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VIA CRUCIS

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            El Vía crucis es una devoción centrada en los Misterios dolorosos de Cristo, que se meditan y contemplan caminando y deteniéndose en las estaciones que, del Pretorio al Calvario, representan los episodios más notables de la Pasión.

            La difusión del ejercicio del Vía crucis ha estado muy vinculada a la Orden franciscana. Pero no fue San Francisco quien lo instituyó tal como lo conocemos, si bien el Pobrecillo de Asís acentuó y desarrolló grandemente la devoción a la humanidad de Cristo y en particular a los misterios de Belén y del Calvario, que culminaron en su experiencia mística en la estigmatización del Alverna; más aún, San Francisco compuso un Oficio de la Pasión de marcado carácter bíblico, que es como un «vía crucis franciscano», y que rezaba a diario, enmarcando cada hora en una antífona dedicada a la Virgen. En todo caso, fue la Orden franciscana la que, fiel al espíritu de su fundador, propagó esta devoción, tarea en la que destacó especialmente San Leonardo de Porto Maurizio.

            El Vía crucis consta de 14 estaciones, cada una de las cuales se fija en un paso o episodio de la Pasión del Señor. A veces se añade una decimaquinta, dedicada a la resurrección de Cristo. En la práctica de este ejercicio piadoso, las estaciones tienen un núcleo central, expresado en un pasaje del Evangelio o tomado de la devota tradición cristiana, que propone a la meditación y contemplación uno de los momentos importantes de la Pasión de Jesús. Puede seguirle la exposición del acontecimiento propuesto o la predicación sobre el mismo, así como la meditación silenciosa. Ese núcleo central suele ir precedido y seguido de diversas preces y oraciones, según las costumbres y tradiciones de las diferentes regiones o comunidades eclesiales. En la práctica comunitaria del Vía crucis, al principio y al final, y mientas se va de una estación a otra, suelen introducirse cantos adecuados.

        Aquí ofrecemos el Vía crucis con textos e imágenes que ayuden a meditar y contemplar «los excesos del amor de Cristo». Los fieles y las comunidades sabrán escoger lo que les sea más útil en sus circunstancias y lo que mejor les ayude a seguir a Cristo, acompañando a María y acompañados de ella.

 

EJERCICIO DEL VÍA CRUCIS

Oración preparatoria:

V/. Por la señal † de la Santa Cruz, de nuestros † enemigos líbranos, Señor †, Dios nuestro. En el nombre del Padre † y del Hijo y del Espíritu Santo.
R/.Amén.

Acto de Contrición:

Pésame, Dios mío, y me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido. Pésame por el infierno que merecí y por el cielo que perdí, pero mucho más me pesa porque pecando ofendí a un Dios tan bueno y tan grande como Vos. Antes querría haber muerto que haberos ofendido; y propongo firmemente no pecar más y evitar las ocasiones próximas de pecado. Amén.

Pausa de silencio

Oremos: Señor Jesucristo, colma nuestros corazones con la luz de tu Espíritu Santo, para que, siguiéndote en tu último camino, sepamos cuál es el precio de nuestra redención y seamos dignos de participar en los frutos de tu pasión, muerte y resurrección. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén. [Juan Pablo II]


Modo de hacer el Via Crucis:

Después de anunciar la Estación que se va a contemplar se dice:


V/. Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
R/. Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Se medita la estación, leyendo el pequeño texto que la acompaña. Al final se reza un Padre nuestro, un Ave María y se añade:

V/. Señor, pequé.
R/. Tened piedad y misericordia de mí.

Bendita y alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.

Al finalizar el Via Crucis, de reza:

Oremos: Señor Jesucristo, tú nos has concedido acompañarte, con María tu Madre, en los misterios de tu pasión, muerte y sepultura, para que te acompañemos también en tu resurrección; concédenos caminar contigo por los nuevos caminos del amor y de la paz que nos has enseñado. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén

Oración final:

Te suplico, Señor, que me concedas, por intercesión de tu Madre la Virgen, que cada vez que medite tu Pasión, quede grabado en mí con marca de actualidad constante, lo que Tú has hecho por mí y tus constantes beneficios. Haz, Señor, que me acompañe, durante toda mi vida, un agradecimiento inmenso a tu Bondad. Amén.

Virgen Santísima de los Dolores, mírame cargando la cruz de mi sufrimiento; acompáñame como acompañaste a tu Hijo Jesús en el camino del Calvario; eres mi Madre y te necesito. Ayúdame a sufrir con amor y esperanza para que mi dolor redentor que en las manos de Dios se convierta en un gran bien para la salvación de las almas. Amén.

También se puede terminar rezando la Aceptación de la muerte: Oración: Oh Dios, Padre mío, Señor de la vida y de la muerte, que con decreto inmutable, en justo castigo de nuestras culpas, has establecido que todos los hombres hayan de morir: mírame aquí postrado delante de Ti. Aborrezco de todo corazón mis culpas pasadas, por las que he merecido mil veces la muerte, que ahora acepto para expiarlas y para obedecer a tu amable Voluntad. Gustosamente moriré, Señor, en el tiempo, en el lugar, del modo que Tú quieras, y hasta entonces aprovecharé los días de vida que me queden para luchar contra mis defectos y crecer en tu amor, para romper todos los lazos que atan mi corazón a las criaturas, para preparar mi alma a comparecer en tu presencia; y desde ahora me abandono sin reservas en los brazos de tu paternal Providencia.

 

I Estación: Jesús es condenado a muerte  Siendo Dios inmortal, Jesús quiso morir para librarme del pecado.
II Estación: Jesús carga con la cruz El Señor lleva a cuestas la Cruz, para enseñarme a llevar yo las mías.
III Estación: Jesús cae por primera vez bajo el peso de la Cruz Son mis pecados los que hacen que el Señor caiga por tierra.
IV Estación: Jesús se encuentra con su Santísima Madre Madre mía: no me faltes nunca en mi camino
V Estación: Simón de Cirene ayuda a Jesús a llevar la Cruz Llevando con ánimo mis cruces, ayudo a Jesús a llevar el peso de la suya.
VI Estación: Una piadosa mujer enjuga el rostro de Jesús Tengo que consolar a los demás, cuando sufren, viendo en ellos al Señor.
VII Estación: Jesús cae por segunda vez Señor, dame fuerzas y amor para levantarme cada vez que caiga.
VIII Estación: Jesús consuela a las hijas de Jerusalén El Señor vuelva sobre nosotros su misericordia, aunque esté sufriendo por nuestra culpa.
IX Estación: Jesús cae por tercera vez Aunque yo caiga muchas veces, el Señor me perdonará siempre por medio de la Confesión.
X Estación: Jesús es despojado de sus vestiduras La vergüenza que pasó el Señor al quedar desnudo, debe hacerme estimar la virtud de la modestia y el pudor.
XI Estación: Jesús es clavado en la cruz Los tremendos dolores del Señor me recuerdan que he de ser mortificado.
XII Estación: Jesús muere en la cruz Nadie ama más a su amigo, que el que da su vida por ese amigo.
XIII Estación: Jesús es bajado de la Cruz y entregado a su Madre Madre mía, quiero acompañarte en tu dolor con el dolor de mis pecados.
XIV Estación: Dan sepultura al cuerpo de Jesús Me dice San Pablo que he sido sepultado con Cristo, para no cometer más pecados
XV Estación: Jesús resucita de entre los muertos  

 

 



 

Primera Estación: Jesús es condenado a muerte

Franciscano s. Juan Pablo II    Gerardo Diego

Primera Estación (Franciscano)

        «Reo es de muerte», dijeron de Jesús los miembros del Sanedrín, y, como no podían ejecutar a nadie, lo llevaron de la casa de Caifás al Pretorio. Pilato no encontraba razones para condenar a Jesús, e incluso trató de liberarlo, pero, ante la presión amenazante del pueblo instigado por sus jefes: «¡Crucifícalo, crucifícalo!», «Si sueltas a ése, no eres amigo del César», pronunció la sentencia que le reclamaban y les entregó a Jesús, después de azotarlo, para que fuera crucificado.

        San Juan el evangelista nos dice que, pocas horas después, junto a la cruz de Jesús estaba María su madre. Y hemos de suponer que también estuvo muy cerca de su Hijo a lo largo de todo el Vía crucis.

        Cuántos temas para la reflexión nos ofrecen los padecimientos soportados por Jesús desde el Huerto de los Olivos hasta su condena a muerte: abandono de los suyos, negación de Pedro, flagelación, corona de espinas, vejaciones y desprecios sin medida. Y todo por amor a nosotros, por nuestra conversión y salvación.

Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

Jesús, pequé: Ten piedad y misericordia de mí.

Bendita y alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.

 

 

Primera Estación (Juan Pablo II)

        «¿Eres tú el Rey de los judíos?», preguntó Pilato a Jesús. «Mi Reino -le respondió Jesús- no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos; pero mi Reino no es de aquí».

        Entonces Pilato le dijo: «¿Luego tú eres Rey?». Respondió Jesús: «Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz».

