Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 17 de octubre de 2012
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Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quisiera presentar el nuevo ciclo de catequesis, que se lleva a cabo
durante todo el Año de la Fe que acaba de empezar y que interrumpe --por
este período--, el ciclo dedicado a la escuela de oración. Con la Carta
apostólica Porta
Fidei elegí
este Año especial, justamente para que la Iglesia renueve el entusiasmo
de creer en Jesucristo, único Salvador del mundo, reavive la alegría de
caminar por la vía que nos ha mostrado, y testifique en modo concreto la
fuerza transformante de la fe.
El aniversario de los cincuenta años de la apertura del Concilio
Vaticano II es una gran oportunidad para volver a Dios, para profundizar
y vivir con mayor valentía la propia fe, para fortalecer la pertenencia
a la Iglesia, "maestra en humanidad", y que, a través de la proclamación
de la Palabra, la celebración de los sacramentos y las obras de caridad
nos lleve a encontrar y conocer a Cristo, verdadero Dios y verdadero
hombre. Se trata del encuentro no con una idea o con un proyecto de
vida, sino con una Persona viva que nos transforma profundamente,
revelándonos nuestra verdadera identidad como hijos de Dios. El
encuentro con Cristo renueva nuestras relaciones humanas, dirigiéndolas,
de día en día, hacia una mayor solidaridad y fraternidad, en la lógica
del amor.
Tener fe en el Señor no es algo que interesa solamente a nuestra
inteligencia, al área del conocimiento intelectual, sino que es un
cambio que implica toda la vida, a nosotros mismos: sentimiento,
corazón, intelecto, voluntad, corporeidad, emociones, relaciones
humanas. Con la fe realmente cambia todo en nosotros y por nosotros, y
se revela claramente nuestro destino futuro, la verdad de nuestra
vocación en la historia, el significado de la vida, la alegría de ser
peregrinos hacia la Patria celeste.
Pero --nos preguntamos--, ¿la fe es verdaderamente una fuerza
transformadora en nuestra vida, en mi vida? ¿O solo es uno de los
elementos que forman parte de la existencia, sin ser aquello
determinante que la implica por completo?
Con la catequesis de este Año de la Fe nos gustaría realizar un camino
para fortalecer o reencontrar la alegría de la fe, entendiendo que ella
no es algo ajeno, desconectada de la vida real, sino que es el alma. La
fe en un Dios que es amor, y que se ha hecho cercano al hombre
encarnándose y entregándose a sí mismo en la cruz para salvarnos y
reabrirnos las puertas del Cielo, indica de modo luminoso, que solo en
el amor está la plenitud del hombre. Es necesario repetirlo con
claridad, que mientras las transformaciones culturales de hoy muestran a
menudo muchas formas de barbarie, que pasan bajo el signo de "conquistas
de la civilización": la fe afirma que no existe una verdadera humanidad
si no es en los lugares, en los gestos, dentro del plazo y en la forma
en la que el hombre está animado por el amor que viene de Dios; que se
expresa como un don, se manifiesta en relaciones llenas de amor, de
compasión, de atención y de servicio desinteresado frente a los demás.
Donde hay dominación, posesión, explotación, mercantilización del otro
para el propio egoísmo, donde está la arrogancia del yo encerrado en sí
mismo, el hombre termina empobrecido, desfigurado, degradado. La fe
cristiana, activa en el amor y fuerte en la esperanza, no limita, sino
que humaniza la vida, más aún, la vuelve plenamente humana.
La fe es acoger este mensaje transformante en nuestra vida, es acoger la
revelación de Dios, que nos hace saber quién es Él, cómo actúa, cuáles
son sus planes para nosotros. Es cierto que el misterio de Dios
permanece siempre más allá de nuestros conceptos y de nuestra razón, de
nuestros rituales y oraciones. Sin embargo, con la revelación Dios mismo
se autocomunica, se relata, se vuelve accesible. Y nosotros somos
capaces de escuchar su Palabra y de recibir su verdad. He aquí la
maravilla de la fe: Dios, en su amor, crea en nosotros --a través de la
obra del Espíritu Santo--, las condiciones adecuadas para que podamos
reconocer su Palabra. Dios mismo, en su voluntad de manifestarse, de
ponerse en contacto con nosotros, de estar presente en nuestra historia,
nos permite escucharlo y acogerlo. San Pablo lo expresa así con alegría
y gratitud: "No cesamos de dar gracias a Dios
porque, al recibir la palabra de Dios que les predicamos, la acogieron,
no como palabra de hombre, sino cual es en verdad, como palabra de Dios,
que permanece activa en ustedes, los creyentes " (1 Ts. 2,13).
Dios se ha revelado con palabras y hechos a través de una larga historia
de amistad con el hombre, que culmina en la Encarnación del Hijo de Dios
y en su misterio de la Muerte y Resurrección. Dios no solo se ha
revelado en la historia de un pueblo, no solo habló por medio de los
profetas, sino que ha cruzado su Cielo para entrar en la tierra de los
hombres como un hombre, para que pudiéramos encontrarle y escucharle. Y
desde Jerusalén, el anuncio del Evangelio de la salvación se ha
extendido hasta los confines de la tierra. La Iglesia, nacida del
costado de Cristo, se ha vuelto portadora de una sólida y nueva
esperanza: Jesús de Nazaret, crucificado y resucitado, salvador del
mundo, que está sentado a la diestra del Padre y es el juez de vivos y
muertos. Este es el kerigma, el anuncio central y rompedor de
la fe. Pero desde el principio, surgió el problema de la "regla de la
fe", es decir, de la fidelidad de los creyentes a la verdad del
Evangelio en la cual permanecer con solidez, a la verdad salvífica sobre
Dios y sobre el hombre, para preservarla y transmitirla. San Pablo
escribe: "Sereis salvados, si lo guardais [el
evangelio] tal como os lo prediqué... Si no, ¡habreis creído en vano!"
(1 Cor. 15,2).
Pero, ¿dónde encontramos la fórmula esencial de la fe? ¿Dónde
encontramos la verdad que se nos ha transmitido fielmente y que es la
luz para nuestra vida diaria? La respuesta es simple: en el Credo, en la
Profesión de Fe o Símbolo de la Fe, nosotros nos remitimos al hecho
original de la Persona y de la Historia de Jesús de Nazaret; se hace
concreto lo que el Apóstol de los gentiles decía a los cristianos de
Corinto: "Porque yo os transmití, en primer lugar,
lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las
Escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al tercer día." (1
Cor. 15,3).
Incluso hoy tenemos necesidad de que el Credo sea mejor conocido,
entendido y orado. Sobre todo, es importante que el Credo sea, por así
decirlo, "reconocido". Conocer, en realidad, podría ser una operación
tan solo intelectual, mientras "reconocer" significa la necesidad de
descubrir la profunda conexión entre la verdad que profesamos en el
Credo y nuestra vida cotidiana, para que estas verdades sean real y
efectivamente --como siempre fueron--, luz para los pasos en nuestro
vivir, y vida que vence ciertos desiertos de la vida contemporánea. En
el Credo se engrana la vida moral del cristiano, que en él encuentra su
fundamento y su justificación.
No es casualidad que el beato Juan Pablo II quisiera que el Catecismo de
la Iglesia Católica, norma segura para la enseñanza de la fe y fuente
fiable para una catequesis renovada, fuese configurado sobre el Credo.
Se ha tratado de confirmar y proteger este núcleo central de las
verdades de la fe, convirtiéndolo a un lenguaje más inteligible a los
hombres de nuestro tiempo, a nosotros. Es un deber de la Iglesia
transmitir la fe, comunicar el Evangelio, para que las verdades
cristianas sean luz en las nuevas transformaciones culturales, y los
cristianos sean capaces de dar razón de su esperanza (cf. 1 Pe. 3,14).
Hoy vivimos en una sociedad profundamente cambiada, incluso en
comparación con el pasado reciente y en constante movimiento. Los
procesos de la secularización y de una extendida mentalidad nihilista,
en lo que todo es relativo, han marcado fuertemente la mentalidad
general. Por lo tanto, la vida es vivida con frecuencia a la ligera, sin
ideales claros y esperanzas sólidas, dentro de relaciones sociales y
familiares líquidas, provisionales. Sobretodo las nuevas generaciones no
están siendo educadas en la búsqueda de la verdad y del sentido profundo
de la existencia que supere lo contingente, en pos de una estabilidad de
los afectos, de la confianza. Por el contrario, el relativismo lleva a
no tener puntos fijos; la sospecha y la volubilidad provocan rupturas en
las relaciones humanas, a la vez que se vive con experimentos que duran
poco, sin asumir una responsabilidad.
Si el individualismo y el relativismo parecen dominar el ánimo de muchos
contemporáneos, no podemos decir que los creyentes sigan siendo
totalmente inmunes a estos peligros con los que nos enfrentamos en la
transmisión de la fe. La consulta promovida en todos los continentes,
para la celebración del Sínodo de los Obispos sobre la Nueva
Evangelización, ha puesto de relieve algunos: una fe vivida de un modo
pasivo y privado, la negación de la educación en la fe, la diferencia
entre vida y fe.
El cristiano a menudo ni siquiera conoce el núcleo central de su propia
fe católica, el Credo, dejando así espacio a un cierto sincretismo y
relativismo religioso, sin claridad sobre las verdades a creer y la
unicidad salvífica del cristianismo. No está muy lejos hoy el riesgo de
construir, por así decirlo, una religión "hágalo usted mismo". Por el
contrario, debemos volver a Dios, al Dios de Jesucristo, debemos
redescubrir el mensaje del Evangelio, hacerlo entrar en modo más
profundo en nuestras conciencias y en la vida cotidiana.
En las catequesis de este Año de la Fe quisiera ofrecer una ayuda para
hacer este viaje, para retomar y profundizar las verdades centrales de
la fe sobre Dios, sobre el hombre, sobre la Iglesia, sobre toda la
realidad social y cósmica, meditando y reflexionando sobre las
afirmaciones del Credo. Y quisiera dejar en evidencia que estos
contenidos o verdades de la fe (fides quae) se conectan
directamente a nuestras vidas; exigen una conversión de vida, dando paso
a una nueva manera de creer en Dios (fides qua). Conocer a
Dios, encontrarle, explorar los rasgos de su rostro ponen en juego
nuestra vida, porque Él entra en la dinámica profunda del ser humano.
Que el camino que realizaremos este año nos haga crecer a todos en la fe
y en el amor a Cristo, para que podamos aprender a vivir, en las
decisiones y acciones diarias, la vida buena y hermosa del Evangelio.
Gracias.
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 25 de octubre de 2012
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Queridos hermanos y hermanas:
El miércoles pasado, con el inicio del Año de la fe, comencé una nueva
serie de catequesis sobre la fe. Y hoy quisiera reflexionar con vosotros
sobre una cuestión fundamental: ¿qué es la fe? ¿Tiene sentido aún la fe
en un mundo donde la ciencia y la tecnología han abierto horizontes,
hasta hace poco tiempo impensables? ¿Qué significa creer hoy?
En efecto, en
nuestro tiempo es necesaria una renovada educación en la fe, que incluya
por cierto un conocimiento de su verdad y de los acontecimientos de la
salvación, pero que principalmente nazca de un verdadero encuentro con
Dios en Jesucristo, de amarlo, de confiar en él, de tal modo que toda la
vida esté involucrada con él.
Hoy, junto a
muchos signos de buena esperanza, crece a nuestro alrededor también un cierto
desierto espiritual. A veces, se tiene la sensación, por ciertos hechos
que conocemos todos los días, de que el mundo no va hacia la
construcción de una comunidad más fraterna y pacífica; las mismas ideas
de progreso y bienestar también muestran sus sombras. A pesar del tamaño
de los descubrimientos de la ciencia y de los resultados de la
tecnología, el hombre hoy no parece ser verdaderamente más libre, más
humana; todavía permanecen muchas formas de explotación, de
manipulación, de violencia, de opresión, de injusticia… Luego, un cierto
tipo de cultura ha educado a moverse solo en el horizonte de las cosas,
de lo posible, a creer solo en lo que vemos y tocamos con las manos. Por
otro lado, sin embargo, crece el número de personas que se sienten
desorientados y, al tratar de ir más allá de una realidad puramente
horizontal, se predisponen a creer en todo y su contrario. En este
contexto, surgen algunas preguntas fundamentales, que son mucho más
concretas de lo que parecen a primera vista: ¿Qué sentido tiene vivir?
¿Hay un futuro para el hombre, para nosotros y para las generaciones
futuras? ¿En qué dirección orientar las decisiones de nuestra libertad
en pos de un resultado bueno y feliz de la vida? ¿Qué nos espera más
allá del umbral de la muerte?
A partir de estas
ineludibles preguntas, surge como un mundo de la planificación, del
cálculo exacto y de la experimentación, en una palabra, el conocimiento
de la ciencia, que si bien son importantes para la vida humana, no es
suficiente. Nosotros necesitamos no solo el pan material, necesitamos
amor, sentido y esperanza, de un fundamento seguro, de un terreno sólido
que nos ayude a vivir con un sentido auténtico, incluso en la crisis, en
la oscuridad, en las dificultades y en los problemas cotidianos. La fe
nos da esto: se trata de una confianza plena en un "Tú", que es Dios, el
cual me da una seguridad diferente, pero no menos sólida que la que
proviene del cálculo exacto o de la ciencia. La fe no es un mero
asentimiento intelectual del hombre frente a las verdades en particular
sobre Dios; es un acto por el cual me confío libremente a un Dios que es
Padre y me ama; es la adhesión a un "Tú" que me da esperanza y
confianza. Ciertamente que esta adhesión a Dios no carece de contenido:
con ella, sabemos que Dios se ha revelado a nosotros en Cristo, hizo ver
su rostro y se ha vuelto cercano a cada uno de nosotros. En efecto, Dios
ha revelado que su amor por el hombre, por cada uno de nosotros, es sin
medida: en la cruz, Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre, nos
muestra del modo más luminoso a qué grado llega este amor, hasta darse a
sí mismo, hasta el sacrificio total.
Con el misterio
de la Muerte y Resurrección de Cristo, Dios desciende hasta el fondo de
nuestra humanidad para que llevarla a Él, para elevarla hasta que
alcance su altura. La fe es creer en este amor de Dios, que no diminuye
ante la maldad de los hombres, ante el mal y la muerte, sino que es
capaz de transformar todas las formas de esclavitud, dando la
posibilidad de la salvación. Tener fe, entonces, es encontrar ese "Tú",
Dios, que me sostiene y me concede la promesa de un amor indestructible,
que no solo aspira a la eternidad, sino que le da; es confiar en Dios
con la actitud del niño, el cual sabe que todas sus dificultades, todos
sus problemas están a salvo en el "tú" de la madre. Y esta posibilidad
de salvación a través de la fe es un don que Dios ofrece a todos los
hombres.
Creo que
deberíamos meditar más a menudo --en nuestra vida diaria, marcada por
problemas y situaciones a veces dramáticas--, en el hecho que creer
cristianamente significa este abandonarme con confianza al sentido
profundo que me sostiene a mí y al mundo; una sensación de que no somos
capaces de darnos, sino de solo recibir como un don, y que es la base
sobre la que podemos vivir sin miedo. Y esta certeza liberadora y
tranquilizadora de la fe, debemos ser capaces de proclamarla con la
palabra y demostrarla con nuestra vida de cristianos.
A nuestro
alrededor, sin embargo, vemos cada día que muchos son indiferentes o se
niegan a aceptar este anuncio. Al final del Evangelio de Marcos, tenemos
palabras duras del Señor resucitado que dice: "El que crea y sea
bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará" (Mc. 16,16), se
pierde a sí mismo. Os invito a reflexionar sobre esto. La confianza en
la acción del Espíritu Santo, nos debe empujar siempre a ir y predicar
el Evangelio, al testimonio valiente de la fe; pero, además de la
posibilidad de una respuesta positiva al don de la fe, también existe el
riesgo de un rechazo del Evangelio, del no acoger el encuentro vital con
Cristo. Ya san Agustín ponía este tema en su comentario sobre la
parábola del sembrador: "Nosotros hablamos
–decía-, echamos la semilla, la extendemos.
Hay quienes desprecian, critican, se burlan. Si les tememos, no tenemos
nada que sembrar y el día de la cosecha se quedará sin que se recoja.
Por tanto, venga la semilla de la tierra buena" (Discorsi
sulla disciplina cristiana, 13,14: PL 40, 677-678). En
consecuencia, la negativa no puede desalentarnos. Como cristianos, somos
testigos de este suelo fértil: nuestra fe, a pesar de nuestros límites,
demuestra que hay buena tierra, donde la semilla de la Palabra de Dios
produce frutos abundantes de justicia, de paz y de amor, de nueva
humanidad, de salvación. Y toda la historia de la Iglesia, con todos los
problemas, demuestra también que hay la tierra buena, que existe una
semilla buena, y que da fruto.
Pero
preguntémonos: ¿de dónde saca el hombre esa apertura del corazón y de la
mente para creer en el Dios que se ha hecho visible en Jesucristo,
muerto y resucitado, para recibir su salvación, de tal modo que Él su
evangelio sean la guía y la luz de la existencia? Respuesta: nosotros
podemos creer en Dios porque Él se acerca a nosotros y nos toca, porque
el Espíritu Santo, don del Señor resucitado, nos hace capaces de acoger
el Dios vivo. La fe es, pues, ante todo un don sobrenatural, un don de
Dios. El Concilio Vaticano II dice: "Para profesar esta fe es necesaria
la gracia de Dios, que proviene y ayuda, a los auxilios internos del
Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los
ojos de la mente y da “a todos la suavidad en el aceptar y creer la
verdad".(Dei Verbum, 5). En la base de nuestro camino de fe está el
bautismo, el sacramento que nos da el Espíritu Santo, volviéndonos hijos
de Dios en Cristo, y marca la entrada en la comunidad de fe, en la
Iglesia no creo uno por sí mismo, sin la gracia previa del Espíritu; y
no se cree solo, sino junto a los hermanos. Desde el Bautismo en
adelante, cada creyente está llamado a revivir esto y hacer propia esta
confesión de fe, junto a los hermanos.
La fe es un don
de Dios, pero también es un acto profundamente humano y libre. El
Catecismo de la Iglesia Católica dice claramente: "Sólo es posible creer
por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es
menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario
ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre" (n. 154). Más aún, las
implica y las exalta, en una apuesta de vida que es como un éxodo, es
decir, en un salir de sí mismo, de las propias seguridades, de los
propios esquemas mentales, para confiarse a la acción de Dios que nos
muestra el camino para obtener la verdadera libertad, nuestra identidad
humana, la verdadera alegría del corazón, la paz con todos. Creer es
confiar libremente y con alegría en el plan providencial de Dios en la
historia, como lo hizo el patriarca Abraham, al igual que María de
Nazaret. La fe es, pues, un acuerdo por el cual nuestra mente y nuestro
corazón dicen su propio "sí" a Dios, confesando que Jesús es el Señor. Y
este "sí" transforma la vida, abre el camino hacia una plenitud de
sentido, la hace nueva, llena de alegría y de esperanza fiable.
Queridos amigos,
nuestro tiempo requiere de cristianos que estén aferrados de Cristo, que
crezcan en la fe a través de la familiaridad con la Sagrada Escritura y
los sacramentos. Personas que sean casi un libro abierto que narra la
experiencia de la vida nueva en el Espíritu, la presencia de un Dios que
nos sostiene en el camino y que nos abre hacia la vida que no tendrá
fin. Gracias.
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 31de octubre de 2012
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Queridos hermanos y
hermanas:
Continuamos en nuestro camino de meditación sobre la fe católica. La semana
pasada he mostrado cómo la fe es un don, porque es Dios quien toma la iniciativa
y viene a nuestro encuentro; y así la fe es una respuesta con la que lo
recibimos, como un fundamento estable de nuestra vida. Es un don que transforma
nuestras vidas, porque nos hace entrar en la misma visión de Jesús, quien obra
en nosotros y nos abre al amor hacia Dios y hacia los demás.
Hoy me gustaría dar un paso más en nuestra reflexión, partiendo de nuevo de
algunas preguntas: ¿la fe tiene solo un carácter personal, individual? ¿Solo me
interesa a mi como persona? ¿Vivo mi fe yo solo? Por supuesto, el acto de fe es
un acto eminentemente personal, que tiene lugar en lo más profundo y que marca
un cambio de dirección, una conversión personal: es mi vida que da un giro, una
nueva orientación. En la liturgia del Bautismo, en el momento de las promesas,
el celebrante pide manifestar la fe católica y formula tres preguntas: ¿Crees en
Dios Padre Todopoderoso? ¿Crees en Jesucristo su único Hijo? ¿Crees en el
Espíritu Santo? En la antigüedad, estas preguntas eran dirigidas personalmente
al que iba a ser bautizado, antes que se sumergiese tres veces en el agua. Y aún
hoy, la respuesta es en singular: “Yo creo”.
Pero este creer no es el resultado de mi reflexión solitaria, no es el producto
de mi pensamiento, sino que es el resultado de una relación, de un diálogo en el
que hay un escuchar, un recibir, y un responder; es el comunicarse con Jesús, el
que me hace salir de mi "yo", encerrado en mí mismo, para abrirme al amor de
Dios Padre. Es como un renacimiento en el que me descubro unido no solo a Jesús,
sino también a todos aquellos que han caminado y caminan por el mismo camino; y
este nuevo nacimiento, que comienza con el Bautismo, continúa a lo largo del
curso de la vida. No puedo construir mi fe personal en un diálogo privado con
Jesús, porque la fe me ha sido dada por Dios a través de una comunidad de
creyentes que es la Iglesia, y por lo tanto me inserta en la multitud de
creyentes, en una comunidad que no solo es sociológica, sino que está enraizada
en el amor eterno de Dios, que en Sí mismo es comunión del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo, que es Amor trinitario. Nuestra fe es verdaderamente personal,
solo si es a la vez comunitaria: puede ser “mi fe”, solo si vive y se mueve en
el “nosotros” de la Iglesia, solo si es nuestra fe, nuestra fe común en la única
Iglesia.
El domingo en la misa, rezando el “Credo”, nos expresamos en primera persona,
pero confesamos comunitariamente la única fe de la Iglesia. Ese “creo”
pronunciado individualmente, se une al de un inmenso coro en el tiempo y en el
espacio, en el que todos contribuyen, por así decirlo, a una polifonía armoniosa
de la fe. El Catecismo de la Iglesia Católica lo resume de forma clara:“"Creer"
es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta
nuestra fe. La Iglesia es la Madre de todos los creyentes. "Nadie puede tener a
Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre"[San Cipriano]” (n.
181). Por lo tanto, la fe nace en la Iglesia, conduce a ella y vive en ella.
Esto es importante para recordarlo.
A principios de la aventura cristiana, cuando el Espíritu Santo desciende con
poder sobre los discípulos, en el día de Pentecostés --como se relata en los
Hechos de los Apóstoles (cf. 2,1-13)--, la Iglesia primitiva recibe la fuerza
para llevar a cabo la misión que le ha confiado el Señor Resucitado: difundir
por todos los rincones de la tierra el Evangelio, la buena noticia del Reino de
Dios, y guiar así a cada hombre al encuentro con Él, a la fe que salva. Los
Apóstoles superan todos los miedos en la proclamación de lo que habían oído,
visto, experimentado en persona con Jesús. Por el poder del Espíritu Santo,
comienzan a hablar en nuevas lenguas, anunciando abiertamente el misterio del
que fueron testigos. En los Hechos de los Apóstoles, se nos relata el gran
discurso que Pedro pronuncia en el día de Pentecostés. Comienza él con un pasaje
del profeta Joel (3,1-5), refiriéndose a Jesús, y proclamando el núcleo central
de la fe cristiana: Aquel que había sido acreditado ante ustedes por Dios con
milagros y grandes señales, fue clavado y muerto en la cruz, pero Dios lo
resucitó de entre los muertos, constituyéndolo Señor y Cristo.
Con él entramos en la salvación final anunciada por los profetas, y quien
invoque su nombre será salvo (cf. Hch. 2,17-24). Al oír estas palabras de Pedro,
muchos se sienten desafiados personalmente, interpelados, se arrepienten de sus
pecados y se hacen bautizar recibiendo el don del Espíritu Santo (cf. Hch. 2,
37-41). Así comienza el camino de la Iglesia, comunidad que lleva este anuncio
en el tiempo y en el espacio, comunidad que es el Pueblo de Dios basado sobre la
nueva alianza gracias a la sangre de Cristo, y cuyos miembros no pertenecen a un
determinado grupo social o étnico, sino que son hombres y mujeres provenientes
de cada nación y cultura. Es un pueblo “católico”, que habla lenguas nuevas,
universalmente abierto a acoger a todos, más allá de toda frontera, haciendo
caer todas las barreras. Dice san Pablo: "Donde no hay
griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre,
sino que Cristo es todo y en todos" (Col. 3,11).
La Iglesia, por tanto, desde el principio, es el lugar de la fe, el lugar de
transmisión de la fe, el lugar en el que, mediante el Bautismo, estamos inmersos
en el Misterio Pascual de la Muerte y Resurrección de Cristo, que nos libera de
la esclavitud del pecado, nos da la libertad de hijos y nos introduce a la
comunión con el Dios Trino. Al mismo tiempo, estamos inmersos en comunión con
los demás hermanos y hermanas en la fe, con todo el Cuerpo de Cristo, sacándonos
fuera de nuestro aislamiento. El Concilio Vaticano II nos lo recuerda: “Fue
voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin
conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le
confesara en verdad y le sirviera santamente” (Const. Dogm.
Lumen Gentium, 9).
Al recordar la liturgia del bautismo, nos damos cuenta de que, al concluir las
promesas en las que expresamos la renuncia al mal y repetimos “creo” a las
verdades de la fe, el celebrante dice: “Esta es nuestra
fe, esta es la fe de la Iglesia que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús
Nuestro Señor”. La fe es una virtud teologal, dada por Dios, pero
transmitida por la Iglesia a lo largo de la historia. El mismo san Pablo,
escribiendo a los Corintios, afirma haberles comunicado el Evangelio que a su
vez él había recibido (cf. 1 Cor. 15,3).
Hay una cadena ininterrumpida de la vida de la Iglesia, de la proclamación de la
Palabra de Dios, de la celebración de los sacramentos, que llega hasta nosotros
y que llamamos Tradición. Esta nos da la seguridad de que lo que creemos es el
mensaje original de Cristo, predicado por los Apóstoles. El núcleo del anuncio
primordial es el acontecimiento de la Muerte y Resurrección del Señor, de donde
brota toda la herencia de la fe. El Concilio dice: “La
predicación apostólica, que está expuesta de un modo especial en los libros
inspirados, debía conservarse hasta el fin de los tiempos por una sucesión
continua” (Const. Dogm. Dei Verbum,
8).
Por lo tanto, si la Biblia contiene la Palabra de Dios, la Tradición de la
Iglesia la conserva y la transmite fielmente, para que las personas de todos los
tiempos puedan acceder a sus inmensos recursos y enriquecerse con sus tesoros de
gracia. Por eso la Iglesia, “en su doctrina, en su vida y
en su culto transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que
ella cree” (ibid.).
Por último, quiero destacar que es en la comunidad eclesial donde la fe personal
crece y madura. Es interesante notar cómo en el Nuevo Testamento, la palabra
“santos” se refiere a los cristianos como un todo, y por cierto no todos tenían
las cualidades para ser declarados santos por la Iglesia. ¿Qué se quería
indicar, pues, con este término? El hecho es que los que tenían y habían vivido
la fe en Cristo resucitado, fueron llamados a convertirse en un punto de
referencia para todos los demás, poniéndolos así en contacto con la Persona y
con el Mensaje de Jesús, que revela el rostro del Dios vivo.
Y esto también vale para nosotros: un cristiano que se deja guiar y formar poco
a poco por la fe de la Iglesia, a pesar de sus debilidades, sus limitaciones y
sus dificultades, se vuelve como una ventana abierta a la luz del Dios vivo, que
recibe esta luz y la transmite al mundo. El beato Juan Pablo II en la encíclica
Redemptoris Missio
afirmó que “la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y
la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se
fortalece dándola!” (n. 2).
La tendencia, hoy generalizada, a relegar la fe al ámbito privado, contradice
por tanto su propia naturaleza. Tenemos necesidad de la Iglesia para confirmar
nuestra fe y para experimentar los dones de Dios: su Palabra, los sacramentos,
el sostenimiento de la gracia y el testimonio del amor. Así, nuestro “yo” en el
“nosotros” de la Iglesia, podrá percibirse, al mismo tiempo, como destinatario y
protagonista de un acontecimiento que lo sobrepasa: la experiencia de la
comunión con Dios, que establece la comunión entre las personas. En un mundo
donde el individualismo parece regular las relaciones entre las personas,
haciéndolas más frágiles, la fe nos llama a ser Pueblo de Dios, a ser Iglesia,
portadores del amor y de la comunión de Dios para toda la humanidad (Cf. Const.
Dogm. Gaudium et Spes, 1).
Gracias por su atención.
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 7de noviembre de 2012
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Queridos hermanos
y hermanas:
El camino de reflexión que estamos haciendo juntos en este Año de la fe
nos lleva a meditar hoy sobre un aspecto fascinante de la experiencia
humana y cristiana: el hombre porta en sí mismo un misterioso anhelo de
Dios. De una manera significativa, el Catecismo de la Iglesia Católica
se abre con la siguiente declaración: "El deseo de
Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido
creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia
sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa
de buscar" (n. 27).
Tal declaración, que aún hoy en muchos contextos culturales parece
bastante aceptable, casi obvia, podría parecer más bien una provocación
en la cultura secularizada occidental. Muchos de nuestros contemporáneos
podrían, de hecho, objetar que no sienten nada de ese deseo de Dios.
Para amplios sectores de la sociedad, Él no es el esperado, el deseado,
sino más bien una realidad que pasa desapercibida, frente a la cual no
se debería hacer ni siquiera el esfuerzo de comentar. De hecho, lo que
hemos definido como "el deseo de Dios", no ha desaparecido por completo,
y se ve aún hoy en día, en muchos sentidos, en el corazón del hombre.
El deseo humano tiende siempre a ciertos bienes concretos, a menudo
espirituales, y sin embargo, se encuentra de frente a la cuestión de qué
es realmente "el" bien, y por lo tanto, a confrontarse con algo que es
distinto de sí mismo, que el hombre no puede construir, pero que está
llamado a reconocer. ¿Qué puede realmente satisfacer el deseo del
hombre?
En mi primera encíclica
Deus Caritas
Est, traté de analizar cómo esta dinámica se realiza en la
experiencia del amor humano, experiencia que en nuestra época es más
fácilmente percibida como un momento de éxtasis, fuera de sí mismo, como
un lugar donde el hombre se sabe atravesado por un deseo que lo supera.
A través del amor, el hombre y la mujer experimentan de un modo nuevo,
el uno gracias al otro, la grandeza y la belleza de la vida y de la
realidad. Si lo que experimento no es una mera ilusión, si realmente
deseo el bien del otro como un bien también mío, entonces debo estar
dispuesto a des-centrarme, para ponerme a su servicio, hasta la renuncia
de mí mismo.
La respuesta a la pregunta sobre el sentido de la experiencia del amor
pasa por tanto, a través de la purificación y la sanación de la
voluntad, requerida por el bien mismo que se quiere del otro. Debemos
practicar, prepararnos, incluso corregirnos para que aquel bien pueda
ser realmente querido.
El éxtasis inicial se traduce así en peregrinación, "camino
permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación
en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro
consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios"
(Encíclica
Deus Caritas Est, 6). A través de este camino, el hombre podrá
gradualmente profundizar el conocimiento del amor que había
experimentado al principio.
Y se irá vislumbrando también el misterio de lo que es: ni siquiera el
ser querido, de hecho, es capaz de satisfacer el deseo que habita en el
corazón humano, es más, tanto más auténtico es el amor por el otro, más
se deja abierta la pregunta sobre su origen y su destino, sobre la
posibilidad de que eso vaya a durar para siempre.
Así, la experiencia humana del amor tiene en sí un dinamismo que conduce
más allá de sí mismo, es la experiencia de un bien que lleva a salir de
sí mismo y a encontrarse de frente al misterio que rodea a toda la
existencia.
Consideraciones similares se pueden hacer también con respecto a otras
experiencias humanas, tales como la amistad, la experiencia de la
belleza, el amor por el conocimiento: todo bien experimentado por el
hombre, va hacia el misterio que rodea al hombre mismo; cada deseo se
asoma al corazón del hombre, se hace eco de un deseo fundamental que
nunca está totalmente satisfecho.
Sin lugar a dudas que de tal deseo profundo, que también esconde algo
enigmático, no se puede llegar directamente a la fe. El hombre, después
de todo, sabe lo que no lo sacia, pero no puede imaginar o definir lo
que le haría experimentar la felicidad que trae como nostalgia en el
corazón. No se puede conocer a Dios solo a partir del deseo del hombre.
De este punto de vista permanece el misterio: es el hombre el buscador
del Absoluto, un buscador a pequeños e inciertos pasos. Y, sin embargo,
ya la experiencia del deseo, el "corazón inquieto"
como lo llamaba san Agustín, es muy significativo. Eso nos dice que el
hombre es, en el fondo, un ser religioso (cf. Catecismo de la Iglesia
Católica, 28), un "mendigo de Dios".
Podemos decir, en palabras de Pascal: "El hombre
supera infinitamente al hombre" (Pensieri, 438; ed. Chevalier;
ed. Brunschvicg 434). Los ojos reconocen los objetos cuando son
iluminados por la luz. De ahí el deseo de conocer la misma luz que hace
brillar las cosas del mundo y que les da el sentido de la belleza.
En consecuencia, debemos creer que es posible aún en nuestro tiempo,
aparentemente refractario a la dimensión trascendente, abrir un camino
hacia el auténtico sentido religioso de la vida, que muestra cómo el don
de la fe no es absurdo, no es irracional. Sería muy útil para este fin,
promover una especie de pedagogía del deseo, tanto para el camino de
aquellos que aún no creen, como para aquellos que ya han recibido el don
de la fe. Una pedagogía que incluye al menos dos aspectos. En primer
lugar, aprender o volver a aprender el sabor de la alegría auténtica de
la vida. No todas las satisfacciones producen en nosotros el mismo
efecto: algunas dejan una huella positiva, son capaces de pacificar el
ánimo, nos hacen más activos y generosos.
Otras en cambio, después de la luz inicial, parecen decepcionar las
expectativas que había despertado y dejan detrás de sí amargura,
insatisfacción o una sensación de vacío. Educar desde una edad temprana
para saborear las alegrías verdaderas, en todos los ámbitos de la vida,
esto es, la familia, la amistad, la solidaridad con los que sufren, la
renuncia del propio yo para servir al otro, el amor por el que carece de
conocimientos, por el arte, por la belleza de la naturaleza, todo lo que
signifique ejercer el sabor interior y producir anticuerpos efectivos
contra la banalización y el abatimiento predominante hoy.
Incluso los adultos necesitan descubrir estas alegrías, desear la
realidades auténticas, purificándose de la mediocridad en la que se
hallan envueltos. Entonces será más fácil evitar o rechazar todo aquello
que, aunque en principio parezca atractivo, resulta ser bastante soso,
fuente de adicción y no de libertad. Y por tanto hará emerger ese deseo
de Dios del que estamos hablando.
Un segundo aspecto, que va de la mano con el anterior, es nunca estar
satisfecho con lo que se ha logrado. Solo las alegrías verdaderas son
capaces de liberar en nosotros esa ansiedad que lleva a ser más
exigentes --querer un bien superior, más profundo--, para percibir más
claramente que nada finito puede llenar nuestro corazón.
Por lo tanto vamos a aprender a someternos, sin armas, hacia el bien que
no podemos construir o adquirir por nuestros propios esfuerzos; a no
dejarnos desalentar de la fatiga y de los obstáculos que provienen de
nuestro pecado.
En este sentido, no debemos olvidar que el dinamismo del deseo está
siempre abierta a la redención. Incluso cuando nos envía por caminos
desviados, cuando sigue paraísos artificiales y parece perder la
capacidad de anhelar el verdadero bien. Incluso en el abismo del pecado
no se apaga en el hombre aquella chispa que le permite reconocer el
verdadero bien, para saborearlo, iniciando así un camino de salida, al
cual Dios, con el don de su gracia, no deja de dar su ayuda. Todos, por
otra parte, tenemos necesidad de seguir un camino de purificación y de
curación del deseo. Somos peregrinos hacia la patria celestial, hacia
aquel pleno bien, eterno, que nada nos podrá arrebatar jamás.
No se trata, por lo tanto, de sofocar el deseo que está en el corazón
del hombre, sino de liberarlo, para que pueda alcanzar su verdadera
altura. Cuando en el deseo se abre la ventana hacia la voluntad de Dios,
esto ya es un signo de la presencia de la fe en el alma, fe que es una
gracia de Dios. Decía siempre san Agustín: "Con la
expectativa, Dios amplía nuestro deseo, con el deseo, ensancha el alma y
dilatándola la vuelve más capaz" (Comentario a la Primera
Epístola de Juan, 4,6: PL 35, 2009).
En esta peregrinación, sintámonos hermanos de todos los hombres,
compañeros de viaje, incluso de aquellos que no creen, de los que están
en busca, de los que se dejan interrogar con sinceridad sobre el propio
deseo de verdad y de bien. Recemos, en este Año de la fe, para que Dios
muestre su rostro a todos aquellos que lo buscan con corazón sincero.
Gracias.
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 14 de noviembre de 2012
* * * * *
Queridos hermanos y
hermanas:
El miércoles hemos reflexionado sobre el deseo de Dios que el ser humano
lleva en lo más profundo de sí mismo. Hoy me gustaría continuar y
profundizar este aspecto, meditando con vosotros brevemente sobre algunas
maneras de llegar a conocer a Dios.
Debo mencionar, sin embargo, que la iniciativa de Dios precede siempre a
cualquier acción del hombre, y también en el camino hacia Él, es Él el
primero que nos ilumina, nos orienta y nos guía, respetando siempre nuestra
libertad. Y siempre es Él quien nos hace entrar en su intimidad,
revelándonos y dándonos la gracia de poder acoger en la fe esa revelación.
No olvidemos nunca la experiencia de san Agustín: no somos nosotros los que
poseemos la Verdad después de haberla buscado, sino que es la verdad la que
nos encuentra y nos toma.
