todas las otras cosas les ordenó que estuvieran al servicio del hombre y atentas a su felicidad, mientras que al hombre lo hizo rey de todas las cosas y lo hizo gozar de las delicias del huerto. Y lo que es todavía más maravilloso es que, aunque después decayó por su propio pecado, de nuevo le volvió a llamar con la sangre de su Hijo unigénito, de modo que, de todas las cosas visibles, es el hombre la más preciosa. Y no sólo la más preciosa, sino también -como ha dicho el santo- «la más íntima» (Doroteo de Gaza, Insegnamenti spirituali, Roma 21993, p. 231).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Tú nos provees de alimento, nosotros lo recogemos; abre la mano y nos saciaremos de tus bienes» (cf Sal 103,28).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Durante la inundación he perdido la exagerada confianza que tenía en el poder del hombre, pero he descubierto que hay cosas buenas en él, y más de las que pensaba. No es omnipotente, no puede preverlo todo ni proveerse de todo, pero en el fondo es bueno. Si bien no ha podido contener la furia del agua, sí ha mitigado su violencia maléfica con su bondad. Las aguas, que parecían buenas, se han vuelto malvadas de improviso: los hombres, que me parecían malos, me los he encontrado ante mí con rostro de piedad. ¡Cuántas manos se han tendido para ayudarme! ¡Cuánta pena por nuestra pena! [...].

El muro de contención de tierra ha cedido: pero el corazón de los hombres ha hecho de dique contra las aguas que nos inundaban. En efecto, el mundo se ha conmovido y nos han llegado ayudas de todas partes. Más que nombres, tenemos rostros ante nosotros, muchos rostros transfigurados por la piedad.

Tal vez no volvamos a verlos nunca más, no volveremos a encontrarnos con estos desconocidos y queridos hermanos, pero nadie nos quitará la fe en la bondad. Estábamos mal en utensilios para el agua, el fango y los reventones, pero mirarlos nos daba ánimos. El miserable que también hay en toda criatura parecía desaparecido: ya no contaba nada, ni las opiniones, ni el carnet, si era natural del país o extranjero. Era un hombre que sentía piedad; por consiguiente, un compañero, un amigo, un hermano. Las aguas crecían: frente a ellas, crecía la fraternidad.

También la fraternidad sobrepasó en aquellos días el nivel de guardia. Sin quererlo, me pregunté de dónde podía venir un sentimiento que me parecía casi nuevo o al menos poco usado. No supe darme una respuesta: ni siquiera sé dármela hoy con exactitud. Pero lo que cuenta no es explicar; lo que cuenta es haber visto lo que en el fondo es el hombre, lo que cuenta es haber tocado una capacidad para el bien que puede remediar -si no la olvidamos y no tenemos miedo de usarla- las desgracias de aquí abajo y hacer soportables las que no puede eliminar.

No me disgusta que los hombres no sean omnipotentes: me disgustaría demasiado si nosotros, pobres hombres, no fuéramos capaces de amarnos. El hombre bueno vale infinitamente más que el hombre que cree saberlo todo y poder hacerlo todo. ¿Quién nos ha enseñado a ser buenos y a tener tanta sed de bondad?. Yo no vi al Señor caminar sobre las aguas, pero sí vi venir la Bondad sobre las aguas (P. Mazzolari, Cara Terra, Vincenza 1968, pp. 71-73).

 

 

Día 14

Jueves 5ª semana del Tiempo ordinario o 14 de febrero, conmemoración de los

Santos Santos Cirilo y Metodio

 

       

Los santos Cirilo y Metodio eran de formación bizantina. Ambos nacieron en Salónica (Cirilo, en el año 827 o en el 828; Metodio, entre los años 812 y 820) y se convirtieron en los apóstoles de los pueblos eslavos. Fueron enviados por el emperador de Constantinopla Miguel III a Moravia. Allí llevaron a cabo un maravilloso trabajo apostólico, emprendiendo las traducciones de las Escrituras y de los libros litúrgicos a la lengua paleoeslava y formando discípulos. Llamados a Roma para justificarse por esta novedad, fueron recibidos con honor por el papa Adriano II, que aprobó su método misionero.

       Sin embargo, Cirilo, enfermo, falleció allí mismo el 14 de febrero del año 869 y fue sepultado en la iglesia de San Clemente. Metodio, ordenado arzobispo en Roma, volvió a Moravia, y allí murió el 6 de abril del año 885. Sus discípulos, expulsados de este país, se refugiaron en Bulgaria. Desde allí pasaron la liturgia y la literatura eslava al reino de Kiev, a Rusia y a todos Tos países eslavos de rito bizantino.

LECTIO

Primera lectura: Hechos 13, 46-49

46 Entonces dijeron con valentía Pablo y Bernabé: «Era necesario anunciaros a vosotros en primer lugar la Palabra de Dios; pero ya que la rechazáis y vosotros mismos no os juzgáis dignos de la vida eterna, mirad que nos volvemos a los gentiles.

47 Pues así nos lo ordenó el Señor: " Te he puesto como la luz de los gentiles, para que lleves la salvación hasta el fin de la tierra.» "

48 Al oír esto los gentiles se alegraron y se pusieron a glorificar la Palabra del Señor; y creyeron cuantos estaban destinados a una vida eterna.

49 Y la Palabra del Señor se difundía por toda la región.

 

     *> Casi toda la ciudad de Antioquía se reunió para oír la Palabra de Dios (el Evangelio). Al ver la muchedumbre se llenaron de celos los judíos y comenzaron a hablar contra lo que Pablo decía. Hasta blasfemaron (no de Dios, sino de Pablo). Es decir: usaron un lenguaje abusivo contra él. Esto quiere decir que estaban temerosos de perder su influencia sobre aquellos gentiles que habían estado buscando sus enseñanzas. También podría significar que tenían un celo por el judaísmo en el que no había lugar de bendición para los gentiles que no se hicieran judíos primero.

    La reacción de Pablo y Bernabé fue hablar valiente y libremente, diciendo que era necesario (esto es, necesario para cumplir con el plan de Dios) que la Palabra de Dios les fuera hablada primero a "vosotros, judíos". Pero, ya que los judíos la habían desechado con burla (rechazado) y por tanto, se habían juzgado a ellos mismos indignos de vida eterna (con su conducta), "he aquí" que los dos apóstoles se volvían (en aquel momento) a los gentiles. ("He aquí" señala que esta vuelta hacia los gentiles era algo inesperado y sorprendente para los judíos.)

      La vuelta hacia los gentiles no era en realidad una idea original de los apóstoles. Era más bien un gesto obediente a la Palabra profética dada en Isaías 49:6; con respecto al Mesías, el siervo de Dios. (Vea también Isaías 42:6; Lucas 2:30-32. Cristo y su Cuerpo, la Iglesia, los creyentes, participan en la obra de llevar la luz del Evangelio al mundo.)

    Al oír esto, los gentiles se regocijaron y glorificaron la Palabra del Señor. "Y creyeron todos los que estaban ordenados para vida eterna." Esto podría sonar como si la Biblia estuviera enseñando una predestinación arbitraria en este momento. No obstante, no se dice que fuera Dios quien los "ordenara". La palabra "ordenados" puede significar aquí "decididos". Esto es, aquellos gentiles aceptaron la verdad de vida eterna por medio de Jesús, y no permitieron que la contradicción de los judíos los apartara de ella. La consecuencia fue que la Palabra del Señor se difundió por toda aquella provincia.

 

Evangelio: Lucas 10,1-9

En aquel tiempo,

1 el Señor designó a otros setenta [y dos] y los envió por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares que él pensaba visitar.

2 Y les dio estas instrucciones: -La mies es abundante, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies.

3 ¡En marcha! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos.

4 No llevéis bolsa, ni alforjas ni sandalias, ni saludéis a nadie por el camino. 5 Cuando entréis en una casa, decid primero: Paz a esta casa.

6 Si hay allí gente de paz, vuestra paz recaerá sobre ellos; si no, se volverá a vosotros.

7 Quedaos en esa casa y comed y bebed de lo que tengan, porque el obrero tiene derecho a su salario. No andéis de casa en casa.

8 Si al entrar en un pueblo os reciben bien, comed lo que os pongan.

9 Curad a los enfermos que haya en él y decidles: Está llegando a vosotros el Reino de Dios.

 

**• El fragmento del evangelista Lucas comienza con Jesús enviando a los discípulos como el Padre le envió a él. Esta misión pone tal vez más de relieve, en todo caso más que la de los Doce, la universalidad de la evangelización.

Su destinatario no es sólo el pueblo israelita, sino todas las naciones del mundo, puesto que toda la humanidad es esa mies madura para recibir la salvación.

Por otra parte, en la vocación de estos primeros misioneros están representados todos los cristianos que, a lo largo de toda la historia de la Iglesia, han sido y son enviados por Cristo a ejercer el apostolado. El estilo debe ser el itinerante, basado en la pobreza y en la gratuidad.

El contenido esencial del anuncio es el Reino de Dios y su paz. La oración es la actitud del discípulo que reconoce la gratuidad y la iniciativa divinas. La perspectiva que se abre ante los misioneros no es demasiado alegre y reconfortante. No pueden contar con la fuerza, ni con el poder, ni con la violencia. Es la pobreza la que se convierte en fundamento y signo de su libertad y de su plena entrega a la única tarea.

El misionero está expuesto por completo, incluso por lo que se refiere a su sustento, a los riesgos de la misión: acogida o rechazo, éxito o fracaso; pero nada puede detener o impedir la prosecución de su mandato. Nuestro misión, hoy como ayer, es ser mensajeros de la paz y de la bendición de Cristo.

MEDITATIO

       San Cirilo eligió desde joven como esposa mística a la sabiduría divina, que se le apareció en sueños, y, como Salomón, la consideró más preciosa que los otros dones.

       Meditemos, pues, iluminados por las lecturas bíblicas y por el ejemplo vivo de estos santos, sobre quién puede ser considerado verdaderamente «sabio». Acostumbramos a llamar «docto» a quien conoce muchas cosas, consideramos «inteligente» al hombre que comprende lo que son las cosas; el sabio, sin embargo, es el que comprende el significado que las cosas y los acontecimientos deben tener para su vida.

       Ahora bien, las cosas y los acontecimientos pueden tener diferentes significados en la vida. Un comerciante adivina cuánto dinero puede ganar con ellas. Quien tiene como fin supremo su carrera busca cómo explotarlas para alcanzar el éxito en el trabajo. El sabio, por su parte, sabe aprovecharlo todo para ganar la amistad de Dios. «El comienzo de la sabiduría es el temor de Dios» (Sal 110,10).

       Todos observamos el mundo que nos rodea. Para un curioso, esto es ocasión de distracción, porque ve muchas cosas diferentes. El hombre de ciencia está obligado a elegir en su «campo visual» lo que tiene que ver con su especialización. El sabio consigue ver todo como la única imagen de la sabiduría de Dios, como un grandioso mosaico en el que cada piedrecita es preciosa, y, por consiguiente, todo lo que ve y aprende adquiere un valor inmenso y se vuelve fuente de alegría.

 

ORATIO

       Haz que resplandezca en nuestros corazones, oh Señor, que amas a los hombres, la luz incorruptible de tu sabiduría: te lo pedimos en nombre de los santos hermanos Cirilo y Metodio. Abre los ojos de nuestra mente para que podamos entender tus preceptos evangélicos.

       A fin de que, aplastados los deseos carnales, podamos llevar una vida espiritual, pensando y realizando todo lo que es de tu agrado, e invoquemos la fuerza de tu Espíritu de la sabiduría.

 

CONTEMPLATIO

       San Cirilo escogió como patrono especial de su vida a san Gregorio Nacianceno, llamado «el Teólogo», quien abandonó sus cargos en el mundo para dedicarse a escribir sermones y poesías, a fin de que Cristo, a través de él, pudiera «hablar en griego».Por eso recibió el sobrenombre de «Boca de Cristo». San Cirilo, que le imitó, decidió ofrecer al Salvador su conocimiento de las lenguas, a fin de que Dios, por medio de él, hablara en el idioma de los pueblos eslavos. Ambos santos se daban cuenta de que la capacidad de hablar constituye un gran privilegio humano. El hombre, que expresa su pensamiento con las palabras, es imagen de Dios Padre, el cual -precisamente por la Palabra, que es su Hijo- crea y gobierna el universo.

       En consecuencia, constituyen una gran responsabilidad para nosotros las palabras que salen de nuestra boca. Con ellas podemos hacer un enorme bien, pero, desgraciadamente, en ocasiones causan también mal.

       Crean las amistades o las destruyen. Con la palabra somos capaces de dirigirnos en la oración a Dios, el cual nos escucha y a menudo se digna acceder a lo que le pedimos. Por otra parte, también Dios se dirige a nosotros por medio de su Palabra, contenida en la Sagrada Escritura y en la predicación de la Iglesia. Escuchemos, pues, a Dios y Dios nos escuchará a nosotros.

 

ACTIO

       Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra de la Escritura: «Dame la sabiduría que comparte tu trono» (Sab 9,4).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

       Cuando el niño [Cirilo] tenía siete años, tuvo un sueño, que le contó a su padre y a su madre de este modo: «El alcalde de la ciudad, después de haber convocado a todas las muchachas de la ciudad, me dijo: "Elige entre ellas a la que quieres como esposa y como ayuda que te convenga" (Gn 2,18). Entonces, tras mirarlas bien a todas, ví una que era más bella que las demás: tenía un rostro luminoso y estaba toda ella adornada de collares de oro y de gemas, y revestida de toda belleza; se llamaba Sofía, es decir, Sabiduría. La elegí a ella».

       Tras oír estas palabras, dijeron los generosos padres: «Dice la Sagrada Escritura: "Di a la sabiduría: 'Tú eres mi hermana'" (Prov 7,4), y si la llevas ¡unto a ti, para tenerla como esposa, por medio de ella serás liberado de muchos males».

       Le enviaron a la escuela y progresaba más que todos sus condiscípulos. Pero muy pronto tuvo el muchacho otra experiencia. Un buen día, según la costumbre de los hijos ricos de divertirse saliendo de caza, se fue con ellos al campo, llevando un halcón con él. Ya le había hecho emprender el vuelo cuando un viento levantado por la Providencia divina hizo que el halcón se perdiera por completo. Al muchacho le entró tal disgusto y tal tristeza que, durante dos días, no tocó alimento alguno. Pero después se arrepintió, diciendo: «¿Acaso no es esta vida de tal género que a la alegría le sucede la tristeza? Desde hoy en adelante, tomaré un camino mejor que éste». Se aplicó al estudio de las letras y aprendió de memoria los escritos de san Gregorio, el Teólogo.

       Y escribió sobre él la siguiente poesía: «Oh Gregorio, hombre en el cuerpo, te has mostrado ángel, porque tu boca glorifica a Dios como uno de los serafines e ilumina el mundo entero al explicar la fe. Acógeme también a mí, que a ti me acerco con amor y fe, y sé para mí maestro y fuente de luz» (de la Vida eslava de Constantino Cirilo).

 

 

Día 15

Viernes 5ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Génesis 3,1-8

1 La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que había hecho el Señor Dios. Fue y dijo a la mujer: -¿Así que Dios os ha dicho que no comáis de ninguno de los árboles del huerto?

2 La mujer respondió a la serpiente: -¡No! Podemos comer del fruto de los árboles del huerto;

3 mas del fruto del árbol que está en medio del huerto ha dicho Dios: No comáis de él, ni lo toquéis, de otro modo moriréis.

4 Replicó la serpiente a la mujer: -¡No moriréis!

5 Lo que pasa es que Dios sabe que en el momento en que comáis se abrirán vuestros ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal.

6 La mujer se dio cuenta entonces de que el árbol era bueno para comer, hermoso de ver y deseable para adquirir sabiduría. Así que tomó de su fruto y comió; se lo dio también a su marido, que estaba junto a ella, y él también comió.

7 Entonces se les abrieron los ojos, se dieron cuenta de que estaban desnudos, entrelazaron hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores.

8 Oyeron después los pasos del Señor Dios, que se paseaba por el huerto al fresco de la tarde, y el hombre y su mujer se escondieron de su vista entre los árboles del huerto.

 

*+• En este relato interviene, por vez primera, un personaje astuto, inquietante: la serpiente. Ésta, en la tradición posterior -tanto en la judía como en la cristiana-, se convertirá en una figura del diablo, del Maligno. Sin embargo, la serpiente era más bien, en el Antiguo Oriente, un símbolo de fertilidad sexual y de salud: todavía hoy sigue siendo el emblema de los farmacéuticos.

Hemos de señalar que, en el relato bíblico, se presenta a la serpiente como un «animal del campo» (v. 1), ni más ni menos que los otros: su figura está completamente desmitificada. La serpiente, en realidad, no puede hacer ni el bien ni el mal: los únicos responsables del pecado, si nos fijamos bien, los únicos que pueden cometerlo, son el hombre y la mujer, no la serpiente. De ahí que la presencia de la serpiente en el huerto no sirva para explicar el origen del mal en el mundo: es poco más que un recurso narrativo (el animal que habla) destinado a introducir la dinámica seductora que figura en el origen del pecado humano. Son el hombre y la mujer los que pecan, y eso es lo que interesa al narrador.

El animal que habla (en la Biblia, además de la serpiente, encontramos a la burra de Balaán) es un recurso conocido por todas las literaturas para describir lo que pasa en la mente de los protagonistas del relato. En la mente de la mujer adquiere la forma de un diálogo consigo misma sobre el alcance exacto de la prohibición divina y su verdadera motivación (w. 2ss). El autor bíblico, haciendo gala de una gran penetración psicológica, nos advierte que el pecado, antes aún de consumarse en un gesto, en un acto, tiene lugar en la conciencia, en una duda que se insinúa poco a poco y que versa, a fin de cuentas, sobre la bondad del Creador. Gn 3 no quiere explicar, por tanto, el origen del mal en el mundo, que sigue siendo un hecho misterioso, sino el origen y la dinámica del pecado humano como un proceso sutil y progresivo de desobediencia a la Palabra de Dios. A buen seguro, en este proceso pueden intervenir también factores externos, causas sobrehumanas, pero el acento del relato bíblico cae sobre la responsabilidad del hombre-mujer. Por eso hablamos de un «pecado original»: porque nos describe el origen de todo pecado.

 

Evangelio: Marcos 7,31-37

En aquel tiempo,

31 dejó el territorio de Tiro y marchó de nuevo, por Sidón, hacia el lago de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis.

32 Le llevaron un hombre que era sordo y apenas podía hablar y le suplicaban que le impusiera la mano.

33 Jesús lo apartó de la gente y, a solas con él, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con saliva.

34 Luego, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: -Effatha (que significa «ábrete»).

35 Y al momento se le abrieron sus oídos, se le soltó la traba de la lengua y comenzó a hablar correctamente.

36 Él les mandó que no se lo dijeran a nadie, pero cuanto más insistía, más lo pregonaban.

37 Y en el colmo de la admiración decían: -Todo lo ha hecho bien. Hace oír a los sordos y hablar a los mudos.

 

**• Jesús se encuentra de nuevo en una región pagana, «atravesando el territorio de la Decápolis» (v. 31b), es decir, sobre la ribera oriental del lago de Galilea. La travesía que no había conseguido hacer en barca la hace ahora a pie, en compañía de sus discípulos. Estamos en un territorio pagano: fundamentalmente, entre gente a la que no conoce y que no escucha la Palabra de Dios. Precisamente por eso es un territorio infestado de demonios.

Poco antes, en el capítulo 5 de Marcos, en la misma orilla oriental del lago, había encontrado Jesús a un hombre que se llamaba «Legión» por los muchos espíritus inmundos que habitaban en él. Jesús viene por nuestra orilla, por esta en la que habitamos los gentiles. No tiene miedo de los demonios de los que estamos infestados. Estos demonios no son gnomos o duendes que nos bailen alrededor: son seducciones, pensamientos desviados o retorcidos, presencias que nos van creciendo por dentro hasta trastornar la realidad. En pocas palabras, son trastornos graves en nuestra comunicación con Dios, en la escucha de su voz y en la obediencia a su Palabra.

No es casualidad que el enfermo que llevan a Jesús sea un sordomudo. Alguien que no escucha, y por eso tampoco puede hablar. Jesús le abre los oídos, restableciendo en él la escucha interrumpida de la voz divina que habla en él como en todos, y que había sido ensordecida por el alboroto de las voces demoníacas. Al abrirle los oídos, le suelta también la lengua: «Effatha» no es una palabra mágica, sino un recuerdo de nuestro bautismo.

 

MEDITATIO

Todas las culturas antiguas supieron que existe una diferencia irreductible entre el hombre y Dios, que existe un límite más allá del cual no puede ir el hombre. Mientras respete este límite y permanezca en el ámbito que le ha sido asignado en cuanto criatura, el hombre puede ser feliz y gozar de todo lo creado. Ahora bien, el pecado original consiste precisamente en pasar la frontera del límite fijado, en la pretensión de ser ilimitados como Dios.

¿En qué consiste la seducción de la «serpiente» o –digamos también- del pecado? En una triple transgresión de nuestros límites como criaturas, en arrogarnos tres prerrogativas que son únicamente divinas: una pretensión de inmortalidad {«¡no moriréis!»), una pretensión de omnisciencia («se abrirán vuestros ojos»), y una pretensión de omnipotencia («seréis como Dios»).

Vamos a concentrarnos en la segunda de estas pretensiones indebidas: la apertura de los ojos. Ésta representa precisamente la seducción intelectual, el deseo de la omnisciencia, que, al final, se revela absolutamente ilusorio, puesto que no conduce más que a la percepción de nuestra propia desnudez, de nuestra propia pobreza. Con esta ilusoria apertura de los ojos, prometida por la serpiente, contrasta la apertura de los oídos realizada por Jesús. En lo que a nosotros respecta, no se trata de ver, de conocer, sino de escuchar, de obedecer. Sólo la Palabra de Dios, en efecto, abre horizontes de vida.

La palabra del egoísmo y de la autosuficiencia cierra, nos arrastra lejos de nosotros mismos. Es palabra de engaño, que hace leer de modo distorsionado la realidad del mundo, de nosotros mismos, de Dios, y conduce al desolador descubrimiento de nuestra propia e irreductible vulnerabilidad. La Palabra de Dios, en cambio, nos introduce en la realidad, descubre estremecimientos de admiración, libera cantos de alabanza y de alegría. ¿A qué palabra decidimos prestar atención?

 

ORATIO

    Abre, Jesús, nuestros oídos sordos a tu Palabra, que es fuente de vida; suelta el nudo de nuestras lenguas para que escuchemos tu voz bendita y te bendigamos en nuestra vida.

    Recordamos tu grito, ¡Effatha!, que dispersó nuestros fantasmas.

    Demasiado tiempo te hemos buscado en apariencias vacías, engaños del corazón, en seducciones de la antigua serpiente.

    Danos, Señor, un corazón que escuche tu voz en el «silencio sutil».

 

CONTEMPLATTO

«Señor, no me reprendas en tu ira». Es como decir: repréndeme, pero no en la ira; corrígeme, pero no en la cólera. Repréndeme como padre, no como juez; no me corrijas como amo, sino como un padre. No me reprendas para perderme, sino para recuperarme. No me golpees para aniquilarme, sino para enmendarme.

¿Y qué quieres? «Cúrame, Señor». [El animal] siente las heridas de su propia condición, advierte la mordedura de la serpiente antigua, experimenta la ruina del progenitor. Reconoce que ha contraído, al nacer, estas enfermedades, que ha llegado naturalmente a la muerte. Y puesto que la ciencia humana no podía alejar a la muerte, está obligada a pedir la medicina divina. Y para obtener con mayor facilidad la curación de su enfermedad, declara las causas de la misma enfermedad, describe sus síntomas, declara su gravedad, expresa la intensidad del dolor.

Venid, digamos: Señor, no nos reprendas en tu ira ni nos golpees en tu cólera; a fin de que él, acordándose de su misericordia, cambie la ira en misericordia, devuelva las cosas perdidas, libere las prisioneras y nos conceda, finalmente, servirle con alegría (Pedro Crisólogo, Omelie per la vita quotidiana, Roma 21990, pp. 56.60).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «¡Ojalá escuchéis hoy su voz!» (Sal 94,7 hebr.).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

«¿Dónde estás?». Cada vez que Dios plantea una pregunta de este tipo no es para que el hombre le haga saber algo que él ignora: lo que quiere es provocar en el hombre una reacción que sólo es posible suscitar precisamente a través de esa pregunta, a condición de que ésta impacte en el corazón del hombre y de que éste se deje impactar por ella en el corazón.

Adán se esconde para no tener que dar cuentas, para huir de la responsabilidad de su propia vida. Así se esconde todo hombre, porque todo hombre es Adán y se encuentra en la situación de Adán. Para escapar de la responsabilidad de la vida que hemos vivido, hemos de transformar la existencia en un mecanismo para escondernos. Precisamente escondiéndose así y persistiendo siempre en esta tarea «ante el rostro de Dios», se desliza siempre el hombre, y cada vez de un modo más profundo, hacia la falsedad. De este modo se crea una nueva situación que, de día en día y de esconderse en esconderse, se vuelve más y más problemática. Es una situación que podemos caracterizar con una extrema precisión: el hombre no puede escapar del ojo de Dios, sino que, intentando esconderse de Él, se esconde de sí mismo. Dentro de sí conserva también algo que le busca, pero a este algo se le hace más difícil cada vez encontrarle. Y precisamente en esta situación le coge la pregunta de Dios: quiere turbar al hombre, destruir su mecanismo para esconderse, hacerle ver adonde le ha llevado un camino equivocado, hacer nacer en él un ardiente deseo de salir fuera.