        Le dice Pilato: «¿Qué es la verdad?». Con esto, el Procurador romano consideró terminado el interrogatorio. Volvió a salir donde los judíos y les dijo: «Yo no encuentro ningún delito en él» (cf. Jn 18,33-38).
        El drama de Pilato se oculta tras la pregunta: ¿qué es la verdad?
        No era una cuestión filosófica sobre la naturaleza de la verdad, sino una pregunta existencial sobre la propia relación con la verdad. Era un intento de escapar a la voz de la conciencia, que ordenaba reconocer la verdad y seguirla. El hombre que no se deja guiar por la verdad, llega a ser capaz incluso de emitir una sentencia de condena de un inocente.

        Los acusadores intuyen esta debilidad de Pilato y por eso no ceden. Reclaman con obstinación la muerte en cruz. Las decisiones a medias, a las que recurre Pilato, no le sirven de nada. No es suficiente infligir al acusado la pena cruel de la flagelación. Cuando el Procurador presenta a la muchedumbre a un Jesús flagelado y coronado de espinas, parece como si con ello quisiera decir algo que, a su entender, debería doblegar la intransigencia de la plaza. Señalando a Jesús, dice: «Ecce homo!», «Aquí tenéis al hombre». Pero la respuesta es: «¡Crucifícalo, crucifícalo!». Pilato intenta entonces negociar: «Tomadlo vosotros y crucificadle, porque yo ningún delito encuentro en él» (cf. Jn 19,5-6).

        Está cada vez más convencido de que el imputado es inocente, pero esto no le basta para emitir una sentencia absolutoria. Entonces, los acusadores recurren a un argumento decisivo: «Si sueltas a ése, no eres amigo del César; todo el que se hace rey se enfrenta al César" (Jn 19,12).

        Es una amenaza muy clara. Intuyendo el peligro, Pilato cede definitivamente y emite la sentencia, si bien con el gesto ostentoso de lavarse las manos: «Inocente soy de la sangre de este justo. Vosotros veréis» (Mt 27,24).

        Así fue condenado a la muerte en cruz Jesús, el Hijo de Dios vivo, el Redentor del mundo.

        A lo largo de los siglos, la negación de la verdad ha generado sufrimiento y muerte. Son los inocentes los que pagan el precio de la hipocresía humana. No bastan decisiones a medias. No es suficiente lavarse las manos. Queda siempre la responsabilidad por la sangre de los inocentes. Por ello Cristo imploró con tanto fervor por sus discípulos de todos los tiempos: Padre, «Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad» (Jn 17,17).

Pausa de silencio

Oremos: Cristo, que aceptas una condena injusta, concédenos, a nosotros y a los hombres de todos los tiempos, la gracia de ser fieles a la verdad y no permitas que caiga sobre nosotros y sobre los que vendrán después de nosotros el peso de la responsabilidad por el sufrimiento de los inocentes.

A ti, Jesús, juez justo, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.

 

 

Primera Estación (Gerardo Diego)

Jesús sentenciado a muerte.
No bastan sudor, desvelo,
cáliz, corona, flagelo,
todo un pueblo a escarnecerte.
Condenan tu cuerpo inerte,
manso Jesús de mi olvido,
a que, abierto y exprimido,
derrame toda su esencia.
Y a tan cobarde sentencia
prestas en silencio oído.

Y soy yo mismo quien dicto
esa sentencia villana.
De mis propios labios mana
ese negro veredicto.
Yo me declaro convicto.
Yo te negué con Simón.
Te vendí y te hice traición
con Pilatos y con Judas.
Y aún mis culpas desanudas
y me brindas el perdón.

 

 

 

Segunda Estación :Jesús carga con la cruz

 

Franciscano s. Juan Pablo II Gerardo Diego

Segunda Estación (Franciscano)

Condenado muerte, Jesús quedó en manos de los soldados del procurador, que lo llevaron consigo al pretorio y, reunida la tropa, hicieron mofa de él. Llegada la hora, le quitaron el manto de púrpura con que lo habían vestido para la burla, le pusieron de nuevo sus ropas, le cargaron la cruz en que había de morir y salieron camino del Calvario para allí crucificarlo.

El peso de la cruz es excesivo para las mermadas fuerzas de Jesús, convertido en espectáculo de la chusma y de sus enemigos. No obstante, se abraza a su patíbulo deseoso de cumplir hasta el final la voluntad del Padre: que cargando sobre sí el pecado, las debilidades y flaquezas de todos, los redima. Nosotros, a la vez que contemplamos a Cristo cargado con la cruz, oigamos su voz que nos dice: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame».

Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

Jesús, pequé: Ten piedad y misericordia de mí.

Bendita y alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.

 

 

Segunda Estación (s. Juan Pablo II)

        La cruz, instrumento de una muerte infame. No era lícito condenar a la muerte en cruz a un ciudadano romano: era demasiado humillante. Pero el momento en que Jesús de Nazaret cargó con la cruz para llevarla al Calvario marcó un cambio en la historia de la cruz. De ser signo de muerte infame, reservada a las personas de baja categoría, se convierte en llave maestra. Con su ayuda, de ahora en adelante, el hombre abrirá la puerta de las profundidades del misterio de Dios. Por medio de Cristo, que acepta la cruz, instrumento del propio despojo, los hombres sabrán que Dios es amor. Amor inconmensurable: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).

        Esta verdad sobre Dios se ha revelado a través de la cruz. ¿No podía revelarse de otro modo? Tal vez sí. Sin embargo, Dios ha elegido la cruz. El Padre ha elegido la cruz para su Hijo, y el Hijo la ha cargado sobre sus hombros, la ha llevado hasta al monte Calvario y en ella ha ofrecido su vida.

        «En la cruz está el sufrimiento, en la cruz está la salvación, en la cruz hay una lección de amor. Oh Dios, quien te ha comprendido una vez, ya no desea ni busca ninguna otra cosa» (Canto cuaresmal polaco). La Cruz es signo de un amor sin límites.

Pausa de silencio

Oremos: Cristo, que aceptas la cruz de las manos de los hombres para hacer de ella un signo del amor salvífico de Dios por el hombre, concédenos, a nosotros y a los hombres de nuestro tiempo, la gracia de la fe en este infinito amor, para que, transmitiendo al nuevo milenio el signo de la cruz, seamos auténticos testigos de la Redención.

A ti, Jesús, sacerdote y víctima, alabanza y gloria por los siglos de los siglos. Amén.

 

Segunda Estación (Gerardo Diego)

Jerusalén arde en fiestas.
Qué tremenda diversión
ver al justo de Sión
cargar con la cruz a cuestas.
Sus espaldas curva, prestas
a tan sobrehumano exceso,
y, olvidándose del peso
que sobre su hombro gravita,
con caridad infinita
imprime en la cruz un beso.

Tú el suplicio y yo el regalo.
Yo la gloria y Tú la afrenta
abrazado a la violenta
carga de una cruz de palo.
Y así, sin un intervalo,
sin una pausa siquiera,
tal vivo mi vida entera
que por mí te has alistado
voluntario abanderado
de esa maciza bandera.

 

 

Tercera Estación : Jesús cae por primera vez bajo el peso de la Cruz

Franciscano s. Juan Pablo II    Gerardo Diego

Tercera Estación (Franciscano)

        Nuestro Salvador, agotadas las fuerzas por la sangre perdida en la flagelación, debilitado por la acerbidad de los sufrimientos físicos y morales que le infligieron aquella noche, en ayunas y sin haber dormido, apenas pudo dar algunos pasos y pronto cayó bajo el peso de la cruz. Se sucedieron los golpes e imprecaciones de los soldados, las risas y expectación del público. Jesús, con toda la fuerza de su voluntad y a empellones, logró levantarse para seguir su camino.

        Isaías había profetizado de Jesús: «Eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba. Yahvé descargó sobre él la culpa de todos nosotros». El peso de la cruz nos hace tomar conciencia del peso de nuestros pecados, infidelidades, ingratitudes..., de cuanto está figurado en ese madero. Por otra parte, Jesús, que nos invita a cargar con nuestra cruz y seguirle, nos enseña aquí que también nosotros podemos caer, y que hemos de comprender a los que caen; ninguno debe quedar postrado; todos hemos de levantarnos con humildad y confianza buscando su ayuda y perdón.

Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

Jesús, pequé: Ten piedad y misericordia de mí.

Bendita y alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.

 

 

Tercera Estación (s. Juan Pablo II)

        Dios cargó sobre Jesús los pecados de todos nosotros. «Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y el Señor descargó sobre él la culpa de todos nosotros» (Is 53,6).

        Jesús cae bajo el peso de la cruz. Sucederá tres veces durante el camino relativamente corto de la «Vía dolorosa». Cae por agotamiento. Tiene el cuerpo ensangrentado por la flagelación, la cabeza coronada de espinas. Le faltan las fuerzas. Cae, pues, y la cruz lo aplasta con su peso contra la tierra.