Sin embargo, hay formas que pueden abrir el corazón del hombre al
conocimiento de Dios, hay indicios que llevan a Dios. Por supuesto, a menudo
se corre el riesgo de ser deslumbrado por el brillo del mundo, que nos hace
menos capaces de viajar esas rutas o leer esos signos. Sin embargo, Dios no
se cansa de buscarnos, es fiel al hombre que ha creado y redimido, se
mantiene cerca de nuestras vidas, porque nos ama. Y esta es una certeza que
nos debe acompañar todos los días, a pesar de que ciertas mentalidades
difundidas, hacen más difícil para la Iglesia y para el cristiano, comunicar
la alegría del Evangelio a todas las criaturas y conducir a todos al
encuentro con Jesús, único Salvador del mundo. Esta, sin embargo, es nuestra
misión, es la misión de la Iglesia y cada creyente debe vivirla con alegría,
sintiéndola como propia, a través de una vida verdaderamente animada por la
fe, marcada por la caridad, en el servicio a Dios y a los demás, y capaz de
irradiar esperanza. Esta misión brilla especialmente en la santidad a la que
todos estamos llamados.
Hoy --lo sabemos--, no faltan las dificultades y las pruebas para la fe, a
menudo mal entendida, protestada, rechazada. San Pedro decía a sus
cristianos: "Estad siempre dispuestos a dar respuesta,
pero con mansedumbre y respeto, a todo el que os pida razón de la esperanza
que hay en vuestros corazones" (1 Pe. 3,15). En el pasado, en Occidente,
en una sociedad considerada cristiana, la fe era el ambiente en el que nos
movíamos; la referencia y la pertenencia a Dios fueron, en su mayoría, parte
de la vida cotidiana. Más bien, era aquel que no creía, el que debía
justificar su incredulidad. En nuestro mundo, la situación ha cambiado y,
cada vez más, el creyente debe ser capaz de dar razón de su fe. El beato
Juan Pablo II, en la encíclica
Fides et Ratio,
hizo hincapié en que la fe se pone a prueba en estos tiempos, atravesada por
formas sutiles e insidiosas de ateísmo teórico y práctico (cf. nn. 46-47).
A partir de la Ilustración, la crítica a la religión se ha intensificado; la
historia se ha caracterizado también por la presencia de sistemas ateos, en
los que Dios se consideraba una mera proyección de la mente humana, una
ilusión, y el producto de una sociedad ya distorsionada por muchas
enajenaciones. El siglo pasado fue testigo de un fuerte proceso de
secularismo, en nombre de la autonomía absoluta del hombre, considerado como
medida y artífice de la realidad, pero reducido en su ser creado "a imagen y
semejanza de Dios". En nuestros tiempos hay un fenómeno particularmente
peligroso para la fe: hay una forma de ateísmo que se define como
"práctico", en el que no se niegan las verdades de la fe o los rituales
religiosos, sino que simplemente se consideran irrelevantes para la
existencia cotidiana, separados de la vida, inútiles. A menudo, por lo
tanto, se cree en Dios de una manera superficial y se vive "como si Dios no
existiera" (etsi Deus non daretur). Al final, sin embargo, esta forma de
vida es aún más destructiva, porque conduce a la indiferencia hacia la fe y
hacia la cuestión de Dios.
En realidad, el hombre separado de Dios, se reduce a una sola dimensión,
aquella horizontal; y justamente este reduccionismo es una de las causas
fundamentales de los totalitarismos que han tenido consecuencias trágicas en
el siglo pasado, así como de la crisis de valores que vemos en la realidad
actual. Oscureciendo la referencia a Dios, también se ha oscurecido el
horizonte ético, para dejar espacio al relativismo y a una concepción
ambigua de la libertad, que en lugar de liberadora, termina por atar al
hombre a los ídolos. Las tentaciones que Jesús enfrentó en el desierto antes
de su vida pública, representan aquellos "ídolos" que fascinan al hombre,
cuando va más allá de sí mismo.
Cuando Dios pierde su centralidad, el hombre pierde su justo lugar, no
encuentra más su lugar en la creación, en las relaciones con los demás. No
se ha disminuido lo que la sabiduría antigua evoca como el mito de Prometeo:
el hombre cree que puede llegar a ser él mismo "dios", dueño de la vida y la
muerte.
Ante esta realidad, la Iglesia, fiel al mandato de Cristo, no cesa de
afirmar la verdad sobre el hombre y sobre su destino. El Concilio Vaticano
II afirma claramente así: "La razón más alta de la
dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios.
Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe
pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios,
que lo conserva. Y solo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad
cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador".(Gaudium
et Spes, 19).
¿Qué respuestas está llamada a dar ahora la fe, con "gentileza y respeto",
al ateísmo, al escepticismo y a la indiferencia frente la dimensión
vertical, de modo que el hombre de nuestro tiempo pueda seguir
cuestionándose sobre la existencia de Dios y a recorrer los caminos que
conducen a Él? Me gustaría mencionar algunos aspectos, que provienen de la
reflexión natural, o del mismo poder de la fe. Quisiera resumirlo muy
brevemente en tres palabras: el mundo, el hombre, la fe.
La primera: el mundo. San Agustín, que en su vida ha buscado durante mucho
tiempo la Verdad y se aferró a la Verdad, tiene una página bella y famosa,
en la que dice así: "Interroga a la belleza de la
tierra, del mar, del aire enrarecido que se expande por todas partes;
interroga la belleza del cielo..., interroga todas estas realidades. Todas
te responderán: míranos y observa cómo somos hermosas. Su belleza es como un
himno de alabanza. Ahora bien, estas criaturas tan hermosas, que siguen
cambiando, ¿quién las hizo, si no que es uno que es la belleza de modo
inmutable?"(Sermo 241, 2: PL 38, 1134). Creo que tenemos que
recuperar y devolver al hombre contemporáneo la capacidad de contemplar la
creación, su belleza, su estructura. El mundo no es una masa informe, sino
que cuanto más lo conocemos y más descubrimos sus maravillosos mecanismos,
más vemos un diseño, vemos que hay una inteligencia creadora. Albert
Einstein dijo que en las leyes de la naturaleza "se
revela una razón tan superior, que todo pensamiento racional y las leyes
humanas son una reflexión comparativamente muy insignificante" (El
mundo como lo veo yo, Roma 2005). Una primera manera que conduce al
descubrimiento de Dios es contemplar con ojos atentos a la creación.
La segunda palabra: el hombre. Siempre san Agustín, quien tiene una famosa
frase que dice que Dios está más cerca de mí que yo a mí mismo (cf.
Confesiones, III, 6, 11). A partir de aquí se formula la invitación: "No
vayas fuera de ti, entra en ti mismo: en el hombre interior habita la verdad"
(De vera religione, 39, 72). Este es otro aspecto que corremos el riesgo de
perder en el mundo ruidoso y disperso en el que vivimos: la capacidad de
pararnos y mirar en lo profundo de nosotros mismos, y de leer esta sed de
infinito que llevamos dentro, que nos impulsa a ir más allá y nos refiere a
Alguien que la pueda llenar.
El Catecismo de la Iglesia Católica afirma así: "Con
su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con
su libertad y la voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y a la
dicha, el hombre se interroga sobre la existencia de Dios" (n. 33).
La tercera palabra: la fe. Sobre todo en la realidad de nuestro tiempo, no
debemos olvidar que un camino hacia el conocimiento y el encuentro con Dios
es la vida de fe. El que crea se une con Dios, está abierto a su gracia, a
la fuerza del amor. Así, su existencia se convierte en un testimonio no de
sí mismo, sino de Cristo resucitado, y su fe no tiene miedo de mostrarse en
la vida cotidiana, está abierta al diálogo que expresa profunda amistad para
el camino de cada hombre, y sabe cómo abrir luces de esperanza a la
necesidad de la redención, de la felicidad y del futuro.
La fe, de hecho, es un encuentro con Dios que habla y actúa en la historia y
que convierte nuestra vida cotidiana, transformando en nosotros mente,
juicios de valor, decisiones y acciones concretas. No es ilusión, escape de
la realidad, cómodo refugio, sentimentalismo, sino que es el involucramiento
de toda la vida y es proclamación del Evangelio, Buena Nueva capaz de
liberar a todo el hombre. Un cristiano, una comunidad donde son laboriosos y
fieles al designio de Dios que nos ha amado primero, son una vía
privilegiada para aquellos que son indiferentes o dudan acerca de su
existencia y de su acción. Esto, sin embargo, pide a todos a hacer más
transparente su testimonio de fe, purificando su vida para que sea conforme
a Cristo. Hoy en día muchos tienen una comprensión limitada de la fe
cristiana, porque la identifican con un mero sistema de creencias y de
valores, y no tanto con la verdad de un Dios revelado en la historia,
deseoso de comunicarse con el hombre cara a cara, en una relación de amor
con él.
De hecho, el fundamento de toda doctrina o valor es el acontecimiento del
encuentro entre el hombre y Dios en Cristo Jesús. El cristianismo, antes que
una moral o una ética, es el acontecimiento del amor, es el aceptar a la
persona de Jesús. Por esta razón, el cristiano y las comunidades cristianas,
ante todo deben mirar y hacer mirar a Cristo, el verdadero camino que
conduce a Dios.
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 21 de noviembre de 2012
* * * * *
Queridos hermanos
y hermanas:
Avanzamos en este Año de la fe, llevando en el corazón la esperanza de
volver a descubrir cuánta alegría hay en el creer, y en encontrar el
entusiasmo de comunicar a todos las verdades de la fe. Estas verdades no
son un simple mensaje sobre Dios, una información particular acerca de
Él. Sino que expresan el acontecimiento del encuentro de Dios con los
hombres, encuentro salvífico y liberador, que cumple con las
aspiraciones más profundas del hombre, su anhelo de paz, de fraternidad,
de amor. La fe conduce a descubrir que el encuentro con Dios mejora,
perfecciona y eleva lo que es verdadero, bueno y bello en el hombre. Es
así que, mientras Dios se revela y se deja conocer, el hombre llega a
saber quién es Dios y, conociéndolo, se descubre a sí mismo, su propio
origen, su destino, la grandeza y la dignidad de la vida humana.
La fe permite un conocimiento auténtico de Dios, que implica a toda la
persona: se trata de un "saber", un conocimiento que le da sabor a la
vida, un nuevo gusto de existir, una forma alegre de estar en el mundo.
La fe se expresa en el don de sí mismo a los demás, en la fraternidad
que se vuelve la solidaria, capaz de amar, venciendo a la soledad que
nos pone tristes. Es el conocimiento de Dios mediante la fe, que no es
solo intelectual, sino vital; es el conocimiento de Dios-Amor, gracias a
su mismo amor.
Después el amor de Dios nos hace ver, abre los ojos, permite conocer
toda la realidad, más allá de las estrechas perspectivas del
individualismo y del subjetivismo que desorientan las conciencias. El
conocimiento de Dios es, por tanto, experiencia de fe, e implica, al
mismo tiempo, un camino intelectual y moral: profundamente conmovido por
la presencia del Espíritu de Jesús en nosotros, podemos superar los
horizontes de nuestro egoísmo y nos abrimos a los verdaderos valores de
la vida.
Hoy en esta catequesis, quisiera centrarme sobre la racionalidad de la
fe en Dios. Desde el principio, la tradición católica ha rechazado el
llamado fideísmo, que es la voluntad de creer en contra de la razón.
Credo quia absurdum (creo porque es absurdo) no es una fórmula que
interprete la fe católica. De hecho, Dios no es absurdo, cuanto más es
misterio. El misterio, a su vez, no es irracional, sino sobreabundancia
de sentido, de significado y de verdad.
Si, observando el misterio, la razón ve oscuro, no es porque no haya luz
en el misterio, sino más bien porque hay demasiada. Al igual que cuando
los ojos del hombre se dirigen directamente al sol para mirarlo, solo
ven la oscuridad; pero ¿quién diría que el sol no es brillante, aún más,
fuente de luz? La fe permite ver el "sol", Dios, porque es la acogida de
su revelación en la historia y, por así decirlo, recibe realmente todo
el brillo del misterio de Dios, reconociendo el gran milagro: "Dios
se ha acercado al hombre, se ha dado para que acceda a su conocimiento,
consintiendo el límite de su razón como creatura" (cf. Conc. Vat.
II, Const. Dogm. Dei Verbum,
13).
Al mismo tiempo, Dios, con su gracia, ilumina la razón, abre nuevos
horizontes, inconmensurables e infinitos. Por eso, la fe es un fuerte
incentivo para buscar siempre, a no detenerse nunca y a no evadir nunca
el descubrimiento inagotable de la verdad y de la realidad. Es falso el
prejuicio de algunos pensadores modernos, según los cuales la razón
humana estaría bloqueada por los dogmas de la fe. Es todo lo contrario,
como los grandes maestros de la tradición católica lo han demostrado.
San Agustín, antes de su conversión, busca con mucha ansiedad la verdad,
a través de todas las filosofías disponibles, encontrándolas todas
insatisfactorias. Su investigación minuciosa racional es para él una
significativa pedagogía para el encuentro con la Verdad de Cristo.
Cuando dice, "comprender para creer y creer para
comprender" (Discurso 43, 9: PL 38, 258), es como si estuviera
contando su propia experiencia de vida. Intelecto y fe, de frente a la
revelación divina no son extraños o antagonistas, sino son las dos
condiciones para comprender el significado, para acoger el mensaje
auténtico, acercándose al umbral del misterio. San Agustín, junto a
muchos otros autores cristianos, es testigo de una fe que es ejercida
con la razón, que piensa y nos invita a pensar. Sobre este camino, san
Anselmo dirá en su Proslogion que la fe católica es
fides quaerens intellectum, donde la
búsqueda de la inteligencia es un acto interno al propio creer. Será
especialmente santo Tomás de Aquino –sólido en esta tradición--, quien
hará frente a la razón de los filósofos, mostrando cuánta nueva y
fecunda vitalidad racional deriva del pensamiento humano, en la
introducción de los principios y de las verdades de la fe cristiana.
La fe católica es, pues, razonable y brinda confianza también a la razón
humana. El Concilio Vaticano I, en la Constitución dogmática Dei Filius,
dijo que la razón es capaz de conocer con certeza la existencia de Dios
por medio de la vía de la creación, mientras que solo corresponde a la
fe la posibilidad de conocer "fácilmente, con absoluta certeza y sin
error" (DS 3005) la verdad acerca de Dios, a la luz de la gracia. El
conocimiento de la fe, más aún, no va contra la recta razón. El beato
Papa Juan Pablo II, en la encíclica
Fides et ratio,
resumió: "La razón del hombre no queda anulada ni
se envilece dando su asentimiento a los contenidos de la fe, que en todo
caso se alcanzan mediante una opción libre y consciente" (n. 43).
En el irresistible deseo por la verdad, solo una relación armoniosa
entre la fe y la razón es el camino que conduce a Dios y a la plenitud
del ser.
Esta doctrina es fácilmente reconocible en todo el Nuevo Testamento. San
Pablo, escribiendo a los cristianos de Corinto, sostiene, como hemos
escuchado: "Mientras los judíos piden signos y los
griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado:
escándalo para los judíos, locura para los gentiles" (1 Cor. 1,
22-23). De hecho, Dios ha salvado al mundo no con un acto de fuerza,
sino a través de la humillación de su Hijo único: de acuerdo a los
estándares humanos, el modo inusual ejecutado por Dios, contrasta con
las exigencias de la sabiduría griega.
Sin embargo, la cruz de Cristo tiene una razón, que san Pablo llama:
ho lògos tou staurou, "la palabra de la cruz"
(1 Cor. 1,18). Aquí, el término lògos significa tanto la palabra como la
razón, y si alude a la palabra, es porque expresa verbalmente lo que la
razón elabora. Por lo tanto, Pablo ve en la Cruz no un evento
irracional, sino un hecho salvífico, que tiene su propia racionalidad
reconocible a la luz de la fe. Al mismo tiempo, tiene tal confianza en
la razón humana, hasta el punto de asombrarse por el hecho de que
muchos, a pesar de ver la belleza de la obra realizada por Dios, se
obstinan a no creer en Él. Dice en la Carta a los Romanos "Porque
lo invisible [de Dios], es decir, su poder eterno y su divinidad, se
deja ver a la inteligencia a través de sus obras" (1,20).
Así, incluso san Pedro exhorta a los cristianos de la diáspora a adorar
"al Señor, Cristo, en sus corazones, siempre
dispuestos a dar respuesta a todo el que les pida razón de su esperanza"
(1 Pe. 3,15). En un clima de persecución y de fuerte necesidad de dar
testimonio de la fe, a los creyentes se les pide que justifiquen con
motivaciones sólidas su adhesión a la palabra del Evangelio; de dar las
razones de nuestra esperanza.
Sobre esta base que busca el nexo profundo entre entender y creer,
también se funda la relación virtuosa entre la ciencia y la fe. La
investigación científica conduce al conocimiento de la verdad siempre
nueva sobre el hombre y sobre el cosmos, lo vemos. El verdadero bien de
la humanidad ,accesible en la fe, abre el horizonte en el que se debe
mover su camino de descubrimiento. Por lo tanto, deben fomentarse, por
ejemplo, la investigación puesta al servicio de la vida, y que tiene
como objetivo erradicar las enfermedades. También son importantes las
investigaciones para descubrir los secretos de nuestro planeta y del
universo, a sabiendas de que el hombre está en la cumbre de la creación,
no para explotarla de modo insensato, sino para cuidarla y hacerla
habitable.
Es así como la fe, vivida realmente, no está en conflicto con la
ciencia, más bien coopera con ella, ofreciendo criterios básicos que
promuevan el bien de todos, pidiéndole que renuncie solo a aquellos
intentos que, oponiéndose al plan original de Dios, puedan producir
efectos que se vuelvan contra el hombre mismo. También por esto es
razonable creer: si la ciencia es un aliado valioso de la fe para la
comprensión del plan de Dios en el universo, la fe permite al progreso
científico actuar siempre por el bien y la verdad del hombre,
permaneciendo fiel a este mismo diseño.
Por eso es crucial para el hombre abrirse a la fe y conocer a Dios y su
designio de salvación en Jesucristo. En el Evangelio, se inaugura un
nuevo humanismo, una verdadera "gramática" del hombre y de toda
realidad. El Catecismo de la Iglesia Católica lo afirma: "La
verdad de Dios es su sabiduría que rige todo el orden de la creación y
del gobierno del mundo. Dios, único Creador del cielo y de la tierra (cf.
Sal. 115,15), es el único que puede dar el conocimiento verdadero de
todas las cosas creadas en su relación con Él" (n. 216).
Esperamos entonces que nuestro compromiso en la evangelización ayude a
dar una nueva centralidad del Evangelio en la vida de tantos hombres y
mujeres de nuestro tiempo. Y oramos para que todos encuentren en Cristo
el sentido de la vida y el fundamento de la verdadera libertad: sin
Dios, de hecho, el hombre se pierde.
Los testimonios de aquellos que nos han precedido y han dedicado sus
vidas al Evangelio lo confirma para siempre. Es razonable creer, está en
juego nuestra existencia. Vale la pena gastarse por Cristo, solo Él
satisface los deseos de verdad arraigados en el alma de cada hombre:
ahora, en el tiempo que pasa, y en el día sin fin de la beata Eternidad.
Gracias.
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 28 de noviembre de 2012
* * * * *
Queridos hermanos
y hermanas:
La pregunta central que nos hacemos hoy es la siguiente: ¿cómo hablar de
Dios en nuestro tiempo? ¿Cómo comunicar el Evangelio para abrir caminos
a su verdad salvífica, en aquellos corazones con frecuencia cerrados de
nuestros contemporáneos, y a esas mentes a veces distraídas por los
tantos fulgores de la sociedad? Jesús mismo, nos dicen los evangelistas,
al anunciar el Reino de Dios se preguntó acerca de esto: "¿Con
qué compararemos el Reino de Dios o con qué parábola lo expondremos?"
(Mc. 4,30).
¿Cómo hablar de Dios hoy? La primera respuesta es que podemos hablar de
Dios, porque Él habló con nosotros. La primera condición para hablar de
Dios es, por lo tanto, escuchar lo que dijo Dios mismo. ¡Dios nos ha
hablado! Dios no es una hipótesis lejana sobre el origen del mundo; no
es una inteligencia matemática lejos de nosotros. Dios se preocupa por
nosotros, nos ama, ha entrado personalmente en la realidad de nuestra
historia, se ha autocomunicado hasta encarnarse. Por lo tanto, Dios es
una realidad de nuestras vidas, es tan grande que aún así tiene tiempo
para nosotros, nos cuida. En Jesús de Nazaret encontramos el rostro de
Dios, que ha bajado de su Cielo para sumergirse en el mundo de los
hombres, en nuestro mundo, y enseñar el "arte de vivir", el camino a la
felicidad; para liberarnos del pecado y hacernos hijos de Dios (cf. Ef.
1,5; Rom. 8,14). Jesús vino para salvarnos y enseñarnos la vida buena
del Evangelio.
Hablar de Dios significa, ante todo, tener claro lo que debemos llevar a
los hombres y mujeres de nuestro tiempo: no un Dios abstracto, una
hipótesis, sino un Dios concreto, un Dios que existe, que ha entrado en
la historia y que está presente en la historia; el Dios de Jesucristo
como respuesta a la pregunta fundamental del por qué y del cómo vivir.
Por lo tanto, hablar de Dios requiere una familiaridad con Jesús y con
su Evangelio, supone nuestro conocimiento personal y real de Dios y una
fuerte pasión por su proyecto de salvación, sin ceder a la tentación del
éxito, sino de acuerdo con el método de Dios mismo. El método de Dios es
el de la humildad --Dios se ha hecho uno de nosotros--, es el método de
la Encarnación en la simple casa de Nazaret y en la gruta de Belén, como
aquello de la parábola del grano de mostaza. No debemos temer a la
humildad de los pequeños pasos y confiar en la levadura que penetra en
la masa y poco a poco la hace crecer (cf. Mt. 13,33). Al hablar de Dios,
en la obra de la evangelización, bajo la guía del Espíritu Santo,
necesitamos una recuperación de la simplicidad, un retorno a lo esencial
del anuncio: la Buena Nueva de un Dios que es real y concreto, un Dios
que se interesa por nosotros, un Dios-Amor que se acerca a nosotros en
Jesucristo hasta la cruz, y que en la resurrección nos da la esperanza y
nos abre a una vida que no tiene fin, la vida eterna, la vida verdadera.
Ese comunicador excepcional que fue el apóstol Pablo, nos da una lección
que va directo al centro de la fe del problema "cómo hablar de Dios",
con gran sencillez. En la primera carta a los Corintios escribe: "Cuando
fui a vosotros, no fui con el prestigio de la palabra o de la sabiduría
a anunciaros el misterio de Dios, pues no quise saber entre vosotros
sino a Jesucristo, y éste crucificado" (2,1-2). Así, el primer
hecho es que Pablo no está hablando de una filosofía que él ha
desarrollado, no habla de ideas que ha encontrado en otro lugar o ha
inventado, sino que habla de una realidad de su vida, habla de Dios, que
entró en su vida; habla de un Dios real que vive, que ha hablado con él
y hablará con nosotros, habla de Cristo crucificado y resucitado.
La segunda realidad es que Pablo no es egoísta, no quiere crear un
equipo de aficionados, no quiere pasar a la historia como el director de
una escuela de gran conocimiento, no es egoísta, sino que san Pablo
anuncia a Cristo y quiere ganar a las personas para el Dios verdadero y
real. Pablo habla solo con el deseo de predicar lo que hay en su vida y
que es la verdadera vida, que lo conquistó para sí en el camino a
Damasco. Por lo tanto, hablar de Dios quiere decir dar espacio a Aquél
que nos lo hace conocer, que nos revela su rostro de amor; significa
privarse del propio yo ofreciéndolo a Cristo, sabiendo que no somos
capaces de ganar a otros para Dios, sino que debemos esperarlo del mismo
Dios, pedírselo a Él. Hablar de Dios viene por lo tanto de la escucha,
de nuestro conocimiento de Dios que se realiza en la familiaridad con
él, en la vida de oración y de acuerdo con los mandamientos.
Comunicar la fe, para san Pablo, no quiere decir presentarse a sí mismo,
sino decir abierta y públicamente lo que ha visto y oído en el encuentro
con Cristo, lo que ha experimentado en su vida ya transformada por aquel
encuentro: es llevar a aquel Jesús que siente dentro de sí y que se ha
convertido en el verdadero sentido de su vida, para que quede claro a
todos que Él es lo que se requiere para el mundo, y que es decisivo para
la libertad de cada hombre. El apóstol no se contenta con proclamar unas
palabras, sino que implica la totalidad de su vida en la gran obra de la
fe. Para hablar de Dios, tenemos que hacerle espacio, en la esperanza de
que es Él quien actúa en nuestra debilidad: dejarle espacio sin miedo,
con sencillez y alegría, en la profunda convicción de que cuanto más lo
pongamos al medio a Él, y no a nosotros, tanto más fructífera será
nuestra comunicación. Esto también es válido para las comunidades
cristianas: ellas están llamadas a mostrar la acción transformadora de
la gracia de Dios, superando individualismos, cerrazón, egoísmos,
indiferencia, sino viviendo en las relaciones cotidianas el amor de
Dios. Preguntémonos si son realmente así nuestras comunidades. Tenemos
que reorientarnos para así, convertirnos en anunciadores de Cristo y no
de nosotros mismos.
A este punto debemos preguntarnos cómo comunicaba Jesús mismo. Jesús en
su unicidad habla de su padre –Abbà--, y del Reino de Dios, con la
mirada llena de compasión por los sufrimientos y las dificultades de la
existencia humana. Habla con gran realismo y, diría yo, el anuncio más
importante de Jesús es que deja claro que el mundo y nuestra vida valen
ante Dios. Jesús muestra que en el mundo y en la creación aparece el
rostro de Dios y nos muestra cómo en las historias cotidianas de nuestra
vida, Dios está presente. Tanto en las parábolas de la naturaleza, del
grano de mostaza, del campo con diferentes semillas, o en nuestra vida,
pensamos en la parábola del hijo pródigo, de Lázaro y de otras parábolas
de Jesús. En los evangelios vemos cómo Jesús se interesa de toda
situación humana que encuentra, se sumerge en la realidad de los hombres
y de las mujeres de su tiempo, con una confianza plena en la ayuda del
Padre. Y que de verdad en esta historia, escondido, Dios está presente;
y si estamos atentos podemos encontrarlo.
Y los discípulos, que viven con Jesús, las multitudes que lo encuentran,
ven su reacción ante diferentes problemas, ven cómo habla, cómo se
comporta; ven en Él la acción del Espíritu Santo, la acción de Dios. En
Él, anuncio y vida están entrelazados: Jesús actúa y enseña, partiendo
siempre de un relación íntima con Dios Padre. Este estilo se convierte
en una indicación fundamental para nosotros los cristianos: nuestro modo
en que vivimos la fe y la caridad, se convierten en un hablar de Dios en
el presente, porque muestra con una vida vivida en Cristo, la
credibilidad, el realismo de lo que decimos con las palabras, que no son
solo palabras, sino que muestran la realidad, la verdadera realidad. Y
en esto hay que tener cuidado al leer los signos de los tiempos en
nuestra época, es decir, identificar el potencial, los deseos, los
obstáculos que se encuentran en la cultura contemporánea, en particular
el deseo de autenticidad, el anhelo de trascendencia, la sensibilidad
por la integridad de la creación, y comunicar sin miedo las respuestas
que ofrece la fe en Dios. El Año de la Fe es una oportunidad para
descubrir, con la imaginación animada por el Espíritu Santo, nuevos
caminos a nivel personal y comunitario, a fin de que en todas partes la
fuerza el evangelio sea sabiduría de vida y orientación de la
existencia.
También en nuestro tiempo, un lugar privilegiado para hablar de Dios es
la familia, la primera escuela para comunicar la fe a las nuevas
generaciones. El Concilio Vaticano II habla de los padres como los
primeros mensajeros de Dios (cf. Const. Dogm.
Lumen Gentium, 11; Decr.
Apostolicam
actuositatem, 11), llamados a redescubrir su misión, asumiendo la
responsabilidad de educar, y en el abrir las conciencias de los pequeños
al amor de Dios, como una tarea esencial para sus vidas, siendo los
primeros catequistas y maestros de la fe para sus hijos. Y en esta tarea
es importante ante todo ‘la supervisión’, que significa aprovechar las
oportunidades favorables para introducir en familia el discurso de la fe
y para hacer madurar una reflexión crítica respecto a las muchas
influencias a las que están sometidos los niños. Esta atención de los
padres es también una sensibilidad para acoger las posibles preguntas
religiosas presentes en la mente de los niños, a veces obvias, a veces
ocultas.
Luego está ‘la alegría’; la comunicación de la fe siempre debe tener un
tono de alegría. Es la alegría pascual, que no calla u oculta la
realidad del dolor, del sufrimiento, de la fatiga, de los problemas, de
la incomprensión y de la muerte misma, pero puede ofrecer criterios para
la interpretación de todo, desde la perspectiva de la esperanza
cristiana. La vida buena del Evangelio es esta nueva mirada, esta
capacidad de ver con los mismos ojos de Dios cada situación. Es
importante ayudar a todos los miembros de la familia a comprender que la
fe no es una carga, sino una fuente de alegría profunda, es percibir la
acción de Dios, reconocer la presencia del bien, que no hace ruido; sino
que proporciona una valiosa orientación para vivir bien la propia
existencia. Por último, ‘la capacidad de escuchar y dialogar’: la
familia debe ser un ámbito donde se aprende a estar juntos, para
conciliar los conflictos en el diálogo mutuo, que está hecho de escuchar
y hablar, entenderse y amarse, para ser un signo, el uno para el otro,
de la misericordia de Dios.
Hablar de Dios, por lo tanto, significa entender con la palabra y con la
vida que Dios no es un competidor de nuestra existencia, sino que es el
verdadero garante, el garante de la grandeza de la persona humana. Así
que volvemos al principio: hablar de Dios es comunicar, con fuerza y
sencillez, con la palabra y con la vida, lo que es esencial: el Dios de
Jesucristo, aquel Dios que nos ha mostrado un amor tan grande hasta
encarnarse, morir y resucitar para nosotros; ese Dios que nos invita a
seguirlo y dejarse transformar por su inmenso amor, para renovar nuestra
vida y nuestras relaciones; aquel Dios que nos ha dado la Iglesia, para
caminar juntos y, a través de la Palabra y de los sacramentos, renovar
la entera Ciudad de los hombres, con el fin de que pueda convertirse en
Ciudad de Dios.
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 5 de diciembre de 2012
* * * * *
Queridos hermanos y
hermanas:
Al comienzo de su carta a los cristianos de Éfeso (cf. 1, 3-14), el
apóstol Pablo eleva una oración de bendición a Dios, Padre de nuestro
Señor Jesucristo, oración que hemos hemos escuchado recientemente, y que
nos introduce a vivir el tiempo del Adviento, en el contexto del Año de
la fe. El tema de este himno de alabanza es el plan de Dios con respecto
al hombre, que se define en términos llenos de alegría, de asombro y de
gratitud, como un "benévolo designio" (v.
9), de misericordia y de amor.
¿Por qué el apóstol eleva a Dios, desde lo más profundo de su corazón,
esta bendición? Debido a que ve su obra en la historia de la salvación,
que culmina en la encarnación, muerte y resurrección de Jesús, y
contempla cómo el Padre Celestial nos ha elegido antes de la fundación
del mundo, para ser sus hijos adoptivos, en su Hijo Unigénito,
Jesucristo (cf. Rm. 8,14 s; Gal. 4,4s). Por lo tanto, nosotros existimos
desde la eternidad en la mente de Dios, en un gran proyecto que Dios ha
reservado para sí mismo y que ha decidido poner en práctica y de revelar
en "la plenitud de los tiempos" (cf. Ef.
1,10). San Pablo nos ayuda a entender, cómo toda la creación y, en
particular, el hombre y la mujer no son el resultado de la casualidad,
sino que responden a un proyecto de bondad de la razón eterna de Dios,
que con la fuerza creadora y redentora de su Palabra, da origen al
mundo. Esta primera afirmación nos recuerda que nuestra vocación no es
simplemente existir en el mundo, estar insertados en una historia, ni
tampoco ser solamente una criatura de Dios; es algo más grande: es el
haber sido elegidos por Dios incluso antes de la creación del mundo, en
el Hijo, Jesucristo. En Él, existimos , por así decirlo, ya desde
siempre. Dios nos considera en Cristo, como hijos adoptivos. El "proyecto
benévolo" de Dios, que es calificado por el Apóstol como "proyecto
de amor" (Ef. 1,5), es definido como "el
misterio de la voluntad de Dios" (v. 9), escondido y ahora
revelado en la Persona y en la obra de Cristo. La iniciativa divina
precede a toda respuesta humana: es un don gratuito de su amor que nos
envuelve y nos transforma.
Pero ¿cuál es el objetivo final de este plan misterioso? ¿Cuál es el
centro de la voluntad de Dios? Es aquello, --nos dice san Pablo--, de "hacer
que todo tenga a Cristo por cabeza" (v. 10). En esta expresión se
encuentra una de las formulaciones centrales del Nuevo Testamento que
nos hacen entender el plan de Dios, y su designio de amor por la
humanidad, una formulación que en el siglo II, san Ireneo de Lyon colocó
como núcleo de su cristología: "recapitular" toda la realidad en Cristo.
Tal vez algunos de vosotros recuerdéis la fórmula usada por el papa san
Pío X para la consagración del mundo al Sagrado Corazón de Jesús: "Restaurar
todas las cosas en Cristo" (Instaurare omnia in Christo), una
fórmula que hace referencia a esta expresión paulina, y que también fue
el lema de aquel santo Pontífice.
El Apóstol, sin embargo, habla más específicamente de recapitular el
universo en Cristo, y esto significa que en el gran esquema de la
creación y de la historia, Cristo se presenta como el centro de todo el
camino del mundo, la columna vertebral de todo, que atrae a sí mismo la
totalidad de la realidad misma, para superar la dispersión y el límite,
y conducir todo a la plenitud querida por Dios (cf. Ef. 1,23).
Este "designio benevolente" no ha
permanecido, por así decirlo, en el silencio de Dios, en la cumbre de su
Cielo, sino que Él lo ha hecho saber entrando en relación con el hombre,
al cual no le ha revelado cualquier cosa, sino a sí mismo. Él no ha
comunicado simplemente un conjunto de verdades, sino que sea ha
auto-comunicado a nosotros, hasta ser uno de nosotros, a encarnarse. El
Concilio Vaticano II en la Constitución Dogmática
Dei Verbum dice: "Dispuso
Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de
su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo
encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen
consortes de la naturaleza divina" (n. 2). Dios no solo dice
algo, sino que se comunica, nos introduce en la naturaleza divina, de
modo que estemos envueltos en ella, divinizados. Dios revela su gran
proyecto de amor al entrar en relación con el hombre, acercándose a él
hasta el punto de hacerse él mismo un hombre. "Lo
invisible de Dios --continúa
Dei Verbum--,
en su abundante amor, habla a los hombres como
amigos (cf. Ex. 33,11; Jn. 15,14-15) y mora con ellos (cf. Ba. 3,38)
para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía"
(ibid.). Con la sola inteligencia y sus capacidades, el hombre no habría
podido alcanzar esta revelación tan brillante del amor de Dios; es Dios
quien ha abierto su cielo y se abajado para conducir al hombre hacia el
abismo de su amor.
Más aún, san Pablo escribe a los cristianos de Corinto: "Lo
que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo
que Dios preparó para los que le aman. Porque a nosotros nos lo reveló
Dios por medio del Espíritu; y el Espíritu todo lo sondea, hasta la
profundidades de Dios" (1 Co. 2, 9-10). Y san Juan Crisóstomo, en
una famosa página de comentario a la Carta a los Efesios, invita a
disfrutar de toda la belleza del "benévolo designio" de Dios revelado en
Cristo. Y san Juan Crisóstomo dice: "¿Qué te
falta? Te has convertido en inmortal, te has hecho libre, te has
convertido en hijo, te has convertido en justo, eres un hermano, te has
convertido en un coheredero, con Cristo reinas, con Cristo eres
glorificado. Todo se nos ha dado, y --como está escrito-- ¿cómo no nos
dará con él graciosamente todas las cosas?" (Rm. 8,32). Tus
primeros frutos (cf. 1 Co. 15, 20.23) son adorados por los ángeles
[...]: ¿qué te falta?" (PG 62.11).
Esta comunión en Cristo por obra del Espíritu Santo, ofrecida por Dios a
todos los hombres con la luz de la Revelación, no es algo que se
superpone a nuestra humanidad, sino que es el cumplimiento de los más
profundos anhelos, de aquel deseo del infinito y de plenitud que habita
en las profundidades del ser humano, y lo abre a una felicidad no
temporal y limitada, sino eterna. San Buenaventura de Bagnoregio, en
referencia a Dios que se revela y nos habla a través de las Escrituras,
para llevarnos a Él, dice: "La Sagrada Escritura
es [...] el libro en el que están escritas palabras de vida eterna para
que, no solo creamos, sino también poseamos la vida eterna, donde
veremos, amaremos y todos nuestros deseos se realizarán" (Breviloquium,
Prol., Opera Omnia V, 201s.).
Finalmente, el beato papa Juan Pablo II dijo, y cito, que "La
Revelación introduce en la historia un punto de referencia del cual el
hombre no puede prescindir, si quiere llegar a comprender el misterio de
su existencia; pero, por otra parte, este conocimiento remite
constantemente al misterio de Dios que la mente humana no puede agotar,
sino sólo recibir y acoger en la fe." (Fides
et ratio, 14).
En esta perspectiva, ¿cuál es entonces el acto de fe? Es la respuesta
del hombre a la Revelación de Dios, que se da a conocer, que manifiesta
su designio de benevolencia; y es, para usar una expresión de san
Agustín, dejarse tomar de la verdad que es Dios, una verdad que es Amor.
Por esto san Pablo subraya como a Dios, que ha revelado su misterio, se
le deba "la obediencia de la fe" (Rm.
16,26; cf.1,5; 2 Co. 10, 5-6), la actitud con la que "el
hombre se confía libre y totalmente a Dios, "prestando a Dios revelador
el homenaje del entendimiento y de la voluntad", y asintiendo
voluntariamente a la revelación hecha por El". (Cost. Dogm.
Dei Verbum, 5). La obediencia
no es un acto de imposición, sino es un dejarse, un abandonarse en el
océano de la bondad de Dios.
Todo esto lleva a un cambio fundamental en la manera en que nos
relacionamos con la realidad entera, todo aparece en una nueva luz; se
trata por lo tanto, de una verdadera "conversión",
la fe es un "cambio de mentalidad", porque
el Dios que se ha revelado en Cristo y ha dado a conocer su plan de
amor, nos toma, nos atrae a sí mismo, se convierte en el sentido que
sostiene la vida, la roca sobre la que se puede encontrar la
estabilidad. En el Antiguo Testamento encontramos una expresión intensa
sobre la fe, que Dios confía al profeta Isaías para comunicárselo al rey
de Judá, Acaz. Dios dice: "Si no os afirmáis en mí
–o sea, si no os mantenéis fieles a Dios--, no seréis firmes" (Is
7,9 b). Por lo tanto, existe un vínculo entre el permanecer y el
comprender, que expresa bien cómo la fe es un acoger en la vida la
visión de Dios sobre la realidad, dejar que Dios nos guíe a través de su
Palabra y de los sacramentos, para entender lo que debemos hacer, cuál
es el camino que debemos tomar, cómo vivir. Al mismo tiempo, sin
embargo, es la comprensión a la manera de Dios, y ver con sus propios
ojos lo que hace una vida sólida, que nos permite "estar de pie", y no
caer.