En este punto todo depende del hecho de que el hombre se plantee o no la pregunta. Indudablemente, si la pregunta llegara al oído, a cualquiera «le temblará el corazón». Ahora bien, el mecanismo le permite asimismo seguir siendo dueño de esta emoción del corazón. En efecto, la voz no llega en medio de una tempestad que pone en peligro la vida del hombre; «es la voz de un silencio semejante a un soplo» (1 Re 19,12), y es fácil sofocarla.

Hasta que no ocurra esto, la vida del hombre no se podrá convertir en camino. Por muy grande que sea el éxito y el goce de un hombre, por muy grande que sea su poder y colosal su obra, su vida seguirá sin tener un camino mientras no haga frente a esta voz. Adán le hizo frente, reconoció que había caído en una trampa y confesó: «Me he escondido». Aquí empieza el camino del hombre (M. Buber, // cammino dell'uomo, Magnano 1990, pp. 21-23, passim).

 

 

Día 16

Sábado 5ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Génesis 3,9-24

9 Pero el Señor Dios llamó al hombre diciendo: -¿Dónde estás? El hombre respondió:

10 -Oí tus pasos en el huerto, tuve miedo y me escondí, porque estaba desnudo.

11 El Señor Dios replicó: -¿Quién te hizo saber que estabas desnudo? ¿Has comido acaso del árbol del que te prohibí comer?

12 Respondió el hombre: -La mujer que me diste por compañera me ofreció el fruto del árbol, y comí.

13 Entonces el Señor Dios dijo a la mujer: -¿Qué es lo que has hecho? Y ella respondió: -La serpiente me engañó, y comí.

14 Entonces el Señor Dios dijo a la serpiente: -Por haber hecho eso, serás maldita entre todos los animales y entre todas las bestias del campo. Te arrastrarás sobre tu vientre y comerás polvo todos los días de tu vida.

15 Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; él te herirá en la cabeza, pero tú sólo herirás su talón.

16 A la mujer le dijo: -Multiplicaré los dolores de tu preñez, parirás a tus hijos con dolor; desearás a tu marido y él te dominará.

17 Al hombre le dijo: -Por haber hecho caso a tu mujer y haber comido del árbol prohibido, maldita sea la tierra por tu culpa. Con fatiga comerás sus frutos todos los días de tu vida.

18 Ella te dará espinas y cardos, y comerás la hierba de los campos.

19 Con el sudor de tu frente comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, de la que fuiste formado, porque eres polvo y al polvo volverás.

20 El hombre puso a su mujer el nombre de Eva -es decir, Vitalidad-, porque ella sería madre de todos los vivientes.

21 El Señor Dios hizo para Adán y su mujer unas túnicas de piel y los vistió.

22 Después el Señor Dios pensó: «Ahora que el hombre es como uno de nosotros, conocedor del bien y del mal, sólo le falta echar mano al árbol de la vida, comer su fruto y vivir para siempre».

23 Así que el Señor Dios lo expulsó del huerto de Edén, para que trabajase la tierra de la que había sido sacado.

24 Expulsó al hombre y, en la parte oriental del huerto de Edén, puso a los querubines y la espada de fuego para guardar el camino del árbol de la vida.

 

*• Así pues, Dios había dicho al hombre: «No comas del árbol del conocimiento del bien y del mal, porque si comes de él morirás sin remedio» (Gn 2,17). Esto, a decir verdad, no es un mandamiento, y mucho menos una amenaza, sino una advertencia. Dios no quiere la muerte del pecador. Lo que hace más bien es ponerle en guardia: has de saber que si haces esto, te pasará esto y esto. Dios revela un nexo de causa-efecto: el pecado produce muerte (cf. Sant 1,15).

Sin embargo, la mujer, cuando le refiere a la serpiente las palabras de Dios, introduce en ellas algunas ligeras modificaciones que las trastornan: «Ha dicho Dios: No comáis de él, ni lo toquéis, a fin de que no muráis» (3,3). La conjunción final «a fin de que» no denota una simple relación causa-efecto, sino que revela el temor a un castigo. La Palabra de Dios no es ya la puesta en guardia paterna de que algo puede hacernos mal: se convierte en el castigo del amo que infunde temor en el siervo. Y este temor agiganta la puesta en guardia, y hasta tal punto es verdad que la mujer considera ese árbol nada menos que intocable, una especie de tabú.

Es bastante significativo que nosotros, intérpretes de hoy, llamemos «interrogatorio» al diálogo entre Dios y el hombre tras el pecado, como si se tratara de un acto judicial o intimatorio. De hecho, nos ponemos también nosotros en el lugar de Adán, que se esconde porque tiene miedo de un castigo. En realidad, se trata de un puro acto de misericordia. Dios busca al hombre («¿Dónde estás?») precisamente para salirle al encuentro, para decirle que no le ha abandonado, a pesar del pecado. Las mismas preguntas que Dios dirige al hombre y a la mujer no son en absoluto intimatorias, sino pedagógicas.

Dios se dirige a ellos como si él mismo no supiera nada; por consiguiente, sin hacer valer nada, sin poner en una situación embarazosa, sino ayudando a tomar conciencia de un pecado que nosotros siempre estamos tentados a remover, a esconder, a descargar sobre los otros.

A buen seguro, las consecuencias negativas del pecado no pueden dejar de manifestarse, aunque se ven atemperadas por una gran misericordia. Hemos de señalar, en primer lugar, que el hombre no muere como estaba previsto, no cae fulminado allí mismo. Su vida bajo el sol se volverá penosa, trabajosa, mortal, tal como la seguimos experimentando nosotros mismos, pero no se encuentra bajo el signo del castigo ni de la maldición: la serpiente sí es maldecida, pero el hombre y la mujer no.

 

Evangelio: Marcos 8,1-10

1 Por aquellos días se congregó de nuevo mucha gente y, como no tenían nada que comer, llamó Jesús a los discípulos y les dijo:

2 -Me da lástima esta gente, porque llevan ya tres días conmigo y no tienen nada que comer.

3 Si los envío a sus casas en ayunas, desfallecerán por el camino, pues algunos han venido de lejos.

4 Sus discípulos le replicaron: -¿De dónde vamos a sacar pan para todos estos aquí en despoblado?

5 Jesús les preguntó: -¿Cuántos panes tenéis? Ellos respondieron: -Siete.

6 Mandó entonces a la gente que se sentara en el suelo. Tomó luego los siete panes, dio gracias, los partió y se los iba dando a sus discípulos para que los repartieran. Ellos los repartieron a la gente.

7 Tenían además unos pocos pececillos. Jesús los bendijo y mandó que los repartieran también.

8 Comieron hasta saciarse, y llenaron siete cestos con los trozos sobrantes.

9 Eran unos cuatro mil. Jesús los despidió,

10 subió en seguida a la barca con sus discípulos y se marchó hacia la región de Dalmanuta.

 

*• La segunda multiplicación de los panes realizada por Jesús en favor de la muchedumbre hambrienta está ambientada en la misma localidad del episodio precedente: en la Decápolis, territorio pagano. Ésta es la segunda multiplicación, porque ya hubo una antes (Me 6,30-44),  que se desarrolló, sin duda, al otro lado del lago; por tanto, en tierra de Israel. Ambos relatos son muy semejantes entre sí, si prescindimos de cierta diferencia de cifras respecto a los panes multiplicados, a los cestos con los trozos sobrantes y a las personas que comieron, sobre lo que ahora no vale la pena detenernos, aunque puedan constituir detalles significativos.

Lo que importa, por encima de todo, es que Jesús se preocupa -de manera sucesiva- tanto de su pueblo como de los extranjeros, prepara un banquete mesiánico tanto para Israel como para los gentiles. En este sentido, la diferencia más significativa entre los dos relatos es que en el primero son los mismos discípulos los que toman la iniciativa, los que se preocupan del hambre de la gente que les sigue, aunque después no sepan cómo saciarla y piensen simplemente en despedir a la muchedumbre para que se vaya a sus casas. En el presente relato, en cambio, que precisamente está relacionado con los no judíos, todo tiene su nacimiento en la compasión de Jesús. Mientras se trate de próximos, de gente cercana, son los discípulos, somos nosotros mismos quienes nos preocupamos de ellos, de sentir compasión. Pero cuando se trata de gente lejana, de pecadores, se requiere una compasión más grande, y sólo Jesús es capaz de revelar la misericordia del Padre.

 

MEDITATIO

En el relato genesíaco del pecado de Adán y Eva el asunto que está en juego, sobre todo, es el hecho de comer. «¿Has comido acaso del árbol del que te prohibí comer?», es la pregunta que dirige Dios al primer hombre. El árbol, en efecto, había parecido a la mujer «bueno para comer» (3,6). Comer, como alguien ha dicho, es un sinónimo de vivir. ¿Qué comemos? ¿De qué vivimos? ¿De nuestro conocimiento o de la misericordia de Dios? ¿De lo que nosotros mismos nos procuramos con nuestro esfuerzo, con el robo, o de lo que el Señor nos da gratuitamente?

El hombre y la mujer pueden comer de todos los árboles en el huerto del Edén: todo les ha sido dado. Sólo un árbol les está prohibido (lo que no representa nada con respecto al todo), pero la dinámica del pecado hace aparecer la única cosa secundaria y desdeñable como si fuera la principal, como si, a falta de ella, lo demás no fuera nada. Se olvida la misericordia de Dios en nombre de algo que queremos conquistar nosotros, que queremos procurarnos sólo nosotros, poco importa de qué se trate (el árbol prohibido tiene un nombre distinto para cada uno).

El problema que aparece en la sección evangélica de los panes es también el de comer, pero la perspectiva está invertida. No se trata de procurarse el pan, no se puede saciar el hambre en un desierto. Sólo es posible acoger un don, producto de la misericordia y la compasión, que se multiplica en partes iguales para todos. La situación del desierto, el estar desprovistos de todo, se convierte en la ocasión para volver a lo esencial, para comprender de qué vivimos verdaderamente. Tampoco Adán y Eva, expulsados del huerto, padecen una medida punitiva; simplemente, vuelven a darse cuenta de qué viven: de la misericordia.

A fin de cuentas, es Dios, y sólo él, quien «sacia el

hambre de todo ser vivo» {cf Sal 145,16). Es maravilloso experimentar que es sólo Dios quien calma nuestra hambre, de una manera sorprendente. También lo es experimentar que ni siquiera teníamos el coraje de admitirlo y que eso lancinaba nuestro corazón. Por otra parte, el alimento que él nos da es sobreabundante; es puro don, es fruto de un gesto gratuito que expresa la gratuidad de su amor por nosotros. Nosotros sólo tenemos que aceptar y comer su alimento.

 

ORATIO

Que tu misericordia, Padre, nos acompañe siempre y en todas partes, en el huerto y en el desierto, porque sólo de ella tenemos necesidad.

Haz que nunca sintamos la tentación de pensar que algo es más importante que tu misericordia: ni nuestra necesidad de conocer, ni nuestro deseo de triunfar, ni nuestras ganas de sobresalir. En el huerto, cuando es posible todo sueño, nos resulta fácil dejarnos seducir. Llévanos al desierto, tierra sin refugio, para comprender de qué vive el hombre. Padre nuestro, precisamente en el pecado aprendemos tu compasión.

 

CONTEMPLATIO

Muévase nuestra razón a la búsqueda de Dios y la potencia concupiscible al deseo de él, y luche la potencia irascible para custodiarle. De este modo, si conforme a nuestros deseos vivimos esa ciudadanía, recibiremos, como pan supersustancial y vital para alimento de nuestras almas y para el mantenimiento del buen estado de los bienes que nos han sido otorgados, al Verbo mismo, que ha dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo y que da la vida al mundo» {cf. Jn 6,51-53).

Él se convierte así para nosotros en todo, en la medida en que, mediante la virtud y la sabiduría, nos nutrimos de él. Y, a través de cada uno de los que se salvan, él tomara cuerpo de modo diverso -él sabe cómo- mientras todavía vivimos en este siglo [...]. Y el alimento que es este pan de vida y de conocimiento vencerá la muerte del pecado: este pan del que el primer hombre no pudo ser partícipe a causa de la transgresión del mandamiento divino. En efecto, si se hubiera llenado de este alimento divino, no habría sido presa de la muerte, consecuencia del pecado (Máximo el Confesor, «Sul Padre nostro», en La Filocalia, Turín 1983, pp. 305ss).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (cf. Dt 8,3; Mt 4,4).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La comprensión de nuestro cuerpo como enfermo, pobre, débil, necesitado de ser inhabitado por el poder recreador del Espíritu, nos pone en la condición de la muchedumbre que seguía a Jesús por el desierto en torno a Betsaida. Y en el desierto de este mundo [...] prepara Jesús un banquete, adereza una mesa, nos sacia en ella. Aquel que en la última cena se entregará como alimento por las multitudes, acoge y reúne en el episodio de la multiplicación de los panes a una muchedumbre que no sabe adonde ir, y la transforma en la comunidad de los pobres saciados del verdadero pan de vida.

La eucaristía es el pan del desierto, es el viático de los peregrinos, es la ofrenda, la entrega de un cuerpo [...]. El camino por el desierto es un viaje largo, impracticable, extenuativo a veces: a las fatigas del recorrido se añaden las heridas dejadas por quienes se han perdido en este camino. Pero también es verdad que el Señor no nos deja sin la eucaristía, el único pan que nos permite caminar hasta la visión del Señor, hasta el cara a cara con Dios. Debemos estar seguros de que si también nosotros llegamos a tocar el abismo de la desesperación como Elias, también veremos a un ángel que nos traerá el pan del desierto y nos dirá: «Come, y sigue caminando» [cf. 1 Re 19,1-8) (E. Bianchi, // mantello di E\ia, Magnano 1985/ p. 119 [edición catalana: El mantell d'Elies, Publicacions dé l'Abadia de Montserrat, Barcelona 1987]).

 

 

Día 17

6º domingo del tiempo ordinario o día 17 de febrero, conmemoración de los

Siete santos fundadores de la orden de los Siervos de la Virgen María

 

        La orden de los hermanos Siervos de María nació en Florencia en 1233 y fue aprobada en 1304. Su comienzo fue singular: los fundadores fueron siete laicos florentinos, conocidos por los nombres de Bonfiglio (Monaldi), Bonagiunta (Manetti), Manetto (de ios Ante(ía), Amadio (de (os Amidei), Uguccione (de los Uguccioni), Sostegno (de los Sostegni) y Alessio (Falconieri). Su canonización tuvo lugar en 1888 -578 años después de la muerte del último de ellos- con la fórmula «a modo de uno solo», como ratificación del valor de la puesta en marcha y de la prosecución de un proyecto de vida en comunión fraterna. Su inspiración originaria fue el seguimiento penitencial del Evangelio, la fraternidad, el servicio y la consagración de cada uno y de la orden a santa María, la gloriosa Domina.

 

LECTIO

Primera lectura: Jeremías 17,5-8

5 Así dice el Señor: ¡Maldito quien confía en el hombre y se apoya en los mortales, apartando su corazón del Señor!

6 Será como un cardo en la estepa, que no ve venir la lluvia, pues habita en un desierto abrasado, en tierra salobre y despoblada.

7 Bendito el hombre que confía en el Señor y pone en el Señor su confianza.

8 Será como un árbol plantado junto al agua, que alarga hacia la corriente sus raíces; nada teme cuando llega el calor, su follaje se conserva verde; en año de sequía no se inquieta ni deja de dar fruto.

 

*•• El profeta Jeremías nos ofrece en el texto que hemos leído una sentencia sapiencial insertada en un contexto profético (w. 5-8). Contraponiendo los extremos, con un estilo típicamente semítico, primero de modo negativo (w. 5ss) y a continuación positivo (w. 7ss), indica con claridad dónde se encuentra para el hombre la maldición que tiene como desenlace la muerte y dónde está la bendición que trae consigo la vida. El impío no está caracterizado, de una manera inmediata, como alguien que obra el mal, sino como un hombre que confía en sí mismo y en las cosas humanas («se apoya en los mortales») y encuentra su seguridad en ellas (cf. Sal 145,3ss). Es alguien que se aleja interiormente del Señor: de esta actitud del corazón no pueden proceder más que acciones malas.

Eso en lo que el hombre pone su confianza es como el terreno del que un árbol toma su alimento y su lozanía. De ahí que se compare al impío con un cardo que echa sus raíces en la estepa, lugar árido e inhóspito (v. 6): no podrá dar fruto ni durar mucho. También el hombre piadoso está caracterizado a partir de la intimidad: confía en el Señor, y por eso se parece a un árbol que hunde sus raíces junto al agua (cf. Sal 1), que no teme las estaciones ni las vicisitudes: ni desaparecerá ni se volverá estéril (w. 7ss), porque pone su fundamento en el Señor y en él encuentra su protección.

 

Segunda lectura: 1 Corintios 15,12.16-20

Hermanos:

12 si se anuncia que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿por qué algunos de vosotros andan diciendo que no hay resurrección de los muertos?

16 Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado.

17 Y si Cristo no ha resucitado, vuestra fe carece de sentido y seguís aún hundidos en vuestros pecados.

18 Y, por supuesto, también habremos de dar por perdidos a los que han muerto en Cristo.

19 Si nuestra esperanza en Cristo no va más allá de esta vida, somos los más miserables de todos los hombres.

20 Pero no; Cristo ha resucitado de entre los muertos, como anticipo de quienes duermen el sueño de la muerte.

 

^ Si bien la resurrección de Jesús constituye el fundamento de nuestra fe, por otro lado constituye la base de nuestra esperanza: por esa verdad está dispuesto Pablo a jugarse su credibilidad personal, y lo hace con las «cartas boca arriba». Existe una relación estrecha entre la resurrección de Cristo de entre los muertos y nuestra resurrección.

Es lo que intuyó el apóstol en el camino de Damasco y lo que le ha sostenido siempre a lo largo de su vida apostólica: ha encontrado a un Ser Vivo que ha vencido a la muerte. No tiene la menor duda de que de esa victoria brota para cada creyente el don que le permite esperar más allá de todas las humanas posibilidades. Una esperanza no sólo terrena, sino ultraterrena: por eso no somos los cristianos gente que tenga que ser compadecida; al contrario, tenemos recursos para consolar y confortar a los otros. Cristo resucitado es, en efecto, «como anticipo de quienes duermen el sueño de la muerte » (v. 20), es «el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29). Detrás de él, y en virtud de él, el alegre acontecimiento de la resurrección es y será experiencia de todos los que acojan a Jesús como Salvador.

La esperanza cristiana se expresa asimismo en estos términos: la muerte ha sido vencida; la vida nueva en Cristo ya ha sido inaugurada; en Cristo viviremos para siempre la plenitud de la vida, en la totalidad de nuestro ser humano: cuerpo, alma y espíritu. No se trata, por consiguiente, de una esperanza atribuible a criterios humanos, sino de una esperanza-don, prenda de un bien futuro, que superará todas las previsiones humanas.

 

Evangelio: Lucas 6,17.20-26

En aquel tiempo, Jesús,

17 bajando después con los Doce, se detuvo en un llano donde estaban muchos de sus discípulos y un gran gentío, de toda Judea y Jerusalén, y de la región costera de Tiro y Sidón.

20 Entonces Jesús, mirando a sus discípulos, se puso a decir: Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios.

21 Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque Dios os saciará. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis.

22 Dichosos seréis cuando los hombres os odien, y cuando os excluyan, os injurien y maldigan vuestro nombre a causa del Hijo del hombre.

23 Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo; que lo mismo hacían sus antepasados con los profetas.

24 En cambio, ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo!

25 ¡Ay de los que ahora estáis satisfechos, porque tendréis hambre! ¡Ay de los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis!

26 ¡Ay cuando todos los hombres hablen bien de vosotros, que lo mismo hacían sus antepasados con los falsos profetas!

 

*»• Comienza aquí -y continúa hasta Le 8,3- la llamada «pequeña inserción» de Lucas respecto a Marcos, su fuente. Lucas, a diferencia de Mateo, reduce las bienaventuranzas de ocho a cuatro, pero a las cuatro bienaventuranzas añade cuatro amenazas. Según la opinión de los exégetas, Lucas nos presentaría una versión de las palabras de Jesús más cercana a la verdad histórica, y esto tiene su particular relevancia. Con todo, bueno será recordar que la mediación de los diferentes evangelistas a la hora de referir las enseñanzas de Jesús no traiciona la verdad del mensaje; al contrario, la centran y la releen para el bien de sus comunidades.

Tanto las ocho bienaventuranzas de Mateo como las cuatro de Lucas pueden ser reducidas a una sola: la bienaventuranza -es decir, la fortuna y la felicidad- de quien acoge la Palabra de Dios en la predicación de Jesús e intenta adecuar a ella su vida. El verdadero discípulo de Jesús es, al mismo tiempo, pobre, dócil, misericordioso, obrador de paz, puro de corazón... Por el contrario, quien no acoge la novedad del Evangelio sólo merece amenazas, que, en la boca de Jesús, corresponden a otras tantas profecías de tristeza y de infelicidad. La edición lucana de las bienaventuranzas-amenazas se caracteriza asimismo por una contraposición entre el «ya» y el «todavía no», entre el presente histórico y el futuro escatológico. Como es obvio, la comunidad para la que escribía Lucas tenía necesidad de ser invitada no sólo a expresar su fe con gestos de caridad evangélica, sino también a mantener viva la esperanza mediante la plena adhesión a la enseñanza, radical, de las bienaventuranzas evangélicas.

 

MEDITATIO

Existe una confianza que es falaz: esa que, según el dicho de Jesús, se apoya en la arena (Mt 7,26), no resiste las sacudidas del viento y de la lluvia y se hunde de una manera ruinosa. En última instancia, sólo Dios es la roca. Él ha demostrado su firmeza resucitando a Jesús de entre los muertos, «como anticipo de quienes duermen el sueño de la muerte» (1 Cor 15,20). Sobre esta verdad fundamental de nuestra fe meditan los textos de hoy.

El texto de las bienaventuranzas-amenazas lucanas refleja una realidad ampliamente atestiguada por la experiencia: quien es rico tiende a poner su confianza en sus propias riquezas; quien es pobre tiende, en cambio, a ponerla en aquel que puede venir en su ayuda. Es el tema de los «pobres de YHWH», ampliamente presente en la Biblia (Sof 3,12). Un tema que alcanza en María, la Virgen-madre del Magníficat (Lc 1,46-48), su punto más elevado antes de la venida de Jesús, el «pobre de YHWH» por excelencia. Él vivió en la confianza más radical en su Padre, «como niño en brazos de su madre» (Sal 130,2). Hasta en los momentos más duros y difíciles de su vida permaneció apoyado firmemente en la roca de su amor. Antes de morir en la cruz, «gritando con fuerte voz, dijo: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu"» (Lc 23,46), dando así testimonio de una inquebrantable confianza en Dios (cf. Rom 4,17). Y el Padre le rescató del sepulcro y le hizo participar de la plenitud de vida para siempre.

Como es sabido, este mensaje, profundamente evangélico, fue la base de la extraordinaria aventura espiritual vivida a finales del siglo XIX por santa Teresa de Lisieux, que relanzó en el mundo la «pequeña vía» de la infancia espiritual. Una aventura que nos invita también a nosotros a verificar sobre qué construimos nuestra vida, a verificar si, como Jesús, ponemos verdaderamente nuestra confianza en el Padre que está en el cielo. Sólo entonces, en efecto, seremos «como un árbol plantado junto al agua, que (...) no se inquieta ni deja de dar fruto» (Jr 17,8).

 

ORATIO

Queremos ser pobres como tú, Jesús. No queremos depositar nuestra confianza en nosotros mismos, en nuestros recursos, en nuestras cualidades, en ningún tipo de riquezas, porque entonces cimentaremos nuestra vida sobre la arena y mereceremos aquella terrible amenaza que lanzaste un día contra los ricos: «¡Ay de vosotros!». Preferimos seguir tus pasos y poner toda nuestra confianza en el amor de tu Padre y nuestro Padre, viviendo como niños en sus brazos, seguros de su fidelidad indefectible. Como María, su tiernísima madre, queremos apoyarnos en la omnipotencia de Aquel que te hizo resucitar de entre los muertos porque ama de una manera apasionada la vida de todos.

Habrá momentos difíciles en nuestra vida. Son inevitables. A veces nos parecerá incluso que todo ha acabado para nosotros, que ya no podemos esperar nada. Pero hasta en esos momentos queremos decir, como tú en la cruz, con el corazón lleno de confianza filial: «Padre, en tus manos pongo mi vida».

 

CONTEMPLATIO

«Jesús, al ver a las muchedumbres, subió al monte» (Mt 5,1). Ojalá, hermanos, nos suceda también a nosotros ver a las muchedumbres y, dejándolas, preparemos nuestro corazón para las subidas. Así pues, también tú, hermano mío, sube y sigue a Jesús. Si él bajó a ti fue para que, siguiéndole y por medio de él, tú te elevaras por encima de ti y también en ti hasta él.