        Hay que volver a las palabras del profeta, que siglos antes ha previsto esta caída, casi como si la estuviera viendo con sus propios ojos: ante el Siervo del Señor, en tierra bajo el peso de la cruz, manifiesta el verdadero motivo de la caída: «Dios cargó sobre él los pecados de todos nosotros».

        Han sido los pecados los que han aplastado contra la tierra al divino Condenado. Han sido ellos los que determinan el peso de la cruz que él lleva a sus espaldas. Han sido los pecados los que han ocasionado su caída.

        Cristo se levanta a duras penas para proseguir el camino. Los soldados que lo escoltan intentan instigarle con gritos y golpes. Tras un momento, el cortejo prosigue. Jesús cae y se levanta. De este modo, el Redentor del mundo se dirige sin palabras a todos los que caen. Les exhorta a levantarse.

«Cargado con nuestros pecados subió al leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas os han curado» (1 Pe 2,24).

Pausa de silencio

Oremos: Cristo, que caes bajo el peso de nuestras culpas y te levantas para nuestra justificación, te rogamos que ayudes a cuantos están bajo el peso del pecado a volverse a poner en pie y reanudar el camino. Danos la fuerza del Espíritu, para llevar contigo la cruz de nuestra debilidad.

A ti, Jesús, aplastado por el peso de nuestras culpas, nuestro amor y alabanza por los siglos de los siglos. Amén.

 

 

Tercera Estación (Gerardo Diego)

A tan bárbara congoja
y pesadumbre declinas,
y tus rodillas divinas
se hincan en la tierra roja.
Y no hay nadie que te acoja.
En vano un auxilio imploras.
Vibra en ráfagas sonoras
el látigo del blasfemo.
Y en un esfuerzo supremo
lentamente te incorporas.

 

Como el Cordero que viera
Juan, el dulce evangelista,
así estás ante mi vista
tendido con tu bandera.
Tu mansedumbre a una fiera
venciera y humillaría.
Ya el Cordero se ofrecía
por el mundo y sus pecados.
Con mis pies atropellados
como a un estorbo le hería.

 

 

 

Cuarta Estación : Jesús se encuentra con su Santísima Madre

 

Franciscano s. Juan Pablo II      Gerardo Diego

Cuarta Estación (Franciscano)

        En su camino hacia el Calvario, Jesús va envuelto por una multitud de soldados, jefes judíos, pueblo, gentes de buenos sentimientos... También se encuentra allí María, que no aparta la vista de su Hijo, quien, a su vez, la ha entrevisto en la muchedumbre. Pero llega un momento en que sus miradas se encuentran, la de la Madre que ve al Hijo destrozado, la de Jesús que ve a María triste y afligida, y en cada uno de ellos el dolor se hace mayor al contemplar el dolor del otro, a la vez que ambos se sienten consolados y confortados por el amor y la compasión que se transmiten.

        Nos es fácil adivinar lo que padecerían Jesús y María pensando en lo que toda buena madre y todo buen hijo sufrirían en semejantes circunstancias. Esta es sin duda una de las escenas más patéticas del Vía crucis, porque aquí se añaden, al cúmulo de motivos de dolor ya presentes, la aflicción de los afectos compartidos de una madre y un hijo. María acompaña a Jesús en su sacrificio y va asumiendo su misión de corredentora.

Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

Jesús, pequé: Ten piedad y misericordia de mí.

Bendita y alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.

 

Cuarta Estación (s. Juan Pablo II)

        «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin» (Lc 1,30-33).

        María recordaba estas palabras. Las consideraba a menudo en la intimidad de su corazón.

        Cuando en el camino hacia la cruz encontró a su Hijo, quizás le vinieron a la mente precisamente esas palabras. Con una fuerza particular. «Reinará... Su reino no tendrá fin», había dicho el mensajero celestial. Ahora, al ver que su Hijo, condenado a muerte, lleva la cruz en la que habría de morir, podría preguntarse, humanamente hablando: ¿Cómo se cumplirán aquellas palabras? ¿De qué modo reinará en la casa de David? ¿Cómo será que su reino no tendrá fin?

        Son preguntas humanamente comprensibles. María, sin embargo, recuerda que tiempo atrás, al oír el anuncio del Ángel, había contestado: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Ahora ve que aquellas palabras se están cumpliendo en la palabra de la cruz. Porque es madre, María sufre profundamente. No obstante, responde también ahora como respondió entonces, en la anunciación: «Hágase en mí según tu palabra». De este modo, maternalmente, abraza la cruz junto con el divino Condenado. En el camino hacia la cruz, María se manifiesta como Madre del Redentor del mundo.

        «Vosotros, todos los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante al dolor que me atormenta" (Lm 1,12). Es la Madre dolorosa la que habla, la Sierva obediente hasta el final, la Madre del Redentor del mundo.

Pausa de silencio

Oremos: Oh María, tú que has recorrido el camino de la cruz junto con tu Hijo, quebrantada por el dolor en tu corazón de madre, pero recordando siempre el fiat e íntimamente confiada en que Aquél para quien nada es imposible cumpliría sus promesas, suplica para nosotros y para los hombres de las generaciones futuras la gracia del abandono en el amor de Dios. Haz que, ante el sufrimiento, el rechazo y la prueba, por dura y larga que sea, jamás dudemos de su amor.

A Jesús, tu Hijo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén.

 

Cuarta Estación  (Gerardo Diego)

Se ha abierto paso en las filas
una doliente Mujer.
Tu Madre te quiere ver
retratado en sus pupilas.
Lento, tu mirar destilas
y le hablas y la consuelas.
Cómo se rasgan las telas
de ese doble corazón.
Quién medirá la pasión
de esas dos almas gemelas.

 

¿Cuándo en el mundo se ha visto
tal escena de agonía?
Cristo llora por María.
María llora por Cristo.
¿Y yo, firme, lo resisto?
¿Mi alma ha de quedar ajena?
Nazareno, Nazarena,
dadme siquiera una poca
de esa doble pena loca,
que quiero penar mi pena.

 

 

 

Quinta Estación : Simón de Cirene ayuda a Jesús a llevar la Cruz

 

 

Franciscano s. Juan Pablo II   Gerardo Diego

Quinta Estación (Franciscano)
 

        Jesús salió del pretorio llevando a cuestas su cruz, camino del Calvario; pero su primera caída puso de manifiesto el agotamiento del reo. Temerosos los soldados de que la víctima sucumbiese antes de hora, pensaron en buscarle un sustituto. Entonces el centurión obligó a un tal Simón de Cirene, que venía del campo y pasaba por allí, a que tomara la cruz sobre sus hombros y la llevara detrás de Jesús. Tal vez Simón tomó la cruz de mala gana y a la fuerza, pero luego, movido por el ejemplo de Cristo y tocado por la gracia, la abrazó con resignación y amor y fue para él y sus hijos el origen de su conversión.

        El Cireneo ha venido a ser como la imagen viviente de los discípulos de Jesús, que toman su cruz y le siguen. Además, el ejemplo de Simón nos invita a llevar los unos las cargas de los otros, como enseña San Pablo. En los que más sufren hemos de ver a Cristo cargado con la cruz que requiere nuestra ayuda amorosa y desinteresada.

Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

Jesús, pequé: Ten piedad y misericordia de mí.

Bendita y alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.

 

Quinta Estación (s. Juan Pablo II)

        «Y obligaron a uno que pasaba, Simón de Cirene, a que llevara la cruz de Jesús» (cf. Mc 15,21). Los soldados romanos lo hicieron temiendo que el Condenado, agotado, no lograra llevar la cruz hasta el Gólgota. No habrían podido ejecutar en él la sentencia de la crucifixión.

        Buscaban a un hombre que lo ayudase a llevar la cruz. Su mirada se detuvo en Simón. Lo obligaron a cargar aquel peso. Se puede uno imaginar que él no estuviera de acuerdo y se opusiera. Llevar la cruz junto con un condenado podía considerarse un acto ofensivo de la dignidad de un hombre libre. Aunque de mala gana, Simón tomó la cruz para ayudar a Jesús.

        En un canto de cuaresma se escuchan estas palabras: «Bajo el peso de la cruz Jesús acoge al Cireneo». Son palabras que dejan entrever un cambio total de perspectiva: el divino Condenado aparece como alguien que, en cierto modo, «hace don» de la cruz. ¿Acaso no fue Él quien dijo: «El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí» (Mt 10,38)?

        Simón recibe un don. Se ha hecho «digno» de él. Lo que a los ojos de la gente podía ofender su dignidad, en la perspectiva de la redención, en cambio, le ha otorgado una nueva dignidad. El Hijo de Dios lo ha convertido, de manera singular, en copartícipe de su obra salvífica.