Queridos amigos, el Adviento, el tiempo litúrgico que apenas hemos
empezado, y que nos prepara para la Navidad, nos pone de frente el
luminoso misterio de la venida del Hijo de Dios, al gran "diseño
de bondad" con el que quiere atraernos a Sí, para hacernos vivir
en plena comunión de alegría y de paz con Él. El Adviento nos invita una
vez más, en medio de muchas dificultades, a renovar la certeza de que
Dios está presente: Él ha venido al mundo, convirtiéndose en un hombre
como nosotros , para traer la plenitud de su designio de amor. Y Dios
exige que también nosotros nos convirtamos en una señal de su acción en
el mundo. A través de nuestra fe, nuestra esperanza, nuestro amor, Él
quiere entrar en el mundo siempre de nuevo, y quiere siempre de nuevo
hacer resplandecer su luz en la noche.
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 12 de diciembre de 2012
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas: en la catequesis anterior he hablado de la
revelación de Dios como la comunicación que hace de sí mismo y de su plan
benévolo. Esta revelación de Dios se inserta en el tiempo y en la historia
humana: la historia que se convierte en "el lugar
donde podemos constatar la acción de Dios en favor de la humanidad. Él se
nos manifiesta en lo que para nosotros es más familiar y fácil de verificar,
porque pertenece a nuestro contexto cotidiano, sin el cual no llegaríamos a
comprendernos." (Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 12).
El evangelista Marcos –como hemos escuchado--, narra, de manera clara y
sintética, los momentos iniciales de la predicación de Jesús: "El
tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios está cerca" (Mc. 1,15). Lo
que ilumina y da sentido pleno a la historia del mundo y del hombre comienza
a brillar en la cueva de Belén; es el misterio que contemplaremos dentro de
poco tiempo en Navidad: la salvación que se realiza en Jesucristo. En Jesús
de Nazaret, Dios muestra su rostro y le pide al hombre la decisión de
reconocerlo y seguirlo. La revelación de Dios en la historia, para entrar en
una relación de diálogo de amor con el hombre, le da un nuevo significado a
la entera experiencia humana. La historia no es una simple sucesión de
siglos, años, y de días, sino es el tiempo de una presencia que da pleno
sentido y la abre a una esperanza sólida.
¿Dónde podemos leer las etapas de esta revelación de Dios? La Sagrada
Escritura es el lugar privilegiado para descubrir los acontecimientos de
este caminar, y quisiera -- una vez más--, invitar a todos, en este Año de
la fe, a asumir con mayor frecuencia la Biblia para leerla y meditar en
ella, y para prestarle más atención a la lectura en la misa dominical, todo
lo cual es un alimento valioso para nuestra fe.
Leyendo el Antiguo Testamento, vemos que la intervención de Dios en la
historia de la gente que ha elegido y con quien ha hecho un pacto, no son
hechos que se mueven y caen en el olvido, sino que se convierten en "memoria",
constituyen en conjunto la "historia de la salvación",
mantenida viva en la conciencia del pueblo de Israel, a través de la
celebración de los acontecimientos salvíficos. Así, en el Libro del Éxodo,
el Señor le dice a Moisés para celebrar el gran momento de la liberación de
la esclavitud de Egipto, la Pascua hebrea con estas palabras: "Este
será para vosotros un día memorable y deberéis solemnizarlo con una fiesta
en honor del Señor. Lo celebraréis a lo largo de las generaciones como una
institución perpetua" (12,14). Para todo el pueblo de Israel,
recordar lo que Dios ha hecho se convierte en una especie de imperativo
permanente debido a que el paso del tiempo está marcado por la memoria viva
de los acontecimientos pasados, que así forman, día tras día, de nuevo la
historia y permanecen presentes.
En el libro del Deuteronomio, Moisés habló al pueblo, diciendo: "
Pero presta atención y ten cuidado, para no olvidar
las cosas que has visto con tus propios ojos, ni dejar que se aparten de tu
corazón un sólo instante. Enséñalas a tus hijos y a tus nietos.
"(4,9). Y así nos dice también a nosotros: "Cuida de
no olvidar las cosas que Dios ha hecho con nosotros”.
La fe es alimentada por el descubrimiento y el recuerdo del Dios que es
siempre fiel, que guía la historia y es el fundamento seguro y estable sobre
el cual apoyar la propia vida. También el canto del Magnificat, que la
Virgen María eleva a Dios, es un ejemplo claro de esta historia de la
salvación, de esta historia que permite que siga y esté presente la acción
de Dios. María alaba el acto misericordioso de Dios en el camino concreto de
su pueblo, la fidelidad a las promesas de la alianza hechas a Abraham y a su
descendencia; y todo esto es memoria viva de la presencia divina que nunca
falla (cf. Lc 1,46-55).
Para Israel, el éxodo es el acontecimiento histórico central en el que Dios
revela su poderosa acción. Dios libera a los israelitas de la esclavitud en
Egipto, para que puedan regresar a la Tierra Prometida y adorarlo como el
único Dios verdadero. Israel no comienza a ser un pueblo como los otros
--para tener también él una independencia nacional--, sino para servir a
Dios en el culto y en la vida, para crear para Dios un lugar donde el hombre
esté en obediencia a Él, donde Dios esté presente y sea adorado en el mundo;
y, por supuesto, no solo para ellos, sino para dar testimonio en medio de
los otros pueblos.
Y la celebración de este acontecimiento es para hacerlo presente y real,
para que la obra de Dios no se vea afectada. Él cree en su plan de
liberación y continúa a seguirlo. A fin de que el hombre pueda reconocer y
servir a su Señor y responder con fe y amor a su acción.
Entonces Dios se revela no solo en el acto primordial de la creación, sino
entrando en nuestra historia, en la historia de un pequeño pueblo que no era
ni el más grande ni el más fuerte. Y esta revelación de Dios que va adelante
en la historia, culmina en Jesucristo: Dios, el Logos, la Palabra creadora
que está al origen del mundo, se encarnó en Jesús y mostró el verdadero
rostro de Dios. En Jesús se cumple toda promesa, en Él culmina la historia
de Dios con la humanidad. Cuando leemos la historia de los dos discípulos en
el camino a Emaús, narrado por san Lucas, vemos cómo brota claramente que la
persona de Cristo ilumina el Antiguo Testamento, toda la historia de la
salvación y muestra el gran diseño unitario de los dos Testamentos, muestra
el camino de su unidad.
De hecho, Jesús explica a los dos caminantes perdidos y desilusionados el
cumplimiento de cada promesa: "Y comenzando por Moisés
y continuando en todas las Escrituras lo que se refería a él."
(24,27). El evangelista narra la exclamación de los dos discípulos después
de reconocer que el compañero de viaje era el Señor: "¿No
ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos
explicaba las Escrituras?" (v. 32).
El Catecismo de la Iglesia Católica resume las etapas de la Revelación
divina mostrando sintéticamente el desarrollo (cf. nn 54-64.):
"Dios ha llamado al hombre desde el principio a una
comunión íntima con Él, e incluso cuando el hombre, por su propia
desobediencia, perdió su amistad, Dios no lo ha abandonado al poder de la
muerte, sino que ofreció muchas veces a los hombres su alianza" (cf.
Misal Romano, Plegaria Euc. IV).
El Catecismo sigue el camino de Dios con el hombre desde la alianza con Noé
después del diluvio, a la llamada de Abraham a dejar su tierra para hacerlo
padre de una multitud de naciones. Dios constituyó a Israel como su pueblo,
a través del acontecimiento del Éxodo, la alianza del Sinaí y el don, por
medio de Moisés, de la ley para ser reconocido y servido como el único Dios
vivo y verdadero. Con los profetas, Dios conduce a su pueblo en la esperanza
de la salvación.
Sabemos --a través de Isaías--, el "segundo Éxodo", el retorno del exilio de
Babilonia a la tierra, el restablecimiento del pueblo; al mismo tiempo, sin
embargo, muchos siguieron en la dispersión y así comienza la universalidad
de esta fe. Al final no esperan más a un solo rey, David, un hijo de David,
sino un "Hijo del hombre", la salvación de
todos los pueblos. Se dan encuentros entre las culturas, por primera vez en
Babilonia y Siria, y luego también con la multitud griega. Vemos así cómo el
camino de Dios es cada vez mayor, cada vez más abierto al misterio de
Cristo, Rey del universo. En Cristo se realiza finalmente la revelación en
su plenitud, el plan amoroso de Dios: Él mismo se convierte en uno de
nosotros.
Hago una pausa para recordar la acción de Dios en la historia humana, para
mostrar las etapas de este gran proyecto de amor demostrado en el Antiguo y
Nuevo Testamento: un único plan de salvación dirigido a toda la humanidad,
progresivamente revelado y realizado por el poder de Dios, donde Dios
siempre reacciona a las respuestas del hombre y encuentra nuevos inicios
para la alianza cuando el hombre se pierde.
Esto es crucial en el camino de la fe. Estamos en el tiempo litúrgico de
Adviento, que nos prepara para la Navidad. Como todos sabemos, la palabra "Adviento"
significa "venida", "presencia",
y antiguamente significaba la llegada del rey o del emperador a una
provincia en particular. Para nosotros los cristianos, la palabra significa
una realidad maravillosa e inquietante: el mismo Dios ha cruzado el cielo y
se ha inclinado frente al hombre; ha forjado una alianza con él, entrando en
la historia de un pueblo; Él es el rey que bajó a esta provincia pobre que
es la tierra, y nos ha dado el don de su visita asumiendo nuestra carne,
convirtiéndose en uno como nosotros.
El Adviento nos invita a seguir el camino de esta presencia y nos recuerda
una y otra vez que Dios no ha salido del mundo, no está ausente, no nos ha
abandonado, sino que viene a nosotros de diferentes maneras, que debemos
aprender a discernir. Y también nosotros, con nuestra fe, nuestra esperanza
y nuestra caridad, estamos llamados todos los días a reconocer y dar
testimonio de esta presencia, en un mundo a menudo superficial y distraído,
a hacer brillar en nuestra vida la luz que iluminaba la cueva de Belén .
Gracias.
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 19 de diciembre de 2012
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas:
En el camino del Adviento, la Virgen María tiene un lugar especial, como
aquella que de un modo único ha esperado el cumplimiento de las promesas
de Dios, acogiendo en la fe y en la carne a Jesús, el Hijo de Dios, en
obediencia total a la voluntad divina. Hoy quisiera reflexionar con
vosotros brevemente sobre la fe de María a partir del gran misterio de
la Anunciación.
“Chaîre kecharitomene, ho Kyrios meta sou”,“Alégrate,
llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc. 1,28). Estas son las
palabras --relatadas por el evangelista Lucas--, con las que el arcángel
Gabriel saluda a María. A primera vista el término chaîre, “alégrate”,
parece un saludo normal, usual en la costumbre griega, pero esta
palabra, cuando se lee en el contexto de la tradición bíblica, adquiere
un significado mucho más profundo. Este mismo término está presente
cuatro veces en la versión griega del Antiguo Testamento y siempre como
un anuncio de alegría para la venida del Mesías (cf. Sof. 3,14; Joel
2,21; Zac 9,9; Lam 4,21). El saludo del ángel a María es entonces una
invitación a la alegría, a una alegría profunda, anuncia el fin de la
tristeza que hay en el mundo frente al final de la vida, al sufrimiento,
a la muerte, al mal, a la oscuridad del mal que parece oscurecer la luz
de la bondad divina. Es un saludo que marca el comienzo del Evangelio,
la Buena Nueva.
¿Pero por qué María es invitada a alegrarse de esta manera? La respuesta
está en la segunda parte del saludo: “El Señor
está contigo”. También aquí, con el fin de comprender bien el
significado de la expresión debemos recurrir al Antiguo Testamento. En
el libro de Sofonías encontramos esta expresión: “¡Grita
de alegría, hija de Sión!... El Rey de Israel, el Señor, está en medio
de ti… ¡El Señor, tu Dios, está en medio de ti, es un guerrero
victorioso!” (3,14-17). En estas palabras hay una doble promesa
hecha a Israel, a la hija de Sión: Dios vendrá como un salvador y
habitará en medio de su pueblo, en el vientre de la hija de Sión. En el
diálogo entre el ángel y María se realiza exactamente esta promesa:
María se identifica con el pueblo desposado con Dios, es en realidad la
hija de Sión en persona; en ella se cumple la espera de la venida
definitiva de Dios, en ella habita el Dios vivo.
En el saludo del ángel, María es llamada “llena de
gracia”; en griego el término “gracia”, charis, tiene la misma
raíz lingüística de la palabra “alegría”. Incluso en esta expresión se
aclara aún más la fuente de la alegría de María: la alegría proviene de
la gracia, que viene de la comunión con Dios, de tener una relación tan
vital con Él, de ser morada del Espíritu Santo, totalmente modelada por
la acción de Dios. María es la criatura que de una manera única ha
abierto la puerta a su Creador, se ha puesto en sus manos, sin límites.
Ella vive totalmente de la y en la relación con el Señor; es una actitud
de escucha, atenta a reconocer los signos de Dios en el camino de su
pueblo; se inserta en una historia de fe y de esperanza en las promesas
de Dios, que constituye el tejido de su existencia. Y se somete
libremente a la palabra recibida, a la voluntad divina en la obediencia
de la fe.
El evangelista Lucas narra la historia de María a través de un buen
paralelismo con la historia de Abraham. Así como el gran patriarca fue
el padre de los creyentes, que ha respondido a la llamada de Dios a
salir de la tierra en la que vivía, de su seguridad, para iniciar el
viaje hacia una tierra desconocida y poseída solo por la promesa divina,
así María confía plenamente en la palabra que le anuncia el mensajero de
Dios y se convierte en un modelo y madre de todos los creyentes.
Me gustaría hacer hincapié en otro aspecto importante: la apertura del
alma a Dios y a su acción en la fe, también incluye el elemento de la
oscuridad. La relación del ser humano con Dios no anula la distancia
entre el Creador y la criatura, no elimina lo que el apóstol Pablo dijo
ante la profundidad de la sabiduría de Dios, “¡Cuán
insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!” (Rm.
11, 33). Pero así aquel –que como María--, está abierto de modo total a
Dios, llega a aceptar la voluntad de Dios, aún si es misteriosa, a pesar
de que a menudo no corresponde a la propia voluntad y es una espada que
atraviesa el alma, como proféticamente lo dirá el viejo Simeón a María,
en el momento en que Jesús es presentado en el Templo (cf. Lc. 2,35). El
camino de fe de Abraham incluye el momento de la alegría por el don de
su hijo Isaac, pero también un momento de oscuridad, cuando tiene que
subir al monte Moria para cumplir con un gesto paradójico: Dios le pidió
que sacrificara al hijo que le acababa de dar. En el monte el ángel le
dice: “No alargues tu mano contra el niño, ni le
hagas nada, que ahora ya sé que eres temeroso de Dios, ya que no me has
negado tu único hijo” (Gen. 22,12); la plena confianza de Abraham
en el Dios fiel a su promesa existe incluso cuando su palabra es
misteriosa y difícil, casi imposible de aceptar. Lo mismo sucede con
María, su fe vive la alegría de la Anunciación, pero también pasa a
través de la oscuridad de la crucifixión del Hijo, a fin de llegar hasta
la luz de la Resurrección.
No es diferente para el camino de fe de cada uno de nosotros:
encontramos momentos de luz, pero también encontramos pasajes en los que
Dios parece ausente, su silencio pesa sobre nuestro corazón y su
voluntad no se corresponde con la nuestra, con aquello que nos gustaría.
Pero cuanto más nos abrimos a Dios, recibimos el don de la fe, ponemos
nuestra confianza en Él por completo --como Abraham y como María--,
tanto más Él nos hace capaces, con su presencia, de vivir cada situación
de la vida en paz y garantía de su lealtad y de su amor. Pero esto
significa salir de sí mismos y de los propios proyectos, porque la
Palabra de Dios es lámpara que guía nuestros pensamientos y nuestras
acciones.
Quiero volver a centrarme en un aspecto que surge en las historias sobre
la infancia de Jesús narradas por san Lucas. María y José traen a su
hijo a Jerusalén, al Templo, para presentarlo y consagrarlo al Señor
como es requerido por la ley de Moisés: “Todo
varón primogénito será consagrado al Señor” (Lc. 2, 22-24). Este
gesto de la Sagrada Familia adquiere un sentido más profundo si lo
leemos a la luz de la ciencia evangélica del Jesús de doce años que,
después de tres días de búsqueda, se le encuentra en el templo
discutiendo entre los maestros. A las palabras llenas de preocupación de
María y José: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?
Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando”,
corresponde la misteriosa respuesta de Jesús: “¿Por
qué me buscábais? ¿No sabéis que yo debía estar en la casa de mi Padre?”
(Lc. 2,48-49). Es decir, en la propiedad del Padre, en la casa del
Padre, como lo está un hijo. María debe renovar la fe profunda con la
que dijo "sí" en la Anunciación; debe aceptar que la precedencia la
tiene el verdadero Padre de Jesús; debe ser capaz de dejar libre a ese
Hijo que ha concebido para que siga con su misión. Y el "sí" de María a
la voluntad de Dios, en la obediencia de la fe, se repite a lo largo de
toda su vida, hasta el momento más difícil, el de la Cruz.
Frente a todo esto, podemos preguntarnos: ¿cómo ha podido vivir de esta
manera María junto a su Hijo, con una fe tan fuerte, incluso en la
oscuridad, sin perder la confianza plena en la acción de Dios? Hay una
actitud de fondo que María asume frente a lo que le está sucediendo en
su vida. En la Anunciación, ella se siente turbada al oír las palabras
del ángel --es el temor que siente el hombre cuando es tocado por la
cercanía de Dios--, pero no es la actitud de quien tiene temor ante lo
que Dios puede pedir. María reflexiona, se interroga sobre el
significado de tal saludo (cf. Lc. 1,29). La palabra griega que se usa
en el Evangelio para definir este “reflexionar”,
“dielogizeto”, se refiere a la raíz de la
palabra “diálogo”. Esto significa que María
entra en un diálogo íntimo con la Palabra de Dios que le ha sido
anunciada, no la tiene por superficial, sino la profundiza, la deja
penetrar en su mente y en su corazón para entender lo que el Señor
quiere de ella, el sentido del anuncio. Otra referencia sobre la actitud
interior de María frente a la acción de Dios la encontramos, siempre en
el evangelio de san Lucas, en el momento del nacimiento de Jesús,
después de la adoración de los pastores. Se dice que María “guardaba
todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc, 2,19); el
término griego es "symballon", podríamos
decir que Ella “unía”, “juntaba”
en su corazón todos los eventos que le iban sucediendo; ponía cada
elemento, cada palabra, cada hecho dentro del todo y lo comparaba, los
conservaba, reconociendo que todo proviene de la voluntad de Dios. María
no se detiene en una primera comprensión superficial de lo que sucede en
su vida, sino que sabe mirar en lo profundo, se deja interrogar por los
acontecimientos, los procesa, los discierne, y adquiere aquella
comprensión que solo la fe puede garantizarle. Y la humildad profunda de
la fe obediente de María, que acoge dentro de sí misma incluso aquello
que no comprende de la acción de Dios, dejando que sea Dios quien abra
su mente y su corazón. “Feliz de ti por haber
creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor”
(Lc. 1,45), exclama la pariente Isabel. Es por su fe que todas las
generaciones la llamarán bienaventurada.
Queridos amigos, la solemnidad de la Natividad del Señor, que pronto
celebraremos, nos invita a vivir esta misma humildad y obediencia de la
fe. La gloria de Dios se manifiesta en el triunfo y en el poder de un
rey, no brilla en una ciudad famosa, en un palacio suntuoso, sino que
vive en el vientre de una virgen, se revela en la pobreza de un niño.
La omnipotencia de Dios, también en nuestras vidas, actúa con la fuerza,
a menudo silenciosa, de la verdad y del amor. La fe nos dice, por lo
tanto, que el poder inerme de aquel Niño, al final gana al ruido de los
poderes del mundo.
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 9 de enero de 2013
* * * * *
Queridos hermanos
y hermanas:
En este tiempo de Navidad nos detenemos otra vez, en el gran misterio de
Dios que bajó del cielo para tomar nuestra carne. En Jesús, Dios se
encarnó, se hizo hombre como nosotros, y así se nos abrió la puerta de
su Cielo, a la plena comunión con Él.
En estos días, en nuestras iglesias ha sonado varias veces la palabra
"Encarnación" de Dios, para expresar la realidad que celebramos en
Navidad: el Hijo de Dios se hizo hombre, como decimos en el Credo. ¿Pero
qué significa esta palabra central para la fe cristiana? Encarnación
viene del latín "incarnatio". San Ignacio de Antioquía -a fines del
siglo primero-, y, especialmente, san Ireneo, han utilizado este término
reflexionando en el prólogo del evangelio de san Juan, en particular
sobre la expresión: "la Palabra se hizo carne"
(Jn. 1,14) . Aquí la palabra "carne", en el lenguaje hebreo, indica a la
persona como un todo, el hombre entero, pero solo desde el aspecto de su
transitoriedad y temporalidad, de su pobreza y contingencia. Esto quiere
decir que la salvación realizada por Dios hecho carne en Jesús de
Nazaret, toca al hombre en su realidad concreta y en cualquier situación
en la que esté. Dios tomó la condición humana para sanarla de todo lo
que la separa de Él, para que podemos llamarlo, en su Hijo unigénito,
con el nombre de "Abbà, Padre" y ser
verdaderamente hijos de Dios. Dice san Ireneo: "Este
es el motivo por el cual el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios,
Hijo del hombre: para que el hombre, al entrar en comunión con el Verbo
y recibiendo así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios"
(Adversus haereses, 3,19,1: PG 7,939; cf.
Catecismo de la Iglesia
Católica, 460).
"La Palabra se hizo carne" es una de esas
verdades a las que nos hemos acostumbrado tanto, que apenas nos afecta
la magnitud del evento que ella expresa. Y de hecho, en este tiempo de
Navidad, en la que la expresión aparece a menudo en la liturgia, a veces
se está más preocupado por las apariencias exteriores, en los "colores"
de la fiesta, que al corazón de la gran novedad cristiana que
celebramos: algo absolutamente impensable, que solo Dios podía hacer y
que solo se puede entrar con la fe. El Logos que está con Dios, el Logos
que es Dios, el Creador del mundo (cf. Jn 1,1), para el cual fueron
creadas todas las cosas (cf. 1,3), que ha acompañado y acompaña a los
hombres en la historia con su luz (cf. 1,4-5; 1,9), se convierte en uno
en medio de los otros, puso su morada entre nosotros, se hizo uno de
nosotros (cf. 1,14). El Concilio Vaticano II dice: "El
Hijo de Dios ... trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de
hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido
de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros,
semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado" (Gaudium
et Spes, 22).
Es importante, entonces, recuperar el asombro ante este misterio,
dejarnos envolver por la magnitud de este acontecimiento: Dios, el
verdadero Dios, el Creador de todo, ha recorrido como un hombre nuestras
calles, entrando en el tiempo del hombre para comunicarnos su propia
vida (cf. 1 Jn. 1,1-4). Y no lo hizo con el esplendor de un soberano,
que somete con su poder el mundo, sino con la humildad de un niño.
Me gustaría subrayar un segundo elemento. En Navidad solemos
intercambiar algunos regalos con las personas más cercanas. A veces
puede ser un acto realizado por costumbre, pero en general expresa
afecto, es un signo de amor y de estima. En la oración de las ofrendas
de la Misa de la Aurora en la Solemnidad de la Natividad del Señor, la
Iglesia reza: "Acepta, Señor, nuestra oferta en
esta noche de luz, y por este misterioso intercambio de dones,
transfórmanos en Cristo, tu Hijo, que ha elevado al hombre hasta ti en
la gloria". La idea del regalo, entonces, está en el centro de la
liturgia y nos hace conscientes del regalo original de la Navidad: en
esa noche santa Dios, haciéndose carne, ha querido convertirse en un
regalo para los hombres, se entregó por nosotros; Dios ha hecho de su
Hijo único un don para nosotros, tomó nuestra humanidad para donarnos su
divinidad. Este es el gran regalo. Incluso en nuestro dar no es
importante que un regalo sea caro o no; los que no pueden dar un poco de
sí mismo, siempre dan muy poco; de hecho, a veces se intenta reemplazar
el corazón y el compromiso de donarse, a través del dinero, con cosas
que son materiales. El misterio de la Encarnación significa que Dios no
lo ha hecho de este modo: no ha donado cualquier cosa, sino que se
entregó a sí mismo en su Hijo Unigénito. Aquí encontramos el modelo de
nuestro dar, porque nuestras relaciones, sobre todo las más importantes,
son impulsadas por el don gratuito del amor.
Me gustaría ofrecer una tercera reflexión: el hecho de la Encarnación,
del Dios que se hace hombre como nosotros, nos muestra el realismo sin
precedentes del amor divino. La acción de Dios, de hecho, no se limita a
las palabras, incluso podríamos decir que Él no se contenta con hablar,
sino que se sumerge en nuestra historia y asume sobre sí la fatiga y el
peso de la vida humana. El Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre,
nacido de la Virgen María, en un tiempo y en un lugar específico, en
Belén durante el reinado del emperador Augusto, bajo el gobernador
Quirino (cf. Lc. 2,1-2); creció en una familia, tuvo amigos, formó un
grupo de discípulos, dio instrucciones a los apóstoles para continuar su
misión, completó el curso de su vida terrena en la cruz.
Este modo de actuar de Dios es un poderoso estímulo para cuestionarnos
sobre el realismo de nuestra fe, que no debe limitarse a la esfera de
los sentimientos, de las emociones, sino que debe entrar en la realidad,
en lo concreto de nuestra existencia, es decir, debe tocar cada día de
nuestras vidas y dirigirla también de una manera práctica. Dios no se
detuvo en las palabras, sino que nos mostró cómo vivir, compartiendo
nuestra propia experiencia, excepto en el pecado. El Catecismo de san
Pío X, que algunos de nosotros hemos estudiado de niños, con su
sencillez, y ante la pregunta: "¿Para vivir según Dios, ¿qué debemos
hacer", da esta respuesta: "Para vivir según Dios
debemos creer la verdad revelada por Él y guardar sus mandamientos con
la ayuda de su gracia, que se obtiene mediante los sacramentos y la
oración." La fe tiene un aspecto fundamental que afecta no solo
la mente y el corazón, sino toda nuestra vida.
Les propongo un último elemento a su consideración. San Juan dice que la
Palabra, el Logos estaba junto a Dios desde el principio, y que todas
las cosas fueron hechas por medio de la Palabra, y nada de lo que existe
fue hecho sin Ella (cf. Jn 1,1-3). El evangelista claramente alude al
relato de la creación que se encuentra en los primeros capítulos del
Génesis, y lo relee a la luz de Cristo. Este es un criterio fundamental
en la lectura cristiana de la Biblia: el Antiguo y el Nuevo Testamento
siempre son leídos en conjunto y a partir del Nuevo se revela el sentido
más profundo del Antiguo.
Esa misma Palabra que siempre ha estado con Dios, que es Dios mismo y
por el cual y en vista del cual todas las cosas fueron creadas (cf. Col.
1,16-17), se ha hecho hombre: el Dios eterno e infinito se sumergió en
la finitud humana, en su criatura, para conducir al hombre y a la entera
creación a Él. El Catecismo
de la Iglesia Católica, afirma: "La primera
creación encuentra su sentido y su cumbre en la nueva creación en
Cristo, cuyo esplendor sobrepasa el de la primera" (n. 349).
Los Padres de la Iglesia han acercado Jesús a Adán, hasta llamarlo
"segundo Adán" o el Adán definitivo, la imagen perfecta de Dios. Con la
Encarnación del Hijo de Dios se da una nueva creación, que nos da la
respuesta completa a la pregunta "¿Quién es el hombre?". Sólo en Jesús
se revela plenamente el proyecto de Dios sobre el ser humano: Él es el
hombre definitivo según Dios. El Concilio Vaticano II lo reitera
firmemente: "En realidad, el misterio del hombre
solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado… Cristo, el nuevo
Adán, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la
sublimidad de su vocación" (Gaudium
et Spes, 22; Cf.
Catecismo de la Iglesia Católica,, 359). En ese niño, el Hijo de
Dios contemplado en Navidad, podemos reconocer el verdadero rostro, no
solo de Dios, sino el verdadero rostro del ser humano; y solo
abriéndonos a la acción de su gracia y tratando todos los días de
seguirle, realizamos el plan de Dios en nosotros, en cada uno de
nosotros.
Queridos amigos, en este periodo meditemos en la gran y maravillosa
riqueza del Misterio de la Encarnación, para permitir que el Señor nos
ilumine y nos transforme cada vez más a imagen de su Hijo hecho hombre
por nosotros.
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 16 de enero de 2013
* * * * *
Queridos hermanos
y hermanas:
El Concilio Vaticano II en la Constitución sobre la Divina Revelación
Dei Verbum, afirma que la verdad íntima de toda la revelación de Dios
brilla para nosotros "en Cristo, que es al mismo
tiempo el mediador y la plenitud de toda la Revelación" (n. 2).
El Antiguo Testamento nos narra cómo Dios, después de la creación, a
pesar del pecado original y de la arrogancia del hombre de querer
ponerse en el lugar de su Creador, ofrece de nuevo la posibilidad de su
amistad, especialmente a través de la alianza con Abraham y el camino de
un pequeño pueblo, el de Israel, que Él elige no con los criterios del
poder terrenal, sino simplemente por amor. Es una elección que sigue
siendo un misterio y revela el estilo de Dios que llama a algunos, no
por excluir a los demás, sino para que hagan de puente que conduzca
hasta Él: la elección es siempre elección para los demás.
En la historia del pueblo de Israel podemos seguir los pasos de un largo
camino en el que Dios se da a conocer, se revela, entra en la historia
con palabras y con acciones. Para este trabajo, Él se sirve de
mediadores, como Moisés, los profetas, los jueces, personas que
comunican al pueblo su voluntad, recordando la necesidad de ser fieles a
la alianza y de mantener viva la esperanza de la plena y definitiva
realización de las promesas divinas.
Y es la realización de estas promesas las que hemos contemplado en
Navidad: es la revelación de Dios que llega a su punto máximo, a su
plenitud. En Jesús de Nazaret, Dios realmente visita a su pueblo, visita
a la humanidad de una manera que va más allá de todas las expectativas:
envía a su Hijo unigénito; Dios mismo se hizo hombre. Jesús no nos dice
cualquier cosa de Dios, no habla simplemente del Padre, sino que es la
revelación de Dios, porque es Dios, y nos revela así el rostro de Dios.
En el prólogo de su evangelio, san Juan escribe: "A
Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo Unigénito, que está en el seno del
Padre, él lo ha contado" (Jn. 1,18).
Quiero centrarme en este "revelar el rostro de Dios". En este sentido,
san Juan, en su evangelio, nos relata un hecho significativo que hemos
escuchado hoy. Al acercarse a la pasión, Jesús reafirma a sus
discípulos, exhortándoles a no tener miedo y a tener fe; después
establece un diálogo con ellos en el que habla Dios Padre (cf. Jn.
14,2-9). A un cierto punto, el apóstol Felipe le pide a Jesús: "Señor,
muéstranos al Padre y nos basta" (Jn. 14,8). Felipe es muy
práctico y concreto, dice lo que nosotros también quisiéramos decir:
"queremos ver, muéstranos al Padre"; pide "ver" al Padre, ver su rostro.
La respuesta de Jesús es una respuesta no solo para Felipe, sino también
para nosotros y nos lleva al corazón de la fe cristológica; el Señor le
dice: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre"
(Jn. 14,9). Esta expresión contiene de modo sintético la novedad del
Nuevo Testamento, aquella novedad que se apareció en la gruta de Belén:
Dios se puede ver, Dios ha mostrado su rostro, es visible en Jesucristo.
A lo largo del Antiguo Testamento es recurrente el tema de la "búsqueda
del rostro de Dios", el deseo de conocer este rostro, el deseo de ver a
Dios como Él es, tanto así que el término hebreo pānîm, que significa
"rostro", se menciona no menos de 400 veces, y 100 de ellas se refiere a
Dios: 100 veces se refiere a Dios, por si queremos ver el rostro de
Dios. Sin embargo, la religión judía prohíbe todas las imágenes, porque
Dios no puede ser representado, como lo hacían los pueblos vecinos con
el culto a los ídolos; por lo tanto, con esta prohibición de las
imágenes, el Antiguo Testamento parece excluir totalmente el "ver" del
culto y de la devoción. ¿Qué significa entonces, para el israelita
piadoso, buscar el rostro de Dios, a sabiendas de que no puede haber una
imagen?
La pregunta es importante: por un lado quiere decir que Dios no puede
ser reducido a un objeto, como una imagen que se agarra con la mano, ni
tampoco se puede poner algo en el lugar de Dios; y por otro lado, sin
embargo, se afirma que Dios tiene un rostro, es decir, que es un "Tú"
que puede entrar en una relación, que no está cerrado en su Cielo para
mirar desde lo alto a la humanidad. Sin duda Dios está por encima de
todo, pero se dirige hacia nosotros, nos escucha, nos ve, habla,
establece pactos, es capaz de amar. La historia de la salvación es la
historia de Dios con la humanidad, es la historia de esta relación de
Dios que se revela progresivamente al hombre, que hace conocerse a sí
mismo, su rostro.
Al comienzo del año, el 1 de enero, hemos escuchado, en la liturgia, la
hermosa oración de bendición sobre el pueblo: "El
Señor te bendiga y te guarde; que ilumine el Señor su rostro sobre ti y
te sea propicio; que el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz"
(Nm. 6,24-26). El esplendor del rostro divino es la fuente de la vida,
es aquello que nos permite ver la realidad; la luz de su rostro es la
guía de la vida.
En el Antiguo Testamento hay una figura a la que está conectado de una
manera muy especial el tema del "rostro de Dios"; se trata de Moisés, a
quien Dios escogió para liberar al pueblo de la esclavitud de Egipto,
para que le diera la Ley de la alianza y guiarlos hacia la Tierra
Prometida. Pues bien, en el capítulo 33 del libro del Éxodo, se dice que
Moisés tenía una relación cercana y confidencial con Dios: "El
Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo"
(v. 11). En virtud de esta confianza, Moisés le pregunta a Dios: "Déjame
ver tu gloria", y la respuesta de Dios es clara: "Yo
haré pasar ante tu vista toda mi bondad y pronunciaré delante de ti el
nombre del Señor ... Pero mi rostro no podrás verlo, porque nadie puede
verme y seguir con vida ... Aquí hay un sitio junto a mí... verás mi
espalda; pero mi rostro no lo verás" (vv. 18-23). Por un lado,
hay un diálogo cara a cara, como amigos, pero por el otro, está la
imposibilidad, en esta vida, de ver el rostro de Dios, que permanece
oculto; la visión es limitada. Los Padres dicen que estas palabras: "tu
solo puedes ver mis espaldas", quiere decir: tú solamente puedes seguir
a Cristo y siguiéndolo ver por detrás de su espalda el misterio de Dios;
a Dios se le puede seguir viendo sus espaldas.
Sin embargo, algo nuevo sucede con la Encarnación. La búsqueda del
rostro de Dios recibe un cambio inimaginable, porque ahora se puede ver
este rostro: el de Jesús, del Hijo de Dios que se hizo hombre. En Él, se
cumple el camino de la revelación de Dios iniciado con la llamada de
Abraham, Él es la plenitud de esta revelación, porque él es el Hijo de
Dios, y es a la vez "mediador y plenitud de toda
la revelación" (Const. Dogm. Dei Verbum, 2), en Él el contenido
de la Revelación y el Revelador coinciden. Jesús nos muestra el rostro
de Dios y nos hace conocer el nombre de Dios. En la oración sacerdotal
de la Última Cena, Él le dice al Padre: "He
manifestado tu Nombre a los hombres... Yo les he dado a conocer tu
nombre" (cf. Jn. 17,6.26).
El término "nombre de Dios" se refiere a Dios como Aquel que está
presente entre los hombres. A Moisés, frente en la zarza ardiente, Dios
había revelado su nombre, es decir, se había vuelto invocable, había
dado una señal concreta de su "ser" entre los hombres. Todo esto
encuentra su realización y plenitud en Jesús: Él inaugura de un modo
nuevo la presencia de Dios en la historia, porque el que le ve a Él, ve
al Padre, como le dice a Felipe (cf. Jn. 14,9). El cristianismo --dice
san Bernardo--, es la "religión de la Palabra de
Dios"; pero no, "una palabra escrita y
muda, sino del Verbo encarnado y vivo" (Hom. super missus est,
IV, 11: PL 183, 86B). En la tradición patrística y medieval se usa una
fórmula particular para expresar esta realidad: se dice que Jesús es el
Verbum abbreviatum (cf. Rm. 9,28, en referencia a Is. 10,23), la Palabra
corta, abreviada y sustancial del Padre, quien nos ha dicho todo acerca
de Él. En Jesús toda la Palabra está presente.
En Jesús la mediación entre Dios y el hombre también encuentra su
plenitud. En el Antiguo Testamento hay una gran cantidad de figuras que
han desarrollado esta función, sobre todo Moisés, el libertador, el
guía, el "mediador" de la alianza, como lo define también el Nuevo
Testamento (cf. Ga. 3,19; Hch. 7 , 35; Jn. 1,17). Jesús, verdadero Dios
y verdadero hombre, no es simplemente uno de los mediadores entre Dios y
el hombre, sino que es "el mediador" de la nueva y eterna alianza (cf.
Hb. 8,6; 9.15, 12.24), "porque hay un solo Dios, y
también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre"
(1 Tm. 2,5, Ga. 3,19-20). En Él podemos ver y conocer al Padre; en Él
podemos invocar a Dios con el nombre de "Abbà,
Padre"; en Él se nos da la salvación.
El deseo de conocer a Dios verdaderamente, que es ver el rostro de Dios,
está presente en todos los hombres, incluso en los ateos. Y tenemos, tal
vez sin saberlo, este deseo de ver quién es Él, lo que es, quién es para
nosotros. Pero este deseo se realiza en el seguimiento de Cristo, así
vemos las espaldas y finalmente también vemos a Dios como un amigo, su
rostro en el rostro de Cristo. Lo importante es que sigamos a Cristo no
solo en el momento en el que tenemos necesidad, y cuando encontramos un
lugar en nuestras tareas diarias, sino con nuestra vida como tal. Toda
nuestra existencia se debe dirigir hacia el encuentro con Jesucristo, a
amarlo; y, en ella, debe tener un lugar central el amor al prójimo,
aquel amor que, a la luz del Crucifijo, nos hace reconocer el rostro de
Jesús en los pobres, en los débiles, en los que sufren. Esto solo es
posible si el verdadero rostro de Jesús se ha hecho familiar en la
escucha de su Palabra, hablando interiormente; por que en el entrar en
esta Palabra, es que de verdad lo encontramos, y por supuesto en el
misterio de la Eucaristía.
