Dedícate a la Contemplación.....y recibirás los dones del Espíritu Santo


 

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CATEQUESIS QUE EL PAPA BENEDICTO XVI OFRECE CADA MIÉRCOLES A LOS PEREGRINOS EN ROMA SOBRE

LA FÉ

Y CONTINUADA POR EL PAPA FRANCISCO
(CATEQUESIS SOBRE LA ORACIÓN)

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El Credo explicado por Benedicto XVI

¿Qué es la fe? ¿Qué significa creer hoy?

La fe nace en la Iglesia, conduce a ella y vive en ella

Educarse en el deseo ensancha el alma y la hace más capaz de recibir a Dios

Maneras de conocer a Dios: El mundo, el hombre, la fé

Racionalidad de la fé

No se puede hablar de Dios y de lo que ha hecho en mi vida, si primero no se habla con Él La comunión en Cristo es el cumplimiento de los más profundos anhelos del hombre

En Cristo se realiza finalmente la revelación del plan amoroso de Dios

María es la criatura que de una manera única ha abierto la puerta a su Creador

Las apariencias exteriores y los colores de la fiesta no deben interesar más que el Misterio de la Encarnación

Jesús nos muestra el rostro de Dios y nos hace conocer el nombre de Dios

Yo confío en Tí; confío en Tí, Señor

Dios, al crearnos libres, renunció a una parte de su poder

Creo en Dios: el Creador del cielo y de la tierra, el Creador del ser humano

Renovamos nuestra fe en el Pastor Supremo, Cristo Señor
Al tercer día resucitó Jesús es nuestro abogado
No es cristiano quien guarda sus talentos

El Espíritu Santo es la fuente inagotable de la vida de Dios en nosotros

El Espíritu Santo nos hace reconocer la Verdad

Del compartir con los humildes nuestra fe sale siempre reforzada
Cultivar y custodiar la Creación

¿Somos piedras vivas, o somos piedras cansadas?

Río de Janeiro: acogida, fiesta, misión

La Iglesia es nuestra Madre y todos somos parte de Ella

Es triste ver una Iglesia «privatizada» por pequeños grupos

No tengas miedo a la santidad

Creo en la Iglesia Católica...

Apostólica
María, imagen y modelo de la Iglesia La comunión de las cosas santas
El Bautismo es la “puerta” de la fe y de la vida cristiana Dios no se cansa de perdonarnos y nosotros no debemos cansarnos de ir a pedir perdón
Creo en la resurrección de la carne Creo en la vida eterna

 

 

 

 

 

 

No abandono la Cruz (Despedida de Benedicto XVI)

 

 

El Credo explicado por Benedicto XVI

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 17 de octubre de 2012

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        Queridos hermanos y hermanas:

        Hoy quisiera presentar el nuevo ciclo de catequesis, que se lleva a cabo durante todo el Año de la Fe que acaba de empezar y que interrumpe --por este período--, el ciclo dedicado a la escuela de oración. Con la Carta apostólica Porta Fidei  elegí este Año especial, justamente para que la Iglesia renueve el entusiasmo de creer en Jesucristo, único Salvador del mundo, reavive la alegría de caminar por la vía que nos ha mostrado, y testifique en modo concreto la fuerza transformante de la fe.

        El aniversario de los cincuenta años de la apertura del Concilio Vaticano II es una gran oportunidad para volver a Dios, para profundizar y vivir con mayor valentía la propia fe, para fortalecer la pertenencia a la Iglesia, "maestra en humanidad", y que, a través de la proclamación de la Palabra, la celebración de los sacramentos y las obras de caridad nos lleve a encontrar y conocer a Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Se trata del encuentro no con una idea o con un proyecto de vida, sino con una Persona viva que nos transforma profundamente, revelándonos nuestra verdadera identidad como hijos de Dios. El encuentro con Cristo renueva nuestras relaciones humanas, dirigiéndolas, de día en día, hacia una mayor solidaridad y fraternidad, en la lógica del amor.

        Tener fe en el Señor no es algo que interesa solamente a nuestra inteligencia, al área del conocimiento intelectual, sino que es un cambio que implica toda la vida, a nosotros mismos: sentimiento, corazón, intelecto, voluntad, corporeidad, emociones, relaciones humanas. Con la fe realmente cambia todo en nosotros y por nosotros, y se revela claramente nuestro destino futuro, la verdad de nuestra vocación en la historia, el significado de la vida, la alegría de ser peregrinos hacia la Patria celeste.

        Pero --nos preguntamos--, ¿la fe es verdaderamente una fuerza transformadora en nuestra vida, en mi vida? ¿O solo es uno de los elementos que forman parte de la existencia, sin ser aquello determinante que la implica por completo?

        Con la catequesis de este Año de la Fe nos gustaría realizar un camino para fortalecer o reencontrar la alegría de la fe, entendiendo que ella no es algo ajeno, desconectada de la vida real, sino que es el alma. La fe en un Dios que es amor, y que se ha hecho cercano al hombre encarnándose y entregándose a sí mismo en la cruz para salvarnos y reabrirnos las puertas del Cielo, indica de modo luminoso, que solo en el amor está la plenitud del hombre. Es necesario repetirlo con claridad, que mientras las transformaciones culturales de hoy muestran a menudo muchas formas de barbarie, que pasan bajo el signo de "conquistas de la civilización": la fe afirma que no existe una verdadera humanidad si no es en los lugares, en los gestos, dentro del plazo y en la forma en la que el hombre está animado por el amor que viene de Dios; que se expresa como un don, se manifiesta en relaciones llenas de amor, de compasión, de atención y de servicio desinteresado frente a los demás. Donde hay dominación, posesión, explotación, mercantilización del otro para el propio egoísmo, donde está la arrogancia del yo encerrado en sí mismo, el hombre termina empobrecido, desfigurado, degradado. La fe cristiana, activa en el amor y fuerte en la esperanza, no limita, sino que humaniza la vida, más aún, la vuelve plenamente humana.

        La fe es acoger este mensaje transformante en nuestra vida, es acoger la revelación de Dios, que nos hace saber quién es Él, cómo actúa, cuáles son sus planes para nosotros. Es cierto que el misterio de Dios permanece siempre más allá de nuestros conceptos y de nuestra razón, de nuestros rituales y oraciones. Sin embargo, con la revelación Dios mismo se autocomunica, se relata, se vuelve accesible. Y nosotros somos capaces de escuchar su Palabra y de recibir su verdad. He aquí la maravilla de la fe: Dios, en su amor, crea en nosotros --a través de la obra del Espíritu Santo--, las condiciones adecuadas para que podamos reconocer su Palabra. Dios mismo, en su voluntad de manifestarse, de ponerse en contacto con nosotros, de estar presente en nuestra historia, nos permite escucharlo y acogerlo. San Pablo lo expresa así con alegría y gratitud: "No cesamos de dar gracias a Dios porque, al recibir la palabra de Dios que les predicamos, la acogieron, no como palabra de hombre, sino cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece activa en ustedes, los creyentes " (1 Ts. 2,13).

        Dios se ha revelado con palabras y hechos a través de una larga historia de amistad con el hombre, que culmina en la Encarnación del Hijo de Dios y en su misterio de la Muerte y Resurrección. Dios no solo se ha revelado en la historia de un pueblo, no solo habló por medio de los profetas, sino que ha cruzado su Cielo para entrar en la tierra de los hombres como un hombre, para que pudiéramos encontrarle y escucharle. Y desde Jerusalén, el anuncio del Evangelio de la salvación se ha extendido hasta los confines de la tierra. La Iglesia, nacida del costado de Cristo, se ha vuelto portadora de una sólida y nueva esperanza: Jesús de Nazaret, crucificado y resucitado, salvador del mundo, que está sentado a la diestra del Padre y es el juez de vivos y muertos. Este es el kerigma, el anuncio central y rompedor de la fe. Pero desde el principio, surgió el problema de la "regla de la fe", es decir, de la fidelidad de los creyentes a la verdad del Evangelio en la cual permanecer con solidez, a la verdad salvífica sobre Dios y sobre el hombre, para preservarla y transmitirla. San Pablo escribe: "Sereis salvados, si lo guardais [el evangelio] tal como os lo prediqué... Si no, ¡habreis creído en vano!" (1 Cor. 15,2).

        Pero, ¿dónde encontramos la fórmula esencial de la fe? ¿Dónde encontramos la verdad que se nos ha transmitido fielmente y que es la luz para nuestra vida diaria? La respuesta es simple: en el Credo, en la Profesión de Fe o Símbolo de la Fe, nosotros nos remitimos al hecho original de la Persona y de la Historia de Jesús de Nazaret; se hace concreto lo que el Apóstol de los gentiles decía a los cristianos de Corinto: "Porque yo os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al tercer día." (1 Cor. 15,3).

        Incluso hoy tenemos necesidad de que el Credo sea mejor conocido, entendido y orado. Sobre todo, es importante que el Credo sea, por así decirlo, "reconocido". Conocer, en realidad, podría ser una operación tan solo intelectual, mientras "reconocer" significa la necesidad de descubrir la profunda conexión entre la verdad que profesamos en el Credo y nuestra vida cotidiana, para que estas verdades sean real y efectivamente --como siempre fueron--, luz para los pasos en nuestro vivir, y vida que vence ciertos desiertos de la vida contemporánea. En el Credo se engrana la vida moral del cristiano, que en él encuentra su fundamento y su justificación.

        No es casualidad que el beato Juan Pablo II quisiera que el Catecismo de la Iglesia Católica, norma segura para la enseñanza de la fe y fuente fiable para una catequesis renovada, fuese configurado sobre el Credo. Se ha tratado de confirmar y proteger este núcleo central de las verdades de la fe, convirtiéndolo a un lenguaje más inteligible a los hombres de nuestro tiempo, a nosotros. Es un deber de la Iglesia transmitir la fe, comunicar el Evangelio, para que las verdades cristianas sean luz en las nuevas transformaciones culturales, y los cristianos sean capaces de dar razón de su esperanza (cf. 1 Pe. 3,14).

        Hoy vivimos en una sociedad profundamente cambiada, incluso en comparación con el pasado reciente y en constante movimiento. Los procesos de la secularización y de una extendida mentalidad nihilista, en lo que todo es relativo, han marcado fuertemente la mentalidad general. Por lo tanto, la vida es vivida con frecuencia a la ligera, sin ideales claros y esperanzas sólidas, dentro de relaciones sociales y familiares líquidas, provisionales. Sobretodo las nuevas generaciones no están siendo educadas en la búsqueda de la verdad y del sentido profundo de la existencia que supere lo contingente, en pos de una estabilidad de los afectos, de la confianza. Por el contrario, el relativismo lleva a no tener puntos fijos; la sospecha y la volubilidad provocan rupturas en las relaciones humanas, a la vez que se vive con experimentos que duran poco, sin asumir una responsabilidad.

        Si el individualismo y el relativismo parecen dominar el ánimo de muchos contemporáneos, no podemos decir que los creyentes sigan siendo totalmente inmunes a estos peligros con los que nos enfrentamos en la transmisión de la fe. La consulta promovida en todos los continentes, para la celebración del Sínodo de los Obispos sobre la Nueva Evangelización, ha puesto de relieve algunos: una fe vivida de un modo pasivo y privado, la negación de la educación en la fe, la diferencia entre vida y fe.

        El cristiano a menudo ni siquiera conoce el núcleo central de su propia fe católica, el Credo, dejando así espacio a un cierto sincretismo y relativismo religioso, sin claridad sobre las verdades a creer y la unicidad salvífica del cristianismo. No está muy lejos hoy el riesgo de construir, por así decirlo, una religión "hágalo usted mismo". Por el contrario, debemos volver a Dios, al Dios de Jesucristo, debemos redescubrir el mensaje del Evangelio, hacerlo entrar en modo más profundo en nuestras conciencias y en la vida cotidiana.

        En las catequesis de este Año de la Fe quisiera ofrecer una ayuda para hacer este viaje, para retomar y profundizar las verdades centrales de la fe sobre Dios, sobre el hombre, sobre la Iglesia, sobre toda la realidad social y cósmica, meditando y reflexionando sobre las afirmaciones del Credo. Y quisiera dejar en evidencia que estos contenidos o verdades de la fe (fides quae) se conectan directamente a nuestras vidas; exigen una conversión de vida, dando paso a una nueva manera de creer en Dios (fides qua). Conocer a Dios, encontrarle, explorar los rasgos de su rostro ponen en juego nuestra vida, porque Él entra en la dinámica profunda del ser humano.

        Que el camino que realizaremos este año nos haga crecer a todos en la fe y en el amor a Cristo, para que podamos aprender a vivir, en las decisiones y acciones diarias, la vida buena y hermosa del Evangelio. Gracias.

 

 

¿Qué es la fe? ¿Qué significa creer hoy?

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 25 de octubre de 2012

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        Queridos hermanos y hermanas:

        El miércoles pasado, con el inicio del Año de la fe, comencé una nueva serie de catequesis sobre la fe. Y hoy quisiera reflexionar con vosotros sobre una cuestión fundamental: ¿qué es la fe? ¿Tiene sentido aún la fe en un mundo donde la ciencia y la tecnología han abierto horizontes, hasta hace poco tiempo impensables? ¿Qué significa creer hoy?

        En efecto, en nuestro tiempo es necesaria una renovada educación en la fe, que incluya por cierto un conocimiento de su verdad y de los acontecimientos de la salvación, pero que principalmente nazca de un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo, de amarlo, de confiar en él, de tal modo que toda la vida esté involucrada con él.

        Hoy, junto a muchos signos de buena esperanza, crece a nuestro alrededor también un cierto desierto espiritual. A veces, se tiene la sensación, por ciertos hechos que conocemos todos los días, de que el mundo no va hacia la construcción de una comunidad más fraterna y pacífica; las mismas ideas de progreso y bienestar también muestran sus sombras. A pesar del tamaño de los descubrimientos de la ciencia y de los resultados de la tecnología, el hombre hoy no parece ser verdaderamente más libre, más humana; todavía permanecen muchas formas de explotación, de manipulación, de violencia, de opresión, de injusticia… Luego, un cierto tipo de cultura ha educado a moverse solo en el horizonte de las cosas, de lo posible, a creer solo en lo que vemos y tocamos con las manos. Por otro lado, sin embargo, crece el número de personas que se sienten desorientados y, al tratar de ir más allá de una realidad puramente horizontal, se predisponen a creer en todo y su contrario. En este contexto, surgen algunas preguntas fundamentales, que son mucho más concretas de lo que parecen a primera vista: ¿Qué sentido tiene vivir? ¿Hay un futuro para el hombre, para nosotros y para las generaciones futuras? ¿En qué dirección orientar las decisiones de nuestra libertad en pos de un resultado bueno y feliz de la vida? ¿Qué nos espera más allá del umbral de la muerte?

        A partir de estas ineludibles preguntas, surge como un mundo de la planificación, del cálculo exacto y de la experimentación, en una palabra, el conocimiento de la ciencia, que si bien son importantes para la vida humana, no es suficiente. Nosotros necesitamos no solo el pan material, necesitamos amor, sentido y esperanza, de un fundamento seguro, de un terreno sólido que nos ayude a vivir con un sentido auténtico, incluso en la crisis, en la oscuridad, en las dificultades y en los problemas cotidianos. La fe nos da esto: se trata de una confianza plena en un "Tú", que es Dios, el cual me da una seguridad diferente, pero no menos sólida que la que proviene del cálculo exacto o de la ciencia. La fe no es un mero asentimiento intelectual del hombre frente a las verdades en particular sobre Dios; es un acto por el cual me confío libremente a un Dios que es Padre y me ama; es la adhesión a un "Tú" que me da esperanza y confianza. Ciertamente que esta adhesión a Dios no carece de contenido: con ella, sabemos que Dios se ha revelado a nosotros en Cristo, hizo ver su rostro y se ha vuelto cercano a cada uno de nosotros. En efecto, Dios ha revelado que su amor por el hombre, por cada uno de nosotros, es sin medida: en la cruz, Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre, nos muestra del modo más luminoso a qué grado llega este amor, hasta darse a sí mismo, hasta el sacrificio total.

        Con el misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo, Dios desciende hasta el fondo de nuestra humanidad para que llevarla a Él, para elevarla hasta que alcance su altura. La fe es creer en este amor de Dios, que no diminuye ante la maldad de los hombres, ante el mal y la muerte, sino que es capaz de transformar todas las formas de esclavitud, dando la posibilidad de la salvación. Tener fe, entonces, es encontrar ese "Tú", Dios, que me sostiene y me concede la promesa de un amor indestructible, que no solo aspira a la eternidad, sino que le da; es confiar en Dios con la actitud del niño, el cual sabe que todas sus dificultades, todos sus problemas están a salvo en el "tú" de la madre. Y esta posibilidad de salvación a través de la fe es un don que Dios ofrece a todos los hombres.

        Creo que deberíamos meditar más a menudo --en nuestra vida diaria, marcada por problemas y situaciones a veces dramáticas--, en el hecho que creer cristianamente significa este abandonarme con confianza al sentido profundo que me sostiene a mí y al mundo; una sensación de que no somos capaces de darnos, sino de solo recibir como un don, y que es la base sobre la que podemos vivir sin miedo. Y esta certeza liberadora y tranquilizadora de la fe, debemos ser capaces de proclamarla con la palabra y demostrarla con nuestra vida de cristianos.

        A nuestro alrededor, sin embargo, vemos cada día que muchos son indiferentes o se niegan a aceptar este anuncio. Al final del Evangelio de Marcos, tenemos palabras duras del Señor resucitado que dice: "El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará" (Mc. 16,16), se pierde a sí mismo. Os invito a reflexionar sobre esto. La confianza en la acción del Espíritu Santo, nos debe empujar siempre a ir y predicar el Evangelio, al testimonio valiente de la fe; pero, además de la posibilidad de una respuesta positiva al don de la fe, también existe el riesgo de un rechazo del Evangelio, del no acoger el encuentro vital con Cristo. Ya san Agustín ponía este tema en su comentario sobre la parábola del sembrador: "Nosotros hablamos –decía-, echamos la semilla, la extendemos. Hay quienes desprecian, critican, se burlan. Si les tememos, no tenemos nada que sembrar y el día de la cosecha se quedará sin que se recoja. Por tanto, venga la semilla de la tierra buena" (Discorsi sulla disciplina cristiana, 13,14: PL 40, 677-678). En consecuencia, la negativa no puede desalentarnos. Como cristianos, somos testigos de este suelo fértil: nuestra fe, a pesar de nuestros límites, demuestra que hay buena tierra, donde la semilla de la Palabra de Dios produce frutos abundantes de justicia, de paz y de amor, de nueva humanidad, de salvación. Y toda la historia de la Iglesia, con todos los problemas, demuestra también que hay la tierra buena, que existe una semilla buena, y que da fruto.

        Pero preguntémonos: ¿de dónde saca el hombre esa apertura del corazón y de la mente para creer en el Dios que se ha hecho visible en Jesucristo, muerto y resucitado, para recibir su salvación, de tal modo que Él su evangelio sean la guía y la luz de la existencia? Respuesta: nosotros podemos creer en Dios porque Él se acerca a nosotros y nos toca, porque el Espíritu Santo, don del Señor resucitado, nos hace capaces de acoger el Dios vivo. La fe es, pues, ante todo un don sobrenatural, un don de Dios. El Concilio Vaticano II dice: "Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que proviene y ayuda, a los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da “a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad".(Dei Verbum, 5). En la base de nuestro camino de fe está el bautismo, el sacramento que nos da el Espíritu Santo, volviéndonos hijos de Dios en Cristo, y marca la entrada en la comunidad de fe, en la Iglesia no creo uno por sí mismo, sin la gracia previa del Espíritu; y no se cree solo, sino junto a los hermanos. Desde el Bautismo en adelante, cada creyente está llamado a revivir esto y hacer propia esta confesión de fe, junto a los hermanos.

        La fe es un don de Dios, pero también es un acto profundamente humano y libre. El Catecismo de la Iglesia Católica dice claramente: "Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre" (n. 154). Más aún, las implica y las exalta, en una apuesta de vida que es como un éxodo, es decir, en un salir de sí mismo, de las propias seguridades, de los propios esquemas mentales, para confiarse a la acción de Dios que nos muestra el camino para obtener la verdadera libertad, nuestra identidad humana, la verdadera alegría del corazón, la paz con todos. Creer es confiar libremente y con alegría en el plan providencial de Dios en la historia, como lo hizo el patriarca Abraham, al igual que María de Nazaret. La fe es, pues, un acuerdo por el cual nuestra mente y nuestro corazón dicen su propio "sí" a Dios, confesando que Jesús es el Señor. Y este "sí" transforma la vida, abre el camino hacia una plenitud de sentido, la hace nueva, llena de alegría y de esperanza fiable.

        Queridos amigos, nuestro tiempo requiere de cristianos que estén aferrados de Cristo, que crezcan en la fe a través de la familiaridad con la Sagrada Escritura y los sacramentos. Personas que sean casi un libro abierto que narra la experiencia de la vida nueva en el Espíritu, la presencia de un Dios que nos sostiene en el camino y que nos abre hacia la vida que no tendrá fin. Gracias.

 

La fe nace en la Iglesia, conduce a ella y vive en ella

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 31de octubre de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

        Continuamos en nuestro camino de meditación sobre la fe católica. La semana pasada he mostrado cómo la fe es un don, porque es Dios quien toma la iniciativa y viene a nuestro encuentro; y así la fe es una respuesta con la que lo recibimos, como un fundamento estable de nuestra vida. Es un don que transforma nuestras vidas, porque nos hace entrar en la misma visión de Jesús, quien obra en nosotros y nos abre al amor hacia Dios y hacia los demás.

        Hoy me gustaría dar un paso más en nuestra reflexión, partiendo de nuevo de algunas preguntas: ¿la fe tiene solo un carácter personal, individual? ¿Solo me interesa a mi como persona? ¿Vivo mi fe yo solo? Por supuesto, el acto de fe es un acto eminentemente personal, que tiene lugar en lo más profundo y que marca un cambio de dirección, una conversión personal: es mi vida que da un giro, una nueva orientación. En la liturgia del Bautismo, en el momento de las promesas, el celebrante pide manifestar la fe católica y formula tres preguntas: ¿Crees en Dios Padre Todopoderoso? ¿Crees en Jesucristo su único Hijo? ¿Crees en el Espíritu Santo? En la antigüedad, estas preguntas eran dirigidas personalmente al que iba a ser bautizado, antes que se sumergiese tres veces en el agua. Y aún hoy, la respuesta es en singular: “Yo creo”.

        Pero este creer no es el resultado de mi reflexión solitaria, no es el producto de mi pensamiento, sino que es el resultado de una relación, de un diálogo en el que hay un escuchar, un recibir, y un responder; es el comunicarse con Jesús, el que me hace salir de mi "yo", encerrado en mí mismo, para abrirme al amor de Dios Padre. Es como un renacimiento en el que me descubro unido no solo a Jesús, sino también a todos aquellos que han caminado y caminan por el mismo camino; y este nuevo nacimiento, que comienza con el Bautismo, continúa a lo largo del curso de la vida. No puedo construir mi fe personal en un diálogo privado con Jesús, porque la fe me ha sido dada por Dios a través de una comunidad de creyentes que es la Iglesia, y por lo tanto me inserta en la multitud de creyentes, en una comunidad que no solo es sociológica, sino que está enraizada en el amor eterno de Dios, que en Sí mismo es comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que es Amor trinitario. Nuestra fe es verdaderamente personal, solo si es a la vez comunitaria: puede ser “mi fe”, solo si vive y se mueve en el “nosotros” de la Iglesia, solo si es nuestra fe, nuestra fe común en la única Iglesia.

        El domingo en la misa, rezando el “Credo”, nos expresamos en primera persona, pero confesamos comunitariamente la única fe de la Iglesia. Ese “creo” pronunciado individualmente, se une al de un inmenso coro en el tiempo y en el espacio, en el que todos contribuyen, por así decirlo, a una polifonía armoniosa de la fe. El Catecismo de la Iglesia Católica lo resume de forma clara:“"Creer" es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la Madre de todos los creyentes. "Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre"[San Cipriano]” (n. 181). Por lo tanto, la fe nace en la Iglesia, conduce a ella y vive en ella. Esto es importante para recordarlo.

        A principios de la aventura cristiana, cuando el Espíritu Santo desciende con poder sobre los discípulos, en el día de Pentecostés --como se relata en los Hechos de los Apóstoles (cf. 2,1-13)--, la Iglesia primitiva recibe la fuerza para llevar a cabo la misión que le ha confiado el Señor Resucitado: difundir por todos los rincones de la tierra el Evangelio, la buena noticia del Reino de Dios, y guiar así a cada hombre al encuentro con Él, a la fe que salva. Los Apóstoles superan todos los miedos en la proclamación de lo que habían oído, visto, experimentado en persona con Jesús. Por el poder del Espíritu Santo, comienzan a hablar en nuevas lenguas, anunciando abiertamente el misterio del que fueron testigos. En los Hechos de los Apóstoles, se nos relata el gran discurso que Pedro pronuncia en el día de Pentecostés. Comienza él con un pasaje del profeta Joel (3,1-5), refiriéndose a Jesús, y proclamando el núcleo central de la fe cristiana: Aquel que había sido acreditado ante ustedes por Dios con milagros y grandes señales, fue clavado y muerto en la cruz, pero Dios lo resucitó de entre los muertos, constituyéndolo Señor y Cristo.

        Con él entramos en la salvación final anunciada por los profetas, y quien invoque su nombre será salvo (cf. Hch. 2,17-24). Al oír estas palabras de Pedro, muchos se sienten desafiados personalmente, interpelados, se arrepienten de sus pecados y se hacen bautizar recibiendo el don del Espíritu Santo (cf. Hch. 2, 37-41). Así comienza el camino de la Iglesia, comunidad que lleva este anuncio en el tiempo y en el espacio, comunidad que es el Pueblo de Dios basado sobre la nueva alianza gracias a la sangre de Cristo, y cuyos miembros no pertenecen a un determinado grupo social o étnico, sino que son hombres y mujeres provenientes de cada nación y cultura. Es un pueblo “católico”, que habla lenguas nuevas, universalmente abierto a acoger a todos, más allá de toda frontera, haciendo caer todas las barreras. Dice san Pablo: "Donde no hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos" (Col. 3,11).

        La Iglesia, por tanto, desde el principio, es el lugar de la fe, el lugar de transmisión de la fe, el lugar en el que, mediante el Bautismo, estamos inmersos en el Misterio Pascual de la Muerte y Resurrección de Cristo, que nos libera de la esclavitud del pecado, nos da la libertad de hijos y nos introduce a la comunión con el Dios Trino. Al mismo tiempo, estamos inmersos en comunión con los demás hermanos y hermanas en la fe, con todo el Cuerpo de Cristo, sacándonos fuera de nuestro aislamiento. El Concilio Vaticano II nos lo recuerda: “Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente” (Const. Dogm. Lumen Gentium, 9).

        Al recordar la liturgia del bautismo, nos damos cuenta de que, al concluir las promesas en las que expresamos la renuncia al mal y repetimos “creo” a las verdades de la fe, el celebrante dice: “Esta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús Nuestro Señor”. La fe es una virtud teologal, dada por Dios, pero transmitida por la Iglesia a lo largo de la historia. El mismo san Pablo, escribiendo a los Corintios, afirma haberles comunicado el Evangelio que a su vez él había recibido (cf. 1 Cor. 15,3).

        Hay una cadena ininterrumpida de la vida de la Iglesia, de la proclamación de la Palabra de Dios, de la celebración de los sacramentos, que llega hasta nosotros y que llamamos Tradición. Esta nos da la seguridad de que lo que creemos es el mensaje original de Cristo, predicado por los Apóstoles. El núcleo del anuncio primordial es el acontecimiento de la Muerte y Resurrección del Señor, de donde brota toda la herencia de la fe. El Concilio dice: “La predicación apostólica, que está expuesta de un modo especial en los libros inspirados, debía conservarse hasta el fin de los tiempos por una sucesión continua” (Const. Dogm. Dei Verbum, 8).

        Por lo tanto, si la Biblia contiene la Palabra de Dios, la Tradición de la Iglesia la conserva y la transmite fielmente, para que las personas de todos los tiempos puedan acceder a sus inmensos recursos y enriquecerse con sus tesoros de gracia. Por eso la Iglesia, “en su doctrina, en su vida y en su culto transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que ella cree” (ibid.).

        Por último, quiero destacar que es en la comunidad eclesial donde la fe personal crece y madura. Es interesante notar cómo en el Nuevo Testamento, la palabra “santos” se refiere a los cristianos como un todo, y por cierto no todos tenían las cualidades para ser declarados santos por la Iglesia. ¿Qué se quería indicar, pues, con este término? El hecho es que los que tenían y habían vivido la fe en Cristo resucitado, fueron llamados a convertirse en un punto de referencia para todos los demás, poniéndolos así en contacto con la Persona y con el Mensaje de Jesús, que revela el rostro del Dios vivo.

        Y esto también vale para nosotros: un cristiano que se deja guiar y formar poco a poco por la fe de la Iglesia, a pesar de sus debilidades, sus limitaciones y sus dificultades, se vuelve como una ventana abierta a la luz del Dios vivo, que recibe esta luz y la transmite al mundo. El beato Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris Missio afirmó que “la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola!” (n. 2).

        La tendencia, hoy generalizada, a relegar la fe al ámbito privado, contradice por tanto su propia naturaleza. Tenemos necesidad de la Iglesia para confirmar nuestra fe y para experimentar los dones de Dios: su Palabra, los sacramentos, el sostenimiento de la gracia y el testimonio del amor. Así, nuestro “yo” en el “nosotros” de la Iglesia, podrá percibirse, al mismo tiempo, como destinatario y protagonista de un acontecimiento que lo sobrepasa: la experiencia de la comunión con Dios, que establece la comunión entre las personas. En un mundo donde el individualismo parece regular las relaciones entre las personas, haciéndolas más frágiles, la fe nos llama a ser Pueblo de Dios, a ser Iglesia, portadores del amor y de la comunión de Dios para toda la humanidad (Cf. Const. Dogm. Gaudium et Spes, 1). Gracias por su atención.

 

 

Educarse en el deseo ensancha el alma y la hace más capaz de recibir a Dios

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 7de noviembre de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

        El camino de reflexión que estamos haciendo juntos en este Año de la fe nos lleva a meditar hoy sobre un aspecto fascinante de la experiencia humana y cristiana: el hombre porta en sí mismo un misterioso anhelo de Dios. De una manera significativa, el Catecismo de la Iglesia Católica se abre con la siguiente declaración: "El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar" (n. 27).

        Tal declaración, que aún hoy en muchos contextos culturales parece bastante aceptable, casi obvia, podría parecer más bien una provocación en la cultura secularizada occidental. Muchos de nuestros contemporáneos podrían, de hecho, objetar que no sienten nada de ese deseo de Dios. Para amplios sectores de la sociedad, Él no es el esperado, el deseado, sino más bien una realidad que pasa desapercibida, frente a la cual no se debería hacer ni siquiera el esfuerzo de comentar. De hecho, lo que hemos definido como "el deseo de Dios", no ha desaparecido por completo, y se ve aún hoy en día, en muchos sentidos, en el corazón del hombre.

        El deseo humano tiende siempre a ciertos bienes concretos, a menudo espirituales, y sin embargo, se encuentra de frente a la cuestión de qué es realmente "el" bien, y por lo tanto, a confrontarse con algo que es distinto de sí mismo, que el hombre no puede construir, pero que está llamado a reconocer. ¿Qué puede realmente satisfacer el deseo del hombre?

        En mi primera encíclica Deus Caritas Est, traté de analizar cómo esta dinámica se realiza en la experiencia del amor humano, experiencia que en nuestra época es más fácilmente percibida como un momento de éxtasis, fuera de sí mismo, como un lugar donde el hombre se sabe atravesado por un deseo que lo supera. A través del amor, el hombre y la mujer experimentan de un modo nuevo, el uno gracias al otro, la grandeza y la belleza de la vida y de la realidad. Si lo que experimento no es una mera ilusión, si realmente deseo el bien del otro como un bien también mío, entonces debo estar dispuesto a des-centrarme, para ponerme a su servicio, hasta la renuncia de mí mismo.

        La respuesta a la pregunta sobre el sentido de la experiencia del amor pasa por tanto, a través de la purificación y la sanación de la voluntad, requerida por el bien mismo que se quiere del otro. Debemos practicar, prepararnos, incluso corregirnos para que aquel bien pueda ser realmente querido.

        El éxtasis inicial se traduce así en peregrinación, "camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios" (Encíclica Deus Caritas Est, 6). A través de este camino, el hombre podrá gradualmente profundizar el conocimiento del amor que había experimentado al principio.

        Y se irá vislumbrando también el misterio de lo que es: ni siquiera el ser querido, de hecho, es capaz de satisfacer el deseo que habita en el corazón humano, es más, tanto más auténtico es el amor por el otro, más se deja abierta la pregunta sobre su origen y su destino, sobre la posibilidad de que eso vaya a durar para siempre.

        Así, la experiencia humana del amor tiene en sí un dinamismo que conduce más allá de sí mismo, es la experiencia de un bien que lleva a salir de sí mismo y a encontrarse de frente al misterio que rodea a toda la existencia.

        Consideraciones similares se pueden hacer también con respecto a otras experiencias humanas, tales como la amistad, la experiencia de la belleza, el amor por el conocimiento: todo bien experimentado por el hombre, va hacia el misterio que rodea al hombre mismo; cada deseo se asoma al corazón del hombre, se hace eco de un deseo fundamental que nunca está totalmente satisfecho.

        Sin lugar a dudas que de tal deseo profundo, que también esconde algo enigmático, no se puede llegar directamente a la fe. El hombre, después de todo, sabe lo que no lo sacia, pero no puede imaginar o definir lo que le haría experimentar la felicidad que trae como nostalgia en el corazón. No se puede conocer a Dios solo a partir del deseo del hombre. De este punto de vista permanece el misterio: es el hombre el buscador del Absoluto, un buscador a pequeños e inciertos pasos. Y, sin embargo, ya la experiencia del deseo, el "corazón inquieto" como lo llamaba san Agustín, es muy significativo. Eso nos dice que el hombre es, en el fondo, un ser religioso (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 28), un "mendigo de Dios".

        Podemos decir, en palabras de Pascal: "El hombre supera infinitamente al hombre" (Pensieri, 438; ed. Chevalier; ed. Brunschvicg 434). Los ojos reconocen los objetos cuando son iluminados por la luz. De ahí el deseo de conocer la misma luz que hace brillar las cosas del mundo y que les da el sentido de la belleza.

        En consecuencia, debemos creer que es posible aún en nuestro tiempo, aparentemente refractario a la dimensión trascendente, abrir un camino hacia el auténtico sentido religioso de la vida, que muestra cómo el don de la fe no es absurdo, no es irracional. Sería muy útil para este fin, promover una especie de pedagogía del deseo, tanto para el camino de aquellos que aún no creen, como para aquellos que ya han recibido el don de la fe. Una pedagogía que incluye al menos dos aspectos. En primer lugar, aprender o volver a aprender el sabor de la alegría auténtica de la vida. No todas las satisfacciones producen en nosotros el mismo efecto: algunas dejan una huella positiva, son capaces de pacificar el ánimo, nos hacen más activos y generosos.

        Otras en cambio, después de la luz inicial, parecen decepcionar las expectativas que había despertado y dejan detrás de sí amargura, insatisfacción o una sensación de vacío. Educar desde una edad temprana para saborear las alegrías verdaderas, en todos los ámbitos de la vida, esto es, la familia, la amistad, la solidaridad con los que sufren, la renuncia del propio yo para servir al otro, el amor por el que carece de conocimientos, por el arte, por la belleza de la naturaleza, todo lo que signifique ejercer el sabor interior y producir anticuerpos efectivos contra la banalización y el abatimiento predominante hoy.

        Incluso los adultos necesitan descubrir estas alegrías, desear la realidades auténticas, purificándose de la mediocridad en la que se hallan envueltos. Entonces será más fácil evitar o rechazar todo aquello que, aunque en principio parezca atractivo, resulta ser bastante soso, fuente de adicción y no de libertad. Y por tanto hará emerger ese deseo de Dios del que estamos hablando.

        Un segundo aspecto, que va de la mano con el anterior, es nunca estar satisfecho con lo que se ha logrado. Solo las alegrías verdaderas son capaces de liberar en nosotros esa ansiedad que lleva a ser más exigentes --querer un bien superior, más profundo--, para percibir más claramente que nada finito puede llenar nuestro corazón.

        Por lo tanto vamos a aprender a someternos, sin armas, hacia el bien que no podemos construir o adquirir por nuestros propios esfuerzos; a no dejarnos desalentar de la fatiga y de los obstáculos que provienen de nuestro pecado.

        En este sentido, no debemos olvidar que el dinamismo del deseo está siempre abierta a la redención. Incluso cuando nos envía por caminos desviados, cuando sigue paraísos artificiales y parece perder la capacidad de anhelar el verdadero bien. Incluso en el abismo del pecado no se apaga en el hombre aquella chispa que le permite reconocer el verdadero bien, para saborearlo, iniciando así un camino de salida, al cual Dios, con el don de su gracia, no deja de dar su ayuda. Todos, por otra parte, tenemos necesidad de seguir un camino de purificación y de curación del deseo. Somos peregrinos hacia la patria celestial, hacia aquel pleno bien, eterno, que nada nos podrá arrebatar jamás.

        No se trata, por lo tanto, de sofocar el deseo que está en el corazón del hombre, sino de liberarlo, para que pueda alcanzar su verdadera altura. Cuando en el deseo se abre la ventana hacia la voluntad de Dios, esto ya es un signo de la presencia de la fe en el alma, fe que es una gracia de Dios. Decía siempre san Agustín: "Con la expectativa, Dios amplía nuestro deseo, con el deseo, ensancha el alma y dilatándola la vuelve más capaz" (Comentario a la Primera Epístola de Juan, 4,6: PL 35, 2009).