No temamos, hermanos: como pobres, escuchemos al Pobre recomendar la pobreza a los pobres. Es menester creer en su experiencia. Pobre nació, pobre vivió, pobre murió. Quiso morir, sí; no quiso enriquecerse. Creamos, pues, en la verdad, que nos indica el camino hacia la vida. Es arduo, pero breve; y la bienaventuranza es eterna. Es estrecho, pero conduce a la vida, nos pone en alta mar y nos hará caminar por lugares espaciosos. Pero es escarpado, porque se eleva y se camina por él hacia el cielo. Por eso nos resulta útil aligerarnos, no estar cargados en nuestro camino. ¿Qué es lo que queremos? ¿Buscamos la bienaventuranza? La verdad nos muestra la verdadera bienaventuranza. ¿Queremos la riqueza? El Rey distribuye los reinos y hace reyes. Los hombres se han dejado atrapar en la red de esta peste desastrosa que es la búsqueda en vano: lo que es insuficiente cuesta poco esfuerzo; nos agotamos por lo superfluo. Cinco pares de bueyes, ése es el pretexto que les priva de las bodas del cielo, de las bodas que hacen pasar de la pobreza a la abundancia, del último sitio al primero, de la abyección a la dignidad, de la fatiga al reposo. Eliseo sacrificó los bueyes para seguir a Elías con mayor facilidad, y nosotros hacemos lo mismo y seguimos a Cristo (Isaac de Stella, Sermón I, 1.5.19, passim).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Dichoso el que espera en el Señor, su Dios» (Sal 145,5).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Las bienaventuranzas nos indican el camino de la felicidad. Con todo, su mensaje suscita con frecuencia perplejidad. Los Hechos de los apóstoles (20,35) refieren una frase de Jesús que no se encuentra en los evangelios. Pablo recomienda a los ancianos de Efeso: «Tened presentes las palabras del Señor Jesús, que dijo: "Mayor felicidad hay en dar que en recibir"». ¿Debemos concluir de ahí que la abnegación sea el secreto de la felicidad?

Cuando evoca Jesús «la felicidad del dar», habla apoyándose en lo que él mismo hace. Es precisamente esta alegría -esta felicidad sentida con exultación- lo que Cristo ofrece experimentar a los que le siguen. El secreto de la felicidad del hombre se encuentra, pues, en tomar parte en la alegría de Dios. Asociándonos a su «misericordia», dando sin esperar nada a cambio, olvidándonos a nosotros mismos hasta perdernos es como somos asociados a la «alegría del cielo». El hombre no «se encuentra a sí mismo» más que perdiéndose «por causa de Cristo».

Esta entrega sin retorno constituye la clave de todas las bienaventuranzas. Cristo las vive en plenitud para permitirnos vivirlas a nuestra vez y recibir de ellas la felicidad. Con todo, para quien escucha estas bienaventuranzas, queda todavía el hecho de que debe aclarar una duda: ¿qué felicidad real, concreta, tangible, es la que se ofrece? Ya los apóstoles le preguntaban a Jesús: «Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos sequido; ¿qué recibiremos, pues?» (Mt 19,27). El Reino de los Cielos, la tierra prometida, la consolación, la plenitud de la justicia, la misericordia, ver a Dios, ser hijos de Dios. En todos estos dones prometidos, en todos estos dones que constituyen nuestra felicidad, brilla una luz deslumbrante, la de Cristo resucitado, en el cual resucitaremos. Si bien ya desde ahora, en efecto, somos hijos de Dios, lo que seremos todavía no nos ha sido manifestado. Sabemos que, cuando esta manifestación tenga lugar, seremos semejantes a él «porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3,2) (J.-M. Lustiger, Siate felici, Genova 1998, pp. 111-117, passim [edición española: Sed felices, San Pablo, Madrid 1998]).

 

 

Día 18

Lunes 6º semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Génesis 4,1-15.25

1 El hombre se unió a su mujer, Eva; ella concibió y dio a luz a Caín, y dijo: -¡He tenido un hombre gracias al Señor!

2 Después tuvo a Abel, hermano de Caín. Abel se hizo pastor, y Caín agricultor.

3 Pasado algún tiempo, Caín presentó al Señor una ofrenda de los frutos de la tierra.

4 Abel le ofreció también los primogénitos de su rebaño y hasta su grasa. El Señor se fijó en Abel y su ofrenda,

5 más que en Caín y la suya. Entonces Caín se enfureció mucho y andaba cabizbajo.

6 El Señor le dijo: -¿Por qué te enfureces? ¿Por qué andas cabizbajo?

7 Si obraras bien, llevarías bien alta la cabeza; pero si obras mal, el pecado acecha a tu puerta y te acosa, aunque tú puedes dominarlo.

8 Caín propuso a su hermano Abel que fueran al campo y, cuando estaban allí, se lanzó contra su hermano Abel y lo mató.

9 El Señor preguntó a Caín: -¿Dónde está tu hermano? Él respondió: -No lo sé; ¿soy yo acaso el guardián de mi hermano?

10 Entonces el Señor replicó: -¿Qué es lo que has hecho? La sangre de tu hermano me grita desde la tierra.

11 Por eso te maldice esa tierra, que ha abierto sus fauces para beber la sangre de tu hermano que acabas de derramar.

12 Cuando cultives el campo, no te dará ya sus frutos. Y serás un forajido que huye por la tierra.

13 Caín contestó al Señor: -Mi culpa es demasiado grande para soportarla.

14 Tú me echas de este suelo, y tengo que ocultarme de tu vista; seré un forajido que huye por la tierra y el que me encuentre me matará.

15 El Señor le dijo: -El que mate a Caín será castigado siete veces. Y el Señor puso una marca a Caín, para que no lo matara quien lo encontrase.

25 Adán volvió a unirse a su mujer, y ésta dio a luz un hijo a quien puso por nombre Set, pues se dijo: -Dios me ha dado otro vástago en lugar de Abel, a quien mató Caín.

 

**• «El Señor se fijó en Abel y su ofrenda, más que en Caín y la suya» (w. 4b-5). El texto no dice ni una palabra de los motivos de este fijarse o, mejor aún, de esta preferencia por la ofrenda de Abel con respecto a la de Caín.

Es cierto que podemos hacer suposiciones: Caín era el hermano mayor, Abel el menor, y la Escritura manifiesta casi siempre una preferencia por el hijo menor, más débil, menos aventajado (véase Isaac, Jacob, José, Benjamín). Otra: Caín, el agricultor, «presentó al Señor una ofrenda de los frutos de la tierra» (v. 3), mientras que Abel, el pastor, «ofreció también los primogénitos de su rebaño» (v. 4). Choque de culturas, conflicto entre pastores y agricultores: también esto es posible, aunque no se dice de un modo muy claro.

Lo que sí está claro, en cambio, es que Dios puede tener preferencias, es libre de escoger a uno en vez de a otro. El amor tiene preferencias que probablemente sea difícil motivar. El choque entre Caín y Abel, que conduce al primer homicidio de la historia, pretende explicar el odio fratricida precisamente como efecto de los celos, de la envidia por la predilección divina. ¿Por qué él sí y yo no? ¿Por qué él más que yo? También José será odiado y vendido por sus hermanos a causa de sus celos. Hasta Pilato se dará cuenta de que los jefes de los judíos le habían entregado a Jesús «por envidia» (Me 15,10).

En consecuencia, no nos es posible, excepto de un modo muy aproximativo, remontarnos a los motivos de la predilección divina. La elección de Dios es gratuita e incontrolable. A pesar de todo, es posible diagnosticar cuál es la causa, el resorte que hace estallar la aversión entre los hermanos, y esa causa es precisamente los celos por los dones del otro que no encontramos en nosotros y que consideramos una injusticia. La historia del primer fratricidio tiene, por consiguiente, un valor paradigmático.

Cada vez que sintamos crecer en nosotros la aversión hacia alguien deberemos repetirnos la pregunta del Señor a Caín: «¿Por qué te enfureces? ¿Por qué andas cabizbajo? Si obraras bien, llevarías bien alta la cabeza» (w. 6ss). Los dones del otro no están en contra de nosotros, sino que son para nosotros. Todo depende de la rectitud de nuestro corazón.

 

Evangelio: Marcos 8,11-13

En aquel tiempo,

11 se presentaron los fariseos y comenzaron a discutir con Jesús, pidiéndole una señal del cielo, con la intención de tenderle una trampa.

12 Jesús, dando un profundo suspiro, dijo: -¿Por qué pide esta generación una señal? Os aseguro que a esta generación no se le dará señal alguna.

13 Y dejándolos, embarcó de nuevo y se dirigió a la otra orilla.

 

*» También los fariseos que discuten con Jesús están, en realidad, celosos de él. Le piden «una señal del cielo» (v. 11), una atestación divina, para demostrar que tampoco él es capaz de proporcionarla. Una señal del cielo: algo inequívoco, que atestigüe sin medias tintas la realidad de la elección de Jesús, de la predilección divina por él. ¿Eres o no el elegido de Dios? Danos la prueba irrefutable de ello con una señal procedente «del cielo», es decir, de Dios mismo.

Jesús no entra en este juego, no se deja coger en la trampa. Se niega a pedir al Padre una señal que ya le ha dado una vez, en el bautismo, y le volverá a dar aún en la transfiguración: «Tú eres mi Hijo amado». Jesús da un profundo suspiro, que es casi un gemido de su espíritu.

Este suspiro, este gemido, expresa todo el sufrimiento de Dios por la incomprensión a la que son sometidos sus caminos, infinitamente misericordiosos, en este mundo. «¿Por qué pide esta generación una señal?» (v. 12). Es una pregunta semejante a la dirigida a Caín: ¿por qué estás envidioso? Y no les dará la señal. Mejor aún: tienen la señal ante sus ojos. Jesús mismo es la señal del cielo, una señal dada a todas las generaciones humanas. Jesús mismo, a través de su gemido, a través del rechazo que ha debido padecer, a través de la muerte que tuvo que sufrir: aquí está la señal de la predilección divina por él, como ya ocurrió con Abel.

 

MEDITATIO

Abel significa en hebreo «soplo», «vapor», «vanidad». Es un nombre que expresa la precariedad, la fragilidad de la existencia humana, asumida también por Jesús: una existencia sometida a la muerte. Abel, en efecto, fue la primera víctima inocente de la historia: su sangre, que grita desde el suelo donde fue derramada, es la voz de la «sangre inocente», que clama venganza en presencia de Dios. ¿Cómo se puede expiar una sangre inocente, una vida humana violentamente cortada? Según la ley, hay una sola manera: con la sangre del homicida. «No profanaréis la tierra que habitáis, porque la sangre profana la tierra, y la tierra no puede ser purificada de la sangre vertida en ella más que con la sangre del que la ha derramado» (Nm 35,33).

También la de Jesús es una «sangre inocente» como la de Abel, víctima del odio de sus hermanos. Hasta Judas lo reconoció cuando, apretado por el remordimiento, confesó: «He entregado sangre inocente» (Mt 27,4). Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre Abel y Jesús, una diferencia bien puesta de relieve por la carta a los Hebreos. La voz de la sangre de Abel grita a Dios desde la tierra: clama venganza, hasta tal punto que Caín será expulsado de la tierra que bebió la sangre de su hermano. Abel, a buen seguro, no será vengado (¿por quién, además?); nadie matará a Caín; al contrario, recibirá una señal de protección, pero estará obligado a vivir fugitivo y errante durante toda su existencia.

Ahora bien, la carta a los Hebreos dice precisamente esto: la sangre de Jesús es «más elocuente que la de Abel» (Heb 12,24). ¿En qué sentido? La misma carta había sostenido, poco antes, que la sangre de Abel continúa gritando, pidiendo justicia: «Él, aunque muerto, sigue hablando aún» (Heb 11,4). Pero el hecho es que la sangre de Jesús no pide sólo justicia, no se limita a clamar venganza. La sangre de Jesús da a todos la salvación y el perdón: por eso es «más elocuente que la de Abel».

 

ORATIO

    No permitas que derramemos sangre, Dios de nuestra salvación.

    No permitas que caigamos en la trampa de la envidia y de los celos, del odio ciego y sin motivo que contradice tu gratuidad.

    Haznos respetar tus predilecciones, que son libres, pero misericordiosas.

    Y enséñanos a clamar justicia, pero de un modo aún más elocuente el perdón que nos viene de Jesús, el autor de nuestra salvación.

 

CONTEMPLATIO

El envidioso hace un mal uso de los bienes en cuanto que, una vez excluido de todos los valores que -desdichado- detesta, a su alma no le quedará más que atormentarse.

¿Y quién podrá socorrerle, desde el momento que la envidia le hace verdugo de sí mismo? ¿O dónde buscará su propia salvación, él, que -sirviéndose con desatino de los bienes- contrae la ruina de la fuente de la salvación? Sin embargo, también los envidiosos, inspirados por Dios como otros pecadores, podrían resurgir a la esperanza de volver a obtener la salvación y disgustarse de cómo son para complacer a Dios. Podrían abstenerse de imitar a Caín, el cual, tras haber matado a su hermano, cegado por la envidia loca que le dominaba, condenó también su alma, desconcertada por el fratricidio, a la pena de la muerte eterna, cuando le dice al Señor, desesperado de obtener el perdón: «Mi iniquidad es demasiado grande para merecer el perdón» (Gn4,13).

Éstos, pues, detestando el ejemplo de aquéllos, podrían alejarse de sí [mismos] y volver a su Dios, sin llegar a tocar el fondo del mal con la desesperación de obtener la salvación. Pues bien, en tal caso, ¿quién podría dudar; más aún, quién no creería firmemente que sus culpas precedentes pueden ser perdonadas? (G. Pomero, La vita contemplativa, Roma 1987, pp. 228ss).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Líbrame de la sangre, Dios, salvador mío, y cantará mi lengua tu justicia» (Sal 50,16).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

A vosotros, jóvenes de 115 países que, en número de tres millones, habéis respondido a mi llamada, a vosotros os dedico estos recuerdos, estos testimonios y estas consignas.

Sed vosotros los que digáis no al suicidio de la humanidad [...] Será preciso exigir ahora todos los días, sin tregua, la paz. Decid no, todos los días, a la guerra, al hambre, a la muerte. Aceptad esta herencia que es un deber. Con ella seréis, a buen seguro, más ricos que con todos los tesoros del mundo. Tres son las fuerzas que, hoy, escucha y respeta el mundo: el número, la fuerza y el dinero. Poner el número no al servicio de la fuerza ciega o del dinero corrompido, sino al servicio de un amor radiante: ésa es vuestra tarea humana. La única verdad es amarse. Por eso, no hay que contentarse con hacer el muerto, con aceptar, con aprovechar o con padecer. Hay que construir, defender, iluminar, elevar. Nadie tiene derecho a ser feliz él solo.

Así, no contentos con vivir de una manera pasiva, habréis merecido vivir. Durante los mejores veinte años de mi vida, ante el aterrador absurdo de los armamentos, contra la desconfianza obtusa y el odio delirante, he luchado para protegeros. A vosotros os corresponde ahora defenderos (R. Follereau, La sola verítá é amarsi Bolonia 51992, pp. 276ss [edición española: La única verdad es amarse, Editorial Mundo Negro, Madrid 1967]).

 

 

 

Día 19

Martes 6ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Génesis 6,5-8; 7,1-5.10

6.5 Al ver el Señor que crecía en la tierra la maldad del hombre y que todos sus proyectos tendían siempre al mal,

6 se arrepintió de haber creado al hombre en la tierra. Y, profundamente afligido,

7 dijo: -Borraré de la superficie de la tierra a los hombres que he creado: a los hombres, a los animales, reptiles y aves del cielo, pues me arrepiento de haberlos creado.

8 Pero Noé alcanzó el favor del Señor.

7,1 El Señor dijo a Noé: -Entra en el arca tú con toda tu familia, pues tú eres el único justo que he encontrado en esta generación.

2 De todos los animales puros toma siete parejas, macho y hembra;

3 también de las aves del cielo toma siete parejas, macho y hembra, para que se conserven sobre la tierra.

4 Porque dentro de siete días haré que llueva sobre la tierra durante cuarenta días y cuarenta noches y borraré de ella a todos los seres que he creado.

5 Noé hizo todo lo que Dios le había ordenado.

10 Y al cabo de siete días cayeron sobre la tierra las aguas del diluvio.

 

**• Tras el pecado de Adán y Eva, tras el de Caín, tras el de los «hijos de Dios» (que probablemente no son ángeles, sino también seres humanos), llega Dios a la inevitable conclusión de que la maldad de los hombres es un hecho irremediable. Dios se da cuenta de que el pecado humano es tal que compromete la bondad de la creación llevada a cabo por él: y el Señor «se arrepintió de haber creado al hombre en la tierra» y se sintió profundamente afligido (6,6).

¡Vaya un Dios sorprendente, que se arrepiente de lo que apenas acaba de hacer! Sin embargo, Dios no se arrepiente justamente de la creación en sí, que sigue siendo buena; le disgusta el pecado de los hombres, que la contamina, que la corrompe. En realidad, correspondería

a los hombres «arrepentirse» de sus pecados: Dios hace lo que los hombres no son capaces de hacer. Y su arrepentimiento (si así podemos llamarlo) inventa el único remedio posible, dada la gravedad de la situación. El remedio es radical: destruir para reconstruir, des-crear para re-crear, recomenzar todo desde el principio.

El mito del diluvio, de una inundación total de la tierra por las aguas, es tan viejo como el mundo. Tenemos paralelos literarios en la antigua Mesopotamia y versiones orales en casi todas las culturas primitivas. El autor bíblico lo reelabora como el único remedio posible a la maldad del corazón humano. Ahora bien, nada sería más erróneo que tomarlo, al pie de la letra, como un castigo que golpea de una manera indiscriminada a justos e injustos, a inocentes y a culpables.

La intención divina es más bien recrear el mundo, renovar la faz de la tierra. Alguien sobrevive, por gracia, al flagelo, y éste representa a toda la humanidad salvada de las aguas, el fundador de una nueva familia humana. Tanto es así que, en la tradición cristiana, Noé se convertirá en una figura de Jesús; las aguas del diluvio pasarán a ser emblema del bautismo que ahora nos salva, y el arca de la supervivencia de hombres y animales llegará a ser una imagen de la «barca» eclesial (sin llegar a decir, no obstante, que fuera de la Iglesia no hay salvación).

 

Evangelio: Marcos 8,14-21

En aquel tiempo,

14 los discípulos se habían olvidado de llevar pan y sólo tenían un pan en la barca.

15 Jesús entonces se puso a advertirles, diciendo: -Abrid los ojos y tened cuidado con la levadura de los fariseos y con la levadura de Herodes.

16 Ellos comentaban entre sí que pensaban que les había dicho aquello porque no tenían pan.

17 Jesús se dio cuenta y les dijo: -¿Por qué comentáis que no tenéis pan? ¿Aún no entendéis ni comprendéis? ¿Es que tenéis embotada vuestra mente?

18 Tenéis ojos y no veis; tenéis oídos y no oís. ¿Es que ya no os acordáis? 19 ¿Cuántos canastos llenos de trozos recogisteis cuando repartí los cinco panes entre los cinco mil? Le contestaron: -Doce.

20 Jesús insistió: -¿Y cuántos cestos llenos de trozos recogisteis cuando repartí los siete entre los cuatro mil? Le respondieron: -Siete.

21 Jesús añadió: -¿Y aún no entendéis?

 

**• Inmediatamente antes habíamos leído la respuesta, casi cortante, que da Jesús a los fariseos que le pedían una señal del cielo: «¿Por qué pide esta generación una señal? Os aseguro que a esta generación no se le dará señal alguna» (8,12b). En realidad, Jesús acaba de dar una señal: es la señal del pan partido y multiplicado en ambas orillas del lago, para Israel y para los gentiles. No se dará ninguna otra señal a esta generación, ni a todas las generaciones, a no ser la pequeñísima señal del pan partido por todos, de la eucaristía.

¿Qué comentan ahora los discípulos en la barca? Dicen que no tienen pan, que se han olvidado de comprar. ¡Increíble! Han sido no sólo espectadores, sino protagonistas de las dos multiplicaciones y, pese a todo, aún tienen miedo de quedarse sin pan. Ahora bien, ¿de qué pan se está hablando en realidad? Del pan fermentado de las personas religiosas (los fariseos) y de los ambientes políticos (los herodianos). ¿Cómo se obtiene este pan? Sobre la base de ciertas opciones ideológicas, de ciertos cálculos económicos.

En la barca no hay más que un solo pan. Es el único pan necesario y suficiente. Es el pan ázimo de la eucaristía. Es Jesús este pan, es su cuerpo entregado, su sangre derramada, su corazón partido. Éste es el pan multiplicado en las dos orillas del lago, pero los discípulos no comprenden aún.

 

MEDITATIO

«Al ver el Señor que crecía en la tierra la maldad del hombre y que todos sus proyectos tendían siempre al mal, se arrepintió...». El texto de Gn 6,5 dice esto: «Todos los pensamientos que formaba en su corazón durante todo el día eran sólo mal». El corazón es el lugar en el que se forman los pensamientos, en el que se conciben las acciones: pues bien, este corazón no hace otra cosa más que concebir el mal, meditar delitos, idear malos pensamientos.

Ya lo había dicho claramente Jesús en la disputa sobre lo puro y lo impuro, reprendiendo a los mismos discípulos por su escasa comprensión: ¿De modo que tampoco vosotros entendéis? ¿No comprendéis que nada de lo que entra en el hombre puede mancharlo, puesto que no entra en su corazón, sino en el vientre, y va a parar al estercolero? [...] Lo que sale del hombre, eso es lo que mancha al hombre. Porque es de dentro, del corazón de los hombres, de donde salen los malos pensamientos, fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, perversidades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, soberbia e insensatez. Todas estas maldades salen de dentro y manchan al hombre» (Me 7,18-23). Son los mismos malos pensamientos que encontró Dios en el corazón del hombre, y a causa de los cuales vino el diluvio sobre la tierra. Pero es también la situación en la que nos encontramos hoy. Todavía hoy sigue endurecido nuestro corazón como el de los discípulos, a pesar de la amistad de Dios, a pesar de la señal del pan multiplicado. Tenemos ojos y no vemos, tenemos oídos y no oímos. Buscamos constantemente otro pan, un pan que no sacia, y, al hacer esto, nuestro corazón no cesa de formar pensamientos inútiles, de concebir designios impuros. Sólo podremos poner límite a esta proliferación de pensamientos si comprendemos que el único pan que hay en la barca es el que nos basta. El pan único es el corazón del Hijo que ha entregado su vida por nosotros.

 

ORATIO

Señor, tú has visto nuestro corazón: en él no hay más que mal todo el día. Has sumergido en el bautismo todo el mal que llevamos dentro, pero nuestro corazón vuelve a empezar desde el principio, a elaborar designios malvados.

En el arca de antaño, en la barca de hoy, no tenemos otro dique contra el diluvio de los pensamientos que el corazón de Jesús, único pan necesario.

 

CONTEMPLATIO

Dios, por ser creador de lo que existe y no de lo que no existe, es extraño a la causa responsable del mal: Dios ha creado la vista, no la ceguera; ha suscitado la virtud, no la privación de la misma; ha otorgado como premio a la buena voluntad el don de sus bienes a quien regula virtuosamente su propia vida, sin someter a su propia voluntad la naturaleza humana con violenta necesidad, arrastrándola de manera forzada al bien como un objeto inanimado. Si ante la luz, que se difunde pura desde el ciclo sereno, cerramos los ojos bajando los párpados, el que no ve no puede considerar al sol culpable (Gregorio de Nisa, La grande catechesi, Roma 21990, p. 67 [edición española: La gran catcquesis, Editorial Ciudad Nueva, Madrid 1993]).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Él da alimento a todos los vivientes, porque es eterna su misericordia» (Sal 135,25).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

«El buen Dios, que nos ama tanto, ya tiene bastante pena con estar obligado a dejarnos cumplir nuestro tiempo de prueba en la tierra, sin que vengamos constantemente a decirle que estamos mal en ella; no tenemos que adoptar el aspecto de que nos damos cuenta de ello» (CSG, 58).

Este pasaje de santa Teresa, cuando lo comparamos con la idea generalmente difundida, tiene un carácter singular. Se ha empleado tanto el vocabulario del sufrimiento en la teología occidental que parece que Dios, sin complacerse propiamente en el sufrimiento del hombre, lo desea en sí mismo. Recordemos, por ejemplo, a Pascal diciendo que la enfermedad es el estado natural del cristiano, que debe asombrarse de estar sano: ¡qué horrible proposición!

Ahora bien, el pasaje de santa Teresa que acabamos de citar implica una sensibilidad nueva en relación con el sufrimiento. No se trata de que santa Teresa quiera una vida sembrada de facilidades: es sabido que siempre tomó en la religión su dimensión de austeridad y de esfuerzo, que siempre tuvo una devoción particular al rostro crucificado del Señor, hasta el punto de llevar su nombre. En efecto, se llama Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz. Se puede decir que su corta vida fue una sucesión de pruebas, la más doloroso de las cuales fue la parálisis de su padre, antes de que llegara su consunción.

Pero no atribuye a este sufrimiento un valor de salvación en cuanto es sufrimiento, como a menudo hacen los cristianos, y, sobre todo, como los adversarios del cristianismo les reprochan.