En el evangelio de san Lucas es significativo el pasaje de los dos
discípulos de Emaús, que reconocen a Jesús al partir el pan, pero
preparados durante el camino por Él; dispuestos gracias a la invitación
que le hicieron para que se quedara con ellos, preparados por el diálogo
que hizo arder sus corazones; es así que al final, vieron a Jesús.
También para nosotros, la Eucaristía es la gran escuela en la que
aprendemos a ver el rostro de Dios, entramos en una relación íntima con
Él; y aprendemos al mismo tiempo a dirigir la mirada hacia el momento
final de la historia, cuando Él nos llenará con la luz de su rostro. En
la tierra caminamos hacia esa plenitud, a la espera gozosa que se cumpla
realmente el Reino de Dios. Gracias.
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 23 de enero de 2013
* * * * *
Queridos hermanos y
hermanas:
En
este Año de la fe, quisiera empezar hoy a reflexionar con vosotros sobre el
Credo, es decir, sobre la solemne profesión de fe, que acompaña nuestras vidas
como creyentes. El Credo comienza así: "Creo en Dios".
Es una afirmación fundamental, aparentemente simple en su esencia, pero que nos
abre al infinito mundo de la relación con el Señor y con su misterio. Creer en
Dios implica el adhesión a Él, acogiendo su Palabra y gozosa obediencia a su
revelación.
Como
enseña el Catecismo de la Iglesia católica: "La fe es un
acto personal: es la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se
revela a sí mismo" (n. 166). Ser capaz de decir que se cree en Dios es
por lo tanto, junto a un regalo --Dios se revela, va a al encuentro con
nosotros--, es un compromiso, es la gracia divina y responsabilidad humana, en
una experiencia de diálogo con Dios, que por amor, "habla
a los hombres como amigos" (Dei Verbum, 2), nos habla a fin de que , en
la fe y con la fe, podamos entrar en comunión con Él.
¿Dónde
podemos escuchar a Dios y su palabra? Fundamental es la Sagrada Escritura, en la
que la Palabra de Dios se hace audible para nosotros y nutre nuestra vida de
"amigos" de Dios. Toda la Biblia cuenta la revelación de Dios a la humanidad;
toda la Biblia habla de la fe y nos enseña la fe contando una historia en la que
Dios lleva a cabo su plan de redención y se acerca a nosotros los hombres, a
través de muchas figuras luminosas de personas que creen en Él y confian en Él,
hasta la plenitud de la revelación del Señor Jesús.
Es muy
bello, en este sentido, el capítulo 11 de la Carta a los Hebreos, que acabamos
de escuchar. Aquí se habla de la fe y se sacan a la luz las grandes figuras
bíblicas que la han vivido, convirtiéndose un modelo para todos los creyentes.
Dice el texto en el primer verso: "La fe es la certeza de
lo que se espera, y prueba de lo que no se ve" (11,1). Los ojos de la fe
son por lo tanto capaces de ver lo invisible y el corazón del creyente puede
esperar más allá de toda esperanza, al igual que Abraham, de quien Pablo dice en
la Carta a los Romanos que "creyó, esperando contra toda
esperanza" (4,18).
Y es
sobre Abraham, en que me gustaría centrar nuestra atención, porque es el primer
punto de referencia importante para hablar acerca de la fe en Dios: Abraham, el
gran patriarca, modelo ejemplar, padre de todos los creyentes (cf. Rom 4,11
-12).La Carta a los Hebreos lo presenta así: "Por la fe,
Abraham, llamado por Dios, obedeció partiendo a un lugar que había de recibir en
herencia, y salió sin saber a dónde iba. Por la fe, habitó en la tierra
prometida como en tierra ajena, morando en tiendas, como también Isaac y Jacob,
coherederos de la misma promesa. Esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo
arquitecto y constructor es Dios"(11,8-10).
El
autor de la Carta a los Hebreos se refiere aquí a la llamada de Abraham,
relatada en el libro del Génesis, el primer libro de la Biblia. ¿Qué le pide
Dios a este patriarca? Le pide que parta, abandonando su país para ir al país
que le mostrará: "Vete de tu tierra y de tu parentela y de
la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré" (Gen. 12,1). ¿Cómo
habríamos respondido nosotros a una invitación así? Se trata, de hecho, de una
partida en la oscuridad, sin saber a dónde Dios lo guiará; es un viaje que pide
obediencia y confianza radicales, al que solo la fe puede tener acceso. Pero la
oscuridad de lo desconocido --donde Abraham debe ir--, es iluminado por la luz
de una promesa; Dios agrega a la orden una palabra tranquilizadora que le abre a
Abraham un futuro de una vida en toda su plenitud: "Haré
de ti una nación grande, y te bendeciré, haré grande tu nombre... y en ti serán
benditas todas las familias de la tierra "(Gn. 12,2.3).
La
bendición en la Sagrada Escritura, se relaciona principalmente con el don de la
vida que viene de Dios y se manifiesta principalmente en la fertilidad, en una
vida que se multiplica, pasando de generación en generación. Y a la bendición
está conectada también la experiencia de ser propietario de una tierra, un lugar
estable para vivir y crecer en libertad y seguridad, temeroso de Dios y
construyendo una sociedad de hombres fieles a la Alianza, "reino
de sacerdotes y nación santa" (cfr.Es. 19,6).
Así
Abraham, en el diseño de Dios, está llamado a convertirse en el "padre
de una multitud de naciones" (Gn. 17,5;. Cf. Rom. 4,17-18) y a entrar en
una nueva tierra donde vivir. Pero Sara, su esposa, es estéril, incapaz de tener
hijos; y el país al que Dios le lleva es lejos de su tierra natal, y ya está
habitado por otros pueblos, y no le pertenecerá nunca realmente. El narrador
bíblico hace hincapié en esto, aunque muy discretamente: cuando Abraham llegó al
lugar de la promesa de Dios: "en el país estaban en aquel
tiempo los cananeos" (Gn. 12,6). La tierra que Dios le da a Abraham no le
pertenece, él es un extranjero y lo seguirá siendo para siempre, con todo lo que
ello conlleva: no tener miras de posesión, sentir siempre la pobreza, ver todo
como un regalo. Esta es también la condición espiritual de aquellos que aceptan
seguir al Señor, de quien decide partir aceptando su llamada, bajo el signo de
su invisible pero poderosa bendición. Y Abraham, "padre de
los creyentes", acepta esta llamada, en la fe. San Pablo escribe en su
carta a los Romanos: "
El cual, esperando contra toda esperanza, creyó y
fue hecho " padre de muchas naciones " según le había sido dicho: " Así será tu
posteridad ". No vaciló en su fe al considerar su cuerpo ya sin vigor -
tenía unos cien años - y el seno de Sara, igualmente estéril. Por el contrario, ante la promesa divina, no cedió a la duda
con incredulidad; más bien, fortalecido en su fe, dio gloria a Dios, con el pleno convencimiento de que poderoso es Dios para
cumplir lo prometido " (Rm.
4,18-21).
La fe
conduce a Abraham que seguir un camino paradójico. Él será bendecido, pero sin
los signos visibles de la bendición: recibe la promesa de ser una gran nación,
pero con una vida marcada por la esterilidad de su esposa Sara; es llevado a una
nueva tierra pero allí tendrá que vivir como extranjero; y la única posesión de
la tierra que se le permitirá será el de un pedazo de tierra para enterrar a
Sara (cf. Gn 23,1-20). Abraham fue bendecido porque, en la fe, sabe discernir la
bendición divina yendo va más allá de las apariencias, confiando en la presencia
de Dios, incluso cuando sus caminos le aparecen misteriosos.
¿Qué
significa esto para nosotros? Cuando decimos: "Creo en Dios", decimos como
Abraham: "Yo confío en Tí; confío en Tí, Señor",
pero no como en Alguien a quien recurrir solo en los momentos de dificultad o a
quien dedicar algún momento del día o de la semana. Decir "Creo en Dios"
significa fundamentar en Él mi vida, dejar que su Palabra la oriente cada día,
en las opciones concretas, sin temor de perder algo de mí mismo. Cuando, en el
rito del Bautismo, se pregunta tres veces: "¿Crees?" en Dios, en Jesucristo, en
el Espíritu Santo, la Santa Iglesia Católica y las demás verdades de la fe, la
triple respuesta está en singular: "Yo creo", porque es mi existencia personal
que va a recibir un impulso con el don de la fe, es mi vida la que debe cambiar,
convertirse. Cada vez que participamos en un Bautismo, debemos preguntarnos cómo
vivimos cada día el gran don de la fe.
Abraham, el creyente, nos enseña la fe; y, como extranjero en la tierra, nos
muestra la verdadera patria. La fe nos hace peregrinos en la tierra, insertados
en el mundo y en la historia, pero en camino hacia la patria celestial. Creer en
Dios nos hace, por lo tanto, portadores de valores que a menudo no coinciden con
la moda y la opinión del momento. nos pide adoptar criterios y asumir una
conducta que no pertenecen a la manera común de pensar. El cristiano no debe
tener miedo de ir "contra la corriente" para vivir su fe, resistiendo a la
tentación de "uniformarse". En muchas sociedades, Dios se ha convertido en el
"gran ausente" y en su lugar hay muchos ídolos, diversos ídolos y especialmente
la posesión del "yo" autónomo. Y también los significativos y positivos
progresos de la ciencia y de la tecnología han introducido en el hombre una
ilusión de omnipotencia y de autosuficiencia, y un creciente egoísmo ha creado
no pocos desequilibrios al interior de las relaciones interpersonales y de los
comportamientos sociales.
Sin
embargo, la sed de Dios (cf. Sal. 63,2) no se extingue y el mensaje del
Evangelio sigue resonando a través de las palabras y los hechos de muchos
hombres y mujeres de fe. Abraham, el padre de los creyentes, sigue siendo el
padre de muchos hijos que están dispuestos a seguir sus pasos y se encaminan, en
obediencia a la llamada divina, confiando en la presencia benevolente del Señor
y aceptando su bendición para ser una bendición para todos. Es el mundo bendito
de la fe a la que todos estamos llamados, para caminar sin miedo tras el Señor
Jesucristo. Y a veces es un camino difícil, que conoce también la prueba y la
muerte, pero que se abre a la vida, en una transformación radical de la realidad
que solo los ojos de la fe pueden ver y disfrutar en abundancia.
Decir
"Creo en Dios" nos impulsa, por lo tanto, a partir, a salir de nosotros mismos
continuamente, al igual que Abraham, para llevar en la realidad cotidiana en que
vivimos, la certeza que nos viene de la fe: la certeza, es decir, de la
presencia de Dios en la historia, aún hoy; una presencia que da vida y
salvación, que nos abre a un futuro con Él en pos de una plenitud de vida que
nunca conocerá el ocaso.
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 30 de enero de 2013
* * * * *
Queridos hermanos
y hermanas:
En la catequesis del miércoles pasado nos centramos en las palabras
iniciales del Credo: "Creo en Dios". Sin embargo, la profesión de fe
especifica esta afirmación: Dios es el Padre todopoderoso, Creador del
cielo y de la tierra. Quisiera reflexionar con vosotros esta vez sobre
la primera y fundamental definición de Dios que el Credo nos presenta:
Él es Padre.
No siempre es fácil hablar hoy en día de la paternidad. Especialmente en
Occidente: las familias rotas, los compromisos de trabajo cada vez más
absorbentes, las preocupaciones, y muchas veces el esfuerzo por
equilibrar el presupuesto familiar o la invasión distractiva de los
medios de comunicación en la vida diaria, son algunos de los muchos
factores que pueden impedir una serena y constructiva relación entre
padres e hijos.
La comunicación a veces se hace difícil, se pierde la confianza, y la
relación con la figura del padre puede llegar a ser problemática;
también es difícil imaginar a Dios como un padre, sin tener modelos
adecuados de referencia. Para aquellos que han tenido la experiencia de
un padre demasiado autoritario e inflexible, o indiferente y poco
afectuoso, o peor aún ausente, no es fácil pensar con serenidad en Dios
como Padre y entregarse a Él con confianza.
Pero la revelación bíblica ayuda a superar estas dificultades
hablándonos de un Dios que nos muestra lo que verdaderamente significa
ser "padre"; y es sobre todo el evangelio el que nos revela el rostro de
Dios como Padre que ama hasta entregar a su propio Hijo para la
salvación de la humanidad. La referencia a la figura paterna ayuda por
lo tanto a comprender algo del amor de Dios, que sin embargo permanece
aún infinitamente más grande, más fiel, más completo que el de cualquier
hombre. "¿Quién de vosotros --dice Jesús
para mostrar a los discípulos el rostro del Padre--,
al hijo que le pide pan, le dará una piedra? ¿Y si le pide un pescado,
le dará una serpiente? Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas
buenas a vuestros hijos, cuánto más vuestro Padre que está en los cielos
dará cosas buenas a los que se lo pidáis?" (Mt. 7,9-11;. cf. Lc.
11,11-13). Dios es nuestro Padre porque nos ha bendecido y escogido
antes de la fundación del mundo (cf. Ef. 1,3-6), nos hizo realmente sus
hijos en Jesús (cf. 1 Jn. 3,1). Y, como Padre, Dios acompaña con amor
nuestra vida, dándonos su Palabra, sus enseñanzas, su gracia, su
Espíritu.
Él --como lo revela Jesús--, es el Padre que alimenta a las aves del
cielo sin que deban sembrar ni cosechar, y reviste de magníficos colores
las flores del campo, con vestidos más bellos que los del rey Salomón
(cf. Mt. 6, 26-32; Lc. 12, 24-28); y nosotros --añade Jesús--, ¡valemos
más que las flores y las aves del cielo! Y si Él es lo suficientemente
bueno para hacer "salir el sol sobre malos y
buenos, y... llover sobre justos e injustos" (Mt. 5,45), podremos
siempre, sin temor y con total confianza, confiarnos a su perdón de
Padre cuando nos equivocamos de camino. Dios es un Padre bueno que acoge
y abraza al hijo perdido y arrepentido (cf. Lc. 15,11 ss), se entrega
gratuitamente a aquellos que se lo piden (cf. Mt. 18,19; Mc. 11,24, Jn.
16,23) y ofrece el pan del cielo y el agua viva que da vida para siempre
(cf. Jn. 6,32.51.58).
Por lo tanto, el orante del salmo 27, rodeado de enemigos, asediado por
malvados y calumniadores, mientras busca la ayuda del Señor y lo invoca,
puede dar su testimonio lleno de fe, diciendo: "Mi
padre y mi madre me han abandonado, pero el Señor me ha acogido"
(v. 10). Dios es un Padre que nunca abandona a sus hijos, un Padre
amoroso que apoya, ayuda, acoge, perdona y salva, con una fidelidad que
supera inmensamente a la de los hombres, para abrirse a dimensiones de
eternidad. "Porque su amor es para siempre",
como sigue repitiendo como una letanía, en cada verso, el salmo 136 a
través de la historia de la salvación. El amor de Dios nunca falla, no
se cansa de nosotros; es el amor el que da hasta el extremo, hasta el
sacrificio de su Hijo. La fe nos da una certeza, que se convierte en una
roca para la construcción de nuestras vidas: podemos afrontar todos los
momentos de dificultad y de peligro, la experiencia de lo oscuro de la
crisis y del tiempo del dolor, apoyados por la fe de que Dios no nos
deja solos y siempre está cerca, para salvarnos y llevarnos a la vida
eterna.
Es en el Señor Jesús, donde se muestra plenamente el rostro benevolente
del Padre que está en los cielos. Y es conociéndolo a Él que podemos
conocer al Padre (cf. Jn. 8,19; 14,7); y viéndolo a Él podemos ver al
Padre, porque Él está en el Padre y el Padre está en Él (cf. Jn. 14,
9.11). Él es la "imagen del Dios invisible",
como lo define el himno de la Carta a los Colosenses, "primogénito
de toda la creación... el primogénito de los que resucitan de entre los
muertos", "por quien hemos recibido la
redención, el perdón de los pecados" y la reconciliación de todas
las cosas, "habiendo pacificado con la sangre de
su cruz, tanto las cosas que están en la tierra, como las que están en
los cielos" (cf. Col. 1,13-20).
La fe en Dios Padre nos pide creer en el Hijo, bajo la acción del
Espíritu, reconociendo en la Cruz que salva, la revelación definitiva
del amor divino. Dios es nuestro Padre al darnos a su Hijo; Dios es
Padre perdonando nuestros pecados y llevándonos a la alegría de la vida
que resucita; Dios es el Padre que nos da el Espíritu que nos hace hijos
y nos permite llamarlo, en verdad, "Abbà, ¡Padre!"
(cf. Rom. 8,15). Por lo tanto Jesús, al enseñarnos a orar, nos invita a
decir "Padre Nuestro" (Mt. 6,9-13; cf. Lc. 11,2-4).
La paternidad de Dios es, pues, infinito amor, ternura que se inclina
sobre nosotros, hijos débiles, necesitados de todo. El salmo 103, el
gran himno de la misericordia divina, proclama: "Como
un padre es tierno con sus hijos, así el Señor es tierno para con los
que le temen, porque sabe bien cómo están formados, se acuerda de que
somos polvo" (vv. 13-14). Es nuestra pequeñez, nuestra débil
naturaleza humana, nuestra fragilidad que se convierte en un llamado a
la misericordia del Señor, para que se manifieste la grandeza y ternura
de un Padre que nos ayuda, nos perdona y nos salva.
Y Dios responde a nuestra llamada, enviando a su Hijo, que murió y
resucitó por nosotros; entra en nuestra fragilidad y hace lo que el
hombre solo nunca podría haber hecho: él toma sobre sí el pecado del
mundo, como cordero inocente y abre el camino a la comunión con Dios,
nos hace verdaderos hijos de Dios. Está allí, en el Misterio pascual,
que revela en todo su esplendor, el rostro definitivo del Padre. Y está
allí, en la Cruz gloriosa, que viene a ser la plena manifestación de la
grandeza de Dios como "Padre Todopoderoso".
Pero podemos preguntarnos: ¿cómo es posible imaginar a un Dios
todopoderoso, al mirar la cruz de Cristo? ¿En este poder del mal, que
llega a matar al Hijo de Dios? Sin duda que quisiéramos una omnipotencia
divina según nuestros esquemas mentales y nuestros deseos: un Dios
"todopoderoso" que resuelva los problemas, que intervenga para evitarnos
los problemas, que le gane al adversario, y que cambie el curso de los
acontecimientos y anule el dolor. Por lo tanto, hoy en día muchos
teólogos dicen que Dios no puede ser omnipotente, de lo contrario no
podría haber tanto sufrimiento, tanta maldad en el mundo. De hecho, ante
el mal y el sufrimiento, para muchos, para nosotros, es problemático, es
difícil creer en Dios Padre y creer que es todopoderoso; algunos buscan
refugio en los ídolos, cediendo a la tentación de encontrar una
respuesta en una supuesta omnipotencia "mágica" y en sus promesas
ilusorias.
Sin embargo la fe en Dios Todopoderoso nos lleva por caminos muy
diferentes: tales como aprender a conocer que el pensamiento de Dios es
diferente al nuestro, que los caminos de Dios son diferentes de los
nuestros (cf. Is. 55,8), e incluso su omnipotencia es diferente: no se
expresa como una fuerza automática o arbitraria, sino que se caracteriza
por una libertad amorosa y paternal. En realidad, Dios, al crear
criaturas libres, dándoles libertad, renunció a una parte de su poder,
dejando el poder en nuestra libertad. Así, Él ama y respeta la respuesta
libre de amor a su llamada. Como Padre, Dios quiere que seamos sus hijos
y que vivamos como tales en su Hijo, en comunión, en plena intimidad con
Él. Su omnipotencia no se expresa en la violencia, no se expresa en la
destrucción de todo poder adverso como quisiéramos, sino que se expresa
en el amor, en la misericordia, en el perdón, en la aceptación de
nuestra libertad y en la incansable llamada a la conversión del corazón;
en una actitud aparentemente débil --Dios parece débil si pensamos en
Jesucristo orando, que se deja matar. ¡Una actitud aparentemente débil,
hecha de paciencia, de mansedumbre y de amor, muestra que este es el
camino correcto para ser poderoso! ¡Esta es la potencia de Dios! ¡Y este
poder vencerá! El sabio del libro de la Sabiduría se dirige así a Dios:
"Tú eres misericordioso con todos, porque todo lo
puedes; cierras los ojos ante los pecados de los hombres, esperando su
arrepentimiento. Amas a todos los seres que existen... ¡Eres indulgente
con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amante de la vida!"
(11,23-24a.26).
Solo quien es realmente poderoso puede soportar el mal y mostrarse
compasivo; solo quien es verdaderamente poderoso puede ejercer
plenamente el poder del amor. Y Dios, a quien pertenecen todas las
cosas, porque todas las cosas fueron hechas por Él, revela su fuerza
amando todo y a todos, en una paciente espera de la conversión de
nosotros los hombres, que quiere tener como hijos. Dios espera nuestra
conversión. El amor todopoderoso de Dios no tiene límites, hasta el
punto de que "no retuvo a su propio Hijo, sino que
lo entregó por todos nosotros" (Rm. 8,32). La omnipotencia del
amor no es la del poder del mundo, sino es aquella del don total, y
Jesús, el Hijo de Dios, revela al mundo la verdadera omnipotencia del
Padre dando su vida por nosotros pecadores. Este es el verdadero,
auténtico y perfecto poder divino: Entonces el mal es en verdad vencido
porque es lavado por el amor de Dios; entonces la muerte es
definitivamente derrotada porque es transformada en don de la vida. Dios
Padre resucita al Hijo: la muerte, el gran enemigo (cf. 1 Cor. 15,26),
es engullida y privada de su veneno (cf. 1 Cor. 15, 54-55), y nosotros,
liberados del pecado, podemos acceder a nuestra realidad de hijos de
Dios.
Es así que cuando decimos "Creo en Dios Padre Todopoderoso," expresamos
nuestra fe en el poder del amor de Dios, que en su Hijo muerto y
resucitado vence el odio, la maldad, el pecado y nos da vida eterna:
aquella de los hijos que quieren estar siempre en la "Casa del Padre".
Decir "Creo en Dios Padre Todopoderoso", en su poder, en su modo de ser
Padre, es siempre un acto de fe, de conversión, de transformación de
nuestros pensamientos, de todo nuestro amor, de todo nuestro modo de
vida.
Queridos hermanos y hermanas, pidamos al Señor que sostenga nuestra fe,
que nos ayude a encontrar verdaderamente la fe y que nos de la fuerza
para anunciar a Cristo crucificado y resucitado y de testimoniarlo en el
amor a Dios y al prójimo. Y que Dios nos conceda acoger el don de
nuestra filiación, para vivir plenamente la realidad del Credo, en el
abandono confiado al amor del Padre y a su omnipotencia misericordiosa,
que es la verdadera omnipotencia y que salva.
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 6 de febrero de 2013
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas:
El Credo, que inicia calificando a Dios como "Padre Todopoderoso", como
meditamos la semana pasada, añade luego que Él es "el
Creador del cielo y de la tierra", y así retoma la afirmación con la que
empieza la Biblia. En el primer versículo de la Sagrada Escritura, se lee, en
efecto: "Al inicio Dios creó el cielo y la tierra"
(Génesis 1,1): es Dios el origen de todas las cosas y en la belleza de la
creación se despliega su omnipotencia de Padre amoroso. Dios se manifiesta como
Padre en la creación, como el origen de la vida, y al crear muestra su
omnipotencia. Las imágenes utilizadas por la Sagrada Escritura a este respecto
son muy sugestivas (cf. Is 40,12, 45,18, 48,13, Salmos 104,2.5, 135,7, Pr 8,
27-29). Él, como Padre bueno y poderoso, cuida todo lo que ha creado con un amor
y una fidelidad que nunca falta (cf. Sal 57,11, 108,5, 36,6), repiten los
Salmos. De este modo, la creación se convierte en un lugar donde conocer y
reconocer la omnipotencia de Dios y su bondad, y se convierte en una llamada a
la fe de nosotros los creyentes para que proclamemos a Dios como Creador. "Por
la fe --escribe el autor de la Carta a los Hebreos--,
comprendemos que la Palabra de Dios formó el mundo, de
manera que lo visible proviene de lo invisible " (11,3). La fe implica
pues saber reconocer lo invisible, reconociendo su huella en el mundo visible.
El creyente puede leer el gran libro de la naturaleza y comprender su lenguaje;
el universo nos habla de Dios, pero es necesaria su Palabra de revelación, que
suscita la fe, para que el hombre pueda alcanzar la plena conciencia de la
realidad de Dios en cuanto Creador y Padre.
En el
libro de la Sagrada Escritura la inteligencia humana puede encontrar, a la luz
de la fe, la clave interpretativa para comprender el mundo. En particular, tiene
un lugar especial el primer capítulo del Génesis, con la presentación solemne de
la obra creadora divina, que se despliega a lo largo de siete días: en seis días
Dios lleva a término la creación y el séptimo día, el sábado, deja toda
actividad y descansa. Día de libertad para todos, día de la comunión con Dios y
así, con esta imagen, el Libro del Génesis nos indica que el primer anhelo de
Dios era el de encontrar un amor que respondiera a su amor. Y el segundo, el de
crear un mundo material donde colocar este amor, a estas criaturas que
libremente le respondan.
Esta
estructura hace que el texto esté marcado por algunas repeticiones
significativas. Durante seis veces, por ejemplo, se repite la frase: "Y
Dios vio que era bueno" (vv. 4.10.12.18.21.25) y, finalmente, la séptima
vez, después de la creación del hombre: "Dios miró todo lo
que había hecho, y vio que era muy bueno "(v. 31). Todo lo que Dios crea
es bello y bueno, impregnado de sabiduría y de amor; la acción creadora de Dios
pone orden, infunde armonía, dona belleza.
En el
relato del Génesis emerge luego que el Señor crea en su palabra: durante diez
veces se lee en el texto, el término "dijo Dios" (vv.
3.6.9.11.14.20.24.26.28.29), es la palabra, el logos de Dios el origen de la
realidad del mundo, al decir “Dios dijo” subraya el poder eficaz de la Palabra
divina. Así canta el Salmista: “La palabra del Señor hizo
el cielo, y el aliento de su boca, los ejércitos celestiales... porque Él lo
dijo, y el mundo existió, Él dio una orden y todo subsiste”. La vida
surge y el mundo existe porque todo obedece a la Palabra divina.
Pero
nuestra pregunta hoy es ¿tiene sentido, en la era de la ciencia y de la técnica,
seguir hablando de la creación? ¿Cómo debemos comprender la narración del
Génesis? La Biblia no quiere ser un manual de ciencias naturales; lo que quiere
es hacer comprender la verdad auténtica y profunda de las cosas. La verdad
fundamental, que las narraciones del Génesis nos desvelan es que el mundo no es
un conjunto de fuerzas en lucha entre sí, sino que tiene su origen y su
estabilidad en el Logos, en la razón eterna de Dios, que continúa sosteniendo el
universo.
Hay un
diseño sobre el mundo que nace de esta Razón, del Espíritu creador. Creer que en
la base de todo está esto, ilumina cada aspecto de la existencia y da la
valentía necesaria para afrontar con confianza y con esperanza la aventura de la
vida. Por lo tanto la Escritura nos dice que el origen de la existencia del
mundo y de la nuestra no es lo irracional y la necesidad, sino la razón, el amor
y la libertad. Ésta es la alternativa: o prioridad de lo irracional y de la
necesidad, o prioridad de la razón, de la libertad, del amor. Nosotros creemos
en esta posición.
Pero
me gustaría decir unas palabras sobre lo que es el la cúspide de todo lo creado:
el hombre y la mujer, el ser humano, el único "capaz de
conocer y amar a su Creador" (Constitución Pastoral Gaudium et Spes, 12).
El salmista mirando los cielos se pregunta: "Al ver el
cielo, obra de tus manos, la luna y la estrellas que has creado: ¿qué es el
hombre para que pienses en él, el ser humano para que lo cuides?"(8,4 a
5). El ser humano, creado con amor por Dios, es algo muy pequeño ante la
inmensidad del universo; a veces, mirando fascinados los espacios enormes del
firmamento, también nosotros percibimos nuestro ser limitados.
El ser
humano está habitado por esta paradoja: nuestra pequeñez y caducidad conviven
con la grandeza de lo que el amor eterno de Dios ha querido para nosotros. Los
relatos de la creación en el Libro del Génesis también nos introducen en este
misterioso ámbito, ayudándonos a conocer el plan de Dios para el hombre. En
primer lugar afirmando que Dios formó al hombre del polvo de la tierra (cf. Gn
2:7). Esto significa que no somos Dios, no nos hemos hecho solos, somos tierra;
pero también significa que somos buena tierra, a través de la obra del Creador
bueno. A esto se suma otra realidad fundamental: todos los seres humanos son
polvo, más allá de las distinciones que hace la cultura y la historia, más allá
de cualquier diferencia social; somos una única humanidad plasmada con la sola
tierra de Dios.
Hay
también un segundo elemento: el ser humano se origina porque Dios sopla el
aliento de vida en el cuerpo moldeado por la tierra (cf. Gn 2:7). El ser humano
está hecho a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1:26-27). “Todos,
entonces, llevamos en nosotros el aliento vital de Dios y cada vida humana –
nos dice la Biblia – está bajo la particular
protección de Dios. Ésta es la razón más profunda de la inviolabilidad de la
dignidad humana, contra toda tentación de evaluar la persona según criterios
utilitarios y de poder”. Ser a imagen y semejanza de Dios indica que el
hombre no está encerrado en sí mismo, sino que tiene una referencia esencial en
Dios
En los
primeros capítulos del Libro del Génesis encontramos dos imágenes
significativas: el jardín con el árbol del conocimiento del bien y del mal y la
serpiente (cf. 2:15-17; 3,1-5). El jardín nos dice que la realidad en la que
Dios ha puesto al ser humano no es un bosque salvaje, sino un lugar que protege,
nutre y sustenta; y el hombre debe reconocer el mundo no como propiedad para ser
saqueada y explotada, sino como don del Creador, signo de su voluntad salvadora,
un don que ha de cultivar y cuidar, hacer crecer y desarrollar con respeto, en
armonía, siguiendo los ritmos y la lógica, de acuerdo con el plan de Dios (cf.
Gn 2,8-15). La serpiente es una figura que viene de los cultos orientales de la
fecundidad, que tanto fascinaban a Israel y que eran una constante tentación
para abandonar la misteriosa alianza con Dios. A la luz de esto, la Sagrada
Escritura presenta la tentación a la que vienen sometidos Adán y Eva como el
núcleo de la tentación y el pecado. ¿Qué dice la serpiente? No niega a Dios,
pero insinúa una falsa pregunta: "¿Así que Dios os ordenó que no comieráis de
ningún árbol del jardín?».(Génesis 3:1). De esta manera, la serpiente suscita la
sospecha de que la alianza con Dios es como una cadena que ata, que priva de la
libertad y de las cosas más bellas y preciosas de la vida.
La
tentación invita a construirse el propio mundo en el que vivir, no acepta las
limitaciones del ser criatura, los límites del bien y del mal, de la moral. La
dependencia del amor del Dios Creador es vista como una carga de la que se debe
liberar. Éste es siempre el núcleo de la tentación. Pero cuando se distorsiona
la relación con Dios, poniéndose en su lugar, todas las demás relaciones se
alteran. Entonces, el otro se convierte en un rival, en una amenaza: Adán,
después de haber sucumbido a la tentación, acusa de inmediato a Eva (cf. Gn
3:12), y los dos se ocultan de la vista de aquel Dios con quien hablaban con
amistad (ver 3.8 - 10); el mundo ya no es el jardín para vivir en armonía, sino
un lugar para ser explotado y lleno de insidias ocultas (cf. 3:14-19), la
envidia y el odio hacia el otro entran en el corazón del hombre: ejemplar es
Caín que mata a su propio hermano Abel (cf. 4,3-9).
Al ir
contra su Creador en realidad el hombre va en contra de sí mismo, reniega su
origen y por lo tanto su verdad; y el mal entra en el mundo, con su triste
cadena de dolor y de muerte. Y si todo lo que había creado Dios era bueno, muy
bueno, después de esta libre decisión del hombre, de mentir contra la verdad, el
mal entra en el mundo.
De los
relatos de la creación, me gustaría destacar una última enseñanza: el pecado
engendra el pecado y todos los pecados de la historia están interrelacionados.
Este aspecto nos lleva a hablar de lo que ha sido llamado el "pecado original".
¿Cuál
es el significado de esta realidad, difícil de entender? Quisiera sólo dar algún
elemento. En primer lugar, debemos tener en cuenta que ningún hombre está
encerrado en sí mismo, nadie puede vivir de sí mismo y para sí mismo; nosotros
recibimos la vida del otro y no sólo en el nacimiento, sino todos los días.
El ser
humano es relación: Yo soy yo mismo solo en el tú y a través del tú, en la
relación de amor con el Tú de Dios y el tú de los otros. Pues bien, el pecado
perturba o destruye la relación con Dios, su presencia destruye la relación con
Dios, la relación fundamental, toma el lugar de Dios.
El Catecismo de la
Iglesia Católica afirma que con el primer pecado el hombre “hizo
elección de sí mismo contra Dios, contra las exigencias de su estado de criatura
y, por tanto, contra su propio bien” (n. 398). Perturbada la relación
fundamental, son puestos en peligro o destruidos también los otros polos de la
relación, el pecado arruina las relaciones, así lo destruye todo, porque
nosotros somos relación.
Ahora bien, si la
estructura relacional de la humanidad viene malograda desde el principio, todo
hombre entra en un mundo marcado por esta alteración de las relaciones, entra en
un mundo perturbado por el pecado, que le marca personalmente; el pecado inicial
daña y hiere la naturaleza humana (cf. Catecismo de la Iglesia Católica,
404-406).
Y el
hombre, por sí solo, no puede salir de esta situación; sólo el Creador puede
restaurar las justas relaciones. Sólo si Aquel, del que nos hemos desviado,
viene hacia nosotros y nos tiende la mano con amor, las justas relaciones pueden
reanudarse. Esto se realiza en Jesucristo, que cumple exactamente el recorrido
inverso al de Adán, como describe el himno del segundo capítulo de la Epístola
de San Pablo a los Filipenses (2:5-11): mientras que Adán no reconoce su ser
criatura y quiere ponerse en el lugar de Dios; Jesús, el Hijo de Dios, está en
una perfecta relación filial con el Padre, se rebaja, se convierte en el siervo,
recorre el camino del amor humillándose hasta la muerte en la cruz, para
reordenar las relaciones con Dios. La Cruz de Cristo se convierte así en el
nuevo Árbol de la vida.
Queridos hermanos y
hermanas, vivir la fe quiere decir reconocer la grandeza de Dios y aceptar
nuestra pequeñez, nuestra condición de criaturas dejando que el Señor la colme
con su amor y así crezca nuestra verdadera grandeza. El mal, con su carga de
dolor y de sufrimiento, es un misterio que queda iluminado por la luz de la fe,
que nos da la certeza de poder ser liberados de él, la certeza de que es bueno
ser hombre».
Catequesis que el Papa
Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 13 de febrero de 2013
(Miércoles de Ceniza)
* * * * *
¡Venerados hermanos, queridos hermanos y hermanas!:
Hoy, Miércoles de Ceniza, iniciamos un nuevo camino cuaresmal, un camino que se
desgrana a lo largo de cuarenta días y nos conduce a la alegría de la Pascua del
Señor, a la victoria de la Vida sobre la muerte. Siguiendo la antiquísima
tradición romana de las estaciones cuaresmales, nos hemos reunido para la
Celebración de la Eucaristía. Tal tradición prevé que la primera estación tenga
lugar en la Basílica de Santa Sabina sobre la colina del Aventino. Las
circunstancias han sugerido reunirse en la Basílica Vaticana. Esta tarde somos
numerosos en torno a la Tumba del Apóstol Pedro también para pedir su
intercesión para el camino de la Iglesia en este particular momento, renovando
nuestra fe en el Pastor Supremo, Cristo Señor. Para mí es una ocasión propicia
para dar las gracias a todos, especialmente a los fieles de la Diócesis de Roma,
mientas me dispongo a concluir el ministerio petrino, y para pedir un especial
recuerdo en la oración.
Las lecturas que han sido proclamadas nos ofrecen puntos que, con la gracia de
Dios, estamos llamados a convertir en actitudes y comportamientos concretos en
esta Cuaresma. La Iglesia nos vuelve a proponer, sobre todo, la fuerte llamada
que el profeta Joel dirige al pueblo de Israel: «Así dice
el Señor: volvéos a mí con todo el corazón, con ayunos, con llantos y lamentos»
(2,12). Hay que subrayar la expresión «con todo el corazón», que
significa desde el centro de nuestros pensamientos y sentimientos, de las raíces
de nuestras decisiones, opciones y acciones, con un gesto de total y radical
libertad. ¿Pero es posible este retorno a Dios? Sí, porque hay una fuerza que no
reside en nuestro corazón sino que mana del mismo corazón de Dios: es la fuerza
de su misericordia. Dice todavía el profeta: «Volved al
Señor, vuestro Dios, porque El es misericordioso y piadoso, lento a la ira, de
gran amor, pronto a arrepentirse ante el mal» (v.13). La vuelta al Señor
es posible como ‘gracia’, porque es obra de Dios y fruto de la fe que nosotros
depositamos en su misericordia. Pero este volver a Dios se hace realidad
concreta en nuestra vida sólo cuando la gracia del Señor penetra en lo profundo
y lo sacude donándonos la fuerza de «lacerar el corazón». Es el profeta una vez
más que hace resonar de parte de Dios estas palabras:
"Rasgad los corazones, no las vestiduras" (v.13). En efecto, también en
nuestros días, muchos están listos para "rasgarse las vestiduras" ante
escándalos e injusticias –cometidas naturalmente por otros–, pero pocos parecen
dispuestos a actuar sobre el propio “corazón”, sobre la propia conciencia y
sobre las propias intenciones, dejando que el Señor transforme, renueve y
convierta.