        En esta peregrinación, sintámonos hermanos de todos los hombres, compañeros de viaje, incluso de aquellos que no creen, de los que están en busca, de los que se dejan interrogar con sinceridad sobre el propio deseo de verdad y de bien. Recemos, en este Año de la fe, para que Dios muestre su rostro a todos aquellos que lo buscan con corazón sincero. Gracias.

 

Maneras de conocer a Dios: El mundo, el hombre, la fé

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 14 de noviembre de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

        El miércoles hemos reflexionado sobre el deseo de Dios que el ser humano lleva en lo más profundo de sí mismo. Hoy me gustaría continuar y profundizar este aspecto, meditando con vosotros brevemente sobre algunas maneras de llegar a conocer a Dios.

        Debo mencionar, sin embargo, que la iniciativa de Dios precede siempre a cualquier acción del hombre, y también en el camino hacia Él, es Él el primero que nos ilumina, nos orienta y nos guía, respetando siempre nuestra libertad. Y siempre es Él quien nos hace entrar en su intimidad, revelándonos y dándonos la gracia de poder acoger en la fe esa revelación. No olvidemos nunca la experiencia de san Agustín: no somos nosotros los que poseemos la Verdad después de haberla buscado, sino que es la verdad la que nos encuentra y nos toma.

        Sin embargo, hay formas que pueden abrir el corazón del hombre al conocimiento de Dios, hay indicios que llevan a Dios. Por supuesto, a menudo se corre el riesgo de ser deslumbrado por el brillo del mundo, que nos hace menos capaces de viajar esas rutas o leer esos signos. Sin embargo, Dios no se cansa de buscarnos, es fiel al hombre que ha creado y redimido, se mantiene cerca de nuestras vidas, porque nos ama. Y esta es una certeza que nos debe acompañar todos los días, a pesar de que ciertas mentalidades difundidas, hacen más difícil para la Iglesia y para el cristiano, comunicar la alegría del Evangelio a todas las criaturas y conducir a todos al encuentro con Jesús, único Salvador del mundo. Esta, sin embargo, es nuestra misión, es la misión de la Iglesia y cada creyente debe vivirla con alegría, sintiéndola como propia, a través de una vida verdaderamente animada por la fe, marcada por la caridad, en el servicio a Dios y a los demás, y capaz de irradiar esperanza. Esta misión brilla especialmente en la santidad a la que todos estamos llamados.

        Hoy --lo sabemos--, no faltan las dificultades y las pruebas para la fe, a menudo mal entendida, protestada, rechazada. San Pedro decía a sus cristianos: "Estad siempre dispuestos a dar respuesta, pero con mansedumbre y respeto, a todo el que os pida razón de la esperanza que hay en vuestros corazones" (1 Pe. 3,15). En el pasado, en Occidente, en una sociedad considerada cristiana, la fe era el ambiente en el que nos movíamos; la referencia y la pertenencia a Dios fueron, en su mayoría, parte de la vida cotidiana. Más bien, era aquel que no creía, el que debía justificar su incredulidad. En nuestro mundo, la situación ha cambiado y, cada vez más, el creyente debe ser capaz de dar razón de su fe. El beato Juan Pablo II, en la encíclica Fides et Ratio, hizo hincapié en que la fe se pone a prueba en estos tiempos, atravesada por formas sutiles e insidiosas de ateísmo teórico y práctico (cf. nn. 46-47).

        A partir de la Ilustración, la crítica a la religión se ha intensificado; la historia se ha caracterizado también por la presencia de sistemas ateos, en los que Dios se consideraba una mera proyección de la mente humana, una ilusión, y el producto de una sociedad ya distorsionada por muchas enajenaciones. El siglo pasado fue testigo de un fuerte proceso de secularismo, en nombre de la autonomía absoluta del hombre, considerado como medida y artífice de la realidad, pero reducido en su ser creado "a imagen y semejanza de Dios". En nuestros tiempos hay un fenómeno particularmente peligroso para la fe: hay una forma de ateísmo que se define como "práctico", en el que no se niegan las verdades de la fe o los rituales religiosos, sino que simplemente se consideran irrelevantes para la existencia cotidiana, separados de la vida, inútiles. A menudo, por lo tanto, se cree en Dios de una manera superficial y se vive "como si Dios no existiera" (etsi Deus non daretur). Al final, sin embargo, esta forma de vida es aún más destructiva, porque conduce a la indiferencia hacia la fe y hacia la cuestión de Dios.

        En realidad, el hombre separado de Dios, se reduce a una sola dimensión, aquella horizontal; y justamente este reduccionismo es una de las causas fundamentales de los totalitarismos que han tenido consecuencias trágicas en el siglo pasado, así como de la crisis de valores que vemos en la realidad actual. Oscureciendo la referencia a Dios, también se ha oscurecido el horizonte ético, para dejar espacio al relativismo y a una concepción ambigua de la libertad, que en lugar de liberadora, termina por atar al hombre a los ídolos. Las tentaciones que Jesús enfrentó en el desierto antes de su vida pública, representan aquellos "ídolos" que fascinan al hombre, cuando va más allá de sí mismo.

        Cuando Dios pierde su centralidad, el hombre pierde su justo lugar, no encuentra más su lugar en la creación, en las relaciones con los demás. No se ha disminuido lo que la sabiduría antigua evoca como el mito de Prometeo: el hombre cree que puede llegar a ser él mismo "dios", dueño de la vida y la muerte.

        Ante esta realidad, la Iglesia, fiel al mandato de Cristo, no cesa de afirmar la verdad sobre el hombre y sobre su destino. El Concilio Vaticano II afirma claramente así: "La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y solo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador".(Gaudium et Spes, 19).

        ¿Qué respuestas está llamada a dar ahora la fe, con "gentileza y respeto", al ateísmo, al escepticismo y a la indiferencia frente la dimensión vertical, de modo que el hombre de nuestro tiempo pueda seguir cuestionándose sobre la existencia de Dios y a recorrer los caminos que conducen a Él? Me gustaría mencionar algunos aspectos, que provienen de la reflexión natural, o del mismo poder de la fe. Quisiera resumirlo muy brevemente en tres palabras: el mundo, el hombre, la fe.

        La primera: el mundo. San Agustín, que en su vida ha buscado durante mucho tiempo la Verdad y se aferró a la Verdad, tiene una página bella y famosa, en la que dice así: "Interroga a la belleza de la tierra, del mar, del aire enrarecido que se expande por todas partes; interroga la belleza del cielo..., interroga todas estas realidades. Todas te responderán: míranos y observa cómo somos hermosas. Su belleza es como un himno de alabanza. Ahora bien, estas criaturas tan hermosas, que siguen cambiando, ¿quién las hizo, si no que es uno que es la belleza de modo inmutable?"(Sermo 241, 2: PL 38, 1134). Creo que tenemos que recuperar y devolver al hombre contemporáneo la capacidad de contemplar la creación, su belleza, su estructura. El mundo no es una masa informe, sino que cuanto más lo conocemos y más descubrimos sus maravillosos mecanismos, más vemos un diseño, vemos que hay una inteligencia creadora. Albert Einstein dijo que en las leyes de la naturaleza "se revela una razón tan superior, que todo pensamiento racional y las leyes humanas son una reflexión comparativamente muy insignificante" (El mundo como lo veo yo, Roma 2005). Una primera manera que conduce al descubrimiento de Dios es contemplar con ojos atentos a la creación.

        La segunda palabra: el hombre. Siempre san Agustín, quien tiene una famosa frase que dice que Dios está más cerca de mí que yo a mí mismo (cf. Confesiones, III, 6, 11). A partir de aquí se formula la invitación: "No vayas fuera de ti, entra en ti mismo: en el hombre interior habita la verdad" (De vera religione, 39, 72). Este es otro aspecto que corremos el riesgo de perder en el mundo ruidoso y disperso en el que vivimos: la capacidad de pararnos y mirar en lo profundo de nosotros mismos, y de leer esta sed de infinito que llevamos dentro, que nos impulsa a ir más allá y nos refiere a Alguien que la pueda llenar.

        El Catecismo de la Iglesia Católica afirma así: "Con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, el hombre se interroga sobre la existencia de Dios" (n. 33).

        La tercera palabra: la fe. Sobre todo en la realidad de nuestro tiempo, no debemos olvidar que un camino hacia el conocimiento y el encuentro con Dios es la vida de fe. El que crea se une con Dios, está abierto a su gracia, a la fuerza del amor. Así, su existencia se convierte en un testimonio no de sí mismo, sino de Cristo resucitado, y su fe no tiene miedo de mostrarse en la vida cotidiana, está abierta al diálogo que expresa profunda amistad para el camino de cada hombre, y sabe cómo abrir luces de esperanza a la necesidad de la redención, de la felicidad y del futuro.

        La fe, de hecho, es un encuentro con Dios que habla y actúa en la historia y que convierte nuestra vida cotidiana, transformando en nosotros mente, juicios de valor, decisiones y acciones concretas. No es ilusión, escape de la realidad, cómodo refugio, sentimentalismo, sino que es el involucramiento de toda la vida y es proclamación del Evangelio, Buena Nueva capaz de liberar a todo el hombre. Un cristiano, una comunidad donde son laboriosos y fieles al designio de Dios que nos ha amado primero, son una vía privilegiada para aquellos que son indiferentes o dudan acerca de su existencia y de su acción. Esto, sin embargo, pide a todos a hacer más transparente su testimonio de fe, purificando su vida para que sea conforme a Cristo. Hoy en día muchos tienen una comprensión limitada de la fe cristiana, porque la identifican con un mero sistema de creencias y de valores, y no tanto con la verdad de un Dios revelado en la historia, deseoso de comunicarse con el hombre cara a cara, en una relación de amor con él.

        De hecho, el fundamento de toda doctrina o valor es el acontecimiento del encuentro entre el hombre y Dios en Cristo Jesús. El cristianismo, antes que una moral o una ética, es el acontecimiento del amor, es el aceptar a la persona de Jesús. Por esta razón, el cristiano y las comunidades cristianas, ante todo deben mirar y hacer mirar a Cristo, el verdadero camino que conduce a Dios.

 

Racionalidad de la fé

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 21 de noviembre de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

        Avanzamos en este Año de la fe, llevando en el corazón la esperanza de volver a descubrir cuánta alegría hay en el creer, y en encontrar el entusiasmo de comunicar a todos las verdades de la fe. Estas verdades no son un simple mensaje sobre Dios, una información particular acerca de Él. Sino que expresan el acontecimiento del encuentro de Dios con los hombres, encuentro salvífico y liberador, que cumple con las aspiraciones más profundas del hombre, su anhelo de paz, de fraternidad, de amor. La fe conduce a descubrir que el encuentro con Dios mejora, perfecciona y eleva lo que es verdadero, bueno y bello en el hombre. Es así que, mientras Dios se revela y se deja conocer, el hombre llega a saber quién es Dios y, conociéndolo, se descubre a sí mismo, su propio origen, su destino, la grandeza y la dignidad de la vida humana.

        La fe permite un conocimiento auténtico de Dios, que implica a toda la persona: se trata de un "saber", un conocimiento que le da sabor a la vida, un nuevo gusto de existir, una forma alegre de estar en el mundo. La fe se expresa en el don de sí mismo a los demás, en la fraternidad que se vuelve la solidaria, capaz de amar, venciendo a la soledad que nos pone tristes. Es el conocimiento de Dios mediante la fe, que no es solo intelectual, sino vital; es el conocimiento de Dios-Amor, gracias a su mismo amor.

        Después el amor de Dios nos hace ver, abre los ojos, permite conocer toda la realidad, más allá de las estrechas perspectivas del individualismo y del subjetivismo que desorientan las conciencias. El conocimiento de Dios es, por tanto, experiencia de fe, e implica, al mismo tiempo, un camino intelectual y moral: profundamente conmovido por la presencia del Espíritu de Jesús en nosotros, podemos superar los horizontes de nuestro egoísmo y nos abrimos a los verdaderos valores de la vida.

        Hoy en esta catequesis, quisiera centrarme sobre la racionalidad de la fe en Dios. Desde el principio, la tradición católica ha rechazado el llamado fideísmo, que es la voluntad de creer en contra de la razón. Credo quia absurdum (creo porque es absurdo) no es una fórmula que interprete la fe católica. De hecho, Dios no es absurdo, cuanto más es misterio. El misterio, a su vez, no es irracional, sino sobreabundancia de sentido, de significado y de verdad.

        Si, observando el misterio, la razón ve oscuro, no es porque no haya luz en el misterio, sino más bien porque hay demasiada. Al igual que cuando los ojos del hombre se dirigen directamente al sol para mirarlo, solo ven la oscuridad; pero ¿quién diría que el sol no es brillante, aún más, fuente de luz? La fe permite ver el "sol", Dios, porque es la acogida de su revelación en la historia y, por así decirlo, recibe realmente todo el brillo del misterio de Dios, reconociendo el gran milagro: "Dios se ha acercado al hombre, se ha dado para que acceda a su conocimiento, consintiendo el límite de su razón como creatura" (cf. Conc. Vat. II, Const. Dogm. Dei Verbum, 13).

        Al mismo tiempo, Dios, con su gracia, ilumina la razón, abre nuevos horizontes, inconmensurables e infinitos. Por eso, la fe es un fuerte incentivo para buscar siempre, a no detenerse nunca y a no evadir nunca el descubrimiento inagotable de la verdad y de la realidad. Es falso el prejuicio de algunos pensadores modernos, según los cuales la razón humana estaría bloqueada por los dogmas de la fe. Es todo lo contrario, como los grandes maestros de la tradición católica lo han demostrado.

        San Agustín, antes de su conversión, busca con mucha ansiedad la verdad, a través de todas las filosofías disponibles, encontrándolas todas insatisfactorias. Su investigación minuciosa racional es para él una significativa pedagogía para el encuentro con la Verdad de Cristo. Cuando dice, "comprender para creer y creer para comprender" (Discurso 43, 9: PL 38, 258), es como si estuviera contando su propia experiencia de vida. Intelecto y fe, de frente a la revelación divina no son extraños o antagonistas, sino son las dos condiciones para comprender el significado, para acoger el mensaje auténtico, acercándose al umbral del misterio. San Agustín, junto a muchos otros autores cristianos, es testigo de una fe que es ejercida con la razón, que piensa y nos invita a pensar. Sobre este camino, san Anselmo dirá en su Proslogion que la fe católica es fides quaerens intellectum, donde la búsqueda de la inteligencia es un acto interno al propio creer. Será especialmente santo Tomás de Aquino –sólido en esta tradición--, quien hará frente a la razón de los filósofos, mostrando cuánta nueva y fecunda vitalidad racional deriva del pensamiento humano, en la introducción de los principios y de las verdades de la fe cristiana.

        La fe católica es, pues, razonable y brinda confianza también a la razón humana. El Concilio Vaticano I, en la Constitución dogmática Dei Filius, dijo que la razón es capaz de conocer con certeza la existencia de Dios por medio de la vía de la creación, mientras que solo corresponde a la fe la posibilidad de conocer "fácilmente, con absoluta certeza y sin error" (DS 3005) la verdad acerca de Dios, a la luz de la gracia. El conocimiento de la fe, más aún, no va contra la recta razón. El beato Papa Juan Pablo II, en la encíclica Fides et ratio, resumió: "La razón del hombre no queda anulada ni se envilece dando su asentimiento a los contenidos de la fe, que en todo caso se alcanzan mediante una opción libre y consciente" (n. 43). En el irresistible deseo por la verdad, solo una relación armoniosa entre la fe y la razón es el camino que conduce a Dios y a la plenitud del ser.

        Esta doctrina es fácilmente reconocible en todo el Nuevo Testamento. San Pablo, escribiendo a los cristianos de Corinto, sostiene, como hemos escuchado: "Mientras los judíos piden signos y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura para los gentiles" (1 Cor. 1, 22-23). De hecho, Dios ha salvado al mundo no con un acto de fuerza, sino a través de la humillación de su Hijo único: de acuerdo a los estándares humanos, el modo inusual ejecutado por Dios, contrasta con las exigencias de la sabiduría griega.

        Sin embargo, la cruz de Cristo tiene una razón, que san Pablo llama: ho lògos tou staurou, "la palabra de la cruz" (1 Cor. 1,18). Aquí, el término lògos significa tanto la palabra como la razón, y si alude a la palabra, es porque expresa verbalmente lo que la razón elabora. Por lo tanto, Pablo ve en la Cruz no un evento irracional, sino un hecho salvífico, que tiene su propia racionalidad reconocible a la luz de la fe. Al mismo tiempo, tiene tal confianza en la razón humana, hasta el punto de asombrarse por el hecho de que muchos, a pesar de ver la belleza de la obra realizada por Dios, se obstinan a no creer en Él. Dice en la Carta a los Romanos "Porque lo invisible [de Dios], es decir, su poder eterno y su divinidad, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras" (1,20).

        Así, incluso san Pedro exhorta a los cristianos de la diáspora a adorar "al Señor, Cristo, en sus corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que les pida razón de su esperanza" (1 Pe. 3,15). En un clima de persecución y de fuerte necesidad de dar testimonio de la fe, a los creyentes se les pide que justifiquen con motivaciones sólidas su adhesión a la palabra del Evangelio; de dar las razones de nuestra esperanza.

        Sobre esta base que busca el nexo profundo entre entender y creer, también se funda la relación virtuosa entre la ciencia y la fe. La investigación científica conduce al conocimiento de la verdad siempre nueva sobre el hombre y sobre el cosmos, lo vemos. El verdadero bien de la humanidad ,accesible en la fe, abre el horizonte en el que se debe mover su camino de descubrimiento. Por lo tanto, deben fomentarse, por ejemplo, la investigación puesta al servicio de la vida, y que tiene como objetivo erradicar las enfermedades. También son importantes las investigaciones para descubrir los secretos de nuestro planeta y del universo, a sabiendas de que el hombre está en la cumbre de la creación, no para explotarla de modo insensato, sino para cuidarla y hacerla habitable.

        Es así como la fe, vivida realmente, no está en conflicto con la ciencia, más bien coopera con ella, ofreciendo criterios básicos que promuevan el bien de todos, pidiéndole que renuncie solo a aquellos intentos que, oponiéndose al plan original de Dios, puedan producir efectos que se vuelvan contra el hombre mismo. También por esto es razonable creer: si la ciencia es un aliado valioso de la fe para la comprensión del plan de Dios en el universo, la fe permite al progreso científico actuar siempre por el bien y la verdad del hombre, permaneciendo fiel a este mismo diseño.

        Por eso es crucial para el hombre abrirse a la fe y conocer a Dios y su designio de salvación en Jesucristo. En el Evangelio, se inaugura un nuevo humanismo, una verdadera "gramática" del hombre y de toda realidad. El Catecismo de la Iglesia Católica lo afirma: "La verdad de Dios es su sabiduría que rige todo el orden de la creación y del gobierno del mundo. Dios, único Creador del cielo y de la tierra (cf. Sal. 115,15), es el único que puede dar el conocimiento verdadero de todas las cosas creadas en su relación con Él" (n. 216).

        Esperamos entonces que nuestro compromiso en la evangelización ayude a dar una nueva centralidad del Evangelio en la vida de tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo. Y oramos para que todos encuentren en Cristo el sentido de la vida y el fundamento de la verdadera libertad: sin Dios, de hecho, el hombre se pierde.

        Los testimonios de aquellos que nos han precedido y han dedicado sus vidas al Evangelio lo confirma para siempre. Es razonable creer, está en juego nuestra existencia. Vale la pena gastarse por Cristo, solo Él satisface los deseos de verdad arraigados en el alma de cada hombre: ahora, en el tiempo que pasa, y en el día sin fin de la beata Eternidad. Gracias.

 

No se puede hablar de Dios y de lo que ha hecho en mi vida, si primero no se habla con Él

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 28 de noviembre de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

        La pregunta central que nos hacemos hoy es la siguiente: ¿cómo hablar de Dios en nuestro tiempo? ¿Cómo comunicar el Evangelio para abrir caminos a su verdad salvífica, en aquellos corazones con frecuencia cerrados de nuestros contemporáneos, y a esas mentes a veces distraídas por los tantos fulgores de la sociedad? Jesús mismo, nos dicen los evangelistas, al anunciar el Reino de Dios se preguntó acerca de esto: "¿Con qué compararemos el Reino de Dios o con qué parábola lo expondremos?" (Mc. 4,30).

        ¿Cómo hablar de Dios hoy? La primera respuesta es que podemos hablar de Dios, porque Él habló con nosotros. La primera condición para hablar de Dios es, por lo tanto, escuchar lo que dijo Dios mismo. ¡Dios nos ha hablado! Dios no es una hipótesis lejana sobre el origen del mundo; no es una inteligencia matemática lejos de nosotros. Dios se preocupa por nosotros, nos ama, ha entrado personalmente en la realidad de nuestra historia, se ha autocomunicado hasta encarnarse. Por lo tanto, Dios es una realidad de nuestras vidas, es tan grande que aún así tiene tiempo para nosotros, nos cuida. En Jesús de Nazaret encontramos el rostro de Dios, que ha bajado de su Cielo para sumergirse en el mundo de los hombres, en nuestro mundo, y enseñar el "arte de vivir", el camino a la felicidad; para liberarnos del pecado y hacernos hijos de Dios (cf. Ef. 1,5; Rom. 8,14). Jesús vino para salvarnos y enseñarnos la vida buena del Evangelio.

        Hablar de Dios significa, ante todo, tener claro lo que debemos llevar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo: no un Dios abstracto, una hipótesis, sino un Dios concreto, un Dios que existe, que ha entrado en la historia y que está presente en la historia; el Dios de Jesucristo como respuesta a la pregunta fundamental del por qué y del cómo vivir. Por lo tanto, hablar de Dios requiere una familiaridad con Jesús y con su Evangelio, supone nuestro conocimiento personal y real de Dios y una fuerte pasión por su proyecto de salvación, sin ceder a la tentación del éxito, sino de acuerdo con el método de Dios mismo. El método de Dios es el de la humildad --Dios se ha hecho uno de nosotros--, es el método de la Encarnación en la simple casa de Nazaret y en la gruta de Belén, como aquello de la parábola del grano de mostaza. No debemos temer a la humildad de los pequeños pasos y confiar en la levadura que penetra en la masa y poco a poco la hace crecer (cf. Mt. 13,33). Al hablar de Dios, en la obra de la evangelización, bajo la guía del Espíritu Santo, necesitamos una recuperación de la simplicidad, un retorno a lo esencial del anuncio: la Buena Nueva de un Dios que es real y concreto, un Dios que se interesa por nosotros, un Dios-Amor que se acerca a nosotros en Jesucristo hasta la cruz, y que en la resurrección nos da la esperanza y nos abre a una vida que no tiene fin, la vida eterna, la vida verdadera.

        Ese comunicador excepcional que fue el apóstol Pablo, nos da una lección que va directo al centro de la fe del problema "cómo hablar de Dios", con gran sencillez. En la primera carta a los Corintios escribe: "Cuando fui a vosotros, no fui con el prestigio de la palabra o de la sabiduría a anunciaros el misterio de Dios, pues no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado" (2,1-2). Así, el primer hecho es que Pablo no está hablando de una filosofía que él ha desarrollado, no habla de ideas que ha encontrado en otro lugar o ha inventado, sino que habla de una realidad de su vida, habla de Dios, que entró en su vida; habla de un Dios real que vive, que ha hablado con él y hablará con nosotros, habla de Cristo crucificado y resucitado.

        La segunda realidad es que Pablo no es egoísta, no quiere crear un equipo de aficionados, no quiere pasar a la historia como el director de una escuela de gran conocimiento, no es egoísta, sino que san Pablo anuncia a Cristo y quiere ganar a las personas para el Dios verdadero y real. Pablo habla solo con el deseo de predicar lo que hay en su vida y que es la verdadera vida, que lo conquistó para sí en el camino a Damasco. Por lo tanto, hablar de Dios quiere decir dar espacio a Aquél que nos lo hace conocer, que nos revela su rostro de amor; significa privarse del propio yo ofreciéndolo a Cristo, sabiendo que no somos capaces de ganar a otros para Dios, sino que debemos esperarlo del mismo Dios, pedírselo a Él. Hablar de Dios viene por lo tanto de la escucha, de nuestro conocimiento de Dios que se realiza en la familiaridad con él, en la vida de oración y de acuerdo con los mandamientos.

        Comunicar la fe, para san Pablo, no quiere decir presentarse a sí mismo, sino decir abierta y públicamente lo que ha visto y oído en el encuentro con Cristo, lo que ha experimentado en su vida ya transformada por aquel encuentro: es llevar a aquel Jesús que siente dentro de sí y que se ha convertido en el verdadero sentido de su vida, para que quede claro a todos que Él es lo que se requiere para el mundo, y que es decisivo para la libertad de cada hombre. El apóstol no se contenta con proclamar unas palabras, sino que implica la totalidad de su vida en la gran obra de la fe. Para hablar de Dios, tenemos que hacerle espacio, en la esperanza de que es Él quien actúa en nuestra debilidad: dejarle espacio sin miedo, con sencillez y alegría, en la profunda convicción de que cuanto más lo pongamos al medio a Él, y no a nosotros, tanto más fructífera será nuestra comunicación. Esto también es válido para las comunidades cristianas: ellas están llamadas a mostrar la acción transformadora de la gracia de Dios, superando individualismos, cerrazón, egoísmos, indiferencia, sino viviendo en las relaciones cotidianas el amor de Dios. Preguntémonos si son realmente así nuestras comunidades. Tenemos que reorientarnos para así, convertirnos en anunciadores de Cristo y no de nosotros mismos.

        A este punto debemos preguntarnos cómo comunicaba Jesús mismo. Jesús en su unicidad habla de su padre –Abbà--, y del Reino de Dios, con la mirada llena de compasión por los sufrimientos y las dificultades de la existencia humana. Habla con gran realismo y, diría yo, el anuncio más importante de Jesús es que deja claro que el mundo y nuestra vida valen ante Dios. Jesús muestra que en el mundo y en la creación aparece el rostro de Dios y nos muestra cómo en las historias cotidianas de nuestra vida, Dios está presente. Tanto en las parábolas de la naturaleza, del grano de mostaza, del campo con diferentes semillas, o en nuestra vida, pensamos en la parábola del hijo pródigo, de Lázaro y de otras parábolas de Jesús. En los evangelios vemos cómo Jesús se interesa de toda situación humana que encuentra, se sumerge en la realidad de los hombres y de las mujeres de su tiempo, con una confianza plena en la ayuda del Padre. Y que de verdad en esta historia, escondido, Dios está presente; y si estamos atentos podemos encontrarlo.

        Y los discípulos, que viven con Jesús, las multitudes que lo encuentran, ven su reacción ante diferentes problemas, ven cómo habla, cómo se comporta; ven en Él la acción del Espíritu Santo, la acción de Dios. En Él, anuncio y vida están entrelazados: Jesús actúa y enseña, partiendo siempre de un relación íntima con Dios Padre. Este estilo se convierte en una indicación fundamental para nosotros los cristianos: nuestro modo en que vivimos la fe y la caridad, se convierten en un hablar de Dios en el presente, porque muestra con una vida vivida en Cristo, la credibilidad, el realismo de lo que decimos con las palabras, que no son solo palabras, sino que muestran la realidad, la verdadera realidad. Y en esto hay que tener cuidado al leer los signos de los tiempos en nuestra época, es decir, identificar el potencial, los deseos, los obstáculos que se encuentran en la cultura contemporánea, en particular el deseo de autenticidad, el anhelo de trascendencia, la sensibilidad por la integridad de la creación, y comunicar sin miedo las respuestas que ofrece la fe en Dios. El Año de la Fe es una oportunidad para descubrir, con la imaginación animada por el Espíritu Santo, nuevos caminos a nivel personal y comunitario, a fin de que en todas partes la fuerza el evangelio sea sabiduría de vida y orientación de la existencia.

        También en nuestro tiempo, un lugar privilegiado para hablar de Dios es la familia, la primera escuela para comunicar la fe a las nuevas generaciones. El Concilio Vaticano II habla de los padres como los primeros mensajeros de Dios (cf. Const. Dogm. Lumen Gentium, 11; Decr. Apostolicam actuositatem, 11), llamados a redescubrir su misión, asumiendo la responsabilidad de educar, y en el abrir las conciencias de los pequeños al amor de Dios, como una tarea esencial para sus vidas, siendo los primeros catequistas y maestros de la fe para sus hijos. Y en esta tarea es importante ante todo ‘la supervisión’, que significa aprovechar las oportunidades favorables para introducir en familia el discurso de la fe y para hacer madurar una reflexión crítica respecto a las muchas influencias a las que están sometidos los niños. Esta atención de los padres es también una sensibilidad para acoger las posibles preguntas religiosas presentes en la mente de los niños, a veces obvias, a veces ocultas.

        Luego está ‘la alegría’; la comunicación de la fe siempre debe tener un tono de alegría. Es la alegría pascual, que no calla u oculta la realidad del dolor, del sufrimiento, de la fatiga, de los problemas, de la incomprensión y de la muerte misma, pero puede ofrecer criterios para la interpretación de todo, desde la perspectiva de la esperanza cristiana. La vida buena del Evangelio es esta nueva mirada, esta capacidad de ver con los mismos ojos de Dios cada situación. Es importante ayudar a todos los miembros de la familia a comprender que la fe no es una carga, sino una fuente de alegría profunda, es percibir la acción de Dios, reconocer la presencia del bien, que no hace ruido; sino que proporciona una valiosa orientación para vivir bien la propia existencia. Por último, ‘la capacidad de escuchar y dialogar’: la familia debe ser un ámbito donde se aprende a estar juntos, para conciliar los conflictos en el diálogo mutuo, que está hecho de escuchar y hablar, entenderse y amarse, para ser un signo, el uno para el otro, de la misericordia de Dios.

        Hablar de Dios, por lo tanto, significa entender con la palabra y con la vida que Dios no es un competidor de nuestra existencia, sino que es el verdadero garante, el garante de la grandeza de la persona humana. Así que volvemos al principio: hablar de Dios es comunicar, con fuerza y sencillez, con la palabra y con la vida, lo que es esencial: el Dios de Jesucristo, aquel Dios que nos ha mostrado un amor tan grande hasta encarnarse, morir y resucitar para nosotros; ese Dios que nos invita a seguirlo y dejarse transformar por su inmenso amor, para renovar nuestra vida y nuestras relaciones; aquel Dios que nos ha dado la Iglesia, para caminar juntos y, a través de la Palabra y de los sacramentos, renovar la entera Ciudad de los hombres, con el fin de que pueda convertirse en Ciudad de Dios.

 

La comunión en Cristo es el cumplimiento de los más profundos anhelos del hombre

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 5 de diciembre de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

        Al comienzo de su carta a los cristianos de Éfeso (cf. 1, 3-14), el apóstol Pablo eleva una oración de bendición a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, oración que hemos hemos escuchado recientemente, y que nos introduce a vivir el tiempo del Adviento, en el contexto del Año de la fe. El tema de este himno de alabanza es el plan de Dios con respecto al hombre, que se define en términos llenos de alegría, de asombro y de gratitud, como un "benévolo designio" (v. 9), de misericordia y de amor.

        ¿Por qué el apóstol eleva a Dios, desde lo más profundo de su corazón, esta bendición? Debido a que ve su obra en la historia de la salvación, que culmina en la encarnación, muerte y resurrección de Jesús, y contempla cómo el Padre Celestial nos ha elegido antes de la fundación del mundo, para ser sus hijos adoptivos, en su Hijo Unigénito, Jesucristo (cf. Rm. 8,14 s; Gal. 4,4s). Por lo tanto, nosotros existimos desde la eternidad en la mente de Dios, en un gran proyecto que Dios ha reservado para sí mismo y que ha decidido poner en práctica y de revelar en "la plenitud de los tiempos" (cf. Ef. 1,10). San Pablo nos ayuda a entender, cómo toda la creación y, en particular, el hombre y la mujer no son el resultado de la casualidad, sino que responden a un proyecto de bondad de la razón eterna de Dios, que con la fuerza creadora y redentora de su Palabra, da origen al mundo. Esta primera afirmación nos recuerda que nuestra vocación no es simplemente existir en el mundo, estar insertados en una historia, ni tampoco ser solamente una criatura de Dios; es algo más grande: es el haber sido elegidos por Dios incluso antes de la creación del mundo, en el Hijo, Jesucristo. En Él, existimos , por así decirlo, ya desde siempre. Dios nos considera en Cristo, como hijos adoptivos. El "proyecto benévolo" de Dios, que es calificado por el Apóstol como "proyecto de amor" (Ef. 1,5), es definido como "el misterio de la voluntad de Dios" (v. 9), escondido y ahora revelado en la Persona y en la obra de Cristo. La iniciativa divina precede a toda respuesta humana: es un don gratuito de su amor que nos envuelve y nos transforma.

        Pero ¿cuál es el objetivo final de este plan misterioso? ¿Cuál es el centro de la voluntad de Dios? Es aquello, --nos dice san Pablo--, de "hacer que todo tenga a Cristo por cabeza" (v. 10). En esta expresión se encuentra una de las formulaciones centrales del Nuevo Testamento que nos hacen entender el plan de Dios, y su designio de amor por la humanidad, una formulación que en el siglo II, san Ireneo de Lyon colocó como núcleo de su cristología: "recapitular" toda la realidad en Cristo. Tal vez algunos de vosotros recuerdéis la fórmula usada por el papa san Pío X para la consagración del mundo al Sagrado Corazón de Jesús: "Restaurar todas las cosas en Cristo" (Instaurare omnia in Christo), una fórmula que hace referencia a esta expresión paulina, y que también fue el lema de aquel santo Pontífice.

        El Apóstol, sin embargo, habla más específicamente de recapitular el universo en Cristo, y esto significa que en el gran esquema de la creación y de la historia, Cristo se presenta como el centro de todo el camino del mundo, la columna vertebral de todo, que atrae a sí mismo la totalidad de la realidad misma, para superar la dispersión y el límite, y conducir todo a la plenitud querida por Dios (cf. Ef. 1,23).

        Este "designio benevolente" no ha permanecido, por así decirlo, en el silencio de Dios, en la cumbre de su Cielo, sino que Él lo ha hecho saber entrando en relación con el hombre, al cual no le ha revelado cualquier cosa, sino a sí mismo. Él no ha comunicado simplemente un conjunto de verdades, sino que sea ha auto-comunicado a nosotros, hasta ser uno de nosotros, a encarnarse. El Concilio Vaticano II en la Constitución Dogmática Dei Verbum dice: "Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina" (n. 2). Dios no solo dice algo, sino que se comunica, nos introduce en la naturaleza divina, de modo que estemos envueltos en ella, divinizados. Dios revela su gran proyecto de amor al entrar en relación con el hombre, acercándose a él hasta el punto de hacerse él mismo un hombre. "Lo invisible de Dios --continúa Dei Verbum--, en su abundante amor, habla a los hombres como amigos (cf. Ex. 33,11; Jn. 15,14-15) y mora con ellos (cf. Ba. 3,38) para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía" (ibid.). Con la sola inteligencia y sus capacidades, el hombre no habría podido alcanzar esta revelación tan brillante del amor de Dios; es Dios quien ha abierto su cielo y se abajado para conducir al hombre hacia el abismo de su amor.

        Más aún, san Pablo escribe a los cristianos de Corinto: "Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman. Porque a nosotros nos lo reveló Dios por medio del Espíritu; y el Espíritu todo lo sondea, hasta la profundidades de Dios" (1 Co. 2, 9-10). Y san Juan Crisóstomo, en una famosa página de comentario a la Carta a los Efesios, invita a disfrutar de toda la belleza del "benévolo designio" de Dios revelado en Cristo. Y san Juan Crisóstomo dice: "¿Qué te falta? Te has convertido en inmortal, te has hecho libre, te has convertido en hijo, te has convertido en justo, eres un hermano, te has convertido en un coheredero, con Cristo reinas, con Cristo eres glorificado. Todo se nos ha dado, y --como está escrito-- ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?" (Rm. 8,32). Tus primeros frutos (cf. 1 Co. 15, 20.23) son adorados por los ángeles [...]: ¿qué te falta?" (PG 62.11).

        Esta comunión en Cristo por obra del Espíritu Santo, ofrecida por Dios a todos los hombres con la luz de la Revelación, no es algo que se superpone a nuestra humanidad, sino que es el cumplimiento de los más profundos anhelos, de aquel deseo del infinito y de plenitud que habita en las profundidades del ser humano, y lo abre a una felicidad no temporal y limitada, sino eterna. San Buenaventura de Bagnoregio, en referencia a Dios que se revela y nos habla a través de las Escrituras, para llevarnos a Él, dice: "La Sagrada Escritura es [...] el libro en el que están escritas palabras de vida eterna para que, no solo creamos, sino también poseamos la vida eterna, donde veremos, amaremos y todos nuestros deseos se realizarán" (Breviloquium, Prol., Opera Omnia V, 201s.).

        Finalmente, el beato papa Juan Pablo II dijo, y cito, que "La Revelación introduce en la historia un punto de referencia del cual el hombre no puede prescindir, si quiere llegar a comprender el misterio de su existencia; pero, por otra parte, este conocimiento remite constantemente al misterio de Dios que la mente humana no puede agotar, sino sólo recibir y acoger en la fe." (Fides et ratio, 14).

        En esta perspectiva, ¿cuál es entonces el acto de fe? Es la respuesta del hombre a la Revelación de Dios, que se da a conocer, que manifiesta su designio de benevolencia; y es, para usar una expresión de san Agustín, dejarse tomar de la verdad que es Dios, una verdad que es Amor. Por esto san Pablo subraya como a Dios, que ha revelado su misterio, se le deba "la obediencia de la fe" (Rm. 16,26; cf.1,5; 2 Co. 10, 5-6), la actitud con la que "el hombre se confía libre y totalmente a Dios, "prestando a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad", y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por El". (Cost. Dogm. Dei Verbum, 5). La obediencia no es un acto de imposición, sino es un dejarse, un abandonarse en el océano de la bondad de Dios.