El sufrimiento, para Teresa, es un medio en vistas a un fin. Eso supone unirse a la idea profunda de la epístola a los Filipenses y de la epístola a los Hebreos: el sufrimiento de Cristo es una consecuencia de su obediencia al Padre. No le fue impuesto a causa de ningún valor del sufrimiento en sí mismo. Ahora bien, tras la caída, el sufrimiento (por el que podemos brindar a Dios una adhesión desinteresada y redimir el mal uso de la libertad), el sufrimiento, decía, es un medio corto de acercarnos a nuestro fin. Dios, que lo ve y lo quiere, lo ve y lo quiere a la manera de un remedio o de una operación de cirugía. Y este medio violento es tan pasajero, y sobre todo es tan ínfimo, cuando lo comparamos con lo que obtiene, que es de otro orden: eterno, dichoso, inmutable. Por eso, se comprende que la hermana de Teresa haya condensado su pensamiento sobre el mal en esta imagen atrevida y virgiliana: Dios sufre por nuestro sufrimiento, Él nos lo envía volviendo la cabeza.

Desde esta perspectiva, el Dios de los cristianos no es un Dios «vengador», sino un Amor eterno, educador, prudente y sabio, que, lejos de multiplicar las penas, se las ingenia para abreviarlas, suspenderlas y reducirlas, en la medida en que ello es divinamente posible, para satisfacer su justicia, que, por lo demás, es idéntica a la gloria que desea para las almas.

Estamos lejos de la idea del valle de lágrimas. Tampoco se trata de la lluvia de rosas que el lector superficial de santa Teresa se imagina que la santa quería que cayera continuamente sobre sus amigos. Estamos más allá de ambas imágenes, comprendemos el sufrimiento en su finalidad profunda: lo trasladamos a su medida divina.

Volvemos a encontrar aquí, bajo una forma muy sencilla, la enseñanza de san Pedro y san Pablo cuando decían, sin haberse puesto de acuerdo y partiendo de puntos de vista bastante diferentes, que los sufrimientos de este tiempo no tienen ninguna comparación con el peso eterno de la gloria, o que estamos tristes durante un breve lapso de tiempo por diversas pruebas, puesto que es necesario. Modicum, leve, momentaneum.

Y podríamos decir que ése es también, en san Lucas, el pensamiento de Jesús resucitado, cuando conversa con los discípulos por el camino de Emaús: Jesús no hace alusión a la rapidez de la cruz, pero los tres compañeros sabían que la cosa había sido rápida, puesto que el jueves precedente ya no se hablaba de ella. Y Jesús recuerda la ley de toda carne y de todo espíritu: «¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» (Le 24,26).

Cuando se piensa en la objeción del racionalismo, del humanismo y del comunismo contra la doctrina cristiana como enemiga de la felicidad, se puede calibrar qué oportuna es esta dirección de la mística teresiana.

El sufrimiento no es obra de Dios, del Dios bueno, del Padre de quien viene todo bien; es obra del pecado, fruto de la desgracia original: pero la adorable misericordia divina transforma ese fruto amargo en un remedio «ennoblecedor». Goza ya de nosotros. «¡Oh, cuánto bien hace este pensamiento a mi alma -escribe Teresa-, comprendo entonces por qué Él nos deja sufrir!» (J. Guitton, El genio de Teresa de Lisieux, Edicep, Valencia 1996, pp. 33-35).

 

 

Día 20

Miércoles 6ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Génesis 8,6-13.20-22

6 Cuarenta días después, abrió Noé la ventana que había hecho en el arca

7 y soltó un cuervo que estuvo volando de aquí para allá hasta que se secaron las aguas sobre la tierra.

8 Soltó luego una paloma para ver si habían menguado las aguas hasta el nivel de la tierra,

9 pero la paloma no encontró dónde posarse y volvió otra vez al arca, porque las aguas cubrían todavía la superficie de la tierra. Sacó Noé la mano, la recogió y la metió consigo en el arca.

10 Esperó siete días más y de nuevo soltó la paloma fuera del arca;

11 ella volvió por la tarde con una ramita de olivo en el pico. Así supo Noé que las aguas habían menguado hasta el nivel de la tierra.

12 Pero aún esperó siete días y volvió a soltar la paloma, que esta vez ya no volvió.

13 Era el año seiscientos uno de la vida de Noé, el día uno del primer mes, cuando se secaron las aguas sobre la tierra. Noé levantó la sobrecubierta del arca, miró y vio que la superficie del suelo estaba seca.

20 Noé levantó un altar al Señor y, tomando animales puros y aves puras de todas las especies, ofreció holocaustos sobre él.

21 El Señor aspiró el suave olor y se dijo: «No maldeciré más la tierra por causa del hombre, porque los proyectos del hombre son perversos desde su juventud; jamás volveré a castigar a los seres vivientes como lo he hecho.

22 Mientras dure la tierra habrá sementera y cosecha, frío y calor, verano e invierno, día y noche».

 

»*• Del mismo modo que hay dos relatos de la creación, también hay dos del diluvio. Ahora bien, mientras que los dos relatos de la creación son distintos, en Gn 1 y Gn 2, los dos relatos del diluvio están intercalados entre sí. Eso no nos impide reconocer que, en el primer relato, el diluvio dura cuarenta días, una cifra aproximada para un período de tiempo bastante largo, mientras que, en el segundo relato, el diluvio dura doce meses lunares más once días, lo que da exactamente un año solar de 365 días (cf. Gn 7,11; 8,13ss).

La duración del diluvio no carece de importancia: se trata de un tiempo relativamente largo, aunque limitado. Cuarenta días o un año solar constituyen un período con un término fijado. El diluvio no es para siempre: las aguas, vertidas sobre la tierra, están destinadas a retirarse poco a poco. Este dato contiene una enseñanza espiritual sobre el obrar de Dios. En él nos permitirá profundizar el fragmento evangélico que leeremos a continuación.

Otra diferencia entre los dos relatos es que, en el primero, los animales puros reunidos en el arca son siete (o siete parejas) de cada especie, mientras que en el segundo sólo son dos: un macho y una hembra. ¿Por qué precisamente siete, no bastaba con dos? El problema es que el diluvio, según este relato, concluye con un gran sacrificio de animales, lo cual no hubiera sido posible si los animales y las aves puros hubieran sido sólo dos de cada especie. Dios, al oler la suave fragancia de este sacrificio, se reconcilia con la creación y promete solemnemente no volver a maldecir la tierra a causa del hombre (cf. también Is 54,9).

La imagen de un Dios airado que se aplaca con una matanza de animales también podría hacernos sonreír: de todos modos es menos primitiva que su paralelo mesopotámico, donde los dioses, al suave olor, acuden como moscas. Más importancia tiene la motivación de la promesa divina: «No maldeciré más la tierra por causa del hombre, porque los proyectos del hombre son perversos desde su juventud» (v. 21).

En la práctica, se viene a decir que el motivo por el que Dios hizo cesar el diluvio es el mismo por el que lo provocó: la maldad del corazón humano. Dios provocó el diluvio como remedio a la maldad del hombre, pero se da cuenta de que ni siquiera este remedio es eficaz contra la dureza de su corazón y renuncia al castigo. Por eso podemos concluir que, en Dios, castigo y misericordia casi se identifican: tienen el mismo motivo.

 

Evangelio: Marcos 8,22-26

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos

22 llegaron a Betsaida y le presentaron un ciego, pidiéndole que lo tocara.

23 Jesús tomó de la mano al ciego, lo sacó de la aldea y, después de echar saliva en sus ojos, le impuso las manos y le preguntó: -¿Ves algo?

24 Él, abriendo los ojos, dijo: -Veo hombres; son como árboles que caminan.

25 Jesús volvió a poner las manos sobre sus ojos; entonces el ciego comenzó ya a ver con claridad y quedó curado, de suerte que hasta de lejos veía perfectamente todas las cosas.

26 Después le mandó a su casa, diciéndole: -No entres ni siquiera en la aldea.

 

*•• La lectura de este pasaje evangélico debe mantenerse todo lo que sea posible dentro del contexto narrativo. Jesús acaba de reprender a los discípulos por su dureza de corazón, porque aún no comprendían la señal del pan: «Tenéis ojos y no veis; tenéis oídos y no oís» (Me 8,17). Ahora cura Jesús a un ciego, o sea, cura a los discípulos, nos cura a nosotros, para que veamos. Esta curación marca un giro decisivo en el relato evangélico, entre la incomprensión de los discípulos y la confesión mesiánica de Pedro.

Lo que más impresiona en este relato de curación es su carácter gradual. Por lo general, las curaciones de Jesús son instantáneas, se cumplen de inmediato. Aquí no sucede así. Jesús no se inclina en ninguna otra ocasión como un médico sobre el enfermo, aplicándole remedios graduales hasta la perfecta curación. Diríase que, para salir al encuentro de nuestra enfermedad, Dios renuncia a su omnipotencia. En todo caso, lo que le apremia es nuestra curación, no la demostración de su poder. Hasta tal punto que le da, a continuación, al curado una orden extraña: lo manda a su casa sin pasar directamente por la aldea. Es como decirle: vuelve a escondidas, sin dejarte ver.

 

MEDITATIO

El final del diluvio, la retirada de las aguas, son acontecimientos graduales. Noé envía fuera del arca, primero, un cuervo, que va y vuelve; después, y por tres veces, una paloma, hasta que ésta no regresa. Cuando la paloma regresa al atardecer con una ramita de olivo en el pico, comprende Noé, y también el lector, que la misericordia divina ha prevalecido sobre el juicio, que la tierra se ha vuelto de nuevo habitable. Hasta tal punto que la paloma con la ramita de olivo se ha convertido en un signo de paz para todos los hombres.

También la curación de nuestra ceguera espiritual para discernir las señales de Dios es gradual. En el caso del ciego de Betsaida, Jesús empieza por ponerle saliva en los ojos e imponerle las manos. Ya empieza a ver algo, aunque todavía de manera confusa: no distingue con claridad entre los hombres y los árboles, a no ser por el hecho de que se mueven. Entonces, y por segunda vez, Jesús le impone las manos sobre los ojos y su curación es total. Esto nos enseña que, para progresar en la vida espiritual, es preciso tener siempre mucha paciencia, que no hay que esperar nunca resultados inmediatos.

Y nos enseña también que nuestra comprensión de la misericordia de Dios va a la par con nuestra curación. Es él quien, con paciencia, lleva a cabo en nosotros la curación hasta que sea completa, hasta que el fluir de la vida esté asegurado. Dejémonos, pues, conducir a él, tocar por él, obedeciendo a su Palabra, aunque nos resulte sorprendente y hasta incomprensible.

 

ORATIO

    Oh Dios, la paloma de Noé salió tres veces del arca antes de anunciar al mundo la victoria de tu misericordia.

    Al ciego de Betsaida, Jesús le impuso dos veces las manos antes de que viera claramente los árboles y los hombres.

    Señor, cuántas veces permanecen endurecidos nuestros corazones y sellados nuestros ojos antes de comprender que lo que tú haces no es más que misericordia.

 

CONTEMPLATIO

La amable paloma que volvió al arca de Noé con una ramita de olivo en el pico [...] muestra la misericordia del Señor y el final del diluvio, pero también, de una manera mística y según el designio del Padre y del Espíritu, la benévola venida de Cristo, que se habría manifestado al final de los tiempos, por un amor verdaderamente misericordioso. Fue al atardecer cuando ésta, llevando la ramita, regresó proféticamente a Noé, segundo autor de la vida después del progenitor Adán, y preanunció la misericordia de Cristo Dios, que habría de venir a nosotros tarde en el tiempo (Sofronio de Jerusalén, Omelie, Roma 1991, p. 156).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Dichosos vosotros, porque ven vuestros ojos y porque oyen vuestros oídos» (Mt 13,16).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Con frecuencia, tenemos miedo de subrayar en exceso la bondad y la misericordia de Dios. Nos apresuramos de inmediato a recordar también su justicia, su severidad, como si tuviéramos miedo de que, si ponemos demasiado el acento en el amor de Dios, no sintiera el hombre la premura de una vida diferente, nueva, más recta, más decididamente moral. El Evangelio nos enseña, sin embargo, que el hombre cambia su vida, su mentalidad, se convierte al bien, no porque se le grite, se le reprenda, se le castigue, sino porque se descubre amado a pesar de ser un pecador. Se produce un momento de intenso amor cuando la persona ve en un instante todo su pecado, cuando el hombre se percibe a sí mismo como pecador, pero dentro del abrazo de alguien que le ama y le colma de entusiasmo [...].

Dios, a través del sacrificio de su Hijo, recapitula en sí a la humanidad, amando al hombre herido. Es el amor loco de Dios el que se consuma ante los ojos del hombre; más aún, en las manos del hombre pecador, en la intimidad de su corazón, allí donde le hace hombre nuevo, le restituye realmente la posibilidad de vivir la novedad (cf. Col 3,10). La persona, tocada de una manera tan viva e inmediata por el amor, consigue dejar la mentalidad del hombre viejo, consigue pensar como hombre nuevo, entrar en la creatividad de una inteligencia amorosa, libre. Es encontrarse en el abrazo que quema en el pecador la testarudez y su anclarse detrás de sus propias fijaciones (cf. Ef 4,22-24) (M. I. Rupnik, «Cli si qettó al eolio», Roma 1997, pp. 51-53 (edición española: Le abrazó y le besó, PPC, Madrid 1999]).

 

 

Día 21

Jueves 6ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Génesis 9,1-13

1 Dios bendijo a Noé y a sus hijos diciendo: -Creced, multiplicaos y llenad la tierra.

2 Todos los animales de la tierra os temerán y respetarán: las aves del cielo, los reptiles del suelo y los peces del mar están en vuestro poder.

3 Todo lo que tiene vida y se mueve en la tierra os servirá de alimento, lo mismo que los vegetales. Yo os lo entrego.

4 Tan sólo os abstendréis de comer carne que tenga aún dentro su vida, es decir, su sangre.

5 Yo pediré cuentas de vuestra sangre tanto a los animales como al hombre, y al hombre le pediré cuentas de la vida de sus semejantes.

6 Otro hombre derramará la sangre de quien derrame sangre humana, porque Dios hizo al hombre a su propia imagen.

7 Vosotros creced, multiplicaos, llenad la tierra y dominadla.

8 Siguió hablando Dios a Noé y a sus hijos:

9 -Voy a establecer mi alianza con vosotros, con vuestros descendientes 10 y con todos los seres vivos que os han acompañado: aves, ganados, bestias del campo; con todos los animales que han salido del arca con vosotros y que ahora pueblan la tierra.

11 Ésta es mi alianza con vosotros: ningún ser vivo volverá a ser exterminado por las aguas del diluvio, ni tendrá lugar otro diluvio que arrase la tierra.

12 Y añadió Dios: -Ésta es la señal de la alianza que establezco para siempre con vosotros y con todos los seres vivos que os han acompañado:

13 pondré mi arco en las nubes; ésa será la señal de mi alianza con la tierra.

 

*•• Éste es el pacto cerrado por Dios con Noé y con los suyos, es decir, con todos nosotros, la humanidad postdiluviana. Y no sólo con nosotros, hombres y mujeres, sino, mirando bien, con todos los seres vivos que están con nosotros: «Aves, ganados, bestias del campo; con todos los animales que han salido del arca con vosotros y que ahora pueblan la tierra» (v. 10).

Un pacto, o una alianza, es un compromiso recíproco, mutuo. Cada uno de los dos contrayentes se compromete a hacer algo en favor del otro. No se dice, a buen seguro, que deban comprometerse ambos a lo mismo.

Las obligaciones recíprocas pueden ser muy desiguales, pueden comprometer de manera muy diferente a cada una de las dos partes. Sin embargo, ambas deben comprometerse, pues de otro modo no hay pacto. En el pacto con Noé, Dios se compromete a no volver a destruir a los seres vivos con las aguas del diluvio. Dios pone su arco sobre las nubes (v. 13): con este gesto declara que ya no quiere mover guerra contra los hombres. Cuando veamos aparecer el arco iris sobre las nubes, después de la lluvia, deberemos recordar que ahora Dios ya no es para nosotros un Dios de guerra, sino un Dios de paz. Y viceversa, ¿a qué debemos comprometernos nosotros, los descendientes de Noé?

Fundamentalmente, estamos  obligados a una sola cosa: a respetar la vida en todas sus formas, humana y animal, y, en particular, al reconocimiento de su santidad. La realidad más santa es la sangre: de ahí que no se pueda derramar la sangre del hombre ni alimentarse con la sangre de un animal.

El decreto del primer concilio de la Iglesia, el de Jerusalén, descrito en Hch 15, menciona a este respecto dos veces algunas cosas «necesarias» también para los cristianos procedentes de los gentiles (y, por consiguiente, no obligados a la observancia de toda la ley mosaica). Estas cosas corresponden, poco más o menos, a las obligaciones impuestas a los descendientes de Noé; consisten, en efecto, en «que se abstengan de toda contaminación, de la idolatría, de matrimonios ilegales, de comer animales estrangulados y de la sangre».

 

Evangelio: Marcos 8,27-33

En aquel tiempo,

27 Jesús salió con sus discípulos hacia las aldeas de Cesárea de Filipo y por el camino les preguntó: -¿Quién dice la gente que soy yo?

28 Ellos le contestaron: -Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elias; y otros, que uno de los profetas.

29 Él siguió preguntándoles: -Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Pedro le respondió: -Tú eres el Mesías.

30 Entonces Jesús les prohibió terminantemente que hablaran a nadie acerca de él.

31 Jesús empezó a enseñarles que el Hijo del hombre debía padecer mucho, que sería rechazado por los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la Ley; que lo matarían y a los tres días resucitaría.

32 Les hablaba con toda claridad. Entonces Pedro lo tomó aparte y se puso a increparle.

33 Pero Jesús se volvió y, mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro diciéndole: -¡Ponte detrás de mí, Satanás!, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres.

 

**• ¿Quién es Jesús? Antes o después nos llega a todos el momento de plantearnos esta pregunta. Ahora bien, para responder a ella no es suficiente atenerse a generalidades, a lo que dicen los otros. Ciertamente, la gente dice cosas que tienen ya cierto valor. Dicen que es un profeta: o bien Juan el Bautista, que ha resucitado de entre los muertos, como pensaba Herodes; o bien Elias, el gran profeta cuyo retorno se esperaba para preparar el camino al Mesías; o bien, por último, alguno de los antiguos profetas. Son las mismas respuestas que circulaban antes, en Me 6,14-16, lo que significa que ya eran conocidas, que estaban difundidas, propagadas. Es como si hoy, para responder a la pregunta «¿quién es Jesús?», nos basáramos en lo que dicen los periódicos, las películas, las revistas especializadas: en la práctica, es la respuesta de los medios de comunicación, de la investigación cultural y de la propaganda religiosa.

Todas estas respuestas, ya sean las de los tiempos de Jesús referidas por el evangelio, ya sean las de hoy, transmitidas por los periódicos, la radio, la televisión, se basan en un presupuesto, que es el de la posibilidad de la comparación. Jesús puede ser comparado a Juan el Bautista, a Elías o a cualquier otro profeta, antiguo o moderno. El establecimiento de comparaciones, de parangones entre realidades diferentes, entre identidades diversas, es un medio importante para conocer. Sin embargo, sigue siendo aún una respuesta genérica, impersonal, parcial, a partir de lo que se ha oído decir.

Una vez que sepamos lo que dice la gente sobre Jesús, y tenemos todo el derecho a saberlo, queda por decidir quién es Jesús para mí: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (v. 29a). Aquí ya no nos basta la información de los medios de comunicación, no nos basta nuestra cultura, no nos basta con apropiarnos de la opinión de los otros.

Nos hace falta un acto de fe que es un salto en lo desconocido, que es un acto de «incomparabilidad». «Tú eres el Mesías», responde Pedro (v. 29b), y el Mesías es único, no hay otro, aunque fuera el más grande de los profetas. Pedro, con su respuesta, confiesa que, para él, Jesús es único, es incomparable. Ahora bien, ni él mismo sabe bien lo que dice. Aún no se da cuenta de lo que significa esto para Jesús, y la prueba de ello es que inmediatamente después quiere apartarle de su camino mesiánico.

 

MEDITATIO

La lógica del pacto es una lógica centrípeta, de progresiva concentración. La primera lectura nos recuerda la alianza más universal de todas: la establecida con Noé y con toda la humanidad posterior al diluvio. La señal de este pacto es el arco iris puesto entre las nubes.

En el interior de este primer círculo aparece un segundo círculo: entre todas las familias humanas, escoge Dios a la de los hijos de Abrahán, que no son sólo los israelitas, sino también los ismaelitas, los edomitas y otros. La señal del pacto de Abrahán es la circuncisión (cf. Gn 17). El círculo se restringe ulteriormente con el pacto del Sinaí, que es propio de Israel y cuya señal es el sábado {cf Ex 31). Todos estos pactos son progresivos y cada uno se sitúa dentro del otro, de modo que la etapa ulterior no invalida a la precedente.

Por último, el pacto se concentra en un solo hombre, en un hijo de Israel del que depende la fidelidad de Dios a todos los otros pactos: éste, que es el centro de todos los círculos concéntricos, es el pacto davídico-mesiánico.

En nuestra perspectiva cristiana, la señal de este pacto es la cruz de Jesús. Cuando decimos de Jesús: «Tú eres el Cristo», debemos caer en la cuenta de la extrema particularidad de la figura mesiánica y, al mismo tiempo, de su máxima universalidad, por el hecho de ser el punto de convergencia de la alianza de Dios tanto con Israel como con toda la humanidad. Gracias a la persona de Jesús, gracias al peso aplastante que él debió llevar, se mantiene y se renueva el pacto de Dios con todos los hombres. ¿Podemos permanecer indiferentes a este gran misterio de alianza en el amor? ¿Podemos desconocer el don de Dios, limitarnos a asumir de una manera pasiva respecto a él la posición de la opinión pública transmitida por los medios de comunicación? No, debemos reconocer absolutamente (y demostrar con nuestra vida) que, para nosotros, Jesús es el arco luminoso definitivo, tendido en la cruz, en la que el cielo, la tierra y todo lo que existe queda reconciliado.

 

ORATIO

Señor Jesús, he oído hablar de ti muchas veces y de maneras diversas, pero ¿quién eres tú para mí?

Oigo decir que eres un profeta, un maestro, pero no puedo explicarme por qué de todos los profetas y maestros precisamente a ti te ha tocado la cruz.

¿Por qué esta cruz, Jesús, si tú eres de verdad el Mesías? Señor Jesús, sólo quien te ama puede llevar la cruz detrás de ti y sólo quien lleva la cruz puede decir también quién eres.

 

CONTEMPLATIO

Oh Cristo, ¿eres tú?

¿Eres tú la Verdad?

¿Eres tú el Amor?

¿Estás aquí? ¿Estás con nosotros?

¿En este mundo tan evolucionado y tan confuso?

¿Tan corrupto y cruel cuando quiere estar contento de sí mismo y tan inocente y entrañable cuando es evangélicamente niño?

Jesucristo es el principio y el fin.

El alfa y la omega.

Él es el rey del mundo nuevo.

Él es el secreto de la historia.

Él es la clave de nuestros destinos.

Él es el mediador,

el puente entre la tierra y el cielo.

Él es por antonomasia el Hijo del hombre,

porque es el Hijo de Dios, eterno, infinito.

(Preghiere di Paolo VI, Milán 21983, pp. 28ss).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Me 8,29).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

En mi vida resultó determinante un concepto que hace años se clarificó en mí incitado por Romano Guardini: el cristianismo no es, en primer lugar, una doctrina, sino una Persona, Jesús, el Cristo. En él está comprendido y de él brota todo lo que es cristiano; en efecto, a Dios, al Padre, le complació «hacer habitar en él toda plenitud» (Col 1,19), y sólo «de su plenitud hemos recibido todos nosotros gracia por gracia» (Jn 1,16).

El nombre «Jesús» indica su humanidad, el título «Cristo», entendido al pie de la letra, indica, en cambio, su unción, en concreto su sacerdocio, su realeza y su divinidad. En él se cumplen las máximas expectativas de todos los tiempos y de todos los pueblos representados por los judíos y los paganos. El hombre de Nazaret nos plantea una pregunta: ¿por qué motivo es él capaz de ser el más humano de todos los hombres? ¿Qué clase de hombre es éste...? (Mt 8,27). En Cesárea de Filipo reconoce y profundiza Pedro en la identidad del Maestro: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo». El Señor, confirmando lo que Pedro había dicho, declara dichoso a su apóstol por su particular don de gracia (Mt 16,16ss).

Llegando a Jesús como Mesías, como el prometido liberador de los hombres, como Hijo de Dios hecho hombre, llegamos a su más profundo misterio, del que depende todo el cristianismo.

Sólo quien choca con esta realidad encuentra verdaderamente a Cristo y puede ser llamado cristiano en el verdadero sentido de la palabra; sin embargo, esto sólo se vuelve posible por la gracia de Dios (J. B. Lotz, Conquistati da Lui. Incontri con Cristo, Roma 1983, pp. 7ss y 39-41).

 

    

Día 22

Viernes 6ª semana del Tiempo ordinario o 22 de febrero, Festividad de la

CÁTEDRA DE SAN PEDRO

 

        Un antiquísimo martirologio sitúa el nacimiento de la cátedra de Pedro exactamente el 22 de febrero. Esta fiesta litúrgica ha sido señalada por la Iglesia como una maravillosa oportunidad para hacer una memoria viva y actualizadora del primero entre los apóstoles, Simón Pedro.

        Simón, natural de Cafarnaún y pescador de oficio, se encontró con Jesús en el ejercicio de su profesión: lo abandonó todo, casa y padres, para seguir al Maestro de por vida. Su personalidad, tan sencilla como simpática, emerge de manera espontánea y clara en todo el relato evangélico. Jesús lo eligió, más allá de sus méritos, junto con los Doce, y entre éstos lo eligió como el primero.