        ¿Simón es consciente de ello? El evangelista san Marcos identifica a Simón de Cirene como «padre de Alejandro y de Rufo» (15,21). Si los hijos de Simón de Cirene eran conocidos en la primitiva comunidad cristiana, se puede pensar que también él creyó en Cristo, precisamente mientras llevaba la cruz. Pasó libremente de la constricción a la disponibilidad, como si hubieran llegado a su corazón aquellas palabras: «El que no lleva su cruz conmigo, no es digno de mí». Llevando la cruz, fue introducido en el conocimiento del evangelio de la cruz. Desde entonces este evangelio habla a muchos, a innumerables cireneos, llamados a lo largo de la historia a llevar la cruz junto con Jesús.

Pausa de silencio

Oremos: Cristo, que has concedido a Simón de Cirene la dignidad de llevar tu cruz, acógenos también a nosotros bajo su peso, acoge a todos los hombres y concede a cada uno la gracia de la disponibilidad. Haz que no apartemos nuestra mirada de quienes están oprimidos por la cruz de la enfermedad, de la soledad, del hambre y de la injusticia.

Haz que, llevando las cargas los unos de los otros, seamos testigos del evangelio de la cruz y testigos tuyos, que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

 

Quinta Estación (Gerardo Diego)

Ya no es posible que siga
Jesús el arduo sendero.
Le rinde el plúmbeo madero.
Le acongoja la fatiga.
Mas la muchedumbre obliga
a que prosiga el cortejo.
Dure hasta el fin el festejo.
Y la muerte se detiene
ante Simón de Cirene,
que acude tardo y perplejo.
 

Pudiendo, Jesús, morir,
¿por qué apoyo solicitas?
Sin duda es que necesitas
vivir aún para sufrir.
Yo también quise vivir,
vivir siempre, vivir fuerte.
Y grité: -Aléjate, muerte.
Ven Tú, Jesús cireneo.
Ayúdame, que en ti creo
y aún es tiempo de ofenderte.

 

 

 

Sexta Estación : Una piadosa mujer enjuga el rostro de Jesús

 

Franciscano s. Juan Pablo II    Gerardo Diego

Sexta Estación (Franciscano)

        Dice el profeta Isaías: «No tenía apariencia ni presencia; lo vimos y no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no lo tuvimos en cuenta». Es la descripción profética de la figura de Jesús camino del Calvario, con el rostro desfigurado por el sufrimiento, la sangre, los salivazos, el polvo, el sudor... Entonces, una mujer del pueblo, Verónica de nombre, se abrió paso entre la muchedumbre llevando un lienzo con el que limpió piadosamente el rostro de Jesús. El Señor, como respuesta de gratitud, le dejó grabada en él su Santa Faz.

        Una letrilla tradicional de esta sexta estación nos dice: «Imita la compasión / de Verónica y su manto / si de Cristo el rostro santo / quieres en tu corazón». Nosotros podemos repetir hoy el gesto de la Verónica en el rostro de Cristo que se nos hace presente en tantos hermanos nuestros que comparten de diversas maneras la pasión del Señor, quien nos recuerda: «Lo que hagáis con uno de estos, mis pequeños, conmigo lo hacéis».

Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

Jesús, pequé: Ten piedad y misericordia de mí.

Bendita y alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.

 

 

Sexta Estación (s. Juan Pablo II)

        La Verónica no aparece en los Evangelios. No se menciona este nombre, aunque se citan los nombres de diversas mujeres que aparecen junto a Jesús. Por tanto, puede ser que este nombre exprese más bien lo que esa mujer hizo. En efecto, según la tradición, en el camino del Calvario una mujer se abrió paso entre los soldados que escoltaban a Jesús y enjugó con un velo el sudor y la sangre del rostro del Señor. Aquel rostro quedó impreso en el velo; un reflejo fiel, un «verdadero icono». A eso se referiría el nombre mismo de Verónica. Si es así, este nombre, que ha hecho memorable el gesto de aquella mujer, expresa al mismo tiempo la más profunda verdad sobre ella.

        Un día, ante la crítica de los presentes, Jesús defendió a una mujer pecadora que había derramado aceite perfumado sobre sus pies y los había enjugado con sus cabellos. A la objeción que se le hizo en aquella circunstancia, respondió: «¿Por qué molestáis a esta mujer? Pues una obra buena ha hecho conmigo (...). Al derramar este ungüento sobre mi cuerpo, lo ha hecho en vista de mi sepultura» (Mt 26,10.12). Las mismas palabras podrían aplicarse también a la Verónica. Se manifiesta así la profunda elocuencia de este episodio. El Redentor del mundo da a Verónica una imagen auténtica de su rostro.

        El velo, sobre el que queda impreso el rostro de Cristo, es un mensaje para nosotros. En cierto modo nos dice: He aquí cómo todo acto bueno, todo gesto de verdadero amor hacia el prójimo aumenta en quien lo realiza la semejanza con el Redentor del mundo.

        Los actos de amor no pasan. Cualquier gesto de bondad, de comprensión y de servicio deja en el corazón del hombre una señal indeleble, que lo asemeja un poco más a Aquél que «se despojó de sí mismo tomando condición de siervo» (Flp 2,7). Así se forma la identidad, el verdadero nombre del ser humano.

Pausa de silencio

Oremos: Señor Jesucristo, tú que aceptaste el gesto desinteresado de amor de una mujer y, a cambio, has hecho que las generaciones la recuerden con el nombre de tu rostro, haz que nuestras obras, y las de todos los que vendrán después de nosotros, nos hagan semejantes a ti y dejen al mundo el reflejo de tu infinito amor.

A ti, Jesús, esplendor de la gloria del Padre, alabanza y gloria por los siglos. Amén.

 

Sexta Estación (Gerardo Diego)

Fluye sangre de tus sienes
hasta cegarte los ojos.
Cubierto de hilillos rojos
el morado rostro tienes.
Y al contemplar cómo vienes
una mujer se atraviesa,
te enjuga el rostro y te besa.
La llamaban la Verónica.
Y exacta tu faz agónica
en el lienzo queda impresa.
 

Si a imagen y semejanza
tuya, Señor, nos hiciste,
de tu imagen me reviste
firme a olvido y a mudanza.
Será mayor mi confianza
si en mi alma dejas la huella
de tu boca que nos sella
blancas promesas de paz,
de tu dolorida faz,
de tu mirada de estrella.

 

 

Séptima Estación : Jesús cae por segunda vez

 

Franciscano s. Juan Pablo II    Gerardo Diego

Séptima Estación (Franciscano)

        Jesús había tomado de nuevo la cruz y con ella a cuestas llegó a la cima de la empinada calle que daba a una de las puertas de la ciudad. Allí, extenuado, sin fuerzas, cayó por segunda vez bajo el peso de la cruz. Faltaba poco para llegar al sitio en que tenía que ser crucificado, y Jesús, empeñado en llevar a cabo hasta la meta los planes de Dios, aún logró reunir fuerzas, levantarse y proseguir su camino.

        Nada tiene de extraño que Jesús cayera si se tiene en cuenta cómo había sido castigado desde la noche anterior, y cómo se encontraba en aquel momento. Pero, al mismo tiempo, este paso nos muestra lo frágil que es la condición humana, aun cuando la aliente el mejor espíritu, y que no han de desmoralizarnos las flaquezas ni las caídas cuando seguimos a Cristo cargados con nuestra cruz. Jesús, por los suelos una vez más, no se siente derrotado ni abandona su cometido. Para Él no es tan grave el caer como el no levantarnos. Y pensemos cuántas son las personas que se sienten derrotadas y sin ánimos para reemprender el seguimiento de Cristo, y que la ayuda de una mano amiga podría sacarlas de su postración.

Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

Jesús, pequé: Ten piedad y misericordia de mí.

Bendita y alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.

 

Séptima Estación (s. Juan Pablo II)

        «Pero yo soy un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo» (Sal 21,7). Vienen a la mente estas palabras del salmo mientras contemplamos a Jesús, que cae por segunda vez bajo la cruz. En el polvo de la tierra está el Condenado. Aplastado por el peso de su cruz. Cada vez le fallan más sus fuerzas. Pero, aunque con gran esfuerzo, se levanta para seguir el camino.

        ¿Qué nos dice a nosotros, hombres pecadores, esta segunda caída? Más aún que la primera, parece exhortarnos a levantarnos, a levantarnos otra vez en nuestro camino de la cruz. Cyprian Norwid escribe: «No detrás de sí mismos con la cruz del Salvador, sino detrás del Salvador con la propia cruz». Sentencia breve pero que dice mucho. Explica en qué sentido el cristianismo es la religión de la cruz. Da a entender que cada hombre encuentra en este mundo a Cristo que lleva la cruz y cae bajo su peso. A su vez, Cristo, en el camino del Calvario, encuentra a cada hombre y, cayendo bajo el peso de la cruz, no deja de anunciar la buena nueva. Desde hace dos mil años el evangelio de la cruz habla al hombre. Desde hace veinte siglos Cristo, que se levanta de la caída, encuentra al hombre que cae.

        A lo largo de estos dos milenios, muchos han experimentado que la caída no significa el final del camino. Encontrando al Salvador, se han sentido sosegados por Él: «Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad» (2 Cor 12,9). Se han levantado confortados y han transmitido al mundo la palabra de la esperanza que brota de la cruz.