Aquel "convertíos a mí de todo corazón", es una llamada que no solo implica al
individuo, sino a la comunidad. Hemos escuchado siempre en la primera Lectura:
"Tocad la trompeta en Sión, proclamad el ayuno, convocad
la reunión; congregad al pueblo, santificad la asamblea, reunid a los ancianos,
congregad a muchachos y niños de pecho; salga el esposo de la alcoba"
(vv.15-16). La dimensión comunitaria es un elemento esencial en la fe y en la
vida cristiana. Cristo ha venido "para reunir a los hijos
de Dios que estaban dispersos" (Cfr. Jn 11, 52). El "Nosotros" de la
Iglesia es la comunidad en la que Jesús nos reúne (Cfr. Jn 12, 32): la fe es
necesariamente eclesial. Y esto es importante recordarlo y vivirlo en este
Tiempo de la Cuaresma: que cada uno sea consciente que el camino penitencial no
lo enfrenta solo, sino junto a tantos hermanos y hermanas, en la Iglesia.
El profeta, en fin, se detiene sobre la oración de los sacerdotes, los cuales,
con los ojos llenos de lágrimas, se dirigen a Dios diciendo:
"¡No entregues tu herencia al oprobio, y que las naciones
no se burlen de ella! ¿Por qué se ha de decir entre los pueblos: Dónde está su
Dios?" (v.17). Esta oración nos hace reflexionar sobre la importancia del
testimonio de fe y de vida cristiana de cada uno y de nuestras comunidades para
manifestar el rostro de la Iglesia y cómo, algunas veces este rostro es
desfigurado. Pienso, en particular, en las culpas contra la unidad de la
Iglesia, en las divisiones en el cuerpo eclesial. Vivir la Cuaresma en una
comunión eclesial más intensa y evidente, superando individualismos y
rivalidades, es un signo humilde y precioso para los que están alejados de la fe
o los indiferentes.
"¡Éste es el tiempo favorable, éste es el día de la
salvación!" (2 Co 6, 2). Las palabras del apóstol Pablo a los cristianos
de Corinto resuenan también para nosotros con una urgencia que no admite
omisiones o inercias. El término “éste” repetido tantas veces dice que este
momento no se debe dejar escapar, se nos ofrece como ocasión única e
irrepetible. Y la mirada del Apóstol se concentra en el compartir, con el que
Cristo ha querido caracterizar su existencia, asumiendo todo lo humano hasta
hacerse cargo del mismo pecado de los hombres. La frase de san Pablo es muy
fuerte: Dijo "Dios lo identificó con el pecado en favor
nuestro". Jesús, el inocente, el Santo, «Aquél que
no conoció el pecado" (2 Co 5, 21), asume el peso del pecado compartiendo
con la humanidad el resultado de la muerte, y de la muerte en la cruz. La
reconciliación que se nos ofrece ha tenido un precio altísimo, el de la cruz
levantada en el Gólgota, donde fue colgado el Hijo de Dios hecho hombre. En esta
inmersión de Dios, en el sufrimiento humano, en el abismo del mal está la raíz
de nuestra justificación. El "volver a Dios con todo nuestro corazón" en nuestro
camino cuaresmal pasa a través de la Cruz, el seguir a Cristo por el camino que
conduce al Calvario, al don total de sí. Es un camino en el cual debemos
aprender cada día a salir cada vez más de nuestro egoísmo y de nuestro
ensimismamiento, para dejar espacio a Dios que abre y transforma el corazón. Y
san Pablo recuerda que el anuncio de la Cruz resuena también para nosotros
gracias a la predicación de la Palabra, de la que el mismo Apóstol es embajador;
un llamado para nosotros, para que este camino cuaresmal se caracterice por una
escucha más atenta y asidua de la Palabra de Dios, luz que ilumina nuestros
pasos.
En la página del Evangelio de Mateo, del llamado Sermón de la Montaña, Jesús se
refiere a tres prácticas fundamentales previstas por la Ley mosaica: la limosna,
la oración y el ayuno; son también indicadores tradicionales en el camino
cuaresmal para responder a la invitación de "volver a Dios de todo corazón".
Pero Jesús subraya que la calidad y la verdad de la relación con Dios son las
que califican la autenticidad de todo gesto religioso. Por ello Él denuncia la
hipocresía religiosa, el comportamiento que quiere aparentar, las conductas que
buscan aplausos y aprobación. El verdadero discípulo no se sirve a sí mismo o al
“público”, sino a su Señor, en la sencillez y en la generosidad:
"Y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará"
(Mt 6,4.6.18). Nuestro testimonio, entonces, será más incisivo cuando menos
busquemos nuestra gloria y seremos conscientes de que la recompensa del justo es
Dios mismo, el estar unidos a Él, aquí abajo, en el camino de la fe, y al final
de la vida, en la paz y en la luz del encuentro cara a cara con Él para siempre
(Cfr. 1 Co 13, 12).
Queridos hermanos y hermanas, comencemos confiados y alegres este itinerario
cuaresmal. Que resuene fuerte en nosotros la invitación a la conversión, a
"volver a Dios de todo corazón", acogiendo su gracia que nos hace hombres
nuevos, con aquella sorprendente novedad que es participación en la vida misma
de Jesús. Nadie, por lo tanto, haga oídos sordos a esta llamada, que se nos
dirige también en el austero rito, tan sencillo y al mismo tiempo tan sugestivo,
de la imposición de las cenizas, que realizaremos dentro de poco ¡Que nos
acompañe en este tiempo la Virgen María, Madre de la Iglesia y modelo de todo
auténtico discípulo del Señor! ¡Amén!
Catequesis
que el Papa Benedicto XVI ofreció a los peregrinos el miércoles 27 de febrero de 2013
* * * * *
Venerados
hermanos en el episcopado y presbiterado
Distinguidas
autoridades
¡Queridos
hermanos y hermanas!
Muchas gracias por haber venido tantos en
esta última audiencia general de mi pontificado.
Como el apóstol Pablo en el texto bíblico que hemos escuchado, yo también siento
en mi corazón que ante todo tengo que dar gracias a Dios que guía a la Iglesia y
la hace crecer, que siembra su Palabra y alimenta así la fe en su Pueblo. En
este momento mi corazón se expande y abraza a la Iglesia extendida por todo el
mundo, y doy gracias a Dios por las "noticias" que en estos años de ministerio
petrino he recibido sobre la fe en el Señor Jesucristo, y sobre la caridad que
circula realmente en el cuerpo de la Iglesia y hace que viva en el amor, y sobre
la esperanza que nos abre y nos orienta hacia la plenitud de la vida, hacia la
patria celestial”.
Siento que os llevo a todos conmigo en la oración, en un presente que es de
Dios, en el que recojo cada uno de los encuentros, cada uno de los viajes, cada
visita pastoral. Todo y todos reunidos en oración para confiarlos al Señor,
porque tenemos pleno conocimiento de su voluntad, en toda sabiduría e
inteligencia espiritual, y por qué nos comportamos de una manera digna de Él y
de su amor, llevando fruto en toda buena obra.
En este momento, dentro de mí hay mucha confianza, porque sé, porque todos
sabemos que la palabra de verdad del Evangelio es la fuerza de la Iglesia, es su
vida. El Evangelio purifica y renueva, da fruto, en todo lugar donde la
comunidad de los creyentes lo escucha y recibe la gracia de Dios en la verdad y
en la caridad. Esta es mi confianza, esta es mi alegría.
Cuando, el 19 de abril de hace casi ocho años, acepté asumir el ministerio
petrino, tenía esta firme certeza que siempre me ha acompañado ,esta certeza de
la vida de la Iglesia, de la Palabra de Dios. En aquel momento, como ya he dicho
varias veces, las palabras que resonaban en mi corazón eran: Señor, ¿ por qué me
pides esto ? Y ¿que me pides? Es un gran peso el que colocas sobre mis hombros,
pero si Tu me lo pides, con tu palabra, echaré las redes, seguro de que me
guiarás, también con todas mis debilidades. Y ocho años después puedo decir
queel Señor realmente me ha guiado, ha estado cerca de mí, he podido percibir su
presencia todos los días. Ha sido un trozo de camino de la Iglesia, que ha
tenido momentos de alegría y de luz, pero también momentos difíciles; me he
sentido como San Pedro con los Apóstoles en la barca del lago de Galilea: el
Señor nos ha dado muchos días de sol y de brisa ligera, días en que la pesca ha
sido abundante; también ha habido momentos en que las aguas estaban agitadas y
el viento contrario, como en toda la historia de la Iglesia, y el Señor parecía
dormir. Pero siempre supe que en aquella barca estaba el Señor y siempre he
sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es suya. Y
el Señor no deja que se hunda: es El quien conduce, ciertamente también a través
de los hombres que ha elegido, porque así lo quiso. Esta ha sido una certeza que
nada puede empañar. Y por eso hoy mi corazón está lleno de gratitud a Dios
porque no ha dejado nunca que a su Iglesia entera y a mí, nos faltasen su
consuelo, su luz, su amor.
Estamos en el Año de la fe, que he proclamado para fortalecer nuestra fe en Dios
en un contexto que parece dejarlo cada vez más en segundo plano. Me gustaría
invitar a todos a renovar la firme confianza en el Señor, a confiarnos como
niños en los brazos de Dios, seguros de que esos brazos nos sostienen siempre y
son lo que nos permiten caminar todos los días, también entre las fatigas. Me
gustaría que cada uno se sintiera amado por ese Dios que ha dado a su Hijo por
nosotros y nos ha mostrado su amor sin límites. Quisiera que cada uno de
vosotros sintiera la alegría de ser cristiano. Hay una hermosa oración que se
reza todas las mañanas y dice: "Te adoro, Dios mío, y te amo con todo mi
corazón. Te doy gracias por haberme creado, hecho cristiano... " Sí, alegrémonos
por el don de la fe; es el don más precioso, que ninguno puede quitarnos! Demos
gracias al Señor por ello todos los días, con la oración y con una vida
cristiana coherente. !Dios nos ama, pero espera que también nosotros lo amemos¡
Pero no es sólo a Dios, a quien quiero dar las gracias en este momento. Un Papa
no está sólo en la guía de la barca de Pedro, aunque sea su principal
responsabilidad, y yo no me he sentido nunca solo al llevar la alegría y el peso
del ministerio petrino, el Señor me ha puesto al lado a tantas personas que, con
generosidad y amor a Dios y a la Iglesia, me han ayudado y han estado cerca de
mi. Ante todo. Vosotros, queridos hermanos cardenales: vuestra sabiduría y
vuestros consejos, vuestra amistad han sido preciosos para mí. Mis
colaboradores, empezando por mi Secretario de Estado, quien me ha acompañado
fielmente en estos años; la Secretaría de Estado y toda la Curia Romana, así
como a todos aquellos que, en diversos ámbitos, prestan su servicio a la Santa
Sede: tantos rostros que no se muestran, que permanecen en la sombra, pero que
en silencio, en su trabajo diario, con espíritu de fe y de humildad han sido
para mí un apoyo seguro y confiable. Un recuerdo especial para la Iglesia de
Roma, !mi diócesis! No puedo olvidar a los hermanos en el episcopado y en el
sacerdocio, a las personas consagradas y a todo el Pueblo de Dios en las visitas
pastorales, en los encuentros, en las audiencias, en los viajes, siempre he
recibido mucha atención y un afecto profundo. Pero yo también os he querido, a
todos y a cada uno de vosotros sin excepción, con la caridad pastoral, que es el
corazón de cada pastor, especialmente del Obispo de Roma, del Sucesor del
Apóstol Pedro. Todos los días he tenido a cada uno de vosotros en mis oraciones,
con el corazón de un padre.
Querría que mi saludo y mi agradecimiento llegase a todos: el corazón de un Papa
se extiende al mundo entero. Y me gustaría expresar mi gratitud al Cuerpo
Diplomático acreditado ante la Santa Sede, que hace presente la gran familia de
las Naciones. Aquí también pienso en todos los que trabajan para una buena
comunicación y les doy las gracias por su importante servicio.
Ahora me gustaría dar las gracias de todo corazón a tanta gente de todo el mundo
que en las últimas semanas me ha enviado pruebas conmovedoras de atención,
amistad y oración. Sí, el Papa nunca está solo, ahora lo experimento de nuevo en
un modo tan grande que toca el corazón. El Papa pertenece a todos y tantísimas
personas se sienten muy cerca de él. Es cierto que recibo cartas de los grandes
del mundo – de los Jefes de Estado, líderes religiosos, representantes del mundo
de la cultura, etc.-. Pero también recibo muchas cartas de gente ordinaria que
me escribe con sencillez, desde lo más profundo de su corazón y me hacen sentir
su cariño, que nace de estar juntos con Cristo Jesús, en la Iglesia. Estas
personas no me escriben como se escribe a un príncipe o a un gran personaje que
uno no conoce. Me escriben como hermanos y hermanas, hijos e hijas, con un
sentido del vínculo familiar muy cariñoso. Así, se puede sentir que es la
Iglesia - no es una organización, no es una asociación con fines religiosos o
humanitarios, sino un cuerpo vivo, una comunidad de hermanos y hermanas en el
Cuerpo de Jesucristo, que nos une a todos. Experimentar la Iglesia de esta
manera y casi poder tocar con las manos la fuerza de su verdad y de su amor es
una fuente de alegría, en un tiempo en que muchos hablan de su decadencia. Y,
sin embargo, vemos como la Iglesia hoy está viva.
En estos últimos meses, he sentido que mis fuerzas han disminuido, y he pedido a
Dios con insistencia en la oración que me iluminase con su luz para que me
hiciera tomar la decisión más justa no para mi bien, sino para el bien de la
Iglesia. He dado este paso con plena conciencia de su gravedad y también de su
novedad, pero con una profunda serenidad de ánimo. Amar a la Iglesia significa
también tener el valor de tomar decisiones difíciles, sufridas, teniendo siempre
delante el bien de la Iglesia y no el de uno mismo.
Permitid que vuelva una vez más al 19 de abril de 2005. La gravedad de la
decisión reside precisamente en el hecho de que a partir de aquel momento yo
estaba ocupado siempre y para siempre por el Señor. Siempre - quien asume el
ministerio petrino ya no tiene ninguna privacidad-. Pertenece siempre y
totalmente a todos, a toda la Iglesia. Su vida es, por así decirlo, totalmente
carente de la dimensión privada. He podido experimentar, y lo experimento
precisamente ahora, que uno recibe la propia vida cuando la da. Dije antes que
mucha gente que ama al Señor ama también al Sucesor de San Pedro y le quieren;
que el Papa tiene verdaderamente hermanos y hermanas, hijos e hijas en todo el
mundo, y que él se siente seguro en el abrazo de su comunión, porque ya no se
pertenece a sí mismo, pertenece a todos y todos le pertenecen.
El "siempre" es también un "para siempre" - no existe un volver al privado. Mi
decisión de renunciar al ejercicio del ministerio activo, no lo revoca. No
regreso a la vida privada, a una vida de viajes, reuniones, recepciones,
conferencias, etc. No abandono la cruz, sigo de un nuevo modo junto al Señor
Crucificado. No ostento la potestad del oficio para el gobierno de la Iglesia,
sino que resto al servicio de la oración, por así decirlo, en el recinto de San
Pedro. San Benito, cuyo nombre llevo como Papa, me servirá de gran ejemplo en
esto. Él nos mostró el camino a una vida que, activa o pasiva, pertenece
totalmente a la obra de Dios.
Doy las gracias a todos y cada uno, también por el respeto y la comprensión con
la que habéis acogido esta decisión tan importante. Seguiré acompañando el
camino de la Iglesia con la oración y la reflexión, con la dedicación al Señor y
a su Esposa, que he tratado de vivir hasta ahora cada día y quisieravivir
siempre. Os pido que os acordéis de mí delante de Dios, y sobre todo que recéis
por los Cardenales, llamados a un cometido tan importante, y por el nuevo
Sucesor del Apóstol Pedro: el Señor le acompañe con la luz y el poder de su
Espíritu.
Invoquemos la intercesión maternal de la Virgen María, Madre de Dios y de la
Iglesia para que acompañe a cada uno de nosotros y toda la comunidad eclesial; a
Ella nos encomendamos con profunda confianza.
¡Queridos amigos y amigas! Dios guía a su Iglesia, la sostiene siempre, y
especialmente en tiempos difíciles. No perdamos nunca esta visión de fe, que es
la única verdadera visión del camino de la Iglesia y del mundo. En nuestro
corazón, en el corazón de cada uno de vosotros, haya siempre la gozosa certeza
de que el Señor está a nuestro lado, no nos abandona, está cerca de nosotros y
nos envuelve con su amor. ¡Gracias!”
Catequesis
que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 3 de abril de 2013
* * * * *
Queridos
hermanos y hermanas:
¡Buenos
días!
Hoy reanudamos las catequesis del Año de
la Fe. En el Credo repetimos esta frase: "El tercer día
resucitó según las Escrituras". Es propiamente el evento que estamos
celebrando: la Resurrección de Jesús, el centro del mensaje cristiano, que ha
resonado desde el principio y ha sido transmitido a fin de que llegue hasta
nosotros. San Pablo escribe a los cristianos de Corinto: "Os
transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por
nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al
tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce"
(1 Cor. 15,3-5).
Esta breve confesión de fe proclama el
misterio pascual mismo, con las primeras apariciones del Resucitado a Pedro y a
los Doce: La muerte y la resurrección de Jesús son el corazón de nuestra
esperanza. Sin esta fe en la muerte y en la resurrección de Jesús, nuestra
esperanza será débil, incluso no habrá ninguna esperanza, porque solo la muerte
y resurrección de Jesús son el corazón de nuestra esperanza. El apóstol dice: "Si
Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; permanecéis aún en vuestros pecados"
(v. 17).
Por desgracia, a menudo se ha tratado de
ocultar la fe en la resurrección de Jesús, e incluso entre los propios creyentes
se han deslizado dudas. Un poco esa fe de "agua de rosas", como se dice, que no
es la fe fuerte. Y esto debido a la superficialidad, a veces a la indiferencia,
ocupados por miles de cosas que se consideran más importantes que la fe, o por
una visión puramente horizontal de la vida. Pero es la misma Resurrección la que
nos abre a una mayor esperanza, porque abre nuestra vida y la vida del mundo al
futuro eterno de Dios, a la felicidad plena, a la certeza de que el mal, el
pecado, la muerte pueden ser vencidos. Y esto nos lleva a vivir con más
confianza las realidades cotidianas, afrontarlas con valentía y con compromiso.
La resurrección de Cristo ilumina con una luz nueva de estas realidades
cotidianas. ¡La resurrección de Cristo es nuestra fuerza!
Pero, ¿cómo se ha transmitido la verdad
de la fe en la resurrección de Cristo? Hay dos tipos de evidencias en el Nuevo
Testamento: algunas tienen la forma de profesión de fe, es decir, fórmulas
sintéticas que indican el centro de la fe; mientras que otras tienen la forma de
un relato de la Resurrección y de los eventos relacionados a la misma.
La primera, la forma de la profesión de
fe, por ejemplo, es aquella que acabamos de escuchar, o la de la Carta a los
Romanos en la que san Pablo escribe: "Porque, si
confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le
resucitó de entre los muertos, serás salvo" (10,9). Desde el comienzo de
la Iglesia es clara y firme la fe en el misterio de la muerte y resurrección de
Jesús.
Hoy, sin embargo, quisiera centrarme en
la segunda, en los testimonios en forma de un relato, que encontramos en los
evangelios. En primer lugar observamos que los primeros testigos de este evento
fueron mujeres. Al amanecer, van al sepulcro para ungir el cuerpo de Jesús, y
encontraron al primer signo: el sepulcro vacío (cf. Mc. 16,1). Esto es seguido
por un encuentro con un mensajero de Dios que anuncia: Jesús de Nazaret, el
crucificado, no está aquí, ha resucitado (cf. vv 5-6.). Las mujeres se sienten
impulsadas por el amor y saben cómo acoger este anuncio con fe: creen, y de
inmediato lo transmiten; no lo retienen para sí mismas, sino que lo transmiten.
La alegría de saber que Jesús está vivo, la esperanza que llena su corazón, no
se pueden contener.
Esto también debería suceder en nuestras
vidas. ¡Sintamos la alegría de ser cristianos! ¡Creemos en un Resucitado que ha
vencido el mal y la muerte! ¡Tengamos el valor de "salir" para llevar esta
alegría y esta luz a todos los lugares de nuestra vida! La resurrección de
Cristo es nuestra mayor certeza; ¡es el tesoro más preciado! ¿Cómo no compartir
con otros este tesoro, esta certeza? No es solo para nosotros, es para
transmitirlo, para dárselo a los demás, compartirlo con los demás. Es nuestro
propio testimonio.
Otro elemento. En las profesiones de fe
del Nuevo Testamento, como testigos de la Resurrección se recuerda solo a los
hombres, a los Apóstoles, pero no a las mujeres. Esto se debe a que, de acuerdo
con la ley judía de la época, las mujeres y los niños no podían dar un
testimonio fiable, creíble. En los evangelios, sin embargo, las mujeres tienen
un papel primordial, fundamental. Aquí podemos ver un elemento a favor de la
historicidad de la resurrección: si se tratara de un hecho inventado, en el
contexto de aquel tiempo, no hubiera estado ligado al testimonio de las mujeres.
Los evangelistas sin embargo, narran simplemente lo que sucedió: las mujeres son
las primeras testigos.
Esto nos dice que Dios no escoge según
los criterios humanos: los primeros testigos del nacimiento de Jesús son los
pastores, gente sencilla y humilde; los primeros testigos de la resurrección son
las mujeres. Y esto es hermoso. ¡Y esto es un poco la misión de las madres, de
las mujeres! Dar testimonio a sus hijos, a sus nietos, que Jesús está vivo, que
es la vida, que resucitó.
¡Mamás y mujeres, adelante con este
testimonio! Para Dios cuenta el corazón, el cuánto estamos abiertos a Él, si
acaso somos como niños que se confían.
Pero esto también nos hace reflexionar
sobre cómo las mujeres, en la Iglesia y en el camino de la fe, han tenido y
tienen también hoy un rol especial en la apertura de las puertas al Señor, en el
seguirlo y en el comunicar su Rostro, porque la mirada de la fe tiene siempre la
necesidad de la mirada simple y profunda del amor. A los Apóstoles y a los
discípulos les resulta más difícil creer. A las mujeres no. Pedro corre a la
tumba, pero se detiene ante la tumba vacía; Tomás debe tocar con sus manos las
heridas del cuerpo de Jesús. También en nuestro camino de fe es importante saber
y sentir que Dios nos ama, no tener miedo de amarlo: la fe se confiesa con la
boca y con el corazón, con la palabra y con el amor.
Después de las apariciones a las mujeres,
les siguen otras: Jesús se hace presente de un modo nuevo: es el Crucificado,
pero su cuerpo es glorioso; no ha vuelto a la vida terrenal, sino que lo hace en
una condición nueva. Al principio no lo reconocen, y solo a través de sus
palabras y sus gestos sus ojos se abren: el encuentro con Cristo resucitado
transforma, da nuevo vigor a la fe, un fundamento inquebrantable. Incluso para
nosotros, hay muchos indicios de que el Señor resucitado se da a conocer: la
Sagrada Escritura, la Eucaristía y los demás sacramentos, la caridad, los gestos
de amor que llevan un rayo del Resucitado.
Dejémonos iluminar por la Resurrección de
Cristo, dejémonos transformar por su fuerza, para que también a través de
nosotros en el mundo, los signos de la muerte den paso a los signos de la vida.
He visto que hay muchos jóvenes en la
plaza. A vosotros os digo: llevad esta certeza: el Señor está vivo y camina con
nosotros en la vida. ¡Esta es vuestra misión! Llevad adelante esta esperanza:
este ancla que está en los cielos; mantened fuerte la cuerda, manteneos anclados
y llevad la esperanza. Vosotros, testigos de Jesús, dad testimonio de que Jesús
está vivo y esto nos dará esperanza, dará esperanza a este mundo un poco
envejecido por las guerras, por el mal, por el pecado. ¡Adelante, jóvenes!
Dios es siempre fiel
Catequesis
que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 10 de abril de 2013
* * * * *
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!:
En la última Catequesis, nos hemos
centrado en el acontecimiento de la Resurrección de Jesús, en el que las mujeres
tuvieron un rol particular. Hoy me gustaría reflexionar sobre su significado
salvífico. ¿Qué significa la Resurrección para nuestra vida? ¿Y por qué sin ella
es vana nuestra fe? Nuestra fe se basa en la muerte y resurrección de Cristo,
así como una casa construida sobre los cimientos: si estos ceden, se derrumba
toda la casa.
En la cruz, Jesús se ofreció a sí mismo
tomando sobre sí nuestros pecados y, descendiendo al abismo de la muerte, es con
la Resurrección que la vence, la pone a un lado y nos abre el camino para
renacer a una nueva vida. San Pedro lo expresa brevemente al comienzo de su
Primera carta, como hemos escuchado: "Bendito sea el
Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien por su gran misericordia,
mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado
a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible"
(1, 3-4).
El Apóstol nos dice que con la
resurrección de Jesús llega algo nuevo: somos liberados de la esclavitud del
pecado y nos volvemos hijos de Dios, somos engendrados por lo tanto a una vida
nueva. ¿Cuando se realiza esto para nosotros? En el Sacramento del Bautismo. En
la antigüedad, este se recibía normalmente por inmersión. El que sería
bautizado, bajaba a una bañera grande del Baptisterio, dejando sus ropas, y el
obispo o el presbítero le vertía por tres veces el agua sobre la cabeza,
bautizándolo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
A continuación, el bautizado salía de la
bañera y se ponía un vestido nuevo, que era blanco: había nacido así a una vida
nueva, sumergiéndose en la muerte y resurrección de Cristo. Se había convertido
en hijo de Dios. San Pablo en la Carta a los Romanos dice: "Vosotros
habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar:" ¡Abbá,
Padre!" (Rm. 8,15).
Es el mismo Espíritu que hemos recibido
en el bautismo que nos enseña, nos impulsa a decir a Dios: "Padre", o más bien,
"Abbá", que significa "padre". Así es nuestro Dios, es un padre para nosotros.
El Espíritu Santo suscita en nosotros esta nueva condición de hijos de Dios. Y
esto es el mejor regalo que recibimos del Misterio Pascual de Jesús. Es Dios que
nos trata como hijos, nos comprende, nos perdona, nos abraza, nos ama aún cuando
cometemos errores. Ya en el Antiguo Testamento, el profeta Isaías dice que
aunque una madre pueda olvidarse del hijo, Dios nunca nos olvida, en ningún
momento (cf. 49,15). ¡Y esto es hermoso!
Sin embargo, esta relación filial con
Dios no es como un tesoro que guardamos en un rincón de nuestras vidas, sino que
debe crecer, debe ser alimentado cada día por la escucha de la Palabra de Dios,
la oración, la participación en los sacramentos, especialmente de la Penitencia
y de la Eucaristía, y de la caridad. ¡Podemos vivir como hijos!
Y esta es nuestra dignidad -tenemos la
dignidad de hijos. ¡Comportémonos como verdaderos hijos! Esto significa que cada
día debemos dejar que Cristo nos transforme y nos haga semejantes a Él;
significa tratar de vivir como cristianos, tratar de seguirlo, a pesar de
nuestras limitaciones y debilidades. La tentación de dejar a Dios a un lado para
ponernos al centro nosotros, siempre está a la puerta y la experiencia del
pecado daña nuestra vida cristiana, nuestra condición de hijos de Dios.
Por eso debemos tener la valentía de la
fe y no dejarnos llevar por la mentalidad que nos dice: "Dios no es necesario,
no es importante para ti", y otras cosas más. Es justamente lo contrario: solo
comportándonos como hijos de Dios, sin desanimarnos por nuestras caídas, por
nuestros pecados, sentiéndonos amados por Él, nuestra vida será nueva,
inspirados en la serenidad y en la alegría. ¡Dios es nuestra fuerza! ¡Dios es
nuestra esperanza!
Queridos hermanos y hermanas, antes que
nada debemos tener bien firme esta esperanza, y debemos ser un signo visible,
claro y brillante para todos. El Señor resucitado es la esperanza que no falla,
que no defrauda (cf.
Rm. 5,5). La esperanza no defrauda. ¡Aquella del Señor! ¡Cuántas veces en
nuestra vida las esperanzas se desvanecen, cuántas veces las expectativas que
llevamos en nuestro corazón no se realizan! La esperanza de nosotros los
cristianos es fuerte, segura y sólida en esta tierra, donde Dios nos ha llamado
a caminar, y está abierta a la eternidad, porque está fundada en Dios, que es
siempre fiel.
No hay que olvidarlo: Dios es siempre
fiel; Dios es siempre fiel a nosotros. Estar resucitados con Cristo por el
bautismo, con el don de la fe, para una herencia que no se corrompe, nos lleva a
buscar aún más las cosas de Dios, a pensar más en Él, a rezarle más. Ser
cristiano no se reduce a seguir órdenes, sino que significa estar en Cristo,
pensar como él, actuar como él, amar como Él; es dejar que él tome posesión de
nuestra vida y que la cambie, la transforme, la libere de las tinieblas del mal
y del pecado.
Queridos hermanos y hermanas, a los que
nos piden razones de la esperanza que está en nosotros (cf. 1 P. 3,15), señalemos al Cristo
Resucitado. Señalémoslo con la proclamación de la Palabra, pero sobre todo con
nuestra vida de resucitados. ¡Mostremos la alegría de ser hijos de Dios, la
libertad que nos da al vivir en Cristo, que es la verdadera libertad, la que nos
salva de la esclavitud del mal, del pecado y de la muerte!
Miremos a la Patria celeste, tendremos
una nueva luz y fuerza aún en nuestras obligaciones y en el esfuerzo cotidiano.
Es un valioso servicio que le debemos dar a nuestro mundo, que a menudo ya no
puede mirar a lo alto, que no es capaz de elevar la mirada hacia Dios.
Catequesis
que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 17 de abril de 2013
* * * * *
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el Credo, encontramos la afirmación de
que Jesús "subió a los cielos y está sentado a la
diestra del Padre". La vida terrenal de Jesús culmina con el evento de la
Ascensión, que es cuando Él pasa de este mundo al Padre, y es alzado a su
derecha. ¿Cuál es el significado de este evento? ¿Cuáles son las consecuencias
para nuestra vida? ¿Qué significa contemplar a Jesús sentado a la diestra del
Padre? Sobre esto, dejémonos guiar por el evangelista Lucas.
Partimos del momento en que Jesús decide
emprender su última peregrinación a Jerusalén. San Lucas anota: "Sucedió
que como se iban cumpliendo los días de su asunción, él se afirmó en su voluntad
de ir a Jerusalén" (Lc. 9,51). Mientras "asciende" a la Ciudad santa,
donde se llevará a cabo su "éxodo" de esta vida, Jesús ve ya la meta, el Cielo,
pero sabe bien que el camino que lo lleva de nuevo a la gloria del Padre pasa a
través de la Cruz, a través de la obediencia al designio divino de amor por la
humanidad. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que "la
elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación de la ascensión al cielo"
(n. 661). También nosotros debemos tener claro, en nuestra vida cristiana, que
entrar en la gloria de Dios exige la fidelidad cotidiana a su voluntad, incluso
cuando esto requiere sacrificio, requiere a veces cambiar nuestros planes. La
Ascensión de Jesús ocurre concretamente en el Monte de los Olivos, cerca del
lugar donde se había retirado en oración antes de la pasión, para permanecer en
profunda unión con el Padre: una vez más, vemos que la oración nos da la gracia
de vivir fieles al proyecto Dios.
Al final de su evangelio, san Lucas narra
el acontecimiento de la Ascensión de una manera muy sintética. Jesús llevó a los
discípulos "cerca a Betania y, alzando sus manos, los
bendijo. Y, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo.
Ellos, después de postrarse ante él, volvieron a Jerusalén con gran gozo. Y
estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios" (24,50-53); esto lo dice
san Lucas. Quisiera destacar dos elementos de la narración. En primer lugar,
durante la Ascensión Jesús cumple el gesto sacerdotal de la bendición y los
discípulos seguramente expresan su fe con la postración, se arrodillan
inclinando la cabeza. Este es un primer elemento importante: Jesús es el único y
eterno Sacerdote, que con su pasión traspasó la muerte y el sepulcro, resucitó y
ascendió a los cielos; está ante Dios Padre, donde intercede por siempre a favor
nuestro (Cf. Hb. 9,24). Como afirma san Juan en su Primera Carta,
Él es nuestro abogado.
¡Qué bello es escuchar esto! Cuando uno
ha sido convocado por el juez o tiene un juicio, lo primero que hace es buscar a
un abogado para que lo defienda. Nosotros tenemos uno que nos defiende siempre,
nos defiende de las insidias del diablo, nos defiende de nosotros mismos, de
nuestros pecados.
Queridos hermanos y hermanas, tenemos
este abogado: ¡no tengamos miedo de acudir a él a pedir perdón, a pedir la
bendición, a pedir misericordia! Él nos perdona siempre, es nuestro abogado: nos
defiende siempre ¡No olvidéis esto! La Ascensión de Jesús al Cielo nos permite
conocer esta realidad tan consoladora para nuestro camino: en Cristo, verdadero
Dios y verdadero hombre, nuestra humanidad ha sido llevada ante Dios; Él nos ha
abierto el camino; Él es como un guía cuando se sube a una montaña, que llegado
a la cima, nos tira hacia él llevándonos a Dios. Si confiamos a Él nuestra vida,
si nos dejamos guiar por Él estamos seguros de estar en buenas manos, en las
manos de nuestro Salvador, de nuestro abogado.
Un segundo elemento: san Lucas menciona
que los Apóstoles, después de ver a Jesús ascender al cielo, regresaron a
Jerusalén "con gran alegría." Esto parece un
poco extraño. Normalmente cuando nos separamos de nuestros familiares, de
nuestros amigos, de una manera definitiva, y sobre todo debido a la muerte, hay
en nosotros una tristeza natural, porque no vamos a ver nunca más su rostro, no
vamos a escuchar su voz, no podremos disfrutar más de su afecto, de su
presencia. En cambio, el evangelista destaca la profunda alegría de los
Apóstoles. ¿Por qué? Porque, con la mirada de la fe, entienden que, aunque nos
está ante sus ojos, Jesús permanece con ellos para siempre, no los abandona y,
en la gloria del Padre, los sostiene, los guía e intercede por ellos.
San Lucas narra el hecho de la Ascensión
también al comienzo de los Hechos de los Apóstoles, para enfatizar que este
evento es como el anillo que engancha y conecta la vida terrenal de Jesús con la
de la Iglesia. Aquí san Lucas también menciona la nube que oculta a Jesús de la
vista de los discípulos, los cuales permanecieron contemplando el Cristo que
subía hacia Dios (cf. Hch. 1,9-10). Entonces aparecieron dos hombres vestidos de
blanco, instándoles a no quedarse inmóviles. “Este
Jesús que de entre vosotros ha sido llevado al cielo, volverá así tal como lo
han visto marchar” (Cf. Hechos 1,10-11). Es precisamente una invitación a
la contemplación del Señorío de Jesús, para tener de Él la fuerza para llevar y
dar testimonio del Evangelio en la vida cotidiana: contemplar y actuar, ora et labora,
nos enseña san Benito, ambas son necesarias en nuestra vida de cristianos.
Queridos hermanos y hermanas, la
Ascensión no significa la ausencia de Jesús, sino que nos dice que Él está vivo
entre nosotros de una manera nueva; ya no está en un preciso lugar del mundo tal
como era antes de la Ascensión; ahora está en el señorío de Dios, presente en
todo espacio y tiempo, junto a cada uno de nosotros. En nuestra vida nunca
estamos solos: tenemos este abogado que nos espera, que nos defiende. No estamos
nunca más solos: el Señor crucificado y resucitado nos guía; con nosotros hay
muchos hermanos y hermanas que en el silencio y la oscuridad, en la vida
familiar y laboral, en sus problemas y dificultades, en sus alegrías y
esperanzas, viven cotidianamente la fe y llevan al mundo, junto con nosotros, el
señorío del amor de Dios, en Cristo Jesús resucitado, subido al Cielo, nuestro
abogado. Gracias.
Catequesis
que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 24 de abril de 2013
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el Credo profesamos que Jesús "de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos
y muertos". La historia humana comienza con la creación del hombre y de la
mujer, a imagen y semejanza de Dios, y concluye con el juicio final de Cristo. A
menudo nos olvidamos de estos dos polos de la historia, y sobre todo la fe en el
regreso de Cristo y el juicio final que a veces no es tan clara y fuerte en los
corazones de los cristianos. Jesús, durante su vida pública, se ha centrado a
menudo en la realidad de su venida final. Hoy me gustaría reflexionar sobre tres
textos evangélicos que nos ayudan a entrar en este misterio: el de las diez
vírgenes, de los talentos y aquel del juicio final. Los tres son parte del
discurso de Jesús en los últimos tiempos, en el evangelio de san Mateo.
En primer lugar recordemos que, con la Ascensión, el Hijo de Dios ha llevado
ante el Padre nuestra humanidad asumida por él, y quiere atraer a todos hacia
sí, para llamar a todo el mundo para que sean recibidos en los brazos abiertos
de Dios, y al final de la historia, toda la realidad sea entregada al Padre.
Está, sin embargo, este "tiempo inmediato" entre la primera venida de Cristo y
la última, que es precisamente el momento que estamos viviendo. En este contexto
del "tiempo inmediato", encontramos la parábola de las diez vírgenes (cf. Mt.
25,1-13). Se trata de diez muchachas que esperan la llegada del Esposo, pero
éste tarda y ellas se duermen. Ante el anuncio repentino de que el Esposo viene,
todas se preparan para recibirlo, pero mientras que cinco de ellas, sabias,
tienen aceite para alimentar sus lámparas, otras, necias, se quedan con las
lámparas apagadas, ya que no lo tienen; y mientras buscan, el Esposo viene, y
las vírgenes necias encuentran cerrada la puerta que conduce a la fiesta de
bodas.
Tocan con insistencia, pero ya era demasiado tarde, el Esposo responde: no las
conozco. El Esposo es el Señor, y el tiempo de espera de su llegada es el
momento que Él nos da, a todos nosotros, con misericordia y paciencia, antes de
su venida final; es un tiempo para vigilar; un tiempo en que debemos tener
encendidas las lámparas de la fe, la esperanza y la caridad; en el cual tener
abierto el corazón al bien, a la belleza y a la verdad; tiempo de vivir de
acuerdo a Dios, porque no sabemos ni el día ni la hora del regreso de Cristo.
Lo que se pide de nosotros es estar preparados para el encuentro - preparados
para un encuentro, para un encuentro bello, el encuentro con Jesús -, que
significa ser capaz de ver los signos de su presencia, mantener viva nuestra fe
con la oración, los sacramentos; estar atentos para no caer dormidos, para no
olvidarnos de Dios. La vida de los cristianos dormidos es una vida triste, no es
una vida feliz. El cristiano debe ser feliz, la alegría de Jesús. ¡No debemos
dormirnos!