        La celebración de hoy, con el símbolo de la cátedra, da un gran relieve a la misión de maestro y pastor que Cristo confirió a Pedro: sobre él, como sobre una piedra, fundó Cristo su Iglesia.

 

 

LECTIO

 

Primera lectura: 1 Pedro 5,1-4

Queridos hermanos:

1 Para vuestros responsables, yo, que comparto con ellos ese mismo ministerio y soy testigo de los padecimientos de Cristo y partícipe ya de la gloria que está » punto de revelarse, ésta es mi exhortación:

2 Apacentad el rebaño que Dios os ha confiado no a la fuerza, sino de buen grado, como Dios quiere, y no por los beneficios que pueda reportaros, sino con ánimo generoso;

3 no como déspotas con quienes os han sido confiados, sino como modelos del rebaño.

4 Así, cuando aparezca el supremo pastor, recibiréis la corona de la gloría que no se marchita.

 

        *» El carácter autobiográfico de esta primera lectura es evidente: el apóstol habla en primera persona y se presenta como «responsable», «testigo de los padecimientos de Cristo», «partícipe ya de la gloria que está a punto de revelarse» (v. 1). De esta autopresentación podemos deducir la plena y perfecta identidad del discípulo-apóstol.

        Vienen, a continuación, algunas recomendaciones, con las que Pedro desea compartir con los responsables a los que dirige la palabra el peso y el honor de las responsabilidades que Jesús ha puesto sobre sus hombros.

        Las invitaciones a apacentar, a vigilar y a ser modelos para el rebaño (vv. 2ss) se suceden con machacona insistencia: señal de que el apóstol no transmite algo de su propia cosecha, sino una misión que le ha sido confiada para ser compartida y participada.

        No es el interés, sino el amor, lo que debe animar y sostener a los «responsables», es decir, a los que han sido llamados en la Iglesia a ejercer un ministerio de guía. Su espiritualidad es la del servicio total, la plena entrega y la fidelidad incondicionada. Las últimas palabras de esta lectura contienen una promesa: a los que permanezcan fieles hasta el final se les asegura «la corona de la gloria» (v. 4), y será el Pastor supremo quien corone a los pastores de la Iglesia.

 

Evangelio: Mateo 16,13-19

En aquel tiempo,

13 de camino hacia la región de Cesárea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: -¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?

14 Ellos le contestaron: -Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas.

15 Jesús les preguntó: -Y vosotros ¿quién decís que soy yo?

16 Simón Pedro respondió: -Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.

17 Jesús le dijo: -Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque eso no te lo ha revelado ningún mortal, sino mi Padre, que está en los cielos.

18 Yo te digo: tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y el poder del abismo no la hará perecer.

19 Te daré las llaves del Reino de los Cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo.

 

        **• Esta página evangélica se subdivide en dos partes: en primer lugar, es Jesús quien quiere saber lo que la gente dice de él, y se lo pregunta a los discípulos (vv. 13ss).

        Conocemos bien las diferentes respuestas que le dan: todas ellas son válidas en parte, pero ninguna es exacta. De este modo, Jesús ha abierto el paso a una pregunta ulterior (v. 15), pero esta vez la respuesta viene personalmente de Pedro (v. 16). La de Pedro es una profesión de fe plena, completa, que tiene todo el sabor de una fe pascual. Al mismo tiempo que define quién es Jesús, Pedro manifiesta plenamente también su propia identidad de creyente, y en esto nos representa a todos.

        La segunda parte de esta página evangélica contiene una serie de enunciados con los que Jesús define su relación personal con Pedro y el ministerio de Pedro respecto a la Iglesia (vv. 17-19). La bienaventuranza de

        Pedro, solemnemente pronunciada por Jesús, está motivada por el hecho de que Pedro ha hablado bajo la inspiración de Dios: la profesión de fe de Pedro corresponde a una plena revelación divina. El nuevo nombre que Jesús da a Simón ya no es Simón, sino «piedra», firme y sólida, sobre la que el mismo Cristo pretende edificar su Iglesia, la comunidad de los salvados. Por último, Jesús dirige a Pedro una promesa absolutamente especial: a él se le entregarán las llaves del Reino de los Cielos, las llaves que sólo Cristo puede usar y con las que él mismo abre y cierra, ata y desata, entra y sale. Con Pedro y por medio de Pedro, es Cristo mismo el que lleva a cabo la salvación para todos.

 

MEDITATIO

        El apóstol Pedro, desde el primer gran discurso que pronunció el día de Pentecostés (Hch 2,14-41), se presenta en el escenario de la historia como testigo, intérprete y exhortador. Así es como ejerce su ministerio de guía de la primitiva comunidad cristiana.

        Ante todo, es testigo del gran acontecimiento pentecostal, en el que el Padre, por medio del Hijo, envió el don del Espíritu Santo sobre los primeros creyentes. Pedro tiene el derecho-deber de presentarse como testigo ocular de este acontecimiento, precisamente porque él, junto con otros, fue enriquecido con este don. El testimonio cristiano brota siempre de la abundancia del don recibido y se manifiesta como correspondencia generosa al mismo don.

        Pedro, en su predicación, se presenta también como intérprete del acontecimiento histórico de Jesús de Nazaret, especialmente de lo que Jesús hizo durante su ministerio público y de los grandes acontecimientos pascuales que consumaron su misión. A la luz de la Pascua-Pentecostés, Pedro se encarga de interpretar el valor salvífico de la Pascua de Jesús, explicitando para sus oyentes el significado actual, que no permite fugas ni evasiones.

 

        La tercera tarea de la que se encarga el apóstol es la de exhortar a todos los que le escuchan, a fin de que cada uno se dé cuenta de la necesidad de responder el mensaje revelado y de corresponder a él con la vida. De este modo, el apóstol Pedro se presenta a nosotros como el «evangelista ideal», con una predicación completa y paradigmática, a la que todos estamos llamados a configurarnos.

ORATIO

Señor, aléjate de mí, que soy un pecador,

pero por tu palabra echaré las redes;

porque sólo tú, Jesús, eres el Hijo del Dios vivo;

sólo tú, Jesús, tienes palabras de vida eterna;

sólo tú, Jesús, eres la roca y yo sólo la piedra;

sólo tú, Jesús, eres el Señor y el Maestro.

Soy débil, Jesús, mas por tu gracia daré mi vida

por ti, porque tú lo sabes todo, tú sabes que te amo.

 

CONTEMPLATIO

        En Pedro vemos la piedra elegida [...]. En Pedro hemos de reconocer a la Iglesia. En efecto, Cristo edificó la Iglesia no sobre un hombre, sino sobre la confesión de Pedro. ¿Cuál fue la confesión de Pedro? «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Ésta es la piedra, éste es el fundamento, y es aquí donde fue edificada la Iglesia, a la que no vencerán las puertas del infierno (Mt 16,18) [...]. He aquí aquel Pedro negador y amante negador por debilidad humana, amante por gracia divina

        [...]. Fue interrogado sobre el amor y le fueron confiadas las ovejas de Cristo [...]. Cuando el Señor confiaba sus ovejas a Pedro, nos confiaba a nosotros. Cuando confiaba a Pedro, confiaba a la Iglesia sus miembros.

        Señor, encomienda, pues, tu Iglesia a tu Iglesia y tu Iglesia se encomienda a ti (Agustín de Hipona, Sermoni per i tempi liturgici, Milán 1994, pp. 371ss).

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy estas palabras del apóstol Pedro: «Dad gloria a Cristo, el Señor, y estad siempre dispuestos a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os pida explicaciones» (1 Pe 3,15).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        Viene con facilidad a la mente de todos esta pregunta: ¿Quién era san Pedro? A esta fácil pregunta no resulta fácil darle una pronta y completa respuesta. La respuesta que parece dispuesta -era el discípulo, el primero que fue llamado «apóstol» con los otros once- se complica con el recuerdo de las imágenes, las figuras y las metáforas de las que se sirvió el Señor para hacernos comprender quién debía ser y llegar a ser este elegido suyo.

        ¡Fijaos! La imagen más obvia es la de la piedra, la de la roca: el nombre de Pedro la proclama. ¿Y qué significa este término aplicado a un hombre sencillo y sensible, voluble y débil?, podríamos decir. La piedra es dura, es estable, es duradera; se encuentra en la base del edificio, lo sostiene todo, y el edificio se llama Iglesia: «Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». Pero hay otras imágenes referidas a san Pedro, que merecen explicaciones y meditaciones: imágenes usadas por el mismo Cristo, llenas de un profundo significado. Las llaves, por ejemplo - o sea, los poderes-, dadas únicamente a Pedro entre todos los apóstoles, para significar una plenitud de facultades que se ejercen no sólo en la tierra, sino también en el cielo. ¿Y la red, la red de Pedro, lanzada dos veces en el evangelio para una pesca milagrosa?

        «Te haré pescador de hombres», dice el evangelio de Lucas (5,10). También aquí la humilde imagen de la pesca asume el inmenso y majestuoso significado de la misión histórica y universal confiada a aquel sencillo pescador del lago de Genesaret. ¿Y la figura del pastor? «Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas» (Jn 21,1 óss), dijo Jesús a san Pedro, para hacernos pensar a nosotros que el designio de nuestra salvación implica una relación necesaria entre nosotros y él, el sumo Pastor. Y así otras.

        Aunque -mirando mejor en las páginas de la Escritura- encontraremos otras imágenes significativas, como la de la moneda (Mt 17,25) [...], como la d é la barca de Pedro (Le 5,3), como la del lienzo bajado del cielo (Hch 10,3), y la de las cadenas que caen de las manos de Pedro (Hch 12,7), y la del canto del gallo para recordarle a Pedro su humana fragilidad (Me 14,72), y la de la cintura que un día -el último, para significar el martirio del apóstol- ceñirá a Pedro (Jn 21,18).

        Todas las imágenes, características del lenguaje bíblico y del evangélico, esconden significados grandes y precisos. Bajo el símbolo hay una verdad, hay una realidad que nuestra mente puede explorar y puede ver inmensa y próxima (Pablo VI).

 

Día 23

 Sábado 6ª semana del Tiempo ordinario o 23 de febrero, conmemoración de

San Policarpo

   Policarpo, discípulo de Juan evangelista, fue elegido por los apóstoles obispo de Esmirna. Recibió en su Iglesia a san Ignacio, que se dirigía a Roma para el martirio. Fue precisamente Ignacio quien le definió como «buen pastor de fe inquebrantable» y como «buen atleta de la causa de Cristo».

        Este juicio tuvo una plena confirmación en el año 155, cuando, a los 86 años, el intrépido obispo afrontó con valor el martirio en el estadio de Esmirna y, con su muerte, se volvió -como su nombre indica- portador de «mucho fruto».

 

 

LECTIO

Primera lectura: Hebreos 11,1-7

Hermanos:

1 La fe es el fundamento de lo que se espera y la prueba de lo que no se ve.

2 Por ella obtuvieron nuestros antepasados la aprobación de Dios.

3 La fe es la que nos hace comprender que el mundo ha sido formado por la Palabra de Dios, de modo que lo visible proviene de lo invisible.

4 Por la fe ofreció Abel a Dios un sacrificio más perfecto que el de Caín; ella lo acreditó como justo, atestiguando Dios mismo en favor de sus ofrendas, y por ella, aun muerto, habla todavía.

5 Por la fe fue Enoc arrebatado de la tierra sin pasar por la muerte, y nadie lo encontró, porque fue arrebatado por Dios.

6 Antes de ello, en efecto, se dice que había agradado a Dios. Ahora bien, sin fe es imposible agradarle, porque para acercarse a Dios es preciso creer que existe y que no deja sin recompensa a los que lo buscan.

7 Por la fe, Noé, advertido de cosas que aún no veía, construyó obedientemente un arca para salvar a su familia; por la fe puso en evidencia al mundo y llegó a ser heredero de la justicia que sólo por ella se consigue.

 

**• El capítulo 11 de la carta a los Hebreos es un resumen de toda la historia de la salvación a través de las principales figuras que han sido sus protagonistas. El resumen está hecho desde la perspectiva de la fe, citando a nuestros padres y a nuestras madres en la fe. La carta a los Hebreos, a partir de la historia de los orígenes, pasa revista a los patriarcas, a Moisés y, de un modo más sumario, a los profetas y a los reyes, y llega finalmente a Jesús, que es el «autor y perfeccionador de k fe» (Heb 12,2). «Autor y perfeccionador», como dicen de una manera todavía más elocuente los términos griegos, equivale a «principio y fin»: Jesús es el punto inicial y el punto terminal de esta historia, él es quien permite resumirla, recapitularla de un modo tan sintético y eficaz. Eso significa que la fe de Jesús, la fe que él ha puesto en acto y llevado a su plena realización, obraba ya en todos los personajes bíblicos que, desde el punto de vista histórico, le precedieron.

En el fragmento de hoy se menciona a los tres únicos «justos» que encontramos en la historia de los orígenes de la humanidad, antes de la vocación de Abrahán: Abel, Enoc y Noé. «Por la fe ofreció Abel a Dios un sacrificio más perfecto que el de Caín; ella lo acreditó como justo. Por la fe, Noé, advertido de cosas que aún no veía, construyó obedientemente un arca para salvar a su familia; por la fe puso en evidencia al mundo y llegó a ser heredero de la justicia que sólo por ella se consigue» (w. 4.7).

¿En qué consiste la justicia en estos dos casos? La justicia es un comportamiento particular, diferente y contrario respecto al del mundo, un comportamiento que se inspira en algo que, de momento, permanece todavía invisible. La justicia del hombre se basa en la capacidad de ver más allá de lo visible.

La historia de los orígenes, narrada en Gn 1-11, persigue un proyecto, el de volver a trazar la génesis y los desarrollos del pecado humano, de una injusticia cada vez más propagada: desde Adán y Eva a Caín, a Lamec, a los «hijos de Dios», al diluvio, a Cam, a Babel. Sólo de quien sabe mirar, más allá del pecado humano, a la gracia de Dios que lo previene y lo perdona, sólo de quien no se deja seducir por el aparente señorío de las fuerzas del mal, sólo de una persona así se puede decir que es un hombre de fe y, por consiguiente, capaz de marcar su vida con la impronta de un comportamiento contrario respecto al del mundo: la justicia.

 

Evangelio: Marcos 9,2-13

En aquel tiempo,

2 Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, los llevó a solas a un monte alto y se transfiguró ante ellos.

3 Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como ningún batanero del mundo podría blanquearlos.

4 Se les aparecieron también Elías y Moisés, que conversaban con Jesús.

5 Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: -Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Vamos a hacer tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elias.

6 Estaban tan asustados que no sabía lo que decía.

7 Vino entonces una nube que los cubrió y se oyó una voz desde la nube:

-Éste es mi Hijo amado; escuchadlo.

8 De pronto, cuando miraron alrededor, vieron sólo a Jesús con ellos.

9 Al bajar del monte, les ordenó que no contaran a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre hubiera resucitado de entre los muertos.

10 Ellos guardaron el secreto, pero discutían entre sí sobre lo que significaría aquello de resucitar de entre los muertos.

11 Y le preguntaron: -¿Cómo es que dicen los maestros de la Ley que primero tiene que venir Elias?

12 Jesús les respondió: -Es cierto que Elías ha de venir primero y ha de restaurarlo todo, pero ¿no dicen las Escrituras que el Hijo del hombre tiene que padecer mucho y ser despreciado? ,3 Os digo que Elías ha venido ya y han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito de él.

 

**• El relato de la transfiguración de Jesús que nos ofrece Marcos presenta una gran variedad de contenidos y de alusiones simbólicas: el monte alto, el rostro brillante, la conversación con Elías y con Moisés, las tiendas, la nube que hace sombra, la voz del cielo. Casi todos estos elementos remiten al Éxodo y a la experiencia mosaica. El «.monte alto» (v. 2), por ejemplo, alude al monte y a la teofanía del Sinaí.

Marcos, es cierto, no dice que su «rostro brillaba como el sol», como hace Mt 17,2, sino que se limita a decir que  «5tí5 vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador». Sin embargo, también él conviene en lo esencial; a saber, que Jesús «se transfiguró» (v. 2), cambió de aspecto, y esto puede ser puesto también en relación con la piel del rostro de Moisés, que se ponía radiante después de cada encuentro con Dios.

La conversación con Elías y Moisés nos remite, además de a los representantes de los profetas y de la Ley, a los dos únicos personajes bíblicos que tuvieron experiencia de una teofanía en el Horeb. Todas estas alusiones al Éxodo nos dan a entender que la experiencia de Jesús ha sido releída, reinterpretada, a la luz de las Escrituras, según el principio fijado por el mismo Jesús, que se muestra conversando con Elías y Moisés.

Con todo, no debemos perder de vista que la experiencia de Jesús es altamente personal: su transmisión, a buen seguro, ha tenido lugar a través del simbolismo de la teofanía sinaítica, pero la transfiguración, en cuanto acontecimiento histórico, sigue siendo un hecho único e irrepetible. En el momento preciso en que Jesús revela a los discípulos su destino de Mesías sufriente y crucificado, recibe de lo alto, del Padre, una confirmación singular de su vocación y de su misión. Justamente su obediencia a la voluntad de Dios es lo que transfigura su humanidad y la vuelve transparente al esplendor de la gloria.

 

MEDITATIO

        La espléndida figura de Policarpo manifiesta un aspecto particular del martirio: la dimensión eucarística.

        Vivió en acción de gracias por el don de la fe y de la llamada al ministerio sacerdotal, como se deduce de su respuesta al tribunal pagano: «Hace ochenta años que sirvo a Cristo y no me ha hecho nunca mal alguno: ¿por qué tendría que renegar de él ahora?». Una existencia vivida en fidelidad y gratitud irradia alegría y se atrae benevolencia: el santo obispo estaba rodeado de tanta veneración y atención que nunca consiguió quitarse personalmente los zapatos, porque los fieles rivalizaban para ayudarle. La eucaristía que celebraba en el altar le configuraba enteramente en la vida y en la muerte: condenado a la hoguera, convirtió su martirio en una celebración litúrgica. Como sacerdote y víctima, pronunció una gran plegaria de bendición y acción de gracias al Padre, por medio de Cristo en el Espíritu, ofreciéndose él mismo en holocausto. Entonces, tal como cuentan los presentes, la llama le envolvió de modo extraordinario, como para glorificar su persona, y su cuerpo, al arder, emanaba el olor del pan... Verdaderamente, Policarpo fue «grano de trigo» que, al morir, dio mucho fruto para la mies de la Iglesia, y su ofrenda sacrificial es perenne pan de caridad para la vida del mundo.

 

ORATIO

        Señor Dios omnipotente: Padre de tu amado y bendecido Siervo Jesucristo, por quien hemos recibido el conocimiento de ti, Dios de los ángeles y de las potestades, de toda la creación y de toda la casta de los justos, que viven en presencia tuya: Yo te bendigo, porque me tuviste por digno de esta hora, a fin de tomar parte, contado entre tus mártires, en el cáliz de Cristo para la resurrección de la eterna vida, en alma y cuerpo, en la incorrupción del Espíritu Santo.

        Sea yo con ellos recibido hoy en tu presencia, en sacrificio pingüe y aceptable, conforme de antemano me lo preparaste y me lo revelaste y ahora lo has cumplido, tú, el infalible y verdadero Dios.

        Por lo tanto, yo te alabo por todas las cosas, te bendigo y te glorifico por mediación del eterno y celeste Sumo Sacerdote, Jesucristo, tu siervo amado, por el cual sea gloria a Ti con el Espíritu Santo, ahora y en los siglos por venir. Amén («Martirio de san Policarpo, XIV», en Padres apostólicos, ed. Daniel Ruiz Bueno, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 21967, pp. 682-683).

 

CONTEMPLATIO

        Por eso, abandonemos los vanos discursos de las multitudes y las falsas doctrinas y volvamos a la enseñanza que nos ha sido transmitida desde el principio.

        Permaneciendo sobrios para la oración (cf. 1 Pe 4,7), constantes en los ayunos, suplicando en nuestras oraciones a Dios, que lo ve todo, que no nos introduzca en la tentación (Mt 6,13), pues el Señor ha dicho: «El espíritu esta dispuesto, pero la carne es débil» (Mt 26,41) [...].

        Que Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, y el mismo pontífice eterno, el Hijo de Dios, Jesucristo (cf. Heb 6,20; 7,13), os edifiquen en la fe y en la verdad, en toda mansedumbre, sin cólera, en paciencia y en magnanimidad, en tolerancia y en castidad. Y os den parte en la herencia de sus santos (Policarpo de Esmirna, Carta a los Filipenses, 7,2 y 12,2).

 

ACTIO

        Durante la jornada de hoy, repite a menudo con san Policarpo: «Señor, Dios omnipotente, te alabo, te bendigo y te glorifico por todos tus beneficios».

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        Antes de morir, Policarpo eleva a Dios una oración: en este momento se constituye en «ofrenda agradable». El verdadero protagonista en el acontecimiento-martirio es, para el mártir y confesor de la fe, ante todo y una vez más Dios. El Omnipotente, «Dios de los ángeles y de las potencias», es aquel por quien Policarpo ha sido elegido, privilegiado, y no sólo por lo que pudo realizar en vida, sino sobre todo por la muerte con la que pudo coronar su «testimonio». Frente a Dios, Policarpo, a punto de morir, se limita a bendecir y a dar gracias, puesto que se siente elegido por Dios gratuitamente. Policarpo, obediente, como Cristo, hasta la muerte, quiere ser, también en estos últimos momentos de su vida, sólo bendición, alimentado por la esperanza de que sea agradable a Dios el holocausto que se va a consumar.

        Como Jesucristo, también Policarpo está ofreciendo su propio sacrificio. No se trata de una liturgia expresada a través de una dimensión cultual y ritual exterior, sino de una liturgia nacida del corazón y celebrada con el don de la vida y, por consiguiente, con el más auténtico significado sacrificial. Policarpo, por medio de Jesucristo, recibió el «conocimiento» de Dios Padre y ahora, tal como hizo el Hijo, le entrega su vida, pero antes aún está su acción de gracias bendecidora, su alabanza, su gloria, su fe sin reservas, solemnemente proclamada y estigmatizada por el amén final, última palabra pronunciada por el mártir como perenne confirmación de su credo, de su absoluta pertenencia a Dios y sólo a Dios (C. Burini, «La preghiera di Policarpo, celebrazione del suo martirio», en Parole Spirito e Vita 25/] [1992], pp. 193-198, poss/m)

 

 

Día 24

7º domingo del tiempo ordinario

LECTIO

Primera lectura: 1 Samuel 26,2.7-9.12-13.22ss

En aquellos días,

2 Saúl salió y bajó al desierto de Zif con tres mil hombres elegidos de Israel, para buscar allí a David

7 David y Abisay fueron, pues, de noche hacia la tropa. Saúl estaba acostado, durmiendo en el centro del campamento, con su lanza clavada en tierra, junto a la cabecera. Abner y la tropa estaban acostados a su alrededor.

8 Abisay dijo a David: - Dios pone hoy en tus manos a tu enemigo. Así que déjame que le clave en tierra con la lanza de un solo golpe; no tendré que rematarle.

9 Pero David le dijo: - No lo mates, porque no quedará impune quien atente contra el ungido del Señor.

12 David tomó la lanza y la cantimplora de la cabecera de Saúl y se fueron. Nadie los vio, ni se dio cuenta, ni se despertó, pues todos dormían, ya que el Señor había hecho caer sobre ellos un sueño profundo.

13 David pasó al lado opuesto y se detuvo a lo lejos en la cumbre del monte; había entre ellos un gran trecho.

22 David dijo: - Aquí está la lanza del rey. Que uno de los muchachos venga a recogerla.

23 El Señor retribuirá a cada uno conforme a sus méritos y a su lealtad; él te puso hoy en mis manos, pero yo no he querido hacer daño al ungido del Señor.

 

        ** Estamos frente a la narración de un hecho expuesto ya antes en el primer libro de Samuel (cf. capítulos 24 y 26) la nobleza y la magnanimidad de David son idénticas en ambos episodios, de rara belleza literaria y de una exquisita psicología narrativa. El joven David está siendo buscado por el rey Saúl, que atenta contra su vida. Pero cuando a David se le presenta una ocasión para deshacerse de su enemigo, él rechaza semejante tentación, a la que le empujan también los suyos, porque respeta el carácter sagrado de Saúl, en virtud de su unción real (vv. 7-9). David, en efecto, únicamente se limita a demostrar la realidad de la posibilidad de eliminar a su adversario sin mancharse las manos de sangre (vv. 12ss), y a confiar en el Señor, que se muestra fiel y justo con quienes obran el bien. Ese gesto de bondad conquista el ánimo celoso y de poco fiar de Saúl, que llora, grita y maldice a los que le han impulsado a albergar sentimientos hostiles contra David. Sin embargo, el rey no consigue liberarse de la envidia y de la venganza, y abrir de este modo su corazón a la conversión. La actitud de reconciliación que le faltó a Saúl fue vivida, sin embargo, de una manera heroica por David, futuro rey de Jerusalén. David demuestra grandeza de ánimo, control de sus propias pasiones y confianza en el Dios justo y remunerador. El amor, llevado hasta amar a los enemigos, recuerda la actitud de Jesús, que presenta esta regla de vida a todo verdadero discípulo suyo.

 

Segunda lectura: 1 Corintios 15,45-49

Hermanos:

45 Como dice la Escritura: Adán, el primer hombre, fue creado como un ser con vida. El nuevo Adán, en cambio, es espíritu que da vida.