        Hoy, cruzado el umbral del nuevo milenio, estamos llamados a profundizar el contenido de este encuentro. Es necesario que nuestra generación lleve a los siglos venideros la buena nueva de nuestro volver a levantarnos en Cristo.

Pausa de silencio

Oremos: Señor Jesucristo, que caes bajo el peso del pecado del hombre y te levantas para tomarlo sobre ti y borrarlo, concédenos a nosotros, hombres débiles, la fuerza de llevar la cruz de cada día y de levantarnos de nuestras caídas, para llevar a las generaciones que vendrán el Evangelio de tu poder salvífico.

A ti, Jesús, apoyo de nuestra debilidad, alabanza y gloria por los siglos. Amén.

 

Séptima Estación  (Gerardo Diego)

Largo es el camino y lento
y el Cireneo se rinde.
Él se ha trazado una linde
en su oscuro pensamiento.
Mientras disputa violento,
deja que la cruz se hunda
total, maciza, profunda,
sobre aquel único hombro.
Y como un humano escombro
cae Jesús por vez segunda.
 

¿Otra vez, Señor, en tierra,
abrazado a tu estandarte?
Ese insistente postrarte
¿qué oculto sentido encierra?
Mas ya te entiendo. En la guerra
por ti luchando, transido
caeré en tierra y malherido,
¿y no he de alzarme ya más?
Yo sé que Tú me darás
la mano si te la pido.

 

 

Octava Estación : Jesús consuela a las hijas de Jerusalén

 

Franciscano s. Juan Pablo II     Gerardo Diego

Octava Estación  (Franciscano)

        Dice el evangelista San Lucas que a Jesús, camino del Calvario, lo seguía una gran multitud del pueblo; y unas mujeres se dolían y se lamentaban por Él. Jesús, volviéndose a ellas les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos»; añadiéndoles, en figuras, que si la ira de Dios se ensañaba como veían con el Justo, ya podían pensar cómo lo haría con los culpables.

        Mientras muchos espectadores se divierten y lanzan insultos contra Jesús, no faltan algunas mujeres que, desafiando las leyes que lo prohibían, tienen el valor de llorar y lamentar la suerte del divino Condenado. Jesús, sin duda, agradeció los buenos sentimientos de aquellas mujeres, y movido del amor a las mismas quiso orientar la nobleza de sus corazones hacia lo más necesario y urgente: la conversión suya y la de sus hijos. Jesús nos enseña a establecer la escala de los valores divinos en nuestra vida y nos da una lección sobre el santo temor de Dios.

Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

Jesús, pequé: Ten piedad y misericordia de mí.

Bendita y alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.

 

Octava Estación (s. Juan Pablo II)

        «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos. Porque llegarán días en que se dirá: ¡Dichosas las estériles, las entrañas que no engendraron y los pechos que no criaron! Entonces se pondrán a decir a los montes: ¡Caed sobre nosotros! Y a las colinas: ¡Cubridnos! Porque si en el leño verde hacen esto, en el seco, ¿qué se hará?" (Lc 23,28-31). Son las palabras de Jesús a las mujeres de Jerusalén que lloraban mostrando compasión por el Condenado.

        «No lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos». Entonces era verdaderamente difícil entender el sentido de estas palabras. Contenían una profecía que pronto habría de cumplirse. Poco antes, Jesús había llorado por Jerusalén, anunciando la horrenda suerte que le iba a tocar. Ahora, Él parece remitirse a esa predicción: «Llorad por vuestros hijos...». Llorad, porque ellos, precisamente ellos, serán testigos y partícipes de la destrucción de Jerusalén, de esa Jerusalén que «no ha sabido reconocer el tiempo de la visita» (Lc 19,44).

Si, mientras seguimos a Cristo en el camino de la cruz, se despierta en nuestros corazones la compasión por su sufrimiento, no podemos olvidar esta advertencia. «Si en el leño verde hacen esto, en el seco, ¿qué se hará?». Para nuestra generación, que deja atrás un milenio, más que de llorar por Cristo martirizado, es la hora de «reconocer el tiempo de la visita». Ya resplandece la aurora de la resurrección. «Mirad ahora el momento favorable; mirad ahora el día de salvación" (2 Cor 6,2).

Cristo nos dirige a cada uno de nosotros estas palabras del Apocalipsis: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo. Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, como yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono» (Ap 3,20-21).

Pausa de silencio

Oremos: Cristo, que has venido a este mundo para visitar a todos los que esperan la salvación, haz que nuestra generación reconozca el tiempo de tu visita y tenga parte en los frutos de tu redención. No permitas que por nosotros y por los hombres del nuevo siglo se tenga que llorar porque hayamos rechazado la mano del Padre misericordioso.

A ti, Jesús, nacido de la Virgen, Hija de Sión, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.

 

Octava Estación (Gerardo Diego)

Qué vivo dolor aflige
a estas mujeres piadosas,
madres, hermanas, esposas,
sin culpa del «crucifige».
Jesús a ellas se dirige.
Sus palabras, oídlas bien.
-Hijas de Jerusalén.
Llorad vuestro llanto, sí,
por vosotras, no por mí.
Por vuestros hijos también.
 

Por nosotros mismos, cierto.
Pero ¿quién por ti no llora?
Haz que llore hora tras hora
por mí tibio y por ti yerto.
Riégame este estéril huerto.
Quiébrame esta torva frente.
Ábreme una vena ardiente
de dulce y amargo llanto,
y espanta de mí este espanto
de hallar cegada mi fuente.

 

 

Novena Estación: Jesús cae por tercera vez

 

Franciscano s. Juan Pablo II    Gerardo Diego

Novena Estación (Franciscano)

        Una vez llegado al Calvario, en la cercanía inmediata del punto en que iba a ser crucificado, Jesús cayó por tercera vez, exhausto y sin arrestos ya para levantarse. Las condiciones en que venía y la continua subida lo habían dejado sin aliento. Había mantenido su decisión de secundar los planes de Dios, a los que servían los planes de los hombres, y así había alcanzado, aunque con un total agotamiento, los pies del altar en que había de ser inmolado.

        Jesús agota sus facultades físicas y psíquicas en el cumplimiento de la voluntad del Padre, hasta llegar a la meta y desplomarse. Nos enseña que hemos de seguirle con la cruz a cuestas por más caídas que se produzcan y hasta entregarnos en las manos del Padre vacíos de nosotros mismos y dispuestos a beber el cáliz que también nosotros hemos de beber. Por otra parte, la escena nos invita a recapacitar sobre el peso y la gravedad de los pecados, que hundieron a Cristo.

Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

Jesús, pequé: Ten piedad y misericordia de mí.

Bendita y alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.

 

Novena Estación (s. Juan Pablo II)

        Cristo se desploma de nuevo a tierra bajo el peso de la cruz. La muchedumbre que observa está curiosa por saber si aún tendrá fuerza para levantarse.

        San Pablo escribe: «Siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2,6-8).

        La tercera caída parece manifestar precisamente esto: El despojo, la kénosis del Hijo de Dios, la humillación bajo la cruz. Jesús había dicho a los discípulos que no había venido para ser servido, sino para servir (cf. Mt 20,28).

        En el Cenáculo, inclinándose hasta el suelo y lavándoles los pies, parece como si hubiera querido habituarlos a esta humillación suya. Cayendo a tierra por tercera vez en el camino de la cruz, de nuevo proclama a gritos su misterio. ¡Escuchemos su voz! Este condenado, en tierra, bajo el peso de la cruz, ya en las cercanías del lugar del suplicio, nos dice: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). «El que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12).

        Que no nos asuste la vista de un condenado que cae a tierra extenuado bajo la cruz. Esta manifestación externa de la muerte, que ya se acerca, esconde en sí misma la luz de la vida.

Pausa de silencio

Oremos: Señor Jesucristo, que por tu humillación bajo la cruz has revelado al mundo el precio de su redención, concede a los hombres del tercer milenio la luz de la fe, para que reconociendo en ti al Siervo sufriente de Dios y del hombre, tengamos la valentía de seguir el mismo camino, que, a través de la cruz y el despojo, lleva a la vida que no tendrá fin.

A ti, Jesús, apoyo en nuestra debilidad, honor y gloria por los siglos. Amén.

 

Novena Estación (Gerardo Diego)

Ya caíste una, dos veces.
La rota túnica pisas
y aún entre mofas y risas
tendido a mis pies te ofreces.
Yo no sé a quién me pareces,
a quién me aludes así.
No sé qué haces junto a mí,
derribado con tu leño.
Yo no sé si ha sido un sueño
o si es verdad que te vi.
 

Y yo caigo una, dos, tres,
y otra vez más, y otra, y tantas.
Siempre tus espaldas santas
me sirvieron de pavés.
Ahora siento bien cuál es
la razón de tus caídas.
Sí. Porque nuestras vencidas
almas no te tengan miedo
caes, oh humilde remedo,
y a abrazarte las convidas.