        Todo esto lleva a un cambio fundamental en la manera en que nos relacionamos con la realidad entera, todo aparece en una nueva luz; se trata por lo tanto, de una verdadera "conversión", la fe es un "cambio de mentalidad", porque el Dios que se ha revelado en Cristo y ha dado a conocer su plan de amor, nos toma, nos atrae a sí mismo, se convierte en el sentido que sostiene la vida, la roca sobre la que se puede encontrar la estabilidad. En el Antiguo Testamento encontramos una expresión intensa sobre la fe, que Dios confía al profeta Isaías para comunicárselo al rey de Judá, Acaz. Dios dice: "Si no os afirmáis en mí –o sea, si no os mantenéis fieles a Dios--, no seréis firmes" (Is 7,9 b). Por lo tanto, existe un vínculo entre el permanecer y el comprender, que expresa bien cómo la fe es un acoger en la vida la visión de Dios sobre la realidad, dejar que Dios nos guíe a través de su Palabra y de los sacramentos, para entender lo que debemos hacer, cuál es el camino que debemos tomar, cómo vivir. Al mismo tiempo, sin embargo, es la comprensión a la manera de Dios, y ver con sus propios ojos lo que hace una vida sólida, que nos permite "estar de pie", y no caer.

        Queridos amigos, el Adviento, el tiempo litúrgico que apenas hemos empezado, y que nos prepara para la Navidad, nos pone de frente el luminoso misterio de la venida del Hijo de Dios, al gran "diseño de bondad" con el que quiere atraernos a Sí, para hacernos vivir en plena comunión de alegría y de paz con Él. El Adviento nos invita una vez más, en medio de muchas dificultades, a renovar la certeza de que Dios está presente: Él ha venido al mundo, convirtiéndose en un hombre como nosotros , para traer la plenitud de su designio de amor. Y Dios exige que también nosotros nos convirtamos en una señal de su acción en el mundo. A través de nuestra fe, nuestra esperanza, nuestro amor, Él quiere entrar en el mundo siempre de nuevo, y quiere siempre de nuevo hacer resplandecer su luz en la noche.

 

 

En Cristo se realiza finalmente la revelación del plan amoroso de Dios

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 12 de diciembre de 2012

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        Queridos hermanos y hermanas: en la catequesis anterior he hablado de la revelación de Dios como la comunicación que hace de sí mismo y de su plan benévolo. Esta revelación de Dios se inserta en el tiempo y en la historia humana: la historia que se convierte en "el lugar donde podemos constatar la acción de Dios en favor de la humanidad. Él se nos manifiesta en lo que para nosotros es más familiar y fácil de verificar, porque pertenece a nuestro contexto cotidiano, sin el cual no llegaríamos a comprendernos." (Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 12).

        El evangelista Marcos –como hemos escuchado--, narra, de manera clara y sintética, los momentos iniciales de la predicación de Jesús: "El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios está cerca" (Mc. 1,15). Lo que ilumina y da sentido pleno a la historia del mundo y del hombre comienza a brillar en la cueva de Belén; es el misterio que contemplaremos dentro de poco tiempo en Navidad: la salvación que se realiza en Jesucristo. En Jesús de Nazaret, Dios muestra su rostro y le pide al hombre la decisión de reconocerlo y seguirlo. La revelación de Dios en la historia, para entrar en una relación de diálogo de amor con el hombre, le da un nuevo significado a la entera experiencia humana. La historia no es una simple sucesión de siglos, años, y de días, sino es el tiempo de una presencia que da pleno sentido y la abre a una esperanza sólida.

        ¿Dónde podemos leer las etapas de esta revelación de Dios? La Sagrada Escritura es el lugar privilegiado para descubrir los acontecimientos de este caminar, y quisiera -- una vez más--, invitar a todos, en este Año de la fe, a asumir con mayor frecuencia la Biblia para leerla y meditar en ella, y para prestarle más atención a la lectura en la misa dominical, todo lo cual es un alimento valioso para nuestra fe.

        Leyendo el Antiguo Testamento, vemos que la intervención de Dios en la historia de la gente que ha elegido y con quien ha hecho un pacto, no son hechos que se mueven y caen en el olvido, sino que se convierten en "memoria", constituyen en conjunto la "historia de la salvación", mantenida viva en la conciencia del pueblo de Israel, a través de la celebración de los acontecimientos salvíficos. Así, en el Libro del Éxodo, el Señor le dice a Moisés para celebrar el gran momento de la liberación de la esclavitud de Egipto, la Pascua hebrea con estas palabras: "Este será para vosotros un día memorable y deberéis solemnizarlo con una fiesta en honor del Señor. Lo celebraréis a lo largo de las generaciones como una institución perpetua" (12,14). Para todo el pueblo de Israel, recordar lo que Dios ha hecho se convierte en una especie de imperativo permanente debido a que el paso del tiempo está marcado por la memoria viva de los acontecimientos pasados, que así forman, día tras día, de nuevo la historia y permanecen presentes.

        En el libro del Deuteronomio, Moisés habló al pueblo, diciendo: " Pero presta atención y ten cuidado, para no olvidar las cosas que has visto con tus propios ojos, ni dejar que se aparten de tu corazón un sólo instante. Enséñalas a tus hijos y a tus nietos. "(4,9). Y así nos dice también a nosotros: "Cuida de no olvidar las cosas que Dios ha hecho con nosotros”.

        La fe es alimentada por el descubrimiento y el recuerdo del Dios que es siempre fiel, que guía la historia y es el fundamento seguro y estable sobre el cual apoyar la propia vida. También el canto del Magnificat, que la Virgen María eleva a Dios, es un ejemplo claro de esta historia de la salvación, de esta historia que permite que siga y esté presente la acción de Dios. María alaba el acto misericordioso de Dios en el camino concreto de su pueblo, la fidelidad a las promesas de la alianza hechas a Abraham y a su descendencia; y todo esto es memoria viva de la presencia divina que nunca falla (cf. Lc 1,46-55).

        Para Israel, el éxodo es el acontecimiento histórico central en el que Dios revela su poderosa acción. Dios libera a los israelitas de la esclavitud en Egipto, para que puedan regresar a la Tierra Prometida y adorarlo como el único Dios verdadero. Israel no comienza a ser un pueblo como los otros --para tener también él una independencia nacional--, sino para servir a Dios en el culto y en la vida, para crear para Dios un lugar donde el hombre esté en obediencia a Él, donde Dios esté presente y sea adorado en el mundo; y, por supuesto, no solo para ellos, sino para dar testimonio en medio de los otros pueblos.

        Y la celebración de este acontecimiento es para hacerlo presente y real, para que la obra de Dios no se vea afectada. Él cree en su plan de liberación y continúa a seguirlo. A fin de que el hombre pueda reconocer y servir a su Señor y responder con fe y amor a su acción.

        Entonces Dios se revela no solo en el acto primordial de la creación, sino entrando en nuestra historia, en la historia de un pequeño pueblo que no era ni el más grande ni el más fuerte. Y esta revelación de Dios que va adelante en la historia, culmina en Jesucristo: Dios, el Logos, la Palabra creadora que está al origen del mundo, se encarnó en Jesús y mostró el verdadero rostro de Dios. En Jesús se cumple toda promesa, en Él culmina la historia de Dios con la humanidad. Cuando leemos la historia de los dos discípulos en el camino a Emaús, narrado por san Lucas, vemos cómo brota claramente que la persona de Cristo ilumina el Antiguo Testamento, toda la historia de la salvación y muestra el gran diseño unitario de los dos Testamentos, muestra el camino de su unidad.

        De hecho, Jesús explica a los dos caminantes perdidos y desilusionados el cumplimiento de cada promesa: "Y comenzando por Moisés y continuando en todas las Escrituras lo que se refería a él." (24,27). El evangelista narra la exclamación de los dos discípulos después de reconocer que el compañero de viaje era el Señor: "¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?" (v. 32).

        El Catecismo de la Iglesia Católica resume las etapas de la Revelación divina mostrando sintéticamente el desarrollo (cf. nn 54-64.): "Dios ha llamado al hombre desde el principio a una comunión íntima con Él, e incluso cuando el hombre, por su propia desobediencia, perdió su amistad, Dios no lo ha abandonado al poder de la muerte, sino que ofreció muchas veces a los hombres su alianza" (cf. Misal Romano, Plegaria Euc. IV).

        El Catecismo sigue el camino de Dios con el hombre desde la alianza con Noé después del diluvio, a la llamada de Abraham a dejar su tierra para hacerlo padre de una multitud de naciones. Dios constituyó a Israel como su pueblo, a través del acontecimiento del Éxodo, la alianza del Sinaí y el don, por medio de Moisés, de la ley para ser reconocido y servido como el único Dios vivo y verdadero. Con los profetas, Dios conduce a su pueblo en la esperanza de la salvación.

        Sabemos --a través de Isaías--, el "segundo Éxodo", el retorno del exilio de Babilonia a la tierra, el restablecimiento del pueblo; al mismo tiempo, sin embargo, muchos siguieron en la dispersión y así comienza la universalidad de esta fe. Al final no esperan más a un solo rey, David, un hijo de David, sino un "Hijo del hombre", la salvación de todos los pueblos. Se dan encuentros entre las culturas, por primera vez en Babilonia y Siria, y luego también con la multitud griega. Vemos así cómo el camino de Dios es cada vez mayor, cada vez más abierto al misterio de Cristo, Rey del universo. En Cristo se realiza finalmente la revelación en su plenitud, el plan amoroso de Dios: Él mismo se convierte en uno de nosotros.

        Hago una pausa para recordar la acción de Dios en la historia humana, para mostrar las etapas de este gran proyecto de amor demostrado en el Antiguo y Nuevo Testamento: un único plan de salvación dirigido a toda la humanidad, progresivamente revelado y realizado por el poder de Dios, donde Dios siempre reacciona a las respuestas del hombre y encuentra nuevos inicios para la alianza cuando el hombre se pierde.

        Esto es crucial en el camino de la fe. Estamos en el tiempo litúrgico de Adviento, que nos prepara para la Navidad. Como todos sabemos, la palabra "Adviento" significa "venida", "presencia", y antiguamente significaba la llegada del rey o del emperador a una provincia en particular. Para nosotros los cristianos, la palabra significa una realidad maravillosa e inquietante: el mismo Dios ha cruzado el cielo y se ha inclinado frente al hombre; ha forjado una alianza con él, entrando en la historia de un pueblo; Él es el rey que bajó a esta provincia pobre que es la tierra, y nos ha dado el don de su visita asumiendo nuestra carne, convirtiéndose en uno como nosotros.

        El Adviento nos invita a seguir el camino de esta presencia y nos recuerda una y otra vez que Dios no ha salido del mundo, no está ausente, no nos ha abandonado, sino que viene a nosotros de diferentes maneras, que debemos aprender a discernir. Y también nosotros, con nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad, estamos llamados todos los días a reconocer y dar testimonio de esta presencia, en un mundo a menudo superficial y distraído, a hacer brillar en nuestra vida la luz que iluminaba la cueva de Belén . Gracias.

 

 

María es la criatura que de una manera única ha abierto la puerta a su Creador

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 19 de diciembre de 2012

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        Queridos hermanos y hermanas:

        En el camino del Adviento, la Virgen María tiene un lugar especial, como aquella que de un modo único ha esperado el cumplimiento de las promesas de Dios, acogiendo en la fe y en la carne a Jesús, el Hijo de Dios, en obediencia total a la voluntad divina. Hoy quisiera reflexionar con vosotros brevemente sobre la fe de María a partir del gran misterio de la Anunciación.

        “Chaîre kecharitomene, ho Kyrios meta sou”,“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc. 1,28). Estas son las palabras --relatadas por el evangelista Lucas--, con las que el arcángel Gabriel saluda a María. A primera vista el término chaîre, “alégrate”, parece un saludo normal, usual en la costumbre griega, pero esta palabra, cuando se lee en el contexto de la tradición bíblica, adquiere un significado mucho más profundo. Este mismo término está presente cuatro veces en la versión griega del Antiguo Testamento y siempre como un anuncio de alegría para la venida del Mesías (cf. Sof. 3,14; Joel 2,21; Zac 9,9; Lam 4,21). El saludo del ángel a María es entonces una invitación a la alegría, a una alegría profunda, anuncia el fin de la tristeza que hay en el mundo frente al final de la vida, al sufrimiento, a la muerte, al mal, a la oscuridad del mal que parece oscurecer la luz de la bondad divina. Es un saludo que marca el comienzo del Evangelio, la Buena Nueva.

        ¿Pero por qué María es invitada a alegrarse de esta manera? La respuesta está en la segunda parte del saludo: “El Señor está contigo”. También aquí, con el fin de comprender bien el significado de la expresión debemos recurrir al Antiguo Testamento. En el libro de Sofonías encontramos esta expresión: “¡Grita de alegría, hija de Sión!... El Rey de Israel, el Señor, está en medio de ti… ¡El Señor, tu Dios, está en medio de ti, es un guerrero victorioso!” (3,14-17). En estas palabras hay una doble promesa hecha a Israel, a la hija de Sión: Dios vendrá como un salvador y habitará en medio de su pueblo, en el vientre de la hija de Sión. En el diálogo entre el ángel y María se realiza exactamente esta promesa: María se identifica con el pueblo desposado con Dios, es en realidad la hija de Sión en persona; en ella se cumple la espera de la venida definitiva de Dios, en ella habita el Dios vivo.

        En el saludo del ángel, María es llamada “llena de gracia”; en griego el término “gracia”, charis, tiene la misma raíz lingüística de la palabra “alegría”. Incluso en esta expresión se aclara aún más la fuente de la alegría de María: la alegría proviene de la gracia, que viene de la comunión con Dios, de tener una relación tan vital con Él, de ser morada del Espíritu Santo, totalmente modelada por la acción de Dios. María es la criatura que de una manera única ha abierto la puerta a su Creador, se ha puesto en sus manos, sin límites. Ella vive totalmente de la y en la relación con el Señor; es una actitud de escucha, atenta a reconocer los signos de Dios en el camino de su pueblo; se inserta en una historia de fe y de esperanza en las promesas de Dios, que constituye el tejido de su existencia. Y se somete libremente a la palabra recibida, a la voluntad divina en la obediencia de la fe.

        El evangelista Lucas narra la historia de María a través de un buen paralelismo con la historia de Abraham. Así como el gran patriarca fue el padre de los creyentes, que ha respondido a la llamada de Dios a salir de la tierra en la que vivía, de su seguridad, para iniciar el viaje hacia una tierra desconocida y poseída solo por la promesa divina, así María confía plenamente en la palabra que le anuncia el mensajero de Dios y se convierte en un modelo y madre de todos los creyentes.

        Me gustaría hacer hincapié en otro aspecto importante: la apertura del alma a Dios y a su acción en la fe, también incluye el elemento de la oscuridad. La relación del ser humano con Dios no anula la distancia entre el Creador y la criatura, no elimina lo que el apóstol Pablo dijo ante la profundidad de la sabiduría de Dios, “¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!” (Rm. 11, 33). Pero así aquel –que como María--, está abierto de modo total a Dios, llega a aceptar la voluntad de Dios, aún si es misteriosa, a pesar de que a menudo no corresponde a la propia voluntad y es una espada que atraviesa el alma, como proféticamente lo dirá el viejo Simeón a María, en el momento en que Jesús es presentado en el Templo (cf. Lc. 2,35). El camino de fe de Abraham incluye el momento de la alegría por el don de su hijo Isaac, pero también un momento de oscuridad, cuando tiene que subir al monte Moria para cumplir con un gesto paradójico: Dios le pidió que sacrificara al hijo que le acababa de dar. En el monte el ángel le dice: “No alargues tu mano contra el niño, ni le hagas nada, que ahora ya sé que eres temeroso de Dios, ya que no me has negado tu único hijo” (Gen. 22,12); la plena confianza de Abraham en el Dios fiel a su promesa existe incluso cuando su palabra es misteriosa y difícil, casi imposible de aceptar. Lo mismo sucede con María, su fe vive la alegría de la Anunciación, pero también pasa a través de la oscuridad de la crucifixión del Hijo, a fin de llegar hasta la luz de la Resurrección.

        No es diferente para el camino de fe de cada uno de nosotros: encontramos momentos de luz, pero también encontramos pasajes en los que Dios parece ausente, su silencio pesa sobre nuestro corazón y su voluntad no se corresponde con la nuestra, con aquello que nos gustaría. Pero cuanto más nos abrimos a Dios, recibimos el don de la fe, ponemos nuestra confianza en Él por completo --como Abraham y como María--, tanto más Él nos hace capaces, con su presencia, de vivir cada situación de la vida en paz y garantía de su lealtad y de su amor. Pero esto significa salir de sí mismos y de los propios proyectos, porque la Palabra de Dios es lámpara que guía nuestros pensamientos y nuestras acciones.

        Quiero volver a centrarme en un aspecto que surge en las historias sobre la infancia de Jesús narradas por san Lucas. María y José traen a su hijo a Jerusalén, al Templo, para presentarlo y consagrarlo al Señor como es requerido por la ley de Moisés: “Todo varón primogénito será consagrado al Señor” (Lc. 2, 22-24). Este gesto de la Sagrada Familia adquiere un sentido más profundo si lo leemos a la luz de la ciencia evangélica del Jesús de doce años que, después de tres días de búsqueda, se le encuentra en el templo discutiendo entre los maestros. A las palabras llenas de preocupación de María y José: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando”, corresponde la misteriosa respuesta de Jesús: “¿Por qué me buscábais? ¿No sabéis que yo debía estar en la casa de mi Padre?” (Lc. 2,48-49). Es decir, en la propiedad del Padre, en la casa del Padre, como lo está un hijo. María debe renovar la fe profunda con la que dijo "sí" en la Anunciación; debe aceptar que la precedencia la tiene el verdadero Padre de Jesús; debe ser capaz de dejar libre a ese Hijo que ha concebido para que siga con su misión. Y el "sí" de María a la voluntad de Dios, en la obediencia de la fe, se repite a lo largo de toda su vida, hasta el momento más difícil, el de la Cruz.

        Frente a todo esto, podemos preguntarnos: ¿cómo ha podido vivir de esta manera María junto a su Hijo, con una fe tan fuerte, incluso en la oscuridad, sin perder la confianza plena en la acción de Dios? Hay una actitud de fondo que María asume frente a lo que le está sucediendo en su vida. En la Anunciación, ella se siente turbada al oír las palabras del ángel --es el temor que siente el hombre cuando es tocado por la cercanía de Dios--, pero no es la actitud de quien tiene temor ante lo que Dios puede pedir. María reflexiona, se interroga sobre el significado de tal saludo (cf. Lc. 1,29). La palabra griega que se usa en el Evangelio para definir este “reflexionar”, “dielogizeto”, se refiere a la raíz de la palabra “diálogo”. Esto significa que María entra en un diálogo íntimo con la Palabra de Dios que le ha sido anunciada, no la tiene por superficial, sino la profundiza, la deja penetrar en su mente y en su corazón para entender lo que el Señor quiere de ella, el sentido del anuncio. Otra referencia sobre la actitud interior de María frente a la acción de Dios la encontramos, siempre en el evangelio de san Lucas, en el momento del nacimiento de Jesús, después de la adoración de los pastores. Se dice que María “guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc, 2,19); el término griego es "symballon", podríamos decir que Ella “unía”, “juntaba” en su corazón todos los eventos que le iban sucediendo; ponía cada elemento, cada palabra, cada hecho dentro del todo y lo comparaba, los conservaba, reconociendo que todo proviene de la voluntad de Dios. María no se detiene en una primera comprensión superficial de lo que sucede en su vida, sino que sabe mirar en lo profundo, se deja interrogar por los acontecimientos, los procesa, los discierne, y adquiere aquella comprensión que solo la fe puede garantizarle. Y la humildad profunda de la fe obediente de María, que acoge dentro de sí misma incluso aquello que no comprende de la acción de Dios, dejando que sea Dios quien abra su mente y su corazón. “Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor” (Lc. 1,45), exclama la pariente Isabel. Es por su fe que todas las generaciones la llamarán bienaventurada.

        Queridos amigos, la solemnidad de la Natividad del Señor, que pronto celebraremos, nos invita a vivir esta misma humildad y obediencia de la fe. La gloria de Dios se manifiesta en el triunfo y en el poder de un rey, no brilla en una ciudad famosa, en un palacio suntuoso, sino que vive en el vientre de una virgen, se revela en la pobreza de un niño.

        La omnipotencia de Dios, también en nuestras vidas, actúa con la fuerza, a menudo silenciosa, de la verdad y del amor. La fe nos dice, por lo tanto, que el poder inerme de aquel Niño, al final gana al ruido de los poderes del mundo.

 

 

Las apariencias exteriores y los colores de la fiesta no deben interesar más que el Misterio de la Encarnación

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 9 de enero de 2013

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Queridos hermanos y hermanas:

    En este tiempo de Navidad nos detenemos otra vez, en el gran misterio de Dios que bajó del cielo para tomar nuestra carne. En Jesús, Dios se encarnó, se hizo hombre como nosotros, y así se nos abrió la puerta de su Cielo, a la plena comunión con Él.

    En estos días, en nuestras iglesias ha sonado varias veces la palabra "Encarnación" de Dios, para expresar la realidad que celebramos en Navidad: el Hijo de Dios se hizo hombre, como decimos en el Credo. ¿Pero qué significa esta palabra central para la fe cristiana? Encarnación viene del latín "incarnatio". San Ignacio de Antioquía -a fines del siglo primero-, y, especialmente, san Ireneo, han utilizado este término reflexionando en el prólogo del evangelio de san Juan, en particular sobre la expresión: "la Palabra se hizo carne" (Jn. 1,14) . Aquí la palabra "carne", en el lenguaje hebreo, indica a la persona como un todo, el hombre entero, pero solo desde el aspecto de su transitoriedad y temporalidad, de su pobreza y contingencia. Esto quiere decir que la salvación realizada por Dios hecho carne en Jesús de Nazaret, toca al hombre en su realidad concreta y en cualquier situación en la que esté. Dios tomó la condición humana para sanarla de todo lo que la separa de Él, para que podemos llamarlo, en su Hijo unigénito, con el nombre de "Abbà, Padre" y ser verdaderamente hijos de Dios. Dice san Ireneo: "Este es el motivo por el cual el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, al entrar en comunión con el Verbo y recibiendo así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios" (Adversus haereses, 3,19,1: PG 7,939; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 460).

    "La Palabra se hizo carne" es una de esas verdades a las que nos hemos acostumbrado tanto, que apenas nos afecta la magnitud del evento que ella expresa. Y de hecho, en este tiempo de Navidad, en la que la expresión aparece a menudo en la liturgia, a veces se está más preocupado por las apariencias exteriores, en los "colores" de la fiesta, que al corazón de la gran novedad cristiana que celebramos: algo absolutamente impensable, que solo Dios podía hacer y que solo se puede entrar con la fe. El Logos que está con Dios, el Logos que es Dios, el Creador del mundo (cf. Jn 1,1), para el cual fueron creadas todas las cosas (cf. 1,3), que ha acompañado y acompaña a los hombres en la historia con su luz (cf. 1,4-5; 1,9), se convierte en uno en medio de los otros, puso su morada entre nosotros, se hizo uno de nosotros (cf. 1,14). El Concilio Vaticano II dice: "El Hijo de Dios ... trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado" (Gaudium et Spes, 22).

    Es importante, entonces, recuperar el asombro ante este misterio, dejarnos envolver por la magnitud de este acontecimiento: Dios, el verdadero Dios, el Creador de todo, ha recorrido como un hombre nuestras calles, entrando en el tiempo del hombre para comunicarnos su propia vida (cf. 1 Jn. 1,1-4). Y no lo hizo con el esplendor de un soberano, que somete con su poder el mundo, sino con la humildad de un niño.

    Me gustaría subrayar un segundo elemento. En Navidad solemos intercambiar algunos regalos con las personas más cercanas. A veces puede ser un acto realizado por costumbre, pero en general expresa afecto, es un signo de amor y de estima. En la oración de las ofrendas de la Misa de la Aurora en la Solemnidad de la Natividad del Señor, la Iglesia reza: "Acepta, Señor, nuestra oferta en esta noche de luz, y por este misterioso intercambio de dones, transfórmanos en Cristo, tu Hijo, que ha elevado al hombre hasta ti en la gloria". La idea del regalo, entonces, está en el centro de la liturgia y nos hace conscientes del regalo original de la Navidad: en esa noche santa Dios, haciéndose carne, ha querido convertirse en un regalo para los hombres, se entregó por nosotros; Dios ha hecho de su Hijo único un don para nosotros, tomó nuestra humanidad para donarnos su divinidad. Este es el gran regalo. Incluso en nuestro dar no es importante que un regalo sea caro o no; los que no pueden dar un poco de sí mismo, siempre dan muy poco; de hecho, a veces se intenta reemplazar el corazón y el compromiso de donarse, a través del dinero, con cosas que son materiales. El misterio de la Encarnación significa que Dios no lo ha hecho de este modo: no ha donado cualquier cosa, sino que se entregó a sí mismo en su Hijo Unigénito. Aquí encontramos el modelo de nuestro dar, porque nuestras relaciones, sobre todo las más importantes, son impulsadas ​​por el don gratuito del amor.

    Me gustaría ofrecer una tercera reflexión: el hecho de la Encarnación, del Dios que se hace hombre como nosotros, nos muestra el realismo sin precedentes del amor divino. La acción de Dios, de hecho, no se limita a las palabras, incluso podríamos decir que Él no se contenta con hablar, sino que se sumerge en nuestra historia y asume sobre sí la fatiga y el peso de la vida humana. El Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, nacido de la Virgen María, en un tiempo y en un lugar específico, en Belén durante el reinado del emperador Augusto, bajo el gobernador Quirino (cf. Lc. 2,1-2); creció en una familia, tuvo amigos, formó un grupo de discípulos, dio instrucciones a los apóstoles para continuar su misión, completó el curso de su vida terrena en la cruz.

    Este modo de actuar de Dios es un poderoso estímulo para cuestionarnos sobre el realismo de nuestra fe, que no debe limitarse a la esfera de los sentimientos, de las emociones, sino que debe entrar en la realidad, en lo concreto de nuestra existencia, es decir, debe tocar cada día de nuestras vidas y dirigirla también de una manera práctica. Dios no se detuvo en las palabras, sino que nos mostró cómo vivir, compartiendo nuestra propia experiencia, excepto en el pecado. El Catecismo de san Pío X, que algunos de nosotros hemos estudiado de niños, con su sencillez, y ante la pregunta: "¿Para vivir según Dios, ¿qué debemos hacer", da esta respuesta: "Para vivir según Dios debemos creer la verdad revelada por Él y guardar sus mandamientos con la ayuda de su gracia, que se obtiene mediante los sacramentos y la oración." La fe tiene un aspecto fundamental que afecta no solo la mente y el corazón, sino toda nuestra vida.

    Les propongo un último elemento a su consideración. San Juan dice que la Palabra, el Logos estaba junto a Dios desde el principio, y que todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra, y nada de lo que existe fue hecho sin Ella (cf. Jn 1,1-3). El evangelista claramente alude al relato de la creación que se encuentra en los primeros capítulos del Génesis, y lo relee a la luz de Cristo. Este es un criterio fundamental en la lectura cristiana de la Biblia: el Antiguo y el Nuevo Testamento siempre son leídos en conjunto y a partir del Nuevo se revela el sentido más profundo del Antiguo.

    Esa misma Palabra que siempre ha estado con Dios, que es Dios mismo y por el cual y en vista del cual todas las cosas fueron creadas (cf. Col. 1,16-17), se ha hecho hombre: el Dios eterno e infinito se sumergió en la finitud humana, en su criatura, para conducir al hombre y a la entera creación a Él. El Catecismo de la Iglesia Católica, afirma: "La primera creación encuentra su sentido y su cumbre en la nueva creación en Cristo, cuyo esplendor sobrepasa el de la primera" (n. 349).

    Los Padres de la Iglesia han acercado Jesús a Adán, hasta llamarlo "segundo Adán" o el Adán definitivo, la imagen perfecta de Dios. Con la Encarnación del Hijo de Dios se da una nueva creación, que nos da la respuesta completa a la pregunta "¿Quién es el hombre?". Sólo en Jesús se revela plenamente el proyecto de Dios sobre el ser humano: Él es el hombre definitivo según Dios. El Concilio Vaticano II lo reitera firmemente: "En realidad, el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado… Cristo, el nuevo Adán, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación" (Gaudium et Spes, 22; Cf. Catecismo de la Iglesia Católica,, 359). En ese niño, el Hijo de Dios contemplado en Navidad, podemos reconocer el verdadero rostro, no solo de Dios, sino el verdadero rostro del ser humano; y solo abriéndonos a la acción de su gracia y tratando todos los días de seguirle, realizamos el plan de Dios en nosotros, en cada uno de nosotros.

    Queridos amigos, en este periodo meditemos en la gran y maravillosa riqueza del Misterio de la Encarnación, para permitir que el Señor nos ilumine y nos transforme cada vez más a imagen de su Hijo hecho hombre por nosotros.

 

Jesús nos muestra el rostro de Dios y nos hace conocer el nombre de Dios

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 16 de enero de 2013

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Queridos hermanos y hermanas:

    El Concilio Vaticano II en la Constitución sobre la Divina Revelación Dei Verbum, afirma que la verdad íntima de toda la revelación de Dios brilla para nosotros "en Cristo, que es al mismo tiempo el mediador y la plenitud de toda la Revelación" (n. 2). El Antiguo Testamento nos narra cómo Dios, después de la creación, a pesar del pecado original y de la arrogancia del hombre de querer ponerse en el lugar de su Creador, ofrece de nuevo la posibilidad de su amistad, especialmente a través de la alianza con Abraham y el camino de un pequeño pueblo, el de Israel, que Él elige no con los criterios del poder terrenal, sino simplemente por amor. Es una elección que sigue siendo un misterio y revela el estilo de Dios que llama a algunos, no por excluir a los demás, sino para que hagan de puente que conduzca hasta Él: la elección es siempre elección para los demás.

    En la historia del pueblo de Israel podemos seguir los pasos de un largo camino en el que Dios se da a conocer, se revela, entra en la historia con palabras y con acciones. Para este trabajo, Él se sirve de mediadores, como Moisés, los profetas, los jueces, personas que comunican al pueblo su voluntad, recordando la necesidad de ser fieles a la alianza y de mantener viva la esperanza de la plena y definitiva realización de las promesas divinas.

    Y es la realización de estas promesas las que hemos contemplado en Navidad: es la revelación de Dios que llega a su punto máximo, a su plenitud. En Jesús de Nazaret, Dios realmente visita a su pueblo, visita a la humanidad de una manera que va más allá de todas las expectativas: envía a su Hijo unigénito; Dios mismo se hizo hombre. Jesús no nos dice cualquier cosa de Dios, no habla simplemente del Padre, sino que es la revelación de Dios, porque es Dios, y nos revela así el rostro de Dios. En el prólogo de su evangelio, san Juan escribe: "A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado" (Jn. 1,18).

    Quiero centrarme en este "revelar el rostro de Dios". En este sentido, san Juan, en su evangelio, nos relata un hecho significativo que hemos escuchado hoy. Al acercarse a la pasión, Jesús reafirma a sus discípulos, exhortándoles a no tener miedo y a tener fe; después establece un diálogo con ellos en el que habla Dios Padre (cf. Jn. 14,2-9). A un cierto punto, el apóstol Felipe le pide a Jesús: "Señor, muéstranos al Padre y nos basta" (Jn. 14,8). Felipe es muy práctico y concreto, dice lo que nosotros también quisiéramos decir: "queremos ver, muéstranos al Padre"; pide "ver" al Padre, ver su rostro. La respuesta de Jesús es una respuesta no solo para Felipe, sino también para nosotros y nos lleva al corazón de la fe cristológica; el Señor le dice: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre" (Jn. 14,9). Esta expresión contiene de modo sintético la novedad del Nuevo Testamento, aquella novedad que se apareció en la gruta de Belén: Dios se puede ver, Dios ha mostrado su rostro, es visible en Jesucristo.

    A lo largo del Antiguo Testamento es recurrente el tema de la "búsqueda del rostro de Dios", el deseo de conocer este rostro, el deseo de ver a Dios como Él es, tanto así que el término hebreo pānîm, que significa "rostro", se menciona no menos de 400 veces, y 100 de ellas se refiere a Dios: 100 veces se refiere a Dios, por si queremos ver el rostro de Dios. Sin embargo, la religión judía prohíbe todas las imágenes, porque Dios no puede ser representado, como lo hacían los pueblos vecinos con el culto a los ídolos; por lo tanto, con esta prohibición de las imágenes, el Antiguo Testamento parece excluir totalmente el "ver" del culto y de la devoción. ¿Qué significa entonces, para el israelita piadoso, buscar el rostro de Dios, a sabiendas de que no puede haber una imagen?

    La pregunta es importante: por un lado quiere decir que Dios no puede ser reducido a un objeto, como una imagen que se agarra con la mano, ni tampoco se puede poner algo en el lugar de Dios; y por otro lado, sin embargo, se afirma que Dios tiene un rostro, es decir, que es un "Tú" que puede entrar en una relación, que no está cerrado en su Cielo para mirar desde lo alto a la humanidad. Sin duda Dios está por encima de todo, pero se dirige hacia nosotros, nos escucha, nos ve, habla, establece pactos, es capaz de amar. La historia de la salvación es la historia de Dios con la humanidad, es la historia de esta relación de Dios que se revela progresivamente al hombre, que hace conocerse a sí mismo, su rostro.

    Al comienzo del año, el 1 de enero, hemos escuchado, en la liturgia, la hermosa oración de bendición sobre el pueblo: "El Señor te bendiga y te guarde; que ilumine el Señor su rostro sobre ti y te sea propicio; que el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz" (Nm. 6,24-26). El esplendor del rostro divino es la fuente de la vida, es aquello que nos permite ver la realidad; la luz de su rostro es la guía de la vida.

    En el Antiguo Testamento hay una figura a la que está conectado de una manera muy especial el tema del "rostro de Dios"; se trata de Moisés, a quien Dios escogió para liberar al pueblo de la esclavitud de Egipto, para que le diera la Ley de la alianza y guiarlos hacia la Tierra Prometida. Pues bien, en el capítulo 33 del libro del Éxodo, se dice que Moisés tenía una relación cercana y confidencial con Dios: "El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo" (v. 11). En virtud de esta confianza, Moisés le pregunta a Dios: "Déjame ver tu gloria", y la respuesta de Dios es clara: "Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad y pronunciaré delante de ti el nombre del Señor ... Pero mi rostro no podrás verlo, porque nadie puede verme y seguir con vida ... Aquí hay un sitio junto a mí... verás mi espalda; pero mi rostro no lo verás" (vv. 18-23). Por un lado, hay un diálogo cara a cara, como amigos, pero por el otro, está la imposibilidad, en esta vida, de ver el rostro de Dios, que permanece oculto; la visión es limitada. Los Padres dicen que estas palabras: "tu solo puedes ver mis espaldas", quiere decir: tú solamente puedes seguir a Cristo y siguiéndolo ver por detrás de su espalda el misterio de Dios; a Dios se le puede seguir viendo sus espaldas.

    Sin embargo, algo nuevo sucede con la Encarnación. La búsqueda del rostro de Dios recibe un cambio inimaginable, porque ahora se puede ver este rostro: el de Jesús, del Hijo de Dios que se hizo hombre. En Él, se cumple el camino de la revelación de Dios iniciado con la llamada de Abraham, Él es la plenitud de esta revelación, porque él es el Hijo de Dios, y es a la vez "mediador y plenitud de toda la revelación" (Const. Dogm. Dei Verbum, 2), en Él el contenido de la Revelación y el Revelador coinciden. Jesús nos muestra el rostro de Dios y nos hace conocer el nombre de Dios. En la oración sacerdotal de la Última Cena, Él le dice al Padre: "He manifestado tu Nombre a los hombres... Yo les he dado a conocer tu nombre" (cf. Jn. 17,6.26).

    El término "nombre de Dios" se refiere a Dios como Aquel que está presente entre los hombres. A Moisés, frente en la zarza ardiente, Dios había revelado su nombre, es decir, se había vuelto invocable, había dado una señal concreta de su "ser" entre los hombres. Todo esto encuentra su realización y plenitud en Jesús: Él inaugura de un modo nuevo la presencia de Dios en la historia, porque el que le ve a Él, ve al Padre, como le dice a Felipe (cf. Jn. 14,9). El cristianismo --dice san Bernardo--, es la "religión de la Palabra de Dios"; pero no, "una palabra escrita y muda, sino del Verbo encarnado y vivo" (Hom. super missus est, IV, 11: PL 183, 86B). En la tradición patrística y medieval se usa una fórmula particular para expresar esta realidad: se dice que Jesús es el Verbum abbreviatum (cf. Rm. 9,28, en referencia a Is. 10,23), la Palabra corta, abreviada y sustancial del Padre, quien nos ha dicho todo acerca de Él. En Jesús toda la Palabra está presente.

    En Jesús la mediación entre Dios y el hombre también encuentra su plenitud. En el Antiguo Testamento hay una gran cantidad de figuras que han desarrollado esta función, sobre todo Moisés, el libertador, el guía, el "mediador" de la alianza, como lo define también el Nuevo Testamento (cf. Ga. 3,19; Hch. 7 , 35; Jn. 1,17). Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, no es simplemente uno de los mediadores entre Dios y el hombre, sino que es "el mediador" de la nueva y eterna alianza (cf. Hb. 8,6; 9.15, 12.24), "porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre" (1 Tm. 2,5, Ga. 3,19-20). En Él podemos ver y conocer al Padre; en Él podemos invocar a Dios con el nombre de "Abbà, Padre"; en Él se nos da la salvación.