46 Y no apareció primero lo espiritual, sino lo animal, y después lo espiritual.

47 El primer hombre procede de la tierra y es terrestre; el segundo procede del cielo.

48 El terrestre es prototipo de los terrestres; el celestial, de los celestiales.

49 Y así como llevamos la imagen del terrestre, llevaremos también la imagen del celestial.

 

        **• Pablo, llevando a su final la enseñanza sobre la resurrección de Cristo y sobre la nuestra, y tras haberse interrogado sobre «cómo» resucitan los muertos y con «qué» cuerpo (v. 35), responde, primero, con imágenes aproximativas (w. 36-44), que nos hacen comprender la resurrección como una auténtica transformación, y, después, añade motivos de fe. Se intuye el tono triste y desconsolado del apóstol al constatar que los cristianos de aquella comunidad estaban sometidos a una mentalidad materialista, que tiende a disociar el cuerpo del espíritu. Esa necedad no le parece soportable a Pablo, sobre todo, porque no tiene presente el misterio pascual de muerte y resurrección. Los cristianos no pueden renunciar a esta verdad.

        La resurrección inaugura para Pablo una novedad absoluta en la vida de Cristo y de los cristianos: el paso de un cuerpo animal a un cuerpo espiritual está inscrito en el designio salvífico de Dios. En consecuencia, no es posible reflexionar sobre el cuerpo espiritual siguiendo el modelo de nuestras experiencias relativas al cuerpo animal.

        La relación entre el primer hombre, Adán, y Cristo, el último Adán, es también bastante iluminadora: Pablo establece una clara relación entre la economía de la creación y la economía de la redención para afirmar que la novedad de Cristo no consiste en tener la vida, sino en dar la vida nueva a todos. Será un don integral, en el sentido de que afectará a todo el hombre -cuerpo, alma y espíritu- para una experiencia de vida nueva y eterna, de suerte que, tras haber sido hermanos del primer hombre, Adán, y haber llevado la imagen del hombre terrenal, seremos también hermanos del último Adán, Cristo, llevando la imagen del hombre celestial.

 

Evangelio: Lucas 6,27-38

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

27 Pero a vosotros que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian,

28 bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian.

29 Al que te hiera en una mejilla ofrécele también la otra, y a quien te quite el manto no le niegues la túnica.

30 Da a quien te pida, y a quien te quita lo tuyo no se lo reclames.

31 Tratad a los demás como queréis que ellos os traten a vosotros.

32 Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a quienes les aman.

33 Si hacéis el bien a quien os lo hace a vosotros, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo.

34 Y si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores se prestan entre ellos para recibir lo equivalente.

35 Vosotros amad a vuestros enemigos, haced bien y prestad sin esperar nada a cambio; así, vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo. Porque él es bueno para los ingratos y malos.

36 Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso.

37 No juzguéis, y Dios no os juzgará; no condenéis, y Dios no os condenará; perdonad, y Dios os perdonará.

38 Dad, y Dios os dará. Os verterán una buena medida, apretada, rellena, rebosante; porque con la medida con que midáis, Dios os medirá a vosotros.

 

        **• El texto evangélico de Lucas se presenta como una resonancia de las bienaventuranzas evangélicas y nos ayuda a descubrir el fundamento primero y último de toda bienaventuranza cristiana. «Amad a vuestros enemigos» (w. 27.35): el discurso no puede ser más claro.

        De este modo, Jesús, como maestro y guía, se destaca frente a todos los demás rabinos de su tiempo: no sólo contrapone el amor al odio, sino que exige que el amor de sus discípulos se concrete precisamente en quienes les odian. Un ideal de vida tan exigente y tan sublime no ha sido requerido ni lo será nunca por ningún maestro.

        No se trata, obviamente, de un amor abstracto, sino de un amor que se traduce en un montón de pequeños gestos que, día a día, interpelan y verifican la autenticidad de ese mismo amor. Sería ridículo, para Jesús, amar sólo a los que nos aman: no tendríamos mérito alguno y, sobre todo, nuestro amor no sería signo distintivo de nuestra exclusiva e inequívoca pertenencia a Cristo, porque «también los pecadores aman a quienes los aman» (v. 32).

        La enseñanza de Jesús termina con la conocida expresión en la que Lucas emplea «misericordia» donde Mateo pone «perfección»: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (v. 36). En la lógica de la espiritualidad evangélica no se da otra perfección que la de un amor fraterno que revela nuestra identidad filial respecto a Dios. No hay otra meta a la que tender más que la de un amor que es capaz de perdonar porque ha experimentado el don del perdón. No hay otro mandamiento que tengamos que observar más que el de tender a la imitación de Dios, que es amor misericordioso, mediante gestos de bondad y de misericordia.

 

MEDITATIO

        Tienen los cristianos a menudo una idea de Dios que no es la que Jesús vivió y propuso con un entusiasmo incontenible. En realidad, muchos de ellos piensan todavía en un Dios «simétrico», o sea, en un Dios que ama a quien es bueno y detesta a quien es malo, que excluye de su amor a quien no le honra o le ofende. Todavía no han superado cierta fase de la revelación del rostro de Dios, una fase que Jesús superó ampliamente, purificándola y confiriéndole su plenitud. Para él, en efecto, Dios -su Padre y nuestro Padre- es el Dios «bueno con los desagradecidos y los perversos» (Lc 6,35), «que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5,45). Un Dios «asimétrico», por consiguiente, como «asimétrico» es el amor verdadero, que quiere siempre, y de una manera incondicionada, el bien de la persona amada.

        El Padre que nos ha revelado Jesús, por tanto, no nos ama porque seamos buenos, porque hagamos su voluntad y practiquemos la virtud, ni deja de amarnos porque seamos malos y desobedezcamos su voluntad. Simplemente, nos ama porque nos ama, porque no puede hacer otra cosa, dado que es Amor (1 Jn 4,8.16), y Amor gratuito, incondicionado. Para nuestra fe resulta decisivo cultivar esta imagen de Dios. Antes que nada porque es ella la que debe orientar nuestro modo de relacionarnos personalmente con él, ayudándonos a vivir con la conciencia de su amor inmotivado e inmutable; y, a continuación, porque esa imagen es la que debe inspirar la «perfección» de nuestra conducta en nuestras relaciones con los otros. Sólo si nos hacemos imitadores suyos seremos también capaces de amar «asimétricamente» a nuestro prójimo. Sólo así podremos llegar a ser de verdad «misericordiosos como nuestro Padre es misericordioso» y estaremos en condiciones de llegar a aquel «exceso» que nos propone Jesús: querer el bien de nuestros enemigos, como hemos visto que hacía David con Saúl en la primera lectura y, sobre todo, como hizo él mismo en la cruz (Lc 23,34). Éste será también el modo en que viviremos la «novedad absoluta» de la que, como efecto de la resurrección, nos habla Pablo en la Carta a los Corintios.

 

ORATIO

        Haciendo nuestra la súplica de muchos textos bíblicos, te decimos: «Revélanos tu rostro, Señor». Nosotros lo deformamos a menudo. Te conocemos mal porque no escuchamos la voz de tu Hijo, Jesús, que vino al mundo a revelárnoslo. Si te conociéramos bien, intentaríamos también nosotros ser como tú, bueno con los perversos y los desagradecidos. No amaríamos sólo a los que nos aman, a los que nos parecen dignos de nuestro amor, excluyendo a los otros, sino que amaríamos gratuitamente, como tú.

        Te confesamos que nos parecen duras y difíciles de realizar las palabras que, poniéndote a ti como modelo, nos dijo un día Jesús: «Amad a vuestros enemigos». Nuestra reacción espontánea y frecuente es la de responder al bien con el bien, pero también al mal con el mal. Necesitamos tu fuerza para realizarlas. Si tú nos das un poco de tu amor, haremos que este imposible se vuelva posible. Y seremos de verdad dignos discípulos tuyos.

 

CONTEMPLATIO

        Hermanos, si recordamos bien los dichos de los santos Ancianos y los meditamos sin cesar, nos será difícil pecar, nos será difícil descuidarnos. Si como ellos nos dicen, no menospreciamos lo pequeño, aquello que juzgamos insignificante, no caeremos en faltas graves. ¿Se dan cuenta de qué pecado tan grande cometemos cuando juzgamos al prójimo? En efecto, ¿qué puede haber más grave? ¿Existe algo que Dios deteste más y ante lo cual se aparte con más horror? Los Padres han dicho: «No existe nada peor que el juzgar». Y, sin embargo, es por aquellas cosas que llamamos de poca importancia por lo que llegamos a un mal tan grande.

        Porque criticar, juzgar y despreciar son cosas diferentes. Criticar es decir de alguien: tal ha mentido o se ha encolerizado, o ha fornicado u otra cosa semejante. Se le ha criticado, es decir, se ha hablado en contra suyo, se ha revelado su pecado, bajo el dominio de la pasión. Juzgar es decir: tal es mentiroso, colérico o fornicador. Aquí juzgamos la disposición misma de su alma y nos pronunciamos sobre su vida entera al decir que es así y lo juzgamos como tal. Y es cosa grave. [...] ¿Por qué más bien no nos juzgamos a nosotros mismos, ya que conocemos nuestros defectos, de los cuales deberemos rendir cuenta a Dios? ¿Por qué usurpar el juicio de Dios? ¿Cómo nos permitimos exigir a su creatura? [...] Si él llegara a caer, ¿cómo podrías saber cuántos combates ha librado y cuántas veces ha derramado su sangre antes de cometer el mal?

        A veces no solamente juzgamos, sino que además despreciamos. En efecto, como ya lo he dicho, una cosa es juzgar y otra despreciar. Hay desprecio cuando, no contentos con juzgar al prójimo, lo execramos, le tenemos horror como a algo abominable, lo que es peor y mucho más funesto.

        ¿De dónde proviene esta desdicha, sino de nuestra falta de caridad? Si tuviéramos caridad acompañada de compasión y pena, no prestaríamos atención a los defectos del prójimo, según esta palabra: «La caridad cubre una multitud de defectos» (1 Pe 4, 8), y «La caridad no se detiene ante el mal, disculpa todo...» (1 Cor 13, 5-6). Luego, si tuviéramos caridad, ella misma cubriría cualquier falta y seríamos como los santos cuando ven los defectos de los hombres. Los santos ¿acaso son ciegos por no ver los pecados? ¿Quién detesta más el pecado que los santos? Sin embargo, no odian al pecador, no lo juzgan, no le rehuyen. Por el contrario, lo compadecen, lo exhortan, lo consuelan, lo cuidan como a un miembro enfermo: hacen todo para salvarlo (Doroteo de Gaza, Conferencias VI, 69-71.74-7'6, passim [texto tomado de la Biblioteca Electrónica Cristiana].

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Muéstranos, Señor, tu rostro» (cf. Sal 27,9; 31,17; 80,4.8.20).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

        Mirad por qué camino va Dios hacia los hombres, hacia sus enemigos. Es el camino que la misma Escritura llama necedad, el camino del amor hasta la cruz. Reconocer la cruz de Jesucristo como el invencible amor de Dios a todos los hombres, tanto a nosotros como a nuestros enemigos: ésta es la mayor sabiduría.

        ¿O creemos que Dios nos ama a nosotros más que a nuestros enemigos? ¿Acaso nos creemos los benjamines de Dios? La cruz no es propiedad privada de nadie: pertenece a todos los hombres, tiene valor para todos. Dios ama a nuestros enemigos -eso es lo que significa la cruz-, por ellos sufre, por ellos conoce la miseria y eldolor, por ellos ha dado a su Hijo amado. Por eso tiene una importancia capital que ante cualquier enemigo que nos encontremos, pensemos de inmediato: Dios le ama, lo ha dado todo por él. También tú, ahora, dale lo que tengas: pan, si tiene hambre; agua, si tiene sed; ayuda, si está débil; bendición, misericordia, amor. ¿Pero lo merece? Sí. En efecto, ¿quién merece ser amado, quién necesita nuestro amor más que aquel que odia? ¿Quién es más pobre que él? ¿Quién está más necesitado de ayuda, quién está más necesitado de amor que tu enemigo? ¿Has probado alguna vez a considerar a tu enemigo como alguien que, en el fondo, está delante de ti en su extrema pobreza y te ruega, sin poder dar voz a su ruego: «Ayúdame, dame lo único que todavía me puede ayudar a liberarme de mi odio, dame el amor, el amor de Dios, el amor del Salvador crucificado»? Todas las amenazas, todos los puños tendidos son, en definitiva, mendigar el amor de Dios, la paz, la fraternidad.

Cuando rechazas a tu enemigo, rechazas al más pobre de los pobres, le echas a la calle [...]. La brasa de carbón quema y hace daño cuando te toca. También el amor puede quemar y hacer daño. Nos enseña a reconocer qué miserables somos. Es el dolor ardiente del arrepentimiento el que se hace sentir en aquel que, a pesar del odio y de las amenazas, encuentra sólo amor, nada más que amor. Dios nos ha hecho conocer este dolor. Cuando lo hayamos experimentado, ya está, ha sonado la hora de la conversión (D. Bonhoeffer, Memoria e fedeltá, Magnano 1979, pp. 117ss y 123ss, passim).

 

 

 

Día 25

Lunes 7ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Eclesiástico 1,1-10

1 Toda sabiduría viene del Señor, y está con él por siempre.

2 ¿Quién puede contar la arena de los mares, las gotas de la lluvia y los días de la eternidad?

3 ¿Quién puede medir la altura de los cielos, la anchura de la tierra, el abismo y la sabiduría?

4 Antes de todo fue creada la sabiduría, la inteligente prudencia, desde la eternidad.

6 ¿A quién fue revelada la raíz de la sabiduría? ¿Quién conoce sus posibilidades?

8 Sólo hay uno sabio y muy temible: el Señor que se sienta en su trono,

9 él fue quien creó la sabiduría, la vio, la midió y la derramó sobre todas sus obras,

10 sobre todos los vivientes como don suyo; fue él quien se la brindó a los que lo aman.

 

**• El Eclesiástico o Sirácida figura entre los así llamados libros sapienciales, unos libros que tienen como característica común su destacado interés por la sabiduría: un camino humano y espiritual que, partiendo de una dimensión humana, llega a las cumbres de una experiencia divina. Nuestra lectura recoge el comienzo del Eclesiástico o Sirácida. Este segundo nombre deriva del autor, llamado Jesús, hijo de Sira y, por consiguiente, «Sirácida» (siglo II a. C). La situación histórico-religiosa explica el contenido del texto: el autor, ante la injerencia de la civilización griega en el mundo judío, exhorta a sus discípulos a permanecer fíeles a la enseñanza germina de la religión de sus padres.

El íncipit de la lectura de hoy es la brújula que orienta de inmediato hacia una correcta y completa comprensión de la sabiduría. Se hace saber de inmediato al lector que la sabiduría viene de Dios, es una propiedad suya. Por eso, es un bien primordial, creado antes de todas las cosas, no sujeto a valoración humana, dado que supera con mucho todas las posibilidades de comprensión por parte de los hombres.

Una segunda y poderosa afirmación nos revela que ese bien divino ha sido derramado sobre toda la creación. En ella encontramos los signos de la sabiduría divina. Pablo lo recuerda en su carta a los Romanos: «.Y e es que lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, se ha hecho visible desde la creación del mundo, a través de las cosas creadas» (Rom 1,20). Ante la inmensidad del mar o ante el centelleo de una noche estrellada o ante el esplendor de un atardecer encendido, no es difícil ascender al Creador y apreciar su divina belleza.

La tercera gran afirmación cierra el fragmento y queda depositada como una semilla fructífera en la mente del lector: el lugar privilegiado en que está depositada es el corazón de aquellos que aman a Dios. Ya desde el comienzo se pone al lector en condiciones de crear un útil paralelismo entre sabiduría y amor. Quienes aman a Dios son los verdaderos sabios. En ellos mora la sabiduría, un atributo de Dios; más aún, Dios mismo. Ya se respira el aire oxigenado del Nuevo Testamento celebrando a Cristo como «sabiduría de Dios» (1 Cor 1,24).

 

Evangelio: Marcos 9,14-29

En aquel tiempo, subió Jesús al monte y,

14 cuando llegó donde estaban los otros discípulos, vieron mucha gente alrededor y a unos maestros de la Ley discutiendo con ellos.

15 Toda la gente, al verlo, quedó sorprendida y corrió a saludarlo.

16 Jesús les preguntó: -¿De qué estáis discutiendo con ellos?

17 Uno de entre la gente le contestó: -Maestro, te he traído a mi hijo, pues tiene un espíritu que lo ha dejado mudo.

18 Cada vez que se apodera de él, lo tira por tierra y le hace echar espumarajos y rechinar los dientes hasta quedarse rígido. He pedido a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido.

19 Jesús les replicó: -¡Generación incrédula! ¿Hasta cuándo tendré que estar entre vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros? Traédmelo.

20 Se lo llevaron y, en cuanto el espíritu vio a Jesús, sacudió violentamente al muchacho, que cayó por tierra y se revolcaba echando espumarajos.

21 Entonces Jesús preguntó al padre: -¿Cuánto tiempo hace que le sucede esto? El padre contestó: -Desde pequeño.

22 Y muchas veces lo ha tirado al fuego y al agua para acabar con él. Si algo puedes, compadécete de nosotros y ayúdanos.

23 Jesús le dijo: -Dices que si puedo. Todo es posible para el que tiene fe.

24 El padre del niño gritó al instante: -¡Creo, pero ayúdame a tener más fe!

25 Jesús, viendo que se aglomeraba la gente, increpó al espíritu inmundo, diciéndole: -Espíritu mudo y sordo, te ordeno que salgas y no vuelvas a entrar en él.

26 Y el espíritu salió entre gritos y violentas convulsiones. El niño quedó como muerto, de forma que muchos decían que había muerto. " Pero Jesús, cogiéndolo de la mano, lo levantó y él se puso en pie.

28 Al entrar en casa, sus discípulos le preguntaron a solas: -¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo?

29 Les contestó: -Esta clase de demonios no puede ser expulsada sino con la oración.

 

**• Un caso doloroso y difícil podría ser el título provisional del fragmento. «Doloroso» porque todas las personas implicadas son víctimas del sufrimiento: un joven gravemente enfermo (de epilepsia, con toda probabilidad), un padre angustiado por su hijo, los discípulos que no son capaces de poner remedio a pesar de su intervención, Jesús que se lamenta de la falta de fe. También, un caso «difícil» porque los discípulos «no han podido» (v. 18; literalmente, el verbo griego hace referencia a la fuerza y, en consecuencia, podría ser traducido por «no han tenido fuerza para ello»). Probablemente chocan con «el hombre fuerte» del que habla Mc 3,27 y se ven obligados a constatar, con amargura, el fracaso de su intento. De manera implícita, declaran la existencia de una fuerza maligna que ellos no son capaces de superar. Han sido driblados por el mal.

En esta situación tenebrosa brillan dos luces, una un tanto débil y la otra muy luminosa: son el padre del enfermo y Jesús. El padre demuestra todo su afecto paterno porque no deja nada por intentar. No se resigna, tras el fracaso de los discípulos, a ver a su hijo presa de las convulsiones, rígido como un tronco, echando espumarajos y caído en el suelo. Recurre directamente al Maestro. Esta decisión denota la confianza que pone en Jesús: le acredita un poder superior al de los discípulos. Con ello ya deja irradiar un primer y tenue rayo de luz que procede de su fe. De sus palabras brota un segundo rayo, más intenso. Se presenta con la humildad del que pide algo («Si algo puedes, compadécete de nosotros y ayúdanos»: v. 22) y con la conciencia de su propio límite {«¡Creo, pero ayúdame a tener más fe!»: v. 24). En sus palabras no hay resentimiento contra los discípulos, que se han mostrado incapaces, sino sólo la amarga constatación de que su fuerza no iguala ni mucho menos es superior a la de los ocultos adversarios.

Jesús acepta la súplica y transforma aquel pábilo de esperanza en el fuego de una certeza: «Todo es posible para el que tiene fe» (v. 23). La fe es un abandono en Dios, aceptar estar en sus manos de Padre. Si estamos con él, entonces nos volvemos fuertes, hasta el punto de poder superar al hombre fuerte, al demonio. Llegaremos a ser los más fuertes, porque compartiremos el mismo poder de Dios, el que Jesús activa en favor del muchacho enfermo cuando se dirige de una manera

imperiosa al espíritu del mal («increpó»): «Espíritu mudo y sordo, te ordeno que salgas y no vuelvas a entrar en él» (v. 25).

De la severidad con el Maligno a la ternura con el ex enfermo: Jesús le cogió de la mano y le hizo ponerse en pie (en griego se usa el mismo verbo para expresar la resurrección). Ahora es un joven resucitado a una nueva vida, gracias a la acción de Jesús y a la plegaria de intercesión y rica en fe de su padre. Llegados aquí, podemos modificar el título provisional; ya no hablaremos de Un caso doloroso y difícil, sino de El poder de la oración confiada. Hemos aprendido que mientras haya oración hay vida.

 

MEDITATIO

Las lecturas nos invitan a ser más «sapienciales», o sea, a partir de la realidad no para detenernos en ella, sino para ascender hasta las cumbres de Dios. A él se sube por medio de la oración, que es, según Ch. de Foucauld, un pensar en Dios, amándole. El punto de partida varía según las circunstancias. Puede ser un aspecto  de la naturaleza que nos hace apreciar la sabiduría del Creador, que lo ha dispuesto todo con orden y belleza. Galileo sostenía, por ejemplo, que existen dos grandes

libros, el de la revelación (la Biblia) y otro siempre abierto: el de la creación.

Es más difícil ser sapienciales cuando el punto de partida es doloroso, como una enfermedad que nos clava a una cama, una crisis que hace tambalearse nuestro equilibrio espiritual o psíquico, la traición de un amigo, un fracaso profesional... El padre del muchacho que hemos encontrado en el evangelio nos sirve de maestro. Antes que nada, es preciso dirigirse a Jesús, sea cual sea nuestro problema. El creyente, sin dejar de lado el recurso a los medios humanos, llama siempre a la puerta

del cielo. A continuación, debemos hacer la oración con humildad y confianza.El cielo no es una caja fuerte cuya combinación conozcamos y podamos abrir cuando nos venga en gana. Es el encuentro con el Padre que Jesús nos ha hecho conocer y en cuyas manos nos ponemos enteramente: «Hágase tu voluntad». Esto se encuentra en la base de toda oración de petición y, por consiguiente, oramos sabiendo que es posible que Dios no acceda a lo que le pedimos.

Dios sabe mejor que nosotros qué es el verdadero bien. De todos modos, es preciso orar también para alabar, agradecer, pedir perdón... De este modo seremos más sapienciales.

La oración puede obtener lo imposible, como en el caso del evangelio. Incluso aunque no obtengamos lo que pidamos, la oración nos procura la sintonía con Dios, es expresión de nuestra filiación, de la comunión con el Espíritu en la intercesión perenne de Cristo. Orar es, sobre todo, encontrar el acceso y la conexión entre la tierra y el cielo. Todo esto es tan grande y hermoso que relativiza el que sea atendida o no nuestra petición.

 

ORATIO

Señor Jesús, te suplicamos que permanezcas sordo a nuestra oración lloricona, quejica, oscurantista, velada de pesimismo, incapaz de mirar hacia adelante, porque no es oración, sino la proyección de nuestras dudas, de nuestras inseguridades y miopías espirituales. Ayúdanos a construir una oración que comience así: «Creo, ayúdame en mi incredulidad». Una oración que, partiendo de la conciencia de nuestros límites, como publicanos en el templo, sea capaz de abrirse en estrella para englobar todo y a todos, coloreada con los tonos del arco iris, bellos por su diversidad.

Señor, ábrenos el corazón para percibir y saborear la grandeza del Padre, el amor del Espíritu. Y una vez sumergidos en el dinamismo trinitario seremos capaces de apreciar la sabiduría que regula el mundo: el de los astros, el de los vegetales, el de los animales. Sobre todo, estaremos en condiciones de descubrir constantemente la imagen divina que hay en cada hombre, incluso en el indiferente, malvado y depravado.

Señálanos las fuentes genuinas de la oración. Antes que nada la bíblica, Palabra sugerida por ti para que podamos decirte cosas que te agradan; a continuación, la litúrgica, la florecida en la boca y el corazón de tus santos. Concédenos una oración festiva, coloreada, optimista, para que, entreteniéndonos contigo, nos veamos a nosotros mismos y al mundo con tus ojos y con la serena certeza de que a ti todo te es posible.

 

CONTEMPLATIO

Es un hecho demostrado que los salmos, compuestos por inspiración divina, cuya colección forma parte de las sagradas Escrituras, ya desde los orígenes de la Iglesia sirvieron admirablemente para fomentar la piedad de los fieles, que ofrecían continuamente a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de unos labios que confiesan su nombre, y que además, por una costumbre heredada del antiguo Testamento, alcanzaron un lugar importante en la sagrada liturgia y en el oficio divino.

De ahí nació lo que san Basilio llama «la voz de la Iglesia» y la salmodia, calificada por nuestro antecesor Urbano VIII como «hija de la himnodia que se canta asiduamente ante el trono de Dios y del Cordero», y que, según el dicho de san Atanasio, enseña, sobre todo a las personas dedicadas al culto divino, «cómo hay que alabar a Dios y cuáles son las palabras más adecuadas» para ensalzarlo. Con relación a este tema, dice bellamente san Agustín: «Para que el hombre alabara dignamente a Dios, Dios se alabó a sí mismo, y, porque se dignó alabarse, por eso el hombre halló el modo de alabarlo».