 

 

Décima Estación : Jesús es despojado de sus vestiduras

 

Franciscano s. Juan Pablo II    Gerardo Diego

Décima Estación (Franciscano)

        Ya en el Calvario y antes de crucificar a Jesús, le dieron a beber vino mezclado con mirra; era una piadosa costumbre de los judíos para amortiguar la sensibilidad del que iba a ser ajusticiado. Jesús lo probo, como gesto de cortesía, pero no quiso beberlo; prefería mantener la plena lucidez y conciencia en los momentos supremos de su sacrificio. Por otra parte, los soldados despojaron a Jesús, sin cuidado ni delicadeza alguna, de sus ropas, incluidas las que estaban pegadas en la carne viva, y, después de la crucifixión, se las repartieron.

        Para Jesús fue sin duda muy doloroso ser así despojado de sus propios vestidos y ver a qué manos iban a parar. Y especialmente para su Madre, allí presente, hubo de ser en extremo triste verse privada de aquellas prendas, tal vez labradas por sus manos con maternal solicitud, y que ella habría guardado como recuerdo del Hijo querido.

Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

Jesús, pequé: Ten piedad y misericordia de mí.

Bendita y alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.

 

 

Décima Estación (s. Juan Pablo II)

        «Llegados al Calvario, le dieron a beber vino mezclado con hiel; pero Jesús, después de probarlo, no quiso beberlo» (Mt 27,33-34). No quiso calmantes, que le habrían nublado la conciencia durante la agonía. Quería agonizar en la cruz conscientemente, cumpliendo la misión recibida del Padre.

        Esto era contrario a los métodos usados por los soldados encargados de la ejecución. Debiendo clavar en la cruz al condenado, trataban de amortiguar su sensibilidad y conciencia. En el caso de Cristo no podía ser así. Jesús sabe que su muerte en la cruz debe ser un sacrificio de expiación. Por eso quiere mantener despierta la conciencia hasta el final. Sin ésta no podría aceptar, de un modo completamente libre, la plena medida del sufrimiento.

        Él debe subir a la cruz para ofrecer el sacrificio de la Nueva Alianza. Es sacerdote. Debe entrar mediante su propia sangre en la morada eterna, después de haber realizado la redención del mundo (cf. Hb 9,12).

        Conciencia y libertad: son los requisitos imprescindibles del actuar plenamente humano. ¡El mundo conoce tantos medios para debilitar la voluntad y ofuscar la conciencia! Es necesario defenderlas celosamente de todas las violencias. Incluso el esfuerzo legítimo por atenuar el dolor debe realizarse siempre respetando la dignidad humana.

        Hay que comprender profundamente el sacrificio de Cristo, es necesario unirse a él para no rendirse, para no permitir que la vida y la muerte pierdan su valor.

Pausa de silencio

Oremos: Señor Jesús, que con total entrega has aceptado la muerte de cruz por nuestra salvación, haznos a nosotros y a todos los hombres del mundo partícipes de tu sacrificio en la cruz, para que nuestro existir y nuestro obrar tengan la forma de una participación libre y consciente en tu obra de salvación.

A ti, Jesús, sacerdote y víctima, honor y gloria por los siglos. Amén.

 

 

Décima Estación  (Gerardo Diego)

Ya desnudan al que viste
a las rosas y a los lirios.
Martirio entre los martirios
y entre las tristezas triste.
Qué sonrojo te reviste,
cómo tu rostro demudas
ante aquellas manos crudas
que te arrancan los vestidos
de sangre y sudor teñidos
sobre tus carnes desnudas.
 

Bella lección de pudores
la que en este trance dictas,
tus candideces invictas
coloridas de rubores.
Tú, que has teñido las flores
de tintas tan sonrosadas,
que en las castas alboradas
las nubes vistes de oro,
ay, devuélveme el tesoro
de mis flores marchitadas.

 

 

Undécima Estación : Jesús es clavado en la cruz

 

Franciscano s. Juan Pablo II     Gerardo Diego

Undécima Estación (Franciscano)

        «Y lo crucificaron», dicen escuetamente los evangelistas. Había llegado el momento terrible de la crucifixión, y Jesús fue fijado en la cruz con cuatro clavos de hierro que le taladraban las manos y los pies. Levantaron la cruz en alto y el cuerpo de Cristo quedó entre cielo y tierra, pendiente de los clavos y apoyado en un saliente que había a mitad del palo vertical. En la parte superior de este palo, encima de la cabeza de Jesús, pusieron el título o causa de la condenación: «Jesús el Nazareno, el Rey de los judíos». También crucificaron con él a dos ladrones, uno a su derecha y el otro a su izquierda.

        El suplicio de la cruz, además de ser infame, propio de esclavos criminales o de insignes facinerosos, era extremadamente doloroso, como apenas podemos imaginar. El espectáculo mueve a compasión a cualquiera que lo contemple y sea capaz de nobles sentimientos. Pero siempre ha sido difícil entender la locura de la cruz, necedad para el mundo y salvación para el cristiano. La liturgia canta la paradoja: «¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol donde la Vida empieza / con un peso tan dulce en su corteza!».

Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

Jesús, pequé: Ten piedad y misericordia de mí.

Bendita y alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.

 

 

Undécima Estación (s. Juan Pablo II)

        «Han taladrado mis manos y mis pies, puedo contar todos mis huesos» (Sal 21,17-18). Se cumplen las palabras del profeta. Comienza la ejecución. Los golpes de los soldados aplastan contra el madero de la cruz las manos y los pies del condenado. En las muñecas los clavos penetran con fuerza. Esos clavos sostendrán al condenado entre los indescriptibles tormentos de la agonía. En su cuerpo y en su espíritu de gran sensibilidad, Cristo sufre lo indecible.

        Junto a él son crucificados dos verdaderos malhechores, uno a su derecha y el otro a su izquierda. Se cumple así la profecía: «Con los rebeldes fue contado» (Is 53,12). Cuando los soldados levanten la cruz, comenzará una agonía que durará tres horas. Es necesario que se cumpla también esta palabra: «Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32).

        ¿Qué es lo que «atrae» de este condenado agonizante en la cruz? Ciertamente, la vista de un sufrimiento tan intenso despierta compasión. Pero la compasión es demasiado poco para mover a unir la propia vida a Aquél que está suspendido en la cruz. ¿Cómo explicar que, generación tras generación, esta terrible visión haya atraído a una multitud incontable de personas, que han hecho de la cruz el distintivo de su fe?, ¿de hombres y mujeres que durante siglos han vivido y dado la vida mirando este signo?

        Cristo atrae desde la cruz con la fuerza del amor divino, que ha llegado hasta del don total de sí mismo; del amor infinito, que en la cruz ha levantado de la tierra el peso del cuerpo de Cristo, para contrarrestar el peso de la culpa antigua; del amor ilimitado, que ha colmado toda ausencia de amor y ha permitido que el hombre nuevamente encuentre refugio entre los brazos del Padre misericordioso. ¡Que Cristo elevado en la cruz nos atraiga también a nosotros, hombres y mujeres del nuevo milenio!

        Bajo la sombra de la cruz, «vivimos en el amor como Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma» (Ef 5,2).

Pausa de silencio

Oremos: Cristo elevado, Amor crucificado, llena nuestros corazones de tu amor, para que reconozcamos en tu cruz el signo de nuestra redención y, atraídos por tus heridas, vivamos y muramos contigo, que vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo, ahora y por los siglos de los siglos. Amén.

 

Undécima Estación (Gerardo Diego)

Por fin en la cruz te acuestas.
Te abren una y otra mano,
un pie y otro soberano,
y a todo, manso, te prestas.
Luego entre Dimas y Gestas,
desencajado por crueles
distensiones de cordeles,
te clavan crucificado
y te punzan el costado
y te refrescan de hieles.
 

Y que esto llegue es preciso
y así todo se consuma,
y, a la carga que te abruma,
el cuello inclinas sumiso.
-Conmigo en el paraíso
serás hoy- al buen ladrón
prometes. Tierna lección
la de tus palabras ciertas.
Toma mis manos abiertas.
Toma mis pies: tuyos son.

 

 

Duodécima Estación : Jesús muere en la cruz

Franciscano s. Juan Pablo II   Gerardo Diego

Duodécima Estación (Franciscano)

Desde la crucifixión hasta la muerte transcurrieron tres largas horas que fueron de mortal agonía para Jesús y de altísimas enseñanzas para nosotros. Desde el principio, muchos de los presentes, incluidas las autoridades religiosas, se desataron en ultrajes y escarnios contra el Crucificado. Poco después ocurrió el episodio del buen ladrón, a quien dijo Jesús: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». San Juan nos refiere otro episodio emocionante por demás: Viendo Jesús a su Madre junto a la cruz y con ella a Juan, dice a su Madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo»; luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre»; y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa. Después de esto, nos dice el mismo evangelista, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, dijo: «Tengo sed». Tomó el vinagre que le acercaron, y añadió: «Todo está cumplido». E inclinando la cabeza entregó el espíritu.