    El deseo de conocer a Dios verdaderamente, que es ver el rostro de Dios, está presente en todos los hombres, incluso en los ateos. Y tenemos, tal vez sin saberlo, este deseo de ver quién es Él, lo que es, quién es para nosotros. Pero este deseo se realiza en el seguimiento de Cristo, así vemos las espaldas y finalmente también vemos a Dios como un amigo, su rostro en el rostro de Cristo. Lo importante es que sigamos a Cristo no solo en el momento en el que tenemos necesidad, y cuando encontramos un lugar en nuestras tareas diarias, sino con nuestra vida como tal. Toda nuestra existencia se debe dirigir hacia el encuentro con Jesucristo, a amarlo; y, en ella, debe tener un lugar central el amor al prójimo, aquel amor que, a la luz del Crucifijo, nos hace reconocer el rostro de Jesús en los pobres, en los débiles, en los que sufren. Esto solo es posible si el verdadero rostro de Jesús se ha hecho familiar en la escucha de su Palabra, hablando interiormente; por que en el entrar en esta Palabra, es que de verdad lo encontramos, y por supuesto en el misterio de la Eucaristía.

    En el evangelio de san Lucas es significativo el pasaje de los dos discípulos de Emaús, que reconocen a Jesús al partir el pan, pero preparados durante el camino por Él; dispuestos gracias a la invitación que le hicieron para que se quedara con ellos, preparados por el diálogo que hizo arder sus corazones; es así que al final, vieron a Jesús. También para nosotros, la Eucaristía es la gran escuela en la que aprendemos a ver el rostro de Dios, entramos en una relación íntima con Él; y aprendemos al mismo tiempo a dirigir la mirada hacia el momento final de la historia, cuando Él nos llenará con la luz de su rostro. En la tierra caminamos hacia esa plenitud, a la espera gozosa que se cumpla realmente el Reino de Dios. Gracias.

 

 

Yo confío en Tí; confío en Tí, Señor

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 23 de enero de 2013

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Queridos hermanos y hermanas:

    En este Año de la fe, quisiera empezar hoy a reflexionar con vosotros sobre el Credo, es decir, sobre la solemne profesión de fe, que acompaña nuestras vidas como creyentes. El Credo comienza así: "Creo en Dios". Es una afirmación fundamental, aparentemente simple en su esencia, pero que nos abre al infinito mundo de la relación con el Señor y con su misterio. Creer en Dios implica el adhesión a Él, acogiendo su Palabra y gozosa obediencia a su revelación.

    Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica: "La fe es un acto personal: es la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela a sí mismo" (n. 166). Ser capaz de decir que se cree en Dios es por lo tanto, junto a un regalo --Dios se revela, va a al encuentro con nosotros--, es un compromiso, es la gracia divina y responsabilidad humana, en una experiencia de diálogo con Dios, que por amor, "habla a los hombres como amigos" (Dei Verbum, 2), nos habla a fin de que , en la fe y con la fe, podamos entrar en comunión con Él.

    ¿Dónde podemos escuchar a Dios y su palabra? Fundamental es la Sagrada Escritura, en la que la Palabra de Dios se hace audible para nosotros y nutre nuestra vida de "amigos" de Dios. Toda la Biblia cuenta la revelación de Dios a la humanidad; toda la Biblia habla de la fe y nos enseña la fe contando una historia en la que Dios lleva a cabo su plan de redención y se acerca a nosotros los hombres, a través de muchas figuras luminosas de personas que creen en Él y confian en Él, hasta la plenitud de la revelación del Señor Jesús.

    Es muy bello, en este sentido, el capítulo 11 de la Carta a los Hebreos, que acabamos de escuchar. Aquí se habla de la fe y se sacan a la luz las grandes figuras bíblicas que la han vivido, convirtiéndose un modelo para todos los creyentes. Dice el texto en el primer verso: "La fe es la certeza de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve" (11,1). Los ojos de la fe son por lo tanto capaces de ver lo invisible y el corazón del creyente puede esperar más allá de toda esperanza, al igual que Abraham, de quien Pablo dice en la Carta a los Romanos que "creyó, esperando contra toda esperanza" (4,18).

    Y es sobre Abraham, en que me gustaría centrar nuestra atención, porque es el primer punto de referencia importante para hablar acerca de la fe en Dios: Abraham, el gran patriarca, modelo ejemplar, padre de todos los creyentes (cf. Rom 4,11 -12).La Carta a los Hebreos lo presenta así: "Por la fe, Abraham, llamado por Dios, obedeció partiendo a un lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba. Por la fe, habitó en la tierra prometida como en tierra ajena, morando en tiendas, como también Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa. Esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios"(11,8-10).

    El autor de la Carta a los Hebreos se refiere aquí a la llamada de Abraham, relatada en el libro del Génesis, el primer libro de la Biblia. ¿Qué le pide Dios a este patriarca? Le pide que parta, abandonando su país para ir al país que le mostrará: "Vete de tu tierra y de tu parentela y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré" (Gen. 12,1). ¿Cómo habríamos respondido nosotros a una invitación así? Se trata, de hecho, de una partida en la oscuridad, sin saber a dónde Dios lo guiará; es un viaje que pide obediencia y confianza radicales, al que solo la fe puede tener acceso. Pero la oscuridad de lo desconocido --donde Abraham debe ir--, es iluminado por la luz de una promesa; Dios agrega a la orden una palabra tranquilizadora que le abre a Abraham un futuro de una vida en toda su plenitud: "Haré de ti una nación grande, y te bendeciré, haré grande tu nombre... y en ti serán benditas todas las familias de la tierra "(Gn. 12,2.3).

    La bendición en la Sagrada Escritura, se relaciona principalmente con el don de la vida que viene de Dios y se manifiesta principalmente en la fertilidad, en una vida que se multiplica, pasando de generación en generación. Y a la bendición está conectada también la experiencia de ser propietario de una tierra, un lugar estable para vivir y crecer en libertad y seguridad, temeroso de Dios y construyendo una sociedad de hombres fieles a la Alianza, "reino de sacerdotes y nación santa" (cfr.Es. 19,6).

    Así Abraham, en el diseño de Dios, está llamado a convertirse en el "padre de una multitud de naciones" (Gn. 17,5;. Cf. Rom. 4,17-18) y a entrar en una nueva tierra donde vivir. Pero Sara, su esposa, es estéril, incapaz de tener hijos; y el país al que Dios le lleva es lejos de su tierra natal, y ya está habitado por otros pueblos, y no le pertenecerá nunca realmente. El narrador bíblico hace hincapié en esto, aunque muy discretamente: cuando Abraham llegó al lugar de la promesa de Dios: "en el país estaban en aquel tiempo los cananeos" (Gn. 12,6). La tierra que Dios le da a Abraham no le pertenece, él es un extranjero y lo seguirá siendo para siempre, con todo lo que ello conlleva: no tener miras de posesión, sentir siempre la pobreza, ver todo como un regalo. Esta es también la condición espiritual de aquellos que aceptan seguir al Señor, de quien decide partir aceptando su llamada, bajo el signo de su invisible pero poderosa bendición. Y Abraham, "padre de los creyentes", acepta esta llamada, en la fe. San Pablo escribe en su carta a los Romanos: " El cual, esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho " padre de muchas naciones " según le había sido dicho: " Así será tu posteridad ".  No vaciló en su fe al considerar su cuerpo ya sin vigor - tenía unos cien años - y el seno de Sara, igualmente estéril. Por el contrario, ante la promesa divina, no cedió a la duda con incredulidad; más bien, fortalecido en su fe, dio gloria a Dios,  con el pleno convencimiento de que poderoso es Dios para cumplir lo prometido " (Rm. 4,18-21).

    La fe conduce a Abraham que seguir un camino paradójico. Él será bendecido, pero sin los signos visibles de la bendición: recibe la promesa de ser una gran nación, pero con una vida marcada por la esterilidad de su esposa Sara; es llevado a una nueva tierra pero allí tendrá que vivir como extranjero; y la única posesión de la tierra que se le permitirá será el de un pedazo de tierra para enterrar a Sara (cf. Gn 23,1-20). Abraham fue bendecido porque, en la fe, sabe discernir la bendición divina yendo va más allá de las apariencias, confiando en la presencia de Dios, incluso cuando sus caminos le aparecen misteriosos.

    ¿Qué significa esto para nosotros? Cuando decimos: "Creo en Dios", decimos como Abraham: "Yo confío en Tí; confío en Tí, Señor", pero no como en Alguien a quien recurrir solo en los momentos de dificultad o a quien dedicar algún momento del día o de la semana. Decir "Creo en Dios" significa fundamentar en Él mi vida, dejar que su Palabra la oriente cada día, en las opciones concretas, sin temor de perder algo de mí mismo. Cuando, en el rito del Bautismo, se pregunta tres veces: "¿Crees?" en Dios, en Jesucristo, en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia Católica y las demás verdades de la fe, la triple respuesta está en singular: "Yo creo", porque es mi existencia personal que va a recibir un impulso con el don de la fe, es mi vida la que debe cambiar, convertirse. Cada vez que participamos en un Bautismo, debemos preguntarnos cómo vivimos cada día el gran don de la fe.

    Abraham, el creyente, nos enseña la fe; y, como extranjero en la tierra, nos muestra la verdadera patria. La fe nos hace peregrinos en la tierra, insertados en el mundo y en la historia, pero en camino hacia la patria celestial. Creer en Dios nos hace, por lo tanto, portadores de valores que a menudo no coinciden con la moda y la opinión del momento. nos pide adoptar criterios y asumir una conducta que no pertenecen a la manera común de pensar. El cristiano no debe tener miedo de ir "contra la corriente" para vivir su fe, resistiendo a la tentación de "uniformarse". En muchas sociedades, Dios se ha convertido en el "gran ausente" y en su lugar hay muchos ídolos, diversos ídolos y especialmente la posesión del "yo" autónomo. Y también los significativos y positivos progresos de la ciencia y de la tecnología han introducido en el hombre una ilusión de omnipotencia y de autosuficiencia, y un creciente egoísmo ha creado no pocos desequilibrios al interior de las relaciones interpersonales y de los comportamientos sociales.

    Sin embargo, la sed de Dios (cf. Sal. 63,2) no se extingue y el mensaje del Evangelio sigue resonando a través de las palabras y los hechos de muchos hombres y mujeres de fe. Abraham, el padre de los creyentes, sigue siendo el padre de muchos hijos que están dispuestos a seguir sus pasos y se encaminan, en obediencia a la llamada divina, confiando en la presencia benevolente del Señor y aceptando su bendición para ser una bendición para todos. Es el mundo bendito de la fe a la que todos estamos llamados, para caminar sin miedo tras el Señor Jesucristo. Y a veces es un camino difícil, que conoce también la prueba y la muerte, pero que se abre a la vida, en una transformación radical de la realidad que solo los ojos de la fe pueden ver y disfrutar en abundancia.

    Decir "Creo en Dios" nos impulsa, por lo tanto, a partir, a salir de nosotros mismos continuamente, al igual que Abraham, para llevar en la realidad cotidiana en que vivimos, la certeza que nos viene de la fe: la certeza, es decir, de la presencia de Dios en la historia, aún hoy; una presencia que da vida y salvación, que nos abre a un futuro con Él en pos de una plenitud de vida que nunca conocerá el ocaso.

 

Dios, al crearnos libres, renunció a una parte de su poder

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 30 de enero de 2013

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Queridos hermanos y hermanas:

    En la catequesis del miércoles pasado nos centramos en las palabras iniciales del Credo: "Creo en Dios". Sin embargo, la profesión de fe especifica esta afirmación: Dios es el Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Quisiera reflexionar con vosotros esta vez sobre la primera y fundamental definición de Dios que el Credo nos presenta: Él es Padre.

    No siempre es fácil hablar hoy en día de la paternidad. Especialmente en Occidente: las familias rotas, los compromisos de trabajo cada vez más absorbentes, las preocupaciones, y muchas veces el esfuerzo por equilibrar el presupuesto familiar o la invasión distractiva de los medios de comunicación en la vida diaria, son algunos de los muchos factores que pueden impedir una serena y constructiva relación entre padres e hijos.

    La comunicación a veces se hace difícil, se pierde la confianza, y la relación con la figura del padre puede llegar a ser problemática; también es difícil imaginar a Dios como un padre, sin tener modelos adecuados de referencia. Para aquellos que han tenido la experiencia de un padre demasiado autoritario e inflexible, o indiferente y poco afectuoso, o peor aún ausente, no es fácil pensar con serenidad en Dios como Padre y entregarse a Él con confianza.

    Pero la revelación bíblica ayuda a superar estas dificultades hablándonos de un Dios que nos muestra lo que verdaderamente significa ser "padre"; y es sobre todo el evangelio el que nos revela el rostro de Dios como Padre que ama hasta entregar a su propio Hijo para la salvación de la humanidad. La referencia a la figura paterna ayuda por lo tanto a comprender algo del amor de Dios, que sin embargo permanece aún infinitamente más grande, más fiel, más completo que el de cualquier hombre. "¿Quién de vosotros --dice Jesús para mostrar a los discípulos el rostro del Padre--, al hijo que le pide pan, le dará una piedra? ¿Y si le pide un pescado, le dará una serpiente? Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se lo pidáis?" (Mt. 7,9-11;. cf. Lc. 11,11-13). Dios es nuestro Padre porque nos ha bendecido y escogido antes de la fundación del mundo (cf. Ef. 1,3-6), nos hizo realmente sus hijos en Jesús (cf. 1 Jn. 3,1). Y, como Padre, Dios acompaña con amor nuestra vida, dándonos su Palabra, sus enseñanzas, su gracia, su Espíritu.

    Él --como lo revela Jesús--, es el Padre que alimenta a las aves del cielo sin que deban sembrar ni cosechar, y reviste de magníficos colores las flores del campo, con vestidos más bellos que los del rey Salomón (cf. Mt. 6, 26-32; Lc. 12, 24-28); y nosotros --añade Jesús--, ¡valemos más que las flores y las aves del cielo! Y si Él es lo suficientemente bueno para hacer "salir el sol sobre malos y buenos, y... llover sobre justos e injustos" (Mt. 5,45), podremos siempre, sin temor y con total confianza, confiarnos a su perdón de Padre cuando nos equivocamos de camino. Dios es un Padre bueno que acoge y abraza al hijo perdido y arrepentido (cf. Lc. 15,11 ss), se entrega gratuitamente a aquellos que se lo piden (cf. Mt. 18,19; Mc. 11,24, Jn. 16,23) y ofrece el pan del cielo y el agua viva que da vida para siempre (cf. Jn. 6,32.51.58).

    Por lo tanto, el orante del salmo 27, rodeado de enemigos, asediado por malvados y calumniadores, mientras busca la ayuda del Señor y lo invoca, puede dar su testimonio lleno de fe, diciendo: "Mi padre y mi madre me han abandonado, pero el Señor me ha acogido" (v. 10). Dios es un Padre que nunca abandona a sus hijos, un Padre amoroso que apoya, ayuda, acoge, perdona y salva, con una fidelidad que supera inmensamente a la de los hombres, para abrirse a dimensiones de eternidad. "Porque su amor es para siempre", como sigue repitiendo como una letanía, en cada verso, el salmo 136 a través de la historia de la salvación. El amor de Dios nunca falla, no se cansa de nosotros; es el amor el que da hasta el extremo, hasta el sacrificio de su Hijo. La fe nos da una certeza, que se convierte en una roca para la construcción de nuestras vidas: podemos afrontar todos los momentos de dificultad y de peligro, la experiencia de lo oscuro de la crisis y del tiempo del dolor, apoyados por la fe de que Dios no nos deja solos y siempre está cerca, para salvarnos y llevarnos a la vida eterna.

    Es en el Señor Jesús, donde se muestra plenamente el rostro benevolente del Padre que está en los cielos. Y es conociéndolo a Él que podemos conocer al Padre (cf. Jn. 8,19; 14,7); y viéndolo a Él podemos ver al Padre, porque Él está en el Padre y el Padre está en Él (cf. Jn. 14, 9.11). Él es la "imagen del Dios invisible", como lo define el himno de la Carta a los Colosenses, "primogénito de toda la creación... el primogénito de los que resucitan de entre los muertos", "por quien hemos recibido la redención, el perdón de los pecados" y la reconciliación de todas las cosas, "habiendo pacificado con la sangre de su cruz, tanto las cosas que están en la tierra, como las que están en los cielos" (cf. Col. 1,13-20).

    La fe en Dios Padre nos pide creer en el Hijo, bajo la acción del Espíritu, reconociendo en la Cruz que salva, la revelación definitiva del amor divino. Dios es nuestro Padre al darnos a su Hijo; Dios es Padre perdonando nuestros pecados y llevándonos a la alegría de la vida que resucita; Dios es el Padre que nos da el Espíritu que nos hace hijos y nos permite llamarlo, en verdad, "Abbà, ¡Padre!" (cf. Rom. 8,15). Por lo tanto Jesús, al enseñarnos a orar, nos invita a decir "Padre Nuestro" (Mt. 6,9-13; cf. Lc. 11,2-4).

    La paternidad de Dios es, pues, infinito amor, ternura que se inclina sobre nosotros, hijos débiles, necesitados de todo. El salmo 103, el gran himno de la misericordia divina, proclama: "Como un padre es tierno con sus hijos, así el Señor es tierno para con los que le temen, porque sabe bien cómo están formados, se acuerda de que somos polvo" (vv. 13-14). Es nuestra pequeñez, nuestra débil naturaleza humana, nuestra fragilidad que se convierte en un llamado a la misericordia del Señor, para que se manifieste la grandeza y ternura de un Padre que nos ayuda, nos perdona y nos salva.

    Y Dios responde a nuestra llamada, enviando a su Hijo, que murió y resucitó por nosotros; entra en nuestra fragilidad y hace lo que el hombre solo nunca podría haber hecho: él toma sobre sí el pecado del mundo, como cordero inocente y abre el camino a la comunión con Dios, nos hace verdaderos hijos de Dios. Está allí, en el Misterio pascual, que revela en todo su esplendor, el rostro definitivo del Padre. Y está allí, en la Cruz gloriosa, que viene a ser la plena manifestación de la grandeza de Dios como "Padre Todopoderoso".

    Pero podemos preguntarnos: ¿cómo es posible imaginar a un Dios todopoderoso, al mirar la cruz de Cristo? ¿En este poder del mal, que llega a matar al Hijo de Dios? Sin duda que quisiéramos una omnipotencia divina según nuestros esquemas mentales y nuestros deseos: un Dios "todopoderoso" que resuelva los problemas, que intervenga para evitarnos los problemas, que le gane al adversario, y que cambie el curso de los acontecimientos y anule el dolor. Por lo tanto, hoy en día muchos teólogos dicen que Dios no puede ser omnipotente, de lo contrario no podría haber tanto sufrimiento, tanta maldad en el mundo. De hecho, ante el mal y el sufrimiento, para muchos, para nosotros, es problemático, es difícil creer en Dios Padre y creer que es todopoderoso; algunos buscan refugio en los ídolos, cediendo a la tentación de encontrar una respuesta en una supuesta omnipotencia "mágica" y en sus promesas ilusorias.

    Sin embargo la fe en Dios Todopoderoso nos lleva por caminos muy diferentes: tales como aprender a conocer que el pensamiento de Dios es diferente al nuestro, que los caminos de Dios son diferentes de los nuestros (cf. Is. 55,8), e incluso su omnipotencia es diferente: no se expresa como una fuerza automática o arbitraria, sino que se caracteriza por una libertad amorosa y paternal. En realidad, Dios, al crear criaturas libres, dándoles libertad, renunció a una parte de su poder, dejando el poder en nuestra libertad. Así, Él ama y respeta la respuesta libre de amor a su llamada. Como Padre, Dios quiere que seamos sus hijos y que vivamos como tales en su Hijo, en comunión, en plena intimidad con Él. Su omnipotencia no se expresa en la violencia, no se expresa en la destrucción de todo poder adverso como quisiéramos, sino que se expresa en el amor, en la misericordia, en el perdón, en la aceptación de nuestra libertad y en la incansable llamada a la conversión del corazón; en una actitud aparentemente débil --Dios parece débil si pensamos en Jesucristo orando, que se deja matar. ¡Una actitud aparentemente débil, hecha de paciencia, de mansedumbre y de amor, muestra que este es el camino correcto para ser poderoso! ¡Esta es la potencia de Dios! ¡Y este poder vencerá! El sabio del libro de la Sabiduría se dirige así a Dios: "Tú eres misericordioso con todos, porque todo lo puedes; cierras los ojos ante los pecados de los hombres, esperando su arrepentimiento. Amas a todos los seres que existen... ¡Eres indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amante de la vida!" (11,23-24a.26).

    Solo quien es realmente poderoso puede soportar el mal y mostrarse compasivo; solo quien es verdaderamente poderoso puede ejercer plenamente el poder del amor. Y Dios, a quien pertenecen todas las cosas, porque todas las cosas fueron hechas por Él, revela su fuerza amando todo y a todos, en una paciente espera de la conversión de nosotros los hombres, que quiere tener como hijos. Dios espera nuestra conversión. El amor todopoderoso de Dios no tiene límites, hasta el punto de que "no retuvo a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros" (Rm. 8,32). La omnipotencia del amor no es la del poder del mundo, sino es aquella del don total, y Jesús, el Hijo de Dios, revela al mundo la verdadera omnipotencia del Padre dando su vida por nosotros pecadores. Este es el verdadero, auténtico y perfecto poder divino: Entonces el mal es en verdad vencido porque es lavado por el amor de Dios; entonces la muerte es definitivamente derrotada porque es transformada en don de la vida. Dios Padre resucita al Hijo: la muerte, el gran enemigo (cf. 1 Cor. 15,26), es engullida y privada de su veneno (cf. 1 Cor. 15, 54-55), y nosotros, liberados del pecado, podemos acceder a nuestra realidad de hijos de Dios.

    Es así que cuando decimos "Creo en Dios Padre Todopoderoso," expresamos nuestra fe en el poder del amor de Dios, que en su Hijo muerto y resucitado vence el odio, la maldad, el pecado y nos da vida eterna: aquella de los hijos que quieren estar siempre en la "Casa del Padre". Decir "Creo en Dios Padre Todopoderoso", en su poder, en su modo de ser Padre, es siempre un acto de fe, de conversión, de transformación de nuestros pensamientos, de todo nuestro amor, de todo nuestro modo de vida.

    Queridos hermanos y hermanas, pidamos al Señor que sostenga nuestra fe, que nos ayude a encontrar verdaderamente la fe y que nos de la fuerza para anunciar a Cristo crucificado y resucitado y de testimoniarlo en el amor a Dios y al prójimo. Y que Dios nos conceda acoger el don de nuestra filiación, para vivir plenamente la realidad del Credo, en el abandono confiado al amor del Padre y a su omnipotencia misericordiosa, que es la verdadera omnipotencia y que salva.

 

 

Creo en Dios: el Creador del cielo y de la tierra, el Creador del ser humano

Gen 1,1-2.27.31 a

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 6 de febrero de 2013

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    Queridos hermanos y hermanas:

        El Credo, que inicia calificando a Dios como "Padre Todopoderoso", como meditamos la semana pasada, añade luego que Él es "el Creador del cielo y de la tierra", y así retoma la afirmación con la que empieza la Biblia. En el primer versículo de la Sagrada Escritura, se lee, en efecto: "Al inicio Dios creó el cielo y la tierra" (Génesis 1,1): es Dios el origen de todas las cosas y en la belleza de la creación se despliega su omnipotencia de Padre amoroso. Dios se manifiesta como Padre en la creación, como el origen de la vida, y al crear muestra su omnipotencia. Las imágenes utilizadas por la Sagrada Escritura a este respecto son muy sugestivas (cf. Is 40,12, 45,18, 48,13, Salmos 104,2.5, 135,7, Pr 8, 27-29). Él, como Padre bueno y poderoso, cuida todo lo que ha creado con un amor y una fidelidad que nunca falta (cf. Sal 57,11, 108,5, 36,6), repiten los Salmos. De este modo, la creación se convierte en un lugar donde conocer y reconocer la omnipotencia de Dios y su bondad, y se convierte en una llamada a la fe de nosotros los creyentes para que proclamemos a Dios como Creador. "Por la fe --escribe el autor de la Carta a los Hebreos--, comprendemos que la Palabra de Dios formó el mundo, de manera que lo visible proviene de lo invisible " (11,3). La fe implica pues saber reconocer lo invisible, reconociendo su huella en el mundo visible.

        El creyente puede leer el gran libro de la naturaleza y comprender su lenguaje; el universo nos habla de Dios, pero es necesaria su Palabra de revelación, que suscita la fe, para que el hombre pueda alcanzar la plena conciencia de la realidad de Dios en cuanto Creador y Padre.

    En el libro de la Sagrada Escritura la inteligencia humana puede encontrar, a la luz de la fe, la clave interpretativa para comprender el mundo. En particular, tiene un lugar especial el primer capítulo del Génesis, con la presentación solemne de la obra creadora divina, que se despliega a lo largo de siete días: en seis días Dios lleva a término la creación y el séptimo día, el sábado, deja toda actividad y descansa. Día de libertad para todos, día de la comunión con Dios y así, con esta imagen, el Libro del Génesis nos indica que el primer anhelo de Dios era el de encontrar un amor que respondiera a su amor. Y el segundo, el de crear un mundo material donde colocar este amor, a estas criaturas que libremente le respondan.

    Esta estructura hace que el texto esté marcado por algunas repeticiones significativas. Durante seis veces, por ejemplo, se repite la frase: "Y Dios vio que era bueno" (vv. 4.10.12.18.21.25) y, finalmente, la séptima vez, después de la creación del hombre: "Dios miró todo lo que había hecho, y vio que era muy bueno "(v. 31). Todo lo que Dios crea es bello y bueno, impregnado de sabiduría y de amor; la acción creadora de Dios pone orden, infunde armonía, dona belleza.

    En el relato del Génesis emerge luego que el Señor crea en su palabra: durante diez veces se lee en el texto, el término "dijo Dios" (vv. 3.6.9.11.14.20.24.26.28.29), es la palabra, el logos de Dios el origen de la realidad del mundo, al decir “Dios dijo” subraya el poder eficaz de la Palabra divina. Así canta el Salmista: “La palabra del Señor hizo el cielo, y el aliento de su boca, los ejércitos celestiales... porque Él lo dijo, y el mundo existió, Él dio una orden y todo subsiste”. La vida surge y el mundo existe porque todo obedece a la Palabra divina.

    Pero nuestra pregunta hoy es ¿tiene sentido, en la era de la ciencia y de la técnica, seguir hablando de la creación? ¿Cómo debemos comprender la narración del Génesis? La Biblia no quiere ser un manual de ciencias naturales; lo que quiere es hacer comprender la verdad auténtica y profunda de las cosas. La verdad fundamental, que las narraciones del Génesis nos desvelan es que el mundo no es un conjunto de fuerzas en lucha entre sí, sino que tiene su origen y su estabilidad en el Logos, en la razón eterna de Dios, que continúa sosteniendo el universo.

    Hay un diseño sobre el mundo que nace de esta Razón, del Espíritu creador. Creer que en la base de todo está esto, ilumina cada aspecto de la existencia y da la valentía necesaria para afrontar con confianza y con esperanza la aventura de la vida. Por lo tanto la Escritura nos dice que el origen de la existencia del mundo y de la nuestra no es lo irracional y la necesidad, sino la razón, el amor y la libertad. Ésta es la alternativa: o prioridad de lo irracional y de la necesidad, o prioridad de la razón, de la libertad, del amor. Nosotros creemos en esta posición.

    Pero me gustaría decir unas palabras sobre lo que es el la cúspide de todo lo creado: el hombre y la mujer, el ser humano, el único "capaz de conocer y amar a su Creador" (Constitución Pastoral Gaudium et Spes, 12). El salmista mirando los cielos se pregunta: "Al ver el cielo, obra de tus manos, la luna y la estrellas que has creado: ¿qué es el hombre para que pienses en él, el ser humano para que lo cuides?"(8,4 a 5). El ser humano, creado con amor por Dios, es algo muy pequeño ante la inmensidad del universo; a veces, mirando fascinados los espacios enormes del firmamento, también nosotros percibimos nuestro ser limitados.

    El ser humano está habitado por esta paradoja: nuestra pequeñez y caducidad conviven con la grandeza de lo que el amor eterno de Dios ha querido para nosotros. Los relatos de la creación en el Libro del Génesis también nos introducen en este misterioso ámbito, ayudándonos a conocer el plan de Dios para el hombre. En primer lugar afirmando que Dios formó al hombre del polvo de la tierra (cf. Gn 2:7). Esto significa que no somos Dios, no nos hemos hecho solos, somos tierra; pero también significa que somos buena tierra, a través de la obra del Creador bueno. A esto se suma otra realidad fundamental: todos los seres humanos son polvo, más allá de las distinciones que hace la cultura y la historia, más allá de cualquier diferencia social; somos una única humanidad plasmada con la sola tierra de Dios.

    Hay también un segundo elemento: el ser humano se origina porque Dios sopla el aliento de vida en el cuerpo moldeado por la tierra (cf. Gn 2:7). El ser humano está hecho a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1:26-27). “Todos, entonces, llevamos en nosotros el aliento vital de Dios y cada vida humana – nos dice la Biblia – está bajo la particular protección de Dios. Ésta es la razón más profunda de la inviolabilidad de la dignidad humana, contra toda tentación de evaluar la persona según criterios utilitarios y de poder”. Ser a imagen y semejanza de Dios indica que el hombre no está encerrado en sí mismo, sino que tiene una referencia esencial en Dios

    En los primeros capítulos del Libro del Génesis encontramos dos imágenes significativas: el jardín con el árbol del conocimiento del bien y del mal y la serpiente (cf. 2:15-17; 3,1-5). El jardín nos dice que la realidad en la que Dios ha puesto al ser humano no es un bosque salvaje, sino un lugar que protege, nutre y sustenta; y el hombre debe reconocer el mundo no como propiedad para ser saqueada y explotada, sino como don del Creador, signo de su voluntad salvadora, un don que ha de cultivar y cuidar, hacer crecer y desarrollar con respeto, en armonía, siguiendo los ritmos y la lógica, de acuerdo con el plan de Dios (cf. Gn 2,8-15). La serpiente es una figura que viene de los cultos orientales de la fecundidad, que tanto fascinaban a Israel y que eran una constante tentación para abandonar la misteriosa alianza con Dios. A la luz de esto, la Sagrada Escritura presenta la tentación a la que vienen sometidos Adán y Eva como el núcleo de la tentación y el pecado. ¿Qué dice la serpiente? No niega a Dios, pero insinúa una falsa pregunta: "¿Así que Dios os ordenó que no comieráis de ningún árbol del jardín?».(Génesis 3:1). De esta manera, la serpiente suscita la sospecha de que la alianza con Dios es como una cadena que ata, que priva de la libertad y de las cosas más bellas y preciosas de la vida.

    La tentación invita a construirse el propio mundo en el que vivir, no acepta las limitaciones del ser criatura, los límites del bien y del mal, de la moral. La dependencia del amor del Dios Creador es vista como una carga de la que se debe liberar. Éste es siempre el núcleo de la tentación. Pero cuando se distorsiona la relación con Dios, poniéndose en su lugar, todas las demás relaciones se alteran. Entonces, el otro se convierte en un rival, en una amenaza: Adán, después de haber sucumbido a la tentación, acusa de inmediato a Eva (cf. Gn 3:12), y los dos se ocultan de la vista de aquel Dios con quien hablaban con amistad (ver 3.8 - 10); el mundo ya no es el jardín para vivir en armonía, sino un lugar para ser explotado y lleno de insidias ocultas (cf. 3:14-19), la envidia y el odio hacia el otro entran en el corazón del hombre: ejemplar es Caín que mata a su propio hermano Abel (cf. 4,3-9).

    Al ir contra su Creador en realidad el hombre va en contra de sí mismo, reniega su origen y por lo tanto su verdad; y el mal entra en el mundo, con su triste cadena de dolor y de muerte. Y si todo lo que había creado Dios era bueno, muy bueno, después de esta libre decisión del hombre, de mentir contra la verdad, el mal entra en el mundo.

    De los relatos de la creación, me gustaría destacar una última enseñanza: el pecado engendra el pecado y todos los pecados de la historia están interrelacionados. Este aspecto nos lleva a hablar de lo que ha sido llamado el "pecado original".

    ¿Cuál es el significado de esta realidad, difícil de entender? Quisiera sólo dar algún elemento. En primer lugar, debemos tener en cuenta que ningún hombre está encerrado en sí mismo, nadie puede vivir de sí mismo y para sí mismo; nosotros recibimos la vida del otro y no sólo en el nacimiento, sino todos los días.

    El ser humano es relación: Yo soy yo mismo solo en el tú y a través del tú, en la relación de amor con el Tú de Dios y el tú de los otros. Pues bien, el pecado perturba o destruye la relación con Dios, su presencia destruye la relación con Dios, la relación fundamental, toma el lugar de Dios.

El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que con el primer pecado el hombre “hizo elección de sí mismo contra Dios, contra las exigencias de su estado de criatura y, por tanto, contra su propio bien” (n. 398). Perturbada la relación fundamental, son puestos en peligro o destruidos también los otros polos de la relación, el pecado arruina las relaciones, así lo destruye todo, porque nosotros somos relación.

Ahora bien, si la estructura relacional de la humanidad viene malograda desde el principio, todo hombre entra en un mundo marcado por esta alteración de las relaciones, entra en un mundo perturbado por el pecado, que le marca personalmente; el pecado inicial daña y hiere la naturaleza humana (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 404-406).

    Y el hombre, por sí solo, no puede salir de esta situación; sólo el Creador puede restaurar las justas relaciones. Sólo si Aquel, del que nos hemos desviado, viene hacia nosotros y nos tiende la mano con amor, las justas relaciones pueden reanudarse. Esto se realiza en Jesucristo, que cumple exactamente el recorrido inverso al de Adán, como describe el himno del segundo capítulo de la Epístola de San Pablo a los Filipenses (2:5-11): mientras que Adán no reconoce su ser criatura y quiere ponerse en el lugar de Dios; Jesús, el Hijo de Dios, está en una perfecta relación filial con el Padre, se rebaja, se convierte en el siervo, recorre el camino del amor humillándose hasta la muerte en la cruz, para reordenar las relaciones con Dios. La Cruz de Cristo se convierte así en el nuevo Árbol de la vida.

Queridos hermanos y hermanas, vivir la fe quiere decir reconocer la grandeza de Dios y aceptar nuestra pequeñez, nuestra condición de criaturas dejando que el Señor la colme con su amor y así crezca nuestra verdadera grandeza. El mal, con su carga de dolor y de sufrimiento, es un misterio que queda iluminado por la luz de la fe, que nos da la certeza de poder ser liberados de él, la certeza de que es bueno ser hombre».

 

 

 

 

Renovamos nuestra fe en el Pastor Supremo, Cristo Señor

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 13 de febrero de 2013 (Miércoles de Ceniza)

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        ¡Venerados hermanos, queridos hermanos y hermanas!:

        Hoy, Miércoles de Ceniza, iniciamos un nuevo camino cuaresmal, un camino que se desgrana a lo largo de cuarenta días y nos conduce a la alegría de la Pascua del Señor, a la victoria de la Vida sobre la muerte. Siguiendo la antiquísima tradición romana de las estaciones cuaresmales, nos hemos reunido para la Celebración de la Eucaristía. Tal tradición prevé que la primera estación tenga lugar en la Basílica de Santa Sabina sobre la colina del Aventino. Las circunstancias han sugerido reunirse en la Basílica Vaticana. Esta tarde somos numerosos en torno a la Tumba del Apóstol Pedro también para pedir su intercesión para el camino de la Iglesia en este particular momento, renovando nuestra fe en el Pastor Supremo, Cristo Señor. Para mí es una ocasión propicia para dar las gracias a todos, especialmente a los fieles de la Diócesis de Roma, mientas me dispongo a concluir el ministerio petrino, y para pedir un especial recuerdo en la oración.

        Las lecturas que han sido proclamadas nos ofrecen puntos que, con la gracia de Dios, estamos llamados a convertir en actitudes y comportamientos concretos en esta Cuaresma. La Iglesia nos vuelve a proponer, sobre todo, la fuerte llamada que el profeta Joel dirige al pueblo de Israel: «Así dice el Señor: volvéos a mí con todo el corazón, con ayunos, con llantos y lamentos» (2,12). Hay que subrayar la expresión «con todo el corazón», que significa desde el centro de nuestros pensamientos y sentimientos, de las raíces de nuestras decisiones, opciones y acciones, con un gesto de total y radical libertad. ¿Pero es posible este retorno a Dios? Sí, porque hay una fuerza que no reside en nuestro corazón sino que mana del mismo corazón de Dios: es la fuerza de su misericordia. Dice todavía el profeta: «Volved al Señor, vuestro Dios, porque El es misericordioso y piadoso, lento a la ira, de gran amor, pronto a arrepentirse ante el mal» (v.13). La vuelta al Señor es posible como ‘gracia’, porque es obra de Dios y fruto de la fe que nosotros depositamos en su misericordia. Pero este volver a Dios se hace realidad concreta en nuestra vida sólo cuando la gracia del Señor penetra en lo profundo y lo sacude donándonos la fuerza de «lacerar el corazón». Es el profeta una vez más que hace resonar de parte de Dios estas palabras: "Rasgad los corazones, no las vestiduras" (v.13). En efecto, también en nuestros días, muchos están listos para "rasgarse las vestiduras" ante escándalos e injusticias –cometidas naturalmente por otros–, pero pocos parecen dispuestos a actuar sobre el propio “corazón”, sobre la propia conciencia y sobre las propias intenciones, dejando que el Señor transforme, renueve y convierta.