La segunda parábola, la de los talentos, nos hace reflexionar sobre la relación
entre la forma en que usamos los dones recibidos de Dios y su retorno, de los
cual se nos preguntará cómo los hemos utilizado (cf. Mt. 25,14-30). Conocemos
bien la parábola: antes de la salida, el patrón entrega a cada siervo algunos
talentos, para que sean bien utilizados durante su ausencia. Al primero, le
entrega cinco, dos al segundo y uno al tercero. Durante el período de ausencia,
los dos primeros siervos multiplican sus talentos -se trata de monedas
antiguas-, mientras que el tercero prefiere enterrar el suyo y entregarlo
intacto a su dueño. A su regreso, el maestro juzga su trabajo: alaba a los dos
primeros, mientras que al tercero se le echa afuera en la oscuridad, porque ha
mantenido escondido por temor el talento, cerrado sobre sí mismo.
Un cristiano que se cierra en sí mismo, que esconde todo lo que el Señor le ha
dado, ¿es un cristiano... ? ¡no, no es cristiano! ¡Es un cristiano que no
agradece a Dios por todo lo que le ha dado! Esto nos dice que la espera de la
venida del Señor es la hora de la acción - estamos en el momento de la acción -,
un tiempo para sacar fruto de los dones de Dios, no para nosotros mismos, sino
para Él, para la Iglesia, para los otros, un tiempo para tratar siempre de hacer
crecer el bien en el mundo. Y especialmente en este tiempo de crisis, en la
actualidad, es importante no cerrarse sobre sí mismo, enterrando el propio
talento, las propias riquezas espirituales, intelectuales, materiales, todo lo
que el Señor nos ha dado, sino abrirse, ser solidarios, estar atento con el
otro.
En la plaza, he visto que hay muchos jóvenes, ¿es cierto eso? ¿Hay mucha gente
joven? ¿Dónde están? A vosotros, que estáis en el comienzo del viaje de la vida,
pregunto: ¿Habéis pensado en los talentos que Dios os ha dado? ¿Habéis pensado
en cómo los podéis poner al servicio de los demás? ¡No entierréis los talentos!
Apostad por grandes ideales, aquellos ideales que agrandan el corazón, aquellos
ideales de servicio que harán fecundos vuestros talentos. La vida no se nos da
para que la guardemos celosamente para nosotros mismos, sino que se nos da para
que la donemos. Queridos jóvenes, ¡tenged un alma grande! ¡No tengáis miedo de
soñar cosas grandes!
Por último, una palabra sobre el pasaje del juicio final, que describe la
segunda venida del Señor, cuando Él juzgará a todos los hombres, vivos y muertos
(cf. Mt. 25,31-46). La imagen utilizada por el evangelista es la del pastor que
separa las ovejas de las cabras. A la derecha se sitúan los que han actuado de
acuerdo a la voluntad de Dios, socorriendo a quien estaba hambriento, sediento,
al extranjero, al desnudo, al enfermo, a quien estaba en prisión - dije
"extranjero": pienso en tantos extranjeros que están aquí en la diócesis de
Roma: ¿que hacemos por ellos? -, mientras a la izquierda van los que no han
socorrido al prójimo. Esto nos dice que seremos juzgados por Dios en la caridad,
en la forma en que amábamos a los hermanos, especialmente a los más vulnerables
y necesitados. Por supuesto, siempre hay que tener en cuenta que somos
justificados, somos salvados por la gracia, por un acto libre de amor de Dios,
que siempre nos precede; nosotros solos no podemos hacer nada. La fe es ante
todo un don que hemos recibido. Sin embargo, con el fin de dar fruto, la gracia
de Dios requiere siempre de nuestra apertura a Él, de nuestra respuesta libre y
concreta. Cristo viene para traernos la misericordia de Dios que salva. Se nos
pide que confiemos en él, de responder al don de su amor a través de una vida
buena, compuesta por acciones animadas por la fe y el amor.
Queridos hermanos y hermanas, mirar al juicio final no debe darnos nunca miedo;
nos empuja más bien a vivir mejor el presente. Dios nos ofrece con misericordia
y paciencia este momento, a fin de que aprendamos cada día a reconocerlo en los
pobres y en los pequeños, que nos comprometamos con el bien y estamos vigilantes
en la oración y en el amor. Que el Señor, al final de nuestra existencia y de la
historia, pueda reconocernos como siervos buenos y fieles. Gracias.
Catequesis
que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 8 de mayo de 2013
* * * * *
¡Queridos hermanos y hermanas! El tiempo
pascual que con alegría estamos viviendo, guiados por la liturgia de la Iglesia,
es por excelencia el tiempo del Espíritu Santo donado "sin medida" (cfr Jn 3,34)
de Jesús crucificado y muerto. Este tiempo de gracia se concluye con la fiesta
de Pentecostés, en la que la Iglesia revive la efusión del Espíritu sobre María
y los Apóstoles reunidos en oración en el Cenáculo.
¿Pero quién es el Espíritu Santo? En el
Credo profesamos con fe: "Creo en el Espíritu Santo que
es Señor y da la vida". La primera verdad a la que nos unimos en el Credo
es que el Espíritu Santo es Kýrios, Señor.
Lo que significa que Él es verdaderamente Dios como lo son el Padre y el Hijo,
objeto, por nuestra parte, del mismo acto de adoración y de glorificación que
dirigimos al Padre y al Hijo. El Espíritu Santo, de hecho, es la tercera Persona
de la Santísima Trinidad; es el gran don del Cristo Resucitado que abre nuestra
mente y nuestro corazón a la fe en Jesús como el hijo enviado del Padre que nos
guía a la amistad, a la comunión con Dios.
Pero quisiera detenerme sobre todo en el
hecho de que el Espíritu Santo es la fuente inagotable de la vida de Dios en
nosotros. El hombre de todos los tiempos y de todos los lugares desea una vida
plena y bella, justa y buena, una vida que no sea amenazada por la muerte, sino
que pueda madurar y crecer hasta su plenitud. El hombre es como un viajero que,
atravesando los desiertos de la vida, tiene sed de un agua viva, efusiva y
fresca, capaz de saciar profundamente su deseo profundo de luz, de amor, de
belleza y de paz. ¡Todos sentimos este deseo! Y Jesús nos dona esta agua viva:
esta es el Espíritu Santo, que procede del Padre y que Jesús reserva en nuestros
corazones. "Yo he venido para que tengáis vida y vida
en abundancia", nos dice Jesús (Jn 10, 10).
Jesús promete a la Samaritana darle "un
agua viva", con sobreabundancia y para siempre, a todos lo que lo reconocen como
el Hijo enviado por el Padre para salvarnos (cfr Jn 4, 5-26; 3-17). Jesús ha
venido a darnos esta "agua viva" que es el Espíritu Santo, para que nuestra vida
sea guiada por Dios, sea animada por Dios, sea nutrida por Dios. Cuando nosotros
decimos que el cristiano es un hombre espiritual entendemos precisamente esto:
el cristiano es una persona que piensa y actúa según Dios, según el Espíritu
Santo. Os hago una pregunta y nosotros, ¿pensamos según Dios? ¿Actuamos según
Dios? o ¿nos dejamos guiar por tantas otras cosas que no son precisamente Dios?
Cada uno de nosotros debe responder a esto en su corazón.
A este respecto podemos preguntarnos:
¿por qué esta agua puede apagar nuestra sed definitivamente? Nosotros sabemos
que el agua es esencial para la vida, sin esta agua se muere, ésta sacia, lava,
hace fecunda la tierra. En la carta a los Romanos encontramos esta expresión,
escuchadla: "El amor de Dios ha sido reservado en
nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado"
(5,5). El "agua viva", el Espíritu Santo, Don del Resucitado que mora en
nosotros, nos purifica, nos ilumina, nos renueva, nos transforma porque nos hace
partícipes de la vida misma de Dios que es Amor. Por esto, el apóstol Pablo
afirma que la vida del cristiano está animada por el Espíritu y de sus frutos,
que son "amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad,
bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí" (Gal 5, 22-23). El
Espíritu Santo nos introduce en la vida divina como "hijos en el Hijo
Unigénito". En otro momento de la Carta a los Romanos, que hemos recordado más
veces, san Pablo lo sintetiza con estas palabras:
"todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y
vosotros... recibisteis el espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar
¡Abba Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de
que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también herederos; herederos de Dios
y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él
glorificados” (8,14-17). Este es el don precioso que el Espíritu Santo
lleva a nuestro corazones: la vida misma de Dios, vida de verdaderos hijos, una
relación de confidencia, de libertad y de confianza en el amor y en la
misericordia de Dios, que tiene como efecto también una mirada nueva hacia los
demás, cercanos y lejanos, vistos siempre como hermanos y hermanas en Jesús para
respetar y amar. El Espíritu Santo nos enseña a mirar con los ojos de Cristo, a
vivir la vida como la ha vivido Cristo, a comprender la vida como la ha
comprendido Cristo. Es por eso que el agua viva que es el Espíritu Santo sacia
nuestra vida, porque nos dice que somos amados por Dios como hijos, que podemos
amar a Dios como sus hijos y que con su gracia podemos vivir como hijos de Dios,
como Jesús. Y nosotros, escuchamos al Espíritu Santo. ¿Qué nos dice el Espíritu
Santo? Dios te ama, nos dice esto, Dios te ama, Dios te quiere. ¿Amamos
verdaderamente a Dios y a los otros, como Jesús? Dejémonos guiar por el Espíritu
Santo, dejemos que nos hable al corazón, que nos diga esto: que Dios es amor,
que Él siempre nos espera, que Él es Padre y nos ama como verdadero papá, nos
ama por entero. Y esto solamente lo dice el Espíritu Santo al corazón.
Escuchemos al Espíritu Santo y vayamos adelante por este camino del amor, de la
misericordia y del perdón. ¡Gracias!
Catequesis
que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 15 de mayo de 2013
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy me quiero centrar en la acción que el Espíritu Santo realiza en la guía de
la Iglesia y de cada uno de nosotros a la Verdad. Jesús mismo dice a sus
discípulos: el Espíritu Santo "Os guiará en toda la
verdad" (Jn. 16,13), siendo él mismo "el Espíritu
de la Verdad" (cf. Jn 14,17; 15,26; 16,13).
Vivimos en una época en la que se es más bien escéptico con respecto a la
verdad. Benedicto XVI ha hablado muchas veces de relativismo, es decir, la
tendencia a creer que no hay nada definitivo, y a pensar que la verdad está dada
por el consenso general o por lo que nosotros queremos. Surge la pregunta:
¿existe realmente "la" verdad? ¿Qué es "la" verdad? ¿Podemos conocerla? ¿Podemos
encontrarla? Aquí me viene a la memoria la pregunta del procurador romano Poncio
Pilato cuando Jesús le revela el sentido profundo de su misión:
"¿Qué es la verdad?" (Jn. 18,37.38). Pilato no
llega a entender que "la" Verdad está frente a él, no es capaz de ver en Jesús
el rostro de la verdad, que es el rostro de Dios. Y sin embargo, Jesús es esto:
la Verdad, la cual, en la plenitud de los tiempos, "se
hizo carne" (Jn. 1,1.14), que vino entre nosotros para que la
conociéramos. La verdad no se aferra como una cosa, la verdad se encuentra. No
es una posesión, es un encuentro con una Persona.
Pero, ¿quién nos hace reconocer que Jesús es "la" Palabra de la verdad, el Hijo
unigénito de Dios Padre? San Pablo enseña que «nadie puede
decir: “Jesús es el Señor”, si no está impulsado por el Espíritu Santo»
(1 Cor. 12,3). Es solo el Espíritu Santo, el don de Cristo Resucitado, quien nos
hace reconocer la verdad. Jesús lo define el "Paráclito", que significa "el que
viene en nuestra ayuda", el que está a nuestro lado para sostenernos en este
camino de conocimiento; y, en la Última Cena, Jesús asegura a sus discípulos que
el Espíritu Santo les enseñará todas las cosas, recordándoles sus palabras (cf.
Jn. 14,26).
¿Cuál es entonces la acción del Espíritu Santo en nuestras vidas y en la vida de
la Iglesia para guiarnos a la verdad? En primer lugar, recuerda e imprime en los
corazones de los creyentes las palabras que Jesús dijo, y precisamente a través
de estas palabras, la ley de Dios --como lo habían anunciado los profetas del
Antiguo Testamento--, se inscribe en nuestros corazones y en nosotros se
convierte en un principio de valoración de las decisiones y de orientación de
las acciones cotidianas; se convierte en un principio de vida. Se realiza la
gran profecía de Ezequiel: "Os purificaré de todas
vuestras impurezas y de todos vuestros ídolos. Os daré un corazón nuevo y pondré
en vosotros un espíritu nuevo… infundiré mi espíritu en vosotros y os haré vivir
según mis preceptos, y os haré observar y poner en práctica mis leyes”
(36, 25-27). Es un hecho que de lo profundo de nosotros mismos nacen nuestras
acciones: es el corazón el que debe convertirse a Dios, y el Espíritu Santo lo
transforma si nosotros nos abrimos a Él.
El Espíritu Santo, entonces, como promete Jesús, nos guía "en toda la verdad"
(Jn. 16,13); nos lleva no solo al encuentro con Jesús, plenitud de la Verdad,
sino que nos guía "en" la Verdad, es decir, nos hace entrar en una comunión
siempre más profunda con Jesús, dándonos la inteligencia de las cosas de Dios. Y
esta no la podemos alcanzar con nuestras fuerzas. Si Dios no nos ilumina
interiormente, nuestro ser cristianos será superficial. La Tradición de la
Iglesia afirma que el Espíritu de la verdad actúa en nuestros corazones,
suscitando aquel "sentido de la fe" (sensus fidei), a través del cual, como
afirma el Concilio Vaticano II, el Pueblo de Dios, bajo la guía del Magisterio,
indefectiblemente se adhiere a la fe transmitida, la profundiza con un juicio
recto y la aplica más plenamente en la vida (cf. Constitución dogmática Lumen
Gentium, 12). Probemos a preguntarnos: ¿estoy abierto a la acción del Espíritu
Santo, le pido para que me ilumine, y me haga más sensible a las cosas de Dios?
Esta es una oración que tenemos que rezar todos los días: Espíritu Santo, haz
que mi corazón esté abierto a la Palabra de Dios, que mi corazón esté abierto al
bien, que mi corazón esté abierto a la belleza de Dios, todos los días. Me
gustaría haceross una pregunta a todos vosotros: ¿Cuántos de vosotros rezais
cada día al Espíritu Santo, eh? ¡Seréis pocos, eh! pocos, unos pocos, pero
nosotros tenemos que cumplir este deseo de Jesús y orar cada día al Espíritu
Santo para que abra nuestros corazones a Jesús.
Pensemos en María que "conservaba estas cosas y las
meditaba en su corazón " (Lc. 2,19.51). La recepción de las palabras y
las verdades de fe, para que se conviertan en vida, se realiza y crece bajo la
acción del Espíritu Santo. En este sentido, debemos aprender de María,
reviviendo su "sí", su total disponibilidad para recibir al Hijo de Dios en su
vida, que desde ese momento la transformó. A través del Espíritu Santo, el Padre
y el Hijo establecen su morada en nosotros: nosotros vivimos en Dios y para
Dios. ¿Pero nuestra vida está verdaderamente animada por Dios? ¿Cuántas cosas
interpongo antes que Dios?
Queridos hermanos y hermanas, tenemos que dejarnos impregnar con la luz del
Espíritu Santo, para que Él nos introduzca en la Verdad de Dios, que es el único
Señor de nuestra vida. En este Año de la Fe, preguntémonos si en realidad hemos
dado algunos pasos para conocer mejor a Cristo y las verdades de la fe, con la
lectura y la meditación de las Escrituras, en el estudio del Catecismo,
acercándonos con asiduidad a los Sacramentos. Pero preguntémonos al mismo tiempo
cuántos pasos estamos dando para que la fe dirija toda nuestra existencia. No se
es cristiano "por momentos", solo algunas veces, en algunas circunstancias, en
algunas ocasiones. ¡No, no se puede ser cristiano así! ¡Se es cristiano en todo
momento! Totalmente.
La verdad de Cristo, que el Espíritu Santo nos enseña y nos regala, forma parte
para siempre y totalmente de nuestra vida cotidiana. Invoquémosle con más
frecuencia, para que nos guíe en el camino de los discípulos de Cristo.
Invoquémosle todos los días. Os hago esta propuesta: invoquemos cada día al
Espíritu Santo. ¿Lo haréis? No oigo, eh, ¡todos los días, eh! Y así el Espíritu
nos acercará a Jesucristo. Gracias.
Catequesis
que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 24 de mayo de 2013
* * * * *
Queridos hermanos en el episcopado:
Las lecturas bíblicas que hemos escuchado nos hacen reflexionar. A mi me han
hecho reflexionar mucho. He hecho como una meditación para nosotros obispos,
primero para mí, obispo como vosotros, y la comparto con vosotros.
Es significativo - y estoy particularmente contento - que nuestro primer
encuentro sea aquí, sobre el lugar que custodia no solo la tumba de Pedro, sino
la memoria viva de su testimonio de fe, de su servicio a la verdad, de su
donarse hasta el martirio por el Evangelio y por la Iglesia.
Esta tarde este altar de la Confesión se convierte así en nuestro lago de
Tiberiades, sobre cuyas orillas escuchamos de nuevo el estupendo diálogo entre
Jesús y Pedro, con la pregunta dirigida al apóstol, que debe resonar también en
nuestro corazón de obispos: "¿Me amas?", "¿Eres mi amigo?" (cfr Jn 21,15ss).
La pregunta se dirige a un hombre que, no obstante solemnes declaraciones, se ha
había dejado llevar por el miedo y había renegado: "¿Me amas?", "¿Eres mi
amigo?"
La pregunta se dirige a mi y a cada uno de nosotros, a todos nosotros: si
evitamos responder de forma muy apresurada y superficial, ésta nos empuja a
mirarnos dentro, a entrar de nuevo en nosotros mismos: "¿Me amas?", "¿Eres mi
amigo?"
El que sondea los corazones (cfr Rm 8,27) se hace mendicante de amor y nos
interroga sobre la única cuestión verdaderamente esencial, premisa y condición
para pastar a sus ovejas, a sus corderos, su Iglesia. Cada ministerio se funda
sobre esta intimidad con el Señor; vivir de Él es la medida de nuestro servicio
eclesial, que se expresa en la disponibilidad a la obediencia, al abajamiento,
como hemos escuchado en la Carta a los Filipenses y a la donación total (cfr
2,6-11).
Del resto, la consecuencia de amar al Señor es dar todo - todo, hasta la misma
vida - por Él: esto es lo que debe diferenciar nuestro ministerio pastoral; es
la prueba de fuego que dice con qué profundidad hemos abrazado el don recibido
respondiendo a la llamada de Jesús y cuánto estamos unidos a las personas y a
las comunidades que se nos han confiado. Somos expresión de una estructura o de
una necesidad organizativa: también con el servicio de nuestra autoridad estamos
llamados a ser signo de la presencia y de la acción del Señor resucitado, a
edificar por lo tanto, la comunidad en la caridad fraterna.
No es que esto sea obvio: también el amor más grande, de hecho, cuando no se
alimenta continuamente, se atenúa y se apaga. No por nada el apóstol Pablo
advierte: "Velad por vosotros, y por todo el rebaño sobre el cual el Espíritu
Santo os ha constituido guardianes para apacentar a la Iglesia de Dios, que él
adquirió al precio de su propia sangre" (Hch 20, 28).
La falta de vigilancia -lo sabemos - hace tibio al Pastor; lo hace distraído,
olvidadizo e incluso impaciente; lo seduce con la perspectiva de la carrera, el
señuelo del dinero y los compromisos con el espíritu del mundo; lo hace
perezoso, transformándolo en un funcionario, un clérigo de estado preocupado más
de sí, de las organizaciones y de las estructuras, que del verdadero bien del
Pueblo de Dios. Se corre el riesgo, entonces, como el apóstol Pedro, de negar al
Señor, aunque formalmente se nos presenta y nos habla en su nombre; se atenúa la
santidad de la Madre Iglesia jerárquica, haciéndola menos fecunda.
¿Quién somos, hermanos, delante de Dios? ¿Cuáles son nuestras pruebas? Tenemos
muchas, cada uno de nosotros las suyas. ¿Qué nos está diciendo Dios a través de
ellas? ¿Sobre qué nos estamos apoyando para superarlas?
Como para Pedro, la pregunta insistente y sincera de Jesús puede dejarnos
doloridos y más consciente de la debilidad de nuestra libertad, amenazada como
está por miles de condicionamientos internos y externos, que a menudo suscitan
pérdida, frustración, incluso incredulidad.
No son realmente estos
los sentimientos y los comportamiento que el Señor pretende suscitar; es más, de
éstos se aprovecha el enemigo, el diablo, para aislar en la amargura, en la
lamentación y en el desaliento.
Jesús, buen Pastor, no
humilla ni abandona al arrepentido: en Él habla la ternura del Padre, que
consuela y anima; hace pasar de la desintegración de la vergüenza - porque
realmente la vergüenza nos desintegra - al tejido de la confianza; da valor,
confía responsabilidad, entrega a la misión.
Pedro, que purificado al
fuego del perdón puede decir humildemente "Señor, tu lo sabes todo; tú sabes que
te amo" (Jn 21, 17). Estoy seguro que todos nosotros podemos decirlo de corazón.
Y Pedro purificado, en su primer Carta nos exhorta a pastar "apacientad el
Rebaño de Dios, (...) velad por él, no forzada, sino espontáneamente, (...); no
por un interés mezquino, sino con abnegación; o pretendiendo dominar a los que
les han sido encomendados, sino siendo de corazón ejemplo para el Rebaño.
(1Pd 5, 2-3).
Sí, ser Pastores
significa creer cada día en la gracia y en la fuerza que nos viene del Señor, no
obstante nuestra debilidad, y asumir hasta el fondo la responsabilidad de
caminar delante del rebaño, liberando de las cargas que dificultan la sana
celeridad apostólica y sin vacilar en la guía, para hacer reconocible nuestra
voz tanto de los que abrazan la fe, como de los que todavía "no son de este
corral" (Jn 10, 16): estamos llamados a hacer nuestro el sueño de Dios, cuya
casa no conoce exclusión de persones o de pueblos, como anunciaba proféticamente
Isaías en la Primera Lectura (cfr Is 2,2-5).
Por esto, ser Pastores
quiere decir también estar dispuesto a caminar en medio y detrás de las ovejas:
capaces de escuchar la silenciosa historia de quien sufre y de apoyar el paso de
quien teme no ser capaz; atentos a levantar, a tranquilizar y a infundir
esperanza. Del compartir con los humildes nuestra fe sale siempre reforzada:
dejemos de lado, por tanto, cualquier forma de arrogancia, para inclinarnos
antes los que el Señor nos ha confiado a nuestro cuidado. Entre estos, un lugar
particular, bien particular, reservémoslo a nuestro sacerdotes: sobre todo para
ellos, nuestro corazón, nuestra mano y nuestra puerta estén siempre abiertas a
cualquier circunstancia. Ellos son los primeros fieles que tenemos nosotros
obispo: nuestros sacerdotes. ¡Amémosles! ¡Amémosles de corazón! ¡Son nuestros
hijos y nuestros hermanos!
Queridos hermanos, la
profesión de fe que ahora renovamos juntos no es un acto formal, sino que es
renovar nuestra respuesta al "Sígueme" con el que se concluye el Evangelio de
Juan (21, 19): lleva a desplegar la propia vida según el proyecto de Dios,
comprometiéndose a todo por el Señor Jesús. De aquí brota el discernimiento que
conoce y se hace cargo de los pensamientos, de las esperas y de las necesidades
de los hombres de nuestro tiempo.
Con este espíritu, doy
gracias de corazón a cada uno de vosotros por vuestro servicio, por vuestro amor
a la Iglesia.
Catequesis
que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 5 de junio de 2013
* * * * *
Queridos hermanos y
hermanas, ¡buenos días!
Hoy quiero centrarme en
el tema del medio ambiente, como ya he tenido ocasión de hacerlo en varias
ocasiones. Me lo sugiere también el Día Mundial del Medio Ambiente, patrocinado
por las Naciones Unidas, que lanza un fuerte llamamiento a la necesidad de acabar
con los residuos y el desecho de los alimentos.
Cuando hablamos de medio
ambiente, de la creación, mi pensamiento se dirige a las primeras páginas de la
Biblia, al libro del Génesis, donde se dice que Dios puso al hombre y a la mujer
en la tierra para que la cultiven y la custodien (cf. 2,15). Y me surgen unas
preguntas: ¿Qué significa cultivar y custodiar la tierra? ¿Realmente estamos
cultivando y custodiando la creación? ¿O la estamos explotando y olvidando?
El verbo "cultivar" me
trae a la mente la atención que el agricultor tiene por su tierra, para que dé
fruto, y este sea compartido: ¡cuánta atención, pasión y dedicación! Cultivar y
custodiar la creación es una indicación de Dios dada no solo al principio de la
historia, sino a cada uno de nosotros; es parte de su proyecto; significa hacer
crecer el mundo con responsabilidad, transformarlo para que sea un jardín, un
lugar habitable para todos.
Benedicto XVI ha
recordado en varias ocasiones que la tarea confiada por Dios Creador a nosotros
requiere captar el ritmo y la lógica de la creación. Pero a menudo nos dejamos
llevar por la soberbia de la dominación, de las posesiones, del manipular, de
aprovecharnos; no la "custodiamos", no la respetamos, no la consideramos como un
don gratuito que debemos cuidar. Estamos perdiendo la actitud de la admiración,
de la contemplación, de la escucha de la creación; y por lo tanto ya no somos
capaces de leer lo que Benedicto XVI llama "el ritmo de la historia de amor
entre Dios y el hombre". ¿Por qué sucede esto? Porque pensamos y vivimos de una
manera horizontal, nos hemos alejado de Dios, no leemos sus signos.
Pero el "cultivar y
custodiar" no solo incluye la relación entre nosotros y el medio ambiente, entre
el hombre y la creación, tiene que ver también con las relaciones humanas. Los
papas han hablado de ecología humana, estrechamente vinculada a la ecología
ambiental. Estamos viviendo en una época de crisis; lo vemos en el medio
ambiente, pero sobre todo lo vemos en el hombre. La persona humana está en
peligro: eso es seguro, la persona humana hoy está en peligro, ¡de allí la
urgencia de la ecología humana! Y el peligro es grave porque la causa del
problema no es superficial, sino profundo: no es solo una cuestión de economía,
sino de ética y de antropología. La Iglesia ha insistido en varias ocasiones; y
muchos dicen: sí, es justo, es verdad... pero el sistema sigue como antes,
porque lo que domina es la dinámica de una economía y de unas finanzas carentes
de ética.
Quien hoy dispone no es
el hombre, es el dinero, el dinero, la plata manda. Y Dios nuestro Padre ha dado
el encargo de custodiar la tierra, no al dinero, sino a nosotros: a los
hombres y a las mujeres. ¡Nosotros tenemos esta tarea! En cambio a los hombres y
a las mujeres se les sacrifica ante los ídolos del lucro y del consumo: es la
"cultura de lo descartable". Si se rompe un ordenador es una tragedia, pero la
pobreza, los necesitados, los dramas de tantas personas terminan siendo
normales. Si una noche de invierno, cerca de la via Ottaviano (en Roma), por
ejemplo, una persona muere, eso no es noticia. Si en muchas partes del mundo hay
niños que no tienen nada que comer, eso no es noticia, parece normal. ¡No puede
ser así! Sin embargo, estas cosas forman parte de la normalidad: que algunas
personas sin hogar mueran de frío en la calle, no es una noticia. Por el
contrario, una reducción de diez puntos en las bolsas de algunas ciudades, es
una tragedia. El que muere no es noticia, ¡pero si se reducen en diez puntos las
bolsas es una tragedia! Así es como las personas acaban siendo descartadas, como
si fueran residuos.
Esta "cultura de lo
descartable" tiende a convertirse en la mentalidad común que nos contagia a
todos. La vida humana, la persona ya no se percibe como valor primordial que
debe ser respetado y protegido, especialmente si son pobres o discapacitados, si
todavía no sirve --como el niño por nacer--, o no sirve más, como los ancianos.
Esta cultura de los
residuos nos ha hecho insensibles incluso a los desechos alimentarios, que son
aún más desechados, cuando en todas las partes del mundo, por desgracia, muchas
personas y familias sufren hambre y desnutrición. En tiempo de nuestros abuelos
se ponía mucho cuidado en no tirar nada de los restos de comida. El consumismo
nos ha hecho acostumbrarnos a un exceso y desperdicio cotidiano de la comida, a
la cual a veces ya no somos capaces de darle el justo valor, que va más allá de
simples parámetros económicos. Recordemos, sin embargo, ¡que la comida que se
desecha es como si fuese robada de la mesa de los pobres, de los hambrientos!
Invito a todos a reflexionar sobre el problema de la pérdida y el desperdicio de
los alimentos, para que se identifiquen las vías y los mediosde evitarlo, de
manera que enfrentando seriamente este problema,ustedessean vehículo de la
solidaridad para compartir con los más necesitados.
Hace unos días, en la
fiesta del Corpus Christi, habíamos leído la historia del milagro de los panes:
Jesús alimenta a la multitud con cinco panes y dos peces. Y la conclusión del
relato: "Comieron todos hasta saciarse y recogieron los pedazos que habían
sobrado: doce cestas" (Lc. 9,17). Jesús les pide a sus discípulos que nada se
pierda: ¡ningún desperdicio! Este es el hecho de las doce cestas: ¿Por qué doce?
¿Qué significa? Doce es el número de las tribus de Israel, simbólicamente
representa a todo el pueblo. Y esto nos dice que cuando la comida se comparte de
manera justa, con solidaridad, no se priva a nadie de lo necesario, cada
comunidad puede ir al encuentro de los más pobres y necesitados. Ecología humana
y ecología ambiental caminan juntos.
Me gustaría que tomemos
en serio el compromiso de respetar y proteger la creación, de estar atentos a
todas las personas, para contrarrestar la cultura de los desperdicios y
descartes, a fin de promover una cultura de la solidaridad y del encuentro.
Catequesis
que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 26 de junio de 2013
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy me gustaría hacer una breve referencia a una imagen más que nos ayuda a
ilustrar el misterio de la Iglesia: la del templo (cf. Concilio Ecuménico
Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, 6.).
¿Qué nos hace pensar en la palabra templo? Nos hace pensar en un edificio, en
una construcción de este tipo. En particular, la mente de muchos se dirige a la
historia del pueblo de Israel narrada en el Antiguo Testamento. En Jerusalén, el
gran templo de Salomón era el lugar del encuentro con Dios en la oración; en el
interior del Templo estaba el Arca de la Alianza, signo de la presencia de Dios
entre la gente; y en el Arca estaban las Tablas de la Ley, el maná y la vara de
Aarón: un recordatorio de que Dios siempre había estado en la historia de su
pueblo, que lo había acompañado durante el viaje, que había guiado sus pasos. El
templo recuerda esta historia: también nosotros, cuando vamos al templo, debemos
recordar esta historia, la historia de cada uno de nosotros, el modo en que
Jesús me encontró, cómo Jesús anduvo conmigo, cómo Jesús me ama y me bendice.
Aquí, lo que fue prefigurado en el antiguo templo, se hace, por el poder del
Espíritu Santo, en la Iglesia: la Iglesia es la "casa de Dios", el lugar de su
presencia, donde podemos encontrar al Señor; la Iglesia es el templo en el que
habita el Espíritu Santo que la anima, la guía y la sostiene. Si nos
preguntamos: ¿dónde podemos encontrar a Dios? ¿Dónde podemos entrar en comunión
con Él por medio de Cristo? ¿Dónde podemos encontrar la luz del Espíritu Santo
para que ilumine nuestras vidas? La respuesta es: en el pueblo de Dios, en medio
de nosotros, que somos la Iglesia. Aquí encontraremos a Jesús, al Espíritu Santo
y al Padre.
El antiguo Templo fue construido por manos de hombres: se quería “dar una casa"
a Dios, para tener un signo visible de su presencia en medio del pueblo. Con la
encarnación del Hijo de Dios, se cumple la profecía de Natán al rey David (cf. 2
Sam. 7,1-29): no es el rey, no somos nosotros quienes "daremos una casa a Dios",
sino que es el mismo Dios quien "construye su casa" para venir a habitar en
medio de nosotros, como escribe san Juan en su evangelio (cf. 1,14). Cristo es
el Templo viviente del Padre, y Cristo mismo edifica su "hogar espiritual", la
Iglesia, no hecha de piedras materiales, sino de "piedras vivas" que somos
nosotros. El apóstol Pablo dice a los cristianos de Éfeso: "Vosotros estáis
edificados sobre los apóstoles y los profetas, que son los cimientos, mientras
que la piedra angular es el mismo Jesucristo. En Él, todo el edificio, bien
trabado, va creciendo para constituir un templo santo en el Señor. En Él,
también vosotros sois incorporados al edificio, para llegar a ser una morada de
Dios en el Espíritu”. (Ef. 2,20-22).
¡Esto es algo hermoso! Somos las piedras vivas de Dios, profundamente unidos a
Cristo, quien es la roca de apoyo, y también un apoyo entre nosotros. ¿Qué
quiere decir esto? Esto significa que el templo somos nosotros, somos la Iglesia
viva, el templo vivo, y cuando estamos juntos, entre nosotros está también el
Espíritu Santo, que nos ayuda a crecer como Iglesia. No estamos aislados, sino
que somos el pueblo de Dios: ¡esta es la Iglesia!
Y
es el Espíritu Santo, con sus dones, que armoniza la variedad. Esto es
importante: ¿qué hace el Espíritu Santo en medio de nosotros? Armoniza la
variedad que es la riqueza de la Iglesia y une todo y a todos, a fin de
constituir un templo espiritual, donde no ofrecemos sacrificios materiales, sino
a nosotros mismos, nuestra vida (cf. 1 Pe. 2,4-5).
La Iglesia no es una mezcla de cosas e intereses, sino que es el templo del
Espíritu Santo, el templo por medio del cual Dios obra, el templo del Espíritu
Santo, el templo en el que cada uno de nosotros, con el don del bautismo, es una
piedra viva. Esto nos dice que nadie es inútil en la Iglesia y si a veces,
alguien le dice al otro: "Vete a tu casa, eres inútil", ¡esto no es cierto,
porque nadie es inútil en la Iglesia, ¡todos somos necesarios para construir
este templo! Nadie es secundario. Ninguno es el más importante en la Iglesia,
todos somos iguales ante los ojos de Dios.
Alguno de vosotros podría decir: 'Fíjese, señor papa, usted no es igual a
nosotros’. Sí, soy como vosotros, todos somos iguales, ¡somos hermanos! Nadie es
anónimo: todos formamos y edificamos la Iglesia. Esto también nos invita a
reflexionar sobre el hecho de que si faltara el ladrillo de nuestra vida
cristiana, le falta algo a la belleza de la Iglesia. Algunas personas dicen: ‘No
tengo nada que ver con la Iglesia’, por lo que cae el ladrillo de una vida en
este hermoso templo. Nadie puede irse, todos tenemos que ofrecerle a la Iglesia
nuestra vida, nuestro corazón, nuestro amor, nuestro pensamiento y nuestro
trabajo: todo junto.
Así es que me gustaría que nos preguntemos: ¿cómo vivimos nuestro ser Iglesia?
¿Somos piedras vivas, o somos, por así decirlo, piedras cansadas, aburridas,
indiferentes? ¿Habéis visto lo feo que es ver a un cristiano cansado, aburrido,
indiferente? Un cristiano así no es bueno, el cristiano tiene que estar vivo,
feliz de ser cristiano; debe vivir esta belleza de ser parte del pueblo de Dios
que es la Iglesia. ¿Nos abrimos a la acción del Espíritu Santo para ser parte
activa en nuestras comunidades, o nos cerramos en nosotros mismos, diciendo:
"tengo tantas cosas que hacer, no es mi obligación”?
Que el Señor nos conceda a todos su gracia, su fuerza, para que estemos
profundamente unidos a Cristo, que es la piedra angular, el pilar, la roca de
apoyo de nuestra vida y de toda la vida de la Iglesia. Oremos para que, animados
por su Espíritu, siempre seamos piedras vivas de su Iglesia.
Catequesis
que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 4 de septiembre de 2013
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Reanudamos el camino de las catequesis, después de las vacaciones de agosto,
pero hoy quiero contaros acerca de mi viaje a Brasil, con motivo de la Jornada
Mundial de la Juventud. Ha pasado más de un mes, pero creo que es importante
volver sobre este evento, pues la distancia de tiempo permite captar mejor el
sentido.
En primer lugar quiero dar las
gracias al Señor, porque Él lo guió todo con su providencia. ¡Para mí, viniendo
de las Américas, fue un bonito regalo! Y por ello agradezco también a Nuestra
Señora de Aparecida, que acompañó todo este viaje: hice la peregrinación al gran
santuario nacional de Brasil, y su venerada imagen estaba siempre presente en el
escenario de la JMJ. Estaba muy feliz por eso, porque Nuestra Señora de
Aparecida es muy importante para la historia de la Iglesia en Brasil, pero
también para toda América Latina; los Obispos latino-americanos y del Caribe en
Aparecida vivimos una Asamblea General, con el Papa Benedicto: una etapa muy
importante del camino pastoral en aquella parte del mundo en la que vive la
mayor parte de la Iglesia católica.
Aunque ya lo he hecho, quiero renovar
mi agradecimiento a todas las autoridades civiles y eclesiásticas, a los
voluntarios, a la seguridad, a las comunidades parroquiales de Rio de Janeiro y
de otras ciudades en Brasil, donde los peregrinos fueron recibidos con gran
fraternidad. De hecho, la acogida de las familias brasileñas y de las parroquias
fue una de las características mas bonitas de esta JMJ. Buena gente estos
brasileños. Tienen un corazón muy grande. La peregrinación siempre implica
inconvenientes, pero la acogida ayuda a superarlos y, de hecho, los transforma
en ocasiones para el conocimiento y la amistad. Nacen lazos que luego, se
mantienen, sobre todo en la oración. También así crece la Iglesia en todo el
mundo, como una red de verdaderos amigos en Jesucristo, una red que te prende y
a la vez te libera. Así pues, acogida, esta es la primera palabra que surge de
la experiencia del viaje a Brasil.
Otra palabra clave puede ser fiesta.
La JMJ es siempre una fiesta, porque cuando una ciudad está llena de chicos y
chicas que vagan por las calles con banderas de todo el mundo, saludándose,
abrazándose, esto es una verdadera fiesta. Es una señal para todos, no sólo para
los creyentes. Pero después está la fiesta más grande que es la fiesta de la fe,
cuando alabamos al Señor juntos, cantando, escuchando la Palabra de Dios,
permaneciendo en silencio de adoración: todo esto es la culminación de la JMJ,
es el verdadero propósito de esta peregrinación, y se vive de una manera
particular en la gran Vigilia del sábado por la noche y en la Misa final. Ésta
es pues la gran fiesta, la fiesta de la fe y de la fraternidad, que inicia en
este mundo y que no tendrá fin. ¡Pero esto sólo es posible con el Señor! Sin el
amor de Dios no hay verdadera fiesta para el hombre!