Los salmos tienen, además, una eficacia especial para suscitar en las almas el deseo de todas las virtudes. En efecto, «si bien es verdad que toda Escritura, tanto del antiguo como del nuevo Testamento, inspirada por Dios es útil para enseñar, según está escrito, sin embargo, el libro de los salmos, como el paraíso en el que se hallan (los frutos) de todos los demás (libros sagrados), prorrumpe en cánticos y, al salmodiar, pone de manifiesto sus propios frutos junto con aquellos otros». Estas palabras son también de san Atanasio, quien añade asimismo: «A mi modo de ver, los salmos vienen a ser como un espejo en el que quienes salmodian se contemplan a sí mismos y sus diversos sentimientos, y con esta sensación los recitan». San Agustín dice en el libro de sus Confesiones: «¡Cuánto lloré con tus himnos y cánticos, conmovido intensamente por las voces de tu Iglesia, que resonaban dulcemente! A medida que aquellas voces se infiltraban en mis oídos, la verdad se iba haciendo más clara en mi interior y me sentía inflamado en sentimientos de piedad, y corrían las lágrimas, que me hacían mucho bien».

En efecto, ¿quién dejará de conmoverse ante aquellas frecuentes expresiones de los salmos en las que se ensalza de un modo tan elevado la inmensa majestad de Dios, su omnipotencia, su inefable justicia, su bondad o clemencia y todos sus demás infinitos atributos, dignos de alabanza? ¿En quién no encontrarán eco aquellos sentimientos de acción de gracias por los beneficios recibidos de Dios, o aquellas humildes y confiadas súplicas por lo que se espera recibir, o aquellos lamentos del alma que llora sus pecados? ¿Quién no se sentirá inflamado de amor al descubrir la imagen esbozada de Cristo redentor, de quien san Agustín «oía la voz en todos los salmos, ora salmodiando, ora gimiendo, ora alegre por la esperanza, ora suspirando por la realidad»)? (Pío X, constitución apostólica Divino Afflatu, en AAS [1911], pp. 633-635).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: « Todo es posible para el que tiene fe. Creo, pero ayúdame a tener más fe» (cf. Me 9,23.24).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Prestad mucha atención, hijitos míos: el tesoro del cristiano no está en la tierra, sino en el cielo. Por consiguiente, nuestro pensamiento debe dirigirse a donde está nuestro tesoro. Esa es la hermosa tarea del hombre: orar y amar. Si oráis y amáis, ya tenéis la felicidad del hombre sobre la tierra. La oración no es otra cosa que la unión con Dios. Cuando alguien tiene el corazón puro y unido a Dios, es presa de una suavidad y dulzura que embriaga, es purificado por una luz que se difunde a su alrededor de una manera misteriosa. En esta unión íntima, Dios y el alma son como dos trozos de cera fundidos entre sí y que nadie puede ya separar. ¡Cuan bella es esta unión de Dios con su pequeña criatura! Es ésta una felicidad que no podemos comprender. Nosotros nos habíamos vuelto indignos de orar; sin embargo, Dios, en su bondad, nos ha permitido hablar con él.

Nuestra oración es el incienso que más le agrada. Hijitos míos, vuestro corazón es pequeño, pero la oración lo dilata y lo hace capaz de amar a Dios. La oración nos hace pregustar el cielo como algo que desciende hasta nosotros del paraíso. No nos deja nunca sin dulzura. En efecto, es miel que destila en el alma y nace que todo sea dulce. Los dolores se derriten como nieve al sol en la oración bien hecha. Y también nos da la oración esto otro: que el tiempo discurra con tanta velocidad y tanta felicidad que el hombre no advierte ya su duración [...]. Pienso siempre que, al adorar al Señor, obtendríamos todo lo que pidiéramos si orásemos con una fe viva y con un corazón totalmente puro (Juan María Vianney, Catéchisme sur la príére, París 1899, pp. 87-89).

 

 

 

Día 26

Martes 7ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Eclesiástico 2,1-11

1 Hijo, si te acercas a servir al Señor, prepárate para la tentación;

2 orienta bien tu corazón, mantente firme y, en tiempo de infortunio, no te turbes.

3 Pégate a él y no te alejes, para que al final te veas enaltecido.

4 Acepta lo que te venga y sé paciente en dolores y humillaciones.

5 Porque en el fuego se prueba el oro y los que agradan a Dios en el horno de la humillación.

6 Pon en él tu confianza, que él vendrá en tu ayuda, procede con rectitud y espera en él.

7 Los que teméis al Señor, poned en su amor vuestra esperanza, no os desviéis, no sea que caigáis.

8 Los que teméis al Señor tened confianza en él y no quedaréis sin recompensa.

9 Los que teméis al Señor, esperad sus bienes, la alegría eterna y el amor.

10 Pensad en las generaciones pasadas y ved: ¿Quién confió en el Señor y quedó confundido? ¿Quién perseveró en su temor y fue desamparado?

¿Quién lo invocó y no fue escuchado?

11 Porque el Señor es compasivo y misericordioso, él perdona los pecados y salva en tiempo de angustia.

 

**• El texto recoge una serie de máximas sobre un tema clásico que vuelve en otras ocasiones en el Antiguo Testamento, especialmente en los salmos. Se trata del tema de la tentación. El término evoca de inmediato el espectro del pecado, porque la experiencia nos ha mostrado muchas veces -tal vez demasiadas- que la tentación es la antesala del pecado. Retomemos y revisemos esta idea a la luz del fragmento que se nos propone.

La frase inicial: «Hijo, si te acercas a servir al Señor, prepárate para la tentación» (v. 1), nos permite comprender enseguida que «tentación» equivale aquí a «test», «prueba». A continuación, se nos suministra un pequeño manual del comportamiento para superar la prueba: «Orienta bien tu corazón, mantente firme y, en tiempo de infortunio, no te turbes. Pégate a él y no te alejes, para que al final te veas enaltecido. Acepta lo que te venga...» (w. 2-4). El sabio maestro no agita el espantajo del miedo, ni se limita a hacer una exhortación genérica, sino que propone medios concretos y accesibles para hacer frente y superar la prueba. Ésta es fatigosa, pero tiene la función de verificar la autenticidad del compromiso, del mismo modo que el oro se prueba en el fuego (cf v. 5).

Más adelante cambia el registro y «temor/temer» se convierte en el léxico recurrente. También éste es un punto sobresaliente de la literatura sapiencial. El maestro prosigue su exhortación recomendando temer a Dios. También este término necesita ser purificado del significado lúgubre de «miedo». Indica más bien el estado de abandono confiado, la serena conciencia de estar sostenidos por manos seguras, como dice el v. 6 con un lenguaje claro y esencial: «Pon en él tu confianza, que él vendrá en tu ayuda, procede con rectitud y espera en él».

El abandono en Dios, el santo temor, es un modo excelente de superar la prueba. Al final del itinerario de verificación se encuentra esta consoladora afirmación: «Porque el Señor es compasivo y misericordioso, él perdona los pecados y salva en tiempo de angustia» (v. 11). Es como reconocer que superamos la prueba por medio de un pellizco de nuestro compromiso y una cantidad desmesurada de amor divino.

 

Evangelio: Marcos 9,30-37

En aquel tiempo,

30 se fueron de allí y atravesaron Galilea. Jesús no quería que nadie lo supiera,

31 porque estaba dedicado a instruir a sus discípulos. Les decía: -El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, le darán muerte y, después de morir, a los tres días, resucitará.

32 Ellos no entendían lo que quería decir, pero les daba miedo preguntarle.

33 Llegaron a Cafarnaún y, una vez en casa, les preguntó: -¿De qué discutíais por el camino?

34 Ellos callaban, pues por el camino habían discutido sobre quién era el más importante.

35 Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: -El que quiera ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos.

36 Luego tomó a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo:

37 -El que acoge a un niño como éste en mi nombre, a mí me acoge; y el que me acoge a mí no es a mí a quien acoge, sino al que me ha enviado.

 

*•• El camino a Jerusalén implica una plena conciencia por parte de Jesús y una irresponsabilidad total por parte de los Doce. Son las dos partes que componen el fragmento de hoy. Jesús es consciente de lo que significa para él Jerusalén. Se prepara y prepara a los suyos. Anuncia tres veces lo que va a suceder en Jerusalén: padecerá la pasión, morirá y resucitará. El suyo es un anuncio pascual, es decir, un anuncio completo de muerte y resurrección (y no «anuncio de la pasión», como se dice con frecuencia). En 8,31 ya había hecho el primer anuncio y ahora añade el segundo (cf. el tercero en 10,33ss). Con esas palabras expresa Jesús la conciencia que tiene de lo que le espera, pero también el deseo de consumar la entrega de su vida como expresión de amor. El anuncio de Jesús no es información: es catequesis y formación. El hecho de que anuncie también la resurrección significa que será el bien, la vida, el que triunfe, aunque antes sea preciso atravesar el túnel estrecho y oscuro del sufrimiento y de la muerte. Instruye a sus discípulos para que sepan leer su vida como misterio pascual. Mientras los prepara para el choque con la «hora de las tinieblas», les pide que orienten también su propia vida en esta dirección pascual. Jesús es el Maestro que se aventura el primero por el camino que, después, deberán seguir todos los discípulos; él es el primogénito de muchos hermanos.

A la conciencia y seriedad con que Jesús se dirige hacia Jerusalén les corresponde, en igual medida y sentido contrario, la irresponsabilidad de los discípulos. Cada vez que Jesús anuncia el misterio pascual, ellos están «distraídos» con otras cosas, como si Jesús se limitara a suministrar una simple información. No le piden aclaraciones al Maestro, no se esfuerzan en profundizar en el sentido, bastante enigmático, de sus palabras, porque todos ellos están pendientes de sus intereses. Mientras Jesús presenta su vida como un «ser entregado en manos de los hombres» (v. 31), ellos andan preocupados por establecer quién es el más importante entre ellos (v. 34).

Chirría mucho el contraste entre la entrega de la vida por parte de Jesús y la búsqueda de la supremacía (y del poder) por parte de los Doce. Jesús no les reprende por su incomprensión; tiene paciencia porque todavía están «verdes» para la comprensión del misterio pascual. Les prepara señalándoles el camino justo que deben seguir, el del servicio humilde y desinteresado: «El que quiera ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos» (v. 35). Con esta actitud podemos prepararnos para hacer frente a la pasión y a sus consecuencias.

Jesús, para hacer más expresiva su catequesis, acompaña sus palabras, como los antiguos profetas, con un gesto. Pone a un niño en el centro y le abraza. La colocación en el centro es un primer mensaje de atención dirigida al niño, que, por lo general, no tenía ningún valor (como las mujeres, los niños tampoco entraban en el cómputo cuando se calculaba la población: cf. Me 6,44).

El tierno gesto de abrazarle revela con claridad hasta qué punto los niños fueron objeto del amor de Jesús. Por eso, las palabras completan y aclaran el mensaje: «El que acoge a un niño como éste en mi nombre, a mí me acoge; y el que me acoge a mí no es a mí a quien acoge, sino al que me ha enviado» (v. 37). Estar bien dispuestos hacia un niño, signo de quien no cuenta, significa dejar sitio en nuestra propia vida a Jesús y, a través de él, al Padre.

No hemos de buscar, por consiguiente, la supremacía con la idea implícita de hacernos servir, de ser reverenciados, sino con la disponibilidad de ponernos al servicio de todos, de mostrarnos acogedores con todos, incluso con los últimos. Éste es el modo correcto y fructífero de ir a Jerusalén para compartir el misterio pascual con Jesús.

 

MEDITATIO

El verbo que emplea la Biblia para expresar el viaje hacia Jerusalén es «subir». Su significado obvio es el geográfico: la ciudad se encuentra a 750 metros de altitud, que se convierten en más de 1.000 si la comparamos con Jericó, asentada en la depresión del mar Muerto. Pero está también el significado espiritual: se «sube» a Jerusalén porque se va al encuentro de Dios, que tiene su trono en el templo. Los peregrinos judíos, para prepararse dignamente, subían a Jerusalén cantando unos salmos (desde el 120 al 134) llamados precisamente «canto de subidas» o «cantos de peregrinación». A Jerusalén no se va de turista, sino como

peregrinos.

También Jesús se prepara para subir a Jerusalén y prepara asimismo a sus discípulos. No quiere que sean simples espectadores de cuanto él se prepara a vivir con una fuerte intensidad. Consciente de la dificultad, los va educando de una manera progresiva en diferentes valores: la elección del último lugar, la renuncia a puntos de mira demagógicos, la acogida de los que no cuentan, como los niños. Les está ayudando a no rehuir la cruz, entendida sólo en negativo, uniéndola siempre a la resurrección. Sólo de la combinación pasión-muerte-resurrección nace el misterio pascual.

Les está sensibilizando con el misterio pascual, aun cuando su humanidad rebelde tiende a mostrarse recalcitrante ante un discurso comprometedor. Es mejor escabullirse y quedarse en el campo restringido del interés personal, instintivamente comprensible y gozable de inmediato: «¿Quién es el más importante?». La verdadera grandeza se mide con los parámetros de Dios, no con los de los hombres, que son medidas inestables y fluctuantes.

Siempre anda al acecho la tentación de detenerse antes de llegar a Jerusalén, de cambiar de camino, de buscar atajos o caminos anchos... Aquí está la gran prueba de los discípulos y de todos los creyentes. Hagamos resonar tanto para los discípulos como para nosotros mismos la sugerencia del libro del Eclesiástico: «Pon en él tu confianza, que él vendrá en tu ayuda». Así es, Jesús nos ayudará a superar la prueba y a «subir» con él a Jerusalén para celebrar su pascua y la nuestra.

 

ORATIO

Señor Jesús, ¡qué bien comprendo la falta de comprensión de tus apóstoles! Me siento en gran medida uno de ellos en lo referente a la lejanía de la cruz y el rechazo instintivo de todo lo que lleva el amargo sabor del sufrimiento. Me parece más fácil oír hablar de la cruz, y mejor aún si el discurso es elegante o soy yo mismo quien habla de ella. Sin embargo, el discurso se queda en la periferia de la vida: hablo de ella como si se tratara de un objeto de estudio. O bien me gusta ver la cruz, y tanto mejor si es artística o, al menos, de una factura apreciable. Hay muchas, de todas las dimensiones, de todos los colores, de todos los materiales y de todos los precios. Sí, porque las cruces también se pueden comprar. Sin embargo, por muy preciosas que sean, no valen gran cosa. A lo máximo, consigo llevar la cruz... en el cuello o colgada en la solapa de la chaqueta. Ahora bien, la cruz no está hecha para ponerla en un collar ni para colgarla en la solapa de una chaqueta, sino para llevarla en el corazón. La cruz debe estar dentro, clavada en el corazón y en el cerebro. Esto me resulta difícil, e incomprensible desde el punto de vista racional. Figurémonos, además, tener que llevar la cruz de los demás. Muchas veces ni siquiera la veo y, cuando la descubro, me parece más cómodo escabullirme, fingir que no la he visto. En algunas ocasiones consigo decir una palabra de circunstancias, pero llevar «los unos los pesos de los otros» me parece tan poco común que me alineo fácilmente y de buena gana con la mayoría. Simplemente, me oculto como un forajido. Señor, perdona esta huida mía de la cruz, y recuérdame siempre que, sin las tinieblas del Viernes santo, no surgirá nunca la mañana del Domingo de resurrección.

 

CONTEMPLATIO

Porque, sin la cruz, Cristo no hubiera sido crucificado. Sin la cruz, aquel que es la vida no hubiera sido clavado en el leño. Si no hubiese sido clavado, las fuentes de la inmortalidad no hubiesen manado de su costado la sangre y el agua que purifican el mundo, no hubiese sido rasgado el documento en el que constaba la deuda contraída por nuestros pecados, no hubiéramos sido declarados libres, no disfrutaríamos del árbol de la vida, el paraíso continuaría cerrado. Sin la cruz, no hubiera sido derrotada la muerte, ni despojado el lugar de los muertos.

Por esto, la cruz es cosa grande y preciosa. Grande, porque es el origen de innumerables bienes, tanto más numerosos cuanto que los milagros y sufrimientos de Cristo representan un papel decisivo en su obra de salvación. Preciosa, porque la cruz significa a la vez el sufrimiento y el trofeo del mismo Dios: el sufrimiento, porque en ella sufrió una muerte voluntaria; el trofeo, porque en ella quedó herido de muerte el demonio y, con él, fue vencida la muerte. En la cruz fueron demolidas las puertas de la región de los muertos, y la cruz se convirtió en salvación universal para todo el mundo.

La cruz es llamada también gloria y exaltación de Cristo. Ella es el cáliz rebosante del que nos habla el salmo, y la culminación de todos los tormentos que padeció Cristo por nosotros. El mismo Cristo nos enseña que la cruz es su gloria, cuando dice: Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él, y pronto lo glorificará. Y también: Padre, glorifícame con la gloria que yo tenía cerca de ti antes que el mundo existiese. Y asimismo dice: «Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: "Lo he glorificado y volveré a glorificarlo"», palabras que se referían a la gloria que había de conseguir en la cruz (Andrés de Creta, Sermón X sobre la exaltación de la santa cruz, en PG 97, cois. 1022ss).

 

ACTIO

        Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «El que quiera ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos» (Me 9,35).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Ellas, las seis pobrecitas [las hermanas infectadas por el virus ébola], se contentaban con entregarse a la crónica cotidiana del Reino, recitada -más que escrita- en voz baja, toda con letras minúsculas. Satisfechas por tener sus nombres escritos en el cielo (Le 10,20) y no en las páginas de los periódicos. Satisfechas por el hecho de pertenecer a la categoría de los pequeños, de los «nadie», privilegiada por el Evangelio, y, por consiguiente, inmunizadas contra la necesidad de mendigar popularidad, consensos, notoriedad.

¿Queremos desempolvar de nuevo, en su caso, una palabra, una virtud que hoy está frecuentemente confinada entre las antiguallas? Pues entonces hablaríamos también de la humildad [...]. Son seis hermanas normales, que no forman parte de la categoría de lo excepcional. Normales en el servicio, normales en la fidelidad, normales en el «perder la vida», normales en el olvido de sí mismas. Normales en el valor, aunque también en el miedo. Normales en los impulsos, aunque también en sus debilidades. Normales en un amor «sin medida». Su vida era la suma de muchas cosas normales, de muchas ocupaciones ordinarias, muchas labores comunes, muchas tareas en absoluto exaltadoras. Hoy, el escenario está totalmente ocupado por protagonistas, primeros actores, que se abren paso a codazos para estar en primer plano. Ya no es posible reclutar a individuos dispuestos a recitar la parte modesta -aunque siempre exaltadora- de hombres sencillos, de cristianos y religiosos «normales» [...]. Ellas eran criaturas normales [...]. El amor era su norma. Y también el sacrificio, la renuncia, la fidelidad más costosa, la caridad sonriente, el servicio gozoso como norma (A. Pronzato, Un'esagoruz. iont> di amore, Milán 1997, pp. 154-158).

 

 

Día 27

Miércoles 7ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Eclesiástico 4,11-19

11 La sabiduría adoctrina a sus hijos y se cuida de los que la buscan.

12 El que la ama, ama la vida, se llenarán de gozo los que madrugan para buscarla.

13 El que la adquiere heredará la gloria; vaya donde vaya, lo bendecirá el Señor.

14 Los que la sirven rinden culto al Santo, los que la aman son amados del Señor.

15 El que la escucha juzga con equidad, el que se aplica a ella vivirá seguro.

16 Quien confía en ella la recibirá en herencia, sus descendientes la poseerán por siempre.

17 Porque al comienzo lo lleva por caminos sinuosos; le infunde miedo y temblor, lo purifica con su disciplina hasta que pueda confiar en él y lo pone a prueba con sus exigencias.

18 Pero en seguida volverá a él por el camino recto, lo colma de alegría y le descubre sus secretos.

19 Pero si él se desvía, lo abandona y lo entrega a su propia ruina.

 

**• El fragmento presenta a la sabiduría en forma personificada, como en otros pasajes análogos de la literatura bíblica (cf. Prov 8,12-21; 9,1-6). Desarrolla una actividad educadora indispensable, sellada así en el v. 11: «La sabiduría adoctrina a sus hijos y se cuida de los que la buscan». Antes de enumerar sus intervenciones, es necesario el movimiento de búsqueda, es decir, la voluntad de encontrarla. Es como abrir la mente y el corazón al benéfico influjo de la sabiduría. Sólo después de este primer paso emprende ella su intervención, confiada en unos términos fuertemente evocadores: vida, gozo, gloria, equidad en el juicio, seguridad.

El muestrario de bienes está en la base de las aspiraciones secretas de todos los hombres. Podemos inferir que garantiza el máximo éxito en el plano humano. Sin embargo, es en el plano religioso donde manifiesta la sabiduría sus más altas potencialidades, como se dice en el v. 14, una cumbre teológica: «Los que la sirven rinden culto al Santo, los que la aman son amados del Señor». La interdependencia que aparece aquí entre el Señor y la sabiduría es muy fuerte y ambas realidades acaban casi por identificarse. El lector no se sentirá sorprendido porque ha aprendido ya que la sabiduría es una cualidad de Dios, una de sus expresiones.

La sabiduría, con una fina sensibilidad psicológica, ha indicado los bienes, ha mostrado el objetivo. No se llega a la meta sin esfuerzo ni sin empeño personal. Esto aparece aún con mayor claridad a partir del v. 17, donde el sujeto se ve sometido a una serie de pruebas que pretenden verificar su capacidad de fiarse de la sabiduría. En resumidas cuentas, debe dejarse guiar, «construir» de una manera progresiva por la sabiduría. Sólo entonces podrá entrar en intimidad con ella, hasta conocer sus secretos. La expresión sirve para indicar que el discípulo ha superado la fase de aprendizaje, ya no es un novicio.

El. v. 19, conclusivo, queda como aviso: existe la posibilidad de fracasar, que consiste en ser abandonado por la sabiduría para seguir un destino de perdición. Leído en sentido positivo, se trata de una invitación a tomar en serio la acción pedagógica -y vital- de la sabiduría.

 

Evangelio: Marcos 9,38-40

En aquel tiempo,

38 Juan le dijo a Jesús: -Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no es de nuestro grupo.

39 Jesús replicó: -No se lo prohibáis, porque nadie que haga un milagro en mi nombre puede luego hablar mal de mí.

40 Pues el que no está contra nosotros está a favor de nosotros.

 

**• El fragmento de hoy es limitado en su extensión, pero ilimitado en su aplicación. Se trata de un puñado de palabras, distribuidas en tres versículos, que refieren el alarmismo de Juan y la sosegada respuesta de Jesús. Éste se presenta también como un educador que señala nuevos caminos, originales, diversos de los caminos de los hombres.

Estamos en la segunda parte del evangelio de Marcos, después de la profesión de fe de Pedro en Cesárea de Filipo. Ahora Jesús se encuentra más concentrado en la formación de los Doce, aunque no se olvida de instruir a las muchedumbres. Los discípulos, haciendo valer este privilegio, pueden haber sacado conclusiones indebidas o al menos apresuradas. Juan se erige en portavoz. Está preocupado porque alguien, que no pertenecía al círculo restringido de los discípulos, realiza exorcismos «en nombre de Jesús» (es decir, con su autoridad).

Se vuelve a plantear un caso conocido ya en el Antiguo Testamento (cf. Nm 11,26-29). Dos hombres que habían sido convocados para ir a la tienda del encuentro y recibir el espíritu de profecía por medio de Moisés, no asistieron de hecho. A pesar de ello, el espíritu descendió también sobre ellos y empezaron a profetizar. Esto alarmó a alguno, que se apresuró a informar a Moisés. Josué le pidió expresamente a este último que impidiera esta profecía, aparentemente no legal. La respuesta de Moisés manifiesta su amplitud de miras:  «¿Tienes celos por mí? ¡Ojalá que todo el pueblo profetizara y el Señor infundiera en todos su espíritu!».

Del mismo modo, Juan quería prohibir a uno que ejerciera de exorcista «porque no es de nuestro grupo» (v. 38; literalmente, «porque no nos seguía»). Juan concebía el seguimiento como un privilegio antes que como un servicio, lo pensaba en términos de «clase» antes que en términos de universalidad. Le faltaba la «anchura de miras» suficiente para superar la estrechez de su experiencia. Le faltaba sobre todo una apertura misionera, una sensibilidad altruista, porque estaba empeñado en defender más que en difundir lo que era y lo que tenía. Jesús no le reprende, sino que le corrige amablemente usando un argumento de sentido común. Realizar un exorcismo significa poseer la fuerza de Cristo («en su nombre») para vencer a Satanás. Quien usa esa fuerza está, necesariamente, en comunión con Cristo. Por consiguiente, no puede ser enemigo («hablar mal») suyo. Así pues, que siga actuando. El v. 40 refiere un dicho sapiencial: si alguien no es enemigo tuyo, es amigo tuyo. Jesús se revela así como un maestro del buen sentido, abierto a la diversidad, que no es oposición, sino expresión de un sano pluralismo.