        Aquel "convertíos a mí de todo corazón", es una llamada que no solo implica al individuo, sino a la comunidad. Hemos escuchado siempre en la primera Lectura: "Tocad la trompeta en Sión, proclamad el ayuno, convocad la reunión; congregad al pueblo, santificad la asamblea, reunid a los ancianos, congregad a muchachos y niños de pecho; salga el esposo de la alcoba" (vv.15-16). La dimensión comunitaria es un elemento esencial en la fe y en la vida cristiana. Cristo ha venido "para reunir a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Cfr. Jn 11, 52). El "Nosotros" de la Iglesia es la comunidad en la que Jesús nos reúne (Cfr. Jn 12, 32): la fe es necesariamente eclesial. Y esto es importante recordarlo y vivirlo en este Tiempo de la Cuaresma: que cada uno sea consciente que el camino penitencial no lo enfrenta solo, sino junto a tantos hermanos y hermanas, en la Iglesia.

        El profeta, en fin, se detiene sobre la oración de los sacerdotes, los cuales, con los ojos llenos de lágrimas, se dirigen a Dios diciendo: "¡No entregues tu herencia al oprobio, y que las naciones no se burlen de ella! ¿Por qué se ha de decir entre los pueblos: Dónde está su Dios?" (v.17). Esta oración nos hace reflexionar sobre la importancia del testimonio de fe y de vida cristiana de cada uno y de nuestras comunidades para manifestar el rostro de la Iglesia y cómo, algunas veces este rostro es desfigurado. Pienso, en particular, en las culpas contra la unidad de la Iglesia, en las divisiones en el cuerpo eclesial. Vivir la Cuaresma en una comunión eclesial más intensa y evidente, superando individualismos y rivalidades, es un signo humilde y precioso para los que están alejados de la fe o los indiferentes.

        "¡Éste es el tiempo favorable, éste es el día de la salvación!" (2 Co 6, 2). Las palabras del apóstol Pablo a los cristianos de Corinto resuenan también para nosotros con una urgencia que no admite omisiones o inercias. El término “éste” repetido tantas veces dice que este momento no se debe dejar escapar, se nos ofrece como ocasión única e irrepetible. Y la mirada del Apóstol se concentra en el compartir, con el que Cristo ha querido caracterizar su existencia, asumiendo todo lo humano hasta hacerse cargo del mismo pecado de los hombres. La frase de san Pablo es muy fuerte: Dijo "Dios lo identificó con el pecado en favor nuestro". Jesús, el inocente, el Santo, «Aquél que no conoció el pecado" (2 Co 5, 21), asume el peso del pecado compartiendo con la humanidad el resultado de la muerte, y de la muerte en la cruz. La reconciliación que se nos ofrece ha tenido un precio altísimo, el de la cruz levantada en el Gólgota, donde fue colgado el Hijo de Dios hecho hombre. En esta inmersión de Dios, en el sufrimiento humano, en el abismo del mal está la raíz de nuestra justificación. El "volver a Dios con todo nuestro corazón" en nuestro camino cuaresmal pasa a través de la Cruz, el seguir a Cristo por el camino que conduce al Calvario, al don total de sí. Es un camino en el cual debemos aprender cada día a salir cada vez más de nuestro egoísmo y de nuestro ensimismamiento, para dejar espacio a Dios que abre y transforma el corazón. Y san Pablo recuerda que el anuncio de la Cruz resuena también para nosotros gracias a la predicación de la Palabra, de la que el mismo Apóstol es embajador; un llamado para nosotros, para que este camino cuaresmal se caracterice por una escucha más atenta y asidua de la Palabra de Dios, luz que ilumina nuestros pasos.

        En la página del Evangelio de Mateo, del llamado Sermón de la Montaña, Jesús se refiere a tres prácticas fundamentales previstas por la Ley mosaica: la limosna, la oración y el ayuno; son también indicadores tradicionales en el camino cuaresmal para responder a la invitación de "volver a Dios de todo corazón". Pero Jesús subraya que la calidad y la verdad de la relación con Dios son las que califican la autenticidad de todo gesto religioso. Por ello Él denuncia la hipocresía religiosa, el comportamiento que quiere aparentar, las conductas que buscan aplausos y aprobación. El verdadero discípulo no se sirve a sí mismo o al “público”, sino a su Señor, en la sencillez y en la generosidad: "Y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará" (Mt 6,4.6.18). Nuestro testimonio, entonces, será más incisivo cuando menos busquemos nuestra gloria y seremos conscientes de que la recompensa del justo es Dios mismo, el estar unidos a Él, aquí abajo, en el camino de la fe, y al final de la vida, en la paz y en la luz del encuentro cara a cara con Él para siempre (Cfr. 1 Co 13, 12).

        Queridos hermanos y hermanas, comencemos confiados y alegres este itinerario cuaresmal. Que resuene fuerte en nosotros la invitación a la conversión, a "volver a Dios de todo corazón", acogiendo su gracia que nos hace hombres nuevos, con aquella sorprendente novedad que es participación en la vida misma de Jesús. Nadie, por lo tanto, haga oídos sordos a esta llamada, que se nos dirige también en el austero rito, tan sencillo y al mismo tiempo tan sugestivo, de la imposición de las cenizas, que realizaremos dentro de poco ¡Que nos acompañe en este tiempo la Virgen María, Madre de la Iglesia y modelo de todo auténtico discípulo del Señor! ¡Amén!

 

No abandono la Cruz (Despedida de Benedicto XVI)

Catequesis que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 27 de febrero de 2013

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Venerados hermanos en el episcopado y presbiterado

Distinguidas autoridades

¡Queridos hermanos y hermanas!

Muchas gracias por haber venido tantos en esta última audiencia general de mi pontificado.

        Como el apóstol Pablo en el texto bíblico que hemos escuchado, yo también siento en mi corazón que ante todo tengo que dar gracias a Dios que guía a la Iglesia y la hace crecer, que siembra su Palabra y alimenta así la fe en su Pueblo. En este momento mi corazón se expande y abraza a la Iglesia extendida por todo el mundo, y doy gracias a Dios por las "noticias" que en estos años de ministerio petrino he recibido sobre la fe en el Señor Jesucristo, y sobre la caridad que circula realmente en el cuerpo de la Iglesia y hace que viva en el amor, y sobre la esperanza que nos abre y nos orienta hacia la plenitud de la vida, hacia la patria celestial”.

         Siento que os llevo a todos conmigo en la oración, en un presente que es de Dios, en el que recojo cada uno de los encuentros, cada uno de los viajes, cada visita pastoral. Todo y todos reunidos en oración para confiarlos al Señor, porque tenemos pleno conocimiento de su voluntad, en toda sabiduría e inteligencia espiritual, y por qué nos comportamos de una manera digna de Él y de su amor, llevando fruto en toda buena obra.

         En este momento, dentro de mí hay mucha confianza, porque sé, porque todos sabemos que la palabra de verdad del Evangelio es la fuerza de la Iglesia, es su vida. El Evangelio purifica y renueva, da fruto, en todo lugar donde la comunidad de los creyentes lo escucha y recibe la gracia de Dios en la verdad y en la caridad. Esta es mi confianza, esta es mi alegría.

         Cuando, el 19 de abril de hace casi ocho años, acepté asumir el ministerio petrino, tenía esta firme certeza que siempre me ha acompañado ,esta certeza de la vida de la Iglesia, de la Palabra de Dios. En aquel momento, como ya he dicho varias veces, las palabras que resonaban en mi corazón eran: Señor, ¿ por qué me pides esto ? Y ¿que me pides? Es un gran peso el que colocas sobre mis hombros, pero si Tu me lo pides, con tu palabra, echaré las redes, seguro de que me guiarás, también con todas mis debilidades. Y ocho años después puedo decir queel Señor realmente me ha guiado, ha estado cerca de mí, he podido percibir su presencia todos los días. Ha sido un trozo de camino de la Iglesia, que ha tenido momentos de alegría y de luz, pero también momentos difíciles; me he sentido como San Pedro con los Apóstoles en la barca del lago de Galilea: el Señor nos ha dado muchos días de sol y de brisa ligera, días en que la pesca ha sido abundante; también ha habido momentos en que las aguas estaban agitadas y el viento contrario, como en toda la historia de la Iglesia, y el Señor parecía dormir. Pero siempre supe que en aquella barca estaba el Señor y siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es suya. Y el Señor no deja que se hunda: es El quien conduce, ciertamente también a través de los hombres que ha elegido, porque así lo quiso. Esta ha sido una certeza que nada puede empañar. Y por eso hoy mi corazón está lleno de gratitud a Dios porque no ha dejado nunca que a su Iglesia entera y a mí, nos faltasen su consuelo, su luz, su amor.

         Estamos en el Año de la fe, que he proclamado para fortalecer nuestra fe en Dios en un contexto que parece dejarlo cada vez más en segundo plano. Me gustaría invitar a todos a renovar la firme confianza en el Señor, a confiarnos como niños en los brazos de Dios, seguros de que esos brazos nos sostienen siempre y son lo que nos permiten caminar todos los días, también entre las fatigas. Me gustaría que cada uno se sintiera amado por ese Dios que ha dado a su Hijo por nosotros y nos ha mostrado su amor sin límites. Quisiera que cada uno de vosotros sintiera la alegría de ser cristiano. Hay una hermosa oración que se reza todas las mañanas y dice: "Te adoro, Dios mío, y te amo con todo mi corazón. Te doy gracias por haberme creado, hecho cristiano... " Sí, alegrémonos por el don de la fe; es el don más precioso, que ninguno puede quitarnos! Demos gracias al Señor por ello todos los días, con la oración y con una vida cristiana coherente. !Dios nos ama, pero espera que también nosotros lo amemos¡

         Pero no es sólo a Dios, a quien quiero dar las gracias en este momento. Un Papa no está sólo en la guía de la barca de Pedro, aunque sea su principal responsabilidad, y yo no me he sentido nunca solo al llevar la alegría y el peso del ministerio petrino, el Señor me ha puesto al lado a tantas personas que, con generosidad y amor a Dios y a la Iglesia, me han ayudado y han estado cerca de mi. Ante todo. Vosotros, queridos hermanos cardenales: vuestra sabiduría y vuestros consejos, vuestra amistad han sido preciosos para mí. Mis colaboradores, empezando por mi Secretario de Estado, quien me ha acompañado fielmente en estos años; la Secretaría de Estado y toda la Curia Romana, así como a todos aquellos que, en diversos ámbitos, prestan su servicio a la Santa Sede: tantos rostros que no se muestran, que permanecen en la sombra, pero que en silencio, en su trabajo diario, con espíritu de fe y de humildad han sido para mí un apoyo seguro y confiable. Un recuerdo especial para la Iglesia de Roma, !mi diócesis! No puedo olvidar a los hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, a las personas consagradas y a todo el Pueblo de Dios en las visitas pastorales, en los encuentros, en las audiencias, en los viajes, siempre he recibido mucha atención y un afecto profundo. Pero yo también os he querido, a todos y a cada uno de vosotros sin excepción, con la caridad pastoral, que es el corazón de cada pastor, especialmente del Obispo de Roma, del Sucesor del Apóstol Pedro. Todos los días he tenido a cada uno de vosotros en mis oraciones, con el corazón de un padre.

         Querría que mi saludo y mi agradecimiento llegase a todos: el corazón de un Papa se extiende al mundo entero. Y me gustaría expresar mi gratitud al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, que hace presente la gran familia de las Naciones. Aquí también pienso en todos los que trabajan para una buena comunicación y les doy las gracias por su importante servicio.

         Ahora me gustaría dar las gracias de todo corazón a tanta gente de todo el mundo que en las últimas semanas me ha enviado pruebas conmovedoras de atención, amistad y oración. Sí, el Papa nunca está solo, ahora lo experimento de nuevo en un modo tan grande que toca el corazón. El Papa pertenece a todos y tantísimas personas se sienten muy cerca de él. Es cierto que recibo cartas de los grandes del mundo – de los Jefes de Estado, líderes religiosos, representantes del mundo de la cultura, etc.-. Pero también recibo muchas cartas de gente ordinaria que me escribe con sencillez, desde lo más profundo de su corazón y me hacen sentir su cariño, que nace de estar juntos con Cristo Jesús, en la Iglesia. Estas personas no me escriben como se escribe a un príncipe o a un gran personaje que uno no conoce. Me escriben como hermanos y hermanas, hijos e hijas, con un sentido del vínculo familiar muy cariñoso. Así, se puede sentir que es la Iglesia - no es una organización, no es una asociación con fines religiosos o humanitarios, sino un cuerpo vivo, una comunidad de hermanos y hermanas en el Cuerpo de Jesucristo, que nos une a todos. Experimentar la Iglesia de esta manera y casi poder tocar con las manos la fuerza de su verdad y de su amor es una fuente de alegría, en un tiempo en que muchos hablan de su decadencia. Y, sin embargo, vemos como la Iglesia hoy está viva.

         En estos últimos meses, he sentido que mis fuerzas han disminuido, y he pedido a Dios con insistencia en la oración que me iluminase con su luz para que me hiciera tomar la decisión más justa no para mi bien, sino para el bien de la Iglesia. He dado este paso con plena conciencia de su gravedad y también de su novedad, pero con una profunda serenidad de ánimo. Amar a la Iglesia significa también tener el valor de tomar decisiones difíciles, sufridas, teniendo siempre delante el bien de la Iglesia y no el de uno mismo.

         Permitid que vuelva una vez más al 19 de abril de 2005. La gravedad de la decisión reside precisamente en el hecho de que a partir de aquel momento yo estaba ocupado siempre y para siempre por el Señor. Siempre - quien asume el ministerio petrino ya no tiene ninguna privacidad-. Pertenece siempre y totalmente a todos, a toda la Iglesia. Su vida es, por así decirlo, totalmente carente de la dimensión privada. He podido experimentar, y lo experimento precisamente ahora, que uno recibe la propia vida cuando la da. Dije antes que mucha gente que ama al Señor ama también al Sucesor de San Pedro y le quieren; que el Papa tiene verdaderamente hermanos y hermanas, hijos e hijas en todo el mundo, y que él se siente seguro en el abrazo de su comunión, porque ya no se pertenece a sí mismo, pertenece a todos y todos le pertenecen.

         El "siempre" es también un "para siempre" - no existe un volver al privado. Mi decisión de renunciar al ejercicio del ministerio activo, no lo revoca. No regreso a la vida privada, a una vida de viajes, reuniones, recepciones, conferencias, etc. No abandono la cruz, sigo de un nuevo modo junto al Señor Crucificado. No ostento la potestad del oficio para el gobierno de la Iglesia, sino que resto al servicio de la oración, por así decirlo, en el recinto de San Pedro. San Benito, cuyo nombre llevo como Papa, me servirá de gran ejemplo en esto. Él nos mostró el camino a una vida que, activa o pasiva, pertenece totalmente a la obra de Dios.

         Doy las gracias a todos y cada uno, también por el respeto y la comprensión con la que habéis acogido esta decisión tan importante. Seguiré acompañando el camino de la Iglesia con la oración y la reflexión, con la dedicación al Señor y a su Esposa, que he tratado de vivir hasta ahora cada día y quisieravivir siempre. Os pido que os acordéis de mí delante de Dios, y sobre todo que recéis por los Cardenales, llamados a un cometido tan importante, y por el nuevo Sucesor del Apóstol Pedro: el Señor le acompañe con la luz y el poder de su Espíritu.

            Invoquemos la intercesión maternal de la Virgen María, Madre de Dios y de la Iglesia para que acompañe a cada uno de nosotros y toda la comunidad eclesial; a Ella nos encomendamos con profunda confianza.

         ¡Queridos amigos y amigas! Dios guía a su Iglesia, la sostiene siempre, y especialmente en tiempos difíciles. No perdamos nunca esta visión de fe, que es la única verdadera visión del camino de la Iglesia y del mundo. En nuestro corazón, en el corazón de cada uno de vosotros, haya siempre la gozosa certeza de que el Señor está a nuestro lado, no nos abandona, está cerca de nosotros y nos envuelve con su amor. ¡Gracias!”

 

 

 

Al tercer día resucitó

Catequesis que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 3 de abril de 2013

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Queridos hermanos y hermanas:

¡Buenos días!

Hoy reanudamos las catequesis del Año de la Fe. En el Credo repetimos esta frase: "El tercer día resucitó según las Escrituras". Es propiamente el evento que estamos celebrando: la Resurrección de Jesús, el centro del mensaje cristiano, que ha resonado desde el principio y ha sido transmitido a fin de que llegue hasta nosotros. San Pablo escribe a los cristianos de Corinto: "Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce" (1 Cor. 15,3-5).

Esta breve confesión de fe proclama el misterio pascual mismo, con las primeras apariciones del Resucitado a Pedro y a los Doce: La muerte y la resurrección de Jesús son el corazón de nuestra esperanza. Sin esta fe en la muerte y en la resurrección de Jesús, nuestra esperanza será débil, incluso no habrá ninguna esperanza, porque solo la muerte y resurrección de Jesús son el corazón de nuestra esperanza. El apóstol dice: "Si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; permanecéis aún en vuestros pecados" (v. 17).

Por desgracia, a menudo se ha tratado de ocultar la fe en la resurrección de Jesús, e incluso entre los propios creyentes se han deslizado dudas. Un poco esa fe de "agua de rosas", como se dice, que no es la fe fuerte. Y esto debido a la superficialidad, a veces a la indiferencia, ocupados por miles de cosas que se consideran más importantes que la fe, o por una visión puramente horizontal de la vida. Pero es la misma Resurrección la que nos abre a una mayor esperanza, porque abre nuestra vida y la vida del mundo al futuro eterno de Dios, a la felicidad plena, a la certeza de que el mal, el pecado, la muerte pueden ser vencidos. Y esto nos lleva a vivir con más confianza las realidades cotidianas, afrontarlas con valentía y con compromiso. La resurrección de Cristo ilumina con una luz nueva de estas realidades cotidianas. ¡La resurrección de Cristo es nuestra fuerza!

Pero, ¿cómo se ha transmitido la verdad de la fe en la resurrección de Cristo? Hay dos tipos de evidencias en el Nuevo Testamento: algunas tienen la forma de profesión de fe, es decir, fórmulas sintéticas que indican el centro de la fe; mientras que otras tienen la forma de un relato de la Resurrección y de los eventos relacionados a la misma.

La primera, la forma de la profesión de fe, por ejemplo, es aquella que acabamos de escuchar, o la de la Carta a los Romanos en la que san Pablo escribe: "Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo" (10,9). Desde el comienzo de la Iglesia es clara y firme la fe en el misterio de la muerte y resurrección de Jesús.

Hoy, sin embargo, quisiera centrarme en la segunda, en los testimonios en forma de un relato, que encontramos en los evangelios. En primer lugar observamos que los primeros testigos de este evento fueron mujeres. Al amanecer, van al sepulcro para ungir el cuerpo de Jesús, y encontraron al primer signo: el sepulcro vacío (cf. Mc. 16,1). Esto es seguido por un encuentro con un mensajero de Dios que anuncia: Jesús de Nazaret, el crucificado, no está aquí, ha resucitado (cf. vv 5-6.). Las mujeres se sienten impulsadas por el amor y saben cómo acoger este anuncio con fe: creen, y de inmediato lo transmiten; no lo retienen para sí mismas, sino que lo transmiten. La alegría de saber que Jesús está vivo, la esperanza que llena su corazón, no se pueden contener.

Esto también debería suceder en nuestras vidas. ¡Sintamos la alegría de ser cristianos! ¡Creemos en un Resucitado que ha vencido el mal y la muerte! ¡Tengamos el valor de "salir" para llevar esta alegría y esta luz a todos los lugares de nuestra vida! La resurrección de Cristo es nuestra mayor certeza; ¡es el tesoro más preciado! ¿Cómo no compartir con otros este tesoro, esta certeza? No es solo para nosotros, es para transmitirlo, para dárselo a los demás, compartirlo con los demás. Es nuestro propio testimonio.

Otro elemento. En las profesiones de fe del Nuevo Testamento, como testigos de la Resurrección se recuerda solo a los hombres, a los Apóstoles, pero no a las mujeres. Esto se debe a que, de acuerdo con la ley judía de la época, las mujeres y los niños no podían dar un testimonio fiable, creíble. En los evangelios, sin embargo, las mujeres tienen un papel primordial, fundamental. Aquí podemos ver un elemento a favor de la historicidad de la resurrección: si se tratara de un hecho inventado, en el contexto de aquel tiempo, no hubiera estado ligado al testimonio de las mujeres. Los evangelistas sin embargo, narran simplemente lo que sucedió: las mujeres son las primeras testigos.

Esto nos dice que Dios no escoge según los criterios humanos: los primeros testigos del nacimiento de Jesús son los pastores, gente sencilla y humilde; los primeros testigos de la resurrección son las mujeres. Y esto es hermoso. ¡Y esto es un poco la misión de las madres, de las mujeres! Dar testimonio a sus hijos, a sus nietos, que Jesús está vivo, que es la vida, que resucitó.

¡Mamás y mujeres, adelante con este testimonio! Para Dios cuenta el corazón, el cuánto estamos abiertos a Él, si acaso somos como niños que se confían.

Pero esto también nos hace reflexionar sobre cómo las mujeres, en la Iglesia y en el camino de la fe, han tenido y tienen también hoy un rol especial en la apertura de las puertas al Señor, en el seguirlo y en el comunicar su Rostro, porque la mirada de la fe tiene siempre la necesidad de la mirada simple y profunda del amor. A los Apóstoles y a los discípulos les resulta más difícil creer. A las mujeres no. Pedro corre a la tumba, pero se detiene ante la tumba vacía; Tomás debe tocar con sus manos las heridas del cuerpo de Jesús. También en nuestro camino de fe es importante saber y sentir que Dios nos ama, no tener miedo de amarlo: la fe se confiesa con la boca y con el corazón, con la palabra y con el amor.

Después de las apariciones a las mujeres, les siguen otras: Jesús se hace presente de un modo nuevo: es el Crucificado, pero su cuerpo es glorioso; no ha vuelto a la vida terrenal, sino que lo hace en una condición nueva. Al principio no lo reconocen, y solo a través de sus palabras y sus gestos sus ojos se abren: el encuentro con Cristo resucitado transforma, da nuevo vigor a la fe, un fundamento inquebrantable. Incluso para nosotros, hay muchos indicios de que el Señor resucitado se da a conocer: la Sagrada Escritura, la Eucaristía y los demás sacramentos, la caridad, los gestos de amor que llevan un rayo del Resucitado.

Dejémonos iluminar por la Resurrección de Cristo, dejémonos transformar por su fuerza, para que también a través de nosotros en el mundo, los signos de la muerte den paso a los signos de la vida.

He visto que hay muchos jóvenes en la plaza. A vosotros os digo: llevad esta certeza: el Señor está vivo y camina con nosotros en la vida. ¡Esta es vuestra misión! Llevad adelante esta esperanza: este ancla que está en los cielos; mantened fuerte la cuerda, manteneos anclados y llevad la esperanza. Vosotros, testigos de Jesús, dad testimonio de que Jesús está vivo y esto nos dará esperanza, dará esperanza a este mundo un poco envejecido por las guerras, por el mal, por el pecado. ¡Adelante, jóvenes!

 

 

 

Dios es siempre fiel

Catequesis que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 10 de abril de 2013

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!:

En la última Catequesis, nos hemos centrado en el acontecimiento de la Resurrección de Jesús, en el que las mujeres tuvieron un rol particular. Hoy me gustaría reflexionar sobre su significado salvífico. ¿Qué significa la Resurrección para nuestra vida? ¿Y por qué sin ella es vana nuestra fe? Nuestra fe se basa en la muerte y resurrección de Cristo, así como una casa construida sobre los cimientos: si estos ceden, se derrumba toda la casa.

En la cruz, Jesús se ofreció a sí mismo tomando sobre sí nuestros pecados y, descendiendo al abismo de la muerte, es con la Resurrección que la vence, la pone a un lado y nos abre el camino para renacer a una nueva vida. San Pedro lo expresa brevemente al comienzo de su Primera carta, como hemos escuchado: "Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien por su gran misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible" (1, 3-4).

El Apóstol nos dice que con la resurrección de Jesús llega algo nuevo: somos liberados de la esclavitud del pecado y nos volvemos hijos de Dios, somos engendrados por lo tanto a una vida nueva. ¿Cuando se realiza esto para nosotros? En el Sacramento del Bautismo. En la antigüedad, este se recibía normalmente por inmersión. El que sería bautizado, bajaba a una bañera grande del Baptisterio, dejando sus ropas, y el obispo o el presbítero le vertía por tres veces el agua sobre la cabeza, bautizándolo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

A continuación, el bautizado salía de la bañera y se ponía un vestido nuevo, que era blanco: había nacido así a una vida nueva, sumergiéndose en la muerte y resurrección de Cristo. Se había convertido en hijo de Dios. San Pablo en la Carta a los Romanos dice: "Vosotros habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar:" ¡Abbá, Padre!" (Rm. 8,15).

Es el mismo Espíritu que hemos recibido en el bautismo que nos enseña, nos impulsa a decir a Dios: "Padre", o más bien, "Abbá", que significa "padre". Así es nuestro Dios, es un padre para nosotros. El Espíritu Santo suscita en nosotros esta nueva condición de hijos de Dios. Y esto es el mejor regalo que recibimos del Misterio Pascual de Jesús. Es Dios que nos trata como hijos, nos comprende, nos perdona, nos abraza, nos ama aún cuando cometemos errores. Ya en el Antiguo Testamento, el profeta Isaías dice que aunque una madre pueda olvidarse del hijo, Dios nunca nos olvida, en ningún momento (cf. 49,15). ¡Y esto es hermoso!

Sin embargo, esta relación filial con Dios no es como un tesoro que guardamos en un rincón de nuestras vidas, sino que debe crecer, debe ser alimentado cada día por la escucha de la Palabra de Dios, la oración, la participación en los sacramentos, especialmente de la Penitencia y de la Eucaristía, y de la caridad. ¡Podemos vivir como hijos!

Y esta es nuestra dignidad -tenemos la dignidad de hijos. ¡Comportémonos como verdaderos hijos! Esto significa que cada día debemos dejar que Cristo nos transforme y nos haga semejantes a Él; significa tratar de vivir como cristianos, tratar de seguirlo, a pesar de nuestras limitaciones y debilidades. La tentación de dejar a Dios a un lado para ponernos al centro nosotros, siempre está a la puerta y la experiencia del pecado daña nuestra vida cristiana, nuestra condición de hijos de Dios.

Por eso debemos tener la valentía de la fe y no dejarnos llevar por la mentalidad que nos dice: "Dios no es necesario, no es importante para ti", y otras cosas más. Es justamente lo contrario: solo comportándonos como hijos de Dios, sin desanimarnos por nuestras caídas, por nuestros pecados, sentiéndonos amados por Él, nuestra vida será nueva, inspirados en la serenidad y en la alegría. ¡Dios es nuestra fuerza! ¡Dios es nuestra esperanza!

Queridos hermanos y hermanas, antes que nada debemos tener bien firme esta esperanza, y debemos ser un signo visible, claro y brillante para todos. El Señor resucitado es la esperanza que no falla, que no defrauda (cf. Rm. 5,5). La esperanza no defrauda. ¡Aquella del Señor! ¡Cuántas veces en nuestra vida las esperanzas se desvanecen, cuántas veces las expectativas que llevamos en nuestro corazón no se realizan! La esperanza de nosotros los cristianos es fuerte, segura y sólida en esta tierra, donde Dios nos ha llamado a caminar, y está abierta a la eternidad, porque está fundada en Dios, que es siempre fiel.

No hay que olvidarlo: Dios es siempre fiel; Dios es siempre fiel a nosotros. Estar resucitados con Cristo por el bautismo, con el don de la fe, para una herencia que no se corrompe, nos lleva a buscar aún más las cosas de Dios, a pensar más en Él, a rezarle más. Ser cristiano no se reduce a seguir órdenes, sino que significa estar en Cristo, pensar como él, actuar como él, amar como Él; es dejar que él tome posesión de nuestra vida y que la cambie, la transforme, la libere de las tinieblas del mal y del pecado.

Queridos hermanos y hermanas, a los que nos piden razones de la esperanza que está en nosotros (cf. 1 P. 3,15), señalemos al Cristo Resucitado. Señalémoslo con la proclamación de la Palabra, pero sobre todo con nuestra vida de resucitados. ¡Mostremos la alegría de ser hijos de Dios, la libertad que nos da al vivir en Cristo, que es la verdadera libertad, la que nos salva de la esclavitud del mal, del pecado y de la muerte!

Miremos a la Patria celeste, tendremos una nueva luz y fuerza aún en nuestras obligaciones y en el esfuerzo cotidiano. Es un valioso servicio que le debemos dar a nuestro mundo, que a menudo ya no puede mirar a lo alto, que no es capaz de elevar la mirada hacia Dios.

 

Jesús es nuestro abogado

Catequesis que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 17 de abril de 2013

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el Credo, encontramos la afirmación de que Jesús "subió a los cielos y está sentado a la diestra del Padre". La vida terrenal de Jesús culmina con el evento de la Ascensión, que es cuando Él pasa de este mundo al Padre, y es alzado a su derecha. ¿Cuál es el significado de este evento? ¿Cuáles son las consecuencias para nuestra vida? ¿Qué significa contemplar a Jesús sentado a la diestra del Padre? Sobre esto, dejémonos guiar por el evangelista Lucas.

Partimos del momento en que Jesús decide emprender su última peregrinación a Jerusalén. San Lucas anota: "Sucedió que como se iban cumpliendo los días de su asunción, él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén" (Lc. 9,51). Mientras "asciende" a la Ciudad santa, donde se llevará a cabo su "éxodo" de esta vida, Jesús ve ya la meta, el Cielo, pero sabe bien que el camino que lo lleva de nuevo a la gloria del Padre pasa a través de la Cruz, a través de la obediencia al designio divino de amor por la humanidad. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que "la elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación de la ascensión al cielo" (n. 661). También nosotros debemos tener claro, en nuestra vida cristiana, que entrar en la gloria de Dios exige la fidelidad cotidiana a su voluntad, incluso cuando esto requiere sacrificio, requiere a veces cambiar nuestros planes. La Ascensión de Jesús ocurre concretamente en el Monte de los Olivos, cerca del lugar donde se había retirado en oración antes de la pasión, para permanecer en profunda unión con el Padre: una vez más, vemos que la oración nos da la gracia de vivir fieles al proyecto Dios.

Al final de su evangelio, san Lucas narra el acontecimiento de la Ascensión de una manera muy sintética. Jesús llevó a los discípulos "cerca a Betania y, alzando sus manos, los bendijo. Y, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Ellos, después de postrarse ante él, volvieron a Jerusalén con gran gozo. Y estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios" (24,50-53); esto lo dice san Lucas. Quisiera destacar dos elementos de la narración. En primer lugar, durante la Ascensión Jesús cumple el gesto sacerdotal de la bendición y los discípulos seguramente expresan su fe con la postración, se arrodillan inclinando la cabeza. Este es un primer elemento importante: Jesús es el único y eterno Sacerdote, que con su pasión traspasó la muerte y el sepulcro, resucitó y ascendió a los cielos; está ante Dios Padre, donde intercede por siempre a favor nuestro (Cf. Hb. 9,24). Como afirma san Juan en su Primera Carta, Él es nuestro abogado.

¡Qué bello es escuchar esto! Cuando uno ha sido convocado por el juez o tiene un juicio, lo primero que hace es buscar a un abogado para que lo defienda. Nosotros tenemos uno que nos defiende siempre, nos defiende de las insidias del diablo, nos defiende de nosotros mismos, de nuestros pecados.

Queridos hermanos y hermanas, tenemos este abogado: ¡no tengamos miedo de acudir a él a pedir perdón, a pedir la bendición, a pedir misericordia! Él nos perdona siempre, es nuestro abogado: nos defiende siempre ¡No olvidéis esto! La Ascensión de Jesús al Cielo nos permite conocer esta realidad tan consoladora para nuestro camino: en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, nuestra humanidad ha sido llevada ante Dios; Él nos ha abierto el camino; Él es como un guía cuando se sube a una montaña, que llegado a la cima, nos tira hacia él llevándonos a Dios. Si confiamos a Él nuestra vida, si nos dejamos guiar por Él estamos seguros de estar en buenas manos, en las manos de nuestro Salvador, de nuestro abogado.

Un segundo elemento: san Lucas menciona que los Apóstoles, después de ver a Jesús ascender al cielo, regresaron a Jerusalén "con gran alegría." Esto parece un poco extraño. Normalmente cuando nos separamos de nuestros familiares, de nuestros amigos, de una manera definitiva, y sobre todo debido a la muerte, hay en nosotros una tristeza natural, porque no vamos a ver nunca más su rostro, no vamos a escuchar su voz, no podremos disfrutar más de su afecto, de su presencia. En cambio, el evangelista destaca la profunda alegría de los Apóstoles. ¿Por qué? Porque, con la mirada de la fe, entienden que, aunque nos está ante sus ojos, Jesús permanece con ellos para siempre, no los abandona y, en la gloria del Padre, los sostiene, los guía e intercede por ellos.

San Lucas narra el hecho de la Ascensión también al comienzo de los Hechos de los Apóstoles, para enfatizar que este evento es como el anillo que engancha y conecta la vida terrenal de Jesús con la de la Iglesia. Aquí san Lucas también menciona la nube que oculta a Jesús de la vista de los discípulos, los cuales permanecieron contemplando el Cristo que subía hacia Dios (cf. Hch. 1,9-10). Entonces aparecieron dos hombres vestidos de blanco, instándoles a no quedarse inmóviles. “Este Jesús que de entre vosotros ha sido llevado al cielo, volverá así tal como lo han visto marchar” (Cf. Hechos 1,10-11). Es precisamente una invitación a la contemplación del Señorío de Jesús, para tener de Él la fuerza para llevar y dar testimonio del Evangelio en la vida cotidiana: contemplar y actuar, ora et labora, nos enseña san Benito, ambas son necesarias en nuestra vida de cristianos.

Queridos hermanos y hermanas, la Ascensión no significa la ausencia de Jesús, sino que nos dice que Él está vivo entre nosotros de una manera nueva; ya no está en un preciso lugar del mundo tal como era antes de la Ascensión; ahora está en el señorío de Dios, presente en todo espacio y tiempo, junto a cada uno de nosotros. En nuestra vida nunca estamos solos: tenemos este abogado que nos espera, que nos defiende. No estamos nunca más solos: el Señor crucificado y resucitado nos guía; con nosotros hay muchos hermanos y hermanas que en el silencio y la oscuridad, en la vida familiar y laboral, en sus problemas y dificultades, en sus alegrías y esperanzas, viven cotidianamente la fe y llevan al mundo, junto con nosotros, el señorío del amor de Dios, en Cristo Jesús resucitado, subido al Cielo, nuestro abogado. Gracias.

 

No es cristiano quien guarda sus talentos

Catequesis que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 24 de abril de 2013

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

        En el Credo profesamos que Jesús "de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos". La historia humana comienza con la creación del hombre y de la mujer, a imagen y semejanza de Dios, y concluye con el juicio final de Cristo. A menudo nos olvidamos de estos dos polos de la historia, y sobre todo la fe en el regreso de Cristo y el juicio final que a veces no es tan clara y fuerte en los corazones de los cristianos. Jesús, durante su vida pública, se ha centrado a menudo en la realidad de su venida final. Hoy me gustaría reflexionar sobre tres textos evangélicos que nos ayudan a entrar en este misterio: el de las diez vírgenes, de los talentos y aquel del juicio final. Los tres son parte del discurso de Jesús en los últimos tiempos, en el evangelio de san Mateo.

        En primer lugar recordemos que, con la Ascensión, el Hijo de Dios ha llevado ante el Padre nuestra humanidad asumida por él, y quiere atraer a todos hacia sí, para llamar a todo el mundo para que sean recibidos en los brazos abiertos de Dios, y al final de la historia, toda la realidad sea entregada al Padre.

        Está, sin embargo, este "tiempo inmediato" entre la primera venida de Cristo y la última, que es precisamente el momento que estamos viviendo. En este contexto del "tiempo inmediato", encontramos la parábola de las diez vírgenes (cf. Mt. 25,1-13). Se trata de diez muchachas que esperan la llegada del Esposo, pero éste tarda y ellas se duermen. Ante el anuncio repentino de que el Esposo viene, todas se preparan para recibirlo, pero mientras que cinco de ellas, sabias, tienen aceite para alimentar sus lámparas, otras, necias, se quedan con las lámparas apagadas, ya que no lo tienen; y mientras buscan, el Esposo viene, y las vírgenes necias encuentran cerrada la puerta que conduce a la fiesta de bodas.

        Tocan con insistencia, pero ya era demasiado tarde, el Esposo responde: no las conozco. El Esposo es el Señor, y el tiempo de espera de su llegada es el momento que Él nos da, a todos nosotros, con misericordia y paciencia, antes de su venida final; es un tiempo para vigilar; un tiempo en que debemos tener encendidas las lámparas de la fe, la esperanza y la caridad; en el cual tener abierto el corazón al bien, a la belleza y a la verdad; tiempo de vivir de acuerdo a Dios, porque no sabemos ni el día ni la hora del regreso de Cristo.

        Lo que se pide de nosotros es estar preparados para el encuentro - preparados para un encuentro, para un encuentro bello, el encuentro con Jesús -, que significa ser capaz de ver los signos de su presencia, mantener viva nuestra fe con la oración, los sacramentos; estar atentos para no caer dormidos, para no olvidarnos de Dios. La vida de los cristianos dormidos es una vida triste, no es una vida feliz. El cristiano debe ser feliz, la alegría de Jesús. ¡No debemos dormirnos!