A los motivos de meditación que nos ofrece la contemplación de Cristo agonizante en la cruz, lo que hizo y dijo, se añaden los que nos brinda la presencia de María, en la que tendrían un eco muy particular los sufrimientos y la muerte del hijo de sus entrañas.

Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

Jesús, pequé: Ten piedad y misericordia de mí.

Bendita y alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.

 

 

Duodécima Estación (s. Juan Pablo II)

        «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). En el culmen de la Pasión, Cristo no olvida al hombre, no olvida en especial a los que son la causa de su sufrimiento. Él sabe que el hombre, más que de cualquier otra cosa, tiene necesidad de amor; tiene necesidad de la misericordia que en este momento se derrama en el mundo.

        «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). Así responde Jesús a la petición del malhechor que estaba a su derecha: «Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino» (Lc 23,42). La promesa de una nueva vida. Éste es el primer fruto de la pasión y de la inminente muerte de Cristo. Una palabra de esperanza para el hombre.

        A los pies de la cruz estaba su Madre, y a su lado el discípulo Juan evangelista. «Jesús dice a su madre: "Mujer, ahí tienes a tu hijo". Luego dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre". Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19,26-27). Es el testamento para las personas que más amaba. El testamento para la Iglesia. Jesús al morir quiere que el amor maternal de María abrace a todos aquellos por los que Él da la vida, a toda la humanidad.

        Poco después, Jesús exclama: «Tengo sed» (Jn 19,28). Palabra que deja ver la sed ardiente que quema todo su cuerpo. Es la única palabra que manifiesta directamente su sufrimiento físico.

        Después Jesús añade: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46; cf. Sal 21,2); son las palabras del Salmo con el que Jesús ora. La frase, no obstante la apariencia, manifiesta su unión profunda con el Padre. En los últimos instantes de su vida terrena, Jesús dirige su pensamiento al Padre. El diálogo se desarrollará ya sólo entre el Hijo que muere y el Padre que acepta su sacrificio de amor.

        Cuando llega la hora de nona, Jesús grita: «¡Todo está cumplido!» (Jn 19,30). Ha llevado a cumplimiento la obra de la redención. La misión, para la que vino a la tierra, ha alcanzado su objetivo. Lo demás pertenece al Padre: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Dicho esto, expiró. «El velo del templo se rasgó en dos...» (Mt 27,51). El «santo de los santos» en el templo de Jerusalén se abre en el momento en que entra el Sacerdote de la nueva y eterna Alianza.

Pausa de silencio

Oremos: Señor Jesucristo, Tú que en el momento de la agonía no has permanecido indiferente a la suerte del hombre y con tu último respiro has confiado con amor a la misericordia del Padre a los hombres y mujeres de todos los tiempos con sus debilidades y pecados, llénanos a nosotros y a las generaciones futuras de tu Espíritu de amor, para que nuestra indiferencia no haga vanos en nosotros los frutos de tu muerte.

A ti, Jesús crucificado, sabiduría y poder de Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.

 

 

Duodécima Estación (Gerardo Diego)

Al pie de la cruz María
llora con la Magdalena,
y aquel a quien en la Cena
sobre todos prefería.
Ya palmo a palmo se enfría
el dócil torso entreabierto.
Ya pende el cadáver yerto
como de la rama el fruto.
Cúbrete, cielo, de luto
porque ya la Vida ha muerto.
 

Profundo misterio. El Hijo
del Hombre, el que era la Luz
y la Vida muere en cruz,
en una cruz crucifijo.
Ya desde ahora te elijo
mi modelo en el estrecho
tránsito. Baja a mi lecho
el día que yo me muera,
y que mis manos de cera
te estrechen sobre mi pecho.

 

 

Decimotercera Estación : Jesús es bajado de la Cruz y entregado a su Madre

Franciscano s. Juan Pablo II     Gerardo Diego

Decimotercera Estación (Franciscano)
 

        Para que los cadáveres no quedaran en la cruz al día siguiente, que era un sábado muy solemne para los judíos, éstos rogaron a Pilato que les quebraran las piernas y los retiraran; los soldados sólo quebraron las piernas de los otros dos, y a Jesús, que ya había muerto, uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza. Después, José de Arimatea y Nicodemo, discípulos de Jesús, obtenido el permiso de Pilato y ayudados por sus criados o por otros discípulos del Maestro, se acercaron a la cruz, desclavaron cuidadosa y reverentemente los clavos de las manos y los pies y con todo miramiento lo descolgaron. Al pie de la cruz estaba la Madre, que recibió en sus brazos y puso en su regazo maternal el cuerpo sin vida de su Hijo.

Escena conmovedora, imagen de amor y de dolor, expresión de la piedad y ternura de una Madre que contempla, siente y llora las llegas de su Hijo martirizado. Una lanza había atravesado el costado de Cristo, y la espada que anunciara Simeón acabó de atravesar el alma de la María.

Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

Jesús, pequé: Ten piedad y misericordia de mí.

Bendita y alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.

 

 

Decimotercera Estación (s. Juan Pablo II)

        Han devuelto a las manos de la Madre el cuerpo sin vida del Hijo. Los Evangelios no hablan de lo que ella experimentó en aquel instante. Es como si los evangelistas, con el silencio, quisieran respetar su dolor, sus sentimientos y sus recuerdos. O, simplemente, como si no se considerasen capaces de expresarlos.

        Sólo la devoción multisecular ha conservado la imagen de la «Piedad», grabando de ese modo en la memoria del pueblo cristiano la expresión más dolorosa de aquel inefable vínculo de amor nacido en el corazón de la Madre el día de la Anunciación y madurado en la espera del nacimiento de su divino Hijo.

        Ese amor se reveló en la gruta de Belén, fue sometido a prueba ya durante la presentación en el Templo, se profundizó con los acontecimientos conservados y meditados en su corazón. Ahora este íntimo vínculo de amor debe transformarse en una unión que supera los confines de la vida y de la muerte.

        Y será así a lo largo de los siglos: los hombres se detienen junto a la estatua de la Piedad de Miguel Ángel, se arrodillan delante de la imagen de la Melancólica Benefactora (Smetna Dobrodziejka) en la iglesia de los franciscanos, en Cracovia, ante la Madre de los Siete Dolores, patrona de Eslovaquia; veneran a la Dolorosa en un sinfín de santuarios en todas las partes del mundo. De este modo aprenden el difícil amor que no huye ante el sufrimiento, sino que se abandona confiadamente a la ternura de Dios, para el cual nada es imposible (cf. Lc 1,37).

Pausa de silencio

Oremos: Salve, Regina, Mater misericordiae; vita dulcedo et spes nostra, salve. Ad te clamamus ..., illos tuos misericordes oculos ad nos converte. Et Iesum, benedictum fructum ventris tui, nobis post hoc exilium ostende.

Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra; Dios te salve. A ti llamamos..., vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos, y, después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre.

Alcánzanos la gracia de la fe, de la esperanza y de la caridad, para que también nosotros, como tú, sepamos perseverar bajo la cruz hasta al último suspiro.

A tu Hijo, Jesús, nuestro Salvador, con el Padre y el Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén.

 

 

Decimotercera Estación (Gerardo Diego)

He aquí helados, cristalinos,
sobre el virginal regazo,
muertos ya para el abrazo,
aquellos miembros divinos.
Huyeron los asesinos.
Qué soledad sin colores.
Oh, Madre mía, no llores.
Cómo lloraba María.
La llaman desde aquel día
la Virgen de los Dolores.
 

¿Quién fue el escultor que pudo
dar morbidez al marfil?
¿Quién apuró su buril
en el prodigio desnudo?
Yo, Madre mía, fui el rudo
artífice, fui el profano
que modelé con mi mano
ese triunfo de la muerte
sobre el cual tu piedad vierte
cálidas perlas en vano.

 

 

 

Decimocuarta Estación : Dan sepultura al cuerpo de Jesús

Franciscano s. Juan Pablo II    Gerardo Diego


Decimocuarta Estación (Franciscano)

        José de Arimatea y Nicodemo tomaron luego el cuerpo de Jesús de los brazos de María y lo envolvieron en una sábana limpia que José había comprado. Cerca de allí tenía José un sepulcro nuevo que había cavado para sí mismo, y en él enterraron a Jesús. Mientras los varones procedían a la sepultura de Cristo, las santas mujeres que solían acompañarlo, y sin duda su Madre, estaban sentadas frente al sepulcro y observaban dónde y cómo quedaba colocado el cuerpo. Después, hicieron rodar una gran piedra hasta la entrada del sepulcro, y regresaron todos a Jerusalén.

Con la sepultura de Jesús el corazón de su Madre quedaba sumido en tinieblas de tristeza y soledad. Pero en medio de esas tinieblas brillaba la esperanza cierta de que su Hijo resucitaría, como Él mismo había dicho. En todas las situaciones humanas que se asemejen al paso que ahora contemplamos, la fe en la resurrección es el consuelo más firme y profundo que podemos tener. Cristo ha convertido en lugar de mera transición la muerte y el sepulcro, y cuanto simbolizan.