 

MEDITATIO

Todos estamos en continua formación, cual colegiales en perenne aprendizaje en la escuela de la vida, guiados por el más sabio de los maestros; más aún, el único: «No os dejéis llamar preceptores, porque uno sólo es vuestro preceptor: el Mesías» (Mt 23,10). Y en el caso de que, por profesión, estuviéramos más allá de la cátedra, no olvidemos esta actitud fundamental, recordando el movimiento que guía al sabio: Paratus sempre doceri (dispuesto siempre a aprender).

Las lecturas nos proponen dos guías excepcionales para el camino de la vida: la sabiduría y Jesús mismo. Dos guías que terminan identificándose. Hay una educación que responde a principios pedagógicos, teorizados y experimentados y, por consiguiente, propuestos. Nacen los distintos métodos o escuelas. Estemos agradecidos a los hombres y a las mujeres que se comprometen en este noble sector. Con todo, queremos recordar que, si carecemos de la sabiduría del corazón y de la capacidad de integrar en una visión armónica el dato exterior, experimental, y el interior, que afecta a las raíces secretas del ser, ningún esfuerzo tendrá gran éxito.

La sabiduría ha prometido en la primera lectura a aquellos que la buscan llevarlos a las fuentes del gozo y del verdadero éxito. Con un sano realismo ha recordado también el esfuerzo que cada uno debe poner en esta búsqueda. Es una nota interesante contra la moda imperante del «todo enseguida» y «todo con facilidad». También la experiencia cotidiana nos enseña que la meta se alcanza con empeño y fatiga: el deportista tiene que entrenarse mucho antes de alcanzar niveles satisfactorios, el estudiante tiene que estudiar mucho tiempo para aprobar los exámenes... En compensación, la sabiduría nos garantiza la realización de nuestra propia vida, y lo expresa teológicamente con esta frase: «los que la aman [a la sabiduría] son amados del Señor». La sintonía con el Señor es la máxima realización de la existencia.

El evangelio también nos habla de una actividad educativa. Jesús reconviene a Juan, que padece «miopía», su intemperancia: ve bien de cerca (sus cosas) y poco o mal de lejos (las otras). Quisiera estandarizar a todos con sus medidas. Jesús le abre de par en par las ventanas del corazón para que acoja otra posibilidad, para que acoja a alguien diferente, en el sentido de que no pertenece oficialmente a los seguidores de Jesús, aunque, de hecho, con su comportamiento manifiesta que está en sintonía con él. Juan y, por extensión, toda la comunidad cristiana necesitan ir más allá de las apariencias y verificar el carácter genuino del corazón de las personas más que su carnet de adscripción.

 

ORATIO

Padre santo, guía mis pasos por el camino del bien. Hazme encontrar maestros que enseñen con la palabra y con la vida, que estén en contacto con las fuentes genuinas de tu Palabra. El mundo rebosa de pretendidos maestros que no rara vez tienen la desfachatez de declararse o hacerse llamar maitre á penser, como si fueran nuevos Aristóteles. Son pregoneros, insustanciales capaces de alborotar, pensadores de temporada o vendedores de ideas rancias. Sin embargo, tienen muchos seguidores.

Ayúdame, Señor, a distinguir el grano de la paja, la verdad de la ilusión, la sustancia del brillo seductor. Te pido el don de la sabiduría, usando las palabras del rey Salomón, prototipo de todos los sabios, que, con agudeza, te pidió poder participar de una cualidad que, siendo principalmente tuya, te place infundir en quien te la pide en la oración y en quien la custodia en la vida:

«Contigo está la sabiduría, que conoce tus obras; estaba presente cuando hacías el mundo y sabe lo que es agradable a tus ojos y lo que es conforme a tus mandamientos.

Envíala desde el santo cielo, desde el trono de tu gloria mándala, para que me asista en mi tarea y sepa yo lo que te es agradable.

Porque ella, que todo lo sabe y lo comprende, me guiará con acierto en mis empresas y con su gloria me protegerá.

Así, mis obras te agradarán, gobernaré a tu pueblo con justicia y seré digno del trono de mis antepasados» (Sab 9,9-12).

 

CONTEMPLATIO

Nadie ignora la gran dignidad y mérito que tiene el ministerio de instruir a los niños, principalmente a los pobres, ayudándoles a conseguir la vida eterna. En efecto, la solicitud por instruirlos, principalmente en la piedad y en la doctrina cristiana, redunda en bien de sus cuerpos y de sus almas, y, por esto, los que a ello se dedican ejercen una función muy parecida a la de sus ángeles custodios.

Además, es una gran ayuda para que los adolescentes, de cualquier género o condición, se aparten del mal y se sientan suavemente atraídos e impulsados a la práctica del bien. La experiencia demuestra que, con esta ayuda, los adolescentes llegan a mejorar de tal modo su conducta que ya no parecen los mismos de antes.

Mientras son adolescentes, son como retoños de plantas que su educador puede inclinar en la dirección que le plazca, mientras que, si se espera a que endurezcan, ya sabemos la gran dificultad o, a veces, la total imposibilidad que supone el doblegarlos.

La adecuada educación de los niños, principalmente de los pobres, no sólo contribuye al aumento de su dignidad humana, sino que es algo que merece la aprobación de todos los miembros de la sociedad civil y cristiana: de los padres, que son los primeros en alegrarse de que sus hijos sean conducidos por el buen camino; de los gobernantes, que obtienen así unos súbditos honrados y muy buenos ciudadanos, y, sobre todo, de la Iglesia, ya que son introducidos de un modo más eficaz en su multiforme manera de vivir y de obrar, como seguidores de Cristo y testigos del Evangelio.

Los que se comprometen a ejercer con la máxima solicitud esta misión educadora han de estar dotados de una gran caridad, de una paciencia sin límites y, sobre todo, de una profunda humildad, para que así sean hallados dignos de que el Señor, si se lo piden con humilde afecto, les haga idóneos cooperadores de la verdad, les fortalezca en el cumplimiento de este nobilísimo oficio y les dé finalmente el premio celestial, según estas palabras de la Escritura: «Los que enseñaron a muchos la justicia brillarán como las estrellas, por toda la eternidad».

Todo esto conseguirán más fácilmente si, fieles a su compromiso perpetuo de servicio, procuran vivir unidos a Cristo y agradarle sólo a él, ya que él dijo: «Cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis» (J. de Calasanz, Memorial al cardenal M. A. Tonti, 1621).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «Que yo pueda vivir y alabarte» (cf. Sal 118,165.175).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Si de verdad buscamos la auténtica felicidad de nuestros alumnos y queremos inducirles al cumplimiento de sus obligaciones, conviene, ante todo, que nunca olvidéis que hacéis las veces de padres de nuestros amados jóvenes, por quienes trabajé siempre con amor, por quienes estudié y ejercí el ministerio sacerdotal, y no sólo yo, sino toda la congregación salesiana. ¡Cuántas veces, hijos míos, durante mi vida, va bastante prolongada, he tenido ocasión de convencerme de esta gran verdad! Es más fácil enojarse que aguantar, amenazar al niño que persuadirlo; añadiré incluso que, para nuestra impaciencia y soberbia, resulta más cómodo castigar a los rebeldes que corregirlos, soportándolos con firmeza y suavidad a la vez.

Os recomiendo que imitéis la caridad que usaba Pablo con los neófitos, caridad que con frecuencia le llevaba a derramar lágrimas y a suplicar, cuando los encontraba poco dóciles y rebeldes a su amor.

Guardaos de que nadie pueda pensar que os dejáis llevar por los arranques de vuestro espíritu. Es difícil, al castigar, conservar la debida moderación, la cual es necesaria para que en nadie pueda surgir la duda de que obramos sólo para hacer prevalecer nuestra autoridad o para desahogar nuestro mal humor.

Miremos como a hijos a aquellos sobre los cuales debemos ejercer alguna autoridad. Pongámonos a su servicio, a imitación de Jesús, el cual vino para obedecer y no para mandar, y avergoncémonos de todo lo que pueda tener incluso apariencia de dominio; si algún dominio ejercemos sobre ellos, ha de ser para servirlos mejor.

Éste era el modo de obrar de Jesús con los apóstoles, ya que era paciente con ellos, a pesar de que eran ignorantes y rudos, e incluso poco fieles; también con los pecadores se comportaba con benignidad y con una amigable familiaridad, de tal modo que era motivo de admiración para unos, de escándalo para otros, pero también ocasión de que muchos concibieran la esperanza de alcanzar el perdón de Dios. Por esto, nos mandó que fuésemos mansos y humildes de corazón.

Son hijos nuestros, y, por esto, cuando corrijamos sus errores, hemos de deponer toda ira o, por lo menos, dominarla de tal manera como si la hubiéramos extinguido totalmente. Mantengamos sereno nuestro espíritu, evitemos el desprecio en la mirada, las palabras hirientes; tengamos comprensión en el presente y esperanza en el futuro, como conviene a unos padres de verdad, que se preocupan sinceramente de la corrección y enmienda de sus hijos.

En los casos más graves, es mejor rogar a Dios con humildad que arrojar un torrente de palabras, ya que éstas ofenden a los que las escuchan, sin que sirvan ae provecho alguno a los culpables (Juan Bosco, Epistolario, Turín 1959, 4, 201-203).

 

 

Día 28

Jueves 7ª semana del Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Eclesiástico 5,1-8

1 No pongas la confianza en tus riquezas, ni digas: «Con esto me basta».

2 No dejes que tus instintos y tu fuerza vayan tras las pasiones de tu corazón.

3 No digas: «¿Quién puede dominarme?», porque el Señor no dejará de castigarte.

4 No digas: «Pequé, y ¿qué me ha sucedido?», porque el Señor sabe esperar.

5 No vivas tan seguro del perdón mientras pecas sin cesar.

6 No digas: «Grande es su misericordia, él perdonará mis muchos pecados», porque tiene piedad, pero también ira, y descarga su furor sobre los pecadores.

7 No tardes en convertirte al Señor, no lo dejes de un día para otro, porque la ira del Señor estalla de repente y en el día del castigo serás aniquilado.

8 No te fíes de riquezas mal ganadas, de nada te servirán en el día de la desgracia.

 

*+• El hombre sabio, rico en experiencia, ha detectado muchas actitudes ilusorias que minan la vida y contaminan la existencia. Lanza su mensaje de peligro para ayudar a los ingenuos a no caer en trampas mortales. Alguno hasta se atreve a jactarse de decisiones que, a la larga, se convierten en una autocondena. Es mejor estar informados, seriamente avisados antes de que sea demasiado tarde. Aquí tenemos, pues, un «decálogo en forma negativa»: son diez «noes» que pretenden cerrar el paso a decisiones ruinosas. No son leyes para imponer, sino señales de peligros graves enviadas al oyente/lector. A él corresponde, a continuación, apropiarse del mensaje y orientar con él su vida. Obrando de este modo se vuelve sabio; de lo contrario, sigue siendo un estúpido.

Las prohibiciones pueden ser reagrupadas temáticamente en torno a los temas de la riqueza, la fuerza y la presunción ante Dios. El esquema se repite: la primera parte se abre con el «no» y el comportamiento errado (en forma de prohibición; por ejemplo, «no te fíes»); la segunda recuerda la intervención de Dios, que no deja sin castigo una decisión equivocada. El castigo es un modo de hacer triunfar la sabiduría, a fin de reintroducir el orden necesario.

La primera y la última prohibiciones forman una especie de marco de todo el decálogo y tratan de la riqueza. El peligro está en darle excesivo valor, como si fuera la única cosa indispensable {«Con esto me basta»: v. 1), o en hacerse la ilusión de que una riqueza deshonesta puede garantizar el mañana (cf. v. 8). Los w. 2ss tienen que ver con la fuerza o el poder del que muchas veces se jacta la gente. El ejercicio de esa fuerza, con frecuencia pura prepotencia, está bloqueado por el amenazador «el Señor no dejará de castigarte» (v. 3b). El punto álgido de la desfachatez se alcanza en los w. 4-7, donde el hombre peca y con desvergonzada arrogancia se pregunta: «Pequé, y ¿qué me ha sucedido?», o bien se apoya de un modo desconsiderado en el perdón de Dios como si fuera un derecho, olvidándose del deber del arrepentimiento y de la conversión.

Son éstas actitudes de ruinosa presunción, contra las que el sabio hace resonar su decálogo. Urge que nos demos cuenta de la gravedad de la situación y corramos a los refugios. Las sugerencias del sabio y la misericordia de Dios son unos instrumentos preciosos para renovar la existencia.

 

Evangelio: Marcos 9,41-50

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

41 Os aseguro que el que os dé a beber un vaso de agua en mi nombre porque sois del Mesías no quedará sin recompensa.

42 Al que sea ocasión de escándalo para uno de estos pequeños que creen en mí más le valdría que le colgaran del cuello una piedra de molino y lo echaran al mar.

43 Y si tu mano es ocasión de escándalo para ti, córtatela.

44 Más te vale entrar manco en la vida que ir con las dos manos al fuego eterno que no se extingue.

45 Y si tu pie es ocasión de escándalo para ti, córtatelo.

46 Más te vale entrar cojo en la vida que ser arrojado con los dos pies a la Gehenna.

47 Y si tu ojo es ocasión de escándalo para ti, sácatelo. Más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios que ser arrojado con los dos ojos a la Gehenna,

48 donde el gusano que roe no muere y el fuego no se extingue.

49 Todos van a ser salados con fuego.

50 Buena es la sal. Pero si la sal se vuelve insípida, ¿con qué le daréis sabor? Tened sal entre vosotros y convivid en paz.

 

*• Se abre este fragmento, cargado de advertencias amenazadoras, con una sentencia positiva. El v. 41 refiere un gesto de bondad motivado, es decir, no simplemente instintivo o automático. Se trata de una acción modesta, como el ofrecimiento de un vaso de agua, pero se agiganta si pensamos que estamos en zonas desérticas, donde el agua es un bien precioso. Lo que cuenta sobre todo es la motivación, exquisitamente teológica: el agua se da «en mi nombre porque sois del Mesías» (v. 41). Quien así obra piensa en Jesús y ve en el otro a un hermano. Con esta condición, la acción no será olvidada y obtendrá su recompensa. Con ello no se pretende excluir el valor de una bondad natural: el bien siempre es el bien. Lo que aquí se quiere sugerir es el gran valor que lleva anexo una acción rica en motivación interior.

Sigue una serie amenazadora de dichos, catalizados en torno a la expresión «ser ocasión de escándalo» (que se repite cuatro veces). El discurso se vuelve duro y sin posibilidad de apelación. Esta severidad explica la gravedad de la situación, que el lector debe percibir con toda su urgencia. El «escándalo» era, originariamente, una piedra de tropiezo que bloqueaba el normal proceder hacia la meta. Más tarde pasó a indicar un obstáculo puesto voluntariamente para impedir el camino del crecimiento y de la fe. El ámbito religioso del escándalo se comprende mediante el añadido «pequeños que creen en mí» o bien por el hecho de que la meta es «entrar en la vida» (la eterna, como es obvio). Son los miembros de la comunidad, llamados precisamente «pequeños», los afectados por el escándalo. ¿Quiénes son los pequeños? Son las personas sencillas, dotadas de un corazón libre, que han llevado a cabo una opción de fe. En consecuencia, la amenaza se dirige en particular a aquellos que bloquean la actividad espiritual de cuantos quieren ponerse a seguir a Cristo. La gravedad del escándalo se deja ver en la pena que le espera al culpable, una pena muy grave, pero que debe preferirse a pesar de todo («sería mejor»). La pena consiste en colgarle al cuello una piedra de molino (literalmente, «de asno», porque era grande y la hacía girar este animal) y ser echado al mar.

A continuación, se ponen tres ejemplos -mano, pie y ojo- simétricos, porque están construidos del mismo modo y llevan una misma idea. Se parte de la hipótesis ele un miembro o de un órgano humano que causa escándalo, después se sugiere privarse de él voluntariamente con una extirpación radical. Por último, se presenta el hecho de que es mejor gozar de la vida, la eterna, privados de ese órgano que poseerlo e ir a la perdición. Esta última se concretiza en la Gehenna (w. 45.47), un pequeño valle situado al sur de Jerusalén, imagen popular del infierno a causa de las basuras que ardían allí continuamente. Era una especie de vertedero de basura de la ciudad, donde el fuego incineraba todos los desechos.

En este punto es lícito preguntarse por el significado de las palabras de Jesús. ¿Pide verdaderamente una mutilación cuando una parte del cuerpo es causa de escándalo? Para responder a la pregunta hemos de tener en cuenta tanto el género literario como el comportamiento de Jesús. Como en otros casos, las palabras son fuertes y despiadadas, a fin de indicar la gravedad de la situación. Estamos ante expresiones hiperbólicas, paradójicas, que han de ser comprendidas en su significado y no aceptadas en su sentido literal, porque llevarían a un contrasentido. La petición de Jesús está relacionada con la conversión, y ésta «infecta» toda la vida. La mano o el pie o el ojo que pecan están dirigidos por un cerebro y por una voluntad enfermos. De nada serviría privarse de un miembro sin intervenir sobre las causas. La conversión tiene que ver con todo el hombre y no con una de sus partes. Marcos recuerda que la maldad viene del interior del hombre y no del exterior (cf. 7,20-23).

La conducta de Jesús durante su vida pública refuerza esta interpretación. Jesús nunca le pidió a un pecador que se privara de alguna parte del cuerpo que hubiera sido ocasión de pecado. En definitiva, nos encontramos frente a unas palabras fuertes que deben ser comprendidas y acogidas con toda su severidad, sin someterse a una interpretación literal que estaría en contradicción tanto como el texto como con el comportamiento de Jesús.

 

MEDITATIO

Nos quedamos un poco sorprendidos por las palabras fuertes que vibran en los pasajes de hoy. Se trata de mensajes vigorosos, sin apelación, destinados a concientizar a las personas y ponerlas ante el carácter trágico del mal. No es raro encontrar una complaciente connivencia con el mal, cubierta de una pátina de mistificantes justificaciones de este tipo: «¿Qué tiene de malo?», «Lo hacen todos»..., que rebajan el umbral de la conciencia moral, de modo que los valores quedan aguados y degradados, y el indiferentismo reina como soberano.

El sabio de la primera lectura advierte con una serie de prohibiciones que son un grito de alarma. La vida no es para jugársela: tenemos una sola y no podemos confiar en la «rueda de recambio» que tiene el automóvil. Es mejor estar avisados sobre las consecuencias de ciertos comportamientos y decir en voz alta que son caminos sin retorno. Ben Sira no se limita a gritar: «¡El lobo, el lobo!», porque desarrolla una verdadera educación preventiva: descubre el engaño de ciertas decisiones y señala, indirectamente, el camino que hemos de seguir. La riqueza, por ejemplo, no es un baluarte que nos proteja hasta el infinito; por consiguiente, es mejor no poner en ella una confianza ciega y absoluta.

No es menos severo el discurso de Jesús sobre el escándalo. Podemos practicar una rebaja en lo que corresponde a la forma (evitar una aplicación literal rigurosa, porque de lo contrario seríamos fundamentalistas), pero no en lo que se refiere al contenido. El escándalo es un bloque puesto en el sendero de quien desea caminar en fidelidad al Señor. Es obligatorio remover las causas del escándalo, aunque cueste un gran empeño. La fatiga que nos produzca quedará ampliamente recompensada con la vida. Debemos hacer resonar en nuestra conciencia y hacer rebotar después en toda la sociedad las palabras del evangelio de hoy. Y también tenemos que levantar la voz para que la vida quede libre de tantos escándalos que contaminan todos los sectores y resultan ruinosos para los pequeños que creen y para todos los seres humanos. Un remedio saludable será llevar a cabo una continua obra de conversión y la capacidad de ser portadores de una ráfaga de aire puro.

 

ORATIO

Señor, haz de mí un instrumento de tu paz.

Que donde haya odio, ponga yo amor.

Que donde haya ofensa, ponga yo perdón.

Que donde haya discordia, ponga yo unión.

Que donde haya duda, ponga yo la fe.

Que donde haya error, ponga yo la verdad.

Que donde haya desesperación, ponga yo la esperanza.

Que donde haya tinieblas, ponga yo tu luz.

Que donde haya tristeza, ponga yo la alegría.

Oh Maestro, haz que no busque tanto

ser consolado como consolar,

ser comprendido como comprender,

ser amado como amar.

Porque es dando como se recibe,

es olvidándose como uno se encuentra,

es perdonando como se es perdonado,

es muriendo como se resucita a la vida eterna.

(Francisco de Asís).

 

CONTEMPLATIO

¿Queréis que os recuerde los diversos caminos de penitencia? Hay ciertamente muchos, distintos y diferentes, y todos ellos conducen al cielo.

El primer camino de penitencia consiste en la acusación de los pecados: «Confiesa primero tus pecados, y serás justificado». Por eso dice el salmista: «Propuse: "Confesaré al Señor mi culpa", y tú perdonaste mi culpa y mi pecado». Condena, pues, tú mismo aquello en lo que pecaste y esta confesión te obtendrá el perdón ante el Señor, pues quien condena aquello en lo que faltó, con más dificultad volverá a cometerlo; haz que tu conciencia esté siempre despierta y sea como tu acusador doméstico y así no tendrás quién te acuse ante el tribunal de Dios.

Éste es un primer y óptimo camino de penitencia; hay también otro, no inferior al primero, que consiste en perdonar las ofensas que hemos recibido de nuestros enemigos, de tal forma que, poniendo a raya nuestra ira, olvidemos las faltas de nuestros hermanos; obrando así, obtendremos que Dios perdone aquellas deudas que ante él hemos contraído; he aquí, pues, un segundo modo de expiar nuestras culpas. «Porque si perdonáis a los demás sus culpas -dice el Señor-, también vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros.»

¿Quieres conocer un tercer camino de penitencia? Lo tienes en la oración ferviente y continuada, que brota de lo íntimo del corazón.

Si deseas que te hable aún de un cuarto camino, te diré que lo tienes en la limosna: ella posee una grande y extraordinaria virtualidad. También, si eres humilde y obras con modestia, en este proceder encontrarás no menos que en cuanto hemos dicho hasta aquí, un modo de destruir el pecado. De ello tienes un ejemplo en aquel publicano que, si bien no pudo recordar ante Dios su buena conducta, en lugar de buenas obras presentó su humildad y se vio descargado del gran peso de sus muchos pecados.

Te he recordado, pues, cinco caminos de penitencia: primero, la acusación de los pecados; segundo, el perdonar las ofensas de nuestro prójimo; tercero, la oración; cuarto, la limosna; quinto, la humildad.

No te quedes, por tanto, ocioso; antes, procura caminar cada día por la senda de estos caminos: ello, en efecto, resulta fácil, y no te puedes excusar aduciendo tu pobreza, pues, aunque vivieres en gran penuria, podrías deponer tu ira y mostrarte humilde, podrías orar asiduamente y confesar tus pecados; la pobreza no es obstáculo para dedicarte a estas prácticas. Pero ¿qué estoy diciendo? La pobreza no impide de ninguna manera el andar por aquel camino de penitencia que consiste en seguir el mandato del Señor, distribuyendo los propios bienes -hablo de la limosna-, pues esto lo realizó incluso aquella viuda pobre que dio sus dos pequeñas monedas.

Ya que has aprendido con estas palabras a sanar tus heridas, decídete a usar de estas medicinas y así, recuperada ya tu salud, podrás acercarte confiado a la mesa santa y salir con gran gloria al encuentro del Señor, rey de la gloria, y alcanzar los bienes eternos por la gracia, la misericordia y la benignidad de nuestro Señor Jesucristo (Juan Crisóstomo, Sermones II, 6, en PG 49, cois. 263ss).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: «El Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los malvados conduce a la perdición» (Sal 1,6).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

¿Quién piensa aquí en el pecado? Un hombre justamente embrutecido por el pecado, rebosante de pecados y abrumado por eso [...]. Yo soy el nido mismo del mal y del pecado, y no consigo nunca liberarme de él. Ni siquiera intento salir de esta red infernal, de esta trampa venenosa. Oh pecado, qué gravemente pesas sobre el arco de mis hombros vellosos. Oh pecado, cómo doblas violentamente, hasta deformarlo, el arco, dentro de poco destrozado, de mis frágiles hombros. El peso, el peso cortante del pecado -¡el pecado!-, hace brotar una sangre negra sobre este arco sobre el que un tiempo pasaba la mano de Dios. Sacerdote, perdonas demasiado pronto. Alivias demasiado pronto la herida sangrante del pecado [...].

Quien piensa aquí en el pecado es un hombre embrutecido por el pecado y abrumado por él. Este hombre le pregunta a Dios: «Oh tú, bondad infinita, ¿qué es el pecado?». Y Dios no responde; el diablo dice: «Soy yo». ¡Tú!, repugnante príncipe de la materia inmunda. Tú, ser ridículo, eres tú el pecado. Tú, el contrario de Dios. Entonces, es contra ti, enemigo, contra quien voy constantemente; contra ti voy yo, un ser creado por Dios... ¿Soy entonces un insensato? ¡Cómo! ¿Acaso imploro la amistad de Dios por la mañana y me asocio a su adversario por la noche? ¡Ah! Dejadme llorar ante el espectáculo de mi locura o reír ante el espectáculo de irracionalidad: de blanco por la mañana, de rojo por la noche. ¡Oh! Siento vergüenza por mí y por mi brújula rota [...]. Todavía estoy a tiempo de cerrar las puertas de mi alma. Soy yo, soy yo, soy yo el vencedor de la serpiente. Dios mío, repréndeme por mi sentido de victoria sobre el mal. Restitúyeme la limpieza de los sentimientos divinos (M. Jakob, Meditazioni religiose, Brescia 1952).