        La segunda parábola, la de los talentos, nos hace reflexionar sobre la relación entre la forma en que usamos los dones recibidos de Dios y su retorno, de los cual se nos preguntará cómo los hemos utilizado (cf. Mt. 25,14-30). Conocemos bien la parábola: antes de la salida, el patrón entrega a cada siervo algunos talentos, para que sean bien utilizados durante su ausencia. Al primero, le entrega cinco, dos al segundo y uno al tercero. Durante el período de ausencia, los dos primeros siervos multiplican sus talentos -se trata de monedas antiguas-, mientras que el tercero prefiere enterrar el suyo y entregarlo intacto a su dueño. A su regreso, el maestro juzga su trabajo: alaba a los dos primeros, mientras que al tercero se le echa afuera en la oscuridad, porque ha mantenido escondido por temor el talento, cerrado sobre sí mismo.

        Un cristiano que se cierra en sí mismo, que esconde todo lo que el Señor le ha dado, ¿es un cristiano... ? ¡no, no es cristiano! ¡Es un cristiano que no agradece a Dios por todo lo que le ha dado! Esto nos dice que la espera de la venida del Señor es la hora de la acción - estamos en el momento de la acción -, un tiempo para sacar fruto de los dones de Dios, no para nosotros mismos, sino para Él, para la Iglesia, para los otros, un tiempo para tratar siempre de hacer crecer el bien en el mundo. Y especialmente en este tiempo de crisis, en la actualidad, es importante no cerrarse sobre sí mismo, enterrando el propio talento, las propias riquezas espirituales, intelectuales, materiales, todo lo que el Señor nos ha dado, sino abrirse, ser solidarios, estar atento con el otro.

        En la plaza, he visto que hay muchos jóvenes, ¿es cierto eso? ¿Hay mucha gente joven? ¿Dónde están? A vosotros, que estáis en el comienzo del viaje de la vida, pregunto: ¿Habéis pensado en los talentos que Dios os ha dado? ¿Habéis pensado en cómo los podéis poner al servicio de los demás? ¡No entierréis los talentos! Apostad por grandes ideales, aquellos ideales que agrandan el corazón, aquellos ideales de servicio que harán fecundos vuestros talentos. La vida no se nos da para que la guardemos celosamente para nosotros mismos, sino que se nos da para que la donemos. Queridos jóvenes, ¡tenged un alma grande! ¡No tengáis miedo de soñar cosas grandes!

        Por último, una palabra sobre el pasaje del juicio final, que describe la segunda venida del Señor, cuando Él juzgará a todos los hombres, vivos y muertos (cf. Mt. 25,31-46). La imagen utilizada por el evangelista es la del pastor que separa las ovejas de las cabras. A la derecha se sitúan los que han actuado de acuerdo a la voluntad de Dios, socorriendo a quien estaba hambriento, sediento, al extranjero, al desnudo, al enfermo, a quien estaba en prisión - dije "extranjero": pienso en tantos extranjeros que están aquí en la diócesis de Roma: ¿que hacemos por ellos? -, mientras a la izquierda van los que no han socorrido al prójimo. Esto nos dice que seremos juzgados por Dios en la caridad, en la forma en que amábamos a los hermanos, especialmente a los más vulnerables y necesitados. Por supuesto, siempre hay que tener en cuenta que somos justificados, somos salvados por la gracia, por un acto libre de amor de Dios, que siempre nos precede; nosotros solos no podemos hacer nada. La fe es ante todo un don que hemos recibido. Sin embargo, con el fin de dar fruto, la gracia de Dios requiere siempre de nuestra apertura a Él, de nuestra respuesta libre y concreta. Cristo viene para traernos la misericordia de Dios que salva. Se nos pide que confiemos en él, de responder al don de su amor a través de una vida buena, compuesta por acciones animadas por la fe y el amor.

        Queridos hermanos y hermanas, mirar al juicio final no debe darnos nunca miedo; nos empuja más bien a vivir mejor el presente. Dios nos ofrece con misericordia y paciencia este momento, a fin de que aprendamos cada día a reconocerlo en los pobres y en los pequeños, que nos comprometamos con el bien y estamos vigilantes en la oración y en el amor. Que el Señor, al final de nuestra existencia y de la historia, pueda reconocernos como siervos buenos y fieles. Gracias.

 

El Espíritu Santo es la fuente inagotable de la vida de Dios en nosotros

Catequesis que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 8 de mayo de 2013

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¡Queridos hermanos y hermanas! El tiempo pascual que con alegría estamos viviendo, guiados por la liturgia de la Iglesia, es por excelencia el tiempo del Espíritu Santo donado "sin medida" (cfr Jn 3,34) de Jesús crucificado y muerto. Este tiempo de gracia se concluye con la fiesta de Pentecostés, en la que la Iglesia revive la efusión del Espíritu sobre María y los Apóstoles reunidos en oración en el Cenáculo.

¿Pero quién es el Espíritu Santo? En el Credo profesamos con fe: "Creo en el Espíritu Santo que es Señor y da la vida". La primera verdad a la que nos unimos en el Credo es que el Espíritu Santo es Kýrios, Señor. Lo que significa que Él es verdaderamente Dios como lo son el Padre y el Hijo, objeto, por nuestra parte, del mismo acto de adoración y de glorificación que dirigimos al Padre y al Hijo. El Espíritu Santo, de hecho, es la tercera Persona de la Santísima Trinidad; es el gran don del Cristo Resucitado que abre nuestra mente y nuestro corazón a la fe en Jesús como el hijo enviado del Padre que nos guía a la amistad, a la comunión con Dios.

Pero quisiera detenerme sobre todo en el hecho de que el Espíritu Santo es la fuente inagotable de la vida de Dios en nosotros. El hombre de todos los tiempos y de todos los lugares desea una vida plena y bella, justa y buena, una vida que no sea amenazada por la muerte, sino que pueda madurar y crecer hasta su plenitud. El hombre es como un viajero que, atravesando los desiertos de la vida, tiene sed de un agua viva, efusiva y fresca, capaz de saciar profundamente su deseo profundo de luz, de amor, de belleza y de paz. ¡Todos sentimos este deseo! Y Jesús nos dona esta agua viva: esta es el Espíritu Santo, que procede del Padre y que Jesús reserva en nuestros corazones. "Yo he venido para que tengáis vida y vida en abundancia", nos dice Jesús (Jn 10, 10).

Jesús promete a la Samaritana darle "un agua viva", con sobreabundancia y para siempre, a todos lo que lo reconocen como el Hijo enviado por el Padre para salvarnos (cfr Jn 4, 5-26; 3-17). Jesús ha venido a darnos esta "agua viva" que es el Espíritu Santo, para que nuestra vida sea guiada por Dios, sea animada por Dios, sea nutrida por Dios. Cuando nosotros decimos que el cristiano es un hombre espiritual entendemos precisamente esto: el cristiano es una persona que piensa y actúa según Dios, según el Espíritu Santo. Os hago una pregunta y nosotros, ¿pensamos según Dios?  ¿Actuamos según Dios? o ¿nos dejamos guiar por tantas otras cosas que no son precisamente Dios? Cada uno de nosotros debe responder a esto en su corazón.

A este respecto podemos preguntarnos: ¿por qué esta agua puede apagar nuestra sed definitivamente? Nosotros sabemos que el agua es esencial para la vida, sin esta agua se muere, ésta sacia, lava, hace fecunda la tierra. En la carta a los Romanos encontramos esta expresión, escuchadla: "El amor de Dios ha sido reservado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado" (5,5). El "agua viva", el Espíritu Santo, Don del Resucitado que mora en nosotros, nos purifica, nos ilumina, nos renueva, nos transforma porque nos hace partícipes de la vida misma de Dios que es Amor. Por esto, el apóstol Pablo afirma que la vida del cristiano está animada por el Espíritu y de sus frutos, que son "amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí" (Gal 5, 22-23). El Espíritu Santo nos introduce en la vida divina como "hijos en el Hijo Unigénito". En otro momento de la Carta a los Romanos, que hemos recordado más veces, san Pablo lo sintetiza con estas palabras: "todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y vosotros... recibisteis el espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar ¡Abba Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados” (8,14-17). Este es el don precioso que el Espíritu Santo lleva a nuestro corazones: la vida misma de Dios, vida de verdaderos hijos, una relación de confidencia, de libertad y de confianza en el amor y en la misericordia de Dios, que tiene como efecto también una mirada nueva hacia los demás, cercanos y lejanos, vistos siempre como hermanos y hermanas en Jesús para respetar y amar. El Espíritu Santo nos enseña a mirar con los ojos de Cristo, a vivir la vida como la ha vivido Cristo, a comprender la vida como la ha comprendido Cristo. Es por eso que el agua viva que es el Espíritu Santo sacia nuestra vida, porque nos dice que somos amados por Dios como hijos, que podemos amar a Dios como sus hijos y que con su gracia podemos vivir como hijos de Dios, como Jesús. Y nosotros, escuchamos al Espíritu Santo. ¿Qué nos dice el Espíritu Santo? Dios te ama, nos dice esto, Dios te ama, Dios te quiere. ¿Amamos verdaderamente a Dios y a los otros, como Jesús? Dejémonos guiar por el Espíritu Santo, dejemos que nos hable al corazón, que nos diga esto: que Dios es amor, que Él siempre nos espera, que Él es Padre y nos ama como verdadero papá, nos ama por entero. Y esto solamente lo dice el Espíritu Santo al corazón. Escuchemos al Espíritu Santo y vayamos adelante por este camino del amor, de la misericordia y del perdón. ¡Gracias!

 

El Espíritu Santo nos hace reconocer la Verdad

Catequesis que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 15 de mayo de 2013

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

        Hoy me quiero centrar en la acción que el Espíritu Santo realiza en la guía de la Iglesia y de cada uno de nosotros a la Verdad. Jesús mismo dice a sus discípulos: el Espíritu Santo "Os guiará en toda la verdad" (Jn. 16,13), siendo él mismo "el Espíritu de la Verdad" (cf. Jn 14,17; 15,26; 16,13). 

        Vivimos en una época en la que se es más bien escéptico con respecto a la verdad. Benedicto XVI ha hablado muchas veces de relativismo, es decir, la tendencia a creer que no hay nada definitivo, y a pensar que la verdad está dada por el consenso general o por lo que nosotros queremos. Surge la pregunta: ¿existe realmente "la" verdad? ¿Qué es "la" verdad? ¿Podemos conocerla? ¿Podemos encontrarla? Aquí me viene a la memoria la pregunta del procurador romano Poncio Pilato cuando Jesús le revela el sentido profundo de su misión: "¿Qué es la verdad?" (Jn. 18,37.38). Pilato no llega a entender que "la" Verdad está frente a él, no es capaz de ver en Jesús el rostro de la verdad, que es el rostro de Dios. Y sin embargo, Jesús es esto: la Verdad, la cual, en la plenitud de los tiempos, "se hizo carne" (Jn. 1,1.14), que vino entre nosotros para que la conociéramos. La verdad no se aferra como una cosa, la verdad se encuentra. No es una posesión, es un encuentro con una Persona.

        Pero, ¿quién nos hace reconocer que Jesús es "la" Palabra de la verdad, el Hijo unigénito de Dios Padre? San Pablo enseña que «nadie puede decir: “Jesús es el Señor”, si no está impulsado por el Espíritu Santo» (1 Cor. 12,3). Es solo el Espíritu Santo, el don de Cristo Resucitado, quien nos hace reconocer la verdad. Jesús lo define el "Paráclito", que significa "el que viene en nuestra ayuda", el que está a nuestro lado para sostenernos en este camino de conocimiento; y, en la Última Cena, Jesús asegura a sus discípulos que el Espíritu Santo les enseñará todas las cosas, recordándoles sus palabras (cf. Jn. 14,26).

        ¿Cuál es entonces la acción del Espíritu Santo en nuestras vidas y en la vida de la Iglesia para guiarnos a la verdad? En primer lugar, recuerda e imprime en los corazones de los creyentes las palabras que Jesús dijo, y precisamente a través de estas palabras, la ley de Dios --como lo habían anunciado los profetas del Antiguo Testamento--, se inscribe en nuestros corazones y en nosotros se convierte en un principio de valoración de las decisiones y de orientación de las acciones cotidianas; se convierte en un principio de vida. Se realiza la gran profecía de Ezequiel: "Os purificaré de todas vuestras impurezas y de todos vuestros ídolos. Os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo… infundiré mi espíritu en vosotros y os haré vivir según mis preceptos, y os haré observar y poner en práctica mis leyes” (36, 25-27). Es un hecho que de lo profundo de nosotros mismos nacen nuestras acciones: es el corazón el que debe convertirse a Dios, y el Espíritu Santo lo transforma si nosotros nos abrimos a Él.

        El Espíritu Santo, entonces, como promete Jesús, nos guía "en toda la verdad" (Jn. 16,13); nos lleva no solo al encuentro con Jesús, plenitud de la Verdad, sino que nos guía "en" la Verdad, es decir, nos hace entrar en una comunión siempre más profunda con Jesús, dándonos la inteligencia de las cosas de Dios. Y esta no la podemos alcanzar con nuestras fuerzas. Si Dios no nos ilumina interiormente, nuestro ser cristianos será superficial. La Tradición de la Iglesia afirma que el Espíritu de la verdad actúa en nuestros corazones, suscitando aquel "sentido de la fe" (sensus fidei), a través del cual, como afirma el Concilio Vaticano II, el Pueblo de Dios, bajo la guía del Magisterio, indefectiblemente se adhiere a la fe transmitida, la profundiza con un juicio recto y la aplica más plenamente en la vida (cf. Constitución dogmática Lumen Gentium, 12). Probemos a preguntarnos: ¿estoy abierto a la acción del Espíritu Santo, le pido para que me ilumine, y me haga más sensible a las cosas de Dios?

        Esta es una oración que tenemos que rezar todos los días: Espíritu Santo, haz que mi corazón esté abierto a la Palabra de Dios, que mi corazón esté abierto al bien, que mi corazón esté abierto a la belleza de Dios, todos los días. Me gustaría haceross una pregunta a todos vosotros: ¿Cuántos de vosotros rezais cada día al Espíritu Santo, eh? ¡Seréis pocos, eh! pocos, unos pocos, pero nosotros tenemos que cumplir este deseo de Jesús y orar cada día al Espíritu Santo para que abra nuestros corazones a Jesús.

        Pensemos en María que "conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón " (Lc. 2,19.51). La recepción de las palabras y las verdades de fe, para que se conviertan en vida, se realiza y crece bajo la acción del Espíritu Santo. En este sentido, debemos aprender de María, reviviendo su "sí", su total disponibilidad para recibir al Hijo de Dios en su vida, que desde ese momento la transformó. A través del Espíritu Santo, el Padre y el Hijo establecen su morada en nosotros: nosotros vivimos en Dios y para Dios. ¿Pero nuestra vida está verdaderamente animada por Dios? ¿Cuántas cosas interpongo antes que Dios?

        Queridos hermanos y hermanas, tenemos que dejarnos impregnar con la luz del Espíritu Santo, para que Él nos introduzca en la Verdad de Dios, que es el único Señor de nuestra vida. En este Año de la Fe, preguntémonos si en realidad hemos dado algunos pasos para conocer mejor a Cristo y las verdades de la fe, con la lectura y la meditación de las Escrituras, en el estudio del Catecismo, acercándonos con asiduidad a los Sacramentos. Pero preguntémonos al mismo tiempo cuántos pasos estamos dando para que la fe dirija toda nuestra existencia. No se es cristiano "por momentos", solo algunas veces, en algunas circunstancias, en algunas ocasiones. ¡No, no se puede ser cristiano así! ¡Se es cristiano en todo momento! Totalmente.

        La verdad de Cristo, que el Espíritu Santo nos enseña y nos regala, forma parte para siempre y totalmente de nuestra vida cotidiana. Invoquémosle con más frecuencia, para que nos guíe en el camino de los discípulos de Cristo. Invoquémosle todos los días. Os hago esta propuesta: invoquemos cada día al Espíritu Santo. ¿Lo haréis? No oigo, eh, ¡todos los días, eh! Y así el Espíritu nos acercará a Jesucristo. Gracias.

 

 

Del compartir con los humildes nuestra fe sale siempre reforzada

Catequesis que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 24 de mayo de 2013

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     Queridos hermanos en el episcopado:

        Las lecturas bíblicas que hemos escuchado nos hacen reflexionar. A mi me han hecho reflexionar mucho. He hecho como una meditación para nosotros obispos, primero para mí, obispo como vosotros, y la comparto con vosotros.

        Es significativo - y estoy particularmente contento - que nuestro primer encuentro sea aquí, sobre el lugar que custodia no solo la tumba de Pedro, sino la memoria viva de su testimonio de fe, de su servicio a la verdad, de su donarse hasta el martirio por el Evangelio y por la Iglesia.

        Esta tarde este altar de la Confesión se convierte así en nuestro lago de Tiberiades, sobre cuyas orillas escuchamos de nuevo el estupendo diálogo entre Jesús y Pedro, con la pregunta dirigida al apóstol, que debe resonar también en nuestro corazón de obispos: "¿Me amas?", "¿Eres mi amigo?" (cfr Jn 21,15ss).

        La pregunta se dirige a un hombre que, no obstante solemnes declaraciones, se ha había dejado llevar por el miedo y había renegado: "¿Me amas?", "¿Eres mi amigo?"

        La pregunta se dirige a mi y a cada uno de nosotros, a todos nosotros: si evitamos responder de forma muy apresurada y superficial, ésta nos empuja a mirarnos dentro, a entrar de nuevo en nosotros mismos: "¿Me amas?", "¿Eres mi amigo?"

        El que sondea los corazones (cfr Rm 8,27) se hace mendicante de amor y nos interroga sobre la única cuestión verdaderamente esencial, premisa y condición para pastar a sus ovejas, a sus corderos, su Iglesia. Cada ministerio se funda sobre esta intimidad con el Señor; vivir de Él es la medida de nuestro servicio eclesial, que se expresa en la disponibilidad a la obediencia, al abajamiento, como hemos escuchado en la Carta a los Filipenses y a la donación total (cfr 2,6-11).

        Del resto, la consecuencia de amar al Señor es dar todo - todo, hasta la misma vida - por Él: esto es lo que debe diferenciar nuestro ministerio pastoral; es la prueba de fuego que dice con qué profundidad hemos abrazado el don recibido respondiendo a la llamada de Jesús y cuánto estamos unidos a las personas y a las comunidades que se nos han confiado. Somos expresión de una estructura o de una necesidad organizativa: también con el servicio de nuestra autoridad estamos llamados a ser signo de la presencia y de la acción del Señor resucitado, a edificar por lo tanto, la comunidad en la caridad fraterna.

        No es que esto sea obvio: también el amor más grande, de hecho, cuando no se alimenta continuamente, se atenúa y se apaga. No por nada el apóstol Pablo advierte: "Velad por vosotros, y por todo el rebaño sobre el cual el Espíritu Santo os ha constituido guardianes para apacentar a la Iglesia de Dios, que él adquirió al precio de su propia sangre" (Hch 20, 28).

        La falta de vigilancia -lo sabemos - hace tibio al Pastor; lo hace distraído, olvidadizo e incluso impaciente; lo seduce con la perspectiva de la carrera, el señuelo del dinero y los compromisos con el espíritu del mundo; lo hace perezoso, transformándolo en un funcionario, un clérigo de estado preocupado más de sí, de las organizaciones y de las estructuras, que del verdadero bien del Pueblo de Dios. Se corre el riesgo, entonces, como el apóstol Pedro, de negar al Señor, aunque formalmente se nos presenta y nos habla en su nombre; se atenúa la santidad de la Madre Iglesia jerárquica, haciéndola menos fecunda.

        ¿Quién somos, hermanos, delante de Dios? ¿Cuáles son nuestras pruebas? Tenemos muchas, cada uno de nosotros las suyas. ¿Qué nos está diciendo Dios a través de ellas? ¿Sobre qué nos estamos apoyando para superarlas?

        Como para Pedro, la pregunta insistente y sincera de Jesús puede dejarnos doloridos y más consciente de la debilidad de nuestra libertad, amenazada como está por miles de condicionamientos internos y externos, que a menudo suscitan pérdida, frustración, incluso incredulidad.

        No son realmente estos los sentimientos y los comportamiento que el Señor pretende suscitar; es más, de éstos se aprovecha el enemigo, el diablo, para aislar en la amargura, en la lamentación y en el desaliento.

        Jesús, buen Pastor, no humilla ni abandona al arrepentido: en Él habla la ternura del Padre, que consuela y anima; hace pasar de la desintegración de la vergüenza - porque realmente la vergüenza nos desintegra - al tejido de la confianza; da valor, confía responsabilidad, entrega a la misión.

        Pedro, que purificado al fuego del perdón puede decir humildemente "Señor, tu lo sabes todo; tú sabes que te amo" (Jn 21, 17). Estoy seguro que todos nosotros podemos decirlo de corazón. Y Pedro purificado, en su primer Carta nos exhorta a pastar "apacientad el Rebaño de Dios, (...) velad por él, no forzada, sino espontáneamente, (...); no por un interés mezquino, sino con abnegación; o pretendiendo dominar a los que les han sido encomendados, sino siendo de corazón ejemplo para el Rebaño. (1Pd 5, 2-3).

        Sí, ser Pastores significa creer cada día en la gracia y en la fuerza que nos viene del Señor, no obstante nuestra debilidad, y asumir hasta el fondo la responsabilidad de caminar delante del rebaño, liberando de las cargas que dificultan la sana celeridad apostólica y sin vacilar en la guía, para hacer reconocible nuestra voz tanto de los que abrazan la fe, como de los que todavía "no son de este corral" (Jn 10, 16): estamos llamados a hacer nuestro el sueño de Dios, cuya casa no conoce exclusión de persones o de pueblos, como anunciaba proféticamente Isaías en la Primera Lectura (cfr Is 2,2-5).

        Por esto, ser Pastores quiere decir también estar dispuesto a caminar en medio y detrás de las ovejas: capaces de escuchar la silenciosa historia de quien sufre y de apoyar el paso de quien teme no ser capaz; atentos a levantar, a tranquilizar y a infundir esperanza. Del compartir con los humildes nuestra fe sale siempre reforzada: dejemos de lado, por tanto, cualquier forma de arrogancia, para inclinarnos antes los que el Señor nos ha confiado a nuestro cuidado. Entre estos, un lugar particular, bien particular, reservémoslo a nuestro sacerdotes: sobre todo para ellos, nuestro corazón, nuestra mano y nuestra puerta estén siempre abiertas a cualquier circunstancia. Ellos son los primeros fieles que tenemos nosotros obispo: nuestros sacerdotes. ¡Amémosles! ¡Amémosles de corazón! ¡Son nuestros hijos y nuestros hermanos!

        Queridos hermanos, la profesión de fe que ahora renovamos juntos no es un acto formal, sino que es renovar nuestra respuesta al "Sígueme" con el que se concluye el Evangelio de Juan (21, 19): lleva a desplegar la propia vida según el proyecto de Dios, comprometiéndose a todo por el Señor Jesús. De aquí brota el discernimiento que conoce y se hace cargo de los pensamientos, de las esperas y de las necesidades de los hombres de nuestro tiempo.

        Con este espíritu, doy gracias de corazón a cada uno de vosotros por vuestro servicio, por vuestro amor a la Iglesia.

 

 

 

Cultivar y custodiar la creación

Catequesis que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 5 de junio de 2013

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        Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

        Hoy quiero centrarme en el tema del medio ambiente, como ya he tenido ocasión de hacerlo en varias ocasiones. Me lo sugiere también el Día Mundial del Medio Ambiente, patrocinado por las Naciones Unidas, que lanza un fuerte llamamiento a la necesidad de acabar con los residuos y el desecho de los alimentos.

        Cuando hablamos de medio ambiente, de la creación, mi pensamiento se dirige a las primeras páginas de la Biblia, al libro del Génesis, donde se dice que Dios puso al hombre y a la mujer en la tierra para que la cultiven y la custodien (cf. 2,15). Y me surgen unas preguntas: ¿Qué significa cultivar y custodiar la tierra? ¿Realmente estamos cultivando y custodiando la creación? ¿O la estamos explotando y olvidando?

        El verbo "cultivar" me trae a la mente la atención que el agricultor tiene por su tierra, para que dé fruto, y este sea compartido: ¡cuánta atención, pasión y dedicación! Cultivar y custodiar la creación es una indicación de Dios dada no solo al principio de la historia, sino a cada uno de nosotros; es parte de su proyecto; significa hacer crecer el mundo con responsabilidad, transformarlo para que sea un jardín, un lugar habitable para todos.

        Benedicto XVI ha recordado en varias ocasiones que la tarea confiada por Dios Creador a nosotros requiere captar el ritmo y la lógica de la creación. Pero a menudo nos dejamos llevar por la soberbia de la dominación, de las posesiones, del manipular, de aprovecharnos; no la "custodiamos", no la respetamos, no la consideramos como un don gratuito que debemos cuidar. Estamos perdiendo la actitud de la admiración, de la contemplación, de la escucha de la creación; y por lo tanto ya no somos capaces de leer lo que Benedicto XVI llama "el ritmo de la historia de amor entre Dios y el hombre". ¿Por qué sucede esto? Porque pensamos y vivimos de una manera horizontal, nos hemos alejado de Dios, no leemos sus signos.

        Pero el "cultivar y custodiar" no solo incluye la relación entre nosotros y el medio ambiente, entre el hombre y la creación, tiene que ver también con las relaciones humanas. Los papas han hablado de ecología humana, estrechamente vinculada a la ecología ambiental. Estamos viviendo en una época de crisis; lo vemos en el medio ambiente, pero sobre todo lo vemos en el hombre. La persona humana está en peligro: eso es seguro, la persona humana hoy está en peligro, ¡de allí la urgencia de la ecología humana! Y el peligro es grave porque la causa del problema no es superficial, sino profundo: no es solo una cuestión de economía, sino de ética y de antropología. La Iglesia ha insistido en varias ocasiones; y muchos dicen: sí, es justo, es verdad... pero el sistema sigue como antes, porque lo que domina es la dinámica de una economía y de unas finanzas carentes de ética.

        Quien hoy dispone no es el hombre, es el dinero, el dinero, la plata manda. Y Dios nuestro Padre ha dado el encargo de custodiar la tierra, no al dinero, sino a nosotros: a los hombres y a las mujeres. ¡Nosotros tenemos esta tarea! En cambio a los hombres y a las mujeres se les sacrifica ante los ídolos del lucro y del consumo: es la "cultura de lo descartable". Si se rompe un ordenador es una tragedia, pero la pobreza, los necesitados, los dramas de tantas personas terminan siendo normales. Si una noche de invierno, cerca de la via Ottaviano (en Roma), por ejemplo, una persona muere, eso no es noticia. Si en muchas partes del mundo hay niños que no tienen nada que comer, eso no es noticia, parece normal. ¡No puede ser así! Sin embargo, estas cosas forman parte de la normalidad: que algunas personas sin hogar mueran de frío en la calle, no es una noticia. Por el contrario, una reducción de diez puntos en las bolsas de algunas ciudades, es una tragedia. El que muere no es noticia, ¡pero si se reducen en diez puntos las bolsas es una tragedia! Así es como las personas acaban siendo descartadas, como si fueran residuos.

        Esta "cultura de lo descartable" tiende a convertirse en la mentalidad común que nos contagia a todos. La vida humana, la persona ya no se percibe como valor primordial que debe ser respetado y protegido, especialmente si son pobres o discapacitados, si todavía no sirve --como el niño por nacer--, o no sirve más, como los ancianos.

        Esta cultura de los residuos nos ha hecho insensibles incluso a los desechos alimentarios, que son aún más desechados, cuando en todas las partes del mundo, por desgracia, muchas personas y familias sufren hambre y desnutrición. En tiempo de nuestros abuelos se ponía mucho cuidado en no tirar nada de los restos de comida. El consumismo nos ha hecho acostumbrarnos a un exceso y desperdicio cotidiano de la comida, a la cual a veces ya no somos capaces de darle el justo valor, que va más allá de simples parámetros económicos. Recordemos, sin embargo, ¡que la comida que se desecha es como si fuese robada de la mesa de los pobres, de los hambrientos! Invito a todos a reflexionar sobre el problema de la pérdida y el desperdicio de los alimentos, para que se identifiquen las vías y los mediosde evitarlo, de manera que enfrentando seriamente este problema,ustedessean vehículo de la solidaridad para compartir con los más necesitados.

        Hace unos días, en la fiesta del Corpus Christi, habíamos leído la historia del milagro de los panes: Jesús alimenta a la multitud con cinco panes y dos peces. Y la conclusión del relato: "Comieron todos hasta saciarse y recogieron los pedazos que habían sobrado: doce cestas" (Lc. 9,17). Jesús les pide a sus discípulos que nada se pierda: ¡ningún desperdicio! Este es el hecho de las doce cestas: ¿Por qué doce? ¿Qué significa? Doce es el número de las tribus de Israel, simbólicamente representa a todo el pueblo. Y esto nos dice que cuando la comida se comparte de manera justa, con solidaridad, no se priva a nadie de lo necesario, cada comunidad puede ir al encuentro de los más pobres y necesitados. Ecología humana y ecología ambiental caminan juntos.

        Me gustaría que tomemos en serio el compromiso de respetar y proteger la creación, de estar atentos a todas las personas, para contrarrestar la cultura de los desperdicios y descartes, a fin de promover una cultura de la solidaridad y del encuentro.

 

 

¿Somos piedras vivas, o somos piedras cansadas?

Catequesis que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 26 de junio de 2013

 

        Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

        Hoy me gustaría hacer una breve referencia a una imagen más que nos ayuda a ilustrar el misterio de la Iglesia: la del templo (cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, 6.).

        ¿Qué nos hace pensar en la palabra templo? Nos hace pensar en un edificio, en una construcción de este tipo. En particular, la mente de muchos se dirige a la historia del pueblo de Israel narrada en el Antiguo Testamento. En Jerusalén, el gran templo de Salomón era el lugar del encuentro con Dios en la oración; en el interior del Templo estaba el Arca de la Alianza, signo de la presencia de Dios entre la gente; y en el Arca estaban las Tablas de la Ley, el maná y la vara de Aarón: un recordatorio de que Dios siempre había estado en la historia de su pueblo, que lo había acompañado durante el viaje, que había guiado sus pasos. El templo recuerda esta historia: también nosotros, cuando vamos al templo, debemos recordar esta historia, la historia de cada uno de nosotros, el modo en que Jesús me encontró, cómo Jesús anduvo conmigo, cómo Jesús me ama y me bendice.

        Aquí, lo que fue prefigurado en el antiguo templo, se hace, por el poder del Espíritu Santo, en la Iglesia: la Iglesia es la "casa de Dios", el lugar de su presencia, donde podemos encontrar al Señor; la Iglesia es el templo en el que habita el Espíritu Santo que la anima, la guía y la sostiene. Si nos preguntamos: ¿dónde podemos encontrar a Dios? ¿Dónde podemos entrar en comunión con Él por medio de Cristo? ¿Dónde podemos encontrar la luz del Espíritu Santo para que ilumine nuestras vidas? La respuesta es: en el pueblo de Dios, en medio de nosotros, que somos la Iglesia. Aquí encontraremos a Jesús, al Espíritu Santo y al Padre.

        El antiguo Templo fue construido por manos de hombres: se quería “dar una casa" a Dios, para tener un signo visible de su presencia en medio del pueblo. Con la encarnación del Hijo de Dios, se cumple la profecía de Natán al rey David (cf. 2 Sam. 7,1-29): no es el rey, no somos nosotros quienes "daremos una casa a Dios", sino que es el mismo Dios quien "construye su casa" para venir a habitar en medio de nosotros, como escribe san Juan en su evangelio (cf. 1,14). Cristo es el Templo viviente del Padre, y Cristo mismo edifica su "hogar espiritual", la Iglesia, no hecha de piedras materiales, sino de "piedras vivas" que somos nosotros. El apóstol Pablo dice a los cristianos de Éfeso: "Vosotros estáis edificados sobre los apóstoles y los profetas, que son los cimientos, mientras que la piedra angular es el mismo Jesucristo. En Él, todo el edificio, bien trabado, va creciendo para constituir un templo santo en el Señor. En Él, también vosotros sois incorporados al edificio, para llegar a ser una morada de Dios en el Espíritu”. (Ef. 2,20-22).

        ¡Esto es algo hermoso! Somos las piedras vivas de Dios, profundamente unidos a Cristo, quien es la roca de apoyo, y también un apoyo entre nosotros. ¿Qué quiere decir esto? Esto significa que el templo somos nosotros, somos la Iglesia viva, el templo vivo, y cuando estamos juntos, entre nosotros está también el Espíritu Santo, que nos ayuda a crecer como Iglesia. No estamos aislados, sino que somos el pueblo de Dios: ¡esta es la Iglesia!

        Y es el Espíritu Santo, con sus dones, que armoniza la variedad. Esto es importante: ¿qué hace el Espíritu Santo en medio de nosotros? Armoniza la variedad que es la riqueza de la Iglesia y une todo y a todos, a fin de constituir un templo espiritual, donde no ofrecemos sacrificios materiales, sino a nosotros mismos, nuestra vida (cf. 1 Pe. 2,4-5).

        La Iglesia no es una mezcla de cosas e intereses, sino que es el templo del Espíritu Santo, el templo por medio del cual Dios obra, el templo del Espíritu Santo, el templo en el que cada uno de nosotros, con el don del bautismo, es una piedra viva. Esto nos dice que nadie es inútil en la Iglesia y si a veces, alguien le dice al otro: "Vete a tu casa, eres inútil", ¡esto no es cierto, porque nadie es inútil en la Iglesia, ¡todos somos necesarios para construir este templo! Nadie es secundario. Ninguno es el más importante en la Iglesia, todos somos iguales ante los ojos de Dios.

        Alguno de vosotros podría decir: 'Fíjese, señor papa, usted no es igual a nosotros’. Sí, soy como vosotros, todos somos iguales, ¡somos hermanos! Nadie es anónimo: todos formamos y edificamos la Iglesia. Esto también nos invita a reflexionar sobre el hecho de que si faltara el ladrillo de nuestra vida cristiana, le falta algo a la belleza de la Iglesia. Algunas personas dicen: ‘No tengo nada que ver con la Iglesia’, por lo que cae el ladrillo de una vida en este hermoso templo. Nadie puede irse, todos tenemos que ofrecerle a la Iglesia nuestra vida, nuestro corazón, nuestro amor, nuestro pensamiento y nuestro trabajo: todo junto.

        Así es que me gustaría que nos preguntemos: ¿cómo vivimos nuestro ser Iglesia? ¿Somos piedras vivas, o somos, por así decirlo, piedras cansadas, aburridas, indiferentes? ¿Habéis visto lo feo que es ver a un cristiano cansado, aburrido, indiferente? Un cristiano así no es bueno, el cristiano tiene que estar vivo, feliz de ser cristiano; debe vivir esta belleza de ser parte del pueblo de Dios que es la Iglesia. ¿Nos abrimos a la acción del Espíritu Santo para ser parte activa en nuestras comunidades, o nos cerramos en nosotros mismos, diciendo: "tengo tantas cosas que hacer, no es mi obligación”?

        Que el Señor nos conceda a todos su gracia, su fuerza, para que estemos profundamente unidos a Cristo, que es la piedra angular, el pilar, la roca de apoyo de nuestra vida y de toda la vida de la Iglesia. Oremos para que, animados por su Espíritu, siempre seamos piedras vivas de su Iglesia.