Acogida, fiesta. Pero no puede faltar
un tercer elemento: la misión. Esta JMJ se caracterizó por un tema misionero:
"Id y haced discípulos de todas las naciones”. Hemos oído la palabra de Jesús:
es la misión que nos ha dado a todos. Es el mandato de Cristo resucitado a sus
discípulos: ¡"Id”, salid de vosotros mismos, de toda cerrazón para llevar la luz
y el amor del Evangelio a todos, hasta las extremas periferias de la existencia!
Y fue precisamente ese mandato de Jesús que he confiado a los jóvenes que
llenaban la inmensa playa de Copacabana. Un lugar simbólico, la orilla del
océano, que parecía sugerir la orilla del lago de Galilea. Sí, porque aún hoy en
día el Señor repite: " Id... " y agrega: " Yo estoy con vosotros, todos los días
...". Esto es fundamental !Sólo a través de Cristo podemos llevar el evangelio.
Sin Él no podemos hacer nada - nos lo ha dicho Él mismo ( cf. Jn 15,5). Con él,
en cambio, unidos a Él, podemos hacer mucho. Incluso un chico, una chica, que a
los ojos del mundo cuenta poco o nada, ante los ojos de Dios es un apóstol del
Reino, ¡es una esperanza para Dios! A todos los jóvenes quisiera preguntar con
fuerza: ¿Queréis ser una esperanza para Dios? ¿Quéreis ser una esperanza para la
Iglesia? Un joven corazón que acoge el amor de Cristo, se convierte en esperanza
para los otros, ¡es una fuerza inmensa! ¡Vosotros chicos y chicas, todos los
jóvenes debéis transformaros en esperanza! Abrid las puertas hacia un mundo
nuevo de esperanza. Ésta es vuestra misión ¿Quéreis ser esperanza para todos
nosotros? Pensemos en lo que significa aquella multitud de jóvenes que han
encontrado a Cristo resucitado, en Río de Janeiro, y llevan su amor en la vida
de cada día, lo viven, lo comunican. No terminan en los periódicos, porque no
cometen actos violentos, no hacen escándalos, y por lo tanto no son noticia.
Pero si permanecen unidos a Jesús, construyen su Reino, construyen fraternidad,
comparten obras de misericordia, ¡son una fuerza poderosa para que el mundo sea
más justo y más hermoso, para transformarlo! Pido ahora a los chicos y chicas:
¿téneis vosotros la valentía de asumir este reto? ¿Os animáis para ser esta
fuerza de amor y de misericordia que tiene el coraje de querer cambiar el mundo?
Queridos amigos, la experiencia de la
JMJ nos recuerda la verdadera y gran noticia de la historia, la Buena Nueva, a
pesar de que no aparece en los periódicos y en la televisión: somos amados por
Dios, que es nuestro Padre y que envió a su Hijo Jesús para que estuviera cerca
de cada uno de nosotros y nos salve. A salvarnos y a perdonarnos todo, porque Él
siempre perdona. Porque Él es bueno y misericordiosos. Acordaos: acogida,
fiesta, misión: tres palabras. Que estas palabras no sean solo un recuerdo de lo
que sucedió en Río, sino que sean el alma de nuestra vida y la vida de nuestras
comunidades. Gracias.
Catequesis
que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 11 de septiembre de 2013
* * * * *
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
Retomamos hoy las catequesis sobre la Iglesia en este "Año de la fe". Entre las
imágenes que el Concilio Vaticano II ha elegido para hacernos entender mejor la
naturaleza de la Iglesia, está la de "madre": la Iglesia
es nuestra madre en la fe, en la vida sobrenatural (cfr. Cost. dogm.
Lumen gentium, 6.14.15.41.42). Es
una de las imágenes más usadas por los Padres de la Iglesia en los primeros
siglos y creo que pueda ser útil también para nosotros. Para mí es una de las
imágenes más bellas de la Iglesia: ¡la Iglesia madre! ¿En qué sentido y en qué
forma la Iglesia es madre? Partamos de la realidad humana de la maternidad: ¿qué
hace una madre?
1. En primer lugar una madre genera la vida, lleva en su vientre durante nueve
meses al propio hijo y después lo abre a la vida, generándolo. Así es la
Iglesia: nos genera en la fe, por obra del Espíritu Santo que la hace fecunda,
como la Virgen María. La Iglesia y la Virgen María son madres, ambas; ¡lo que se
dice de la Iglesia se puede decir también de la Virgen y lo que se dice de la
Virgen se puede decir también de la Iglesia! Cierto, la fe es un acto personal:
"yo creo", yo personalmente respondo a Dios que se hace conocer y quiere entrar
en amistad conmigo (cfr Enc. Lumen fidei,
n. 39). Pero la fe yo la recibo de otros, en una familia, en una comunidad que
me enseña a decir "yo creo", "nosotros creemos". ¡Un cristiano no es una isla!
Nosotros no nos hacemos cristianos en laboratorio, solos y con nuestras fuerzas,
sino que la fe es un don de Dios que nos viene dado por la Iglesia a través de
la Iglesia. Y la Iglesia nos da la vida de fe en el bautismo: ese es el momento
en que nos hace nacer como hijos de Dios, el momento en el que nos dona la vida
de Dios, nos genera como madre.
Si váis al Baptisterio de San Juan de Letrán, dentro hay una inscripción en
latín que dice más o menos así: "Aquí nace un pueblo de
estirpe divina, generado por el Espíritu Santo que fecunda estas aguas, la Madre
Iglesia da a luz a sus hijos en estas olas". Esto nos hace entender algo
importante: nuestro formar parte de la Iglesia no es un hecho exterior y formal,
no es rellenar una carta que nos dan, sino que es un acto interior y vital: no
se pertenece a la Iglesia como se pertenece a una sociedad, a un partido o a
cualquier otra organización. La unión es vital, como la que se tiene con la
propia madre, porque, como afirma san Agustín, "la Iglesia
es realmente madre de los cristianos" (De moribus Ecclesiae, I,30,62-63:
PL 32,1336). Preguntémonos ahora: ¿cómo veo yo la Iglesia? ¿Agradezco también a
mis padres porque me han dado la vida, agradezco a la Iglesia porque me ha
generado en la fe a través del bautismo? ¿Cuántos cristianos recuerdan la fecha
de su bautizo?
Quisiera hacer esta pregunta aquí a vosotros, pero que cada uno responda en su
corazón: ¿cuántos de vosotros recuerdáis la fecha de vuestro bautizo? Algunos
levantan las manos, pero ¡cuantos no la recuerdan! Porque la fecha del bautizo
es la fecha de nuestro nacimiento a la Iglesia, ¡la fecha en la que nuestra
madre Iglesia nos ha dado a luz! Y ahora os dejo una tarea para casa. Cuando hoy
volváis a casa, id a buscar bien cuál es la fecha del bautismo, y esto para
festejarlo, para dar gracias al Señor por este don ¿Lo haréis? ¿Amamos la
Iglesia como se ama a la propia madre, sabiendo también comprender sus defectos?
Todas las madres tienen defectos, todos tenemos defectos, pero cuando se habla
de los defectos de la madre nosotros los cubrimos, las amamos así. Y la Iglesia
tiene también sus defectos: ¿la amamos así como a la madre, la ayudamos a ser
más bella, más auténtica, más según el Señor? Os dejo estas preguntas, pero no
os olvidéis de la tarea: buscar la fecha del bautismo para tenerla en el
corazón y festejarla.
2. Una madre no se limita a dar la vida, si no que con gran cuidado ayuda a sus
hijos a crecer, les da la leche, les alimenta, enseña el camino de la vida, les
acompaña siempre con sus atenciones, con su afecto, con su amor, también cuando
son mayores. Y en esto sabe también corregir, perdonar, comprender, saber estar
cerca en la enfermedad, en el sufrimiento. En una palabra, una buena madre ayuda
a los hijos a salir de sí mismos, a no quedarse cómodamente bajo las alas
maternas, como una cría de pollo que está bajo las alas de la gallina. La
Iglesia como buena madre hace lo mismo: acompaña nuestro crecimiento
transmitiendo la Palabra de Dios, que es una luz que nos indica el camino de la
vida cristiana; administrando los sacramentos. Nos alimenta con la eucaristía,
nos lleva el perdón de Dios a través del sacramento de la reconciliación, nos
sostiene en el momento de la enfermedad con la unción de enfermos. La Iglesia
nos acompaña en toda nuestra vida de fe, en toda nuestra vida cristiana. Podemos
hacernos entonces otras preguntas: ¿qué relación tengo con la Iglesia? ¿La
siento como madre que me ayuda a crecer como cristiano? ¿Participo en la vida de
la Iglesia, me siento parte de ella? ¿Mi relación es formal o es vital?
3. Un tercer breve
pensamiento. En los primeros siglos de la Iglesia, estaba bien clara una
realidad: la Iglesia, mientras es madre de los cristianos, mientras "hace" los
cristianos, está también "hecha" de ellos. La Iglesia no es algo distinto de
nosotros mismos, pero vista como la totalidad de los creyentes, como el
"nosotros" de los cristianos: yo, tú, nosotros somos parte de la Iglesia. San
Jerónimo escribía: "La Iglesia de Cristo no es otra cosa si no las almas de los
que creen en Cristo" (Tract. Ps 86: PL 26,1084). Por tanto, la maternidad de la
Iglesia la vivimos todos, pastores y fieles.
A veces escucho: "yo
creo en Dios pero no en la Iglesia... He oído que la Iglesia dice...los curas
dicen..." Pero una cosa son los sacerdotes, pero la Iglesia no está formada solo
de sacerdotes, ¡la Iglesia somos todos" Y si tú dices que crees en Dios y no
crees en la Iglesia, estás diciendo que no crees en ti mismo; y esto es una
contradicción. La Iglesia somos todos, desde el niño recién bautizado hasta los
obispo, el papa; todos somos Iglesia y todos somos iguales a los ojos de Dios!
Todos estamos llamados a colaborar al nacimiento de la fe de nuevos cristianos,
todos estamos llamados a ser educadores en la fe, y anunciar el Evangelio. Cada
uno que se pregunte: ¿qué hago yo para que otros puedan compartir la fe
cristiana? ¿Soy fecundo en mi fe o cerrado? Cuando repito que amo una Iglesia no
cerrada en su recinto, pero capaz de salir, de moverse, también con algún
riesgo, para llevar a Cristo a todos, pienso a todos, a mí, a ti, ¡a cada
cristiano! Todos participamos de la maternidad de la Iglesia, para que la luz de
Cristo alcance los extremos de los confines de la tierra. ¡Y viva la Santa Madre
Iglesia!
Catequesis
que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 25 de septiembre de 2013
* * * * *
Queridos hermanos y
hermanas, buenos días:
En el «Credo»
decimos «Creo en la Iglesia, una», profesamos por
lo tanto que la Iglesia es única, y que esta Iglesia es en sí misma unidad. Pero
si miramos a la Iglesia católica en el mundo descubrimos que abarca a cerca de
tres mil diócesis repartidas en todos los continentes: ¡muchas lenguas, muchas
culturas! Aquí están obispos de diferentes culturas, de muchos países. Está el
obispo de Sri Lanka, el obispo de Sudáfrica, un obispo de la India, hay muchos
aquí ... Obispos de América Latina. ¡La Iglesia está dispersa por todo el mundo!
Y más aún, las miles de comunidades católicas constituyen una unidad. ¿Cómo
puede suceder esto?
1
. Una respuesta concisa la encontramos
en el (Compendio
del)
Catecismo de la Iglesia Católica, que afirma: la Iglesia católica extendida en
todo el mundo "tiene una sola fe, una sola vida
sacramental, una sucesión apostólica única, una esperanza común, la misma
caridad" (n. 161). Es una hermosa definición, clara, nos orienta bien.
Unidad en la fe, en la esperanza, en la caridad; unidad en los sacramentos, en
el Ministerio: son como pilares que apoyan y mantienen unidos el único gran
edificio de la Iglesia.
Dondequiera que vayamos, incluso en la parroquia más pequeña en el último rincón
de la tierra, está la única Iglesia; nosotros estamos en casa, estamos en
familia, estamos entre hermanos y hermanas. ¡Y esto es un gran regalo de Dios!
La Iglesia es una sola para todos. No hay una iglesia para los europeos, una
para los africanos, una para los americanos, una para los asiáticos, una para
los que viven en Oceanía, no, es la misma en todas partes. Es como en una
familia: se puede estar muy lejos, esparcidos por todo el mundo, pero los
profundos lazos que unen a todos los miembros de la familia permanecen intactos
sea la que sea la distancia. Pienso, por ejemplo, en la experiencia de la
Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro: en esa inmensa multitud de
jóvenes en la playa de Copacabana, se podía oír hablar muchos idiomas, se veían
rasgos muy diferentes entre sí, se encontraron diferentes culturas, y sin
embargo había una profunda unidad, se formaba una única Iglesia, se estaba unido
y se sentía.
Preguntémonos todos: yo como católico, ¿siento esta unidad? Yo como católico,
¿vivo esta unidad de la Iglesia? ¿O no me importa, porque estoy encerrado en mi
grupo pequeño y en mí mismo? ¿Soy de aquellos que "privatizan" la Iglesia para
su propio grupo, su nación, sus amigos? Es triste encontrar una Iglesia
"privatizada" por este egoísmo y esta falta de fe. ¡Es triste! Cuando oigo que
tantos cristianos en el mundo están sufriendo, ¿soy indiferente, o es como si
sufriera uno de mi familia? Cuando pienso u oigo decir que muchos cristianos son
perseguidos y hasta dan la vida por su fe, ¿esto toca mi corazón o no me llega?
¿Estoy abierto a aquel hermano o hermana de la familia que está dando su vida
por Jesucristo? ¿Oramos los unos por los otros? Dejadme preguntaros, pero no
respondáis en voz alta, sino solo en el corazón: ¿cuántos de vosotros estáis orando
por los cristianos que son perseguidos? ¿Cuántos? Cada uno responda en el
corazón. ¿Rezo por aquel hermano, por aquella hermana que está en problemas, por
confesar y defender su fe? ¡Lo importante es mirar más allá de tu propio
espacio, sentirte Iglesia, una sola familia de Dios!
2. Vayamos un poco más allá y preguntémonos: ¿hay heridas a esta unidad?
¿Podemos herir esta unidad? Lamentablemente, vemos que en el curso de la
historia, incluso ahora, no siempre vivimos la unidad. A veces surgen
malentendidos, conflictos, tensiones, divisiones, que la hieren, y entonces la
Iglesia no tiene el rostro que nos gustaría, no manifiesta el amor, aquello que
Dios quiere. ¡Somos nosotros los que creamos las heridas! Y si nos fijamos en
las divisiones que aún existen entre los cristianos, católicos, ortodoxos,
protestantes... sentimos el esfuerzo de mantener plenamente visible esta unidad.
Dios nos da la unidad, pero a menudo tenemos dificultades para vivirla. Hay que
buscar, construir comunión, educar a la comunión, a superar malentendidos y
divisiones, comenzando por la familia, desde las realidades eclesiales, también
en el diálogo ecuménico. Nuestro mundo necesita unidad, es un momento en el que
todos necesitamos unidad, tenemos necesidad de reconciliación, de comunión y la
Iglesia es la Casa de la comunión. San Pablo decía a los cristianos de Éfeso:
"Os exhorto, pues, yo, prisionero por el Señor, a que vivais de una manera digna
la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y
paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la
unidad del Espíritu con el vínculo de la paz" (4, 1-3 ).
¡Humildad, dulzura,
nobleza, amor para mantener la unidad! Estos son los caminos, los verdaderos
caminos de la Iglesia. Escuchémoslo una vez más. Humildad contra la vanidad,
contra el orgullo; humildad, mansedumbre, paciencia, amor para mantener la
unidad. Y Pablo continuaba: un solo cuerpo, el de Cristo que recibimos en la
Eucaristía; un solo Espíritu, el Espíritu Santo que anima y continuamente recrea
la Iglesia; una sola esperanza, la vida eterna; una sola fe, un solo bautismo,
un solo Dios, Padre de todos (cf. vv. 4-6). ¡La riqueza de lo que nos une! Y
esta es la verdadera riqueza: lo que nos une, no lo que nos divide. ¡Esta es la
riqueza de la Iglesia! Que cada uno se pregunte hoy: ¿hago crecer la unidad en
la familia, en la parroquia, en la comunidad, o soy un hablador, una habladora.
¿Soy motivo de división, de malestar? ¡No sabéis el mal que le hace a la
Iglesia, a las parroquias, a las comunidades, el chisme! ¡Hacen daño! Los
chismes hacen daño. ¡Un cristiano antes de chismear tiene que morderse la
lengua! ¿Sí o no? Morderse la lengua: esto nos hará bien, porque la lengua se
hincha y no pueden hablar y no podéis chismear. ¿Tengo la humildad de recomponer
con paciencia, con sacrificio, las heridas a la comunión?
3. Finalmente, un
último paso más en profundidad. Y, esta es una buena pregunta: ¿quién es el
motor de esta unidad de la Iglesia? Lo es el Espíritu Santo que todos hemos
recibido en el Bautismo y también en el sacramento de la Confirmación. Es el
Espíritu Santo. Nuestra unidad no es principalmente el resultado de nuestro
acuerdo, o de la democracia dentro de la Iglesia, o de nuestro esfuerzo para
estar de acuerdo, sino que viene de Él que hace la unidad en la diversidad,
porque el Espíritu Santo es armonía, siempre crea la armonía en la Iglesia. Es
una unidad armoniosa en medio de tanta diversidad de culturas, lenguas y
pensamiento. Y el Espíritu Santo es el motor. Por esta razón, es importante la
oración, que es el alma de nuestro compromiso de hombres y mujeres de comunión,
de unidad. La oración al Espíritu Santo, para que venga y realice la unidad en
la Iglesia.
Pidamos al Señor:
Señor, concédenos estar cada vez más unidos, de no ser nunca instrumentos de
división; haz que nos comprometamos, como dice una bella oración franciscana, en
llevar el amor donde haya odio, a llevar el perdón donde haya una ofensa, a
llevar la unión donde hay discordia. Que así sea.
Catequesis
que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 25 de septiembre de 2013
* * * * *
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
En el 'Credo', después de hacer profesado: 'Creo en la Iglesia una', añadimos el
adjetivo 'santa'; afirmamos por tanto la santidad de la Iglesia, y esta es una
característica que ha estado presente desde el inicio en la conciencia de los
primeros cristianos, los cuales se llamaban simplemente 'los santos' (cfr At
9,13.32.41; Rm 8,27; 1 Cor 6,1), porque tenían la certeza que es la acción de
Dios, el Espíritu Santo que santifica la Iglesia.
Pero ¿en qué sentido la Iglesia es santa si vemos que la Iglesia histórica, en
su camino a lo largo de los siglos, ha tenido tantas dificultades, problemas,
momentos oscuros? ¿Cómo puede ser santa un Iglesia hecha de seres humano, de
pecadores? Hombres pecadores, mujeres pecadoras, sacerdotes pecadores, monjas
pecadoras, obispos pecadores, cardenales pecadores, papa pecador? Todos. ¿Como
puede ser santa una Iglesia así?
1. Para responder a la pregunta quisiera guiarme de una fragmento de la Carta de
san Pablo a los cristianos de Éfeso. El Apóstol, tomando como ejemplo las
relaciones familiares, afirma que "Cristo ha amado la
Iglesia y se ha dado a sí mismo por ella, para hacerla santa" (5,25-26).
Cristo ha amado la Iglesia, donando todo sí mismo sobre la cruz. Y esto
significa que la Iglesia es santa porque procede de Dios que es santo, le es
fiel y no la abandona en poder de la muerte y del mal (cfr Mt 16,18), está unido
de forma indisoluble con ella (cfr Mt 28,20); es santa porque está guiada por el
Espíritu Santo que purifica, transforma, renueva. No es santa por nuestros
méritos, sino porque Dios la hace santa, es fruto del Espíritu Santo y de sus
dones. No somos nosotros que la hacemos santa. Es Dios, el Espíritu Santo, que
en su amor hace santa a la Iglesia.
2. Vosotros podrías decirme: pero la Iglesia está formada por pecadores, lo
vemos cada día. Y esto es verdad: somos una Iglesia de pecadores; y nosotros
pecadores estamos llamados a dejarnos transformar, renovar, santificar por Dios.
Ha habido en la historia la tentación de algunos que afirmaba: la Iglesia es
solo la Iglesia de los puros, de los que son totalmente coherentes, y los otros
están lejos. ¡Esto no es verdad! ¡Esto es una herejía! La Iglesia, que es santa,
no rechaza a los pecadores; no nos rechaza a todos nosotros; no nos rechaza
porque llama a todos, los acoge, es abierta también a los más lejanos, llama a
todos a dejarse envolver por la misericordia, por la ternura y el perdón del
Padre, que ofrece a todos la posibilidad de encontrarlo, de caminar hacia la
santidad.
"¡Pero padre, yo soy un pecador, un gran pecador!, ¿cómo puedo sentirme parte de
la Iglesia?" Querido hermano, querida hermana, es precisamente esto lo que desea
el Señor, que tu le digas: "Señor aquí estoy, con mis pecados". ¿Alguno de
vosotros está aquí sin los propios pecados? ¿Alguno de vosotros? Ninguno,
ninguno de vosotros. Todos llevamos con nosotros nuestros pecados. Pero el Señor
quiere escuchar que le decimos: "¡Perdóname, ayúdame a caminar, transforma mi
corazón!" Y el corazón puede transformar el corazón. En la Iglesia, el Dios que
encontramos no es un juez despiadado, sino que es como el Padre de la parábola
del Evangelio. Puedes ser como el hijo que ha dejado la casa, que ha tocado
fondo en la lejanía de Dios. Cuando tengas la fuerza de decir: quiero volver a
casa, encontrarás la puerta abierta, Dios viene a tu encuentro porque te espera
siempre, Dios te espera siempre, Dios te abraza, te besa y hace fiesta. Así es
el Señor, así es la ternura de nuestro Padre celeste.
El Señor nos quiere parte de una Iglesia que sabe abrir los brazos para acoger a
todos, que no es la casa de pocos, sino la casa de todos, donde todos pueden ser
renovados, transformados, santificados por su amor, los más fuertes y los más
débiles, los pecadores, los indiferentes, aquellos que se sienten desalentados y
perdidos. La Iglesia ofrece a todos la posibilidad de recorrer el camino de la
santidad, que es el camino del cristiano: nos hace encontrar a Jesucristo en los
sacramentos, especialmente en la confesión y en la eucaristía; nos comunica la
Palabra de Dios, nos hace vivir en la caridad, en el amor de Dios hacia todos.
Preguntémonos, entonces: ¿nos dejamos santificar? ¿Somos una Iglesia que llama y
acoge con los brazos abiertos a los pecadores, que dona valentía, esperanza, o
somos una Iglesia cerrada en sí misma? ¿Somos una Iglesia en al que se vive el
amor de Dios, en la que hay atención hacia el otro, en la que se reza los unos
por los otros?
3. Una última pregunta: ¿Qué puedo hacer yo que me siento débil, frágil,
pecador? Dios te dice: no tener miedo de la santidad, no tener miedo de apuntar
alto, de dejarse amar y purificar por Dios, no tener miedo de dejarse guiar por
el Espíritu Santo. Dejémonos contagiar de la santidad de Dios. Todo cristiano
esta llamado a la santidad (cfr Cost. dogm.
Lumen gentium, 39-42); y la
santidad no consiste primero en el hacer cosas extraordinarias, sino en el dejar
actuar a Dios. Y el encuentro de nuestra debilidad con la fuerza de su gracia,
es tener confianza en su acción que nos permite vivir en la caridad, de hacer
todo con alegría y humildad, para la gloria de Dios y en el servicio al prójimo.
Hay una célebre frase del escritor francés Léon Bloy; en los últimos momentos de
su vida decía: "Hay una sola tristeza en la vida, la de no ser santos". No
perdamos la esperanza en la santidad, recorramos todos este camino. ¿Queremos
ser santos? El Señor nos espera a todos, con los brazos abiertos; nos espera
para acompañarnos en el camino de la santidad. Vivamos con alegría nuestra fe,
dejémonos amar por el Señor... pidamos este don a Dios en la oración, para
nosotros y para los otros.
Catequesis
que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 9 de octubre de 2013
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas,¡buenos días!
Vemos que hoy, en este mal día (de lluvia), fueron valientes: ¡enhorabuena!
"Creo en la Iglesia una, santa, católica...". Hoy
hacemos una pausa para reflexionar sobre esta indicación: le decimos católica en
el Año de la catolicidad. En primer lugar: ¿qué significa católico? Deriva del
girego "kath'olòn" que significa
"de acuerdo con el conjunto", la totalidad. ¿En qué
sentido esta totalidad se aplica a toda la Iglesia? ¿En qué sentido decimos que
la Iglesia es católica? Yo diría que en tres sentidos básicos.
1. El primero. La Iglesia es católica porque es el espacio, la casa en la que se
anuncia la fe entera, en la que la salvación que Cristo nos trajo se ofrece a
todos. La Iglesia nos hace encontrarnos con la misericordia de Dios que nos
transforma, por que en ella está presente Jesucristo, que le da la verdadera
confesión de fe, la plenitud de la vida sacramental, la autenticidad del
ministerio ordenado. En la Iglesia cada uno de nosotros encuentra lo que es
necesario para creer, para vivir como cristianos, para ser santos, para caminar
en todo lugar y en cada época.
Por poner un ejemplo, podemos decir que es como en la vida familiar; en familia
a cada uno de nosotros se nos fue dado todo lo que nos permite crecer, madurar,
vivir. No se puede hacer crecer solo, no se puede caminar solo, aislándose, sino
que se camina y se crece en una comunidad, en una familia. ¡Y lo mismo ocurre en
la Iglesia! En la Iglesia podemos escuchar la Palabra de Dios, con la seguridad
de que es el mensaje que el Señor nos ha dado; en la Iglesia podemos encontrar
al Señor en los sacramentos que son las ventanas abiertas por donde se nos da la
luz de Dios, los arroyos de los cuales recogemos la vida misma de Dios; en la
Iglesia aprendemos a vivir la comunión , el amor que viene de Dios. Cada uno de
nosotros puede preguntarse hoy: ¿Cómo vivo en la Iglesia? Cuando voy a la
iglesia, es como si fuera al estadio, a un partido de fútbol? ¿Es como si
estuviera en el cine? No, es otra cosa. ¿Como voy a la iglesia? ¿Cómo acojo los
dones que la Iglesia me da, para crecer, para madurar como cristiano? Participo
en la vida de comunidad o voy a la iglesia y me encierro en mis problemas
aislándome del otro? En este primer sentido, la Iglesia es católica porque es la
casa de todos. Todos son hijos de la Iglesia y todos están en esta casa.
2. Un segundo significado: la Iglesia es católica porque es universal, se
extiende por todo el mundo y proclama el Evangelio a todos los hombres y
mujeres. La Iglesia no es un grupo de élite, no solo para unos pocos. La Iglesia
no tiene límites, es enviada a todas las personas, a toda la humanidad . Y la
única Iglesia está presente incluso en las partes más pequeñas de la misma. Todo
el mundo puede decir: en mi parroquia está presente la Iglesia Católica, porque
también esa parte de la Iglesia universal, también esta tiene la plenitud de los
dones de Cristo, la fe, los sacramentos, el ministerio; está en comunión con el
obispo, con el papa y está abierta a todos, sin distinción. La Iglesia no está
solo a la sombra de nuestro campanario, sino que abarca una gran variedad de
gente, de pueblos que profesan la misma fe, se nutren de la misma Eucaristía,
son atendidos por los mismos pastores. ¡Sentirse en comunión con toda la
Iglesia, con toda la comunidad católica grande y pequeña de todo el mundo! ¡Esto
es hermoso! Y luego sentir que todos estamos en misión, pequeñas o grandes
comunidades, todos tenemos que abrir nuestras puertas y salir por el evangelio.
Preguntémonos entonces: ¿qué estoy haciendo para comunicar a los demás la
alegría del encuentro con el Señor , la alegría de pertenecer a la Iglesia?
Proclamar y dar testimonio de la fe no es una cuestión de unos pocos, tiene que
ver también conmigo, contigo, ¡con cada uno de nosotros!
3. Una tercera y última reflexión: la Iglesia es católica, porque es la "casa de
la armonía", donde la unidad y la diversidad hábilmente combinan entre sí para
ser riqueza. Pensemos en la imagen de la sinfonía, que significa acuerdo,
armonía, diferentes instrumentos que tocan juntos; cada uno conserva su timbre
inconfundible y sus características de sonido se unen por algo en común. Luego
está el que guía, el director, y en la sinfonía que se ejecuta todos suenan
juntos en "armonía", pero no se borra el timbre de cada instrumento; ¡la
peculiaridad de cada uno, de hecho, es aprovechada al máximo!
Es una bella imagen que nos dice que la Iglesia es como una gran orquesta en la
que hay variedad. No todos somos iguales y no debemos ser todos iguales. Todos
somos diversos, diferentes, cada uno con sus propias cualidades. Y esa es la
belleza de la Iglesia: cada uno trae lo propio, lo que Dios le dio, para
enriquecer a los demás. Y entre los que la componen hay esta diversidad, pero es
una diversidad que no entra en conflicto, no se opone; es una variedad que se
deja fundir en armonía por el Espíritu Santo; Él es el verdadero "Maestro", él
mismo es armonía. Y aquí nos preguntamos: ¿en nuestras comunidades vivimos en
armonía o peleamos entre nosotros? En mi parroquia, en mi movimiento, donde soy
parte de la Iglesia, ¿hay chismes? Si hay chismes no hay armonía, sino una
lucha. Y esta no es la Iglesia. La Iglesia es la armonía de todos: ¡nunca hablar
mal entre sí, nunca pelear!
Aceptamos al uno y al otro, se acepta que exista una justa variedad, que esto
sea diferente, que aquello se piense de una forma u otra –incluso en la misma fe
se puede pensar de otra manera- ¿o tendemos a estandarizar todo? Porque la
uniformidad mata la vida. La vida de la Iglesia es variedad, y cuando queremos
imponer esta uniformidad sobre todos matamos los dones del Espíritu Santo.
Oremos al Espíritu Santo, que es el autor de esta unidad en la variedad, de esta
armonía, para que nos haga cada vez más "católicos", es decir, ¡en esta Iglesia
que es católica y universal! Gracias.
Catequesis
que el Papa Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 16 de octubre de 2013
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Cuando recitamos el Credo decimos "Creo en la
Iglesia una, santa, católica y apostólica".
No sé si alguna vez habéis reflexionado sobre el sigificado que tiene la
expresión . Quizás alguna vez, viniendo a Roma, habéis pensado en la importancia de
los apóstoles Pedro y Pablo, que aquí dieron sus vidas para llevar el Evangelio
y dar testimonio.
Más
aún. Profesar que la Iglesia es apostólica, significa hacer hincapié en la
relación constitutiva que esta tiene con los apóstoles, con ese pequeño grupo de
doce hombres que un día Jesús llamó a Él, los llamó por su nombre, para que
permanecieran con Él y para enviarlos a predicar (cf.Mc.
3,13-19). "Apóstol", de hecho, es una palabra griega que significa "mandado",
"enviado". Un apóstol es una persona que es enviada, y enviada a hacer algo; y
los apóstoles fueron escogidos, llamados y enviados por Jesús para continuar su
obra; es decir para rezar --ese es la primera tarea de un apóstol--, y segundo,
para proclamar el Evangelio. Esto es importante, porque cuando pensamos en los
apóstoles, podríamos pensar que ellos fueron enviados solo para anunciar el
Evangelio, para hacer muchas obras. Pero en los primeros días de la Iglesia
había un problema porque los apóstoles debían hacer muchas cosas y luego
formaron a los diáconos, para que los apóstoles tuvieran más tiempo para orar y
proclamar la Palabra de Dios.
Cuando
pensamos en los sucesores de los apóstoles, los obispos, incluido el papa,
porque él también es un obispo, debemos preguntarnos si este sucesor de los
apóstoles antes que nada, primero ora y luego proclama el Evangelio: esto es ser
apóstol y por esta razón la Iglesia es apostólica. Todos nosotros, si queremos
ser apóstoles como explicaré luego, debemos preguntarnos: ¿rezo por la salvación
del mundo? ¿Predico el Evangelio? ¡Esta es la Iglesia Apostólica! Es una
relación constitutiva que tenemos con los apóstoles.
A
partir de esto me gustaría hacer hincapié muy brevemente en tres acepciones del
adjetivo "apostólica", tal como se aplica a la Iglesia.
1 . La
Iglesia es apostólica porque está fundada en la oración y la predicación de los
apóstoles, en la autoridad que les fue dada por el mismo Cristo. San Pablo
escribe a los cristianos de Éfeso : "Sois conciudadanos de los santos y
miembros de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas,
teniendo como piedra angular al mismo Cristo Jesús"
(2, 19-20). Es decir, compara a los cristianos con piedras vivas que forman un edificio que es la
Iglesia, y este edificio está fundado sobre los apóstoles, como columnas, y la
piedra que sostiene todo es Jesús mismo.
¡Sin
Jesús no puede existir la Iglesia! ¡Jesús es la base misma de la Iglesia, el
fundamento! Los apóstoles vivieron con Jesús, escucharon sus palabras,
compartieron su vida, sobre todo han sido testigos de su muerte y resurrección.
Nuestra fe, la Iglesia que Cristo quiso, no se basa en una idea, no se funda en
una filosofía, se fundamenta en el mismo Cristo. Y la Iglesia es como una planta
que ha crecido a lo largo de los siglos, se ha desarrollado, ha dado sus frutos
y sus raíces están firmemente plantadas en Él, y la experiencia fundamental de
Cristo que han tenido los Apóstoles, elegidos y enviados por Jesús, permanece
hasta nosotros. Desde esa pequeña planta hasta nuestros días: así es la Iglesia
en todo el mundo.
2.
Pero preguntémonos: ¿cómo es posible para nosotros conectarnos con ese
testimonio? ¿Cómo puede llegar hasta nosotros lo que han experimentado los
apóstoles con Jesús, lo que han oído de Él? Este es el segundo significado del
término "apostolicidad”. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que la
Iglesia es apostólica porque «conserva y
transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza, el
buen depósito, las palabras sanas oídas a los apóstoles»
(n. 857). La Iglesia conserva a través de los siglos este precioso tesoro, que
es la Sagrada Escritura, la doctrina, los sacramentos, el ministerio de los
pastores, para que podamos ser fieles a Cristo y participar de su vida misma. Es
como un río que fluye en la historia, se desarrolla, irriga, pero el agua que
fluye es siempre la que comienza desde la fuente, y la fuente es el propio
Cristo: Él ha resucitado, Él es el Viviente, y sus palabras no pasan, porque Él
no pasa, Él está vivo, Él está con nosotros hoy aquí, Él nos oye y nosotros
hablamos con él y Él nos escucha, está en nuestro corazón. ¡Jesús está con
nosotros hoy! Esta es la belleza de la Iglesia: la presencia de Jesucristo en
medio de nosotros. ¿Pensamos acaso lo importante que es este don que Cristo nos
ha dado, el don de la Iglesia, donde lo podemos encontrar? ¿Pensamos acaso cómo
es la misma Iglesia, en su camino a lo largo de estos siglos --a pesar de las
dificultades, los problemas, las debilidades, nuestros pecados--, la que nos
transmite el auténtico mensaje de Cristo? ¿Nos da la confianza de que lo que
creemos es realmente lo que Cristo nos dijo?
3 . El
último pensamiento: la Iglesia es apostólica porque es enviada a llevar el
Evangelio a todo el mundo. Continúa en el camino de la historia la misma misión
que Jesús confió a los apóstoles: «Id y haced discípulos a todas las
naciones, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo,
enseñándoles a observar todo cuanto les he mandado. Y he aquí que yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt. 28,19-20). ¡Esto es lo que
Jesús nos dijo que hiciéramos! Insisto en este aspecto de la actividad
misionera, porque Cristo invita a todos a "ir" al encuentro de los demás, nos
envía, nos pide movernos para llevar la alegría del Evangelio!
Una
vez más debemos preguntarnos: ¿somos misioneros con nuestras palabras, pero
sobre todo con nuestra vida cristiana, a través de nuestro testimonio? ¿O somos
cristianos encerrados en nuestro corazón y en nuestras iglesias, cristianos de
sacristía? ¿Cristianos solo de palabras, pero que vivemos como paganos? Debemos
hacernos estas preguntas, que no son un reproche. Yo también, me lo digo a mí
mismo: ¿cómo soy cristiano, realmente con el testimonio?
La
Iglesia tiene sus raíces en la enseñanza de los apóstoles, verdaderos testigos
de Cristo, pero mira hacia el futuro, tiene la firme conciencia de ser enviada
--enviada por Jesucristo--, de ser misionera, llevando el nombre de Jesús a
través de la oración, el anuncio y el testimonio. Una Iglesia que se cierra
sobre sí misma y en el pasado, una Iglesia que ve solo las pequeñas reglas de
hábitos, de actitudes, es una Iglesia que traiciona a su propia identidad; ¡una
Iglesia cerrada traiciona su propia identidad! Por ello, ¡descubramos hoy toda
la belleza y la responsabilidad de ser Iglesia Apostólica! Y recordadlo:
Iglesia Apostólica porque oramos -- primera tarea--, y porque proclamamos el
Evangelio con nuestra vida y con nuestras palabras.
Catequesis que el Papa
Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 23 de octubre de 2013
* * * * *
Queridos hermanos y
hermanas, ¡buenos días!
Continuando con la
catequesis sobre la Iglesia, hoy me gustaría mirar a María como imagen y modelo
de la Iglesia. Y lo hago recuperando una expresión del Concilio Vaticano II.
Dice la constitución Lumen gentium: "Como
enseñaba san Ambrosio, la Madre de Dios es una figura de la Iglesia en el orden
de la fe, la caridad y de la perfecta unión con Cristo» (n. 63).
1. Partamos desde el
primer aspecto, María como modelo de fe. ¿En qué sentido María es un modelo para
la fe de la Iglesia? Pensemos en quién fue la Virgen María: una joven judía, que
esperaba con todo el corazón la redención de su pueblo. Pero en aquel corazón de
joven hija de Israel, había un secreto que ella misma aún no lo sabía: en el
designio del amor de Dios estaba destinada a convertirse en la Madre del
Redentor. En la Anunciación, el mensajero de Dios la llama
"llena de gracia" y le revela este proyecto.