Padrenuestro, Avemaría y Gloria.

Jesús, pequé: Ten piedad y misericordia de mí.

Bendita y alabada sea la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su santísima Madre, triste y afligida al pie de la cruz. Amén, Jesús.

 

 

Decimocuarta Estación (s. Juan Pablo II)

        «Fue crucificado, muerto y sepultado...». El cuerpo sin vida de Cristo fue depositado en el sepulcro. La piedra sepulcral, sin embargo, no es el sello definitivo de su obra. La última palabra no pertenece a la falsedad, al odio y al atropello. La última palabra será pronunciada por el Amor, que es más fuerte que la muerte. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24).

        El sepulcro es la última etapa del morir de Cristo en el curso de su vida terrena; es signo de su sacrificio supremo por nosotros y por nuestra salvación. Muy pronto este sepulcro se convertirá en el primer anuncio de alabanza y exaltación del Hijo de Dios en la gloria del Padre.

        «Fue crucificado, muerto y sepultado (...); al tercer día resucitó de entre los muertos».

        Con la deposición del cuerpo sin vida de Jesús en el sepulcro, a los pies del Gólgota, la Iglesia inicia la vigilia del Sábado Santo. María conserva en lo profundo de su corazón y medita la pasión del Hijo; las mujeres se citan para la mañana del día siguiente del sábado, para ungir con aromas el cuerpo de Cristo; los discípulos se reúnen, ocultos en el Cenáculo, hasta que haya pasado el sábado.

        Esta vigilia acabará con el encuentro en el sepulcro, el sepulcro vacío del Salvador. Entonces el sepulcro, testigo mudo de la resurrección, hablará. La losa levantada, el interior vacío, las vendas por tierra, será lo que verá Juan, llegado al sepulcro junto con Pedro: «Vio y creyó» (Jn 20,8). Y, con él, creyó la Iglesia, que desde aquel momento no se cansa de transmitir al mundo esta verdad fundamental de su fe: «Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicia de todos los que han muerto» (1 Cor 15,20).

        El sepulcro vacío es signo de la victoria definitiva, de la verdad sobre la mentira, del bien sobre el mal, de la misericordia sobre el pecado, de la vida sobre la muerte.

        El sepulcro vacío es signo de la esperanza que «no defrauda» (Rm 5,5). «Nuestra esperanza está llena de inmortalidad» (Sb 3,4).

Pausa de silencio

Oremos: Señor Jesucristo, que por el Padre, con la fuerza del Espíritu Santo, fuiste llevado desde las tinieblas de la muerte a la luz de una nueva vida en la gloria, haz que el signo del sepulcro vacío nos hable a nosotros y a las generaciones futuras y se convierta en fuente viva de fe, de caridad generosa y de firmísima esperanza.

A ti, Jesús, presencia escondida y victoriosa en la historia del mundo, honor y gloria por los siglos. Amén.

 

Decimocuarta Estación (Gerardo Diego)

Fue un José el primer varón
que a Jesús tomó en sus brazos,
y otro José en tiernos lazos
le estrecha de compasión.
Con grave, infinita unción
el sagrado cuerpo baja
y en un lienzo le amortaja.
Luego le da sepultura
y una piedra en la abertura
de la roca viva encaja.
 

Como póstuma jornada
de tu vía de amargura,
admiro en la sepultura
tu heroica carne sellada.
Señor, ya no queda nada
por hacer. Señor, permite
que humildemente te imite,
que contigo viva y muera,
y en luz no perecedera,
que como Tú resucite.

 

 

Decimoquinta Estación : Jesús resucita de entre los muertos

 

Franciscano s. Juan Pablo II     Gerardo Diego

Decimoquinta Estación (Franciscano)

 

        Pasado el sábado, María Magdalena y otras piadosas mujeres fueron muy de madrugada al sepulcro. Llegadas allí observaron que la piedra había sido removida. Entraron en el sepulcro y no hallaron el cuerpo del Señor, pero vieron a un ángel que les dijo: «Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado, no está aquí». Poco después llegaron Pedro y Juan, que comprobaron lo que les habían dicho las mujeres. Pronto comenzaron las apariciones de Jesús resucitado: la primera, sin duda, a su Madre; luego, a la Magdalena, a Simón Pedro, a los discípulos de Emaús, al grupo de los apóstoles reunidos, etc., y así durante cuarenta días. Nadie presenció el momento de la resurrección, pero fueron muchos los que, siendo testigos presenciales de la muerte y sepultura del Señor, después lo vieron y trataron resucitado.

        En los planes salvíficos de Dios, la pasión y muerte de Jesús no tenían como meta y destino el sepulcro, sino la resurrección, en la que definitivamente la vida vence a la muerte, la gracia al pecado, el amor al odio. Como enseña San Pablo, la resurrección de Cristo es nuestra resurrección, y si hemos resucitado con Cristo hemos de vivir según la nueva condición de hijos de Dios que hemos recibido en el bautismo.

 

Decimoquinta Estación (s. Juan Pablo II)

 

        «Tenéis guardias. Id, aseguradlo como sabéis» (Mt 27,65), dijo Pilato a los judíos. Y la tumba de Jesús fue cerrada y sellada. Según la petición de los sumos sacerdotes y los fariseos, se pusieron soldados de guardia para que nadie pudiera robar el cuerpo de Jesús (Mt 27,62-65).

        Vigilaban junto al sepulcro aquellos que habían querido la muerte de Cristo, considerándolo un «impostor» (Mt 27,63). Su deseo era que Él y su mensaje fueran sepultados para siempre.

        No muy lejos de allí, velaba María y, con ella, los Apóstoles y algunas mujeres. Tenían aún impresa en el corazón la imagen perturbadora de los hechos que acaban de ocurrir.

        «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado» (Lc 24,5-6). Estas palabras de dos hombres «con vestidos resplandecientes» refuerzan la confianza en las mujeres que acudieron al sepulcro, muy de mañana. Habían vivido los acontecimientos trágicos culminados con la crucifixión de Cristo en el Calvario; habían experimentado la tristeza y el extravío. No habían abandonado, en cambio, en la hora de la prueba, a su Señor. Van a escondidas al lugar donde Jesús había sido enterrado para volverlo a ver todavía y abrazarlo por última vez. Las empuja el amor, aquel mismo amor que las llevó a seguirlo por los caminos de Galilea y Judea hasta al Calvario. ¡Mujeres dichosas! No sabían todavía que aquella era el alba del día más importante de la historia. No podían saber que ellas, justo ellas, estaban siendo los primeros testigos de la resurrección de Jesús.

        «Encontraron que la piedra había sido retirada del sepulcro». (Lc 24,2). Así lo narra el evangelista Lucas, y añade que «entraron, pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús» (24, 3). En un instante todo cambia. Jesús «no está aquí, ha resucitado». Este anuncio que cambió la tristeza de estas piadosas mujeres en alegría, resuena con inalterada elocuencia en la Iglesia y en todos los fieles. Jesús está vivo y nosotros vivimos en Él. Para siempre. La resurrección de Cristo inaugura para la humanidad una renovada primavera de esperanza.

Pausa de silencio

Oremos: Señor Jesús, de tu Cruz se desprende un rayo de luz. En tu muerte ha sido vencida nuestra muerte y se nos ha ofrecido la esperanza de la resurrección. ¡Asidos a tu Cruz, quedamos en la espera confiada de tu vuelta, Señor Jesús, Redentor nuestro!

«Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!». Amén.

 

 

Decimoquinta Estación (Gerardo Diego)

 

¿Es de ingrávido sueño,
aire o magia refleja
este resplandor súbito,
esta erguida presencia?
 

Todo en torno se afirma,
se deslumbra, se ciega.
La piedra es más que nunca
piedra, gozosa piedra;
 

la humana piel confusa
de oscuros centinelas,
tañida del prodigio,
centellea evidencias,
 

y el alba, el alba tímida
tan mojada y tan tierna,
confirma de rubores
su inocencia perfecta.
 

Otra vez sobre el mundo
la Verdad se hace cierta,
cierta con certidumbre
transverberada, céntrica.
 

No el aire, no, ni el sueño
ni la magia espejean
este cuerpo armonioso
que fulgura y destella.
 

Las brisas le acarician,
la tierra le sustenta
y la luz que de él mana
le ciñe y le modela.
 

Pudiendo ser más leve
que plumas o humaredas,
humana, humildemente
pisa la hierba, y pesa,
 

y al goce del suavísimo
tacto, contacto, prenda,
invita -ábranse flores-
a las yemas incrédulas.
 

Resurrección. Oh gloria
taladrada y tan nuestra,
tan de hueso y de carne
firme, caliente, fresca.
 

Por Ti, Jesús, tan nuevo
hoy con tus cinco estrellas
que en cifra dibujada
tu caridad constelan,
 

por Ti, Señor, devuelto
a la luz que te estrecha,
al amor que te ciñe,
al aura que te besa,
 

por ti, todo nos canta,
oh divina certeza
para después del tiempo,
quieta ya primavera.