 

 

 

 

Río de Janeiro: acogida, fiesta, misión

Catequesis que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 4 de septiembre de 2013

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        Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

        Reanudamos el camino de las catequesis, después de las vacaciones de agosto, pero hoy quiero contaros acerca de mi viaje a Brasil, con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud. Ha pasado más de un mes, pero creo que es importante volver sobre este evento, pues la distancia de tiempo permite captar mejor el sentido.
        En primer lugar quiero dar las gracias al Señor, porque Él lo guió todo con su providencia. ¡Para mí, viniendo de las Américas, fue un bonito regalo! Y por ello agradezco también a Nuestra Señora de Aparecida, que acompañó todo este viaje: hice la peregrinación al gran santuario nacional de Brasil, y su venerada imagen estaba siempre presente en el escenario de la JMJ. Estaba muy feliz por eso, porque Nuestra Señora de Aparecida es muy importante para la historia de la Iglesia en Brasil, pero también para toda América Latina; los Obispos latino-americanos y del Caribe en Aparecida vivimos una Asamblea General, con el Papa Benedicto: una etapa muy importante del camino pastoral en aquella parte del mundo en la que vive la mayor parte de la Iglesia católica.
        Aunque ya lo he hecho, quiero renovar mi agradecimiento a todas las autoridades civiles y eclesiásticas, a los voluntarios, a la seguridad, a las comunidades parroquiales de Rio de Janeiro y de otras ciudades en Brasil, donde los peregrinos fueron recibidos con gran fraternidad. De hecho, la acogida de las familias brasileñas y de las parroquias fue una de las características mas bonitas de esta JMJ. Buena gente estos brasileños. Tienen un corazón muy grande. La peregrinación siempre implica inconvenientes, pero la acogida ayuda a superarlos y, de hecho, los transforma en ocasiones para el conocimiento y la amistad. Nacen lazos que luego, se mantienen, sobre todo en la oración. También así crece la Iglesia en todo el mundo, como una red de verdaderos amigos en Jesucristo, una red que te prende y a la vez te libera. Así pues, acogida, esta es la primera palabra que surge de la experiencia del viaje a Brasil.
        Otra palabra clave puede ser fiesta. La JMJ es siempre una fiesta, porque cuando una ciudad está llena de chicos y chicas que vagan por las calles con banderas de todo el mundo, saludándose, abrazándose, esto es una verdadera fiesta. Es una señal para todos, no sólo para los creyentes. Pero después está la fiesta más grande que es la fiesta de la fe, cuando alabamos al Señor juntos, cantando, escuchando la Palabra de Dios, permaneciendo en silencio de adoración: todo esto es la culminación de la JMJ, es el verdadero propósito de esta peregrinación, y se vive de una manera particular en la gran Vigilia del sábado por la noche y en la Misa final. Ésta es pues la gran fiesta, la fiesta de la fe y de la fraternidad, que inicia en este mundo y que no tendrá fin. ¡Pero esto sólo es posible con el Señor! Sin el amor de Dios no hay verdadera fiesta para el hombre!
        Acogida, fiesta. Pero no puede faltar un tercer elemento: la misión. Esta JMJ se caracterizó por un tema misionero: "Id y haced discípulos de todas las naciones”. Hemos oído la palabra de Jesús: es la misión que nos ha dado a todos. Es el mandato de Cristo resucitado a sus discípulos: ¡"Id”, salid de vosotros mismos, de toda cerrazón para llevar la luz y el amor del Evangelio a todos, hasta las extremas periferias de la existencia! Y fue precisamente ese mandato de Jesús que he confiado a los jóvenes que llenaban la inmensa playa de Copacabana. Un lugar simbólico, la orilla del océano, que parecía sugerir la orilla del lago de Galilea. Sí, porque aún hoy en día el Señor repite: " Id... " y agrega: " Yo estoy con vosotros, todos los días ...". Esto es fundamental !Sólo a través de Cristo podemos llevar el evangelio. Sin Él no podemos hacer nada - nos lo ha dicho Él mismo ( cf. Jn 15,5). Con él, en cambio, unidos a Él, podemos hacer mucho. Incluso un chico, una chica, que a los ojos del mundo cuenta poco o nada, ante los ojos de Dios es un apóstol del Reino, ¡es una esperanza para Dios! A todos los jóvenes quisiera preguntar con fuerza: ¿Queréis ser una esperanza para Dios? ¿Quéreis ser una esperanza para la Iglesia? Un joven corazón que acoge el amor de Cristo, se convierte en esperanza para los otros, ¡es una fuerza inmensa! ¡Vosotros chicos y chicas, todos los jóvenes debéis transformaros en esperanza! Abrid las puertas hacia un mundo nuevo de esperanza. Ésta es vuestra misión ¿Quéreis ser esperanza para todos nosotros? Pensemos en lo que significa aquella multitud de jóvenes que han encontrado a Cristo resucitado, en Río de Janeiro, y llevan su amor en la vida de cada día, lo viven, lo comunican. No terminan en los periódicos, porque no cometen actos violentos, no hacen escándalos, y por lo tanto no son noticia. Pero si permanecen unidos a Jesús, construyen su Reino, construyen fraternidad, comparten obras de misericordia, ¡son una fuerza poderosa para que el mundo sea más justo y más hermoso, para transformarlo! Pido ahora a los chicos y chicas: ¿téneis vosotros la valentía de asumir este reto? ¿Os animáis para ser esta fuerza de amor y de misericordia que tiene el coraje de querer cambiar el mundo?
        Queridos amigos, la experiencia de la JMJ nos recuerda la verdadera y gran noticia de la historia, la Buena Nueva, a pesar de que no aparece en los periódicos y en la televisión: somos amados por Dios, que es nuestro Padre y que envió a su Hijo Jesús para que estuviera cerca de cada uno de nosotros y nos salve. A salvarnos y a perdonarnos todo, porque Él siempre perdona. Porque Él es bueno y misericordiosos. Acordaos: acogida, fiesta, misión: tres palabras. Que estas palabras no sean solo un recuerdo de lo que sucedió en Río, sino que sean el alma de nuestra vida y la vida de nuestras comunidades. Gracias.

 

 

La Iglesia es nuestra Madre y todos somos parte de Ella

Catequesis que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 11 de septiembre de 2013

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        ¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!

        Retomamos hoy las catequesis sobre la Iglesia en este "Año de la fe". Entre las imágenes que el Concilio Vaticano II ha elegido para hacernos entender mejor la naturaleza de la Iglesia, está la de "madre": la Iglesia es nuestra madre en la fe, en la vida sobrenatural (cfr. Cost. dogm. Lumen gentium, 6.14.15.41.42). Es una de las imágenes más usadas por los Padres de la Iglesia en los primeros siglos y creo que pueda ser útil también para nosotros. Para mí es una de las imágenes más bellas de la Iglesia: ¡la Iglesia madre! ¿En qué sentido y en qué forma la Iglesia es madre? Partamos de la realidad humana de la maternidad: ¿qué hace una madre?

        1. En primer lugar una madre genera la vida, lleva en su vientre durante nueve meses al propio hijo y después lo abre a la vida, generándolo. Así es la Iglesia: nos genera en la fe, por obra del Espíritu Santo que la hace fecunda, como la Virgen María. La Iglesia y la Virgen María son madres, ambas; ¡lo que se dice de la Iglesia se puede decir también de la Virgen y lo que se dice de la Virgen se puede decir también de la Iglesia! Cierto, la fe es un acto personal: "yo creo", yo personalmente respondo a Dios que se hace conocer y quiere entrar en amistad conmigo (cfr Enc. Lumen fidei, n. 39). Pero la fe yo la recibo de otros, en una familia, en una comunidad que me enseña a decir "yo creo", "nosotros creemos". ¡Un cristiano no es una isla! Nosotros no nos hacemos cristianos en laboratorio, solos y con nuestras fuerzas, sino que la fe es un don de Dios que nos viene dado por la Iglesia a través de la Iglesia. Y la Iglesia nos da la vida de fe en el bautismo: ese es el momento en que nos hace nacer como hijos de Dios, el momento en el que nos dona la vida de Dios, nos genera como madre.

        Si váis al Baptisterio de San Juan de Letrán, dentro hay una inscripción en latín que dice más o menos así: "Aquí nace un pueblo de estirpe divina, generado por el Espíritu Santo que fecunda estas aguas, la Madre Iglesia da a luz a sus hijos en estas olas". Esto nos hace entender algo importante: nuestro formar parte de la Iglesia no es un hecho exterior y formal, no es rellenar una carta que nos dan, sino que es un acto interior y vital: no se pertenece a la Iglesia como se pertenece a una sociedad, a un partido o a cualquier otra organización. La unión es vital, como la que se tiene con la propia madre, porque, como afirma san Agustín, "la Iglesia es realmente madre de los cristianos" (De moribus Ecclesiae, I,30,62-63: PL 32,1336). Preguntémonos ahora: ¿cómo veo yo la Iglesia? ¿Agradezco también a mis padres porque me han dado la vida, agradezco a la Iglesia porque me ha generado en la fe a través del bautismo? ¿Cuántos cristianos recuerdan la fecha de su bautizo?

        Quisiera hacer esta pregunta aquí a vosotros, pero que cada uno responda en su corazón: ¿cuántos de vosotros recuerdáis la fecha de vuestro bautizo? Algunos levantan las manos, pero ¡cuantos no la recuerdan! Porque la fecha del bautizo es la fecha de nuestro nacimiento a la Iglesia, ¡la fecha en la que nuestra madre Iglesia nos ha dado a luz! Y ahora os dejo una tarea para casa. Cuando hoy volváis a casa, id a buscar bien cuál es la fecha del bautismo, y esto para festejarlo, para dar gracias al Señor por este don ¿Lo haréis? ¿Amamos la Iglesia como se ama a la propia madre, sabiendo también comprender sus defectos? Todas las madres tienen defectos, todos tenemos defectos, pero cuando se habla de los defectos de la madre nosotros los cubrimos, las amamos así. Y la Iglesia tiene también sus defectos: ¿la amamos así como a la madre, la ayudamos a ser más bella, más auténtica, más según el Señor? Os dejo estas preguntas, pero no os olvidéis de la tarea: buscar la fecha del  bautismo para tenerla en el corazón y festejarla. 

        2. Una madre no se limita a dar la vida, si no que con gran cuidado ayuda a sus hijos a crecer, les da la leche, les alimenta, enseña el camino de la vida, les acompaña siempre con sus atenciones, con su afecto, con su amor, también cuando son mayores. Y en esto sabe también corregir, perdonar, comprender, saber estar cerca en la enfermedad, en el sufrimiento. En una palabra, una buena madre ayuda a los hijos a salir de sí mismos, a no quedarse cómodamente bajo las alas maternas, como una cría de pollo que está bajo las alas de la gallina. La Iglesia como buena madre hace lo mismo: acompaña nuestro crecimiento transmitiendo la Palabra de Dios, que es una luz que nos indica el camino de la vida cristiana; administrando los sacramentos. Nos alimenta con la eucaristía, nos lleva el perdón de Dios a través del sacramento de la reconciliación, nos sostiene en el momento de la enfermedad con la unción de enfermos. La Iglesia nos acompaña en toda nuestra vida de fe, en toda nuestra vida cristiana. Podemos hacernos entonces otras preguntas: ¿qué relación tengo con la Iglesia? ¿La siento como madre que me ayuda a crecer como cristiano? ¿Participo en la vida de la Iglesia, me siento parte de ella? ¿Mi relación es formal o es vital?

        3. Un tercer breve pensamiento. En los primeros siglos de la Iglesia, estaba bien clara una realidad: la Iglesia, mientras es madre de los cristianos, mientras "hace" los cristianos, está también "hecha" de ellos. La Iglesia no es algo distinto de nosotros mismos, pero vista como la totalidad de los creyentes, como el "nosotros" de los cristianos: yo, tú, nosotros somos parte de la Iglesia. San Jerónimo escribía: "La Iglesia de Cristo no es otra cosa si no las almas de los que creen en Cristo" (Tract. Ps 86: PL 26,1084). Por tanto, la maternidad de la Iglesia la vivimos todos, pastores y fieles.

        A veces escucho: "yo creo en Dios pero no en la Iglesia... He oído que la Iglesia dice...los curas dicen..." Pero una cosa son los sacerdotes, pero la Iglesia no está formada solo de sacerdotes, ¡la Iglesia somos todos" Y si tú dices que crees en Dios y no crees en la Iglesia, estás diciendo que no crees en ti mismo; y esto es una contradicción. La Iglesia somos todos, desde el niño recién bautizado hasta los obispo, el papa; todos somos Iglesia y todos somos iguales a los ojos de Dios! Todos estamos llamados a colaborar al nacimiento de la fe de nuevos cristianos, todos estamos llamados a ser educadores en la fe, y anunciar el Evangelio. Cada uno que se pregunte: ¿qué hago yo para que otros puedan compartir la fe cristiana? ¿Soy fecundo en mi fe o cerrado? Cuando repito que amo una Iglesia no cerrada en su recinto, pero capaz de salir, de moverse, también con algún riesgo, para llevar a Cristo a todos, pienso a todos, a mí, a ti, ¡a cada cristiano! Todos participamos de la maternidad de la Iglesia, para que la luz de Cristo alcance los extremos de los confines de la tierra. ¡Y viva la Santa Madre Iglesia!

 

 

Es triste ver una Iglesia «privatizada» por pequeños grupos

Catequesis que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 25 de septiembre de 2013

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Queridos hermanos y hermanas, buenos días:

 

 

    En el «Credo» decimos «Creo en la Iglesia, una», profesamos por lo tanto que la Iglesia es única, y que esta Iglesia es en sí misma unidad. Pero si miramos a la Iglesia católica en el mundo descubrimos que abarca a cerca de tres mil diócesis repartidas en todos los continentes: ¡muchas lenguas, muchas culturas! Aquí están obispos de diferentes culturas, de muchos países. Está el obispo de Sri Lanka, el obispo de Sudáfrica, un obispo de la India, hay muchos aquí ... Obispos de América Latina. ¡La Iglesia está dispersa por todo el mundo! Y más aún, las miles de comunidades católicas constituyen una unidad. ¿Cómo puede suceder esto?

        1 . Una respuesta concisa la ​​encontramos en el (Compendio del) Catecismo de la Iglesia Católica, que afirma: la Iglesia católica extendida en todo el mundo "tiene una sola fe, una sola vida sacramental, una sucesión apostólica única, una esperanza común, la misma caridad" (n. 161). Es una hermosa definición, clara, nos orienta bien. Unidad en la fe, en la esperanza, en la caridad; unidad en los sacramentos, en el Ministerio: son como pilares que apoyan y mantienen unidos el único gran edificio de la Iglesia.

        Dondequiera que vayamos, incluso en la parroquia más pequeña en el último rincón de la tierra, está la única Iglesia; nosotros estamos en casa, estamos en familia, estamos entre hermanos y hermanas. ¡Y esto es un gran regalo de Dios! La Iglesia es una sola para todos. No hay una iglesia para los europeos, una para los africanos, una para los americanos, una para los asiáticos, una para los que viven en Oceanía, no, es la misma en todas partes. Es como en una familia: se puede estar muy lejos, esparcidos por todo el mundo, pero los profundos lazos que unen a todos los miembros de la familia permanecen intactos sea la que sea la distancia. Pienso, por ejemplo, en la experiencia de la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro: en esa inmensa multitud de jóvenes en la playa de Copacabana, se podía oír hablar muchos idiomas, se veían rasgos muy diferentes entre sí, se encontraron diferentes culturas, y sin embargo había una profunda unidad, se formaba una única Iglesia, se estaba unido y se sentía.

        Preguntémonos todos: yo como católico, ¿siento esta unidad? Yo como católico, ¿vivo esta unidad de la Iglesia? ¿O no me importa, porque estoy encerrado en mi grupo pequeño y en mí mismo? ¿Soy de aquellos que "privatizan" la Iglesia para su propio grupo, su nación, sus amigos? Es triste encontrar una Iglesia "privatizada" por este egoísmo y esta falta de fe. ¡Es triste! Cuando oigo que tantos cristianos en el mundo están sufriendo, ¿soy indiferente, o es como si sufriera uno de mi familia? Cuando pienso u oigo decir que muchos cristianos son perseguidos y hasta dan la vida por su fe, ¿esto toca mi corazón o no me llega? ¿Estoy abierto a aquel hermano o hermana de la familia que está dando su vida por Jesucristo? ¿Oramos los unos por los otros? Dejadme preguntaros, pero no respondáis en voz alta, sino solo en el corazón: ¿cuántos de vosotros estáis orando por los cristianos que son perseguidos? ¿Cuántos? Cada uno responda en el corazón. ¿Rezo por aquel hermano, por aquella hermana que está en problemas, por confesar y defender su fe? ¡Lo importante es mirar más allá de tu propio espacio, sentirte Iglesia, una sola familia de Dios!

        2. Vayamos un poco más allá y preguntémonos: ¿hay heridas a esta unidad? ¿Podemos herir esta unidad? Lamentablemente, vemos que en el curso de la historia, incluso ahora, no siempre vivimos la unidad. A veces surgen malentendidos, conflictos, tensiones, divisiones, que la hieren, y entonces la Iglesia no tiene el rostro que nos gustaría, no manifiesta el amor, aquello que Dios quiere. ¡Somos nosotros los que creamos las heridas! Y si nos fijamos en las divisiones que aún existen entre los cristianos, católicos, ortodoxos, protestantes... sentimos el esfuerzo de mantener plenamente visible esta unidad. Dios nos da la unidad, pero a menudo tenemos dificultades para vivirla. Hay que buscar, construir comunión, educar a la comunión, a superar malentendidos y divisiones, comenzando por la familia, desde las realidades eclesiales, también en el diálogo ecuménico. Nuestro mundo necesita unidad, es un momento en el que todos necesitamos unidad, tenemos necesidad de reconciliación, de comunión y la Iglesia es la Casa de la comunión. San Pablo decía a los cristianos de Éfeso: "Os exhorto, pues, yo, prisionero por el Señor, a que vivais de una manera digna la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz" (4, 1-3 ).

        ¡Humildad, dulzura, nobleza, amor para mantener la unidad! Estos son los caminos, los verdaderos caminos de la Iglesia. Escuchémoslo una vez más. Humildad contra la vanidad, contra el orgullo; humildad, mansedumbre, paciencia, amor para mantener la unidad. Y Pablo continuaba: un solo cuerpo, el de Cristo que recibimos en la Eucaristía; un solo Espíritu, el Espíritu Santo que anima y continuamente recrea la Iglesia; una sola esperanza, la vida eterna; una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios, Padre de todos (cf. vv. 4-6). ¡La riqueza de lo que nos une! Y esta es la verdadera riqueza: lo que nos une, no lo que nos divide. ¡Esta es la riqueza de la Iglesia! Que cada uno se pregunte hoy: ¿hago crecer la unidad en la familia, en la parroquia, en la comunidad, o soy un hablador, una habladora. ¿Soy motivo de división, de malestar? ¡No sabéis el mal que le hace a la Iglesia, a las parroquias, a las comunidades, el chisme! ¡Hacen daño! Los chismes hacen daño. ¡Un cristiano antes de chismear tiene que morderse la lengua! ¿Sí o no? Morderse la lengua: esto nos hará bien, porque la lengua se hincha y no pueden hablar y no podéis chismear. ¿Tengo la humildad de recomponer con paciencia, con sacrificio, las heridas a la comunión?

        3. Finalmente, un último paso más en profundidad. Y, esta es una buena pregunta: ¿quién es el motor de esta unidad de la Iglesia? Lo es el Espíritu Santo que todos hemos recibido en el Bautismo y también en el sacramento de la Confirmación. Es el Espíritu Santo. Nuestra unidad no es principalmente el resultado de nuestro acuerdo, o de la democracia dentro de la Iglesia, o de nuestro esfuerzo para estar de acuerdo, sino que viene de Él que hace la unidad en la diversidad, porque el Espíritu Santo es armonía, siempre crea la armonía en la Iglesia. Es una unidad armoniosa en medio de tanta diversidad de culturas, lenguas y pensamiento. Y el Espíritu Santo es el motor. Por esta razón, es importante la oración, que es el alma de nuestro compromiso de hombres y mujeres de comunión, de unidad. La oración al Espíritu Santo, para que venga y realice la unidad en la Iglesia.

        Pidamos al Señor: Señor, concédenos estar cada vez más unidos, de no ser nunca instrumentos de división; haz que nos comprometamos, como dice una bella oración franciscana, en llevar el amor donde haya odio, a llevar el perdón donde haya una ofensa, a llevar la unión donde hay discordia. Que así sea.

 

No tengas miedo a la santidad

Catequesis que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 25 de septiembre de 2013

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        ¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!

        En el 'Credo', después de hacer profesado: 'Creo en la Iglesia una', añadimos el adjetivo 'santa'; afirmamos por tanto la santidad de la Iglesia, y esta es una característica que ha estado presente desde el inicio en la conciencia de los primeros cristianos, los cuales se llamaban simplemente 'los santos'  (cfr At 9,13.32.41; Rm 8,27; 1 Cor 6,1), porque tenían la certeza que es la acción de Dios, el Espíritu Santo que santifica la Iglesia.

        Pero ¿en qué sentido la Iglesia es santa si vemos que la Iglesia histórica, en su camino a lo largo de los siglos, ha tenido tantas dificultades, problemas, momentos oscuros? ¿Cómo puede ser santa un Iglesia hecha de seres humano, de pecadores? Hombres pecadores, mujeres pecadoras, sacerdotes pecadores, monjas pecadoras, obispos pecadores, cardenales pecadores, papa pecador? Todos. ¿Como puede ser santa una Iglesia así?

        1. Para responder a la pregunta quisiera guiarme de una fragmento de la Carta de san Pablo a los cristianos de Éfeso. El Apóstol, tomando como ejemplo las relaciones familiares, afirma que "Cristo ha amado la Iglesia y se ha dado a sí mismo por ella, para hacerla santa" (5,25-26). Cristo ha amado la Iglesia, donando todo sí mismo sobre la cruz. Y esto significa que la Iglesia es santa porque procede de Dios que es santo, le es fiel y no la abandona en poder de la muerte y del mal (cfr Mt 16,18), está unido de forma indisoluble con ella (cfr Mt 28,20); es santa porque está guiada por el Espíritu Santo que purifica, transforma, renueva. No es santa por nuestros méritos, sino porque Dios la hace santa, es fruto del Espíritu Santo y de sus dones. No somos nosotros que la hacemos santa. Es Dios, el Espíritu Santo, que en su amor hace santa a la Iglesia.

        2. Vosotros podrías decirme: pero la Iglesia está formada por pecadores, lo vemos cada día. Y esto es verdad: somos una Iglesia de pecadores; y nosotros pecadores estamos llamados a dejarnos transformar, renovar, santificar por Dios. Ha habido en la historia la tentación de algunos que afirmaba: la Iglesia es solo la Iglesia de los puros, de los que son totalmente coherentes,  y los otros están lejos. ¡Esto no es verdad! ¡Esto es una herejía! La Iglesia, que es santa, no rechaza a los pecadores; no nos rechaza a todos nosotros; no nos rechaza porque llama a todos, los acoge, es abierta también a los más lejanos, llama a todos a dejarse envolver por la misericordia, por la ternura y el perdón del Padre, que ofrece a todos la posibilidad de encontrarlo, de caminar hacia la santidad.

        "¡Pero padre, yo soy un pecador, un gran pecador!, ¿cómo puedo sentirme parte de la Iglesia?" Querido hermano, querida hermana, es precisamente esto lo que desea el Señor, que tu le digas: "Señor aquí estoy, con mis pecados". ¿Alguno de vosotros está aquí sin los propios pecados? ¿Alguno de vosotros? Ninguno, ninguno de vosotros. Todos llevamos con nosotros nuestros pecados. Pero el Señor quiere escuchar que le decimos: "¡Perdóname, ayúdame a caminar, transforma mi corazón!" Y el corazón puede transformar el corazón. En la Iglesia, el Dios que encontramos no es un juez despiadado, sino que es como el Padre de la parábola del Evangelio. Puedes ser como el hijo que ha dejado la casa, que ha tocado fondo en la lejanía de Dios. Cuando tengas la fuerza de decir: quiero volver a casa, encontrarás la puerta abierta, Dios viene a tu encuentro porque te espera siempre, Dios te espera siempre, Dios te abraza, te besa y hace fiesta. Así es el Señor, así es la ternura de nuestro Padre celeste.

        El Señor nos quiere parte de una Iglesia que sabe abrir los brazos para acoger a todos, que no es la casa de pocos, sino la casa de todos, donde todos pueden ser renovados, transformados, santificados por su amor, los más fuertes y los más débiles, los pecadores, los indiferentes, aquellos que se sienten desalentados y perdidos. La Iglesia ofrece a todos la posibilidad de recorrer el camino de la santidad, que es el camino del cristiano: nos hace encontrar a Jesucristo en los sacramentos, especialmente en la confesión y en la eucaristía; nos comunica la Palabra de Dios, nos hace vivir en la caridad, en el amor de Dios hacia todos. Preguntémonos, entonces: ¿nos dejamos santificar? ¿Somos una Iglesia que llama y acoge con los brazos abiertos a los pecadores, que dona valentía, esperanza, o somos una Iglesia cerrada en sí misma? ¿Somos una Iglesia en al que se vive el amor de Dios, en la que hay atención hacia el otro, en la que se reza los unos por los otros?

        3. Una última pregunta: ¿Qué puedo hacer yo que me siento débil, frágil, pecador? Dios te dice: no tener miedo de la santidad, no tener miedo de apuntar alto, de dejarse amar y purificar por Dios, no tener miedo de dejarse guiar por el Espíritu Santo. Dejémonos contagiar de la santidad de Dios. Todo cristiano esta llamado a la santidad (cfr Cost. dogm. Lumen gentium, 39-42); y la santidad no consiste primero en el hacer cosas extraordinarias, sino en el dejar actuar a Dios. Y el encuentro de nuestra debilidad con la fuerza de su gracia, es tener confianza en su acción que nos permite vivir en la caridad, de hacer todo con alegría y humildad, para la gloria de Dios y en el servicio al prójimo. Hay una célebre frase del escritor francés Léon Bloy; en los últimos momentos de su vida decía: "Hay una sola tristeza en la vida, la de no ser santos". No perdamos la esperanza en la santidad, recorramos todos este camino. ¿Queremos ser santos? El Señor nos espera a todos, con los brazos abiertos; nos espera para acompañarnos en el camino de la santidad. Vivamos con alegría nuestra fe, dejémonos amar por el Señor... pidamos este don a Dios en la oración, para nosotros y para los otros.

 

Creo en la Iglesia Católica

Catequesis que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 9 de octubre de 2013

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        Queridos hermanos y hermanas,¡buenos días!

        Vemos que hoy, en este mal día (de lluvia), fueron valientes: ¡enhorabuena!

        "Creo en la Iglesia una, santa, católica...". Hoy hacemos una pausa para reflexionar sobre esta indicación: le decimos católica en el Año de la catolicidad. En primer lugar: ¿qué significa católico? Deriva del girego "kath'olòn" que significa "de acuerdo con el conjunto", la totalidad. ¿En qué sentido esta totalidad se aplica a toda la Iglesia? ¿En qué sentido decimos que la Iglesia es católica? Yo diría que en tres sentidos básicos.

 

        1. El primero. La Iglesia es católica porque es el espacio, la casa en la que se anuncia la fe entera, en la que la salvación que Cristo nos trajo se ofrece a todos. La Iglesia nos hace encontrarnos con la misericordia de Dios que nos transforma, por que en ella está presente Jesucristo, que le da la verdadera confesión de fe, la plenitud de la vida sacramental, la autenticidad del ministerio ordenado. En la Iglesia cada uno de nosotros encuentra lo que es necesario para creer, para vivir como cristianos, para ser santos, para caminar en todo lugar y en cada época.

    Por poner un ejemplo, podemos decir que es como en la vida familiar; en familia a cada uno de nosotros se nos fue dado todo lo que nos permite crecer, madurar, vivir. No se puede hacer crecer solo, no se puede caminar solo, aislándose, sino que se camina y se crece en una comunidad, en una familia. ¡Y lo mismo ocurre en la Iglesia! En la Iglesia podemos escuchar la Palabra de Dios, con la seguridad de que es el mensaje que el Señor nos ha dado; en la Iglesia podemos encontrar al Señor en los sacramentos que son las ventanas abiertas por donde se nos da la luz de Dios, los arroyos de los cuales recogemos la vida misma de Dios; en la Iglesia aprendemos a vivir la comunión , el amor que viene de Dios. Cada uno de nosotros puede preguntarse hoy: ¿Cómo vivo en la Iglesia? Cuando voy a la iglesia, es como si fuera al estadio, a un partido de fútbol? ¿Es como si estuviera en el cine? No, es otra cosa. ¿Como voy a la iglesia? ¿Cómo acojo los dones que la Iglesia me da, para crecer, para madurar como cristiano? Participo en la vida de comunidad o voy a la iglesia y me encierro en mis problemas aislándome del otro? En este primer sentido, la Iglesia es católica porque es la casa de todos. Todos son hijos de la Iglesia y todos están en esta casa.

        2. Un segundo significado: la Iglesia es católica porque es universal, se extiende por todo el mundo y proclama el Evangelio a todos los hombres y mujeres. La Iglesia no es un grupo de élite, no solo para unos pocos. La Iglesia no tiene límites, es enviada a todas las personas, a toda la humanidad . Y la única Iglesia está presente incluso en las partes más pequeñas de la misma. Todo el mundo puede decir: en mi parroquia está presente la Iglesia Católica, porque también esa parte de la Iglesia universal, también esta tiene la plenitud de los dones de Cristo, la fe, los sacramentos, el ministerio; está en comunión con el obispo, con el papa y está abierta a todos, sin distinción. La Iglesia no está solo a la sombra de nuestro campanario, sino que abarca una gran variedad de gente, de pueblos que profesan la misma fe, se nutren de la misma Eucaristía, son atendidos por los mismos pastores. ¡Sentirse en comunión con toda la Iglesia, con toda la comunidad católica grande y pequeña de todo el mundo! ¡Esto es hermoso! Y luego sentir que todos estamos en misión, pequeñas o grandes comunidades, todos tenemos que abrir nuestras puertas y salir por el evangelio. Preguntémonos entonces: ¿qué estoy haciendo para comunicar a los demás la alegría del encuentro con el Señor , la alegría de pertenecer a la Iglesia? Proclamar y dar testimonio de la fe no es una cuestión de unos pocos, tiene que ver también conmigo, contigo, ¡con cada uno de nosotros!

        3. Una tercera y última reflexión: la Iglesia es católica, porque es la "casa de la armonía", donde la unidad y la diversidad hábilmente combinan entre sí para ser riqueza. Pensemos en la imagen de la sinfonía, que significa acuerdo, armonía, diferentes instrumentos que tocan juntos; cada uno conserva su timbre inconfundible y sus características de sonido se unen por algo en común. Luego está el que guía, el director, y en la sinfonía que se ejecuta todos suenan  juntos en "armonía", pero no se borra el timbre de cada instrumento; ¡la peculiaridad de cada uno, de hecho, es aprovechada al máximo!

    Es una bella imagen que nos dice que la Iglesia es como una gran orquesta en la que hay variedad. No todos somos iguales y no debemos ser todos iguales. Todos somos diversos, diferentes, cada uno con sus propias cualidades. Y esa es la belleza de la Iglesia: cada uno trae lo propio, lo que Dios le dio, para enriquecer a los demás. Y entre los que la componen hay esta diversidad, pero es una diversidad que no entra en conflicto, no se opone; es una variedad que se deja fundir en armonía por el Espíritu Santo; Él es el verdadero "Maestro", él mismo es armonía. Y aquí nos preguntamos: ¿en nuestras comunidades vivimos en armonía o peleamos entre nosotros? En mi parroquia, en mi movimiento, donde soy parte de la Iglesia, ¿hay chismes? Si hay chismes no hay armonía, sino una lucha. Y esta no es la Iglesia. La Iglesia es la armonía de todos: ¡nunca hablar mal entre sí, nunca pelear!

    Aceptamos al uno y al otro, se acepta que exista una justa variedad, que esto sea diferente, que aquello se piense de una forma u otra –incluso en la misma fe se puede pensar de otra manera- ¿o tendemos a estandarizar todo? Porque la uniformidad mata la vida. La vida de la Iglesia es variedad, y cuando queremos imponer esta uniformidad sobre todos matamos los dones del Espíritu Santo. Oremos al Espíritu Santo, que es el autor de esta unidad en la variedad, de esta armonía, para  que nos haga cada vez más "católicos", es decir, ¡en esta Iglesia que es católica y universal! Gracias.

 

 

La Iglesia es apostólica

Catequesis que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 16 de octubre de 2013

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        Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

 

        Cuando recitamos el Credo decimos "Creo en la Iglesia una, santa, católica y apostólica". No sé si alguna vez habéis reflexionado sobre el sigificado que tiene la expresión . Quizás alguna vez, viniendo a Roma, habéis pensado en la importancia de los apóstoles Pedro y Pablo, que aquí dieron sus vidas para llevar el Evangelio y dar testimonio.

        Más aún. Profesar que la Iglesia es apostólica, significa hacer hincapié en la relación constitutiva que esta tiene con los apóstoles, con ese pequeño grupo de doce hombres que un día Jesús llamó a Él, los llamó por su nombre, para que permanecieran con Él y para enviarlos a predicar (cf. Mc. 3,13-19). "Apóstol", de hecho, es una palabra griega que significa "mandado", "enviado". Un apóstol es una persona que es enviada, y enviada a hacer algo; y los apóstoles fueron escogidos, llamados y enviados por Jesús para continuar su obra; es decir para rezar --ese es la primera tarea de un apóstol--, y segundo, para proclamar el Evangelio. Esto es importante, porque cuando pensamos en los apóstoles, podríamos pensar que ellos fueron enviados solo para anunciar el Evangelio, para hacer muchas obras. Pero en los primeros días de la Iglesia había un problema porque los apóstoles debían hacer muchas cosas y luego formaron a los diáconos, para que los apóstoles tuvieran más tiempo para orar y proclamar la Palabra de Dios.

        Cuando pensamos en los sucesores de los apóstoles, los obispos, incluido el papa, porque él también es un obispo, debemos preguntarnos si este sucesor de los apóstoles antes que nada, primero ora y luego proclama el Evangelio: esto es ser apóstol y por esta razón la Iglesia es apostólica. Todos nosotros, si queremos ser apóstoles como explicaré luego, debemos preguntarnos: ¿rezo por la salvación del mundo? ¿Predico el Evangelio? ¡Esta es la Iglesia Apostólica! Es una relación constitutiva que tenemos con los apóstoles.

        A partir de esto me gustaría hacer hincapié muy brevemente en tres acepciones del adjetivo "apostólica", tal como se aplica a la Iglesia.

        1 . La Iglesia es apostólica porque está fundada en la oración y la predicación de los apóstoles, en la autoridad que les fue dada por el mismo Cristo. San Pablo escribe a los cristianos de Éfeso : "Sois conciudadanos de los santos y miembros de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, teniendo como piedra angular al mismo Cristo Jesús" (2, 19-20). Es decir, compara a los cristianos con piedras vivas que forman un edificio que es la Iglesia, y este edificio está fundado sobre los apóstoles, como columnas, y la piedra que sostiene todo es Jesús mismo.

        ¡Sin Jesús no puede existir la Iglesia! ¡Jesús es la base misma de la Iglesia, el fundamento! Los apóstoles vivieron con Jesús, escucharon sus palabras, compartieron su vida, sobre todo han sido testigos de su muerte y resurrección. Nuestra fe, la Iglesia que Cristo quiso, no se basa en una idea, no se funda en una filosofía, se fundamenta en el mismo Cristo. Y la Iglesia es como una planta que ha crecido a lo largo de los siglos, se ha desarrollado, ha dado sus frutos y sus raíces están firmemente plantadas en Él, y la experiencia fundamental de Cristo que han tenido los Apóstoles, elegidos y enviados por Jesús, permanece hasta nosotros. Desde esa pequeña planta hasta nuestros días: así es la Iglesia en todo el mundo.

        2. Pero preguntémonos: ¿cómo es posible para nosotros conectarnos con ese testimonio? ¿Cómo puede llegar hasta nosotros lo que han experimentado los apóstoles con Jesús, lo que han oído de Él? Este es el segundo significado del término "apostolicidad”. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que la Iglesia es apostólica porque «conserva y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza, el buen depósito, las palabras sanas oídas a los apóstoles» (n. 857). La Iglesia conserva a través de los siglos este precioso tesoro, que es la Sagrada Escritura, la doctrina, los sacramentos, el ministerio de los pastores, para que podamos ser fieles a Cristo y participar de su vida misma. Es como un río que fluye en la historia, se desarrolla, irriga, pero el agua que fluye es siempre la que comienza desde la fuente, y la fuente es el propio Cristo: Él ha resucitado, Él es el Viviente, y sus palabras no pasan, porque Él no pasa, Él está vivo, Él está con nosotros hoy aquí, Él nos oye y nosotros hablamos con él y Él nos escucha, está en nuestro corazón. ¡Jesús está con nosotros hoy! Esta es la belleza de la Iglesia: la presencia de Jesucristo en medio de nosotros. ¿Pensamos acaso lo importante que es este don que Cristo nos ha dado, el don de la Iglesia, donde lo podemos encontrar? ¿Pensamos acaso cómo es la misma Iglesia, en su camino a lo largo de estos siglos --a pesar de las dificultades, los problemas, las debilidades, nuestros pecados--, la que nos transmite el auténtico mensaje de Cristo? ¿Nos da la confianza de que lo que creemos es realmente lo que Cristo nos dijo?

        3 . El último pensamiento: la Iglesia es apostólica porque es enviada a llevar el Evangelio a todo el mundo. Continúa en el camino de la historia la misma misión que Jesús confió a los apóstoles: «Id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto les he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt. 28,19-20). ¡Esto es lo que Jesús nos dijo que hiciéramos! Insisto en este aspecto de la actividad misionera, porque Cristo invita a todos a "ir" al encuentro de los demás, nos envía, nos pide movernos para llevar la alegría del Evangelio!

        Una vez más debemos preguntarnos: ¿somos misioneros con nuestras palabras, pero sobre todo con nuestra vida cristiana, a través de nuestro testimonio? ¿O somos cristianos encerrados en nuestro corazón y en nuestras iglesias, cristianos de sacristía? ¿Cristianos solo de palabras, pero que vivemos como paganos? Debemos hacernos estas preguntas, que no son un reproche. Yo también, me lo digo a mí mismo: ¿cómo soy cristiano, realmente con el testimonio?

        La Iglesia tiene sus raíces en la enseñanza de los apóstoles, verdaderos testigos de Cristo, pero mira hacia el futuro, tiene la firme conciencia de ser enviada --enviada por Jesucristo--, de ser misionera, llevando el nombre de Jesús a través de la oración, el anuncio y el testimonio. Una Iglesia que se cierra sobre sí misma y en el pasado, una Iglesia que ve solo las pequeñas reglas de hábitos, de actitudes, es una Iglesia que traiciona a su propia identidad; ¡una Iglesia cerrada traiciona su propia identidad! Por ello, ¡descubramos hoy toda la belleza y la responsabilidad de ser Iglesia Apostólica! Y recordadlo: Iglesia Apostólica porque oramos -- primera tarea--, y porque proclamamos el Evangelio con nuestra vida y con nuestras palabras.

 

María, imagen y modelo de la Iglesia

Catequesis que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 23 de octubre de 2013

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

 

Continuando con la catequesis sobre la Iglesia, hoy me gustaría mirar a María como imagen y modelo de la Iglesia. Y lo hago recuperando una expresión del Concilio Vaticano II. Dice la constitución Lumen gentium: "Como enseñaba san Ambrosio, la Madre de Dios es una figura de la Iglesia en el orden de la fe, la caridad y de la perfecta unión con Cristo» (n. 63).

1. Partamos desde el primer aspecto, María como modelo de fe. ¿En qué sentido María es un modelo para la fe de la Iglesia? Pensemos en quién fue la Virgen María: una joven judía, que esperaba con todo el corazón la redención de su pueblo. Pero en aquel corazón de joven hija de Israel, había un secreto que ella misma aún no lo sabía: en el designio del amor de Dios estaba destinada a convertirse en la Madre del Redentor. En la Anunciación, el mensajero de Dios la llama "llena de gracia" y le revela este proyecto. María responde "sí", y desde ese momento la fe de María recibe una nueva luz: se concentra en Jesús, el Hijo de Dios que se hizo carne en ella y en quien que se cumplen las promesas de toda la historia de la salvación. La fe de María es el cumplimiento de la fe de Israel, en ella realmente está reunido todo el camino, la vía de aquel pueblo que esperaba la redención, y en este sentido es el modelo de la fe de la Iglesia, que tiene como centro a Cristo, la encarnación del amor infinito de Dios.