María responde "sí", y desde ese momento la
fe de María recibe una nueva luz: se concentra en Jesús, el Hijo de Dios que se
hizo carne en ella y en quien que se cumplen las promesas de toda la historia de
la salvación. La fe de María es el cumplimiento de la fe de Israel, en ella
realmente está reunido todo el camino, la vía de aquel pueblo que esperaba la
redención, y en este sentido es el modelo de la fe de la Iglesia, que tiene como
centro a Cristo, la encarnación del amor infinito de Dios.
¿Cómo ha vivido
María esta fe? La vivió en la sencillez de las miles de ocupaciones y
preocupaciones cotidianas de cada madre, en cómo ofrecer los alimentos, la ropa,
la atención en el hogar... Esta misma existencia normal de la Virgen fue el
terreno donde se desarrolla una relación singular y un diálogo profundo entre
ella y Dios, entre ella y su hijo. El "sí" de María, ya perfecto al principio,
creció hasta la hora de la Cruz. Allí, su maternidad se ha extendido abrazando a
cada uno de nosotros, nuestra vida, para guiarnos a su Hijo. María siempre ha
vivido inmersa en el misterio del Dios hecho hombre, como su primera y perfecta
discípula, meditando cada cosa en su corazón a la luz del Espíritu Santo, para
entender y poner en práctica toda la voluntad de Dios.
Podemos hacernos una
pregunta: ¿nos dejamos iluminar por la fe de María, que es Madre nuestra? ¿O la
creemos lejana, muy diferente a nosotros? En tiempos de dificultad, de prueba,
de oscuridad, ¿la vemos a ella como un modelo de confianza en Dios, que quiere
siempre y solamente nuestro bien? Pensemos en ello, ¡tal vez nos hará bien
reencontrar a María como modelo y figura de la Iglesia por esta fe que ella
tenía!
2 . Llegamos al
segundo aspecto: María, modelo de caridad. ¿De qué modo María es para la Iglesia
ejemplo viviente del amor? Pensemos en su disponibilidad hacia su prima Isabel.
Visitándola, la Virgen María no solo le llevó ayuda material, también eso, pero
le llevó a Jesús, quien ya vivía en su vientre. Llevar a Jesús a dicha casa
significaba llevar la alegría, la alegría plena. Isabel y Zacarías estaban
contentos por el embarazo que parecía imposible a su edad, pero es la joven
María la que les lleva el gozo pleno, aquel que viene de Jesús y del Espíritu
Santo, y que se expresa en la caridad gratuita, en el compartir, en el ayudarse,
en el comprenderse.
Nuestra Señora
quiere traernos a todos el gran regalo que es Jesús; y con Él nos trae su amor,
su paz, su alegría. Así, la Iglesia es como María: la Iglesia no es un negocio,
no es un organismo humanitario, la Iglesia no es una ONG, la Iglesia tiene que
llevar a todos hacia Cristo y su evangelio; no se ofrece a sí misma –así sea
pequeña, grande, fuerte o débil- la Iglesia lleva a Jesús y debe ser como María
cuando fue a visitar a Isabel. ¿Qué llevaba María? A Jesús. La Iglesia lleva a
Jesús: ¡este el centro de la Iglesia, llevar a Jesús! Si hipotéticamente, alguna
vez sucediera que la Iglesia no lleva a Jesús, ¡esta sería una Iglesia muerta!
La Iglesia debe llevar la caridad de Jesús, el amor de Jesús, la caridad de
Jesús.
Hemos hablado de
María, de Jesús. ¿Qué pasa con nosotros? Con nosotros que somos la Iglesia.
¿Cuál es el amor que llevamos a los demás? Es el amor de Jesús que comparte, que
perdona, que acompaña, ¿o es un amor aguado, como se alarga al vino que parece
agua? ¿Es un amor fuerte, o débil, al punto que busca las simpatías, que quiere
una contrapartida, un amor interesado?
Otra pregunta: ¿a
Jesús le gusta el amor interesado? No, no le gusta, porque el amor debe ser
gratuito, como el suyo. ¿Cómo son las relaciones en nuestras parroquias, en
nuestras comunidades? ¿Nos tratamos unos a otros como hermanos y hermanas? ¿O
nos juzgamos, hablamos mal de los demás, cuidamos cada uno nuestro "patio
trasero"? O nos cuidamos unos a otros? ¡Estas son preguntas de la caridad!
3. Y un último punto
brevemente: María, modelo de unión con Cristo. La vida de la Virgen fue la vida
de una mujer de su pueblo: María rezaba, trabajaba, iba a la sinagoga... Pero
cada acción se realizaba siempre en perfecta unión con Jesús. Esta unión alcanza
su culmen en el Calvario: aquí María se une al Hijo en el martirio del corazón y
en la ofrenda de la vida al Padre para la salvación de la humanidad. Nuestra
Madre ha abrazado el dolor del Hijo y ha aceptado con Él la voluntad del Padre,
en aquella obediencia que da fruto, que trae la verdadera victoria sobre el mal
y sobre la muerte.
Es hermosa esta
realidad que María nos enseña: estar siempre unidos a Jesús. Podemos
preguntarnos: ¿Nos acordamos de Jesús sólo cuando algo está mal y tenemos una
necesidad? ¿O tenemos una relación constante, una profunda amistad, incluso
cuando se trata de seguirlo en el camino de la cruz?
Pidamos al Señor que
nos dé su gracia, su fuerza, para que en nuestra vida y en la vida de cada
comunidad eclesial se refleje el modelo de María, Madre de la Iglesia. ¡Que así
sea!
Catequesis que el Papa
Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 6 de noviembre de 2013
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El miércoles pasado hablé de la comunión de los santos, entendida como comunión
entre las personas santas, es decir entre nosotros, creyentes. Hoy quisiera
profundizar otro aspecto de esta realidad.
Recordad que había dos aspectos: uno la comunión entre nosotros (hagamos
comunidad) y el otro aspecto es la comunión en los bienes espirituales, es decir
la comunión de las cosas santas. Los dos aspectos están estrechamente conectados
entre sí; de hecho la comunión entre los cristianos crece mediante la
participación a los bienes espirituales. En especial consideramos: los
sacramentos, los carismas y la caridad (cf. Catecismo de la Iglesia Católica nn.
949-953). Nosotros crecemos en unidad, en comunión con los Sacramentos, los
carismas que cada uno tiene porque se los ha dado el Espíritu Santo, y la
caridad.
«Sacramentos»
Antes que nada, la Comunión en los Sacramentos. Los Sacramentos expresan y
llevan a cabo una efectiva y profunda comunión entre nosotros, ya que en ellos
encontramos a Cristo Salvador y, a través de Él, a nuestros hermanos en la fe.
Los Sacramentos no son apariencias, no son ritos, los sacramentos son la fuerza
de Cristo, está Jesucristo en los Sacramentos. Cuando celebramos la Misa, en la
Eucaristía, está Jesús vivo, muy vivo, que nos reúne, nos hace comunidad, nos
hace adorar al Padre.
Cada uno de nosotros, de hecho, mediante el Bautismo, la Confirmación y la
Eucaristía, está incorporado a Cristo y unido a toda la comunidad de los
creyentes. Por tanto, si por un lado está la Iglesia que “hace” los Sacramentos,
por otro lado están los Sacramentos que “hacen” a la Iglesia, la edifican,
generando nuevos hijos, agregándolos al pueblo santo de Dios, consolidando su
pertenencia.
Cada encuentro con Cristo, que en los Sacramentos nos da la salvación, nos
invita a “ir” y comunicar a los demás una salvación que hemos podido ver, tocar,
encontrar, acoger y que es verdaderamente creíble porque es amor. En este
sentido, los Sacramentos nos empujan a ser misioneros y, el compromiso
apostólico de llevar el Evangelio a todos los ambientes, también a los más
hostiles, constituye el fruto más auténtico de una asidua vida sacramental, en
cuanto que es participación en la iniciativa salvífica de Dios, que quiere dar a
todos la salvación.
La gracia de los Sacramentos alimenta en nosotros una fe fuerte y gozosa, una fe
que sabe sorprenderse de las “maravillas” de Dios y sabe resistir a los ídolos
del mundo. Por esto, es importante tomar la Comunión, importante que los niños
sean bautizados pronto, importante que reciban la Confirmación. ¿Por qué? Porque
es la presencia de Jesucristo en nosotros, que nos ayuda. Es importante, cuando
nos sentimos pecadores, ir al Sacramento de la Reconciliación, “Pero Padre,
tengo miedo, porque el cura me reñirá”. ¡No! No te reñirá el cura, porque ¿sabes
a quien encontrarás allí, en el Sacramento de la Reconciliación? A Jesús, a
Jesús que te perdona, es Jesús el que te espera allí, y esto es un Sacramento y
esto hace crecer a toda la Iglesia.
«Carismas»
Un segundo aspecto de la comunión con las cosas santas es la comunión de los
carismas. El Espíritu Santo dispensa a los fieles una multitud de dones y de
gracias espirituales; esta riqueza “fantasiosa” de los dones del Espíritu Santo
está dirigida a la edificación de la Iglesia.
Los carismas (es una palabra algo difícil), los carismas son los regalos que nos
da el Espíritu Santo, un regalo que puede ser una manera, una habilidad o una
posibilidad, pero son regalos que da, pero nos los da, no para que estén
escondidos, nos da estos regalos para compartirlos con los demás. Por tanto no
se dan a beneficio de quien los recibe, sino para la utilidad del pueblo de
Dios. Si un carisma, sin embargo, sirve para afirmarse en uno mismo, existen
dudas de que se trate un auténtico carisma o que se esté viviendo fielmente.
En efecto, ¿qué son los carismas? Son gracias especiales, dadas a algunos para
hacer el bien a los demás. Son actitudes, inspiraciones e impulsos interiores,
que nacen en la conciencia y en la experiencia de determinadas personas, que
están llamadas a ponerlos al servicio de la comunidad. En particular, estos
dones espirituales benefician a la santidad de la Iglesia y a su misión. Todos
estamos llamados a respetarlos en nosotros y en los demás, a acogerlos como
estímulos útiles para una presencia y una obra fecunda de la Iglesia.
San Pablo advertía: “No apaguéis el Espíritu” (1Ts 5, 19). No apaguéis el
Espíritu, el Espíritu que nos da estos regalos, estas habilidades, estas
virtudes, estas cosas tan bellas que hacen crecer a la Iglesia. ¿Cuál es nuestra
actitud frente a estos dones del Espíritu Santo? ¿Somos conscientes de que el
Espíritu de Dios es libre de darlos a quien quiere? ¿Los consideramos una ayuda
espiritual, a través de la cual el Señor sostiene nuestra fe, la refuerza, y
también refuerza nuestra misión en el mundo?
«Caridad»
Y
llegamos al tercer aspecto de la comunión en las cosas santas, es decir la
comunión de la caridad, la unidad entre nosotros que hace la caridad, el amor.
Los paganos que veían a los primeros cristianos decían: “Pero estos, ¡cómo se
aman! ¡cómo se quieren! ¡no se odian! ¡No murmuran unos contra otros! ¡Es bueno
esto! La caridad es el amor de Dios que el Espíritu Santo nos da en el corazón.
Los carismas son importantes en la vida de la comunidad cristiana, pero son
siempre medios para crecer en la caridad, en el amor, que San Pablo coloca por
encima del resto de carismas (cfr 1 Cor 13,1-13). Sin el amor, de hecho, incluso
los dones más extraordinarios son vanos. “¡Este hombre cura a la gente! Tiene
esta cualidad, tiene esta virtud”… Cura a la gente ¿pero tiene amor en su
corazón? ¿Tiene caridad? Si la tiene: ¡Adelante! Si no la tiene: no sirve a la
Iglesia.
Sin el amor todos los dones no sirven a la Iglesia porque donde no hay amor, hay
un vacío. Un vacío que se llena con el egoísmo y os pregunto: si todos nosotros
somos egoístas, solamente egoístas ¿podemos vivir en paz en nuestra comunidad?
¿Se puede vivir en paz si todos somos egoístas? ¿Se puede o no? ¡No se puede!
Por eso es necesario el amor que nos une, la caridad.
El más pequeño de nuestros gestos de amor tiene buenos efectos en todos. Por
tanto, vivir la unidad de la Iglesia, la comunión de la caridad, significa no
buscar nuestro propio interés, significa compartir los sufrimientos y las
alegrías de los hermanos (cf. 1 Cor 12,26), preparados para lleva el peso de los
más débiles y pobres. Esta solidaridad fraterna no es una figura retórica, una
manera de decir, sino que es parte integrante de la comunión entre los
cristianos. Si la vivimos, somos en el mundo un signo, somos “sacramento” del
amor de Dios. Lo somos los unos por los otros ¡y lo somos por todos! No se trata
sólo de la pequeña caridad que podemos ofrecernos mutuamente, se trata de algo
más profundo: es una comunión que nos hace capaces de entrar en la alegría y en
el dolor de los demás para hacerlos nuestros de forma sincera.
A menudo estamos demasiado secos, indiferentes, distantes y en vez de transmitir
fraternidad, transmitimos mal humor, transmitimos frialdad, transmitimos
egoísmo. ¿Con el malhumor, la frialdad y el egoísmo, se puede hacer crecer a la
Iglesia? ¿Se puede hacer crecer toda la Iglesia? ¡No! ¡Con el mal humor, la
frialdad y el egoísmo la Iglesia no crece! Crece sólo con el amor, con el amor
que viene del Espíritu Santo.
El Señor nos invita a abrirnos a la comunión con Él, en los Sacramentos, en los
carismas y en la caridad, ¡para vivir dignamente nuestra vocación cristiana!
Ahora me permito pediros un acto de caridad. Estad tranquilos que no se pasa la
colecta… Sino un acto de caridad. Antes de venir a la plaza, he ido a visitar a
una niña de un año y medio que tiene una enfermedad gravísima. Su papá, su mamá
rezan, piden al Señor la salud de esta bella niña, se llama Noemí, ¡sonreía,
pobrecita! Hagamos un acto de amor, no la conocemos, pero es una niña bautizada,
es una de nosotros, una cristiana. Hagamos un acto de amor por ella. En
silencio, pidamos por ella al Señor, que le dé la salud. En silencio, un minuto,
después rezaremos el Avemaría. Recemos a la Virgen por la salud de Noemí.
Catequesis que el Papa
Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 13 de noviembre de 2013
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el Credo, a través del cual todos los domingos hacemos nuestra profesión de
fe, nosotros afirmamos:
“Creo en un solo bautismo por el perdón de los pecados”.
Se trata de la única referencia explícita a un Sacramento en el interior del
Credo. Solo se habla del Bautismo allí. En efecto el Bautismo es la “puerta” de
la fe y de la vida cristiana. Jesús Resucitado dejó a los Apóstoles esta
consigna:
“Entonces les dijo: «Id por todo el mundo, anunciando la Buena Noticia a toda la
creación. El que crea y se bautice, se salvará”
(Mc 16, 15-16) La misión de la Iglesia es evangelizar y perdonar los pecados a
través del sacramento bautismal. Pero volvamos a las palabras del Credo. La
expresión se puede dividir en tres puntos: “creo”, “un solo bautismo”, “para la
remisión de los pecados”.
1. «Creo».
¿Qué quiere decir esto? Es un término solemne que indica la gran importancia del
objeto, es decir del Bautismo. En efecto, pronunciando estas palabras nosotros
afirmamos nuestra verdadera identidad de hijos de Dios. El Bautismo es, en un
cierto sentido, el documento de identidad del cristiano, su acta de nacimiento.
El acta de nacimiento a la Iglesia. Todos vosotros sabéis qué día nacisteis
¿verdad? Celebráis el cumpleaños, todos, todos nosotros celebramos el
cumpleaños. Os haré una pregunta que ya os hice en otra ocasión ¿Quién de
vosotros se acuerda de la fecha en que fue bautizado? Levantad la mano ¿quién de
vosotros? Son pocos, ¡eh! ¡No muchos! Y no les pregunto a los obispos para no
pasar vergüenza… ¡Son pocos! Hagamos una cosa, hoy, cuando volváis a casa,
preguntad en que día fuisteis bautizados, investigadlo. Este será vuestro
segundo cumpleaños. El primero es el cumpleaños a la vida y este será vuestro
cumpleaños a la Iglesia. El día del nacimiento en la Iglesia ¿Lo haréis? Es una
tarea para hacer en casa. Buscar el día en el que nacisteis. Y darle gracias al
Señor porque nos ha abierto la puerta de la Iglesia, el día en el que fuimos
bautizados. ¡Hagámoslo hoy!
Al mismo tiempo, al Bautismo está ligada nuestra fe en la remisión de los
pecados. El Sacramento de la Penitencia o Confesión es, de hecho, como un
segundo “bautismo”, que recuerda siempre el primero para consolidarlo y
renovarlo. En este sentido, el día de nuestro Bautismo es el punto de partida de
un camino, de un camino bellísimo, de un camino hacia Dios, que dura toda la
vida, un camino de conversión y que se sostiene continuamente por el Sacramento
de la Penitencia. Pensad esto: cuando nosotros vamos a confesarnos de nuestras
debilidades, de nuestros pecados, vamos a pedirle perdón a Jesús pero también a
renovar este bautismo con este perdón. ¡Esto es bello! ¡Es como celebrar, en
cada confesión, el día de nuestro bautismo! Así, la Confesión no supone sentarse
en un sala de tortura. ¡Es una fiesta, una fiesta para celebrar el día del
Bautismo! ¡La Confesión es para los bautizados! ¡Para tener limpio el vestido
blanco de nuestra dignidad cristiana!
2. Segundo elemento: «un solo
bautismo».
Esta expresión recuerda aquella de san Pablo “hay un solo
Señor, una sola fe, un solo bautismo” (Ef
4,5). La palabra “bautismo” significa literalmente “inmersión”, y, de hecho,
este Sacramento constituye una verdadera inmersión espiritual… ¿Dónde? ¿En la
piscina? ¡No! En la muerte de Cristo. El Bautismo es exactamente una inmersión
espiritual en la muerte de Cristo de la cual se resurge con Él como nuevas
criaturas (cfr. Rm 6,4). Se trata de una baño de regeneración y de iluminación.
Regeneración porque se realiza este nacimiento del agua y del Espíritu sin el
cual nadie puede entrar en el Reino de los Cielos (cfr. Jn 3,5). Iluminación
porque, a través del Bautismo, la persona humana se colma de la gracia de
Cristo, “luz verdadera
que ilumina a todo hombre” (Jn
1,9) y destruye las tinieblas del pecado. Por esto en la ceremonia del Bautismo
a los padres se les entrega un cirio encendido para simbolizar esta iluminación.
El Bautismo nos ilumina desde dentro con la luz de Jesús. Por este don, el
bautizado está llamado a convertirse él mismo en “luz” para los hermanos,
especialmente para los que están en las tinieblas y no ven la luz en el
horizonte de sus vidas.
Probemos a preguntarnos: el Bautismo, para mí, ¿es un hecho del pasado, de ese
día que vosotros hoy buscareis en casa para saber cuál es, o una realidad viva,
que tiene que ver con mi presente, en todo momento? ¿Te sientes fuerte, con la
fuerza que te da Cristo, con su Sangre, con su Resurrección? ¿Tú te sientes
fuerte? O ¿te sientes débil? ¿Sin fuerzas? El Bautismo da fuerzas. Con el
Bautismo, ¿te sientes un poco iluminado, iluminada con la luz que viene de
Cristo? ¿eres un hombre o una mujer de luz? O ¿eres un hombre, una mujer
oscuros, sin la luz de Jesús? Pensad en esto. Tomad la gracia del Bautismo, que
es un regalo, es convertirse en luz, luz para todos.
3. Finalmente, un breve apunte sobre el tercer elemento: «para
la remisión de los pecados».
Recordad esto: profeso un solo bautismo, para el perdón de los pecados. En el
sacramento del Bautismo se perdonan todos los pecados, el pecado original y
todos los pecados personales, como también todas las penas del pecado. Con el
Bautismo se abre la puerta a una efectiva novedad de vida que no está oprimida
por el peso de un pasado negativo, sino que participa ya de la belleza y de la
bondad del Reino de los cielos. Se trata de una intervención potente de la
misericordia de Dios en nuestra vida, para salvarnos. Pero esta intervención
salvífica no quita a nuestra naturaleza humana su debilidad; todos somos débiles
y todos somos pecadores ¡No nos quita la responsabilidad de pedir perdón cada
vez que nos equivocamos! Y esto es hermoso: yo no me puedo bautizar dos veces,
tres veces, cuatro veces, pero sí puedo ir a la confesión. Y, cada vez que me
confieso, renuevo la gracia del bautismo, es como si yo hiciera un segundo
bautismo. El Señor Jesús, que es tan bueno, que nunca se cansa de perdonarnos,
me perdona. Recordadlo bien, el bautismo nos abre la puerta de la Iglesia;
buscad la fecha de bautismo. Pero, incluso cuando la puerta se cierra un poco,
por nuestras debilidades y nuestros pecados, la confesión la vuelve a abrir,
porque la confesión es como un segundo bautismo, que nos perdona todo y nos
ilumina, para seguir adelante con la luz del Señor. Vayamos así adelante,
alegres, porque la vida se debe vivir con la alegría de Jesucristo. Y esto es
una gracia del Señor. Gracias.
Catequesis que el Papa
Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 20 de noviembre de 2013
* * * * *
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El miércoles pasado hablé de la remisión de los pecados, referida de forma
particular al bautismo. Hoy continuamos con el tema de la remisión de los
pecados, pero en referencia a la llamada "potestad de las llaves", que es un
símbolo bíblico de la misión que Jesús ha dado a los apóstoles.
Lo primero que debemos recordar es que el protagonista del perdón de los pecados
es el Espíritu Santo. En su primera aparición a los apóstoles, en el cenáculo,
como hemos escuchado, Jesús resucitado hizo el gesto de soplar sobre ellos
diciendo:
"Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, éstos les son
perdonados; a quienes retengáis los pecados, éstos les son retenidos." (Jn
20, 22-23). Jesús, transfigurado en su cuerpo, ya es el hombre nuevo, que ofrece
los dones pascuales fruto de su muerte y resurrección. ¿Y cuáles son estos
dones? La paz, la alegría, el perdón de los pecados, la misión, pero sobre todo
da el Espíritu Santo que es el origen de todo esto. Del Espíritu Santo vienen
todos estos dones. El soplo de Jesús, acompañado de las palabras con las que
comunica el Espíritu, indica el transmitir la vida, la vida nueva regenerada por
el perdón.
Pero antes de hacer este gesto de soplar y donar el Espíritu, Jesús muestra sus
llagas, en las manos y en el costado: estas heridas representan el precio de
nuestra salvación. El Espíritu Santo nos trae el perdón de Dios "pasando a
través" de las llagas de Jesús. Estas llagas que ha querido conservar,
también en este momento, en el cielo Él hace ver al Padre las llagas con las
cuales nos ha rescatado. Y por la fuerza de estas llagas nuestros pecados son
perdonados. Así Jesús ha dado su vida por nuestra paz, nuestra alegría, por la
gracia en nuestra alma, por el perdón de nuestros pecados. Y esto es muy bonito,
mirar a Jesús así.
Y vamos al segundo elemento: Jesús da a los apóstoles el poder de perdonar los
pecados. Pero, ¿cómo es esto? Porque es un poco difícil de entender. ¿Cómo un
hombre puede perdonar los pecados? Jesús da el poder, la Iglesia es depositaria
del poder de las llaves. Así de abrir o cerrar, de perdonar . Dios perdona a
cada hombre en su soberana misericordia, pero Él mismo ha querido que cuantos
pertenecen a Cristo y a su Iglesia, reciban el perdón mediante los ministros de
la Comunidad. A través del misterio apostólico la misericordia de Dios me
alcanza, mis culpas son perdonadas y se me dona la alegría. De este modo Jesús
nos llama a vivir la reconciliación también en la dimensión eclesial,
comunitaria. Y esto es muy bonito. La Iglesia, que es santa y a la vez
necesitada de penitencia, acompaña nuestro camino de conversión durante toda la
vida. La Iglesia no es dueña del poder de las llaves, no es dueña, sino sierva
del ministerio de la misericordia y se alegra todas las veces que puede ofrecer
este don divino.
Tantas personas quizá no entienden la dimensión eclesial del perdón, porque
domina siempre el individualismo, el subjetivismo y también nosotros cristianos
lo volvemos a sentir. Cierto, Dios perdona a cada pecador arrepentido,
personalmente, pero el cristiano está unido a Cristo, y Cristo está unido a la
Iglesia. Para nosotros cristianos hay un don más, y hay también un compromiso
más: pasar humildemente a través del ministerio eclesial. Y esto debemos
valorarlo. Es un don, también una cura, una protección, y también la seguridad
de que Dios me ha perdonado. Yo voy donde el hermano sacerdote y digo 'padre, he
hecho esto', pero 'yo te perdono' y es Dios quien perdona. Y yo estoy seguro en
ese momento que Dios me ha perdonado y esto es bonito. Esto es la seguridad de
lo que nosotros decimos siempre: Dios siempre nos perdona, no se cansa de
perdonar. Nosotros no debemos cansarnos de ir a pedir perdón. Pero 'padre, a mí
me da vergüenza ir a decir mis pecado". Pero mira, nuestras madres, nuestra
abuelas decían que es mejor ponerse rojo una vez que mil veces amarillo. Tú te
pones rojo una vez, te perdonan los pecados y adelante.
Para finalizar, un último punto: el sacerdote instrumento para el perdón de los
pecados. El perdón de Dios que se da en la Iglesia, nos es transmitido por medio
del ministerio de un hermano nuestro, el sacerdote; también él, un hombre que
como nosotros necesita misericordia, se convierte verdaderamente en instrumento
de misericordia, donándonos el amor sin límites de Dios Padre. También los
sacerdotes deben confesarse, también los obispos, todos somos pecadores, también
el papa se confiesa cada 15 días, porque el papa también es un pecador. El
confesor escucha las cosas que yo le digo, me aconseja y me perdona. ¿Y por qué?
Porque todos necesitamos este perdón.
A veces sucede escuchar a alguno que afirma confesarse directamente con Dios.
Sí, como decía antes, Dios nos escucha siempre, pero en el sacramento de la
Reconciliación manda a un hermano a traerte el perdón, la seguridad del perdón
en nombre de la Iglesia. El servicio que el sacerdote presta como ministro, de
parte de Dios, para perdonar los pecados es muy delicado, es un servicio muy
delicado y exige que su corazón esté en paz, que el sacerdote tenga el corazón
en paz; que no maltrate a los fieles, sino que sea apacible, benévolo y
misericordioso; que sepa sembrar esperanza en los corazones y, sobre todo, sea
consciente que el hermano o la hermana que se acerca al sacramento de la
Reconciliación busca el perdón y lo hace como se acercaban tantas personas a
Jesús para que les sanase. El sacerdote que no tenga esta disposición de
espíritu es mejor, que hasta que no se corrija, no administre este sacramento.
Los fieles penitentes tienen ¿el deber? ¡no! tienen el derecho, nosotros
tenemos el derecho, todos los fieles de encontrar en los sacerdotes los
servidores del perdón de Dios.
Queridos hermanos, como miembros de la Iglesia, pregunto ¿somos consciente de la
belleza de este don que nos ofrece Dios mismo? ¿Sentimos la alegría de esta
cura, de esta atención materna que la Iglesia tiene hacia nosotros? ¿Sabemos
valorarla con sencillez? No olvidemos que Dios no se cansa nunca de perdonarnos;
mediante el ministerio del sacerdote nos acoge en un nuevo abrazo que nos
regenera y nos permite realzarnos y retomar de nuevo el camino. Porque esta es
nuestra vida, continuamente, realzarnos y retomar de nuevo el camino.
Catequesis que el Papa
Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 4 de diciembre de 2013
* * * * *
Queridos hermanos y
hermanas, ¡buenos días!
Hoy vuelvo de nuevo sobre la afirmación: «Creo en la
resurrección de la carne». Se trata de una verdad que no es sencilla y
nada obvia, porque, viviendo inmersos en este mundo, no es fácil comprender la
realidad futura. Pero el Evangelio nos ilumina: nuestra resurrección está
estrechamente vinculada a la resurrección de Jesús; el hecho de que Él esté
resucitado es la prueba de que existe la resurrección de los muertos. Quisiera
entonces, presentar algunos aspectos que relacionan la resurrección de Cristo y
nuestra resurrección. Él ha resucitado y así, nosotros también resucitaremos.
Antes que nada, la misma Sagrada Escritura contiene un camino hacia la fe plena
en la resurrección de los muertos. Esta se expresa como fe en Dios creador de
todo hombre, alma y cuerpo, y como fe en Dios liberador, el Dios fiel a la
Alianza con su pueblo. El profeta Ezequiel, en una visión, contempla los
sepulcros de los deportados que se vuelven a abrir y los huesos secos que
reviven gracias a la acción de un espíritu vivificante. Esta visión expresa la
esperanza en la futura “resurrección de Israel”, es
decir en el renacimiento del pueblo derrotado y humillado (cf. Ez 37,1-14).
Jesús, en el Nuevo Testamento, lleva a su cumplimiento esta revelación, y
vincula la fe en la resurrección a su misma persona: “Yo
soy la Resurrección y la Vida” (Jn 11,25). De hecho, será Jesús el Señor
el que resucitará en el último día a todos los que hayan creído en Él. Jesús
vino entre nosotros, se hizo hombre como nosotros en todo, menos en el pecado;
de este modo nos ha tomado consigo en su camino de vuelta al Padre. Él, el Verbo
Encarnado, muerto por nosotros y resucitado, da a sus discípulos el Espíritu
Santo como un anticipo de la plena comunión en su Reino glorioso, que esperamos
vigilantes. Esta espera es la fuente y la razón de nuestra esperanza: una
esperanza que, cultivada y custodiada, se convierte en luz para iluminar nuestra
historia personal y comunitaria. Recordémoslo siempre: somos discípulos de Él
que ha venido, viene cada día y vendrá al final. Si conseguimos tener más
presente esta realidad, estaremos menos cansados en nuestro día a día, menos
prisioneros de lo efímero y más dispuestos a caminar con corazón misericordioso
en la vía de la salvación.
Un segundo aspecto: ¿qué significa resucitar? La resurrección, la resurrección
de todos nosotros, ¿eh? Sucederá en el último día, al final del mundo, por obra
de la omnipotencia de Dios, que restituirá la vida a nuestro cuerpo reuniéndolo
con el alma, por la resurrección de Jesús. Esta es la explicación fundamental:
porque Jesús resucitó, nosotros resucitaremos. Tenemos esperanza en la
resurrección por que Él nos ha abierto la puerta, nos ha abierto la puerta a la
resurrección. Esta transformación en espera, en camino a la resurrección, esta
transfiguración de nuestro cuerpo se prepara en esta vida mediante el encuentro
con Cristo Resucitado en los Sacramentos, especialmente en la Eucaristía.
Nosotros que en esta vida nos nutrimos de su Cuerpo y de su Sangre,
resucitaremos como Él, con Él y por medio de Él. Como Jesús resucitó con su
propio cuerpo, pero no volvió a una vida terrena, así nosotros resucitaremos con
nuestros cuerpos que serán transfigurados en cuerpos gloriosos. Esto no es
mentira, ¿eh? ¡Esto es verdad! Nosotros creemos que Jesús ha resucitado, que
Jesús está vivo en este momento. ¿Creéis que Jesús está vivo, que está vivo?
¡Ah, no creéis! ¿Creéis o no creéis? Y si Jesús está vivo, ¿pensáis que Jesús
nos dejará morir y nunca nos resucitará? ¡No! ¡Él nos espera! Y como Él está
resucitado, la fuerza de su resurrección nos resucitará a nosotros.
Ya en esta vida nosotros participamos de la resurrección de Cristo. Si es verdad
que Jesús nos resucitará al final de los tiempos, es también verdad que, en un
aspecto, ya estamos resucitados con Él. ¡La Vida Eterna comienza ya en este
momento! Comienza durante toda la vida hacia aquel momento de la resurrección
final ¡Ya estamos resucitados! De hecho, mediante el Bautismo, estamos insertos
en la muerte y resurrección de Cristo y participamos de una vida nueva, es decir
la vida del Resucitado. Por tanto, en la espera de este último día, tenemos en
nosotros una semilla de resurrección, como anticipo de la resurrección plena que
recibiremos en herencia. Por eso también el cuerpo de cada uno es resonancia de
eternidad, por tanto ha de ser respetado siempre; y sobre todo debe ser
respetada y amada la vida de todos los que sufren, para que sientan la cercanía
del Reino de Dios, de esa condición de vida eterna hacia la que caminamos. Este
pensamiento nos da esperanza. Estamos en camino hacia la resurrección. Esta es
nuestra alegría: un día encontrar a Jesús, encontrar a Jesús todos juntos. Todos
juntos, no aquí en la Plaza, en otra parte, pero alegres con Jesús. Y este es
nuestro destino.
Catequesis que el Papa
Francisco ofreció a los peregrinos el miércoles 11 de diciembre de 2013
* * * * *
Queridos hermanos y
hermanas, ¡buenos días!
Hoy quisiera iniciar la última catequesis sobre nuestra profesión de fe,
tratando la afirmación «Creo en la vida eterna». En particular me detengo en el
juicio final. ¡No tengáis miedo! Escuchemos lo que dice la Palabra de Dios. Al
respecto, leemos en el evangelio de Mateo: Entonces Cristo
«vendrá en su gloria, con todos sus ángeles… Y todas las gentes se reunirán
delante de él, y él separará a unos de otros, como separa el pastor las ovejas
de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda…
Aquéllos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna» (Mt
25,31-33.46).
Cuando pensamos en el regreso de Cristo y en su juicio final, que manifestará,
hasta sus últimas consecuencias, el bien que cada uno habrá realizado o habrá
dejado de realizar durante su vida terrena, percibimos que nos encontramos ante
un misterio que nos supera, que no conseguimos ni siquiera imaginar. Un misterio
que casi instintivamente suscita en nosotros una sensación de miedo, y quizás
también de trepidación. Pero si reflexionamos bien sobre esta realidad, esta
sólo puede agrandar el corazón de un cristiano y ser un gran motivo de consuelo
y confianza.
A este propósito, el testimonio de las primeras comunidades cristianas resuena
muy sugerente. Estas solían acompañar las celebraciones y las oraciones con la
aclamación Maranathá, una expresión constituida por dos palabras arameas que,
según cómo sean pronunciadas, se pueden entender como una súplica:
«¡Ven, Señor!», o como una certeza alimentada por
la fe: «Sí, el Señor viene, el Señor está cerca».
Es la exclamación con la que culmina toda la Revelación cristiana, al final de
la maravillosa contemplación que se nos ofrece en el Apocalipsis de Juan (cfr Ap
22,20). En ese caso, es la Iglesia-esposa que, en nombre de la humanidad, de
toda la humanidad, y en cuanto su primicia, se dirige a Cristo, su esposo,
deseando ser envuelta por su abrazo; un abrazo, el abrazo de Jesús, que es
plenitud de vida y de amor.
Si pensamos en el juicio en esta perspectiva, todo miedo disminuye y deja
espacio a la esperanza y a una profunda alegría: será precisamente el momento en
el que seremos juzgados. Preparados para ser revestidos de la gloria de Cristo,
como de una vestidura nupcial, y ser conducidos al banquete, imagen de la plena
y definitiva comunión con Dios.
Un segundo motivo de confianza se nos ofrece por la constatación de que, en el
momento del juicio, no se nos dejará solos. Jesús mismo, en el evangelio de
Mateo, es quien preanuncia cómo, al final de los tiempos, aquellos que le hayan
seguido tomarán asiento en su gloria, para juzgar junto a él (cfr Mt 19,28). El
apóstol Pablo después, escribiendo a la comunidad de Corinto, afirma: «¿No
sabéis que los santos juzgarán al mundo? ¡Cuánto más las cosas de esta vida!» (1
Cor 6,2-3).
¡Qué hermoso saber que en esa coyuntura, además de contar con Cristo, nuestro
Paráclito, nuestro Abogado ante el Padre (cfr 1 Jn 2,1), podremos contar con la
intercesión y la benevolencia de tantos hermanos y hermanas nuestros más grandes
que nos han precedido en el camino de la fe, que han ofrecido su vida por
nosotros y que siguen amándonos de forma indecible! Los santos ya viven en la
presencia de Dios, en el esplendor de su gloria orando por nosotros que aún
vivimos en la tierra. ¡Cuánto consuelo suscita en nuestro corazón esta certeza!
La Iglesia es verdaderamente una madre y, como una mamá, busca el bien de sus
hijos, sobre todo de los más alejados y afligidos, hasta que encuentre su
plenitud en el cuerpo glorioso de Cristo con todos sus miembros.
Una última sugerencia se nos ofrece en el Evangelio de Juan, donde se afirma
explícitamente que «Dios no ha mandado el Hijo al mundo
para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él. Quien
cree en él no está condenado; pero quien no cree ya está condenado, porque no ha
creído en el Hijo único de Dios» (Jn 3,17-18). Esto significa entonces
que ese juicio, el juicio ya está en marcha, empieza ahora, en el transcurso de
nuestra existencia.
Este juicio es pronunciado en cada instante de la vida, como respuesta de
nuestra acogida con fe de la salvación presente y operante en Cristo, o bien de
nuestra incredulidad, con la consiguiente cerrazón en nosotros mismos. Pero si
nos cerramos al amor de Jesús, somos nosotros mismos los que nos condenamos,
somos condenados por nosotros mismos. La salvación es abrirnos a Jesús y él nos
salva.
Y si somos pecadores, todos somos pecadores, todos lo somos, todos, y pedimos
perdón, y vamos con el deseo de ser buenos, el Señor nos perdona, pero para esto
debemos abrirnos, abrirnos al amor de Jesús, que es más fuerte que todas las
demás cosas, el amor de Jesús es grande. El amor de Jesús es misericordioso, el
amor de Jesús perdona, pero debes abrirte, y abrirse significa arrepentirse,
lamentarse de las cosas que hemos hecho que no son buenas.
El Señor Jesús se ha donado y sigue donándose a nosotros, para llenarnos de toda
la misericordia y la gracia del Padre. Somos nosotros, por tanto, los que
podemos convertirnos en cierto sentido en jueces de nosotros mismos, auto
condenándonos a la exclusión de la comunión con Dios y con los hermanos, con la
profunda soledad y tristeza que esto produce. No nos cansemos, por tanto, de
vigilar nuestros pensamientos y nuestras actitudes, para pregustar desde ahora
el calor y el esplendor del rostro de Dios.
Será bellísimo ese Dios que en la vida eterna contemplaremos en toda su
plenitud. ¡Adelante! Pensando en ese juicio que comienza ahora, que ya ha
empezado. ¡Adelante! Haciendo que nuestro corazón esté abierto a Jesús y a su
salvación, y ¡Adelante! Sin tener miedo, porque el amor de Jesús es más grande,
y si nosotros pedimos perdón por nuestros pecados él nos perdona. Jesús es así.
¡Adelante con esta certeza, que nos llevará a la gloria del cielo! Gracias.