¿Cómo ha vivido María esta fe? La vivió en la sencillez de las miles de ocupaciones y preocupaciones cotidianas de cada madre, en cómo ofrecer los alimentos, la ropa, la atención en el hogar... Esta misma existencia normal de la Virgen fue el terreno donde se desarrolla una relación singular y un diálogo profundo entre ella y Dios, entre ella y su hijo. El "sí" de María, ya perfecto al principio, creció hasta la hora de la Cruz. Allí, su maternidad se ha extendido abrazando a cada uno de nosotros, nuestra vida, para guiarnos a su Hijo. María siempre ha vivido inmersa en el misterio del Dios hecho hombre, como su primera y perfecta discípula, meditando cada cosa en su corazón a la luz del Espíritu Santo, para entender y poner en práctica toda la voluntad de Dios.

Podemos hacernos una pregunta: ¿nos dejamos iluminar por la fe de María, que es Madre nuestra? ¿O la creemos lejana, muy diferente a nosotros? En tiempos de dificultad, de prueba, de oscuridad, ¿la vemos a ella como un modelo de confianza en Dios, que quiere siempre y solamente nuestro bien? Pensemos en ello, ¡tal vez nos hará bien reencontrar a María como modelo y figura de la Iglesia por esta fe que ella tenía!

2 . Llegamos al segundo aspecto: María, modelo de caridad. ¿De qué modo María es para la Iglesia ejemplo viviente del amor? Pensemos en su disponibilidad hacia su prima Isabel. Visitándola, la Virgen María no solo le llevó ayuda material, también eso, pero le llevó a Jesús, quien ya vivía en su vientre. Llevar a Jesús a dicha casa significaba llevar la alegría, la alegría plena. Isabel y Zacarías estaban contentos por el embarazo que parecía imposible a su edad, pero es la joven María la que les lleva el gozo pleno, aquel que viene de Jesús y del Espíritu Santo, y que se expresa en la caridad gratuita, en el compartir, en el ayudarse, en el comprenderse.

Nuestra Señora quiere traernos a todos el gran regalo que es Jesús; y con Él nos trae su amor, su paz, su alegría. Así, la Iglesia es como María: la Iglesia no es un negocio, no es un organismo humanitario, la Iglesia no es una ONG, la Iglesia tiene que llevar a todos hacia Cristo y su evangelio; no se ofrece a sí misma –así sea pequeña, grande, fuerte o débil- la Iglesia lleva a Jesús y debe ser como María cuando fue a visitar a Isabel. ¿Qué llevaba María? A Jesús. La Iglesia lleva a Jesús: ¡este el centro de la Iglesia, llevar a Jesús! Si hipotéticamente, alguna vez sucediera que la Iglesia no lleva a Jesús, ¡esta sería una Iglesia muerta! La Iglesia debe llevar la caridad de Jesús, el amor de Jesús, la caridad de Jesús.

Hemos hablado de María, de Jesús. ¿Qué pasa con nosotros? Con nosotros que somos la Iglesia. ¿Cuál es el amor que llevamos a los demás? Es el amor de Jesús que comparte, que perdona, que acompaña, ¿o es un amor aguado, como se alarga al vino que parece agua? ¿Es un amor fuerte, o débil, al punto que busca las simpatías, que quiere una contrapartida, un amor interesado?

Otra pregunta: ¿a Jesús le gusta el amor interesado? No, no le gusta, porque el amor debe ser gratuito, como el suyo. ¿Cómo son las relaciones en nuestras parroquias, en nuestras comunidades? ¿Nos tratamos unos a otros como hermanos y hermanas? ¿O nos juzgamos, hablamos mal de los demás, cuidamos cada uno nuestro "patio trasero"? O nos cuidamos unos a otros? ¡Estas son preguntas de la caridad!

3. Y un último punto brevemente: María, modelo de unión con Cristo. La vida de la Virgen fue la vida de una mujer de su pueblo: María rezaba, trabajaba, iba a la sinagoga... Pero cada acción se realizaba siempre en perfecta unión con Jesús. Esta unión alcanza su culmen en el Calvario: aquí María se une al Hijo en el martirio del corazón y en la ofrenda de la vida al Padre para la salvación de la humanidad. Nuestra Madre ha abrazado el dolor del Hijo y ha aceptado con Él la voluntad del Padre, en aquella obediencia que da fruto, que trae la verdadera victoria sobre el mal y sobre la muerte.

Es hermosa esta realidad que María nos enseña: estar siempre unidos a Jesús. Podemos preguntarnos: ¿Nos acordamos de Jesús sólo cuando algo está mal y tenemos una necesidad? ¿O tenemos una relación constante, una profunda amistad, incluso cuando se trata de seguirlo en el camino de la cruz?

Pidamos al Señor que nos dé su gracia, su fuerza, para que en nuestra vida y en la vida de cada comunidad eclesial se refleje el modelo de María, Madre de la Iglesia. ¡Que así sea!

 

La comunión de las cosas santas

Catequesis que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 6 de noviembre de 2013

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    Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

    El miércoles pasado hablé de la comunión de los santos, entendida como comunión entre las personas santas, es decir entre nosotros, creyentes. Hoy quisiera profundizar otro aspecto de esta realidad.

    Recordad que había dos aspectos: uno la comunión entre nosotros (hagamos comunidad) y el otro aspecto es la comunión en los bienes espirituales, es decir la comunión de las cosas santas. Los dos aspectos están estrechamente conectados entre sí; de hecho la comunión entre los cristianos crece mediante la participación a los bienes espirituales. En especial consideramos: los sacramentos, los carismas y la caridad (cf. Catecismo de la Iglesia Católica nn. 949-953). Nosotros crecemos en unidad, en comunión con los Sacramentos, los carismas que cada uno tiene porque se los ha dado el Espíritu Santo, y la caridad.

        «Sacramentos» 

    Antes que nada, la Comunión en los Sacramentos. Los Sacramentos expresan y llevan a cabo una efectiva y profunda comunión entre nosotros, ya que en ellos encontramos a Cristo Salvador y, a través de Él, a nuestros hermanos en la fe. Los Sacramentos no son apariencias, no son ritos, los sacramentos son la fuerza de Cristo, está Jesucristo en los Sacramentos. Cuando celebramos la Misa, en la Eucaristía, está Jesús vivo, muy vivo, que nos reúne, nos hace comunidad, nos hace adorar al Padre.

    Cada uno de nosotros, de hecho, mediante el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, está incorporado a Cristo y unido a toda la comunidad de los creyentes. Por tanto, si por un lado está la Iglesia que “hace” los Sacramentos, por otro lado están los Sacramentos que “hacen” a la Iglesia, la edifican, generando nuevos hijos, agregándolos al pueblo santo de Dios, consolidando su pertenencia.

    Cada encuentro con Cristo, que en los Sacramentos nos da la salvación, nos invita a “ir” y comunicar a los demás una salvación que hemos podido ver, tocar, encontrar, acoger y que es verdaderamente creíble porque es amor. En este sentido, los Sacramentos nos empujan a ser misioneros y, el compromiso apostólico de llevar el Evangelio a todos los ambientes, también a los más hostiles, constituye el fruto más auténtico de una asidua vida sacramental, en cuanto que es participación en la iniciativa salvífica de Dios, que quiere dar a todos la salvación.

    La gracia de los Sacramentos alimenta en nosotros una fe fuerte y gozosa, una fe que sabe sorprenderse de las “maravillas” de Dios y sabe resistir a los ídolos del mundo. Por esto, es importante tomar la Comunión, importante que los niños sean bautizados pronto, importante que reciban la Confirmación. ¿Por qué? Porque es la presencia de Jesucristo en nosotros, que nos ayuda. Es importante, cuando nos sentimos pecadores, ir al Sacramento de la Reconciliación, “Pero Padre, tengo miedo, porque el cura me reñirá”. ¡No! No te reñirá el cura, porque ¿sabes a quien encontrarás allí, en el Sacramento de la Reconciliación? A Jesús, a Jesús que te perdona, es Jesús el que te espera allí, y esto es un Sacramento y esto hace crecer a toda la Iglesia.

        «Carismas»

    Un segundo aspecto de la comunión con las cosas santas es la  comunión de los carismas. El Espíritu Santo dispensa a los fieles una multitud de dones y de gracias espirituales; esta riqueza “fantasiosa” de los dones del Espíritu Santo está dirigida a la edificación de la Iglesia.

    Los carismas (es una palabra algo difícil), los carismas son los regalos que nos da el Espíritu Santo, un regalo que puede ser una manera, una habilidad o una posibilidad, pero son regalos que da, pero nos los da, no para que estén escondidos, nos da estos regalos para compartirlos con los demás. Por tanto no se dan a beneficio de quien los recibe, sino para la utilidad del pueblo de Dios. Si un carisma, sin embargo, sirve para afirmarse en uno mismo, existen dudas de que se trate un auténtico carisma o que se esté viviendo fielmente.

    En efecto, ¿qué son los carismas? Son gracias especiales, dadas a algunos para hacer el bien a los demás. Son actitudes, inspiraciones e impulsos interiores, que nacen en la conciencia y en la experiencia de determinadas personas, que están llamadas a ponerlos al servicio de la comunidad. En particular, estos dones espirituales benefician a la santidad de la Iglesia y a su misión. Todos estamos llamados a respetarlos en nosotros y en los demás, a acogerlos como estímulos útiles para una presencia y una obra fecunda de la Iglesia.

    San Pablo advertía: “No apaguéis el Espíritu” (1Ts 5, 19). No apaguéis el Espíritu, el Espíritu que nos da estos regalos, estas habilidades, estas virtudes, estas cosas tan bellas que hacen crecer a la Iglesia. ¿Cuál es nuestra actitud frente a estos dones del Espíritu Santo? ¿Somos conscientes de que el Espíritu de Dios es libre de darlos a quien quiere? ¿Los consideramos una ayuda espiritual, a través de la cual el Señor sostiene nuestra fe, la refuerza, y también refuerza nuestra misión en el mundo?

 

        «Caridad»

    Y llegamos al tercer aspecto de la comunión en las cosas santas, es decir la comunión de la caridad, la unidad entre nosotros que hace la caridad, el amor. Los paganos que veían a los primeros cristianos decían: “Pero estos, ¡cómo se aman! ¡cómo se quieren! ¡no se odian! ¡No murmuran unos contra otros! ¡Es bueno esto! La caridad es el amor de Dios que el Espíritu Santo nos da en el corazón.

    Los carismas son importantes en la vida de la comunidad cristiana, pero son siempre medios para crecer en la caridad, en el amor, que San Pablo coloca por encima del resto de carismas (cfr 1 Cor 13,1-13). Sin el amor, de hecho, incluso los dones más extraordinarios son vanos. “¡Este hombre cura a la gente! Tiene esta cualidad, tiene esta virtud”… Cura a la gente ¿pero tiene amor en su corazón? ¿Tiene caridad? Si la tiene: ¡Adelante! Si no la tiene: no sirve a la Iglesia.

    Sin el amor todos los dones no sirven a la Iglesia porque donde no hay amor, hay un vacío. Un vacío que se llena con el egoísmo y os pregunto: si todos nosotros somos egoístas, solamente egoístas ¿podemos vivir en paz en nuestra comunidad? ¿Se puede vivir en paz si todos somos egoístas? ¿Se puede o no? ¡No se puede! Por eso es necesario el amor que nos une, la caridad.

    El más pequeño de nuestros gestos de amor tiene buenos efectos en todos. Por tanto, vivir la unidad de la Iglesia, la comunión de la caridad, significa no buscar nuestro propio interés, significa compartir los sufrimientos y las alegrías de los hermanos (cf. 1 Cor 12,26), preparados para lleva el peso de los más débiles y pobres. Esta solidaridad fraterna no es una figura retórica, una manera de decir, sino que es parte integrante de la comunión entre los cristianos. Si la vivimos, somos en el mundo un signo, somos “sacramento” del amor de Dios. Lo somos los unos por los otros ¡y lo somos por todos! No se trata sólo de la pequeña caridad que podemos ofrecernos mutuamente, se trata de algo más profundo: es una comunión que nos hace capaces de entrar en la alegría y en el dolor de los demás para hacerlos nuestros de forma sincera.

    A menudo estamos demasiado secos, indiferentes, distantes y en vez de transmitir fraternidad, transmitimos mal humor, transmitimos frialdad, transmitimos egoísmo. ¿Con el malhumor, la frialdad y el egoísmo, se puede hacer crecer a la Iglesia? ¿Se puede hacer crecer toda la Iglesia? ¡No! ¡Con el mal humor, la frialdad y el egoísmo la Iglesia no crece! Crece sólo con el amor, con el amor que viene del Espíritu Santo.

    El Señor nos invita a abrirnos a la comunión con Él, en los Sacramentos, en los carismas y en la caridad, ¡para vivir dignamente nuestra vocación cristiana!

    Ahora me permito pediros un acto de caridad. Estad tranquilos que no se pasa la colecta… Sino un acto de caridad. Antes de venir a la plaza, he ido a visitar a una niña de un año y medio que tiene una enfermedad gravísima. Su papá, su mamá rezan, piden al Señor la salud de esta bella niña, se llama Noemí, ¡sonreía, pobrecita! Hagamos un acto de amor, no la conocemos, pero es una niña bautizada, es una de nosotros, una cristiana. Hagamos un acto de amor por ella. En silencio, pidamos por ella al Señor, que le dé la salud. En silencio, un minuto, después rezaremos el Avemaría. Recemos a la Virgen por la salud de Noemí.

Dios te salve María…

¡Gracias por este acto de caridad!

 

 

El Bautismo es la “puerta” de la fe y de la vida cristiana

Catequesis que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 13 de noviembre de 2013

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        Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

    En el Credo, a través del cual todos los domingos hacemos nuestra profesión de fe, nosotros afirmamos: “Creo en un solo bautismo por el perdón de los pecados”. Se trata de la única referencia explícita a un Sacramento en el interior del Credo. Solo se habla del Bautismo allí. En efecto el Bautismo es la “puerta” de la fe y de la vida cristiana. Jesús Resucitado dejó a los Apóstoles esta consigna: “Entonces les dijo: «Id por todo el mundo, anunciando la Buena Noticia a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará” (Mc 16, 15-16) La misión de la Iglesia es evangelizar y perdonar los pecados a través del sacramento bautismal. Pero volvamos a las palabras del Credo. La expresión se puede dividir en tres puntos: “creo”, “un solo bautismo”, “para la remisión de los pecados”.

    1. «Creo». ¿Qué quiere decir esto? Es un término solemne que indica la gran importancia del objeto, es decir del Bautismo. En efecto, pronunciando estas palabras nosotros afirmamos nuestra verdadera identidad de hijos de Dios. El Bautismo es, en un cierto sentido, el documento de identidad del cristiano, su acta de nacimiento. El acta de nacimiento a la Iglesia. Todos vosotros sabéis qué día nacisteis ¿verdad? Celebráis el cumpleaños, todos, todos nosotros celebramos el cumpleaños. Os haré una pregunta que ya os hice en otra ocasión ¿Quién de vosotros se acuerda de la fecha en que fue bautizado? Levantad la mano ¿quién de vosotros? Son pocos, ¡eh! ¡No muchos! Y no les pregunto a los obispos para no pasar vergüenza… ¡Son pocos! Hagamos una cosa, hoy, cuando volváis a casa, preguntad en que día fuisteis bautizados, investigadlo. Este será vuestro segundo cumpleaños. El primero es el cumpleaños a la vida y este será vuestro cumpleaños a la Iglesia. El día del nacimiento en la Iglesia ¿Lo haréis? Es una tarea para hacer en casa. Buscar el día en el que nacisteis. Y darle gracias al Señor porque nos ha abierto la puerta de la Iglesia, el día en el que fuimos bautizados. ¡Hagámoslo hoy!

    Al mismo tiempo, al Bautismo está ligada nuestra fe en la remisión de los pecados. El Sacramento de la Penitencia o Confesión es, de hecho, como un segundo “bautismo”, que recuerda siempre el primero para consolidarlo y renovarlo. En este sentido, el día de nuestro Bautismo es el punto de partida de un camino, de un camino bellísimo, de un camino hacia Dios, que dura toda la vida, un camino de conversión y que se sostiene continuamente por el Sacramento de la Penitencia. Pensad esto: cuando nosotros vamos a confesarnos de nuestras debilidades, de nuestros pecados, vamos a pedirle perdón a Jesús pero también a renovar este bautismo con este perdón. ¡Esto es bello! ¡Es como celebrar, en cada confesión, el día de nuestro bautismo! Así, la Confesión no supone sentarse en un sala de tortura. ¡Es una fiesta, una fiesta para celebrar el día del Bautismo! ¡La Confesión es para los bautizados! ¡Para tener limpio el vestido blanco de nuestra dignidad cristiana!

    2. Segundo elemento: «un solo bautismo». Esta expresión recuerda aquella de san Pablo “hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo” (Ef 4,5). La palabra “bautismo” significa literalmente “inmersión”, y, de hecho, este Sacramento constituye una verdadera inmersión espiritual… ¿Dónde? ¿En la piscina? ¡No! En la muerte de Cristo. El Bautismo es exactamente una inmersión espiritual en la muerte de Cristo de la cual se resurge con Él como nuevas criaturas (cfr. Rm 6,4). Se trata de una baño de regeneración y de iluminación. Regeneración porque se realiza este nacimiento del agua y del Espíritu sin el cual nadie puede entrar en el Reino de los Cielos (cfr. Jn 3,5). Iluminación porque, a través del Bautismo, la persona humana se colma de la gracia de Cristo, “luz verdadera que ilumina a todo hombre” (Jn 1,9) y destruye las tinieblas del pecado. Por esto en la ceremonia del Bautismo a los padres se les entrega un cirio encendido para simbolizar esta iluminación. El Bautismo nos ilumina desde dentro con la luz de Jesús. Por este don, el bautizado está llamado a convertirse él mismo en “luz” para los hermanos, especialmente para los que están en las tinieblas y no ven la luz en el horizonte de sus vidas.

    Probemos a preguntarnos: el Bautismo, para mí, ¿es un hecho del pasado, de ese día que vosotros hoy buscareis en casa para saber cuál es, o una realidad viva, que tiene que ver con mi presente, en todo momento? ¿Te sientes fuerte, con la fuerza que te da Cristo, con su Sangre, con su Resurrección? ¿Tú te sientes fuerte? O ¿te sientes débil? ¿Sin fuerzas? El Bautismo da fuerzas. Con el Bautismo, ¿te sientes un poco iluminado, iluminada con la luz que viene de Cristo? ¿eres un hombre o una mujer de luz? O ¿eres un hombre, una mujer oscuros, sin la luz de Jesús? Pensad en esto. Tomad la gracia del Bautismo, que es un regalo, es convertirse en luz, luz para todos.

    3. Finalmente, un breve apunte sobre el tercer elemento: «para la remisión de los pecados». Recordad esto: profeso un solo bautismo, para el perdón de los pecados. En el sacramento del Bautismo se perdonan todos los pecados, el pecado original y todos los pecados personales, como también todas las penas del pecado. Con el Bautismo se abre la puerta a una efectiva novedad de vida que no está oprimida por el peso de un pasado negativo, sino que participa ya de la belleza y de la bondad del Reino de los cielos. Se trata de una intervención potente de la misericordia de Dios en nuestra vida, para salvarnos. Pero esta intervención salvífica no quita a nuestra naturaleza humana su debilidad; todos somos débiles y todos somos pecadores ¡No nos quita la responsabilidad de pedir perdón cada vez que nos equivocamos! Y esto es hermoso: yo no me puedo bautizar dos veces, tres veces, cuatro veces, pero sí puedo ir a la confesión. Y, cada vez que me confieso, renuevo la gracia del bautismo, es como si yo hiciera un segundo bautismo. El Señor Jesús, que es tan bueno, que nunca se cansa de perdonarnos, me perdona. Recordadlo bien, el bautismo nos abre la puerta de la Iglesia; buscad la fecha de bautismo. Pero, incluso cuando la puerta se cierra un poco, por nuestras debilidades y nuestros pecados, la confesión la vuelve a abrir, porque la confesión es como un segundo bautismo, que nos perdona todo y nos ilumina, para seguir adelante con la luz del Señor. Vayamos así adelante, alegres, porque la vida se debe vivir con la alegría de Jesucristo. Y esto es una gracia del Señor. Gracias.

 

 

 

Dios no se cansa de perdonarnos y nosotros no debemos cansarnos de ir a pedir perdón

Catequesis que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 20 de noviembre de 2013

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

     El miércoles pasado hablé de la remisión de los pecados, referida de forma particular al bautismo. Hoy continuamos  con el tema de la remisión de los pecados, pero en referencia a la llamada "potestad de las llaves", que es un símbolo bíblico de la misión que Jesús ha dado a los apóstoles.

    Lo primero que debemos recordar es que el protagonista del perdón de los pecados es el Espíritu Santo. En su primera aparición a los apóstoles, en el cenáculo, como hemos escuchado, Jesús resucitado hizo el gesto de soplar sobre ellos diciendo: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, éstos les son perdonados; a quienes retengáis los pecados, éstos les son retenidos." (Jn 20, 22-23). Jesús, transfigurado en su cuerpo, ya es el hombre nuevo, que ofrece los dones pascuales fruto de su muerte y resurrección. ¿Y cuáles son estos dones? La paz, la alegría, el perdón de los pecados, la misión, pero sobre todo da el Espíritu Santo que es el origen de todo esto. Del Espíritu Santo vienen todos estos dones. El soplo de Jesús, acompañado de las palabras con las que comunica el Espíritu, indica el transmitir la vida, la vida nueva regenerada por el perdón.

    Pero antes de hacer este gesto de soplar y donar el Espíritu, Jesús muestra sus llagas, en las manos y en el costado: estas heridas representan el precio de nuestra salvación. El Espíritu Santo nos trae el perdón de Dios "pasando a través" de las llagas de Jesús. Estas llagas que  ha querido conservar, también en este momento, en el cielo Él hace ver  al Padre las llagas  con las cuales nos ha rescatado. Y por la fuerza de estas llagas nuestros pecados son perdonados. Así Jesús ha dado su vida por nuestra paz, nuestra alegría, por la gracia en nuestra alma, por el perdón de nuestros pecados. Y esto es muy bonito, mirar a Jesús así.

    Y vamos al segundo elemento: Jesús da a los apóstoles el poder de perdonar los pecados. Pero, ¿cómo es esto? Porque es un poco difícil de entender. ¿Cómo un hombre puede perdonar los pecados? Jesús da el poder, la Iglesia es depositaria del poder de las llaves. Así de abrir o cerrar, de perdonar . Dios perdona a cada hombre en su soberana misericordia, pero Él mismo ha querido que cuantos pertenecen a Cristo y a su Iglesia, reciban el perdón mediante los ministros de la Comunidad. A través del misterio apostólico la misericordia de Dios me alcanza, mis culpas son perdonadas y se me dona la alegría. De este modo Jesús nos llama a vivir la reconciliación también en la dimensión eclesial, comunitaria. Y esto es muy bonito. La Iglesia, que es santa y a la vez necesitada de penitencia, acompaña nuestro camino de conversión durante toda la vida. La Iglesia no es dueña del poder de las llaves, no es dueña, sino sierva del ministerio de la misericordia y se alegra todas las veces que puede ofrecer este don divino.

    Tantas personas quizá no entienden la dimensión eclesial del perdón, porque domina siempre el individualismo, el subjetivismo y también nosotros cristianos lo volvemos a sentir. Cierto, Dios perdona a cada pecador arrepentido, personalmente, pero el cristiano está unido a Cristo, y Cristo está unido a la Iglesia. Para nosotros cristianos hay un don más, y hay también un compromiso más: pasar humildemente a través del ministerio eclesial. Y esto debemos valorarlo.  Es un don, también una cura, una protección, y también la seguridad de que Dios me ha perdonado. Yo voy donde el hermano sacerdote y digo 'padre, he hecho esto', pero 'yo te perdono' y es Dios quien perdona. Y yo estoy seguro en ese momento que Dios me ha perdonado y esto es bonito. Esto es la seguridad de lo que nosotros decimos siempre: Dios siempre nos perdona, no se cansa de perdonar. Nosotros no debemos cansarnos de ir a pedir perdón. Pero 'padre, a mí me da vergüenza ir a decir mis pecado". Pero mira, nuestras madres, nuestra abuelas decían que es mejor ponerse rojo una vez que mil veces amarillo. Tú te pones rojo una vez, te perdonan los pecados y adelante.

    Para finalizar, un último punto: el sacerdote instrumento para el perdón de los pecados. El perdón de Dios que se da en la Iglesia, nos es transmitido por medio del ministerio de un hermano nuestro, el sacerdote; también él, un hombre que como nosotros necesita misericordia, se convierte verdaderamente en instrumento de misericordia, donándonos el amor sin límites de Dios Padre. También los sacerdotes deben confesarse, también los obispos, todos somos pecadores, también el papa se confiesa cada 15 días, porque el papa también es un pecador. El confesor escucha las cosas que yo le digo, me aconseja y me perdona. ¿Y por qué? Porque todos necesitamos este perdón.

     A veces sucede escuchar a alguno que afirma confesarse directamente con Dios. Sí, como decía antes, Dios nos escucha siempre, pero en el sacramento de la Reconciliación manda a un hermano a traerte el perdón, la seguridad del perdón en nombre de la Iglesia. El servicio que el sacerdote presta como ministro, de parte de Dios, para perdonar los pecados es muy delicado, es un servicio muy delicado y exige que su corazón esté en paz, que el sacerdote tenga el corazón en paz; que no maltrate  a los fieles, sino que sea apacible, benévolo y misericordioso; que sepa sembrar esperanza en los corazones y, sobre todo, sea consciente que el hermano o la hermana que se acerca al sacramento de la Reconciliación busca el perdón y lo hace como se acercaban tantas personas a Jesús para que les sanase. El sacerdote que no tenga esta disposición de espíritu es mejor, que hasta que no se corrija, no administre este sacramento. Los fieles penitentes tienen ¿el deber?  ¡no! tienen  el derecho, nosotros tenemos el derecho, todos los fieles de encontrar en los sacerdotes los servidores del perdón de Dios.

    Queridos hermanos, como miembros de la Iglesia, pregunto ¿somos consciente de la belleza de este don que nos ofrece Dios mismo? ¿Sentimos la alegría de esta cura, de esta atención materna que la Iglesia tiene hacia nosotros? ¿Sabemos valorarla con sencillez? No olvidemos que Dios no se cansa nunca de perdonarnos; mediante el ministerio del sacerdote nos acoge en un nuevo abrazo que nos regenera y nos permite realzarnos y retomar de nuevo el camino. Porque esta es nuestra vida, continuamente, realzarnos y retomar de nuevo el camino.

¡Gracias!

 

Creo en la resurrección de la carne

Catequesis que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 4 de diciembre de 2013

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

 

        Hoy vuelvo de nuevo sobre la afirmación: «Creo en la resurrección de la carne». Se trata de una verdad que no es sencilla y nada obvia, porque, viviendo inmersos en este mundo, no es fácil comprender la realidad futura. Pero el Evangelio nos ilumina: nuestra resurrección está estrechamente vinculada a la resurrección de Jesús; el hecho de que Él esté resucitado es la prueba de que existe la resurrección de los muertos. Quisiera entonces, presentar algunos aspectos que relacionan la resurrección de Cristo y nuestra resurrección. Él ha resucitado y así, nosotros también resucitaremos.

        Antes que nada, la misma Sagrada Escritura contiene un camino hacia la fe plena en la resurrección de los muertos. Esta se expresa como fe en Dios creador de todo hombre, alma y cuerpo, y como fe en Dios liberador, el Dios fiel a la Alianza con su pueblo. El profeta Ezequiel, en una visión, contempla los sepulcros de los deportados que se vuelven a abrir y los huesos secos que reviven gracias a la acción de un espíritu vivificante. Esta visión expresa la esperanza en la futura “resurrección de Israel”, es decir en el renacimiento del pueblo derrotado y humillado (cf. Ez 37,1-14).

        Jesús, en el Nuevo Testamento, lleva a su cumplimiento esta revelación, y vincula la fe en la resurrección a su misma persona: “Yo soy la Resurrección y la Vida” (Jn 11,25). De hecho, será Jesús el Señor el que resucitará en el último día a todos los que hayan creído en Él. Jesús vino entre nosotros, se hizo hombre como nosotros en todo, menos en el pecado; de este modo nos ha tomado consigo en su camino de vuelta al Padre. Él, el Verbo Encarnado, muerto por nosotros y resucitado, da a sus discípulos el Espíritu Santo como un anticipo de la plena comunión en su Reino glorioso, que esperamos vigilantes. Esta espera es la fuente y la razón de nuestra esperanza: una esperanza que, cultivada y custodiada, se convierte en luz para iluminar nuestra historia personal y comunitaria. Recordémoslo siempre: somos discípulos de Él que ha venido, viene cada día y vendrá al final. Si conseguimos tener más presente esta realidad, estaremos menos cansados en nuestro día a día, menos prisioneros de lo efímero y más dispuestos a caminar con corazón misericordioso en la vía de la salvación.

        Un segundo aspecto: ¿qué significa resucitar? La resurrección, la resurrección de todos nosotros, ¿eh? Sucederá en el último día, al final del mundo, por obra de la omnipotencia de Dios, que restituirá la vida a nuestro cuerpo reuniéndolo con el alma, por la resurrección de Jesús. Esta es la explicación fundamental: porque Jesús resucitó, nosotros resucitaremos. Tenemos esperanza en la resurrección por que Él nos ha abierto la puerta, nos ha abierto la puerta a la resurrección. Esta transformación en espera, en camino a la resurrección, esta transfiguración de nuestro cuerpo se prepara en esta vida mediante el encuentro con Cristo Resucitado en los Sacramentos, especialmente en la Eucaristía. Nosotros que en esta vida nos nutrimos de su Cuerpo y de su Sangre, resucitaremos como Él, con Él y por medio de Él. Como Jesús resucitó con su propio cuerpo, pero no volvió a una vida terrena, así nosotros resucitaremos con nuestros cuerpos que serán transfigurados en cuerpos gloriosos. Esto no es mentira, ¿eh? ¡Esto es verdad! Nosotros creemos que Jesús ha resucitado, que Jesús está vivo en este momento. ¿Creéis que Jesús está vivo, que está vivo? ¡Ah, no creéis! ¿Creéis o no creéis? Y si Jesús está vivo, ¿pensáis que Jesús nos dejará morir y nunca nos resucitará? ¡No! ¡Él nos espera! Y como Él está resucitado, la fuerza de su resurrección nos resucitará a nosotros.

        Ya en esta vida nosotros participamos de la resurrección de Cristo. Si es verdad que Jesús nos resucitará al final de los tiempos, es también verdad que, en un aspecto, ya estamos resucitados con Él. ¡La Vida Eterna comienza ya en este momento! Comienza durante toda la vida hacia aquel momento de la resurrección final ¡Ya estamos resucitados! De hecho, mediante el Bautismo, estamos insertos en la muerte y resurrección de Cristo y participamos de una vida nueva, es decir la vida del Resucitado. Por tanto, en la espera de este último día, tenemos en nosotros una semilla de resurrección, como anticipo de la resurrección plena que recibiremos en herencia. Por eso también el cuerpo de cada uno es resonancia de eternidad, por tanto ha de ser respetado siempre; y sobre todo debe ser respetada y amada la vida de todos los que sufren, para que sientan la cercanía del Reino de Dios, de esa condición de vida eterna hacia la que caminamos. Este pensamiento nos da esperanza. Estamos en camino hacia la resurrección. Esta es nuestra alegría: un día encontrar a Jesús, encontrar a Jesús todos juntos. Todos juntos, no aquí en la Plaza, en otra parte, pero alegres con Jesús. Y este es nuestro destino.

 

 

Creo en la vida eterna

Catequesis que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 11 de diciembre de 2013

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! 

 

        Hoy quisiera iniciar la última catequesis sobre nuestra profesión de fe, tratando la afirmación «Creo en la vida eterna». En particular me detengo en el juicio final. ¡No tengáis miedo! Escuchemos lo que dice la Palabra de Dios. Al respecto, leemos en el evangelio de Mateo: Entonces Cristo «vendrá en su gloria, con todos sus ángeles… Y todas las gentes se reunirán delante de él, y él separará a unos de otros, como separa el pastor las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda… Aquéllos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna» (Mt 25,31-33.46).

        Cuando pensamos en el regreso de Cristo y en su juicio final, que manifestará, hasta sus últimas consecuencias, el bien que cada uno habrá realizado o habrá dejado de realizar durante su vida terrena, percibimos que nos encontramos ante un misterio que nos supera, que no conseguimos ni siquiera imaginar. Un misterio que casi instintivamente suscita en nosotros una sensación de miedo, y quizás también de trepidación. Pero si reflexionamos bien sobre esta realidad, esta sólo puede agrandar el corazón de un cristiano y ser un gran motivo de consuelo y confianza.

        A este propósito, el testimonio de las primeras comunidades cristianas resuena muy sugerente. Estas solían acompañar las celebraciones y las oraciones con la aclamación Maranathá, una expresión constituida por dos palabras arameas que, según cómo sean pronunciadas, se pueden entender como una súplica: «¡Ven, Señor!», o como una certeza alimentada por la fe: «Sí, el Señor viene, el Señor está cerca». Es la exclamación con la que culmina toda la Revelación cristiana, al final de la maravillosa contemplación que se nos ofrece en el Apocalipsis de Juan (cfr Ap 22,20). En ese caso, es la Iglesia-esposa que, en nombre de la humanidad, de toda la humanidad, y en cuanto su primicia, se dirige a Cristo, su esposo, deseando ser envuelta por su abrazo; un abrazo, el abrazo de Jesús, que es plenitud de vida y de amor.

        Si pensamos en el juicio en esta perspectiva, todo miedo disminuye y deja espacio a la esperanza y a una profunda alegría: será precisamente el momento en el que seremos juzgados. Preparados para ser revestidos de la gloria de Cristo, como de una vestidura nupcial, y ser conducidos al banquete, imagen de la plena y definitiva comunión con Dios.

        Un segundo motivo de confianza se nos ofrece por la constatación de que, en el momento del juicio, no se nos dejará solos. Jesús mismo, en el evangelio de Mateo, es quien preanuncia cómo, al final de los tiempos, aquellos que le hayan seguido tomarán asiento en su gloria, para juzgar junto a él (cfr Mt 19,28). El apóstol Pablo después, escribiendo a la comunidad de Corinto, afirma: «¿No sabéis que los santos juzgarán al mundo? ¡Cuánto más las cosas de esta vida!» (1 Cor 6,2-3).

        ¡Qué hermoso saber que en esa coyuntura, además de contar con Cristo, nuestro Paráclito, nuestro Abogado ante el Padre (cfr 1 Jn 2,1), podremos contar con la intercesión y la benevolencia de tantos hermanos y hermanas nuestros más grandes que nos han precedido en el camino de la fe, que han ofrecido su vida por nosotros y que siguen amándonos de forma indecible! Los santos ya viven en la presencia de Dios, en el esplendor de su gloria orando por nosotros que aún vivimos en la tierra. ¡Cuánto consuelo suscita en nuestro corazón esta certeza! La Iglesia es verdaderamente una madre y, como una mamá, busca el bien de sus hijos, sobre todo de los más alejados y afligidos, hasta que encuentre su plenitud en el cuerpo glorioso de Cristo con todos sus miembros. 

        Una última sugerencia se nos ofrece en el Evangelio de Juan, donde se afirma explícitamente que «Dios no ha mandado el Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él. Quien cree en él no está condenado; pero quien no cree ya está condenado, porque no ha creído en el Hijo único de Dios» (Jn 3,17-18). Esto significa entonces que ese juicio, el juicio ya está en marcha, empieza ahora, en el transcurso de nuestra existencia.

        Este juicio es pronunciado en cada instante de la vida, como respuesta de nuestra acogida con fe de la salvación presente y operante en Cristo, o bien de nuestra incredulidad, con la consiguiente cerrazón en nosotros mismos. Pero si nos cerramos al amor de Jesús, somos nosotros mismos los que nos condenamos, somos condenados por nosotros mismos. La salvación es abrirnos a Jesús y él nos salva.

        Y si somos pecadores, todos somos pecadores, todos lo somos, todos, y pedimos perdón, y vamos con el deseo de ser buenos, el Señor nos perdona, pero para esto debemos abrirnos, abrirnos al amor de Jesús, que es más fuerte que todas las demás cosas, el amor de Jesús es grande. El amor de Jesús es misericordioso, el amor de Jesús perdona, pero debes abrirte, y abrirse significa arrepentirse, lamentarse de las cosas que hemos hecho que no son buenas.

        El Señor Jesús se ha donado y sigue donándose a nosotros, para llenarnos de toda la misericordia y la gracia del Padre. Somos nosotros, por tanto, los que podemos convertirnos en cierto sentido en jueces de nosotros mismos, auto condenándonos a la exclusión de la comunión con Dios y con los hermanos, con la profunda soledad y tristeza que esto produce. No nos cansemos, por tanto, de vigilar nuestros pensamientos y nuestras actitudes, para pregustar desde ahora el calor y el esplendor del rostro de Dios. 

        Será bellísimo ese Dios que en la vida eterna contemplaremos en toda su plenitud. ¡Adelante! Pensando en ese juicio que comienza ahora, que ya ha empezado. ¡Adelante! Haciendo que nuestro corazón esté abierto a Jesús y a su salvación, y ¡Adelante! Sin tener miedo, porque el amor de Jesús es más grande, y si nosotros pedimos perdón por nuestros pecados él nos perdona. Jesús es así. ¡Adelante con esta certeza, que nos llevará a la gloria del cielo! Gracias.